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Joseph Fadelle

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Beschreibung

Durante el servicio militar, Mohammed, un joven musulmán iraquí miembro de una importante familia chiíta, descubre con espanto que su compañero de cuarto es cristiano. Entre ambos hombres surge una relación paradójica, de la que Mohammed saldrá transformado. De vuelta a la vida civil, mantiene un único deseo: convertirse al cristianismo. ¡Una auténtica locura, impensable entre sus familiares y allegados! En el islam el cambio de religión constituye un crimen.Su familia es capaz de todo con tal de hacerle desistir, aunque en vano. A las amenazas y los golpes les suceden la prisión y las torturas. Mohammed, convertido en Joseph una vez bautizado, vive un largo calvario, pero no cede un milímetro. Se dicta una fatwa contra él, y sus hermanos le disparan en plena calle. Herido de gravedad, Mohammed se desploma en el suelo… El precio a pagar es una historia verídica.

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Veröffentlichungsjahr: 2015

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Índice

 

 

 

 

 

El precio a pagar

Índice

I. Conversión

Massoud

La llamada

Soledad

Fatwa

La prueba

Una fiesta triste

II. Éxodo

«La Iglesia te pide que te marches»

Preparativos secretos

Despedidas

En el exilio

En alerta

Bautismo

«El celo de tu casa me consume»

Estado de gracia

Fratricidio

De huida en huida

Un respiro

Adiós a Oriente

Viático

«El francés, el idioma de Dios»

Epílogo

Créditos

 

 

 

 

 

«¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? Como dice la Escritura: “Por tu causa somos llevados a la muerte todo el día, somos considerados como ovejas destinadas al matadero”. Pero en todas estas cosas vencemos con creces gracias a aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro».

 

(Rom 8, 35-39)

 

 

 

 

 

Amman, 22 de diciembre de 2000

 

—Tu enfermedad se llama Cristo y no tiene remedio. Nunca podrás curarte…

Mi tío Karim saca un revólver y me apunta al pecho. Contengo la respiración. Detrás de él cuatro hermanos míos me desafían con la mirada. Estamos solos en medio de este valle desierto.

Ni siquiera en este momento me lo puedo creer. ¡No! Me niego a creer que los miembros de mi propia familia, incluido este tío mío a quien tanto favorecí en el pasado, puedan tener de verdad la intención de matarme. ¿Cómo es posible que hayan llegado a odiarme hasta ese punto, a mí, que soy de su misma sangre, que he jugado de niño con ellos y me he alimentado con la misma leche? No lo comprendo…

 

Tampoco soy capaz de entender que sea precisamente Karim, mi tío preferido, quien me esté amenazando en este instante. ¡Cuántas veces le he salvado de la intransigencia de mi padre, el jefe del clan familiar…!

¿Por qué? ¿Por qué no se limitan a aceptar mi nueva vida? ¿Por qué quieren obligarme a ser otra vez uno de ellos?

Poco a poco, aterrado, empiezo a comprender: están dispuestos a todo con tal de recuperarme a mí, el heredero de la tribu Moussaoui, el favorito. Me viene a la memoria el principio de esta escena insólita:

—Tu padre está enfermo —ha empezado Karim— e insiste en que vuelvas. Me ha encargado decirte que quiere olvidar el pasado y todo lo ocurrido.

Mis hermanos no escatiman promesas de parte de mi padre: un simple «sí» y recupero casa, coches, dinero… A cambio, yo me olvido de todo lo que me han hecho sufrir.

¿Cómo olvidar…? Y, además, la cuestión no es simplemente olvidar: ¡se trata de mi fe!

—No puedo volver a Irak. Estoy bautizado.

—¿Bautizado? ¿Y eso qué es?

Ahora soy cristiano: mi vida ha cambiado. No puedo dar marcha atrás. Ya no me llamo Mohammed, mi antiguo nombre no significa nada para mí, pero está claro que no lo entienden. Para ellos el problema tiene fácil solución: el dinero; todo depende de la suma que se pacte. No obstante, sus tentativas chocan contra un muro: me niego a ser musulmán. Para ellos soy un apóstata.

 

Ya llevamos tres horas discutiendo aquí, en el arcén de esta carretera desierta, y no hemos avanzado ni un milímetro: todos seguimos anclados en nuestras posiciones. Estoy nervioso y agotado por las preguntas con que me acosan.

