Heridas de amor y de guerra - Meg Ferrero - E-Book

Heridas de amor y de guerra E-Book

Meg Ferrero

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Beschreibung

El 21 de octubre de 1854, treinta y ocho mujeres partieron directas a una guerra para cuidar a miles de soldados ingleses heridos, cambiando así el curso de la enfermería moderna. Anna St. James formaba parte de esa expedición de valerosas enfermeras; una mujer indómita contraria a cualquier guerra que cometió una terrible negligencia al atender a un soldado indebido. Alex, un atractivo general herido, se enamoró de la joven enfermera que atendía sin discriminaciones a cuanto herido recibía. La guerra los sentenció a ser enemigos, pero sus corazones los condenaron a amarse en medio de un escenario cruel, lleno de dolor y sufrimiento. Me ha gustado mucho la ambientación, como la autora narra los horrores de la guerra y traslada a esos escalofriantes escenarios, pero precisamente eso, en lugar de amor, es lo que me ha trasmitido la novela: dolor, odio, rencor y sufrimiento. Paraíso de los libros perdidos

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2016 María Esther García Ferrero

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Heridas de amor y de guerra, n.º 132 - agosto 2016

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Fotolia.

I.S.B.N.: 978-84-687-8679-7

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Florence Nightingale

Citas

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Epílogo

Agradecimientos

Si teha gustado este libro…

El 21 de octubre de 1854, Florence Nightingale, considerada la madre de la enfermería moderna, y un equipo de treinta y ocho enfermeras voluntarias a las que había entrenado personalmente, partieron hacia el imperio otomano. Salieron desde Londres, fueron transportadas unos 546 km a través del mar Negro desde Balaklava, en Crimea, hasta la principal base de operaciones británica en el cuartel de Scutari (Estambul), a la que arribaron en los primeros días de noviembre de 1854.

Enfermera…

lo que tú tienes, muchos lo pueden tener…

Capítulo 1

El hospital de las Barracas

Mediados de noviembre de 1854, cuartel turco de Scutari, Turquía

Anna se secó el sudor de la frente con la manga de su manchado vestido. A pesar de la época del año en la que estaban tenía mucho calor, cosa que se reflejaba en sus coloridas mejillas. Se sentía sucia y dolorida. Su uniforme gris, de tosca lana, estaba totalmente desaseado y el delantal que llevaba, en otro momento blanco, estaba lleno de sangre y otros fluidos corporales en los que no quería ni pensar. En el pelo, una cofia blanca, ridícula dadas las circunstancias, recordaba que en algún momento su pelo había estado peinado y recogido, y no revuelto y pegado a la cabeza y la cara como lucía ahora. Cogió aire intentando aliviar el cansancio que aquejaba a su frágil y delgado cuerpo. Se llevó la otra mano a los riñones a la vez que estiraba la espalda cual felino desperezándose, mientras el dolor que sentía se reflejaba en su delicado rostro.

El golpe sordo y seco de los camilleros turcos al dejar caer al suelo el cuerpo inerte de un nuevo soldado, justo a los pies de su dorso, la hizo sobresaltarse y olvidar nuevamente todas las quejas de su cuerpo para ayudar al nuevo combatiente.

Apenas llevaba quince días en aquel cuartel, que hacía las veces de hospital central del cuerpo expedicionario inglés de la Guerra de Crimea, apodado como el hospital de las Barracas, y ya se arrepentía de su precipitada decisión de partir como enfermera hacia aquella guerra entre aliados y rusos.

Pero su vida en Londres, abocada a un casamiento de conveniencia con un hombre al que ni siquiera conocía y destinada a vivir confinada en una casa realizando tan sólo las labores de madre y esposa, se le antojaba decepcionante. Su decisión había sido recibida con la fuerte oposición de sus padres y de su hermana mayor. Pero Anna poseía un carácter muy fuerte y tenaz y su madre bien sabía que no podía, siquiera, intentar convencer de lo contrario a su indómita hija. Así pues, con el futuro de la familia asegurado por el casamiento de su hermana mayor con un conde, finalmente sus padres cedieron a sus deseos a regañadientes.

Se giró hacia el soldado que yacía semiinconsciente en aquel oscuro y sucio corredor y que estaba tendido en el suelo balbuciendo palabras ininteligibles.

