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La mañana del 7 de octubre de 2023, el sur de Israel fue el escenario de una cacería humana despiadada. El movimiento fundamentalista islámico Hamás, que desde 2007 gobierna de facto la Franja de Gaza, invadió el territorio israelí con un operativo coordinado por tierra, aire y mar. Su objetivo era claro: matar a la mayor cantidad de gente posible, pero también mutilar cuerpos, torturar, violar a mujeres y niñas, tomar rehenes y llevarlos cautivos a Gaza. En unas pocas horas, más de 1.200 muertos, cientos de heridos, 240 rehenes y una nación entera sumida en el terror atestiguaban la dimensión de la barbarie. El gobierno de Israel declaró formalmente el estado de guerra. Emprendió una incursión militar con el objeto de recuperar a los secuestrados y destruir la capacidad armamentista y operativa del movimiento terrorista, que se esconde entre los civiles gazatíes. Pero ¿cuál fue la reacción de amplios sectores de la población mundial? ¿Qué hay detrás de la escasa solidaridad y la poca empatía recibidas por el pueblo de Israel —y los judíos en general— luego de la masacre? ¿Por qué el mundo acepta con naturalidad que haya organizaciones terroristas e incluso países que abiertamente declaran que anhelan la desaparición de Israel y que están dispuestos a llevarla a cabo? ¿Es Israel el culpable de que no haya paz en Medio Oriente? ¿Cuál es el rol de Irán? ¿Qué significa que miles y miles de manifestantes alrededor del mundo, en ciudades como Nueva York, París, Londres, Madrid, Sídney o Bogotá, canten por un nuevo genocidio de los judíos, reivindicando la matanza de Hamás? En este libro, Miguel Bronfman ensaya respuestas para estos y otros interrogantes. Con agudeza, recurriendo a la historia y al derecho, analiza cómo la masacre del 7 de octubre reactivó algo oscuro y siniestro. Es un viejo conocido: el odio a los judíos.
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Seitenzahl: 297
Veröffentlichungsjahr: 2024
Miguel Bronfman
El odio a los judíos
Pasado y presente de una amenaza global
Bronfman, Miguel
El odio a los judíos : pasado y presente de una amenaza global / Miguel Bronfman. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-599-959-6
1. Antisemitismo. I. Título.
CDD 305.8924
© 2024. Libros del ZorzalBuenos Aires, Argentina<www.delzorzal.com>
ISBN 978-987-599-959-6
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Impreso en Argentina / Printed in Argentina
Hecho el depósito que marca la ley 11723
A la memoria de mis padres, Mito y Susy.
A Dino y Amelia.
Índice
Introducción | 8
Primera parte. La historia | 16
Capítulo 1Israel, ¿pueblo originario o Estado colonizador? | 17
Capítulo 2Los orígenes del odio antijudío | 27
Capítulo 3Entre la tragedia y la esperanza | 35
Capítulo 4Guerras y más guerras | 45
Capítulo 5Consecuencias directas de las guerras de 1967 y 1973 | 54
Segunda parte. Israel y los judíos, los acusados de siempre | 67
Capítulo 6El antisemitismo y una nueva mutación: antisionismo | 68
Capítulo 7La recurrente y falaz acusación de genocidio | 76
Capítulo 8La acusación de genocidio como negativa al derecho de defensa de Israel | 94
Capítulo 9¿Es Israel un Estado apartheid? ¿Tiene derecho a autodefinirse como un Estado judío? | 103
Capítulo 10Israel, el Estado judío | 116
Capítulo 11¿Limpieza étnica? Sí, pero… ¿de quién? | 122
Tercera parte. Después del 7 de octubre: “No Jews No News” | 132
Capítulo 12Una forma de ceguera: la izquierda antiimperialista | 133
Capítulo 13Me Too, Ni Una Menos y Believe All Women (salvo que sean israelíes) | 145
Capítulo 14El (falso) progresismo, los (falsos) liberales y su (falso) libre discurso | 158
Cuarta parte. El futuro | 171
Capítulo 15Los nuevos escenarios | 172
Agradecimientos | 187
“El silencio es el verdadero crimen de lesa humanidad”.
Mauricio Rosencof, Los silencios del Viejo
“Al final, no recordaremos las palabras de nuestros enemigos, sino el silencio de nuestros amigos”.
Martin Luther King
Introducción
Amanecer en el infierno
En la temprana mañana del sábado 7 de octubre de 2023, todo transcurría con absoluta normalidad y tranquilidad en el sur de Israel, cerca de la frontera con la Franja de Gaza. Los habitantes de los kibutzim1 comenzaban el día de descanso como era habitual. Muy cerca de allí y también de la frontera con Gaza, se desarrollaba por primera vez en Israel el festival de música electrónica Super Nova, que había empezado el viernes y se prolongaría hasta la madrugada del domingo. Cientos de jóvenes estaban reunidos en ese lugar. Escuchaban música, comían, bebían y bailaban. En cuestión de minutos, los kibutzim, el festival y toda la región se convirtieron en un infierno.
