El pecado - Meg Ferrero - E-Book
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El pecado E-Book

Meg Ferrero

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Beschreibung

María es una bella cordobesa que huye a Inglaterra, con la que cree su verdadera familia, para escapar de un desafortunado matrimonio durante la Guerra de la Independencia Española. Jason St. James, un atractivo y rico lord inglés famoso por su libertinaje, ve truncada su vida con la llegada de su supuesta sobrina. Entre ellos nace una atracción que los dos niegan, ya que piensan que son parientes. Se resisten a ese amor imposible y a cruzar las barreras que ambos han levantado… hasta que descubren la verdad. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 María Esther García Ferrero

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El pecado, n.º 226 - abril 2019

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-540-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Epílogo

La receta de María para Jason

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

 

 

A mi madre,

por su apoyo incondicional.

Si de algo me siento orgullosa,

es de ser tu hija.

 

 

 

 

 

 

 

 

El amor, como ciego que es,impide a los amantes

ver las divertidas tonterías que cometen.

William Shakespeare

Capítulo 1

 

La huida

 

 

 

 

 

Córdoba, España. 1808

 

—¡Date prisa, mi niña! —urgió Isabel a María, en el silencio de la noche—. ¡Todo está preparado!

El corazón de María latía de forma violenta. Había terminado de empaquetarlo todo para el viaje que su madre había dispuesto de forma tan atropellada, para aquel viaje clandestino que no podía comprender todavía. Como tampoco podía creer que fuera a apartarse de su adorada madre de una manera tan abrupta.

—¡Mamá, por favor, no quiero separarme de ti! —sollozó la pequeña.

A Isabel se le partió el alma al ver la expresión de su querida hija, pero aquello era la única solución. No tenía otra alternativa si quería salvar a su pequeña de un destino similar al que ella había vivido.

—Por favor, mi ángel, tienes que ser fuerte —dijo, mientras se arrodillaba a su altura y la sujetaba por los hombros con fuerza, para inspirarle valor—. Ya te lo he explicado. Tu padre te ha arreglado un matrimonio con un francés para fortalecer sus alianzas y yo no quiero ese destino para ti. Ese matrimonio te condenará a la desdicha. ¡Tienes que huir!

—Pero, mamá, no me importa, al menos estaré contigo. Yo no quiero separarme de ti… A Londres… con un inglés… ¿Y si ese hombre inglés del que me has hablado no me quiere y me trata igual de mal que mi padre? ¿Cómo puedes enviarme tan lejos sin saberlo? —demandó con miedo y desesperación.

Isabel estaba destrozada. Hacía dos días, cuando se había enterado de los planes de don Felipe para con su hija, le había revelado a su pequeña su pasado. Un pasado que había ocultado con celo durante diez años. Un pasado doloroso que ahora se podía convertir en la salvación de su hija. Aunque ella también estaba muy asustada. Esperaba que su lord inglés, aquel hombre que le había robado el corazón hacía una década, no hubiese cambiado y se hiciese cargo de su pequeña María, como también se quiso hacer cargo de ella en su momento. Era su única salida, la única persona que podría ayudarla con aquel problema… y ella debía intentarlo.

—¡María, mi niña! —declaró con inmenso amor en los ojos—. Él te amará igual que yo te amo. Él es tu verdadero padre. No temas. Allí encontrarás una vida nueva y conseguirás la felicidad que yo no he podido encontrar, salvo en ti.

—¡Mamá, no me dejes, por favor! ¡Te lo suplico!

—No te preocupes. Estaremos en contacto —aseveró mientras la abrazaba contra su pecho, ya que la niña no parecía tener consuelo.

María sabía que tenía que ser fuerte por su madre, la había visto sufrir demasiado, pero toda su fortaleza se desmoronaba según se acercaba el momento de la separación. Aquello superaba por completo la mente de una niña de diez años que no podía asimilar de forma tan brusca lo que su madre le contaba. Por muy mayor que María siempre se hubiese creído, en un vano intento de ayudarla con su difícil vida, era demasiado para ella haberse enterado hacía dos días de que don Felipe no era su padre, sino un rico lord inglés. Era muy doloroso tener que escapar, y más sin su madre. Pero don Felipe era un hombre ruin que había destrozado sus vidas tanto como había podido. Además, a Isabel parecía hacerle feliz el hecho de poder salvar a su hija… y ella no quería que su madre siguiera sufriendo así. Así que hizo acopio de fuerzas para intentar dejar de llorar, aunque sin mucho éxito.

—¿Y si no consigo encontrarlo, mamá? ¿O si está muerto? ¿Qué haré? —tartamudeó con miedo.

—¡Gabriel no puede estar muerto! —reflexionó en voz alta, negándose a sí misma la posibilidad de que el destino fuera tan cruel—. ¡Lo encontrarás! —afirmó con decisión, rechazando cualquier pensamiento que enturbiase aquel plan desesperado—. Te vas con todo el dinero que he podido reunir en tan poco tiempo y sin llamar demasiado la atención. Y… si no lo encontrases —titubeó por un momento—, prométeme que comenzarás una nueva vida. Pero no vuelvas, mi niña. Te he enseñado muchas cosas para que salgas adelante en la vida. Me hubiera gustado pasar más tiempo contigo… pero el destino es así, y no quiero que sufras por estar lejos de mí. ¡Te amo demasiado, hija mía! —murmuró, con los ojos nublados por las lágrimas que no podía reprimir por más tiempo—. ¡Escríbeme en cuanto puedas! Pero recuerda que debes hacerlo a la casa del campo de la abuela. ¡No podemos arriesgarnos en nada!