Por un momento, mientras un oficial médico pasaba por delante del herido, dudó de si agacharse para socorrerlo. Pero, al ver la desidia en la cara de este al mirar a todos aquellos soldados y viendo que pasaba de largo como si no los viese, se agachó junto al joven tendido sobre el sucio y frío suelo. Aquel pasillo era como una gran sala infecta, húmeda y con las paredes mugrientas, llena de soldados esparcidos por doquier, medio desnudos, que inundaban no solo el suelo sino también el ambiente con su hedor asfixiante y sus gritos agónicos. Era un espectáculo horrible y triste, a la vez que conmovedor. Todos estaban cubiertos de barro y sangre. Deliraban, gemían, juraban, suplicaban y descansaban la cabeza, en el mejor de los casos, sobre una polaina o algún andrajo. Anna tuvo que espantar unas ratas que, enfurecidas, reaccionaron lanzándose contra el muchacho intentando morderlo, hasta que pudo ahuyentarlas del todo. Se inclinó ligeramente sobre él, ya que se encontraba a su lado, para comprobar su estado, e incorporó la cabeza del joven sobre su regazo.

—¡Soldado! —susurró con suavidad, sacudiéndole ligeramente un hombro—. ¿Puede oírme? ¿Puede usted moverse o hablarme?

Alex estaba sumido en una penosa inconsciencia, llena de dolores, hasta que había notado el calor y la comodidad de su cabeza recostada sobre algo suave y cálido por primera vez en meses. Intentó abrir los ojos como pudo pero, aparte del tremendo esfuerzo que ese simple gesto le costó, la luz le cegó prácticamente la vista y supo que iba a morir. Lo comprendió cuando el ángel que acababa de ver le susurró dulces palabras que no fue capaz de comprender. Un ángel en forma de una preciosa mujer morena con mirada compasiva y rodeada de un aura celestial. ¡Por fin iba a dejar de penar! ¡Por fin iba a terminar todo aquel sufrimiento inútil! Quiso decirle algo a su ángel. Quiso que les transmitiera a sus padres que se había ido tranquilo y en paz, pero las palabras murieron en su garganta.

Anna se acercó al soldado herido más todavía, al ver que intentaba decirle algo, aunque no logró entender absolutamente nada.

Buscó ayuda con la mirada a su alrededor, pero desistió al no encontrar a ninguna de sus compañeras a la vista. Quería apartar a un lado al joven soldado para que, al menos, no lo atropellasen los ayudantes al traer nuevos heridos. Y de sobra sabía, en apenas aquellos primeros días, que ningún enfermero ni médico de aquel hospital estaría dispuesto a ayudarla.

Miró en la dirección de los camilleros turcos que entraban sin cesar, tirando a los combatientes al suelo desde los toscos soportes. Luego, desaparecían para ir a los barcos, desde donde traían a los heridos de las batallas, para transportarlos de la misma manera hasta el hospital.

—¡Por favor! —suplicó a uno de ellos con la mirada—. ¿Puede ayudarme a subir a este soldado a ese catre? —preguntó señalando hacia un rincón algo más recogido, donde había una especie de saco relleno de paja.

El turco le dirigió una lasciva mirada que la recorrió de arriba abajo y la llenó de asco.

—¿A cambio de qué? —dijo con una sonrisa de dientes negros, a los que faltaban más de la mitad de las piezas.

Iba a contestar, cosa que se reflejó en su enfadada cara, cuando una voz potente y seria llenó la sala.

—¡Desaparece de mi vista! —ordenó el oficial bruscamente al turco—. ¡Yo ayudaré a la señorita!

Anna se giró hacia el sonido de aquella grave voz y se encontró con la imponente figura de un oficial que, a juzgar por su uniforme y sus galones, debía de ostentar un alto cargo.

—¡Disculpe! —dijo Ana contrita—. No quería importunar a nadie. Tan solo pretendía transportar a este pobre soldado hasta aquel catre y quitarlo de en medio —dijo nerviosa—. Pero no se preocupe, ya me arreglo yo sola.

—¿Usted sola? —dijo desplegando una perfecta y blanca sonrisa que, por un momento, consiguió deslumbrar a Anna—. Ese soldado es más grande que usted y yo juntos. ¡Deje que la ayude!

El último comentario hizo que Ana se fijase más en su paciente, dándose cuenta de que, en realidad, era asombrosamente grande.

