El mundo perdido - Arthur Conan Doyle - E-Book

El mundo perdido E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

El periodista Ned Malone entrevista al más que excéntrico profesor Challenger. Tras una reunión algo accidentada, el joven queda tan fascinado por él que termina enrolándose en la expedición que este organiza. Su objetivo será llegar a la Tierra de Maple White, un recóndito lugar oculto en la Amazonia donde el tiempo se detuvo millones de años atrás, y demostrar que allí sobreviven especies prehistóricas. Una novela del creador de Sherlock Holmes, en la que vuelve a hacer gala de su maestría para combinar misterio, aventura, humor y personajes singulares con unas capacidades sobresalientes.

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Seitenzahl: 154

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Índice

Introducción

1. Gladys sueña con un héroe

2. Una conferencia muy animada

3. Noticias desde Manaos

4. ¡Hemos visto un pterodáctilo!

5. Señales de Maple White

6. Anotaciones del cuaderno de Edward D. Malone

7. El poblado de los hombres mono

8. La batalla decisiva

9. Un regalo de Maretas

10. Una vuelta a casa llena de sorpresas

Apéndice

Créditos

Las expediciones científicas

El mundo perdido es la historia de una expedición científica al corazón de la selva amazónica en busca de huellas de un pasado remoto. A la vuelta a Inglaterra, los expedicionarios dan cuenta de sus logros en los salones del Instituto Zoológico de Londres abarrotados de un público expectante. Eso en la novela. En la vida real esas reuniones tenían lugar, habitualmente, en la famosa Royal Geographical Society (Real Sociedad Geográfica) de Londres. Por dicha institución pasaron a la vuelta de sus viajes buscadores de las fuentes del Nilo, como el matrimonio Baker (Samuel y Florence) y los exploradores Richard Burton y John Hanning Speeke, o también el famoso periodista Henry Morton Stanley que fue capaz de encontrar al perdido doctor Livingstone en un remoto lugar de África.

Stanley nace en el país de Gales, donde vive una mísera infancia con encierro en un correccional incluido. Huye a los Estados Unidos, donde el comerciante Henry M. Stanley le adopta y le da sus apellidos. Se hace corresponsal e informa de los enfrentamientos de la caballería con los indios sioux. De regreso a Europa, escribirá crónicas sobre las guerras carlistas en España. Es entonces cuando el New York Herald le envía en busca de Livingstone, explorador y misionero perdido en la inmensidad de África. El momento estelar de su arrolladora vida será precisamente ese encuentro. Desde Zanzíbar había atravesado media África combatiendo contra las tribus que se oponían a su paso y contra la amenaza de mosquitos portadores de malaria. Sin embargo, el encuentro de los dos colosos es de una sencillez conmovedora. Stanley: Dr. Livingstone, I presume? (¿El doctor Livingstone, supongo?). Livingstone: Yes (Sí). Cuando tuvo lugar esa aventura, Arthur Conan Doyle tenía 13 años. Sin duda, esta historia le apasionó, como le ocurrió a toda Gran Bretaña.

Conan Doyle comenzó a escribir su novela a comienzos del siglo XX, cuando el impulso expedicionario seguía todavía muy vivo. El mundo perdido se publicó por entregas en la revista londinense The Strand Magazine en el año 1911. Unos años antes, en las grandes llanuras de Estados Unidos, se habían descubierto los restos de un diplodocus. Poco tiempo después, una expedición alemana en la actual Namibia anunció el hallazgo de huesos de un verdadero monstruo, al que bautizaron como Gigantosaurus africanus. Calcularon que en vida mediría unos seis metros de alzada y unos cincuenta de cabeza a cola. ¿Animarían a Conan Doyle estos hallazgos a la hora de escribir la novela? ¿Quizá recordaría (damos por seguro su lectura) pasajes de la novela de Julio Verne Viaje al centro de la Tierra, publicada 50 años antes, y en la que, por primera vez, aparecieron juntos en la literatura popular, humanos y animales prehistóricos?