En una operación militar compleja y sofisticada, Hamás, el movimiento fundamentalista islámico que desde 2007 gobierna de facto la Franja de Gaza, donde viven aproximadamente dos millones de árabes palestinos, invadió el territorio israelí con un operativo coordinado por tierra, aire y mar. Al mismo tiempo, una lluvia de cohetes lanzados desde Gaza caía sobre toda la región cercana a la frontera, para desviar la atención e impedir la llegada del Ejército de Defensa Israelí, mientras drones aéreos neutralizaban los sistemas de vigilancia y de comunicación israelíes.
Uno de los primeros puntos del ataque fue justamente el festival, donde se produjo una verdadera cacería humana: espantados al ver llegar a los terroristas, que de entrada empezaron a matar gente, los jóvenes intentaron salir corriendo y escapar, aunque no tenían a dónde ir. Los terroristas de Hamás habían bloqueado con camionetas los caminos y accesos; no se podía escapar; el lugar se había convertido en una trampa mortal. En tan sólo minutos, los terroristas mataron a sangre fría a 260 personas, además de violar en grupo, mutilar y masacrar a un gran número de mujeres.
Vulneradas las barreras de las fronteras, sin que el Ejército israelí pudiera llegar al lugar, comenzaron los ataques a los kibutzim más cercanos. Si bien todos tenían una línea de seguridad, no pudieron repeler la invasión, dado el número inferior de soldados israelíes y el armamento de guerra que traían los terroristas. Los soldados, hombres y mujeres, fueron casi todos asesinados, y algunos de ellos, llevados como rehenes a Gaza. Superada la primera y única línea de defensa, los terroristas avanzaron sobre las casas de la población civil.
En las rutas y calles cercanas a los kibutzim, fueron asesinando dentro de sus autos a todos los que tuvieron la mala fortuna de pasar en ese momento. Algunos autos fueron prendidos fuego con sus ocupantes dentro, que murieron quemados, hasta carbonizarse. En otros casos, los terroristas mataron a personas en los autos y luego sacaron sus cuerpos para tirarlos a la calle como si fueran cosas, balearlos en el rostro, revisar sus bolsillos para ver si había algo de valor y dejarlos allí tirados para que fueran a su vez más ultrajados todavía, o incluso para llevar los cadáveres como botín de guerra a Gaza.
Fue un ataque coordinado en treinta localidades. Los terroristas tenían instrucciones precisas: matar a la mayor cantidad de gente posible, pero también dañar, mutilar cuerpos, violar mujeres y niñas, tomar rehenes y llevarlos secuestrados a Gaza. En los kibutzim, entraron casa por casa, encontrando civiles totalmente indefensos, muchos de ellos en su ropa de cama, ancianos, niños y niñas pequeñas. Allí se desató el horror, la cara más inhumana de la masacre. En esas horas sanguinarias, además del asesinato totalmente indiscriminado y masivo con armas de fuego, los terroristas de Hamás cometieron otras atrocidades:
•Violaron a mujeres y adolescentes en grupo, en forma reiterada, con una violencia tal que a muchas de ellas les causaron la fractura de los huesos pélvicos y de las piernas.
•Violaron a adolescentes y niñas de 12 años que todavía estaban en sus camas y luego las mataron.
•Con un cuchillo, le abrieron el vientre a una mujer embarazada de cuatro meses, extrajeron al bebé, lo mataron delante de ella y luego mataron a la mujer y a sus otros hijos, que habían visto todo lo anterior.
•Torturaron a niños delante de sus padres y a padres delante de sus niños, en algunos casos durante horas, antes de asesinarlos.
•Ataron de manos y quemaron vivas a numerosas personas.
•Asesinaron y maniataron a un matrimonio y sus dos hijos, cuyos cuerpos mutilaron (es decir, cortaron y separaron sus miembros), los padres situados enfrente de los hijos. Antes de asesinarlos, los pusieron de rodillas enfrentados. El forense que relató el hallazgo se hacía la pregunta, entre lágrimas: ¿quién habría sido sometido a ver la mutilación y el asesinato, los padres de los hijos o al revés?
•Degollaron y decapitaron a varios bebés de tan sólo meses de edad y niños menores. Un rescatista, Eli Beer,2 dijo que no podían saber qué cabeza correspondía a qué cuerpo.3
•Como todas las casas y departamentos israelíes tienen que tener un cuarto seguro que hace de refugio contra los cohetes y misiles, muchas personas, alertadas de la presencia de los terroristas, se metieron allí. Para obligarlos a salir, los terroristas tiraron granadas de mano en las casas o las prendieron fuego. En algunos casos, ante la asfixia inminente las personas salieron, para luego ser asesinadas a sangre fría o bien capturadas y llevadas como rehenes a Gaza.