Isabel había planeado aquel viaje de manera atropellada ante los recientes acontecimientos, pero llevaba demasiado tiempo pensando en alejar a María de toda aquella farsa que era su vida; de aquella guerra que había sumido a España en un caos… Ahora era aliada de Inglaterra contra Francia. ¡Quién lo hubiera dicho! Muchas veces se había planteado escapar con su hija, pero sabía que Felipe las encontraría. Enviaría a su ejército tras ellas si hacía falta. Pero si enviaba sola a su hija, distraería a su marido el tiempo que hiciese falta para otorgarle toda la ventaja del mundo a su niña. Además, ahora que Inglaterra había cesado el bloqueo a los puertos españoles, sería mucho más fácil escapar, pero solo si conseguían llegar al barco antes de que Felipe se diese cuenta. Y ella se encargaría de que no la echase en falta durante todo el tiempo que pudiera, mientras su hija huía. Una vez en alta mar le sería más difícil encontrarla. Felipe no sabría si había salido o no del país y, si lo deducía, para cuando quisiera darse cuenta, ya no sabría dónde buscarla.

—Señora —susurró la voz de Ana desde el vano de la puerta—. Andrés ya está en el carruaje esperándonos. Tenemos que partir antes de que el señor se dé cuenta.

Ana era la nana de María desde el día en que nació y se había empecinado en que sería ella la que acompañase, en el aquel loco viaje, a su niña. Era una mujer fortachona de no mucha estatura, pero con un fuerte carácter. Su cara resultaba bondadosa con sus grandes ojos color miel y su largo pelo castaño. Ana amaba a María con toda su alma desde el día que la vio nacer. Ella había perdido a un hijo y a su marido y no pensaba que pudiese querer a nadie más tras la tragedia. Pero María se había instalado en su corazón como si fuera su propia hija y no la dejaría sola por nada del mundo. La había criado junto con Isabel y tampoco quería para la niña el destino que le imponía don Felipe. Así pues, ella se encargaría de velar por la pequeña en aquel viaje.

—¡Recuerda que te amo mucho, hija mía! —susurró Isabel, con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Mamá, te quiero mucho! —sollozó María—. ¡Te escribiré tan pronto tenga noticias del lord inglés! —continuó—. ¡Y te echaré mucho de menos!

María dijo esto último en un tono prácticamente inaudible ya que el nudo que tenía en la garganta no le dejaba hablar. Abrazó con fuerza a su madre y se giró hacia el carruaje que le esperaba para enfrentar su nuevo destino. Subió junto a Ana, que se despidió de Isabel, no sin antes asegurarle que la cuidaría con su vida y que esto era lo mejor que podían hacer por ella. El carruaje se puso en marcha y María se quedó mirando por la ventana cómo la figura inmóvil de su madre desaparecía, poco a poco, en la lejanía. María sentía que se moría, pero decidió en ese mismo instante que se forjaría un nuevo futuro y volvería… Volvería para salvar a su madre. Y así, con más determinación y sintiéndose mejor consigo misma, consiguió reprimir las lágrimas.

El carruaje, conducido por Andrés, avanzaba a toda velocidad en las sombras de la noche. Andrés era el lacayo personal de la madre de Isabel, doña Enriqueta. Era un tipo simpático, aunque muy reservado y no del todo feo. Era alto y delgado, de complexión atlética, con el pelo y los ojos muy negros, lo que le daba un aspecto un tanto siniestro y peligroso. Doña Enriqueta estaba prácticamente segura de que era un proscrito, o algo así, cuando entró a su servicio. Una vez, cuando trataron de saquear el carruaje de doña Enriqueta en un camino perdido, Andrés la había defendido y se había enfrentado, él solo, a tres bandidos, dos de los cuales habían resultado muertos. Andrés casi no había ni pestañeado y el hecho de haber matado a dos hombres parecía no afectarle. Luego, poco a poco, se había ido ganando la confianza y el afecto de doña Enriqueta hasta llegar a ser su lacayo personal. Por todo ello, era el hombre ideal para aquella empresa.

Doña Enriqueta había vivido un infierno con la triste vida de su hija y cuando don Clemente, su marido, falleció, había hecho todo lo que había podido para suavizar la situación llevando durante largas temporadas a María e Isabel a su casa. Don Felipe no conocía a Andrés, y eso, junto con la certeza de que él sabría defender a su nieta de los peligros, les confería una notable ventaja frente a don Felipe.

Dentro del coche, Ana miraba con pena y con ternura la cara desanimada de María.

—Todo saldrá bien, tesoro. Ya lo verás —dijo, para tratar de animarla—. Y ahora, ponte tu gorra y vamos a tratar de esconder esa magnífica cabellera tuya.

María levantó la mirada para ver la amplia sonrisa condescendiente que le ofrecía Ana. Estaba tan agradecida de que al menos ella la acompañara… Siempre la había querido mucho, como a una madre. Y ella la había tratado como a una hija. Así pues, María decidió salir de su estado de aturdimiento y emprender el plan que con tanto cariño habían trazado entre su abuela, su madre y Ana. Se envalentonó cogiendo aire con una fuerte bocanada, como si así pudiese inspirar todo el valor que necesitaba para seguir adelante con aquel descabellado plan.

