El príncipe de los caballos - Stacy Gregg - E-Book

El príncipe de los caballos E-Book

Stacy Gregg

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Beschreibung

El príncipe de los caballos es una historia de valentía y voluntad para vencer a pesar de todos los obstáculos. Cuando Mira encuentra por casualidad un caballo blanco en un bosque de Berlín, no se puede imaginar que la arrastrará a una aventura increíble. Juntos intentarán ganar el Grand Prix. El mundo de los recuerdos llevará a Mira a la Polonia de 1939, donde otra niña está arriesgando todo para salvar al caballo que ama. La guerra destruyó sus mundos, ahora estas dos niñas y sus extraordinarios caballos están luchando de nuevo, esta vez para ganar. "No debería haber bajado. El coronel había dado órdenes claras de que se mantuviera escondida y ella, como una estúpida, las había ignorado. Ahora las luces de la casa estaban encendidas y veía hombres saliendo de sus coches en la entrada. Ellos tampoco eran soldados alemanes normales: sus uniformes no eran como los que usaban el coronel y sus amigos. Eran miembros de la policía especial, agentes de las SS, vestidos con abrigos negros, botas altas y brazaletes rojos adornados con esvásticas a juego con las banderas de sus coches. "¡Tenía que salir de allí inmediatamente!"

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Seitenzahl: 301

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Título original: Prince of Ponies

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A., 2021

C/ Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

harpercollinsiberica.com

© del texto: Stacy Gregg, 2019

© 2021, HarperCollins Ibérica, S.A

© de la traducción: Sara Cano Fernández, 2021

© HarperCollins Children’s Books, editorial de HarperCollinsPublishers Ltd.

HarperCollins Publishers 1 London Bridge Street Londres SE1 9GF

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Diseño de cubierta: equipo HarperCollins Publishers

Imagen de cubierta: Shutterstock.com

Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica

Maquetación: Safekat

ISBN: 978-84-18279-46-1

Para Brin. ¿De verdad? Sí, de verdad.

Polonia, 1945

Capítulo uno

El Amo de los Caballos

Zofia descendió despacio por la escalera completamente a oscuras, y avanzó descalza travesaño a travesaño. Se le ocurrió encender las luces, pero descartó la idea por demasiado peligrosa. Seguramente, en aquel momento el coronel estaba sentado en su escritorio, con la mirada perdida hacia el patio. Desde allí vería el resplandor de las luces de los establos y sabría que se estaba yendo.

En la negrura, la escalerilla se tambaleó bajo su peso, lo que le revolvió el estómago, pero sabía que debía estar a punto de lograrlo. Un par de travesaños más y estaría en el suelo…

¡Conseguido! Notó la frialdad del cemento en las suelas y se detuvo un momento para que su corazón desbocado se apaciguara. Luego prosiguió, con los brazos extendidos en la oscuridad más absoluta, tanteando a ciegas el camino para avanzar arrastrando sus pasitos hasta que las yemas de los dedos chocaron contra la pared. Desde allí, solo contaba con su sentido de la orientación, y ahora las manos podrían servirle de ojos. Los dedos trepaban como arañitas por las piedras hasta que tocaron la madera ­astillada de la primera puerta. Al otro lado se oían unas pisadas apresuradas, y luego volvió a tocar piedra, repitiendo el proceso de puerta en puerta —una, dos, tres—, hasta que por fin alcanzó la cuarta.

¿Seguro que era aquella, o se habría equivocado al contar?

¡Sí! ¡Allí estaba! Lo escuchaba moverse inquieto al otro lado.

—Shhh —chistó—. No pasa nada, ya estoy aquí. Estoy aquí.

No le gustaba quedarse solo por las noches. A ella tampoco. Siempre dormían juntos. Pero aquella noche en concreto el coronel lo había prohibido. Se la había llevado aparte durante la cena, con el rostro muy serio.

—Es importante que esta noche te quedes en el pajar —le había dicho. Y, cuando le preguntó por qué, se limitó a contestar—: Porque tenemos visita.

Visita. Sin más explicaciones. El modo en que el coronel había pronunciado la palabra, dejándola pendiente en el aire, era tan siniestro que ni se le había pasado por la cabeza preguntar más. Aquella noche, cuando la cena hubo concluido y terminó de fregar los platos después de que los hombres acabaran de comer, obedeció al coronel y subió por la inestable escalerilla de madera que llevaba al pajar.