•Muchas personas en esa misma situación, sobre todo personas mayores, no llegaron a salir a tiempo y murieron asfixiadas o quemadas. Entre ellas, por ejemplo, una mujer argentina, Silvia Mirensky, de 80 años.4
•En medio de esta masacre y carnicería, se llevaron aproximadamente a 240 personas secuestradas como rehenes, entre ellas niños —el menor, un bebé de 10 meses— de menos de 10 años, adolescentes de ambos sexos menores de 18 años, adultos de ambos sexos y ancianos y ancianas, algunos de ellos en condiciones frágiles de salud. Muchos de los niños y niñas secuestrados fueron tomados cautivos luego de ver cómo sus padres eran asesinados.
•Prendieron fuego decenas de casas, con la gente adentro. Más de doscientos restos humanos quedaron sin identificar.5
•Mutilaron y desmembraron los cuerpos de las víctimas que mataban, incluidos los bebés que fueron degollados. Por el daño en los cuerpos, no se pudo establecer si las mutilaciones y los degüellos fueron antes o después de que la persona fuera asesinada.6
Nada de esto fueron “cosas que pasan en las guerras”, sino expresiones exacerbadas de una crueldad y un sadismo inconcebibles.
El alcance y la letalidad del ataque no tienen precedentes en los 76 años de existencia de Israel como Estado soberano. La naturaleza de la violencia dejó en shock a los israelíes y a los judíos en general, sin importar dónde vivieran. Fue el peor pogromo7 contra judíos desde el Holocausto. El gobierno de Israel declaró formalmente el estado de guerra. El primer ministro Benjamín Netanyahu prometió destruir la capacidad militar y operativa del movimiento terrorista y aseguró al pueblo israelí una “victoria total”.
Puesto que Hamás se escuda y esconde en medio de la población civil de Gaza, el costo de vidas humanas que ha provocado la incursión militar israelí es objeto de alarma y crítica mundial, y la oportunidad perfecta para que sus detractores encuentren nuevos motivos con el fin de revitalizar el antiguo odio antijudío. En el frente interno, una población agobiada por la guerra y todavía bajo el trauma del horror del 7 de octubre siente que el gobierno de Netanyahu ha fallado una y otra vez: primero, porque no pudo impedir que semejante barbarie ocurriera en territorio israelí, cuando, según se sabe hoy, existían advertencias de que algo así podía suceder;8 luego, ya de lleno en la guerra, porque no da señales de cuándo terminará ni cómo, y no parece haber un plan para “el día después”; y finalmente porque nueve meses más tarde más de 120 rehenes permanecen cautivos en manos de los terroristas.
De todos modos, y más allá de las críticas, debe quedar claro que el 7 de octubre no ocurrió por Netanyahu, y que Israel no está en guerra por los desaciertos y las negligencias de Netanyahu y su gabinete. Israel está en guerra exclusivamente por Hamás, Hezbolá e Irán, que persiguen su desaparición.
El odio a los judíos
Para muchos judíos de Israel y del mundo, una de las consecuencias de los hechos del 7 de octubre de 2023 fue la comprobación de la soledad en que se encuentran y la escasa o nula solidaridad y empatía recibidas luego de la masacre y los horribles crímenes sufridos. Ven que el mundo acepta como algo natural que haya organizaciones terroristas (Hamás, Hezbolá) y países (Irán) que abiertamente declaran que anhelan la desaparición de Israel como país y que están dispuestos a luchar por ello. Ven miles y miles de manifestantes alrededor del mundo, incluso en grandes ciudades como Nueva York, París, Londres, Madrid o Sidney, cantando por un nuevo genocidio de los judíos, reivindicando la matanza de Hamás. Y constatan, salvo honrosas y escasas excepciones, que los únicos que actúan contra ese odio y lo combaten y denuncian son los propios judíos. En este libro, analizaremos algunos casos de cómo el odio antijudío opera en distintos ámbitos y logra que algunos sectores y personas, de quienes cabría esperar otro tipo de reacción, terminen envueltos en una inadmisible complicidad con el terror de Hamás.
A pesar de la barbarie cometida a la vista de todos, la invasión territorial de Hamás activó un mecanismo por el cual las compuertas que contenían el antisemitismo siempre latente se abrieron por completo. Se libró así una furia antisemita que no se veía hacía tiempo, para la cual la guerra y las actuales acciones de Israel en Gaza son apenas una excusa coyuntural. Sólo en Francia, por tomar un ejemplo, los ataques antisemitas aumentaron más del 1.000% a partir del 7 de octubre.9
El odio antijudío, como se verá, es muy antiguo. Se ha perpetuado a través del tiempo, con distintas formas, pero con una esencia que se mantiene. El nacimiento del Estado de Israel, en 1948, resulta un hito trascendental en la historia del pueblo judío, en tanto marca una diferencia irrenunciable respecto de su historia precedente: a partir de 1948 y por primera vez en dos mil años, los judíos tienen su propio territorio, su propio Estado, y pueden y deben defenderse de sus enemigos y de quienes ansían su desaparición. Por eso, como dijo alguna vez David Ben-Gurión, “el futuro de los judíos no depende de lo que los no judíos digan, sino de lo que los judíos hagan”.
