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Jared Granger se dedicaba a salvar vidas, pero una lesión había hecho que de repente el paciente fuera él, y eso no le gustaba lo más mínimo... Hasta que se puso en manos de su guapísima fisioterapeuta. Broke Lewis era una mezcla de santa y seductora... Y, desde luego, no era inmune al encanto de aquel atractivo cirujano y soltero convencido. Mantener la distancia profesional con él se estaba convirtiendo en una verdadera proeza, y más desde que había tenido que empezar a darle la terapia en su maravilloso retiro de fin de semana. Una cosa era ayudar a un paciente, y otra muy distinta enamorarse de él.
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Seitenzahl: 137
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Kristi Goldberg
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El peligro de amar, n.º 1141 - agosto 2017
Título original: Dr. Dangerous
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-052-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Si te ha gustado este libro…
La fisioterapia siempre había sido un reto interesante para Brooke Lewis, pero la rabia y el desafío en los ojos azules de su nuevo paciente le hacían desear salir corriendo para buscar otro trabajo.
El doctor Jared Granger, «el rey de cardiología», el hombre con el que llevaba años soñando, la había honrado con su presencia. Y absolutamente ningún alma piadosa se molestó en advertirle.
Lo había admirado muchas veces mientras paseaba por el hospital San Antonio con su impecable bata blanca, su pelo rubio bien cortado y una expresión tan huraña que resultaba imposible acercarse.
Algo medianamente lógico, pensaba Brooke. Alguien por cuyas manos pasan diariamente las vidas de otras personas no tiene por qué ser simpático y extrovertido.
Pero desde que, varias semanas atrás, un accidente dejó su carrera en suspenso, el doctor Granger había cambiado. Su pelo no estaba tan bien cortado como de costumbre y su normalmente afeitado mentón mostraba sombra de barba. Los vaqueros descosidos revelaban una escayola en la pierna izquierda y, en general, parecía haber visto mejores tiempos. Por su aspecto podría ser un vagabundo, más que un médico de reconocido prestigio.
Y durante las últimas semanas su comportamiento poco colaborador había crecido hasta proporciones legendarias en el departamento de fisioterapia. Brooke, sin embargo, consiguió evitar su cólera. Hasta aquel día.
Por no mencionar que debía tocarlo y, aunque en otras circunstancias eso habría sido un sueño, en aquel momento no era precisamente lo que más le apetecería hacer a cualquier persona sensata.
Nerviosa, respiró profundamente para darse valor.
–Me alegro de que haya venido, doctor Granger. Siéntese, por favor.
Sin decir nada, él maniobró con la muleta para dejarse caer en la silla, apoyando la mano entablillada sobre la mesa como si fuera a echarle un pulso.
Brooke corrió la cortina para evitar las miradas de otros pacientes y fisioterapeutas.
–Así que usted es mi próxima víctima –dijo el doctor Granger entonces, sonriendo con ironía.
El impacto de esa sonrisa, por cínica que fuera, hizo que su corazón se pusiera a dar unos saltos que cualquier cardiólogo encontraría más que preocupantes. Afortunadamente, tenía cerca una silla en la que pudo apoyarse cuando empezaron a temblarle las piernas.
–¿Víctima? Eso debería decirlo yo.
Brooke abrió el historial, intentando aparentar tranquilidad. «Víctima» era una descripción muy apropiada. Por lo visto, había defenestrado a tres fisioterapeutas en dos semanas.
Cuando levantó los ojos lo encontró mirándola, esperando. Esperando que metiese la pata, sin duda. Aunque, dada su reputación de soltero de oro en el hospital, probablemente esperaba que se desmayase a causa de los nervios. Pues lo tenía claro. Disimularía su admiración e intentaría controlar sus hormonas con mano de hierro.
Con una sonrisa, Brooke cerró el historial.
–Soy Brooke Lewis y parece que vamos a trabajar juntos durante algún tiempo, doctor…
–No cuente con ello –la interrumpió él con inusitada insolencia.
–El doctor Kempner ha prescrito un tratamiento de fisioterapia intensiva para su mano.
–Eso es lo que él quiere.
–¿Y usted no?
–No.
Brooke tenía la impresión de que tampoco a ella iba a gustarle.
–Vamos a intentar que esto sea lo más agradable posible para los dos, ¿de acuerdo? Si quiere volver a operar…
–No quiero que vuelva a mencionar eso. Nunca.