El oficial, sin aparente gran esfuerzo, levantó al herido, transportándolo hasta el sucio y pestilente catre que ella misma le había señalado.

—Es usted una de las enfermeras de la señorita Nightingale, ¿no es cierto? —afirmó más que preguntó el oficial.

Anna estaba sorprendida de que un oficial estuviese manteniendo una educada conversación con ella. Desde su llegada, los médicos militares habían demostrado abiertamente su oposición a la presencia de las treinta y ocho enfermeras que allí habían llegado en su ayuda, siendo contrarios, no solo a la presencia de civiles, sino a su condición de mujeres. Pero la riada de heridos de la batalla de Balaklava del 25 de octubre y la de Inkerman, unos días después, había cambiado la situación y los médicos cedieron a la necesaria ayuda de las enfermeras. Aun así, los conflictos seguían desarrollándose continuamente y el trato distaba mucho de ser, aunque solo fuese, meramente educado.

Fue por ello que Anna solo atinó a asentir con la cabeza, mientras observaba desconcertada al guapo oficial.

—Y, ¿puedo saber su nombre o tengo que dirigirme a usted como señorita enfermera? —demandó con una sonrisa burlona en sus bonitos labios.

—Anna —dijo esta, reaccionando ante su ironía—. Anna St. James.

—Bien, Anna —dijo poniéndose en pie, demostrando así su imponente y atlético porte—, espero que nos veamos más a menudo por aquí, aunque no como paciente, claro —comentó jovial—. No dudo que cualquier soldado estaría más que agradecido de obtener sus maravillosos cuidados, pero permítame que no los desee en estas circunstancias.

—¡Nadie debería encontrarse en estas circunstancias! —expresó con pesar, con una tímida sonrisa en los labios.

—Veo que su compasión solamente es superada por su belleza, Anna —dijo acariciando su nombre.

Anna se sonrojó sinceramente ante aquel galanteo inesperado y, por qué no, necesario en la situación en la que se encontraban y en un lugar como aquel. Cualquier gesto de cariño o simpatía era más que bien recibido.

Las voces de otro soldado protestando al fondo del pasillo llamaron la atención del hombre, que se giró en su dirección.

—¡Debo irme! —expresó con cierta aflicción—. El deber me llama… o más bien mis hombres. —Volvió a sonreír con aquella perfecta hilera de dientes blancos—. Soy el comandante James Wilson —dijo extendiendo su mano para tomar la de la joven y depositar un dulce beso en su dorso—. ¡Para servirla, Anna!

La joven, que ni se había incorporado del suelo al lado del catre de su paciente, experimentó un dulce cosquilleo en la boca misma del estómago. Pero las murmuraciones inconexas de su joven soldado, batallando por sobrevivir, volvieron su total atención hacia él.

—¡Soldado! —volvió a repetir—. ¿Puede oírme?

El muchacho luchaba por balbucir algo que ella no llegaba a entender. Buscó a su alrededor y encontró la jarra de vino que ella misma había llevado al pasillo y no sabía dónde había dejado. Al verla, se incorporó apoyándose en el sucio catre, dándose cuenta de que estaba impregnado de los orines y las heces de su anterior ocupante. La repugnancia hizo que mirase con asco sus, ya de por sí, sucias manos. Pero ni siquiera había agua donde lavárselas, así que tuvo que frotarlas nuevamente en sus viejas faldas. Regresó al momento con la jarra y un vaso para ofrecer algo de vino al, seguramente, sediento soldado. Lo incorporó nuevamente en su regazo y lo observó mientras el joven tragaba con bastante dificultad. Hasta aquel momento, no se había dado cuenta de lo guapo y diferente que era aquel muchacho. Su pelo, al igual que su barba desaliñada de varias semanas, era de un rubio casi albino y lo debía de haber llevado muy corto en su momento, puesto que ahora, bastantes días después de la batalla, todavía no lo llevaba largo. Sus rasgos eran duros y angulosos, con prominentes pómulos y una fuerte mandíbula con ancho mentón. Pero, en contraposición a aquella supuesta rudeza, sus labios eran gruesos, llenos y dulces y, durante el breve instante en el que había abierto los ojos, la pureza de su azul la había desconcertado. Era el rostro más bello que había visto en toda su vida. Cuando terminó de beber, como buenamente pudo, volvió a intentar hablar y Anna se incorporó algo más sobre él para prestarle así toda su atención y poder, por fin, entender cuanto decía el herido.

