El perro de los Baskerville - Arthur Conan Doyle - E-Book

El perro de los Baskerville E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

El perro de los Baskerville (The Hound of the Baskervilles) es la tercera novela de Arthur Conan Doyle que tiene como protagonista principal a Sherlock Holmes. Fue publicada por entregas en el The Strand Magazine entre 1901 y 1902. El libro trata de la tensión entre lo ultraterreno y lo real, entre la superstición y la ciencia. Holmes buscará la explicación lógica, que será la que se acabará imponiendo, dentro de los cánones de la novela policíaca, a los acontecimientos que se suceden en un páramo al oeste de Inglaterra. """En noviembre de 1891, Arthur Conan Doyle envió a su madre una carta en la que le comunicaba que pensaba asesinar a Holmes. [...] De la irritada decepción de los millones de lectores que seguían los casos del detective en todo el mundo [...] dan buena cuenta los periódicos de la época y, sobre todo, el hecho de que Doyle se viera obligado a rescatarlo (sin dar explicaciones) en esa obra maestra de la literatura policiaca que es El perro de los Baskerville (1901)."" " Manuel Rodríguez Rivero, El País

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Seitenzahl: 290

Veröffentlichungsjahr: 2012

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EL PERRO DE LOS BASKERVILLE

Arthur Conan Doyle

Ilustraciones de Javier Olivares

Título original: The Hound of the Baskervilles

© de las ilustraciones: Javier Olivares

© de la traducción: Esther Tusquets

Edición en ebook: abril de 2013

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-15564-01-0

CDiseño de colección: Diego Moreno

Corrección ortotipográfica: Juan Marqués y Ana Patrón

Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Contenido

Portadilla

Créditos

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Contraportada

Arthur Conan Doyle

(Edimburgo, 1859 - Crowborough, Reino Unido, 1930)

Novelista británico. De familia escocesa, estudió en las universidades de Stonyhurst y de Edimburgo, donde concluyó la carrera de Medicina. Entre 1882 y 1890 ejerció como médico en Southsea (Inglaterra). En 1887 publica Estudio en escarlata, que se convertiría en el primero de los sesenta y ocho relatos en los que aparece uno de los detectives literarios más famosos de todos los tiempos, Sherlock Holmes. En un momento de auténtica inspiración, basándose en el modelo de don Quijote y Sancho que tantos novelistas han utilizado, el autor creó al doctor Watson, un médico leal pero intelectualmente torpe que acompaña a Holmes y escribe sus aventuras. En julio de 1891 empezó a publicar en la revista Strand Magazine las andanzas de su personaje.

1

EL SEÑOR SHERLOCK HOLMES

El señor Sherlock Holmes, que por lo general se levantaba muy tarde, excepto en las frecuentes ocasiones en que pasaba en vela toda la noche, estaba sentado a la mesa del desayuno. Yo me hallaba de pie junto a la chimenea y recogí el bastón que nuestro visitante había olvidado la noche anterior. Era sólido, de madera de buena calidad, con la cabeza en forma de bulbo, del tipo conocido como «bastón de Penang». Justo debajo del puño había una ancha placa de plata, de casi una pulgada, con la inscripción «A James Mortimer, M.R.C.S., de sus amigos del C.C.H.», y con la fecha «1884». Era el clásico bastón que solían llevar los médicos de cabecera chapados a la antigua: digno, sólido y tranquilizador.

—Bien, Watson, ¿qué me dice usted de él?

Holmes estaba sentado de espaldas a mí, y yo no había dado indicios de lo que me ocupaba.

—¿Cómo sabe lo que estoy haciendo? A veces parece que tenga usted ojos en la nuca.

—Lo que tengo es una cafetera plateada y bien bruñida delante de mí —dijo—. Pero dígame, Watson, ¿qué deduce usted del bastón de nuestro visitante? Ya que tuvimos la mala suerte de no estar aquí cuando él vino e ignoramos el motivo de su visita, este objeto que nos dejó como recuerdo adquiere cierta importancia. Veamos cómo reconstruye usted el personaje a través del examen de su bastón.

—Me parece —empecé, siguiendo en la medida de lo posible los métodos de mi compañero— que el doctor Mortimer es un próspero médico entrado en años, muy apreciado por quienes le conocen, ya que le han dado esta muestra de su estima.

—¡Bien! —exclamó Holmes—. ¡Excelente!

—También me parece probable que se trate de un médico rural, que realiza gran parte de sus visitas a pie.

—¿Por qué?