 

 

Cuando llegaron al puerto, tres días después, nadie podría encontrar allí a una niña rica de diez años con su nana de unos cuarenta, ni aunque le fuera la vida en ello. Se habían transformado en una familia de posición social baja, aunque con suficiente dinero para realizar aquel viaje, que se componía de unos padres de mediana edad con un chiquillo de unos siete años. Si don Felipe había descubierto la huida, no los encontrarían. María ocultaba su cara con aquella enorme gorra de lana y cierta suciedad en la cara. Iba todo el tiempo agarrada detrás de las faldas de Ana como el chiquillo tímido que pretendía aparentar. Aunque todo estaba saliendo bien, ni María ni Ana podían con su temblor, mientras que Andrés se desenvolvía como pez en el agua. Cualquiera diría que hasta se estaba divirtiendo, cosa que confundió bastante a la mujer y a la niña. Solo cuando consiguieron embarcar, gracias a las tramitaciones de Andrés, y llegaron al sucio camarote, pudieron respirar tranquilas. ¡Estaban a salvo!

Capítulo 2

 

La travesía

 

 

 

 

 

La travesía se le hizo eterna a María, ya que todos los días tenía que afanarse en ensuciar su cara y disfrazarse de muchacho. Además, estaba Andrés, que había resultado ser un profesor de inglés de lo más estricto e insistente. Su abuela había planeado también aquello. María odiaba las clases de aquella lengua tan enrevesada, pero disfrutaba enormemente con los tremendos esfuerzos, sin ningún tipo de resultado, de su nana. Cada vez que Ana se equivocaba, se levantaba enfurecida con la cabeza bien alta y decía que ella era española, y que si alguien debía aprender un idioma ese era el lord inglés; él debía aprender el castellano para entenderse con su hija y no ellas. Y después, se alejaba muy orgullosa con la espalda muy tiesa para regresar al rato arrepentida. Andrés se limitaba a mirarla ir y venir, pero nunca la reprendía como a María, que al menos aprendía, aunque muy lentamente.

Pero, a medida que se acercaban a la costa inglesa, María sentía crecer el miedo en su interior. Echaba mucho de menos a su madre. Había demasiadas cosas desconocidas en aquel país y no sabía qué le depararía allí el destino. Su principal temor era conocer a su verdadero padre. ¿Cómo sería? Ella desconocía lo que era el amor de un padre y su madre le había dicho cosas tan bonitas de él que tenía miedo de estar alimentando falsamente un sueño; o que, simplemente, ella no le gustara y no la quisiera; o que estuviera casado, con hijos legítimos y renegara de ella… Había tantas posibilidades, tanto desconocimiento y tantas dudas que se pasaba la mayor parte de las noches sin poder conciliar el sueño. Cuando por fin avistaron la costa inglesa, el nudo que tenía en el estómago era tan grande que no era capaz de ingerir ningún tipo de alimento. Y lo peor fue la espera, una vez allí, hasta que por fin pudieron anclar en los muelles y descender del barco debido al gran tráfico marítimo.

Andrés la había instruido un poco en la historia de aquel país, que al parecer conocía bien. Cada día que pasaba, tanto ella como Ana se asombraban más de las múltiples cualidades de aquel hombre que tan solo habían conocido al salir de España. Pero cuando sus piececitos tocaron por fin tierra firme, María no podía cerrar la boca. El hecho de que Andrés les hubiera contado que era el mayor puerto del mundo no significó que ninguna de las dos no se sintiese deslumbrada. Todos aquellos muelles y todos esos buques formaban hileras interminables que se perdían de vista; aquel ajetreo y todo aquel gentío… Todo contribuyó a que el miedo de María se convirtiese en pánico. Decididamente, jamás encontrarían a su padre. ¿Cómo iban a hacerlo en una ciudad tan grande y con toda aquella gente? La mente de María daba vueltas y vueltas, y cada vez se sentía más mareada.

—¿Estás bien, pequeña? —preguntó dulcemente Ana.

María consiguió apartar de sí sus locos pensamientos y cerrar la boca, por primera vez desde que desembarcaron.

—¡Tengo mucho miedo, Ana! —confesó la pequeña al borde de las lágrimas.

—No te preocupes, cielo. Lo peor ha sido escapar de don Felipe, y eso lo hemos conseguido —aseguró con esperanza—. ¡Siguiente parada, encontrar a tu padre! —animó con una sonrisa en la cara—. ¡Pan comido… pan comido…! —suspiró, mientras levantaba la vista hacia los muelles y su desesperación igualaba a la de la propia María.

Ana agarró con fuerza la mano de la niña y miró a Andrés con ojos suplicantes.

—¿Y ahora, qué? —preguntó con voz temblorosa.

Para el asombro de ambas, Andrés dibujó una amplia sonrisa en el rostro.

—¡A preguntar! —dijo con determinación—. Será fácil encontrar a ese lord si es tan rico como dice doña Isabel.

Y sin más pausa, agarró la otra mano de la niña y comenzaron a caminar hacia el centro de Londres, llenos de esperanzas.

Lo cierto es que no fue difícil localizar al padre de María. Aunque solo contaban con el nombre, pronto descubrieron que Gabriel St. James era un marqués y, como tal, era conocido en todo Londres. Después de caminar lo que parecían días enteros, por fin se encontraron al pie de la residencia de su supuesto padre. Era la mansión más grande que María había visto en su vida. Aquello no tenía nada que ver con su hogar de España. Por supuesto, no es que ella no hubiese visto grandes casas en su vida, pero a juzgar por la expresión de Ana esta debía de ser la más grandiosa del mundo entero.