—Spasibo tebe, moy angel… —murmuró el soldado con apenas un hilo de voz.

Anna sintió una oleada de pánico que consiguió que se comenzase a marear.

—¿Disculpe? —susurró ella a su vez, ocultando más aún a su paciente para que nadie más que ella pudiese oírle hablar mientras buscaba, en todas las direcciones, con la mirada llena de terror, intentando averiguar si alguien los había oído.

El joven volvió a abrir los ojos deslumbrando con su mirada febril, luminosa y delirante, a una Anna que no supo cómo reaccionar.

—Moy angel…

En ese momento, pasó por allí cerca un soldado y Anna volcó, prácticamente, el contenido del vaso de vino en la boca del joven, en un tonto intento de que no se le escuchase.

Nunca supo por qué hizo aquello… Tiempo después, buscó dentro de sí misma y nunca encontró nada que le explicase aquel comportamiento repentino e insensato que cambiaría por completo el curso de su vida. Pero, en aquel momento, algo más fuerte que ella misma la obligó a ocultar a aquel joven soldado que, juraría, acababa de hablarle en ruso.

Capítulo 2

La batalla de Inkerman

Finales de noviembre, hospital de las barracas, cuartel de Scutari

Alex intentó moverse, pero el lacerante dolor de la pierna izquierda acompañado del intenso dolor que sufría el resto de su cuerpo le recordaron que, lamentablemente, no estaba muerto. Sus dolencias le decían claramente, y a gritos, lo contrario. Estaba muy vivo, aunque no sabía dónde. Las lejanas voces en su conciencia fueron tomando forma, poco a poco, hasta que consiguió apartar la neblina en la que se encontraba sumergido para volver al mundo de los vivos y escuchar, con claridad, la conversación que dos personas mantenían a su lado.

—¡Fue francamente terrible! —relataba una voz masculina y profunda—. El día era muy frío y estaba muy oscuro debido a la intensa niebla. Los hombres estaban ateridos y la infantería no solo tuvo que luchar contra esos cerdos rusos, sino que también tuvieron que hacerlo contra la nieve, el fango y la sangre de sus propios congéneres. Fue una batalla cuerpo a cuerpo muy dura, con asaltos de bayoneta contra posiciones de artillería.

—¡No quiero ni tan siquiera imaginarlo! —exclamó la dulce voz de una joven, que Alex comenzó a reconocer como familiar—. ¡Esto no debería haber ocurrido!

—¡La culpa la tienen esos rusos malnacidos! —increpó el hombre—. Pero les hemos dado su merecido. El general Ménshikov ha tenido que huir con el rabo entre las piernas —expresó con orgullo.

Alex se alegró de estar de espaldas a los dos interlocutores y mirando hacia una pared. De lo contrario, hubiesen visto cómo sus ojos se abrieron desmesuradamente y con brusquedad, al oír las nuevas de boca de… ¡un inglés! ¿Dónde demonios se encontraba? Por no hablar de los gritos y lamentos agónicos de personas que se oían muy cerca de él, como si los estuviesen torturando. ¿Lo habrían hecho prisionero?

—¿Y a qué precio? —demandó la joven con un tono de cierto enfado—. ¿De qué sirven todas estas muertes? Además, según he oído, nuestros regimientos están exhaustos y los soldados llegan por millares a nuestros hospitales. No podremos hacer frente a todos esos pobres heridos. Por no hablar de la tormenta que ha acaecido y que está matando a miles de personas.

—Sí —comentó el hombre con aflicción—, la galerna ha sido terrible —dijo pensativo—. Ha sido muy inesperada y ha llegado en el peor momento.

—¡Eso! La galerna de la que todo el mundo habla, ¿qué ha sido exactamente eso? —preguntó Anna interesada.

—La galerna es un temporal súbito y violento —comenzó a explicar el comandante—. No se dan muchas. Al menos, que yo sepa. Y esta, desde luego ha favorecido, sin lugar a dudas, a esos soldados rusos. Ha sido de las peores de las que yo haya oído hablar.

—Pero, ¿cómo puede decir eso, si a ellos también les ha afectado? —dijo con angustia—. Han muerto muchos soldados de ambos bandos debido al mal tiempo.