—Porque este bastón, que de nuevo debía de ser muy bonito, está ahora tan usado que me cuesta imaginar a un médico de ciudad utilizándolo. La gruesa contera de hierro se ha desgastado y eso prueba que se ha caminado mucho con él.

—¡Buen razonamiento! —dijo Holmes.

—Tenemos además la inscripción «amigos del C.C.H.». Juraría que se trata de una asociación de caza local, a cuyos miembros prestaba seguramente asistencia médica y que le han correspondido con un pequeño obsequio.

—Watson, de veras se está usted superando a sí mismo —dijo Holmes, mientras empujaba su silla hacia atrás y encendía un cigarrillo—. Debo confesar que, en todas las ocasiones en las que ha reseñado usted mis pequeños éxitos, subestima su propia habilidad. Tal vez no sea particularmente brillante, pero abre camino a la brillantez de los demás. Hay personas que, sin ser ellas mismas geniales, poseen un extraordinario poder para estimular la genialidad. Confieso, querido amigo, que estoy en deuda con usted.

Nunca antes me había dicho nada parecido, y debo admitir que sus palabras me complacieron mucho, porque a menudo me había ofendido la indiferencia que Holmes mostraba ante la admiración que yo sentía por él y ante mis intentos de dar publicidad a sus métodos. También me enorgullecía pensar que yo había aprendido su sistema hasta el punto de poder aplicarlo de modo que mereciera su aprobación. Ahora Holmes me cogió el bastón de las manos y lo examinó unos instantes a simple vista. Después, con una expresión que reflejaba su interés, dejó el cigarrillo, se aproximó a la ventana y observó de nuevo el bastón con una lente convexa.

—Interesante, aunque elemental —dijo, mientras regresaba a su rincón favorito del sofá—. Desde luego hay una o dos indicaciones en el bastón que nos ofrecen base suficiente para extraer algunas deducciones.

—¿Se me ha escapado algo? —pregunté con cierta petulancia—. Espero no haber omitido nada importante.

—Me temo, querido Watson, que la mayor parte de sus conclusiones son equivocadas. Con franqueza, cuando le dije que usted me estimula, lo que quise expresar es que a veces sus errores me han guiado hacia la verdad. No es que en este caso esté usted por entero equivocado. El hombre es, en efecto, médico rural y camina mucho.

—Entonces tenía yo razón.

—En eso, sí.

—Pero... eso es todo.

—No, no, querido Watson, eso no es todo. Yo apuntaría, por ejemplo, que es más probable que el obsequio a un médico proceda de un hospital que de una asociación de caza, y que si colocamos las iniciales «C.C.» antes de la «H» (que significa «hospital» y no «caza»), las palabras «Charing Cross» surgen por sí solas.

—Tal vez lleve usted razón.

—Todas las probabilidades apuntan en esta dirección y, si tomamos esto como una hipótesis de trabajo, disponemos de una nueva base sobre la que iniciar la reconstrucción de nuestro visitante desconocido.

—Bien. Suponiendo que «C.C.H.» corresponda a «Charing Cross Hospital», ¿a qué otras conclusiones podemos llegar?

—¿A usted no se le ocurre ninguna? Conoce mis métodos. ¡Aplíquelos!

—Solo puedo llegar a la obvia conclusión de que este hombre ejerció en la ciudad antes de irse al campo.

—Creo que podemos llegar bastante más lejos. Mírelo desde este punto de vista. ¿En qué ocasión sería más probable que se hiciera ese tipo de obsequio? ¿En qué ocasión se reunirían sus amigos para ofrecerle esta muestra de afecto? Obviamente, en el momento en que el doctor Mortimer abandonó el hospital para establecer su propia consulta. Sabemos que hubo un obsequio. Creemos que hubo un traslado desde un hospital de ciudad hacia una consulta rural; ¿sería, por tanto, muy aventurado suponer que el regalo se hizo con ocasión de dicho traslado?

—Parece, desde luego, probable.

—Observará que no pudo pertenecer a la plantilla del hospital, ya que solo un hombre con un largo historial en la ciudad de Londres tendría acceso a esa categoría, y un hombre así no se iría a trabajar al campo. ¿Qué era, pues? Si estaba en el hospital y no formaba parte de la plantilla, solo podía tratarse de un practicante o de un vulgar médico de cabecera, poco más que un estudiante de los últimos cursos. Y, según la fecha que aparece en el bastón, abandonó el hospital hace cinco años. Por tanto, la imagen de un respetable y maduro médico de familia se desvanece, mi querido Watson, y surge un hombre de menos de treinta años, amable, sin ambiciones, distraído, y dueño de un perro que yo describiría someramente como más grande que un terrier y menos que un mastín.