A pesar de las condiciones adversas en las que nació, de que en sus primeros sesenta años fue atacado por lo menos siete veces, de que vive rodeado de enemigos, Israel es un país increíblemente pujante, enérgico y dinámico, antiguo y a la vez tremendamente innovador, en el que conviven personas de más de cincuenta nacionalidades distintas. No sólo es la única democracia —ininterrumpida desde 1948— en todo Medio Oriente, sino además uno de los lugares más fértiles del mundo para el ámbito académico, con una cantidad notable de investigadores, científicos, ingenieros, artistas e intelectuales, entre los que se cuentan varios premios Nobel de Economía, Química y Literatura. Tel Aviv es una de las ciudades más amigables en todo el planeta para las comunidades lgbtq, a la par que los desarrollos e innovaciones tecnológicas en ámbitos tan diversos como la medicina, las comunicaciones y la agricultura resultan trascendentes también a nivel mundial. No es casualidad que Israel tenga la tasa de start-ups más alta del mundo, ni que de allí hayan salido innovaciones que millones y millones de personas utilizan a diario.10
Las guerras incesantes, y en especial todo lo ocurrido a partir del 7 de octubre, están erosionando severamente su economía. Quizá peor todavía y más preocupante, provocan una verdadera “fuga de cerebros”, pues la carga de vivir siempre bajo un estado de guerra latente o declarada ha empezado a mostrar sus efectos en las generaciones más jóvenes.
Como en el pasado, remoto y reciente, el odio antijudío se esparce por geografías y sociedades diversas: algunos israelíes deciden emigrar para no vivir siempre asediados por la guerra, mientras tres cuartos de los judíos europeos prefieren, en 2024, ocultar su identidad para no sufrir ataques antisemitas.11 En ciudades de Estados Unidos o la Argentina, los judíos necesitan de una protección especial para concurrir a sus escuelas y templos. En 2018, en uno de los peores ataques antisemitas en la historia de Estados Unidos, once judíos fueron masacrados en una sinagoga en Pittsburgh. Estaban rezando cuando un supremacista blanco irrumpió con un arma automática y los asesinó a balazos, a sangre fría.12 Otra peculiaridad del odio antijudío: en su violencia y en su discurso de rechazo y de muerte, es capaz de aglutinar a un supremacista blanco con un fundamentalista islámico, hacer coincidir a la izquierda más dura con la derecha más recalcitrante, de juntar a chiitas con sunitas13, a nazis con muyahidines, a feministas de izquierda con el terror de Hamás.
El odio a los judíos no es inocuo. El odio a los judíos mata, en Jerusalén, en París, en Nueva York o en Buenos Aires. El antisemitismo mata y, al hacerlo, degrada a la humanidad entera. Ante el crimen, no hay dudas de que el silencio, la inacción, el mirar para otro lado terminan convertidos en complicidad. Este libro es un esfuerzo en la dirección contraria, la de combatir esa indiferencia cómplice.
Porque el silencio es el verdadero crimen de lesa humanidad.
Primera parteLa historia
Capítulo 1Israel, ¿pueblo originario o Estado colonizador?
“Palestina libre, desde el río hasta el mar”
Tal es la consigna y el grito que hemos visto y escuchado alrededor del mundo en cada manifestación en favor de Palestina o en contra de Israel, a partir del 7 de octubre de 2023. No es nueva: es la misma que enarbolaron los países árabes en 1948, 1967 y 1973, cuando lanzaron ataques coordinados contra Israel para, como decían los líderes de esos países, “borrarlo del mapa”.
El antisionismo actual y el fundamentalismo islámico coinciden hoy en su objeto de odio, y ambos construyen, por vías distintas, un relato parecido, en el cual Israel encarna todos los males contemporáneos: es un Estado colonialista, represor, apartheid, genocida. Estas acusaciones, que analizaremos en detalle, se sostienen a su vez a partir de una visión falsa y distorsionada de la historia, según la cual los judíos llegaron a lo que es hoy Palestina recién a comienzos del siglo xx, impulsados por el movimiento sionista y el imperialismo occidental. Como si no existiera un vínculo preexistente y milenario con la tierra que hoy habita, Israel sería así un injerto imperialista en un Medio Oriente que debería ser islámico.
Así planteado el caso, corresponde recorrer la historia y apoyarnos en hechos objetivos, para corroborar la falsedad de esas premisas.