Otros mundos perdidos

Ese mismo año de 1911 en que apareció en las librerías británicas los primeros capítulos de la novela de Conan Doyle, la prestigiosa revista National Geographic daba a conocer una impactante noticia: el arqueólogo norteamericano Hiram Bingham había localizado, por fin, Machu Picchu, la ciudad perdida de los incas, en un remoto lugar de los Andes peruanos. Una vez más, realidad y ficción caminan de la mano. No era la única ciudad perdida que se buscaba por esos años. El coronel inglés Percy Harrison Fawcet, buen conocedor de la selva amazónica en las zonas fronterizas bolivianas, estaba seguro de que, en algún lugar de esa inmensidad verde, se encontrarían los restos de los supervivientes de la sumergida Atlántida, que habrían desarrollado por esos lugares una adelantada civilización a la que denominó Z. Desde su última expedición del año 1925, nunca se volvió a saber del visionario coronel Fawcet: se perdió en su amada selva.

La gran aportación hispana a este mundo de tesoros y civilizaciones perdidas es, sin duda, el mito de El Dorado. Se trataba de una supuesta ciudad cubierta de oro cuya leyenda tenía el origen en la ceremonia anual en que el jefe chibcha de Guatavita, cerca de Bogotá, la capital colombiana, era ungido en aceite y luego espolvoreado de oro hasta que brillara como una estatua, de ahí su nombre de El Dorado. Luego se sumergía en el lago mientras el pueblo arrojaba al agua oro y piedras preciosas a modo de ofrenda. A los conquistadores españoles les llegó la noticia de la existencia de El Dorado. Acabaron transformándola y exagerándola de tal manera que se convirtió en el mejor reclamo en pos del oro, se encontrara el idolatrado metal allá donde se encontrase. De la persistencia del mito de El Dorado (una vez transcurridos los años de la conquista de América), nos da idea la novela Cándido publicada en el siglo XVIII. Su autor François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire, abanderado del enciclopedismo y de la Ilustración, se rinde ante la magia de la leyenda y hace que su protagonista, Cándido, y su criado, Cocambo, se pierdan por un tiempo en la soñada ciudad del oro.

Pero si estamos hablando de «mundos perdidos», no podemos dejar a un lado esos territorios que son los polos geográficos de la tierra enclavados en los hielos del Ártico y en el continente helado de la Antártida. A comienzos del siglo XX se desató entre las naciones científicamente más avanzadas una verdadera carrera por alcanzar esos hitos geográficos cargados de una gran fuerza simbólica.

Comencemos por el polo sur, situado en una meseta con cotas de tres mil metros de altitud. El capitán Robert Falcon Scott fue el encargado por Reino Unido de proporcionar a su país el honor de clavar la bandera en el ansiado Polo Sur. El primero de junio de 1910 partió la expedición científica británica a bordo del Terra Nova. Cuando llegaron al mar de Ross era ya enero y tuvieron que invernar, y esperar hasta que el tiempo fuera más propicio para poner en marcha la expedición. Esta la formaban Scott y trece hombres, veintiséis perros, ocho ponis siberianos y tres tractores que muy pronto se estropearon. El tiempo empeoró, pero la noticia de que una expedición noruega al mando de Amundsen marchaba delante de ellos con el mismo objetivo les hizo apresurar la marcha. De cuando en cuando, dejaban depósitos de alimentos y combustible para la vuelta. Las tormentas de nieve se sucedían, los ponis murieron… Cuando rebasaron los 82 grados de latitud, Scott se quedó con solo cuatro hombres y el resto volvió a la base. Los doscientos y pico kilómetros que les faltaban hasta el polo sur fueron extenuantes, y al llegar, la gran decepción: la bandera noruega ondeaba sobre la llanura helada. ¡Amundsen había llegado veintinueve días antes! ¡De nada habían servido tan terribles sacrificios! Plantaron la bandera británica e iniciaron la vuelta. Conocemos al completo el desarrollo del drama, pues Scott escribía en su diario todo lo que le sucedía. Encontraron los diferentes depósitos, pero habían dejado poco combustible. Evans murió una madrugada enloquecido. Oates con los pies helados pidió que le abandonaran para no ser una carga; sus compañeros se negaron, pero este, una noche, se separó de sus camaradas y marchó solo al encuentro de la muerte. El viento era terrible y obligó a los tres supervivientes a no abandonar el depósito, pero el combustible y los alimentos se agotaron; y sin fuerzas para salir, murieron dentro de la tienda. Así los encontró, seis meses después, la expedición enviada en su ayuda.