Reí con incredulidad, mientras Sherlock Holmes se recostaba en su sofá y lanzaba contra el techo pequeñas espirales de humo.

—En cuanto a la última parte, no dispongo de medios para ponerla a prueba —dije yo—. Pero, en cambio, no es difícil averiguar algunos detalles acerca de su edad y su carrera.

Extraje de mi pequeño estante de temas médicos el Directorio Médico y busqué el nombre. Había varios Mortimer, pero solo uno podía ser nuestro visitante. Leí en voz alta la referencia.

«Mortimer, James, M.R.C.S., 1882, Grimpen, Dartmoor, Devon. Médico interno del Charing Cross Hospital de 1882 a 1884. Ganó el premio Jackson de Patología Comparada por un ensayo titulado ¿Es la enfermedad una regresión? Miembro correspondiente de la Sociedad Sueca de Patología. Autor de «Algunas anomalías del atavismo» (Lancet, 1882) y de «¿Existe, en realidad, el progreso?»,(Journal of Psychology, marzo de 1883). Médico titular de los distritos de Grimpen, Thorsley y High Barrow.»

—Aquí no habla en absoluto de una asociación de caza, Watson —dijo Holmes con una malévola sonrisa—, pero sí de un médico rural, como usted observó con tanta perspicacia. Creo que mis deducciones quedan demostradas. En cuanto a las calificaciones, recuerdo haber dicho que era un joven amable, distraído y sin ambiciones. Según mi experiencia, solo los hombres amables reciben homenajes, solo un hombre sin ambición ninguna abandona una carrera en Londres para irse al campo, y solo alguien muy distraído dejaría su bastón y no su tarjeta de visita después de esperar una hora en nuestra sala.

—¿Y el perro?

—El perro tiene la costumbre de seguir a su amo con el bastón en la boca. Como se trata de un bastón pesado, el perro lo sujeta fuertemente por el centro, y las marcas de los dientes son bien visibles. La mandíbula del animal, según se aprecia por la distancia entre estas marcas, es en mi opinión demasiado ancha para un terrier pero no lo suficiente para un mastín. Podría tratarse de..., ¡por Júpiter!, se trata de un spaniel de pelo rizado.

Mientras hablaba, se había levantado y deambulaba por la habitación. Ahora se detuvo ante el vano de la ventana. Había tal convicción en su voz que levanté la mirada sorprendido.

—¿Cómo puede estar tan seguro, amigo mío?

—Por la sencilla razón de que estoy viendo al perro con mis propios ojos en el portal de nuestra casa. Y aquí tenemos el ruido de la campanilla que ha hecho sonar el propietario del perro. Por favor, Watson, no se mueva. Es su colega, y la presencia de usted puede serme útil. Ha llegado uno de esos momentos teatrales del destino, en que se oyen unos pasos en la escalera que van a introducirse en nuestra vida, y no sabemos si será para bien o para mal. ¿Qué pretende el doctor James Mortimer, hombre de ciencia, del especialista en crímenes Sherlock Holmes?

El aspecto de nuestro visitante me sorprendió, porque esperaba ver al típico médico rural. Era un hombre muy alto y delgado, con una nariz aguileña que recordaba el pico de un ave, situada entre dos atentos ojos grises, muy juntos y brillantes tras un par de gafas con montura de oro. Vestía de forma adecuada a su profesión, pero desaliñada, ya que su levita estaba ajada y los bajos de los pantalones raídos. A pesar de ser muy joven, estaba cargado de hombros y caminaba con la cabeza hacia delante y con el aire de quien pide general benevolencia. En cuanto entró en la sala, sus ojos cayeron sobre el bastón que Holmes sostenía en la mano y se precipitó hacia él con un grito de júbilo.

—¡Cuantísimo me alegro! —gritó—. No estaba seguro de si lo había dejado aquí o en la Oficina de Navegación. No quisiera perder este bastón por nada del mundo.

—Veo que se trata de un regalo que le hicieron con motivo de un homenaje —dijo Holmes.

—Sí, señor.

—¿Del Charing Cross Hospital?

—De unos amigos de allí, con ocasión de mi boda.

—¡Vaya! ¡Esto no está nada bien! —exclamó Holmes sacudiendo la cabeza.

El doctor Mortimer, ligeramente sorprendido, parpadeó detrás de los cristales de sus gafas.

—¿Nada bien? ¿Por qué?

—Solo porque ha desbaratado nuestras pequeñas deducciones. Dice que con motivo de su boda, ¿no?

—Así es. Me casé, y en consecuencia abandoné el hospital y todas mis esperanzas de abrir una consulta de especialista. Fue necesario crear mi propio hogar.