Era un lugar polvoriento plagado de telarañas. Nunca subía allí en invierno, y con razón: ¡era un témpano! Para combatir el frío, cavó un túnel en el heno como haría un conejo para construirse una madriguera, y revistió la ­cueva de sacos de arpillera. Colocó más sacos alrededor del borde de la claraboya y los empujó contra los huecos de la madera para que el viento no hiciera ruido al soplar, aunque pronto el viento no tendría manera de entrar por ellos. La nieve cubría el tejado con un manto tan espeso que la claraboya estaba completamente sellada. La capa era tan densa que cuando Zofia intentó abrir el tragaluz para asomarse y ver de dónde venía aquella visita, el peso de la nieve era tal que la ventana ni se movió.

Eso había sido hacía horas. La medianoche se había aposentado, la nieve seguía cayendo y y no había noticias de la visita. Era prácticamente imposible llegar a Janów Podlaski cuando hacía mal tiempo. Incluso con el mejor clima, a Zofia le sorprendía que alguien quisiera llegar hasta allí. El criadero de caballos y el pueblo junto al que estaba no tenían ninguna relevancia en la guerra. Difícilmente podrían los alemanes, que en aquel momento ocupaban Polonia, considerarlo una posición estratégica. Las grandes ciudades, como Varsovia o Cracovia, quedaban a muchos kilómetros al oeste, y en mitad del invierno el viaje hasta aquel pueblecito en plena naturaleza junto a la frontera rusa era largo y peligroso. En una noche como aquella, la visita debía de haberse dado cuenta de lo mortíferos que resultaban los caminos y había cambiado de idea. De lo contrario, ya habría llegado.

A solas en la oscuridad, Zofia le había dado muchas vueltas a todo aquello. Se había levantado e intentado de nuevo abrir el tragaluz para ver algo, aunque sin éxito. Miró el reloj de pulsera y le enfureció lo lentamente que avanzaban las manecillas, y cuando dejaron atrás el hito de la medianoche y comenzaron a acercarse a y media, ya no pudo soportarlo más. ¡Las órdenes del coronel no tenían ningún sentido! No iba a ir nadie. ¿Qué mal podría haber en salir de aquella triste hielera de paja picajosa y bajar al establo?

Y así fue como terminó bajando a tientas por la escalerilla y abriéndose camino a ciegas en la oscuridad hasta que por fin alcanzó la cuarta puerta.

—¡Estoy aquí! —susurró por los huecos de la madera mientras forcejeaba con el cerrojo de hierro forjado—. Por favor, no te enfades. ¡Ha sido el coronel, que me ha obligado a separarme de ti! Pero ya he venido…

El cerrojo de hierro protestó cuando intentó abrir la puerta. A las delicadas manos de Zofia les costaba sostenerlo. Retorció los dedos alrededor de la protuberancia del mango y tiró con todas sus fuerzas hasta que se abrió con un ruido sordo.

Ya estaba en el establo, tan envuelta en sombras que ni siquiera alcanzaba a distinguir su propia mano frente a la cara, mucho menos la silueta sombría que se movía a su alrededor en la cuadra, piafando y coceando.

—¿Dónde estás? —siseó.

Intentó seguir su sonido mientras la rodeaba. Se estaba acercando e, instintivamente, se volvió, pensando que estaban frente a frente, pero se dio cuenta de lo equivocada que estaba cuando la pilló desprevenida y notó un fuerte empujón en las lumbares.

—¡Oye!

El golpe la desequilibró y cayó bocabajo sobre la paja del suelo. Seguía sin distinguirlo en la oscuridad, pero notaba su presencia, cerniéndose sobre ella.

—No ha tenido ni pizca de gracia —siseó Zofia—. Tengo frío, estoy cansada y no tengo humor para tus bromitas.

El caballo emitió un suave relincho y Zofia se arrepintió inmediatamente de haberle regañado. ¡Solo estaba jugando! Y en realidad no lo decía en serio, era solo que la había sorprendido con la guardia baja.