En cuanto al polo norte, el primer acercamiento serio fue el del noruego Fridtjof Nansen que diseñó un navío capaz de resistir la presión de los hielos, pues su idea era que la deriva de estos, le acercarían al polo. Los cálculos le fallaron y se quedó a 789 kilómetros de su meta. Nansen y sus compañeros decidieron alcanzarlo con veintiocho perros, tres trineos, dos kayaks y provisiones para año y medio. Durante cuatro meses vagaron perdidos por aquellas soledades. Afortunadamente, una expedición inglesa los encontró y pudo devolverles a Noruega. Otro personaje que intento con ahínco alcanzar la gloria de ser el primer humano en pisar el polo norte fue el doctor Frederik A. Cook, de Nueva York. Participó en varias expediciones y se apuntó la ansiada conquista, que más tarde se descubrió que era un fraude. Fue el también estadounidense Robert Peary, el que pudo demostrar que sí había llegado al polo. Fue el 6 de abril de 1909, en un trineo tirado por perros esquimales; aunque su hazaña no ha estado exenta de controversia.

Es para este público de comienzos del siglo XX acostumbrado a seguir en la prensa estas aventuras científicas, a veces con una fuerte carga deportiva y competitiva, para el que Arthur Conan Doyle escribió su El mundo perdido. Este tipo de novela, el de las expediciones científicas, ya tenían un gran prestigio gracias a los «Viajes Extraordinarios» que el francés Julio Verne venía publicando y que eran una verdadera enciclopedia del saber geográfico, la vida salvaje y los avances tecnológicos de su siglo. Con menor nivel, también lo hizo el italiano Emilio Salgari. Entre los clásicos anteriores a la publicación del libro de Doyle estarían: El hombre que pudo reinar, del inglés Rudyard Kipling, que cuenta las aventuras de un par de granujas que buscan el reino perdido de Kafiristan, en las montañas de Afganistan; y Las minas del rey Salomón, del también británico H. Rider Haggard, cuyo héroe, Allan Quatermain, protagonizaría otras novelas del autor. Ambos libros con brillantes, y no tanto, adaptaciones en el cine y la televisión.

El mundo perdido: un anticipo

El joven periodista Malone se siente obligado a hacer esa «hazaña prodigiosa» que le exige su novia, la caprichosa Gladys. Ese es el motivo que le empuja a meterse en la peligrosa aventura cuyo destino es «el mundo perdido», para ser exactos la Tierra de Maple White. Este era el nombre del explorador que descubrió las montañas que, por un capricho de la naturaleza, quedaron aisladas del resto de la evolución del planeta. Confirmar lo que aparece en los dibujos Maple White es lo que persigue la expedición científica promovida por el Instituto Zoológico de Londres y que se compone de los siguientes viajeros: el profesor George E. Challenger, eminente zoólogo de carácter endiablado y de constitución física algo simiesca; su colega, que no su amigo, el profesor Summerlee; lord John Roxton, reconocido deportista, gran cazador y conocedor de medio mundo; y el ya presentado Edward D. Malone. Embarcan para Brasil, recorren el Amazonas de Pará a Manaos, y a partir de esa ciudad, comienzan la auténtica expedición. Tras muchos sufrimientos consiguen alcanzar la aparentemente inexpugnable meseta de Auyantepui, encontrar una entrada y, a partir de entonces, los dinosaurios de la era Jurásica, una tribu perdida de indios y una salvaje horda de hombres-mono serán su única y temible compañía.