—Bien, bien... A fin de cuentas, no andábamos tan desencaminados —dijo Holmes—. Y ahora, doctor James Mortimer…

—«Señor.» Solo «señor»… Un humilde miembro del Colegio de Médicos.

—Y, evidentemente, un hombre de mente precisa.

—Un mero aficionado de la ciencia, señor Holmes, un recolector de conchas en las playas del inmenso océano de lo desconocido. Supongo que estoy hablando con el señor Sherlock Holmes y con...

—Este es mi amigo el doctor Watson.

—Encantado de conocerle, señor Watson. He oído su nombre asociado al de su amigo. Estoy muy interesado en usted, señor Holmes. No esperaba un cráneo tan dolicocéfalo ni un desarrollo tan marcado de los supraorbitales. ¿Le importaría que pasara el dedo por su fisura parietal? Un molde de su cráneo, hasta que esté disponible el original, supondría una gran aportación para cualquier museo antropológico. No quiero excederme, pero confieso que codicio su cráneo.

Sherlock Holmes indicó a nuestro extraño visitante que tomara asiento.

—Veo que es usted tan entusiasta dentro de su línea de estudios como yo dentro de la mía —dijo—. Su dedo índice me indica que suele liar cigarrillos. Por favor, no vacile en encender uno.

El hombre sacó papel y tabaco y lio un cigarrillo con sorprendente destreza. Tenía unos dedos largos y vibrátiles, ágiles e inquietos como las antenas de un insecto.

Holmes permaneció en silencio, pero sus miradas breves e incisivas denunciaban a las claras el interés que nuestro curioso visitante despertaba en él.

—Imagino —dijo por fin— que el honor de sus visitas de ayer y de hoy no obedece solamente al examen de mi cráneo.

—No, señor, no. Aunque me alegra haber tenido oportunidad de llevarlo a cabo. He venido a verle, señor Holmes, porque reconozco que soy un hombre poco práctico y porque de repente me veo enfrentado a un problema de lo más serio y extraordinario. Y reconociendo, como reconozco, que es usted el segundo experto en Europa...

—¡Vaya! ¿Puedo preguntarle quién tiene el honor de ser el primero? —preguntó Holmes con cierta aspereza.

—A un hombre de mente estrictamente científica debe atraerle con fuerza el trabajo de monsieur Bertillon.

—En tal caso, ¿no sería mejor consultarle a él?

—He hablado de la mente estrictamente científica. Pero es por todos sabido que, como hombre práctico, usted es único. Espero, señor, no haberle involuntariamente...

—Solo un poco —reconoció Holmes—. Creo, doctor Mortimer, que lo mejor que puede hacer es tener la amabilidad de exponerme sin rodeos la índole del problema sobre el cual desea pedirme ayuda.

2

LA MALDICIÓN DE LOS BASKERVILLE

—Tengo un manuscrito en el bolsillo —dijo el doctor James Mortimer.

—Lo he notado al entrar usted en la habitación —dijo Holmes.

—Es un manuscrito antiguo.

—Principios del siglo xviii, a menos que se trate de una falsificación.

—¿Cómo lo sabe?

—Mientras usted hablaba, me ha estado mostrando un par de pulgadas del mismo. Si yo no pudiera, década más o menos, señalar la fecha de un documento, sería un experto bastante deficiente. Tal vez haya leído usted mi pequeña monografía sobre el tema. Diría que su manuscrito data de 1730.

—La fecha exacta es 1742 —el doctor Mortimer lo extrajo del bolsillo de su levita—. Este documento de familia me fue confiado por sir Charles Baskerville, cuya repentina y trágica muerte hace tres meses originó tanto revuelo en Devonshire. Puedo afirmar que yo era un amigo personal además de su médico de cabecera. Se trataba de un hombre enérgico, perspicaz, práctico y tan poco imaginativo como yo. No obstante, se tomaba este documento muy en serio, y su mente estaba preparada para el final que, en efecto, tuvo.

Holmes alargó la mano para coger el manuscrito y lo alisó sobre su rodilla.

—Observará, Watson, que la «s» larga alterna con la corta. Es uno de los indicios que me ha permitido fechar el documento.

Atisbé, por encima de su hombro, el papel amarillento y la escritura borrosa. En el encabezamiento se leía: «Mansión Baskerville», y debajo, en grandes números historiados: «1742».

—Parece una especie de documento.

—Sí, trata de una antigua leyenda relacionada con la familia Baskerville.

—Pero imagino que usted quiere consultarme sobre algo más reciente y más real.