María quería salir corriendo, pero las piernas le fallaban y lo único que quería hacer era vomitar. Vomitar a su padre no sería la mejor manera de comenzar una buena relación. Sintió que se mareaba e incluso iba a pedirle a Andrés que volvieran en otro momento cuando este llamó enérgicamente a la puerta. Ya no había vuelta atrás. María se escondió tras las faldas de Ana, cerró muy fuerte los ojos y contuvo el aliento.

Capítulo 3

 

Gabriel

 

 

 

 

 

Gabriel St. James, cuarto marqués de Salisbury, se encontraba en un confortable despacho de su residencia de Grosvenor Square junto con su hermano pequeño, Jason.

—¡Lo siento, hermano, pero parece que la familia te reclama un heredero! —bromeó Jason, con una sonrisa burlona en la cara—. ¿Quién será la afortunada? —se regodeó con una fingida expresión de inocencia.

Gabriel gruñó ante el comentario de su hermano. Hacía tiempo que la familia le estaba invitando «forzosamente» a que tomara una esposa. Habían pasado ya varios años desde que su padre había muerto dejando sobre él, como hermano mayor, la pesada carga de la conservación del título a través, por supuesto, del linaje. Pero Gabriel se resistía contra viento y marea a la ardua tarea de desposarse con una mujer a la que no amaba para tener descendencia.

A sus veintisiete años era uno de los solteros más codiciados de todo Londres. Y no solo era por su título, que por supuesto atraía a todas las madres con hijas casaderas. No. Se debía, principalmente, a que era excepcionalmente apuesto. Con su más de metro ochenta y complexión atlética, debido al ejercicio que realizaba en sus cabalgatas matutinas y al boxeo que practicaba regularmente, los hombres le envidiaban porque no existía mejor percha para los trajes. Pero las mujeres, además, se fijaban en aquella cara de ángel con pelo de ébano; aunque tenía un cierto aspecto siniestro debido a aquellos ojos de un verde tan intenso que parecían los de un felino a punto de atacar.

—¡Te cedo el título, canijo! —afirmó con decisión.

—¿Estás loco? —exclamó Jason—. ¡Dios sabe que le doy las gracias todos los días por no estar en tu pellejo! Tengo una vida maravillosa y ninguna intención de cambiarla, por nada ni por nadie. Gracias.

Jason era el menor de los cuatro hermanos. Tenían otras dos hermanas en medio de ellos dos, pero como varones siempre habían estado muy unidos. A sus veinte años, era uno de los libertinos más conocidos de todo Londres. Y si las damas iban a la caza del hermano, que además incorporaba el título, ninguna se quedaba inmune a los encantos de Jason, pese a su corta edad. Era alto como su hermano y algo menos fornido que él, pero más fibroso. Y era su cara la que dejaba sin aliento a toda anciana, mujer o niña que se atreviera a mirarle de frente. Tenía el pelo negro como su hermano, pero totalmente liso, a diferencia de Gabriel que tenía unas ligeras ondas. Pero la mayor diferencia estaba en sus ojos. Jason tenía los ojos del azul intenso del océano en un día de tormenta y una mirada sensual que no dejaba indiferente a ninguna mujer. Tenía la nariz recta y fina, y unos labios llenos que cuando sonreían daban paso a una hilera de dientes blancos y perfectos. Se decía de él que tenía una sonrisa devastadora.

—¡Yo tampoco me cambiaría si tuviera tu vida! —gruñó Gabriel a regañadientes—. Pero algún día tendrás que cambiar y sentar cabeza.

—¡Pareces papá! ¡Y además, mira quién habla! ¡El que la ha sentado! —declaró sin pensar, a la vez que se arrepentía, porque sabía que su hermano hubiera cambiado su vida si el destino no le hubiese arrebatado al amor de su vida—. ¡Lo siento, hermano! A veces olvido lo que sufriste por esa española.

Gabriel vio en el acto su expresión de arrepentimiento y suspiró.

—No te preocupes —dijo con tristeza—. Tenéis razón. Es hora de que pase página en mi vida y me case. Es solo que me gustaría sentir algo parecido a aquello por la madre de mis hijos —añadió con cierta melancolía.

—¡Vamos, Gabriel, el amor es solo un sueño romántico de las mujeres! A lo mejor te equivocaste; tampoco la conociste tanto y tan solo tenías diecisiete años. Puede que la pusieras en el pedestal que no le correspondía con el paso de los años.

Gabriel decidió que era imposible hacer cambiar de opinión a semejante sinvergüenza y miró a su hermano con expresión divertida.

—Hermanito, algún día te enamorarás y espero que sea de la mujer adecuada, porque si no descubrirás lo cruel que puede llegar a ser la vida si tu amor es imposible.

—¡No digas tonterías! ¡Me enamoro y me desenamoro todos los días, y a mí la vida no me parece cruel! ¡Es más, me parece maravillosa! —afirmó con expresión burlona.

Jason se levantó del sofá en el que estaba y puso su copa sobre la mesa.

—En fin, hermano, te dejo. Quiero descansar antes de la fiesta de esta noche —dijo como al descuido.

—¿Piensas ir? —preguntó extrañado.

—¡Por supuesto! —se burló con una amplia sonrisa en la cara—. No me perdería por nada del mundo el ver cómo te persigue una avalancha humana de mujeres en cuanto se enteren de que estás buscando esposa.

—Todo esto te divierte, ¿no?

—¡Me encanta! —Y añadió en tono burlón, haciendo un barrido con las manos en el aire, a modo de titulares de periódico—: ¡Gabriel St. James, el soltero más cotizado en el mercado matrimonial! ¡Es genial!