Una curiosidad, ¿por qué puso Conan Doyle el nombre de Challenger a su principal protagonista el irascible y peleón zoólogo? Cuando el joven Arthur tenía 13 años, partió de Inglaterra el navío bautizado con el nombre de Challenger (desafiador, retador, en inglés) cuyo objetivo científico era el estudio de los océanos Atlántico, Pacífico y Antártico, así como la recogida de fauna y flora de algunas islas. Se le dotó de los últimos aparatos técnicamente más avanzados que manejarían un grupo de prestigiosos sabios. El 7 de diciembre de 1872, zarpaba el Challenger del puerto británico de Shevernees. A dicho puerto regresaría cuatro años después, tras haber dado la vuelta al mundo y haber recorrido nueve mil millas.

El éxito del viaje infló aún más el orgullo popular de pertenecer al imperio británico. El éxito de este viaje fue tan sonado, que muy pronto otros países realizaron expediciones semejantes; entre ellos España, que por cierto estuvo presente en el periplo del Challenger de forma muy exótica. La expedición había dado la vuelta a África para entrar en el océano Índico. Después de recalar en Filipinas y Japón, pusieron proa a las costas de América haciendo escala en algunas islas del Pacífico. En el archipiélago de las Marianas realizaron la medida de mayor profundidad de todo el viaje: 8183 metros. La fosa de las Marianas es, en efecto, el punto más profundo bajo el nivel del mar. Lo curioso es que en esos años las islas Marianas eran posesiones españolas fruto del viaje de Magallanes y Elcano alrededor de globo en el siglo XVI. Veinte años después de la visita del Challenger, el gobierno español de entonces, con apuros económicos, las vendió a Alemania por 25 millones de pesetas. Unos 150000 euros actuales.

Esta edición

Como es habitual en la colección Clásicos a Medida, la obra que aquí presentamos es una traducción y adaptación del original inglés. Se han resumido parte de las descripciones científicas que alargaban el texto, pero se ha conservado el estilo y la acción propios de la novela.

He forjado mi simple plansi doy una hora de alegríaal muchacho que es a medias un hombreo al hombre que es un muchacho a medias.

CAPÍTULO 1

Gladys sueña con un héroe

Me llamo Edward D. Malone (Ned para los amigos). Soy irlandés, periodista de TheDaily Gazette de Londres, tengo veintitrés años y, en este día de noviembre de 1909, debo reconocer públicamente que estoy enamorado de Gladys Hungerton. En la tarde en que la visité dispuesto a declararme, Gladys se adelantó a mi propósito con estas palabras:

—Ned, somos amigos desde hace mucho tiempo y eso me hace feliz. Así que no me pidas que sea tu novia porque tendré que darte un no por respuesta.

Me quedé mirándola con la boca abierta. Por dos razones: por la frase lapidaria que me había soltado a modo de saludo y por lo preciosa que estaba en ese momento. Sentada en una silla que le ayudaba a mantener la espalda erguida, su perfil, orgulloso y delicado, se recortaba sobre el fondo rojo de la cortina que había tras ella. Tenía razón al decir que éramos amigos, verdaderos amigos, pero olvidaba que, en mi caso, nunca oculté un indisimulado deseo de ser precisamente algo más que amigos.