—Ya lo sé. —Suavizó el tono—. Yo también te echaba de menos. En el pajar hace un frío que pela…

En la negrura que los envolvía, incluso a ciegas, Zofia conocía de memoria cada nervio y cada marca de su cuerpo. El modo en el que el vello de sus manchas formaba sombras concéntricas sobre su pelaje gris perla, y las manchas de un negro carbón, que definían sus gráciles y esbeltas piernas como si fueran medias. Príncipe acababa de cumplir siete años, una edad a la que su color aún conservaba una oscuridad ahumada. A Zofia le entristecía pensar que esas bonitas manchas se desvanecerían por completo en los años venideros. Les pasaba a todos los caballos, y recordaba que, al final, su padre había resultado ser completamente blanco. Su madre, a la que Príncipe se parecía mucho, era una yegua rojiza, y a todo el mundo le había causado curiosidad descubrir qué tipo de cruce producirían. Príncipe había sido su primera y única cría, y cuando nació, era negro como el carbón. A medida que se había ido haciendo potrillo, sin embargo, su negro pelaje había ­comenzado a salpicarse de blanco y parecía ir aclarándose con cada día que pasaba. Cuando tenía un año era gris acero. Luego aparecieron las manchas, y se le vetearon las crines de plateado. A la luz del sol, un día luminoso, cuando lo soltaban por las praderas de Janów Podlaski, brillaba y resplandecía casi como si fuera un unicornio.

—Ya estoy aquí…

Extendió los dedos para tocarlo y palpó su firme mandíbula, su pequeño morro, que contrastaba con sus amplias fosas nasales. Su cabeza tenía un perfil cóncavo que le confería elegancia.

El morro aterciopelado de Príncipe la buscaba ahora que había detectado su aroma. El aire que emanaba del paladar cuando se le ensanchaban los ollares, algo tan distintivo de los caballos árabes, hacía que, en la oscuridad, su aliento sonara como el aleteo de las mariposas. Dulces exhalaciones de aire cálido le acariciaban la piel con su aroma a miel de trébol. Se quedó un segundo inmóvil en la oscuridad, feliz de estar donde debía, de vuelta con su caballo.

Su felicidad, como pasa siempre con la felicidad, no duró mucho. El suave aleteo no tardó en tornarse en resoplido agitado. Los resplandores procedentes del otro lado de la ventana sobresaltaron a la muchacha y al caballo. ¡Había faros en la entrada! En la oscuridad más absoluta, los haces gemelos rebotaban en las paredes, se colaban por las ventanas de las cuadras del establo e iluminaban la de Príncipe.

El corazón de Zofia comenzó a martillear. ¡La visita! ¡Había llegado, al fin y al cabo! Tenía que volver al pajar.

Esperó hasta que los faros hubieron pasado. Estaba a punto de levantarse cuando otro par de luces se coló por la ventana. Un segundo coche estaba llegando, seguido por un tercero.

Cuando afuera las puertas se cerraron de un golpe, Zofia se arrastró reptando por el suelo de la cuadra hasta llegar a la pared bajo la ventana, y entonces, con mucho cuidado de que el haz de los faros no detectara su sombra, levantó la cabeza lo justo para mirar.

Los tres coches negros estaban aparcados en fila sobre la nieve. En la capota de cada uno de ellos ondeaba una banderita con el rojo, negro y blanco de la esvástica nazi. Zofia vio el símbolo y supo, sin lugar a dudas, que se había metido en un buen lío.

No debería haber bajado. El coronel había dado órdenes claras de que se mantuviera escondida y ella, como una estúpida, las había ignorado. Ahora las luces de la casa estaban encendidas y veía hombres saliendo de sus coches en la entrada. Ellos tampoco eran soldados alemanes normales: sus uniformes no eran como los que usaban el coronel y sus amigos. Eran miembros de la policía especial, agentes de las SS, vestidos con abrigos negros, botas altas y brazaletes rojos adornados con esvásticas a juego con las banderas de sus coches.

¡Tenía que salir de allí inmediatamente! Correr antes de que fuera demasiado tarde y subir de nuevo por la escalerilla de madera al tejado, luego tirar de la escalerilla para subirla tras de sí y cerrar la trampilla. El problema era que ejecutar esa secuencia de acciones en el silencio absoluto de la noche no estaba exenta de riesgos. Aunque consiguiera subir por la escalera, no tendría tiempo de esconderla en el tejado, y si los agentes la veían, si entraban a echar un vistazo, sabrían que había alguien en el pajar.

Mientras ella miraba por el alféizar de la ventana, uno de los agentes alemanes miró hacia ella y Zofia se agachó, con el corazón acelerado y miedo de que la hubieran visto. Ahora ni siquiera podía espiarlos. Lo único que podía hacer era agacharse y escuchar sus voces en el viento gélido de la noche, hablando entre sí en alemán entrecortado.