—De suma actualidad. Una cuestión extremadamente real y apremiante, que debe decidirse en veinticuatro horas. Pero el manuscrito es breve y está íntimamente ligado con el problema. Si me lo permiten, voy a leérselo.

Holmes se recostó en su asiento, unió las yemas de los dedos y cerró los ojos con aire resignado. El doctor Mortimer acercó el documento a la luz y leyó, con voz aguda y a trechos entrecortada, la siguiente narración extraña y remota.

«Se han dado muchas interpretaciones acerca del origen del perro de los Baskerville, pero en mi calidad de descendiente en línea directa de Hugo Baskerville, y por haber escuchado esta historia de labios de mi padre, quien a su vez la escuchó del suyo, la escribo con el pleno convencimiento de que todo ocurrió exactamente como paso a relatarlo. Y me gustaría que creyerais, hijos míos, que la misma justicia que castiga el pecado puede también graciosamente perdonarlo, y que no existe maldición tan grave que no pueda ser eliminada mediante la oración y el arrepentimiento. Aprended, por tanto, de esta historia, no a temer los frutos del pasado, sino a ser más circunspectos en el futuro, para que las locas pasiones que han azotado tan atroz y cruelmente a nuestra familia no vuelvan a ser una vez más nuestra perdición.

»Sabed, pues, que en tiempos de la Gran Rebelión (cuya historia, escrita por el docto lord Clarendon, os recomiendo encarecidamente) era dueño de esta propiedad Hugo Baskerville, y no puede ocultarse que se trataba del hombre más desenfrenado, soez e impío que quepa imaginar. Todo esto, a decir verdad, podrían habérselo perdonado los habitantes del lugar, dado que no abundaban precisamente por allí los santos. Pero había además en él cierto gusto gratuito por la crueldad que hizo su nombre paradigmático en toda la parte occidental de la comarca. Un buen día Hugo se enamoró (si cabe aplicar a una pasión tan oscura como la suya una palabra tan radiante) de la hija de un pequeño terrateniente, cuyas tierras lindaban con las propiedades de los Baskerville. Pero la doncella, que era discreta y gozaba de buena reputación, le evitaba siempre, asustada por su terrible fama. Ocurrió que, un día de San Miguel, el tal Hugo, con cinco o seis de sus compañeros ociosos y desalmados, se dirigieron secretamente a la granja y secuestraron a la muchacha, estando, como ellos bien sabían, ausentes su padre y sus hermanos. Una vez llegados a la mansión, la encerraron en una estancia del primer piso, mientras Hugo y sus amigos iniciaban una larga francachela, como solían hacer todas las noches. La pobre joven estaba a punto de enloquecer al oír las canciones, gritos y terribles blasfemias que llegaban desde la planta baja, pues se dice que las palabras que utilizaba Hugo Baskerville cuando estaba borracho hubieran debido fulminar a quien las pronunciaba. Finalmente, impulsada por el pánico, ella hizo algo a lo que tal vez no se hubiera atrevido el más valiente y ágil de los hombres, pues, con la ayuda de la hiedra que cubría, y todavía cubre, el muro sur, se descolgó hasta el suelo y se puso en camino hacia la granja de su padre, a través de las tres leguas de páramo que median entre ésta y la mansión.

»Sucedió que un poco más tarde Hugo dejó a sus invitados con el propósito —y tal vez con otros propósitos peores— de llevarle comida y bebida a su prisionera, y se encontró con que la jaula estaba vacía y el pájaro había volado. Parece que entonces se apoderó de él el mismísimo diablo, porque bajó corriendo las escaleras hasta el comedor, saltó encima de la mesa, haciendo volar por el aire jarros y fuentes, y juró a gritos delante de todos que aquella misma noche entregaría cuerpo y alma a las Fuerzas del Mal si conseguía dar alcance a la muchacha y, aunque aquellos tipos disolutos quedaron espantados ante la furia de Hugo, uno de ellos, más malvado o acaso más borracho que los demás, propuso lanzar a los perros de caza tras ella. Entonces Hugo se precipitó fuera de la casa, ordenó gritando a sus criados que ensillaran su yegua y soltaran la jauría, y arrojó a los perros un pañuelo de la muchacha, que los puso sobre su pista e hizo que los animales se lanzaran aullando al páramo inundado por la luz de la luna.