Gladys era delicadamente femenina aunque algunos la juzgaban fría y dura; y yo les decía: ¿pero si todo en ella presagia las más dulces delicias de una mujer? Bastaba mirar esa piel delicadamente bronceada, casi oriental, esos cabellos negros como ala de cuervo, los grandes ojos húmedos, los labios gruesos pero exquisitos… Todos los acicates para un gran amor estaban presentes en ella. Pero yo era dolorosamente consciente de que, hasta ese momento, no había descubierto esa llave oculta de su alma que abriera para mí el caudal de afecto que yo anhelaba. Sin embargo, estaba decidido a terminar con la duda y que las cosas se aclarasen definitivamente esa tarde.

—Pero yo te quiero, Gladys…

—Pero yo no, Ned. Yo espero que un día me llegue el amor. Entonces daré el paso que hoy no pienso dar.

—¿Es que amas a otro?

—Sí y no. Sí, porque tengo muy claro cómo será mi hombre ideal. Y no, porque no lo conozco todavía.

—¿Y cómo es ese hombre que esperas? ¿Me parezco a él en alguna cualidad?

—Sí, Ned, tú podrías ser ese hombre, pero te falta algo fundamental: haber realizado alguna hazaña prodigiosa, ser el héroe de aventuras extraordinarias como fue, por ejemplo, el explorador Stanley, que encontró al doctor Livingstone perdido en el corazón de África. Sí, solo seré capaz de amar a un hombre como él, fuera de lo común. ¡Piensa en Richard Burton, el gran viajero, el buscador de las fuentes del Nilo! Cuando leo el libro que escribió su esposa contando sus hazañas, veo el gran amor que le profesaba. Era de la clase de hombre que yo quiero a mi lado; que todo el mundo me honre como la inspiradora de sus grandes conquistas.

Gladys estaba bellísima, arrebatada por el entusiasmo que ponía a sus palabras.

—Pero no todos los hombres, podemos ser Stanley o Burton —balbuceé en mi defensa—. Además no se presentan muy a menudo ocasiones que te ofrezcan alcanzar la gloria.

—Ned, es a esa clase de hombres que son capaces de forjar sus propias oportunidades a la que me refiero. Una mujer amada por un ser así despertaría la envidia de las otras mujeres. Te parecerá un poco de niña tonta lo que te estoy diciendo. Pero no es así, es algo que forma parte de lo mas íntimo de mi ser. Si no lo hago, me traicionaría a mí misma. Sí, Ned, si me caso, me casaré con un hombre famoso.

—Dame una oportunidad y verás como no te decepciono.

—La tuviste cuando la explosión de la mina de Wigan. Leí tu reportaje pero eché en falta que bajaras a los pozos para salvar a los mineros atrapados en aquella atmósfera.

—Sí que lo hice.

—Pues no me contaste nada.

—Creo que no debía de presumir de ello.

Me miró con cierta admiración.

—No lo sabía. Fue valeroso por tu parte, Ned.

—Te lo vuelvo a decir Gladys: dame una oportunidad y te demostraré que estás delante de ese hombre que buscas.

Ella se rio del ímpetu con que me había expresado.

—Está bien. Eres joven, y tienes salud y vigor físico y no te faltan saberes y energía. Ya veremos. Algún día, cuando hayas ganado tu lugar en el mundo, hablaremos de todo esto otra vez.

Y así terminó aquella lluviosa tarde de noviembre, subiendo a un tranvía y prometiéndome a mí mismo ser el protagonista de una hazaña que fuera capaz de enternecer el corazón de mi amada.

Ni siquiera me había despedido del señor Hungerton, un ser de excelente carácter, pero encerrado hasta un extremo inverosímil en su propio yo. ¡Si creía de todo corazón que mis tres visitas semanales a su casa se debían al placer que yo encontraba en su conversación y, especialmente, en el deseo de escuchar sus ideas sobre el apasionante tema del bimetalismo1! Siempre pensé que si algo podría haberme alejado de Gladys, era imaginar un suegro como aquel. La vida me estaba demostrando que podría haber otras causas para la ruptura.