Los orígenes
Abraham, primer patriarca de la religión judía, llegó junto a su tribu a la tierra de Canaán —hoy Israel— desde la Mesopotamia, entre los siglos xx y xix a. C.14 Las personas conducidas por Abraham recibieron el nombre de hebreos, que significa “los que cruzaron el río”, en alusión al Éufrates. Si bien la fuente principal de esta historia es la Biblia, la arqueología moderna ha confirmado tanto la fecha estimada como la presencia de los hebreos en estas regiones, e incluso en el antiguo Egipto, a donde el propio Abraham fue con su gente en épocas de hambruna; allí se encontraron referencias a una tribu que llamaban abiru o habiru.15
La línea patriarcal continuó con Isaac, hijo de Abraham, y luego con Jacob, hijo de Isaac. En un episodio relatado en la Biblia, Jacob recibe como nuevo nombre Israel,16 y precisamente de él y sus hijos descienden las doce tribus que tiempo después formarán el reino de Israel. Excede en mucho las ambiciones de este trabajo reproducir la historia del pueblo judío y de estas doce tribus. Para los fines de este apartado, es suficiente rememorar que aproximadamente en los años 1030-1010 a. C. se constituye el Reino Unido de Israel bajo el rey Saúl, a quien lo sucedieron el rey David (1055-1015 a. C.) y su hijo el rey Salomón (1015-977 a. C.), en lo que fue sin duda una época de esplendor para el reinado.
Tras la muerte de Salomón, se produce la división del reino, y así quedan el reino de Israel, ubicado en el norte y cuya capital es Samaria, conformado por diez de las doce tribus, y el reino de Yehuda (de ahí, Judea, y de ahí, judíos), cuya capital es Jerusalén, conformado por las dos tribus restantes (930 a. C., aproximadamente).17 Este territorio, en el corazón de la actual Palestina, es justamente el que hoy se denomina Cisjordania, que muchos judíos de Israel, por este lazo histórico, siguen llamando Judea y Samaria, y que también recibe el nombre, más neutral y usando una referencia geográfica, de Ribera Occidental (en inglés, West Bank, en referencia al río Jordán).
Una serie de guerras y reyes se suceden en ambos reinos, hasta que el reino de Israel es finalmente conquistado y destruido por Asiria (722 a. C.), momento en el que las diez tribus se dispersan y desaparecen sin dejar rastros en la historia.18
En el año 586 a. C., el reino de Yehuda o Judea también es conquistado; Jerusalén y su Templo, de la época del rey Salomón, son destruidos por el rey de los babilonios, Nabucodonosor, y sus habitantes son llevados como esclavos a Babilonia. Esto marca el primer destierro y exilio forzado del pueblo hebreo, pero no sería el último: después de los babilonios y a lo largo de los siglos siguientes, Judea y Jerusalén en particular fueron conquistadas por los persas, los griegos, los egipcios, los romanos, los árabes, los cruzados, los mamelucos, el Imperio otomano y, ya en el siglo xx, los británicos.
Luego de la esclavitud en Babilonia, sin embargo, cuando fueron liberados por los persas, los judíos volvieron a Jerusalén, donde construyeron su Segundo Templo. Del mismo modo, también sobrevivieron, como pudieron, a todas las conquistas sucesivas que sufrió la ciudad. Es notable que, a pesar de esta historia de conquistas, liberaciones y nuevas conquistas, los judíos no sólo sobrevivieron como pueblo, sino que además nunca abandonaron su hogar, Judea y Samaria, la tierra original del reino de Israel, y en particular su ciudad capital, Jerusalén.
El historiador Paul Johnson, al reflexionar sobre la ciudad de Hebrón (ciudad bíblica a pocos kilómetros de Jerusalén, hoy ubicada en la Ribera Occidental) y las distintas conquistas e invasiones, escribe: “Cuando un historiador visita hoy Hebrón, se pregunta: ¿dónde están todos esos pueblos que otrora ocuparon el lugar? ¿Dónde los cananeos? ¿Dónde los edomitas? ¿Dónde los antiguos helenos y los romanos, los bizantinos, los francos, los mamelucos y los otomanos? Se han desvanecido irrevocablemente en el tiempo. Pero los judíos continúan en Hebrón. Hebrón es, por lo tanto, un ejemplo de la obstinación judía a lo largo de cuatro mil años”.19
Palestina
En la Biblia, aparecen numerosos relatos de las luchas entre las tribus de Israel y los filisteos, pueblo guerrero e invasor que se estableció en el siglo xii a. C. al noroeste de Canaán, en varios poblados próximos al mar Mediterráneo.20 Contra los filisteos lucharon Sansón y, tiempo después, antes de ser coronado rey, David, al vencer al gigante Goliat, guerrero filisteo hasta ese momento invencible y que le reportó triunfos a su pueblo en numerosas batallas. En la Biblia se describe a los filisteos como los acérrimos enemigos del pueblo hebreo. La arqueología y los estudios recientes de adn han confirmado su existencia. Se estima que casi con seguridad venían de alguna zona del mar Egeo, junto a otros pueblos que también llegaron a Egipto y a Canaán: “Los pueblos del mar”, se los llama en la Biblia. Los israelitas batallaron contra ellos reiteradamente a lo largo de mucho tiempo, hasta que los filisteos, tras la invasión asiria (732 a. C.) que conquistó y dispersó al reino de Israel, terminaron también dispersándose y desapareciendo.21
El nombre que recibieron, y con el cual quedaron en la historia, viene del vocablo hebreo pilistim (o filistim), que quiere decir “invasor”; también se los encontró en textos egipcios antiguos como peleset, “el que viene del mar”. Pero ¿cómo fue que el nombre de un pueblo que desapareció en el devenir de la historia terminó dando nombre a toda esta región?