—¡Anna, no lo comprende! —intentó explicar el hombre—. Fue una tempestad terrible que hizo descender las temperaturas más de doce grados en menos de media hora, con unas lluvias acompañadas de un belicoso granizo y unos vientos tan intensos que han devastado nuestros campamentos y han dejado expuestos a nuestros hombres y nuestros caballos. La mayor culpa de nuestra deplorable situación se debe a que ese maldito temporal ha hundido buena parte de nuestra flota porque la mar pasó, en minutos, a ser tan gruesa que parecía montañosa. Esos barcos venían cargados con nuestros víveres para el invierno. El Príncipe, uno de nuestros navíos más modernos, ha naufragado, y se calcula que han perdido la vida más de mil quinientos soldados en la furiosa tormenta. Todo ello ha retrasado nuestro asalto a Sebastopol y ahora se nos echa el invierno encima. Y el invierno aquí, con este clima endemoniado, es el gran aliado de los malditos rusos. Ellos soportan estas temperaturas y estos temporales de una manera increíble.

—Entiendo que ellos estén más acostumbrados a este clima, pero sus bajas han sido muy superiores a las nuestras, según tengo entendido.

El hombre tomó aire, dándose por vencido.

—Anna, ¿qué puedo decirle? —dijo derrotado—. Usted es tan solo una civil, y es por eso que no puede comprender nada de lo que ocurre. Además, su compasión por el prójimo también le impide ver la cruda realidad de la guerra. Puede que sea por eso por lo que todas ustedes son vistas por los oficiales médicos como personas non gratas.

“¿Compasión? ¿Oficiales médicos? ¿Heridos? ¿Estaría Alex en un hospital inglés?”.

El comandante se incorporó de la improvisada banqueta en la que se había sentado, al ver a la joven. Se había acercado para poder charlar un rato con ella.

Anna había bajado la vista, resentida por las palabras del comandante.

—La dejo con sus quehaceres, que no son pocos.

—Disculpe si le he ofendido, comandante —dijo con verdadero arrepentimiento, ya que no quería granjearse la enemistad de la única persona, fuera de su grupo de enfermeras, que se había dignado a tratarla aunque solo fuese con un mínimo de respeto y educación.

—No me ofenden sus palabras, Anna. Es su opinión y se merece todo mi respeto… aunque no la comparta.

Eso le hizo ganarse una bella sonrisa por parte de la enfermera que alegró el día del comandante. Desde que la vio por primera vez en aquel pasillo, tan bella y tan valiente, trabajando sin descanso y dispuesta a encararse con aquellos camilleros turcos, había quedado prendado de ella. Llevaba varios días acercándose a conversar con ella y ya había descubierto que no era una joven fácil de dominar. Tenía un carácter fuerte y las ideas muy claras con respecto a la guerra y al sufrimiento humano. Sí, esa chica le agradaba sobremanera, y él se había propuesto conquistarla. Aquella belleza sería su mayor triunfo en aquella endemoniada guerra y se la llevaría de regreso a Londres como trofeo.

—Gracias por su comprensión.

—Nos vemos, Anna.

El comandante se alejó de allí y Anna se volvió hacia su paciente para aplicarle los cuidados oportunos. Llevaba varios días delirando, y todavía no lo había visitado ningún médico. Aquello era algo habitual, dadas las ínfimas condiciones en las que se encontraban. Los soldados podían pasar semanas sin que ningún médico les visitara o evaluara. Pero, en esta ocasión, no era lo que más le preocupaba a la joven enfermera ya que, en sus delirios, el soldado hablaba sin cesar en ruso y de descubrirlo lo hubiesen fusilado allí mismo, como habían hecho con otros prisioneros. Anna se las había ingeniado para llevar al soldado a una de las salas que estaban acondicionando ellas, en vista de las deplorables condiciones higiénicas del hospital. Había cosido un saco limpio, lo había rellenado de paja y había acomodado a su soldado en la esquina más apartada de la sala, cerca de una ventana. Cuando giró a su paciente para revisar su estado, su sorpresa fue mayúscula al encontrárselo con los ojos abiertos.