De repente sube el tono y la agresividad se hace palpable y amenazante:

—Si no quieres venir con nosotros, te mataremos: tu cadáver será repatriado y tu mujer y tus hijos se morirán de hambre y acabarán volviendo a casa.

Por un instante olvido la angustiosa situación en la que me encuentro y esbozo una leve sonrisa interior velada de tristeza: ¿cómo podría un chiíta iraquí imaginar siquiera que una mujer árabe sea capaz de ganarse la vida por sus propios medios y sin la ayuda de un hombre?

A falta de argumentos, la mirada de mi tío Karim se tiñe de odio y sus rasgos se endurecen.

—Te han debido de lavar el cerebro —asegura con frialdad.

Noto que también él está harto y sin ganas de seguir discutiendo. Llegados a este punto, sólo le queda una solución radical: la ley islámica, la charia.

—Conoces nuestra ley, sabes que se ha dictado una fatwa contra ti que ordena tu muerte si no te conviertes otra vez en un buen musulmán como nosotros, ¡como lo eras antes!

Siento náuseas y mi estómago se cierra aún más. Sé lo que va a ocurrir. Al recordarme mi sentencia de muerte, Karim se ve obligado a llegar hasta el final para evitar que le tengan por infiel o —lo que es peor— por renegado. Mi tabla de salvación se acaba de esfumar. Enfrentado a lo inevitable, estallo:

—¡Si quieres matarme, hazlo! Vosotros habéis venido armados y por la fuerza y yo quiero hablar con la razón. Leed el Corán y luego el Evangelio y entonces podremos discutir… ¡No creo que tengas el valor de pegarme un tiro!

El miedo y la ira me han hecho hablar demasiado deprisa. ¿Qué gano con esta provocación, tan desesperada como ese último desafío que un condenado a muerte lanza ante el pelotón de ejecución? Tal vez haya pensado que, al ser extranjeros en este país, tratarán de evitar que el ruido ponga a nadie sobre aviso, arriesgándose a que los detengan.

 

La detonación es ensordecedora y se extiende por todo el valle. ¿Cuál es el milagro que hace que Karim no acierte? Oigo en mi interior una voz femenina que me susurra: «Ehroub —¡Huye!—». En ese momento no busco explicación a un suceso tan extraño: doy media vuelta y echo a correr como perseguido por las llamas.

Mientras corro oigo las balas silbar a mi alrededor. Son muchos los que apuntan contra mí y, a juzgar por la trayectoria de los proyectiles, que pasan rozándome, están dispuestos a acabar conmigo. Los segundos se convierten en siglos hasta que consigo alejarme lo suficiente para dejar de oír sus voces.

 

En plena carrera y con la cabeza puesta en el último minuto de vida que me queda, no siento el dolor provocado por la bala. Noto cómo mi pie sale disparado hacia arriba, como propulsado por una fuerza extraordinaria. Cuando me doy cuenta de lo que ocurre, me veo tumbado en el suelo cubierto de barro y noto correr por mi pierna un líquido caliente, pero estoy empapado y soy incapaz de distinguir si se trata de lodo o de sangre. Mi último pensamiento es para constatar el silencio que me rodea. Seguramente al verme caer, las armas se han callado. Después pierdo el conocimiento.

I. CONVERSIÓN

 

 

 

 

 

Massoud

Basora (Irak), principios de 1987

 

Hace frío. Dejo atrás la inmensa vivienda que mi familia posee en Bagdad para dirigirme hacia el sur. Estoy decidido a no hacer más que una visita relámpago a este cuartel al que me conducen únicamente los caprichos de una administración en guerra.

Tengo veintitrés años y ningunas ganas de pasarme tres sirviendo a la bandera a cambio de un sueldo miserable, y menos aún para el régimen de Sadam, en mortal conflicto con la joven república islámica de Irán. Antes de partir he recibido de mi padre, Fadel-Ali, instrucciones tranquilizadoras: «Echas una ojeada, compruebas si es o no una zona expuesta al combate, vuelves y me informas para que yo pueda pedir la exención».

La solicitud de mi padre me resulta aún más conmovedora porque le he visto totalmente hundido, destrozado, a raíz de la muerte de mi hermano mayor, Azhar, fallecido en el curso de los bombardeos iraníes, y ello a pesar de haber pagado para que lo destinaran a una zona de bajo riesgo.