Estaba fulminándola con la mirada. Pero el dolor que veía en sus ojos no era físico. A eso estaba acostumbrada. Incluso estaba acostumbrada a hacerle daño a un paciente sabiendo que solo así podía curarlo. Pero el dolor que veía en aquellos ojos azules era un dolor interno, un dolor del alma…
Eso era completamente diferente. Y, aunque el famoso doctor Granger se creía Dios, sintió pena por él. No podía disimular el sufrimiento porque lo veía en sus ojos, esos espejos del alma que Brooke había aprendido a leer para ver tras la fachada de sus pacientes. Y aquel hombre estaba destrozado por dentro.
–Muy bien. Intentaremos estirar esos tendones y veremos qué pasa –dijo, alargando la mano para quitar la sujeción de la muñeca.
Pero él se apartó.
–Yo lo haré.
Con movimientos lentos, empezó a desentablillarse la mano mientras Brooke esperaba pacientemente. Que quisiera hacerlo él mismo era buena señal. Significaba que su orgullo seguía intacto… lo cual para ella podría ser terrible.
Mientras le permitía aquel pequeño gesto de independencia, consideró el predicamento en que se encontraba. Un médico que había perdido el uso de la mano derecha, su instrumento para curar. Un famoso cirujano que podría encontrarse en el paro si su mano no se restablecía.
Tenía derecho a estar furioso. La rabia es, a veces, un gran motivador. Considerando que en el accidente se había dañado los tendones de tres de los dedos, necesitaba motivación para soportar las largas sesiones de fisioterapia. La cuestión era: ¿podría soportarlo ella? Si antes el doctor Granger no la tiraba por la ventana…
Con delicadeza, tomó su mano. Una mano de dedos largos, bien formados y, sin embargo, rígidos a causa del accidente.
–¿Ha estado haciendo los ejercicios de movimiento pasivo?
Él se encogió de hombros.
–Cuando tengo tiempo.
Oh, cielos. Estaba poniéndola a prueba.
Brooke observó los dedos y la muñeca, en la que tenía una profunda cicatriz. Cuando la tocó, él dio un respingo.
–Veo que sigue muy sensible.
–No me diga.
Ignorando el sarcasmo, examinó el pulgar.
–¿Lo siente?
–No.
Entonces tocó el índice.
–¿Y aquí?
Él apartó la mano de golpe.
–Mire, ya he pasado por esto –le espetó, frustrado–. Tengo sensibilidad en la falange del pulgar, ninguna en el índice y poca en el dedo corazón. Los tendones están destrozados y un ejército de fisioterapeutas no puede hacer nada.
Brooke intentó mantener la calma durante el discurso.
–Doctor Granger, sé que sabe lo mismo o más que yo sobre lo que le pasa y que esto debe de ser muy difícil para usted. Pero también sé que si no sigue una terapia puede que nunca pueda sujetar nada más pequeño que una naranja y, por supuesto, nunca un bisturí.
Lo miraba a los ojos, intentando no amedrentarse y sorprendida de que él no se hubiera levantado al oír la palabra «bisturí».
Como no dijo nada, decidió seguir:
–De modo que, si desea cooperar, haré todo lo que pueda por usted. Pero no puedo hacerlo sola.
–Y yo no puedo hacerlo en absoluto.
Brooke esperaba que se levantara de la silla y saliera de la consulta como un ciclón, pero no lo hizo. ¿Por qué se quedaba si había decidido olvidarse de la fisioterapia? ¿Por qué le hacía perder el tiempo?
Aunque eso no era relevante. Al fin y al cabo, aquel era su trabajo: intentar curar a los pacientes y conservar la calma en circunstancias extraordinarias… como aquellas.
Mientras aplicaba calor seco y estimulación eléctrica a la cicatriz de la muñeca, él no dijo nada. Después del masaje, empezó con los ejercicios de estiramiento y él siguió sin decir nada.
Y cuando se puso a hablar del tiempo por hablar de algo, tampoco dijo nada. Era como si estuviese hablándole a la pared.
–Muy bien, vamos a intentar algo nuevo. Échese un poco hacia atrás, por favor.
El doctor Granger se movió un milímetro y Brooke le puso una pelota de gomaespuma en la palma de la mano.
–Intente apretarla.
Después de mirar la pelota como si fuera un extraterrestre, él la dejó rodar por la mesa sin intentar sujetarla siquiera. Volvió a ponerla en su mano y de nuevo cayó rodando, aquella vez al suelo.