Alex había escuchado toda la conversación casi con la respiración contenida y, ahora, deseaba obtener más información de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. ¿Sería cierto que habían perdido en la batalla de Inkerman? ¿Habría acontecido una galerna que había retrasado a los ingleses en su asalto a Sebastopol? Esperó a que el hombre se marchara para enfrentar a su bonita auxiliadora, si es que sus recuerdos eran acertados. Así pues, cuando ella comenzó a girarle, mientras todo su dolorido cuerpo clamaba porque lo dejaran tranquilo, se preparó para la farsa que había pensado interpretar si sus sospechas de hallarse en un hospital británico eran acertadas. Pero, por un pequeño instante, se olvidó de todo al contemplar de cerca la preciosa mirada de la joven que recordaba en la neblina de sus delirios. Su mente le había traicionado, pues su ángel era aún más bello de lo que él recordaba.

Anna quedó deslumbrada por el intenso azul de aquella mirada y, aunque quiso hablar, no se atrevió por miedo a que el soldado no la comprendiese. Lo último que quería era asustarlo, al saberse en un hospital inglés, y que cometiese una locura.

—¿Dónde estoy? —preguntó el joven, con voz pastosa y ronca, debido a la sed y las largos días sin hablar.

La impresión de la enfermera se tradujo en una cara de auténtico desconcierto. El joven soldado había preguntado aquello con una naturalidad y un inglés tan perfecto, que la dejó sin palabras. Pasados los primeros instantes, y ante la fija y bonita mirada del soldado, Anna reaccionó, incorporándose más sobre él, para que nadie les escuchase, y poder así hablar con cierta intimidad y libertad, mientras le daba un poco del té que tenía preparado al lado.

—¿Puede usted entenderme? —preguntó tímidamente.

Alex abrió los ojos desmesuradamente y todas sus alarmas se encendieron. Estaba claro que se encontraba en un hospital inglés. Al girarse, había podido comprobar la cantidad de catres que se amontonaban en la sala con infinidad de heridos sobre ellos que, entre alaridos, esperaban cuidados. No sabía cómo había llegado hasta allí, pero lo que sí tenía muy claro era que estaba con el enemigo y no estaba en condiciones de desvelar su condición.

—¿Por qué no iba a entenderla? —preguntó en un cristalino y coloquial inglés, haciéndose el sorprendido.

—Es que… usted… en fin, yo… creí que… —Anna no sabía ni qué decir—. ¡No puede ser! —dijo repentinamente, como si la mismísima luz divina acabase de iluminarla—. Yo misma quemé su uniforme, el que traía bajo su capote… y era ruso.

Alex tragó con dificultad y comenzó a pensar a toda velocidad. Aquella joven sabía que él era ruso, pero por alguna extraña razón no lo había delatado. Es más, lo había ocultado, a juzgar por su manera de parecer encubrirlo y no querer que nadie les escuchase. ¿Por qué habría hecho aquello? Sin embargo, el hombre que estaba con ella había hablado con desprecio de sus compatriotas, así pues, el soldado inglés no sabía de su origen. Debía averiguar qué estaba ocurriendo; y decidió ser algo más directo.

—Si cree que soy ruso, ¿por qué no me ha delatado? —preguntó de sopetón, sopesando sus posibilidades y llenándose de coraje para las posibles consecuencias de que le hallaran en un hospital enemigo.

Anna enrojeció hasta las orejas, cosa que hizo que el guapo soldado enarcara ambas cejas, sorprendido.

—Yo… —Anna no sabía cómo justificar su negligente comportamiento—. Yo soy tan solo una enfermera. Intento salvar vidas, no acabar con ellas. —Bueno, al menos, aquello era cierto.

Alex tampoco supo qué responder mientras observaba a la joven. Le parecía preciosa. Un ángel que había acudido en su ayuda. Tenía el pelo castaño y recogido tras una absurda cofia, pero varios mechones escapaban de su agarre y podía apreciar su brillo y ondulada longitud. Tenía los ojos almendrados y castaños claros pero, al acercarse a él, había podido apreciar en ellos ciertos matices verdes, llenos de luz y de vida. Tenía la nariz muy pequeña y respingona, con unos pómulos altos, lo cuales le proporcionaban un matiz combativo al resto de sus dulces rasgos. En cuanto a sus labios… Lo supo desde la primera vez que la había visto; los quería besar: dulces, llenos, redondeados… Alex debió dejar su vista fija en aquella parte concreta de la anatomía femenina, pues la joven se humedeció los labios con nerviosismo mientras se ponía más colorada, si es que aquello era posible.