Y con esto, se giró sobre sus talones para salir hacia el vestíbulo acompañado de su hermano. Cuando llegaban a la puerta, el timbre sonó y el señor Hopkins salió a abrir. Mientras, los dos hermanos seguían discutiendo amigablemente en el vestíbulo. Oyeron al señor Hopkins preguntar qué deseaban a alguien y los dos dirigieron su mirada hacia la extraña familia que había en la puerta.

Ana estaba estupefacta y muy quieta ante la gran mansión, como si esta fuera a comérsela. Cuando el criado de mediana edad y con rostro serio y formal abrió la puerta sintió que las rodillas le fallaban por el miedo. Al preguntar el hombre qué deseaban, con aquella extremada educación inglesa, Ana se quedó repentinamente muda. Fue Andrés el que, como siempre, salvó la situación.

—Sí. Deseamos ver a lord Gabriel St. James, por favor —dijo en perfecto inglés.

—Y ¿a quién debo anunciar?

Gabriel, que miraba desde el recibidor, divisó una familia pobre y, sin más, dio una orden con la mirada al señor Hopkins para que los despachase con alguna limosna. Ana, al darse cuenta de la situación, se apresuró a hablar desde la puerta cogiendo todo el aire que pudo.

—¡Isabel San Llorente! —gritó demasiado fuerte y con voz temblorosa.

Gabriel se estaba girando para desaparecer, cuando se detuvo en seco. Su garganta se resecó y creyó por un momento que el corazón se le había parado. Se giró muy despacio, como si hubiese comprendido mal y, si se apresuraba, «Isabel» no volvería ser pronunciado por aquella mujer. Cuando se enfrentó a la peculiar familia la expectación crecía aceleradamente dentro de él.

—¿Conocéis a Isabel San Llorente, de España? —preguntó con temor a que estuvieran equivocados y le hablasen de otra Isabel.

Ana bajó la mirada ante aquel hombre tan intimidante y se dio cuenta de que sus clases de inglés habían resultado ser, tal como ella esperaba, bastante infructuosas. No había entendido al inglés y miró suplicante a Andrés, mientras aferraba con fuerza la mano de María, que se negaba a salir de detrás de sus faldas y que no estaba entendiendo nada en absoluto de lo que ocurría.

—¡Sí, lord Gabriel, ella nos manda! —anunció Andrés, con educación—. Nos entregó para usted una carta.

Acto seguido, le dio un codazo a Ana y le dijo algo en español que Gabriel no comprendió, para que le diera la carta que Isabel les había entregado.

Gabriel temblaba de excitación. Isabel estaba viva y le mandaba una carta. Mil emociones cruzaban por su mente, pero la principal era que Isabel estaba viva y que quería ponerse en contacto con él. Durante todos estos años había esperado inútilmente algún tipo de contacto por parte de ella, y al final había desistido pensado que se habría casado y le habría olvidado, o incluso que estaba muerta. Maldición, estaba viva y él no había hecho nada por ir a buscarla. Pero allí estaba aquella misiva a la que se aferró como si en ello le fuese la vida y que los nervios le impedían abrir. Al coger el pliego hizo una señal al señor Hopkins para que dejase entrar a la extraña familia, mientras trataba, con dedos temblorosos, de abrir aquella carta.

—¿Ocurre algo malo? —preguntó Jason preocupado ante el repentino cambio en la expresión del rostro de su hermano—. ¿Quién es Isabel? ¿Y quiénes son estas personas?

—¡Mi… mi española, Jason! ¡Es una carta de mi española! —titubeó, mirando con miedo los papeles.

—¡Por Dios, Gabriel, ábrela de una vez y cambia esa cara! —regañó preocupado, sabiendo por todo lo que había pasado su hermano con aquel romance, aunque nunca había sabido el nombre real de «su española».

Gabriel sostenía la carta entre sus manos como si fuese una reliquia, mientras su corazón latía frenéticamente a la vez que comenzaba a leer.

Jason estaba intrigadísimo por el contenido de aquella carta, mientras paseaba la mirada entre su hermano y aquella familia tan harapienta. Pero su curiosidad alcanzó cotas insospechadas cuando su hermano comenzó a palidecer, aún más, a medida que continuaba leyendo aquellos papeles.

—¿Cómo que…? —exclamó casi sin aliento y con los ojos ahora desmesuradamente abiertos—. Pero… ¿dónde? ¿Quién? ¿Dónde está? —preguntó confuso.

—¡Aquí, milord! ¡La traemos con nosotros! —dijo Andrés.

La confusión de Jason iba en aumento, pero no quería interrumpir a su hermano que parecía tan confuso como él. ¿A quién traían? ¿A Isabel? No podía ser aquella mujer y que su hermano no la reconociera; por no decir que su hermano le había hablado de una beldad, y aquella mujer no era nada atractiva y excesivamente mayor.

—¿Qué? —dijo Gabriel atónito—. ¡Pero si es un chico! ¿Qué clase de broma es esta? –preguntó comenzando a enfurecerse.

—¡No, milord! —dijo presuroso Andrés—. ¡Es un disfraz! En la carta os lo explica todo.

Gabriel prácticamente se derrumbó sobre el suelo, cayendo de rodillas, para poder contemplar a la niña. No podía creer lo que estaba leyendo. Isabel le había dado una hija y nunca, en todos estos años, había intentado ponerse en contacto con él para decírselo. ¿Sería realmente padre? ¿Sería aquella criatura realmente su hija? Cuando empezó a leer aquel mensaje había esperado muchas cosas, pero no podía dar crédito a lo que ahora leía.