Después de esta tragedia, mi padre ha removido cielo y tierra con el fin de evitar que me suceda lo mismo a mí, la niña de sus ojos, el elegido de entre su numerosa descendencia como su sucesor y futura cabeza de la tribu. Durante algunos años su estrategia se ha demostrado eficaz. Gracias a su poderosa influencia, mi padre comenzó por falsificar mis documentos de identidad, retrasando dos años la fecha de mi nacimiento para ganarle algo de tiempo a la fatídica llamada.

Luego, cumplidos los dieciocho, no he acudido a un solo reemplazo del ejército gracias también a él, que se ha asegurado siempre el silencio de los mandos militares sirviéndose de su fortuna personal para facilitarles una buena casa, y ganándose la complicidad de un funcionario de la administración que todos los meses me proporciona los famosos pases indispensables para sortear los controles imprevistos de la policía. Desde que la guerra comenzó hace seis años, cualquier joven que circule libremente y sin uniforme por la calle es un desertor en potencia.

Pero llega un día en que el nuevo responsable de los destinos militares, más estricto y diligente que el anterior y plenamente decidido a acabar con el fraude, da al traste con la estratagema.

Mi padre, nunca falto de ideas, ha accedido a dejarme marchar al sur, a Basora, con el único objetivo de obtener el nombre de la tribu a la que pertenece el comandante y la esperanza de conseguir un nuevo arreglo merced al cual me declaren inútil.

 

Confortado por esta certeza y fiado de la influencia de mi familia, que se extiende a todo el país, a la hora de partir no cojo más que unos cuantos efectos personales para un viaje de corta duración, no más de dos o tres días: lo que se tarda en ir y volver de esta región cercana al Golfo Pérsico.

Al llegar al campamento, me llevan de despacho en despacho hasta que consigo enterarme de que he sido destinado a un regimiento de infantería situado a unos veinte kilómetros del Shatt al-Arab, el río que marca la frontera con Irán. En realidad el cuartel es un lugar de paso para quienes regresan del frente y se utiliza también como almacén de munición. Así pues, me encuentro por detrás de la línea de combate.

 

Cae la noche cuando por fin me reúno con el comandante. Ya es demasiado tarde para volver, así que decido dejar para el día siguiente la petición de un trato de favor. Después de todo, si mi carrera en el ejército se reduce a una sola noche en lugar de los tres años impuestos por el régimen, seré un privilegiado. Un privilegio que a mí me parece perfectamente lógico dada la categoría social que me corresponde. Así pues, me resignaré a sufrir durante unas cuantas horas los escalofríos que me provoca la vida militar. De esta aventura pienso sacar un par de relatos épicos con los que darme importancia ante los míos.

 

Por orden del comandante, el intendente del regimiento me pide que le siga para instalarme en el cuarto de un tal Massoud.

De camino pido información a mi guía sobre la persona con la que voy a pasar la noche.

—Es un buen hombre —me dice él—, un campesino. Tiene cuarenta y cuatro años y es cristiano…

Sus palabras me detienen en seco, como si fuera víctima de un mazazo. Las fuerzas me abandonan, palidezco y dejo caer al suelo mis cosas, así como el colchón que sujeto entre los brazos. A la sorpresa le sigue el pánico y, fuera de mí, me pongo a gritar como un loco:

—¿Cómo? ¡No puede ser! ¿Esto qué es? ¡Acompáñame a ver al oficial! ¿Te crees que un Moussaoui va a dormir con un cristiano?

El terror hace presa de mí y me nubla la mente. Para nosotros, los cristianos son parias impuros, menos que nada, y es preciso evitarlos a toda costa. Según el Corán, que recito a diario desde mi más tierna infancia, estos herejes adoran a tres dioses distintos.

Me viene a la cabeza uno de los peores insultos que existen: «cara de cristiano». Si lo diriges contra uno de tus enemigos, te juegas la vida. Lo sé porque en cierta ocasión mi padre tuvo que resolver un conflicto surgido por este motivo.

El soldado, algo desconcertado, intenta aplacarme:

—El comandante es muy joven y carece de experiencia. Si te enfrentas a él, te arriesgas a que no te entienda y reaccione mal. Esta noche pásala aquí y mañana buscamos una solución.