—La ropa no significa nada, ¿sabe? —dijo intentando romper la vergüenza de la muchacha—. En el campo de batalla tienes que apañártelas como puedes y, si tu ropa está destrozada y, si no tienes nada mejor a mano que la ropa de un soldado ruso muerto…

—Y si no tiene nada mejor a mano que un soldado inglés muerto… se pone usted encima un capote enemigo —contestó con agudeza.

—¡Chica lista! —admitió con una sonrisa, tan perfecta, que Anna creyó dejar de respirar por un momento—. Pero, al menos, admita que podría ser una explicación plausible.

—Podría… —dijo ella de manera casi triunfal—, si no fuese porque habla usted divinamente el ruso.

Alex soltó una pequeña carcajada que le recordó que todo su cuerpo estaba francamente herido y, acto seguido, compuso una mueca de dolor de la que se recuperó enseguida, para continuar con su conversación.

—¿Hablé en sueños? —Alex esperó al asentimiento con la cabeza de la joven con una suave sonrisa—. También hablo divinamente el inglés —expresó con ironía—. Podría ser un patriótico espía inglés.

—¡O un patriótico espía ruso!

Alex quiso ensanchar aún más su sonrisa, pero el dolor de su pecho, cuando intentó reír algo más fuerte, le cortó aquel agradable, aunque peligroso momento con la preciosa joven.

—¡Está bien! ¡Me rindo! —dijo poniéndose ya totalmente serio y comprendiendo que, en cuanto quisiera, podría comprobar su identidad llamando a los oficiales, que no tardarían en averiguar que era enemigo—. ¿Qué es lo que se propone hacer conmigo?

«¿Que qué se proponía hacer con él? ¡Dios! ¡Ni ella misma lo sabía! ¿Qué le iba a decir a él?».

—¿Qué se propone usted? —preguntó recelosa, y repentinamente atemorizada, al darse cuenta de que había encubierto a un enemigo, que bien podría haber llegado allí para ejecutar alguna estrategia militar y matar a muchas personas.

—¿Yo? —preguntó asombrado—. Por lo pronto, pretendo averiguar qué es lo que hago aquí y por qué no estoy o muerto en el campo de batalla o con los míos.

—¿No sabe cómo ha llegado aquí?

—No tengo la menor idea —dijo confuso cerrando los ojos en un intento de esclarecer su mente—. Lo último que recuerdo fue que atacábamos sobre el flanco derecho de las posiciones aliadas al este de Sebastopol. Queríamos impedir que nos sitiasen. Recuerdo que un grupo de infantería, bajo mi mando, quedó aislado como consecuencia de la espesa niebla…, recuerdo la ferocidad de la lucha, el combate cuerpo a cuerpo… y, ¡todo para nada! —Alex suspiró profundamente—. Al menos, no han tomado la ciudad, ¿no? O eso le he oído a su amigo.

—No han tomado su ciudad pero tiene usted razón en algo… ¡todo para nada! ¡No entiendo esta maldita guerra ni ninguna otra! ¡No entiendo la sed de sangre de los hombres y que se ensalce la muerte en el campo de batalla como algo honroso!

Alex observó detenidamente a su joven enfermera con sorpresa. Desde luego, era directa. Y no podía ocultar sus emociones.

—Todavía no me ha dicho qué pretende hacer conmigo —dijo en tono quedo.

—¡Ayudarle a sanar sus heridas! —dijo repentinamente enfurecida—. ¿Sería demasiado pedir a cambio que regresase usted por donde ha venido, sin matar a nadie aquí?

Alex negó con la cabeza con la mirada llena de incredulidad. Tuvo que reconocer que también estaba bien provista de carácter.

—¿Es un pacto de guerra? —dijo tendiéndole, no sin esfuerzo, la mano derecha.

—¡Es un pacto! —afirmó ella estrechándosela, mientras aquel firme apretón sin importancia mandaba descargas eléctricas a todos los rincones de su anatomía.