Luego de las sucesivas conquistas de babilonios, persas, egipcios y griegos, pudo establecerse un reino judío más o menos independiente en Jerusalén, en el siglo ii a. C., aunque pronto estuvo bajo asedio nuevamente. En el año 63 a. C., los romanos conquistaron Judea y, en el 70 d. C., comandados por el emperador Tito, arrasaron Jerusalén, profanaron y destruyeron el Segundo Templo y mataron o expulsaron a casi todos los habitantes judíos.22 Una de las paredes de aquel Segundo Templo sigue en pie todavía hoy: es lo que se conoce como el Muro de los Lamentos.23
La pequeña población judía, dispersa y debilitada, volvió de todos modos a rebelarse contra la dominación romana en el año 135 d. C., comandada por Bar Kojba, sublevación que también fue sanguinariamente reprimida. En este caso, para eliminar la posibilidad de futuras revueltas, para desjudaizar la ciudad y el territorio en general, la tierra que durante siglos y hasta ese momento se llamaba Judea, desde la época de los dos reinos de Israel, y que así también llamaban los romanos, fue rebautizada por estos como Palestina, imponiendo a la tierra del reino de Israel, de este modo, el nombre —latinizado— de los enemigos del pasado del pueblo judío, los filisteos, desaparecidos hacía ya por lo menos tres siglos.24
De esta manera, el emperador Adriano quiso cortar definitivamente todo vínculo entre el pueblo judío y su tierra, Judea. Además del acto de humillación profunda que para los judíos significó llamar a la tierra histórica del reino de Israel por el nombre de los filisteos, un pueblo ya inexistente y que no la reclamaría como propia, Adriano tomó medidas adicionales para erradicar todo atisbo de religión judía: reemplazó también el nombre Jerusalén por el de Aelia Capitolina, mandó a construir un altar para Júpiter, el dios romano, y prohibió con pena capital cualquier residencia judía en la ciudad. Aniquilada la rebelión, obligados los judíos a abandonar la ciudad, comenzó el exilio masivo del pueblo y la diáspora judía (diáspora deriva del griego y significa “dispersión”).25
Los palestinos “modernos” o actuales, que son árabes (mayoritariamente musulmanes, pero también cristianos), nada tienen que ver con los filisteos, ni cultural ni étnica ni históricamente, y nada tienen que ver tampoco con el origen del nombre que se dio a todo ese territorio. A punto tal que tanto los judíos como los árabes, musulmanes o cristianos que durante cientos de años y hasta 1948 nacían o vivían allí, eran todos designados como “palestinos”, pues “palestino” no era —ni lo es hoy tampoco— una nacionalidad ni una etnia ni una raza ni una religión, sino meramente una referencia o denominación geográfica, bajo dominio, a través de la historia, romano, árabe, cristiano, otomano, británico, etc. Del mismo modo, quienes hoy son llamados simplemente “palestinos” son árabes descendientes de aquellos árabes que llegaron a la zona del Medio Oriente hacia el final del siglo vii d. C. y que también poblaron lo que es hoy Siria, Líbano, Jordania e incluso Egipto. Por eso es que los árabes palestinos, tanto histórica como cultural e incluso étnicamente, guardan absoluta identidad con los árabes de esos países. Todos forman parte de una misma etnia, de una misma cultura, con las mismas raíces históricas.
Los árabes en Palestina. Las disputas sobre Jerusalén
Los árabes, como se adelantó, recién llegaron a esa zona del Medio Oriente varios siglos después de la conquista romana, de la mano del islam y su espectacular (por la velocidad y el alcance) expansión geográfica.
La fe islámica sostiene que Mahoma, nacido en La Meca (hoy Arabia Saudita) en el año 570 d. C., recibió una revelación divina a la edad de 40 años. Una vez escrita, esa revelación pasó a ser conocida como el Corán y marcó el nacimiento del islam como una nueva religión monoteísta.
En pocos años, Mahoma formó una comunidad de seguidores y organizó una estructura de gobierno y de poder personal con la que rápidamente unificó la península arábiga, hasta entonces habitada por tribus nómades dispersas. La velocidad y el éxito con que se expandió la nueva religión, el islam, resultan todavía hoy uno de los “acontecimientos más impactantes de la historia”: tan sólo cien años después de la muerte de Mahoma, en el 632, los ejércitos árabes, unificados bajo el islam, lo habían extendido a zonas tan distantes y disímiles como la costa atlántica de África, gran parte de la península ibérica, partes de lo que hoy es Francia, hasta regiones orientales como el norte de la actual India.