»Durante unos instantes, los depravados juerguistas quedaron petrificados, sin acabar de entender lo que a tanta velocidad había acontecido ante sus ojos. Pero luego sus embotadas mentes previeron lo que con toda probabilidad iba a tener lugar en el páramo. Se armó un alboroto general; unos pedían sus armas, otros sus caballos, y algunos una jarra de vino. Finalmente, no obstante, sus enloquecidas mentes recobraron un ápice de sensatez, y todos ellos, trece en total, montaron en sus caballos e iniciaron la persecución. La luna brillaba radiante sobre sus cabezas y cabalgaron a galope tendido, siguiendo la ruta que la doncella tenía que haber tomado forzosamente para regresar a su casa.

»Habían recorrido un par de millas, cuando pasaron junto a uno de los pastores que guardan el ganado durante la noche, y le preguntaron a gritos si había visto la presa a la que daban caza. Cuenta la historia que el hombre estaba tan paralizado por el miedo que apenas podía hablar, pero acabó diciendo que sí había visto a la infeliz doncella y a los perros que seguían su rastro. “Pero he visto algo más” agregó, “porque Hugo Baskerville cruzó junto a mí, montado en su yegua negra, y tras él corría en silencio un perro infernal, que no quiera Dios vea yo nunca pisándome los talones”. Al oír estas palabras, los caballeros maldijeron al pastor y siguieron su camino. Pero muy pronto se les heló la sangre en las venas, porque oyeron los cascos de un caballo al galope e inmediatamente después pasó junto a ellos, cubierta de blanca espuma, la yegua negra de Hugo, con las riendas arrastrando por el suelo y la silla vacía. Los juerguistas, invadidos por el espanto, arrimaron unas a otras sus monturas, pero, sin embargo, siguieron cabalgando por el páramo, a pesar de que cualquiera de ellos, de haber estado solo, hubiera vuelto grupas encantado. Avanzando de esta guisa, y más despacio, llegaron por fin al lugar donde estaba la jauría. Los perros, famosos por su valor y por la pureza de su raza, se apelotonaban ahora gimoteantes al inicio de una hondonada. Unos trataban de escabullirse y retroceder; otros miraban con el pelaje erizado y los ojos desorbitados el estrecho valle que se abría ante ellos. Los jinetes —menos borrachos, como es fácil entender, que al comienzo de la cacería— se detuvieron. La mayor parte de ellos se negó a seguir adelante, pero tres, los más audaces, o tal vez los más ebrios, lanzaron sus caballos pendiente abajo, hasta desembocar en un espacio amplio, donde se alzaban dos de esas grandes piedras —que aún perduran hoy en día— erguidas en la Antigüedad por pueblos olvidados.

»La luna iluminaba el paraje, y en el centro yacía la infeliz doncella, allí donde había caído, muerta de miedo y de fatiga. Pero no fue ver su cuerpo, ni siquiera ver el cuerpo de Hugo Baskerville yaciendo cerca de ella, lo que hizo que a los tres depravados bravucones se les erizaran los cabellos; fue que encima de Hugo y desgarrándole la garganta había una espantosa criatura, una enorme bestia negra en forma de perro, pero más grande que ningún perro que ojos mortales hubieran visto jamás. Y, mientras estaban allí mirando, aquel ser espantoso arrancó la garganta de Hugo Baskerville y, cuando volvió sus ojos llameantes y sus mandíbulas ensangrentadas hacia ellos, los tres gritaron despavoridos y huyeron a galope por el páramo sin dejar de lanzar alaridos. Se cuenta que uno de ellos murió aquella misma noche a consecuencia de lo que había visto, y que los otros dos no fueron sino desechos humanos durante el resto de sus vidas.

»Esta es la historia, hijos míos, de la aparición del perro que desde entonces ha acosado tan cruelmente a nuestra familia. La he escrito porque aquello que conocemos con claridad nos aterroriza menos que aquello que intuimos o fantaseamos. No cabe negar que muchos miembros de nuestra familia han sufrido muertes desdichadas, unas muertes repentinas, sangrientas y misteriosas. Tal vez podamos confiar, sin embargo, en la infinita bondad de la Providencia, que, según consta en las Sagradas Escrituras, no castigará a seres inocentes más allá de la tercera o cuarta generación. A esta Providencia, hijos míos, os encomiendo ahora, y os aconsejo que, como medida de precaución, os abstengáis de cruzar el páramo durante las horas oscuras en que triunfan las Fuerzas del Mal.

(De Hugo Baskerville a sus hijos Rodger y John, con la recomendación de que no transmitan nada de su contenido a su hermana Elizabeth.)»

Cuando el doctor Mortimer terminó de leer aquella extraña historia, se levantó las gafas hasta la frente y clavó la mirada en Sherlock Holmes, que bostezó y arrojó al fuego la colilla de su cigarrillo.

—¿Y bien? —dijo.

—¿No lo encuentra usted interesante?