Capítulo 3

Al otro lado del Mar Negro

Las tareas de las enfermeras habían variado desde su llegada. Durante los primeros días, y dado el mal recibimiento que tuvieron por parte del equipo médico, se habían dedicado tan solo a confeccionar vendas, cabestrillos y muletas con trapos blancos. Mientras, soportaban estoicamente la indiferencia del sobrecargado equipo médico no solo para con ellas, sino también para con los heridos. Los suministros médicos eran prácticamente inexistentes, la higiene era peor que pésima y las infecciones como el tifus, la fiebre tifoidea, el cólera y la disentería se estaban llevando a la mayor parte del ejército inglés por delante. Pero ahora, desde hacía unos días, ya podían atender, como podían, a los enfermos debido al desbordamiento de heridos.

—¿Dónde nos encontramos, si puede saberse? —preguntó Alex, que se recuperaba día a día de su calentura como por arte de magia.

—En un hospital británico, ya lo sabe —contestó algo recelosa Anna.

—De eso ya me había dado cuenta yo solito, ¿sabe? —contestó con esa sonrisa burlona a la que Anna ya comenzaba a acostumbrarse.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Mire, Anna, entiendo que sospeche de mí aunque hayamos llegado a un trato —dijo mientras Anna comenzaba a cambiarle el vendaje de la fractura que tenía en la pierna izquierda—. Pero debe usted saber que para escapar de aquí, cuando sus magníficas atenciones den su fruto, sería interesante para mi persona conocer mi situación geográfica. Sería un derroche de cuidados por su parte que me matasen según intentase salir de aquí, ¿no le parece?

Anna se encontraba ante un serio dilema. ¿Sería correcto proporcionar a aquel hombre tanta información? Aquella era la principal base de operaciones del ejército británico. Pero, por otro lado, el soldado tenía razón. ¿Por qué diablos había tenido que meterse en aquel lío?

—Oiga, Alex —comenzó Anna muy brusca, cosa que comenzaba a notarse en sus cuidados al retirar la venda, más violentamente de lo que debería—. ¿Está seguro de que todo lo que hablemos usted y yo se quedará entre nosotros?

—¿Tiene miedo de que la traicione cuando usted me ha salvado la vida? —preguntó sorprendido a la vez que aullaba de dolor, ya que el vendaje se había pegado a la reseca herida.

—¡Lo siento…! —exclamó la joven, arrepentida al ver la expresión de sufrimiento del soldado.

—No se preocupe, no pasa nada —dijo con los dientes apretados por el dolor—. ¿Sabe?, a mí me enseñaron algo llamado honor y cumplo con mi palabra aunque usted crea que los rusos somos los malos en esta historia.

Anna se sobresaltó al escucharlo decir que era ruso y le incitó, con una mueca de disgusto mientras se llevaba el dedo índice a los labios severamente, a que bajase la voz.

—¡Está bien! —dijo arrepentida por sus preguntas y su vergonzoso comportamiento para con su paciente—. Tiene usted razón. Además, ya no hay vuelta atrás. —Cogió aire mientras miraba la fea herida de su pierna izquierda—. Estamos en Scutari.

—¡Cómo! —exclamó Alex con voz estrangulada.

—¡Haga el favor de bajar la voz! —le increpó Anna—. Si va usted llamando la atención cada vez que le hago un comentario, no creo que tenga que preocuparse mucho de por dónde está usted. A este paso le fusilarán antes de que acabe el día.

—Pero —dijo bajando lo más que podía la voz—, estamos al otro maldito lado del mar Negro. Junto a la puñetera Constantinopla. ¿Cómo demonios he llegado yo hasta aquí?

—Por mar, como todos —dijo intentando tranquilizarlo como podía.

—¿Por mar? ¡Un momento! —Su mirada cambió al comenzar a calcular el tiempo que podría llevar allí—. Pero, ¿en qué fecha estamos?

—¡Por Dios, Alex! —dijo enfurecida—. Solo se lo diré si promete usted no montarme otra escena y levantar la voz más veces.

—¡Dios! Eso significa que no estamos a mediados de noviembre —aseveró con el rostro preocupado.

—No. Ya hemos comenzado diciembre.

Alex puso cara de volver a dar un enfurecido grito, pero el golpe en el hombro de su joven enfermera le distrajo lo suficiente para mirarla y encontrársela con cara de disgusto, cosa que le sorprendió y le hizo gracia a la vez.

—Oiga, Anna —dijo volviendo a su habitual tono burlón mientras intentaba hacerse a la idea de su situación geográfica—. ¿Trata siempre a golpes y arranca los vendajes de todos sus pacientes con la misma rudeza o debo sentirme halagado?