Todavía conmocionado, recapacito un poco. Para mí una noche en estas circunstancias supone una auténtica pesadilla. Me da pánico que un cristiano pueda tocarme, tener que hablar con él o sentarme a la misma mesa. Jamás hubiera imaginado un trago semejante.

Al entrar en el cuarto con la cabeza baja y las piernas temblorosas, me doy de bruces con un hombre de edad madura y aspecto apacible.

—¿De dónde vienes? —me pregunta amablemente, movido por la curiosidad de conocer a su nuevo compañero de cuarto.

La pregunta me sitúa en terreno conocido y sobre el que me siento seguro. Recobrando parte de mi coraje, alzo los ojos y los clavo orgulloso en los de mi interlocutor.

—Soy un sayyid al-Moussaoui, de Bagdad; mi familia desciende directamente del Profeta —afirmo en tono glacial, como para marcar la distancia social que nos separa sin remedio.

Lo cual no deja de suponer un desafío, porque oficialmente no tengo derecho a incluir en mi documentación el título nobiliario de sayyid: me lo prohíbe una ley dictada por Sadam —que no es miembro de familia noble— al asumir el poder.

Pero mis palabras, pronunciadas con intención de zanjar toda conversación, parecen cumplir su objetivo. Massoud no contesta una palabra y, en silencio, separa su cama de la mía. Solamente después de haberlo hecho me informa de que es alérgico, por lo que no podrá compartir mesa conmigo.

 

Algo más sereno por estos arreglos, me instalo para pasar la noche, aunque sin dejar de vigilar al desconocido por el rabillo del ojo. Después de todo —me digo mientras me tumbo en el colchón—, el tal Massoud no tiene un aspecto tan perverso; al contrario, parece bastante educado. Quizá sea Alá quien me lo envía para lograr su conversión.

No se puede decir de mí que sea muy creyente, pero sí un musulmán observante, y todo buen musulmán tiene la obligación de convertir al infiel con el fin de obtener la recompensa celestial prometida a los valientes: mujeres hermosas como sirenas, y leche y miel en abundancia. A decir verdad, no es ésa la recompensa que más me interesa, sino la buena reputación que me ganaría entre los míos.

Con cierta sorpresa, compruebo que el vago deseo de convertir a los demás, en mi caso totalmente novedoso, produce en mí una satisfacción real y me infunde algo más de seguridad para afrontar la noche.

 

Por la mañana, tanto nuestras camas como nuestros respectivos menajes de cocina quedan perfectamente separados: en este cuartel desprovisto de cantina cada uno tiene que prepararse su propia comida.

Durante los dos días siguientes, continúo observando con recelo a Massoud sin lograr cogerle en falta ni una sola vez. Me sorprende que ni siquiera su olor me resulte molesto: en mi familia todos estamos convencidos de que a un cristiano se le reconoce por lo mal que huele.

Sin embargo, me siento confuso y desconcertado porque no hay nada en su comportamiento que venga a alimentar mis prejuicios. Poco a poco, el pánico inicial va disminuyendo y es reemplazado por otro sentimiento, por el momento bastante tímido: y es que el cristiano me intriga, pues es la primera vez que coincido con uno en carne y hueso.

Así es como me va ganando la curiosidad, alentada por cierta seducción que emana de su personalidad. Pasado un tiempo, y plenamente convencido de las intenciones pacíficas de Massoud, me animo a mí mismo a intercambiar con él unas cuantas palabras.

Como mi padre es un terrateniente, hablamos de agricultura: también Massoud posee tierras en el norte del país. No puedo evitar sentirme impresionado por sus conocimientos y su experiencia cuando yo, incapaz de continuar soportando la disciplina escolar, abandoné voluntariamente los estudios a los catorce años, sobre todo porque no veía en ellos utilidad alguna, ya que desde siempre he estado destinado a suceder a mi padre.

Pero sí sé reconocer una buena educación si me encuentro con ella. Cuanto más oigo a Massoud, más obligado me veo a reconocer que se expresa con elegancia y una soltura de la que yo carezco, y descubro en él lo que en mi adolescencia tanto me atraía de las novelas: la capacidad de contar historias, de nutrir mi imaginación.