De manera pausada, tendió un brazo hacia aquella figurita que temblaba de miedo detrás de aquella mujer y le dio la mano, con cuidado para no asustarla y poder tirar suavemente de ella hacia él, para poder contemplarla. La mujer que la acompañaba tuvo que ayudar a salir de detrás de las faldas a la niña que se resistía a dejarse observar por él.

Gabriel no podía creer lo que veía. Aquel sucio chiquillo asustado era la viva imagen de Isabel. El recuerdo de su amada al ver el rostro de la niña le golpeó el alma más allá de lo que podría haber imaginado. Un extraño sentimiento lo invadió; algo que jamás había sentido y que no sabía reconocer. Le retiró con cuidado la gorra y su melena de color azabache comenzó a desparramarse lentamente alrededor de su cara y por toda su espalda. Cuando las lágrimas de la niña amenazaron con salir, Gabriel revivió el instante en la cubierta de un buque, diez años atrás, cuando tuvo que abandonar a Isabel contra su voluntad, y, sin saber muy bien qué hacía, atrajo con suma delicadeza a la niña hacia él y la abrazó, mientras un extraño nudo amenazaba en su garganta con hacerle llorar.

Cuando María sintió el suave tirón de la mano de aquel hombre que la sujetaba con dulzura, estaba prácticamente al borde del nerviosismo. ¿Y si su padre la trataba mal? ¿Y si era otro tirano? ¿Qué haría ahora que no tenía cerca a su madre? Su mente era como un sube y baja que no podía parar de pensar y pensar. Estaba a punto de comenzar a llorar, cuando aquel hombre levantó su otra mano para retirarle la gorra. Por primera vez desde que llegó, se aventuró a levantar la mirada para poder ver a su padre. El pecho se le oprimió cuando se encontró con su mirada. No parecía haber maldad en aquellos bellos ojos verdes. Y la estaba tocando con suavidad. No parecía que quisiera hacerle daño y eso la reconfortó. Pero, cuando la abrazó con aquella ternura, María dio rienda suelta a sus lágrimas y comenzó a llorar enérgicamente, liberando así toda la tensión y el miedo acumulados en las últimas semanas. Por un momento, se perdió en aquel abrazo y ella también lo abrazó con todo el amor de su corazón, esperando que él fuera para ella el padre soñado que nunca había tenido.

Mientras ellos permanecían abrazados, Jason cogió y leyó aquel escrito. ¡No podía creer todo aquello! Pero allí estaba su hermano. Completamente deshecho en los brazos de aquella criatura, y comprendió la veracidad de aquella carta al ver la expresión de su hermano, cuando al fin consiguió soltar a la pequeña. Entonces, él también se agachó para examinar a aquella niña, que parecía que se iba a convertir en su sobrina. Con cuidado, agarró sus manitas entre las suyas y pudo comprobar lo suave que era, a la vez que miraba aquel rostro de ángel y se perdía en la ternura de aquellos ojos negros.

—¡Preciosa! —le dijo—. ¿Entiendes? —Y entonces estalló en una sonora carcajada al ver el sonrojo de la niña.

—¡Vaya, Vaya! ¿Quieres decirme, Gabriel, que esta preciosa niña tan tímida es mi sobrina? —dijo sin quitarle el ojo de encima a la niña, que enrojecía más por momentos.

—¡Eso parece, hermano! ¡Digna hija de su madre, desde luego! —dijo comenzando a sentir cierto orgullo con una sonrisa en los labios.

—¡Y además parece que entiende nuestro idioma! ¿No es así, preciosa?

—¡Un poco! —dijo por fin María, dejando oír aquella bonita voz a la vez que volvía a enrojecer ante la insistente manía de aquel hombre tan guapo de llamarla «preciosa».

Porque realmente era el hombre más guapo que ella había visto en toda su vida. Y era su tío. María no cabía en sí de felicidad. Parecía que su padre la estaba aceptando y, además, sentía que era un hombre bondadoso tal como le había dicho su madre. Y aquel hombre tan fascinante, que no podía dejar de mirar, era su tío y también parecía aceptarla. Era más de lo que su mente podía registrar en un solo día. Lo único que sabía era que se sentía la niña más dichosa de la tierra y que por fin, en mucho tiempo, podía estar segura y protegida.

—Señor Hopkins. Lleve a esta gente y a la niña a los cuartos de invitados para que se aseen y descansen antes de la comida —ordenó Gabriel, mientras volvía a centrar su atención en la pequeña—. ¡Por favor, no tardes mucho, pequeña! ¡Necesito que hablemos, pero tómate tu tiempo! —Y se volvió incorporándose hacia la pareja que había quedado momentáneamente olvidada, para añadir mirando a Andrés—: Parece que es usted el que habla nuestro idioma, ¿no?

—Sí, milord.

—Bien. En cuanto descanse, le ruego que baje a hablar conmigo. Le esperaré impaciente en mi estudio —destacó, mientras volvía a centrar la atención en la niña y le acariciaba suavemente la mejilla.

Jason, que aún estaba agachado y agarrando a la pequeña, la acercó hacia sí y la estrechó en un suave abrazo.

—¡Bienvenida, preciosa! —dijo con cariño.

Si bien María se había perdido en el abrazo de su padre, en este creyó subir al cielo. En aquellos brazos se sentía como en su casa y su estómago se negaba a estar quieto. Verdaderamente le gustaban mucho su padre… y su tío.