—Para un coleccionista de cuentos de hadas, sí lo es.

El doctor Mortimer se sacó del bolsillo un periódico doblado.

—Ahora, señor Holmes, le proporcionaré algo un poco más reciente. Aquí tenemos el Devon County Chronicle del 14 de mayo del presente año. Contiene un breve resumen de los datos conocidos acerca de la muerte de sir Charles Baskerville, que había tenido lugar unos días antes.

Mi amigo se inclinó hacia delante y la expresión de su rostro se hizo más atenta. Nuestro visitante se colocó bien las gafas y comenzó a leer.

«El reciente y repentino fallecimiento de sir Charles Baskerville, cuyo nombre había sido mencionado como probable candidato liberal de Mid-Devon para las próximas elecciones, ha consternado a todo el condado. A pesar de que sir Charles ha residido en la Mansión de los Baskerville un periodo de tiempo relativamente breve, su simpatía y su extremada generosidad le habían granjeado la estima y el respeto de cuantos le conocían. En esta época de nouveaux riches, es reconfortante encontrar un caso en que el vástago de una antigua familia del condado que ha sufrido reveses de fortuna es capaz de enriquecerse por sí mismo fuera de aquí y de regresar a la tierra de sus antepasados para restablecer el perdido esplendor de su linaje. Sir Charles, como es bien sabido, ganó grandes sumas de dinero especulando en Sudáfrica, pero, más prudente que aquellos que siguen el juego hasta que gira la rueda de la fortuna y se pone contra ellos, recogió sus ganancias y regresó con ellas a Inglaterra. Han transcurrido solo dos años desde que estableció su residencia en la Mansión de los Baskerville, y son por todos conocidos los proyectos y mejoras que se han visto truncados por su muerte. Dado que no tenía hijos, Sir Charles había expresado públicamente sus deseos de que la comarca entera se beneficiara, estando él todavía con vida, de su buena suerte, y son muchas las personas que tendrán motivos personales para lamentar su prematuro fallecimiento. Estas columnas se han hecho eco con frecuencia de sus generosos donativos a obras benéficas locales o del condado.

»No puede decirse que las circunstancias relacionadas con el fallecimiento de sir Charles hayan quedado completamente aclaradas en la investigación judicial, pero, al menos, lo han sido lo suficiente para acallar los rumores que había suscitado una superstición local. No hay razones para sospechar la existencia de un delito, ni para suponer que la muerte no se debiera a causas naturales. Sir Charles era viudo, y en algunos aspectos era tal vez un poco excéntrico. A pesar de su considerable fortuna, tenía unos gustos sencillos y la servidumbre de la Mansión de los Baskerville consistía en un matrimonio llamado Barrymore: el marido en calidad de mayordomo, y la esposa en calidad de ama de llaves. Su testimonio, corroborado por el de varios amigos, ponía de manifiesto que la salud de sir Charles no era muy buena desde hacía algún tiempo, y hacía especial hincapié en una dolencia cardiaca, que se manifestaba en cambios de color, dificultades respiratorias y agudas crisis depresivas. El doctor James Mortimer, amigo y médico de cabecera del difunto, ha testificado en el mismo sentido.

»Los hechos del caso son sencillos. Sir Charles Baskerville solía, antes de acostarse, dar todas las noches un paseo por el famoso Sendero de los Tejos de la Mansión de los Baskerville. El testimonio de los Barrymore confirma esta costumbre. El 4 de mayo, sir Charles manifestó su intención de viajar a Londres al día siguiente, y ordenó a Barrymore que le preparara el equipaje. Aquella noche salió a dar su habitual paseo nocturno, durante el cual solía fumarse un cigarro. Nunca regresó. A las doce, Barrymore, al encontrar la puerta del vestíbulo aún abierta, se alarmó y, tras encender una linterna, salió en busca de su señor. El día había sido lluvioso y fue fácil seguir las huellas de sir Charles por el Sendero de los Tejos. A la mitad de este recorrido hay un portillo que da al páramo. Había indicios de que sir Charles se había detenido allí un rato. El mayordomo siguió adelante y en el extremo más alejado de la mansión encontró el cadáver. Uno de los hechos que quedan todavía sin explicar es que, según la declaración de Barrymore, las huellas de su señor cambiaban de aspecto al rebasar el portillo que daba al páramo, y que a partir de allí parecía que hubiera andado de puntillas. Un tal Murphy, un gitano tratante de caballos, se encontraba en esos momentos en el páramo, a poca distancia, aunque, según su propia confesión, estaba borracho. Murphy declara que oyó unos gritos, pero no logra determinar de qué dirección procedían. No se encontraron señales de violencia en el cuerpo de sir Charles, y, a pesar de que el informe del médico indica que el rostro presentaba una distorsión inverosímil —tan grande que el doctor Mortimer se resistió a creer en un primer momento que el cuerpo que se hallaba ante él fuera el de su amigo y paciente—, se dijo que este síntoma no es inhabitual en ciertos casos de disnea y de muerte por agotamiento cardiaco. Esta explicación fue confirmada por la autopsia, que reveló la presencia de una enfermedad crónica, y, en la vista del juez de instrucción, el jurado coincidió con los médicos. Nos complace que haya sido así, porque es, evidentemente, de suma importancia que el heredero de sir Charles se instale en la mansión y prosiga la encomiable tarea que ha sido de forma tan cruel interrumpida. Si las prosaicas conclusiones del juez de instrucción no hubieran puesto fin a las románticas historias que corrían en relación a estos sucesos, podría haber resultado difícil encontrar un nuevo inquilino para la Mansión de los Baskerville. Tenemos noticia de que el pariente más próximo de sir Charles es el señor Henry Baskerville, hijo de su hermano menor, en caso de que todavía siga con vida. La última vez que se supo de él, se encontraba en Estados Unidos, y se están iniciando las averiguaciones pertinentes para informarle de su cambio de fortuna.»