En pocas palabras: sin apenas oposición, caigo bajo el hechizo de este hombre cultivado en quien envidio hasta su dominio del lenguaje. Subyugado, ya no tengo prisa alguna por presentarme ante el comandante para solicitar un cambio de destino. Ahora mi objetivo consiste en desvelar el secreto de Massoud y apropiármelo. Y, a cambio, enseñarle la fe del islam.

 

Estoy encantado de disponer de tanto tiempo, porque cada vez aprecio más la charla con mi compañero de cuartel. Es cierto que por ahora procuramos evitar los temas más incómodos, sobre todo el de la religión, pero yo continúo aguardando el momento en que pueda convencerle de la superioridad del islam.

En el curso de nuestras conversaciones he sabido que Massoud ha nacido en 1943. En rigor, no tendría por qué haber sido alistado: es demasiado mayor para formar parte del número de reclutas llamados todos los años a satisfacer las ansias de conquista de Sadam Hussein. A la espera de que la administración reconozca su error, lo que puede llevar bastante tiempo, se consume de impaciencia soñando con sus cuatro hijas, a quienes ha prometido con cristianos de su pueblo, cerca de Mosul.

Por lo que a mí respecta, ni mi familia ni yo sentimos demasiada simpatía por este régimen férreo que desprecia a los chiítas. Mi padre, como todos los nobles, es moderado: su rango de patriarca le lleva a tratar a menudo tanto con sus hermanos chiítas como con sunitas, a pesar del antagonismo histórico que existe entre unos y otros.

Por otro lado, antes de que el sunita Sadam Hussein se hiciera con el poder, el partido Baas se pasó veinte años sembrando el terror y eliminando a sus opositores, cosa que mi familia tampoco aprobó jamás.

A Massoud le explico con orgullo que pertenezco a una rica familia de la nobleza, los al-Moussaoui, presente en Líbano, en Irán y en Irak[1]. Por línea paterna desciendo directamente del imán Moussa al-Kazemi —cuyo nombre significa «el que sabe dominar su cólera»—, descendiente a su vez de Alí, joven primo y yerno de Mahoma, que para los chiítas es tan importante como el Profeta.

Desde niño ha pesado sobre mis hombros esta ascendencia aristocrática, porque mi padre me ha elegido como sucesor suyo cuando él sea demasiado viejo para gobernar el clan. Aunque no soy el mayor, sin duda me considera el mejor y más obediente de sus diez hijos. Desde entonces mi padre, que es tan exigente consigo mismo como con los suyos, me ha hecho comprender que debo demostrar que soy digno de su elección, dar ejemplo y ser su viva imagen.

Por eso no guardo recuerdo de una infancia feliz y libre de preocupaciones que transcurriera entre juegos, risas y trave­suras. En mí siempre ha primado el deber y me he acos­tumbrado a vivir entre los adultos que ocupan la gran sala de reuniones que hay junto a nuestra casa, con el consiguiente aburrimiento.

No obstante, mi condición de hijo predilecto conlleva una serie de privilegios a los que no renunciaría por nada del mundo. Cualquier miembro de la tribu que quiera obtener algo de mi padre tiene en mí a un intermediario ineludible: todos le temen, hasta el punto de no atreverse a mirarle a la cara. De hecho, la expresión de mi padre, muy consciente de su papel, es siempre severa y autoritaria, y él no se permite la más mínima concesión.

En eso se diferencia de mi abuelo paterno, que aun teniendo el mismo carácter dominante, sabía disfrutar de la vida y sacarle el máximo partido. Murió a la edad de ciento nueve años sin desistir de su intención de casarse por cuarta vez, mientras le mojaban la boca con unas gotas de agua y su hijo le leía el Corán.

Mi padre no ha heredado ese deseo de placeres que hacía felices a sus hijos. Pero en mi caso Fadel-Ali al-Moussaoui no es inaccesible. Puedo palpar el afecto que me tiene; es atento conmigo y no escatima consejos cuando me pone al corriente de sus asuntos. Yo, a mi vez, procuro parecerme a él y no defraudarle.

Siempre pendiente de la mirada de los demás, se preocupa mucho por mostrar la dignidad que le corresponde como jefe de la tribu. Cubierto con la kefia blanca sujeta con un cordón negro de los chiítas, viste la túnica oriental sobre la que descansa una barba de extensión media que es pecado cortar.