En unos pocos siglos más, llegaron a conquistar vastas zonas de Asia Central y la actual Rusia, partes de China y del sudeste asiático. Cada pueblo o cada ciudad que los musulmanes encontraban en su avance tenían la misma alternativa: convertirse al islam o la muerte. Sólo a los cristianos y a los judíos se les permitía mantener su religión y quedar como “protegidos”, pagando altos impuestos y viviendo como ciudadanos de segunda con numerosas restricciones. Ante tal escenario, no es extraño que las sociedades, viendo el éxito y la velocidad de propagación del islam, optaran por la conversión y adoptaran así la nueva religión.26 Un proceso sumamente sencillo y expedito que facilitó, además, la incorporación de la lengua árabe por parte de millones de personas en un período de tiempo realmente corto.
Ya a fines del siglo vii, alrededor del año 690, los árabes y el islam llegaron a Medio Oriente e impusieron, en toda la región, el idioma y una nueva moneda, claro símbolo de poder y autoridad.27
En esa época, los nuevos gobernantes árabes empezaron a construir edificios y monumentos, en especial lugares de oración, ya que todavía estaban los templos de judíos y cristianos en pie: “La primera gran construcción que claramente afirmaba que el islam era distinto y que iba a perdurar fue el Domo de la Roca, construido en el sitio [donde antes estaba] el Templo de Jerusalén, ahora convertido en lugar sagrado musulmán”.28 En cualquier foto panorámica que veamos de Jerusalén, sobresale una cúpula dorada imponente: es la cúpula del Domo de la Roca; a su lado está la mezquita Al-Aqsa (la tercera mezquita sagrada para el islam; las otras dos están en La Meca y Medina, en Arabia Saudita), construida también en aquella época, y a pocos metros, el Muro de los Lamentos.
Jerusalén, previamente bajo dominio romano, luego arrebatado por los persas y en poder de los árabes musulmanes desde el siglo vii, cambiaría de manos una y otra vez. La ocupación, por parte de los musulmanes, de todo Medio Oriente y de grandes territorios antes pertenecientes al Imperio bizantino había desposeído a los cristianos no sólo de esas tierras, sino incluso del acceso libre a sus principales santuarios. Veían que los lugares donde habían vivido Cristo y los apóstoles estaban ocupados por otros. En la dominación musulmana, los cristianos eran extranjeros, obligados a pagar altos impuestos, maltratados y sometidos a toda clase de contingencias en las peligrosas peregrinaciones que debían encarar para poder rezar en los lugares en los que había vivido Cristo. Fue el papa Urbano II, en el año 1095, quien lanzó la primera cruzada para combatir el islam, reconquistar ciudades y provincias antes gobernadas por los cristianos y liberar los Santos Lugares. En una empresa desordenada, que incluso superó los cálculos del papa, el cristianismo finalmente reconquistó Jerusalén durante las primeras cruzadas en julio del año 1099. Logró así establecer un dominio precario nunca libre de asaltos y ataques por parte de ejércitos árabes y turcos, que se extendió por casi cien años. Jerusalén fue nuevamente arrebatada a los cristianos en 1187, conquistada por Saladino, de la dinastía ayubí (musulmán, originaria de Siria y Egipto), luego por los mamelucos (también musulmanes), y reconquistada otra vez por sucesivas cruzadas entre 1229 y 1244.29
Como escribió un historiador de la época30: “Así, la Ciudad Santa, con el permanente movimiento de eventos, también cambiaba de dueño, y de acuerdo al carácter de cada príncipe, experimentaba intervalos de brillo y oscuridad. Su condición, como la de un hombre enfermo, mejoraba o empeoraba según las exigencias de los tiempos, aunque una completa recuperación fuera siempre imposible”.
Recién a finales del siglo xv el mundo musulmán volvería a dar forma a un nuevo imperio de grandes extensiones, el Imperio otomano, capaz de recuperar nuevamente el dominio sobre Jerusalén31 y todo Medio Oriente, en forma continuada y estable por más de quinientos años, hasta la llegada de los británicos y los franceses, ya en el siglo xx.
Durante todos esos siglos en los que el islam se expandió, retrocedió y luego volvió a expandirse, al igual que el cristianismo, y mientras Jerusalén cambió de manos una y otra vez, con la sucesión de conquistadores y civilizaciones, los judíos siempre estuvieron allí. En mayor o menor número, con mayor o menor visibilidad, con mayor o menor libertad y autonomía, siempre estuvieron, como dice Paul Johnson, en una muestra de obstinación incomparable. Y los que no estuvieron, obligados a la fuerza a vivir en el destierro de la diáspora, siempre quisieron volver, en el anhelo de recuperar su propio territorio e independencia y escapar así de las persecuciones y matanzas que los acosaron a través de los siglos.
Palestina, entonces, y más allá de cuál sea el origen histórico del nombre o, mejor dicho, a pesar de su origen histórico, es efectivamente la “patria histórica” del pueblo judío. Este último debe ser considerado un pueblo originario de ese territorio que hoy lleva tal denominación, pero que antes fue el reino de Israel y de Judea, y antes aún, la tierra de Canaán, a la que llegó Abraham; a la que regresó el pueblo hebreo luego de la esclavitud en Egipto, liderado por Moisés; a la que volvió luego del cautiverio en Babilonia, y en donde continuó viviendo de manera ininterrumpida, como pudo y bajo diversos dominios, desde la conquista romana. Es esa tierra a la que, justamente por semejante vínculo histórico, religioso y cultural, el pueblo judío siempre, desde la dispersión tras la conquista romana, anheló volver.