Suspirando, Brooke se inclinó para buscarla y… al incorporarse se golpeó la cabeza con la mesa.
Pero el buen doctor estaba mirando la pared. Evidentemente, que prácticamente se hubiera provocado una conmoción cerebral no significaba nada para él. Ni siquiera dijo: «¿Se ha hecho daño?». O: «Espero que no haya roto la mesa», que le pegaría más.
Ni la miraba. Como si quisiera estar en otro sitio. En otro planeta. Y, en aquel momento, Brooke lo deseaba también.
Cuando, aquella mañana lluviosa, se le pinchó una rueda de camino al hospital pensó que sería como cualquier otro lunes.
Pero no se merecía aquello. Ni siquiera por parte del médico que había sido, una vez, el hombre de sus sueños.
Era famosa por su paciencia con los enfermos, pero Jared Granger estaba empezando a sacarla de quicio. Aquel estaba siendo «la madre de todos los lunes» y una furia sorda empezaba a ahogarla.
–Doctor Granger, como parece tener un problema de cooperación con su fisioterapeuta, se me está ocurriendo que quizá sufre un ataque temporal de autocompasión. Espero que sea temporal, desde luego, porque si quiere ver a alguien que lo está pasando realmente mal, quédese hasta que venga mi próximo paciente. Un chico de veinticinco años con dos hijos y una fractura de vértebras irreversible. Viene a la consulta cada día en una silla de ruedas, con los niños en el regazo y una sonrisa en los labios, aunque sabe que nunca más volverá a caminar. Que no podrá tener más hijos, que no podrá volver a hacer el amor con su mujer… Pero no viene protestando. Viene a hacer fisioterapia aunque sabe que hay muy pocas posibilidades para él. Al contrario que para usted.
Por un momento, el doctor Granger la miró como si lo hubiera abofeteado. Después, se puso trabajosamente de pie, como un viejo roble que pudiera soportar cualquier tormenta. Estaba encolerizado, pero en sus ojos podía ver miedo y angustia. Un miedo y una angustia enormes.
–No necesito una charla, señorita Lewis. Llevo ocho años operando pacientes, adultos y niños. Y cada vez que uno de ellos se queda en el quirófano, una parte de mí se queda con él –dijo entonces–. Pero sigo adelante porque no puedo ser nada más que un cirujano. No quiero ser nada más que un cirujano –añadió, levantando una mano temblorosa–. Si me quita esto, por mí puede quitarme también las piernas.
Después, se dio la vuelta y Brooke experimentó un ataque de remordimientos. Lo había obligado a desnudar su alma y mostrarle una cicatriz que era cien veces más profunda que la de la muñeca.
Para el famoso doctor Granger eso debía de haber sido más doloroso que un insulto.
Nerviosa, se levantó de la silla temiendo que no volviera nunca más a fisioterapia, temiendo haberlo destrozado con su comentario. Y poniendo además en peligro su puesto de trabajo por hablarle de ese modo al más distinguido cirujano del hospital. Un trabajo que lo era todo para ella.
Pero lo más importante era que había herido a un hombre que estaba caído, un médico extraordinario con ilimitado potencial que, a causa de un accidente, no era más que una sombra de sí mismo.
A pesar de la grosera y cerrada actitud del doctor Granger, su comportamiento había sido imperdonable.
–Doctor Granger, espere –lo llamó, cuando estaba en el pasillo.
Él se volvió. Aquella vez sus ojos no tenían vida. Parecían muertos. Y algo dentro de Brooke murió también.
–Perdóneme. No quería ser tan dura. Pero es que si me rindo con usted, sería una pérdida irreparable.
–¿Ah, sí?
–Una pérdida terrible. Le propongo que vuelva el jueves y lo intentaremos de nuevo.
–No me gusta venir aquí.
–Lo sé, pero cuando se acostumbre a la rutina, será más fácil.
–No me gusta venir al hospital.
Su hospital, pensó Brooke. Un lugar que había sido parte de su vida durante mucho tiempo. Un lugar con recuerdos de la que había sido su brillante carrera profesional.
Era lógico que no lo emocionase la idea, pero debía convencerlo de que necesitaba hacer fisioterapia.
De repente, se le ocurrió algo. Una idea peregrina, pero que podría funcionar.
–Doctor Granger, ¿ha pensado que podría hacerlo en su casa?