Capítulo 4

 

Felipe

 

 

 

 

 

—¡Te lo preguntaré solamente una vez más! —rugió furiosamente Felipe, incorporado hacia delante, mientras agarraba los apoyabrazos de la silla en la que se encontraba indefensa Isabel—. ¡¿Dónde está María?!

Isabel lo había conseguido. Había conseguido que su pequeña escapase sin que Felipe se enterase de nada. Al día siguiente de la huida, Felipe había preguntado por María, cosa que no hacía habitualmente. Isabel se había sentido aterrorizada pensando que Felipe las había descubierto y que ya estaría trayendo en ese preciso momento a su hija de vuelta. Pero el interés de Felipe era distinto, ya que su único propósito era que el francés con el que la había prometido la conociera aquella misma tarde, puesto que pasaba por allí cerca. Era un contratiempo para la huida, así que Isabel inventó que la niña tenía varicela y que no era el mejor momento para que aquel hombre la viese, debido a que tenía la cara llena de horribles pústulas. Sabía que Felipe había arreglado el compromiso contándole al francés que su hija era de una belleza excepcional y no querría que pensase que la niña era horrorosa. E Isabel sabía que Felipe no correría el riesgo de que el francés rompiera el compromiso.

—¡Juro que te estrangularé con mis propias manos si no aparece la niña! —dijo con la cara desencajada, cercana a la locura.

—¡La he enviado lejos! —aseguró Isabel sin temor alguno, sintiéndose orgullosa de su hazaña—. ¡Jamás la encontrarás y jamás alcanzarás tus propósitos!

Esto último lo dijo con un deje de deleite al saber que en cierto modo había encontrado la manera de vengarse de él por todo el daño infringido tanto a ella como a su hija. Era una satisfacción saber que jamás podría alcanzar sus objetivos.

La situación en España era muy mala en aquellos tiempos. El pueblo era consciente de que solo quedaba un infante en España y que toda la familia real se había ido. El fracaso hispano-francés en la batalla de Trafalgar y las extrañas consecuencias del Tratado de Fontainebleau de 1807 habían desembocado en el Motín de Aranjuez y en la revuelta popular del 2 de mayo de ese mismo año, que había desatado una guerra contra la invasión francesa. En definitiva, habían pasado de estar en guerra contra Inglaterra en alianza con Francia, a estar en guerra contra Francia en alianza con Inglaterra. E Isabel se alegraba de haber alejado a su pequeña de todo aquello.

Para Isabel, su marido era un traidor o afrancesado, como se denominaba en aquella época a los que colaboraban con la ocupación francesa. Felipe había jurado fidelidad, por interés, a José I, el nuevo rey, el hermano de Napoleón que había llegado al poder por imposición. Pero, para poder colaborar a sus anchas con la administración francesa, Felipe había prometido a su hija con un francés de la corte y así poder afianzar su alianza y su poder. Sin ese enlace, Felipe sabía que si las cosas se ponían feas para Francia él sería, al fin y al cabo, un alto cargo militar, pero español. No. Tenía que fortalecer alianzas por todos los frentes y así estar preparado para lo que pudiese ocurrir con aquella guerra llena de incertidumbre.

—¡¿Dónde?! —gritó furioso—. ¡¿Dónde la has enviado?! —dijo agarrando las solapas de la chaqueta de Isabel y comenzando a zarandearla.

Isabel permaneció en silencio mirando desafiante a su marido. Ya no le importaban las brutales palizas que llevaba soportando toda la vida. Ahora no. Ahora que había conseguido poner a salvo a su hija ya no le importaba nada. Nada salvo el hecho de saber que, aunque muriera en el intento, su marido no conseguiría hallar a María ni podría llevar a cabo sus planes de riquezas y poder.

—¡No importa! —despreció Felipe soltándola tan bruscamente que la silla en la que Isabel se encontraba casi cayó hacia atrás—. ¡La encontraré! —dijo esto último más para sí mismo que para Isabel—. En algún momento se pondrá en contacto contigo, y yo estaré cerca para enterarme.

Felipe, pensativo, se dio la vuelta y comenzó a caminar por el cuarto muy lentamente. De pronto, se giró y dijo de manera tranquila, pero con una sonrisa malévola en los ojos:

—Por lo pronto, te encerraré, y cuando la niña se intente poner en contacto contigo, no podrá. Te enviaré a un convento donde tengo contactos, te pudrirás en una sucia celda y te juró que haré que te arrepientas de haber nacido. Nadie tolerará que una simple mujer pretenda separar a un padre de su amada hija —dijo esto último con el tono más burlón que pudo.

—¡Ella no es tu hija! —dijo Isabel arrastrando las palabras, con todo el desprecio que su alma sentía hacia ese hombre.

No sabía de dónde había sacado el valor para decir aquellas palabras. No habían vuelto a hablar de ello desde el nacimiento de la niña e Isabel jamás había sacado a relucir el tema por temor a las represalias. Pero, ahora que se sentía segura teniendo a salvo a su pequeña, lo único que quería era hacerle daño a aquel monstruo que tenía delante.