Porque los Moussaoui tienen que ofrecer siempre la imagen de una familia piadosa, aun cuando su práctica de la religión sea un tanto oficial. Es cierto que todos los días leo en mi cuarto el Corán, pero para mí se trata más bien de «jugar a rezar», de hacer que rezo. Mi oración no implica una auténtica adhesión del corazón ni una clara comprensión del texto.

 

En nuestra casa, construida en una sola planta y provista de una docena de habitaciones, también me tienen reservado un puesto de honor, sobre todo cuando nos sentamos a la mesa. Es impensable que los demás empiecen a comer sin mí, ni siquiera cuando soy yo el que se retrasa, cosa que atrae sobre mí la envidia de mis hermanos. Con mis hermanas no ocurre lo mismo, porque nunca comen con nosotros.

Mi madre, Hamidia El-Hashimi, descendiente también del Profeta, es la cuarta mujer de mi padre, quien no conserva a las anteriores porque no le han dado hijos. No obstante, ha logrado resarcirse con su esposa actual, mi madre, cuya abundante prole le llena de orgullo: ¡veinte retoños, diez varones y diez mujeres!… sin contar los abortos.

A pesar de la fatiga causada por los sucesivos embarazos, Hamidia continúa ejerciendo el control sobre la casa, dentro de la cual ha sabido asegurarse el poder que le niegan fuera de ella, en la sociedad musulmana: supervisa la cocina y la colada, y da órdenes a sus siete nueras y a sus hijas solteras, a veces con una violencia que se traduce en golpes.

Mis hermanos varones escapan a esa autoridad gracias a su sexo, que les otorga poder sobre todas las mujeres, incluida mi madre, aunque de hecho guardemos el respeto debido a quien nos ha traído al mundo después de llevarnos nueve meses en su seno. También de ella recibo sin disimulo un trato de favor. Aún se me sigue haciendo la boca agua cuando recuerdo los deliciosos panes que horneaba para mí cuando se lo pedía.

En la madrasa, la escuela coránica, fui el primero de la clase hasta que cumplí catorce años: de ello da fe la letanía recogida en los boletines de notas. Pero es posible que esta valoración no sea totalmente justa e imparcial, sobre todo teniendo en cuenta que mi padre —que también en este caso ha estado pendiente de todo— es uno de los principales contribuyentes financieros de la escuela. El hecho de que el propio director fuera quien se desplazaba para matricularme constituía una excepción motivada por mi estatus privilegiado y la importancia de los al-Moussaoui.

Al principio me encantaba la escuela, el único lugar en el que tuve la oportunidad de jugar con otros niños durante mi infancia. Pero, a partir de los trece o catorce años, comenzó a parecerme una pérdida de tiempo que coartaba mi libertad y no me aseguraba ningún porvenir. En un país en guerra como Irak, el régimen alienta las vocaciones militares por encima de la enseñanza escolar. Y para quienes perseveran, más les vale ser sunitas o pertenecer al partido Baas si quieren obtener una plaza en la función pública. No ocurre así en mi caso, porque cuando se trata de obtener un ascenso social el favor paterno cuenta más que la instrucción.

 

No obstante, mi aprendizaje como futuro jefe dista mucho de ser intenso. Suelo pasarme horas en el inmenso salón de recepciones en el que mi padre trata sus asuntos, siempre que no esté recorriendo el país para mediar en conflictos entre tribus. En ese caso, mi deber y el de mis hermanos consiste fundamentalmente en estar disponibles: en cualquier momento del día puede venir alguien a pedir consejo.

Entre una y otra visita, mientras los obreros agrícolas se afanan trabajando las tierras de mi padre, mis hermanos y yo tomamos café en el salón hablando hasta aburrirnos de la lluvia y el buen tiempo. A veces mi padre nos lleva con él en sus desplazamientos, lo que en medio de tanta ociosidad supone un entretenimiento interesante. En esas ocasiones me siento como si fuera uno de los miembros más influyentes de una delegación del gobierno.

Pero como esto no ocurre demasiado a menudo, lo normal es que disfrute de prolongados remansos de tiempo libre. Nuestras distracciones no son muchas: sólo disponemos de una cadena de televisión, pues el régimen prohíbe los satélites. Así que me refugio en la lectura y, para saciar mi curiosidad, devoro cuanto cae en mis manos: novelas cuyos personajes son imanes y libros de historia, de medicina e incluso de poesía.