El doctor Mortimer volvió a doblar el periódico y se lo guardó en el bolsillo.

—Estos son, señor Holmes —dijo—, los hechos relacionados con la muerte de sir Charles Baskerville publicados por la prensa.

—Tengo que agradecerle —dijo Sherlock Holmes— que haya llamado mi atención sobre un caso que presenta ciertamente rasgos interesantes. Recuerdo haber leído, en su momento, alguna referencia en los periódicos, pero estaba enfrascado en el asunto de los camafeos del Vaticano y, arrastrado por mi deseo de complacer a Su Santidad, perdí contacto con algunos casos muy interesantes de nuestro país. ¿Dice usted que este artículo contiene todos los datos que son de dominio público?

—Así es.

—En tal caso, infórmeme acerca de los privados.

Sherlock Holmes se recostó en el sofá, unió las puntas de los dedos y adoptó su expresión más impasible y justiciera.

—Al hacerlo —dijo el doctor Mortimer, que había empezado a mostrar síntomas de intensa emoción—, les contaré algo que no he revelado a nadie. Mis razones para ocultarlo durante la investigación al juez de instrucción son que un hombre de ciencia no quiere apoyar públicamente algo que, en apariencia, podría fomentar una superstición popular. Además hay otro motivo. La Mansión de los Baskerville quedaría, tal como el periódico sugiere, ciertamente sin inquilino si contribuyéramos de algún modo a empeorar su ya de por sí pésima y siniestra reputación. Por ambas razones, me ha parecido justificado declarar bastante menos de lo que sabía, dado que no iba a obtener al hacerlo ningún beneficio práctico. Pero no veo motivo alguno para no ser completamente franco con usted.

»El páramo está escasamente habitado, y los pocos vecinos con que cuenta mantienen un trato muy estrecho. Por esta razón, yo veía a menudo a sir Charles Baskerville. Si exceptuamos al señor Frankland, de la Mansión Lafter, y al señor Stapleton, el naturalista, no hay en muchas millas a la redonda otras personas cultas. Sir Charles era un hombre reservado, pero su enfermedad dio ocasión a que nos tratáramos, y nuestro común interés por la ciencia nos mantuvo unidos. Sir Charles había traído mucha información científica de Sudáfrica y pasamos juntos muchas veladas agradables conversando sobre la anatomía comparada de los bosquimanos y los hotentotes.

»En el transcurso de los últimos meses advertí, cada vez con mayor claridad, que el sistema nervioso de sir Charles alcanzaba una tensión próxima al punto de ruptura. Se había tomado enormemente en serio la leyenda que acabo de leerles... Hasta el punto de que, aunque paseaba por los terrenos de su propiedad, nada en el mundo le habría impulsado a asomarse al páramo durante la noche. Por increíble que a usted le parezca, señor Holmes, estaba sinceramente convencido de que pesaba sobre su familia un destino terrible, y, a decir verdad, la información que él tenía de sus antecesores no invitaba al optimismo. Le perseguía constantemente una aparición terrible, y me preguntó en más de una ocasión si, en el transcurso de mis idas y venidas como médico, no había visto por las noches algún animal extraño, o si no había oído los ladridos de un perro. Esta última pregunta me la hizo varias veces, y siempre con una voz vibrante de excitación.