–¿Quiere decir que un fisioterapeuta fuera a mi casa en lugar de venir yo aquí?
–Exactamente. Se ha hecho otras veces.
Brooke lo había hecho con algunos pacientes que no podían moverse. Pero nunca con un ilustre y guapo médico.
–¿Estaría dispuesta a ir a mi casa? –preguntó él entonces.
–Puedo ser yo… u otra persona si lo prefiere.
–Quiero que sea usted.
Ella se quedó helada, pero intentó disimular.
–Entonces, ¿lo pensará?
–Es posible.
–Tendré que hablar con el supervisor y con el doctor Kempner.
–El doctor Kempner no pondrá ningún problema.
–Muy bien. Si se decide, hágamelo saber.
–Ya veremos.
Después de eso se alejó por el pasillo, cojeando, con los hombros caídos.
Brooke había decidido ayudarlo y si era con fisioterapia a domicilio, bienvenida fuera. Aunque imaginaba que no iba a ser fácil. Y también imaginaba que, cuando terminase, alejarse del doctor Granger iba a serlo mucho menos.
Sin embargo, tenía que alejarse de él. Mantener relaciones con los pacientes no era solo tabú en el hospital, sino un peligro para su estabilidad emocional.
Sí, el doctor Granger la necesitaba, pero ella no necesitaría nunca a otro hombre.
Jared Granger estaba esperando en el despacho de Nick Kempner, estudiando su rígida mano derecha. Odiaba las miradas de compasión de sus colegas y amigos. Odiaba sentir pena de sí mismo.
Nunca había tenido que enfrentarse con un reto de tal calibre. Pero debía admitirlo: estaba acabado como cirujano. Y como hombre. Al menos, por el momento.
Admitirlo no borraba el dolor y la rabia. Solo servía para aumentar su resentimiento contra la vida.
Pero tampoco podía recordar su último día feliz antes del accidente.
El maldito accidente…
Tres semanas atrás, en su granja, el lugar donde solía refugiarse, no dejaba de pensar en la muerte de uno de sus pacientes. Por eso intentó quitar un alambre de la pala del tractor sin estar atento. Un alambre, un simple alambre que le había seccionado el tendón de la muñeca. El dolor hizo que saltase hacia atrás y, al caer al suelo en mala postura, se fracturó la pierna.
Por unos segundos de despiste había arruinado años de carrera.
Recordaba la muerte de su paciente, Kayla Brown, de doce años, la razón por la que se había recluido en la granja aquel fin de semana. Su organismo había rechazado un corazón trasplantado y, mientras esperaban otro que fuera compatible, dejó de luchar. Jared no pudo salvar a una niña que era la alegría del hospital. Una niña que sonreía aunque supiera que la muerte estaba cerca.
Sus problemas carecían de importancia comparados con eso. ¿Qué más daba tardar una hora en lavarse los dientes, o que tuviese que ir cojeando? ¿Qué más daba que le costase trabajo lavarse? Nunca se lo diría a nadie. Nadie lo entendería.
Entonces recordó a Brooke Lewis, con sus rizos morenos, sus brillantes ojos castaños, su preciosa sonrisa y… su mano de hierro. Aunque no le gustaba admitirlo, admiraba tanto su valor para enfrentarse con él como su rostro de niña.
Ella solo lo veía como un paciente, no como un ser infalible más allá del bien y del mal, sin corazón y sin sentimientos. Nadie conocía al verdadero Jared Granger porque nunca había revelado mucho sobre sí mismo… por miedo a no estar a la altura de lo que los demás esperaban.
La puerta se abrió entonces y Nick Kempner, el mejor especialista en ortopedia del hospital y su mejor amigo, entró en el despacho.
–¿Qué tal, Jared?
–Mal.
Nick se quitó la bata y la tiró sobre el sofá.
–Siento llegar tarde, pero estaba hablando por teléfono.
–Da igual.
Era cierto. Jared no tenía nada que hacer, ningún sitio donde ir, excepto a la consulta del médico o a las temidas sesiones de fisioterapia.
–La llamada era de tu fisioterapeuta –dijo Nick entonces.
–¿Ah, sí? –murmuró él, esperando otra charla.
–Sí. Me ha dicho… y repito exactamente sus palabras, que «no cooperas demasiado», pero que no le importa. Me ha hablado sobre fisioterapia a domicilio. ¿Qué te parece?