Hacía diez años, cuando Isabel se dio cuenta de que estaba embarazada, se había aferrado a la idea de que el ser que se estaba formando dentro de ella tenía que ser de su inglés, fruto de aquel maravilloso amor que había vivido en aquel corto espacio de tiempo, antes del matrimonio con Felipe. Su mente y su alma se negaban a creer que hubiese sido obra de aquella brutal violación que su marido le había infringido la noche de bodas. Cuando Felipe comprendió que no era pura, la había castigado físicamente para descargar su rabia. Incluso, ante la duda sobre la paternidad de la criatura, había intentado por todos los medios que Isabel perdiese a su hijo. Pero todo había sido inútil. Aquel bebé nonato se aferraba a la vida con extremada fuerza. Al final, Felipe reconoció a la niña como suya. Isabel siempre pensó que lo hacía para guardar las apariencias y no ser el hazmerreír de todas sus amistades. El trato hacia ellas dos siempre había sido horrible, aunque Isabel daba gracias a Dios todos los días, porque Felipe jamás le había puesto la mano encima a su pequeña. Sin embargo, las palizas y las violaciones habían acompañado a Isabel durante toda su vida. De hecho, estaba convencida de que no había vuelto a concebir porque la había destrozado por dentro a causa de tanto golpe y violación. El único consuelo que tenía era saber que la incertidumbre sobre la paternidad de María había herido profundamente el orgullo de Felipe.

—¿Eso crees? —espetó repentinamente Felipe, con una sonrisa de complacencia en sus malformados labios—. ¿Crees acaso que yo hubiese criado a una bastarda, hija de una zorra como tú?

—¿Llamas a eso criar? —contestó Isabel con voz temblorosa y desconfiando de aquel tono de autosuficiencia de su marido.

—¡Sí, cariño! ¡La he reconocido y la he criado! ¡Y lo he hecho porque sé que la chica es mía! —dijo con todo el regocijo del mundo, al ver la cara de incredulidad de Isabel.

Isabel no podía creer lo que oía. No podía estar hablando con tal seguridad sobre la paternidad de la niña. Ni siquiera ella podía estar tan segura. Además, María era el fiel reflejo de su madre. No había nada en la niña que denotase la presencia ni de Felipe ni del inglés. Ella misma se había esforzado durante años en buscar algún parecido, algún gesto… algo que le hiciera suponer que la niña era de su inglés. Sin embargo, nunca halló nada. ¿Por qué él estaba seguro de esa manera? Su único consuelo había sido que él nunca hubiese sabido a ciencia cierta si era o no el padre de María.

Es más, ahora que María estaba lejos, quería castigarlo sembrando más dudas al respecto para que se olvidara de la niña y pudiese vivir tranquila. ¿Qué era lo que estaba ocurriendo? ¡No! Debía de ser una estratagema de Felipe para que se sintiera insegura y le dijera dónde estaba María. Pero ella jamás cedería. Además, su hija era del inglés. ¡Tenía que serlo! Cogió aire en un intento de no mostrar el creciente miedo que él había sembrado en ella, y contestó con toda la confianza que pudo reunir en ese momento.

—Entiendo que no quieras que nadie sepa jamás que la niña no es tuya. Pero ya está. ¡Se acabó! ¡María no volverá jamás! ¡Olvídate de ella y déjala tranquila de una vez! —dijo desesperada.

—No, cariño. La que no entiende eres tú. ¡María es hija mía y puedo demostrarlo ante la ley y ante ti cuando quiera! Por eso no puedes quitarme a la niña y te castigaré por ello —dijo con regocijo.

Isabel se negaba a creer lo que Felipe le estaba contando. Ante la ley podía demostrar todo lo que quisiera porque legalmente era su hija, pero… ¿delante de ella?

—¿A qué te refieres exactamente, Felipe? —balbuceó, temblando ya de pánico.

—¿Por qué crees que reconocí a la niña? ¿Por qué nunca dije nada más después del nacimiento? ¿Crees acaso que hubiera permitido que te rieras de mí? Todo estaba dispuesto para matar a esa criatura el mismo día que nació y cuando la cogí de la cuna para hacerla desaparecer fue cuando supe que era mía y cancelé el asesinato.

Isabel estaba perpleja y una sensación de sudor frío y de náuseas comenzó a subirle por el cuerpo, al comprender lo cerca que había estado de perder a su pequeña. Su marido era realmente un monstruo atroz. Pero ¿de qué hablaba? ¿Qué lo había detenido? Isabel se sentía incapaz de hablar y comenzaba a sentirse mareada.

—¡La vi y lo supe! —prosiguió Felipe con un regocijo tal, que pensó que su camisa reventaría—. Tú nunca lo supiste porque no has llegado a verme, nunca, desnudo a la luz del día, y cuando te busco en la noche cierras tus estúpidos ojos para no verme cuando te poseo.

Isabel seguía desconcertada y sin comprender a dónde quería llegar Felipe con toda aquella diatriba.

—¿A qué te refieres? ¿Qué es lo que tendría que haber visto? —tartamudeó ya, rayando la desesperación.

—Las marcas. Las tres marcas que sí habrás visto en la nalga de tu hija.

Isabel comenzó a vislumbrar vagamente la verdad, aunque su mente se negaba a seguir el curso de sus pensamientos. Pero en ese momento, con aire triunfal, Felipe se volvió, al tiempo que desabrochaba sus pantalones, para mostrar a su mujer su gran triunfo sobre ella. La prueba irrefutable de que María era hija de Felipe y no del gran amor de su vida. Isabel comenzó a palidecer al comprender la verdad y todo su mundo se derrumbó alrededor. ¡No! ¡No podía ser! ¿Cómo Dios le jugaba esta mala pasada? Lo único que ella había tenido puro había sido el amor de su inglés y María no era fruto de aquel gran amor. Había sido el fruto de la degradación y del sufrimiento. No podía ser. Esto no era real.

—¡Y ahora… te exijo que me digas dónde se encuentra mi hija! —continuó Felipe con tono autoritario.