Por eso mismo, durante siglos y siglos los judíos, en cualquier parte del mundo, terminaban y terminan su plegaria de Pésaj, la fiesta que conmemora la liberación de la esclavitud y el éxodo desde Egipto a la “Tierra prometida”, con una frase, con un deseo, que no deja dudas al respecto: “El año que viene en Jerusalén”.
Capítulo 2Los orígenes del odio antijudío
Los judíos en la Europa medieval
Expulsados por los romanos de su hogar original, la tierra de Israel, en los dos primeros siglos de la era cristiana los judíos comienzan a esparcirse por distintos lugares de Asia, África del Norte y Europa. Siempre una minoría, en Asia y en África del Norte viven bajo dominio persa, turco o árabe, mientras que en Europa conviven en forma relativamente pacífica con la incipiente nueva religión, el cristianismo.
Las cosas cambian dramáticamente en Europa a partir del siglo iv d. C., cuando el Imperio romano adopta la religión cristiana tras la conversión del emperador Constantino (312). Comienza entonces un proceso a través del cual, gradualmente, el cristianismo se vuelve la religión mayoritaria y dominante con el crecimiento de la influencia de la Iglesia católica. Si en su primer decreto relativo a la religión, el Edicto de Milán (313), Constantino había consagrado la libertad y la igualdad de cultos en el imperio, poniendo fin a la persecución contra los cristianos, tan sólo dos años después anuncia un nuevo edicto, dirigido especial y únicamente contra los judíos, con el que les prohíbe cualquier acto de proselitismo y práctica pública. El dictado de este decreto marca una diferencia radical entre el todavía difuso cristianismo y el judaísmo, pues deja al primero bajo la protección nada menos que de la Iglesia y el imperio, y al segundo librado a su suerte. Un cambio abrumador en el balance de fuerzas entre ambas religiones monoteístas, que hasta entonces convivían e interactuaban al punto casi de mezclarse, cuyos efectos perdurarán y se verán a lo largo de la historia, incluso hasta el presente.32
Los judíos se niegan a abandonar su religión, su historia y su identidad; se niegan a reconocer a Jesús como el Mesías y abrazar la nueva religión oficializada. Así, durante la Edad Media (476-1492) y con el dominio absoluto del cristianismo y la Iglesia católica en todo el continente europeo, se consolida la posición de los judíos como una minoría desprotegida, y aparece un dispositivo de segregación que será retomado en el siglo xx por la Alemania nazi: los guetos,33 barrios cerrados en general anexados o lindantes a las ciudades, donde los judíos estaban obligados a vivir, confinados, hacinados, con restricciones de todo tipo, muchas veces casi en un régimen carcelario, con horarios y permisos determinados de entrada y salida. Uno de los primeros y más grandes es el de Venecia. Los judíos no pueden ser propietarios, no pueden mezclarse con los cristianos y sólo pueden ejercer determinados oficios; deben llevar marcas que los distingan —un escudo amarillo, un sombrero de punta, un chal amarillo para las mujeres—, no pueden montar a caballo y sólo pueden tener una sinagoga por aldea. Entre las pocas actividades que les son permitidas, está la de ser prestamistas, o prestanombres para prestamistas cristianos, pues la usura era considerada pecaminosa por la Iglesia.34
Aislados, extranjerizados, mirados con desprecio y temor a la vez, la hostilidad hacia los judíos crece a la par del auge y la expansión del cristianismo. La resistencia de los judíos a convertirse y abandonar su fe, lo que implicaba a su vez desconocer a Jesús como el Mesías, coloca en su contra a la Iglesia, cuya catequesis difunde y “enseña a los cristianos que los judíos son el ‘pueblo deicida’, el pueblo que mató a Dios”.35 Esto se mantiene y se exacerba a lo largo de siglos y da forma a la concepción medieval del judío, directamente ligada al diablo, a lo maléfico y a las cosas más horrendas, derivadas del crimen principal: matar a Dios.
Así, se los acusa —y se los mata frecuentemente por ello— de llevar a cabo fantasiosos crímenes rituales, en los que los judíos asesinan bebés o niños cristianos para tomar su sangre; de envenenar pozos de agua para contaminar a los cristianos; de propagar enfermedades (durante la pandemia de la peste negra, que arrasó con la población europea a partir de 1346, fue frecuente culpar a los judíos y quemar sus casas con ellos dentro, con la idea de combatir la plaga), y de todo tipo de rituales satánicos, siempre con víctimas cristianas a las que se les “chupa la sangre” (algo que será retomado en el siglo xx por los nazis). En un mundo todavía mayoritariamente analfabeto, la difusión de los libelos difamatorios contra los judíos tenía principalmente dos fuentes: el púlpito de las iglesias y la imaginería que circulaba a través de dibujos, panfletos, carteles de propaganda, grabados.36