 

Lo que más me sorprende de Massoud es su capacidad para escucharme con un interés benévolo e inusual si se tiene en cuenta que, al no haber cumplido aún los veinticinco, he vivido bastante poco. Aunque estoy convencido de la superioridad de mi tribu, me falta la tranquila seguridad de este hombre que al parecer proporcionan la edad y la cultura.

Pasados tres días, Massoud se ausenta toda la mañana para una misión, así que me encuentro solo y sin saber qué hacer en este cuartucho sin ventana, como un león enjaulado. Estoy aburrido y desmotivado.

Al rato me pongo a observar el rincón que ocupa mi compañero y descubro un librito en una estantería. Cuando me acerco para cogerlo, mis ojos se detienen en el título, misterioso y cargado de promesas: Los milagros de Jesús. En la portada aparece un hombre sonriente rodeado de un halo de luz. No conozco al tal Jesús, pero hechizado por las sirenas de una lectura interesante, me llevo el libro a la cama y, olvidando todos mis prejuicios hacia lo que Massoud representa, empiezo a leerlo desde la primera página.

Cuando esa noche regresa Massoud, decido no hablar con él para evitar herir su susceptibilidad, pero sobre todo porque noto en mí cierto sentimiento de culpa: hace tan sólo unos días mi único deseo era levantar entre nosotros un muro infranqueable.

Quizá la noche me ayude a aclarar las ideas, o tal vez las horas transcurridas hayan logrado avivar mi curiosidad. El caso es que al día siguiente estoy deseando preguntarle a Massoud por ese Jesús que me obsesiona. No sin cierta vergüenza, le confieso mi crimen. Él me dedica una abierta sonrisa: en sus ojos no hay rastro de la ironía del vencedor.

Animado por este aliento implícito, me atrevo a plantear la cuestión que viene torturándome desde ayer:

—¿Quién es ese Jesús del que habla tu libro?

—Es Issa ibn Maryam, el hijo de María…

Con eso no responde a mi pregunta ni despeja mi ignorancia. A Issa le conozco: en el Corán aparece como uno de los profetas anteriores a Mahoma. Pero nunca había oído decir que se le diera otro nombre, ni que Jesús/Issa hubiese realizado milagros tan extraordinarios.

—No es de extrañar —contesta Massoud alzando los hombros—. Durante seiscientos años se le conoció como Jesús, pero la llegada del islam le convirtió en Issa…

Algo desconcertado, aprovecho la ocasión para obtener más información acerca de la religión de mi compañero de armas con el fin de poder convencerle de la superioridad del islam.

—Dime, Massoud: ¿los cristianos tienen algún libro parecido al Corán?

La pregunta va con segundas: si la respuesta es negativa, me resultará mucho más fácil convencerle, pues no tendrá con qué oponerse al Corán, revelado por Alá a través de Mahoma.

—Sí, por supuesto —replica él para disgusto mío —. Tenemos la Biblia que a su vez está compuesta de dos libros: el Antiguo y el Nuevo Testamento.

¡La cosa se pone más difícil de lo que yo pensaba! Pero, llevado de mi afán misionero, no me dejo desanimar por una nimiedad como ésta. Tras unos instantes de reflexión, llego a la conclusión de que basta con enterarme de qué va ese libro de los cristianos para eliminar todos los obstáculos que impiden a Massoud reconocer el valor incontestable del islam.

Pero un nuevo jarro de agua fría viene a apagar mi entusiasmo.

—No voy a tocar el tema de la Biblia, al menos por ahora —dice sin vacilar —. Antes voy a hacerte una pregunta, una sola, y tú me contestas sinceramente.

Terriblemente decepcionado por la escasa colaboración que me presta Massoud, no digo ni pío y asiento débilmente con un movimiento de la barbilla.

—¿Tú has leído el Corán?

—Por supuesto —me apresuro a contestar —. ¿Te crees que soy un infiel, un mal musulmán?

—Sí, pero ¿lo has leído realmente? —insiste Massoud con suavidad.

—Te estoy diciendo que sí, y todos los años lo leo durante el Ramadán. El Corán está compuesto de treinta partes, tantas como días tiene el Ramadán.

—¿Y conoces el significado de cada palabra, de cada versículo?