Oyó nuevas portezuelas cerrarse, y risas, y luego una voz que reconoció. El coronel. Zofia se arriesgó, asomó la cabeza una vez más y lo vio en el vano de la puerta, con el uniforme alemán al completo. Le extrañaba verlo vestido así. Desde que el ejército alemán se había hecho con el control de Janów Podlaski, rara vez había visto al coronel vestido de militar. Normalmente usaba pantalones de montar, como un civil. Y, cuando los agentes lo saludaron, se mostró evidentemente incómodo al devolverles el saludo con el brazo extendido al aire.

—Heil, Hitler.

—Heil, Hitler, coronel —respondió uno de los agentes de las SS—. Disculpe que lleguemos tan tarde, pero la nieve nos ha impedido hacerlo antes.

—Por supuesto —asintió el coronel para mostrar su conformidad—. Ya se han dispuesto dependencias para que pasen la noche y la cena está lista. Apuesto a que están hambrientos. Los caballos pueden esperar a mañana.

—Ah —respondió el oficial—, gracias, coronel. Sin embargo, tales asuntos no dependen de mí…

El agente dirigió la vista al segundo coche de la hilera de tres en el preciso instante en que la puerta del conductor se abría y otro agente uniformado de las SS salía a abrir la del asiento trasero con gran ceremonia.

El hombre que salió por ella vestía un uniforme distinto al de los demás. Calvo, fornido y sin sombrero en la cabeza desnuda sí portaba, sin embargo, unas hombreras que denotaban claramente su rango. Aunque de cintura para arriba iba vestido como un militar, de cintura para abajo lo hacía como un jinete, con pantalones de montar y botas altas.

El coronel parecía nervioso cuando avanzó hacia él, y no muy seguro de si debía saludar de nuevo, hizo amago, cambió de idea, saludó a medias y ofreció débilmente la mano para estrechársela.

—Doctor Rau —dijo—. Encantado. Es un gran honor recibirlo en nuestras caballerizas. Justo les estaba diciendo a sus hombres que quizá desearan cenar y que les mostraran sus aposentos. Es tarde, y…

Pero el hombre no le tomó la mano.

—No he venido hasta aquí para disfrutar de su hospitalidad —respondió con frialdad—. He venido por los caballos, así que me llevará inmediatamente a los establos.

—Por supuesto —dijo el coronel—. Como desee, doctor Rau. Aguardan su inspección.

«Aguardan su inspección». Cuando el coronel pro­nunció aquellas palabras, Zofia supo que había esperado demasiado para huir. El coronel, nervioso, acompañado por ocho agentes de las SS, había acompasado el paso del hombre al que llamaban doctor Rau, y todos avanzaban a grandes zancadas, abriéndose camino entre la nieve, que les llegaba a las rodillas, hacia la puerta del establo. A Zofia no le iba a dar tiempo a llegar al pajar. Llegarían en cuestión de segundos a inspeccionar los caballos y no tenía escapatoria. Estaba atrapada en la cuadra de Príncipe sin salida posible.

Oyó el sonido de las botas haciendo crujir la nieve y entonces las pesadas puertas de madera se deslizaron en la entrada, las luces se encendieron y Zofia dejó de estar a oscuras. Ahora veía. Y eso implicaba que también podía ser vista. Cuando llegaran a la cuadra de Príncipe, sería imposible que no la encontraran. La cuadra estaba vacía salvo por una fina capa de paja en el suelo de cemento. No había dónde esconderse.

Entonces volvió a mirar a Príncipe. El caballo llevaba al lomo una manta de lana azul oscuro. Se la habían puesto para que no se enfriara, pero en aquel momento ella la necesitaba mucho más que él. Los dedos temblorosos de Zofia abrieron la hebilla delantera y desabrocharon las cinchas de la barriga para deslizar la manta por la grupa de Príncipe. En ese momento se acurrucó en el rincón de la cuadra más alejado de la puerta, se echó la manta por encima y deseó con todas sus fuerzas que pareciera que algún mozo descuidado la hubiera dejado allí sin querer.

Esperaba haberse tapado bien y que no quedara nada de su cuerpo a la vista, porque no tenía tiempo para ­recolocarse: los hombres que avanzaban por el pasillo de cuadra en cuadra habían llegado a la puerta de Príncipe. Oyó cómo la cerradura se abría y entonces, desde su escondrijo, espió las relucientes botas negras de los agentes nazis, de pie frente a ella sobre la paja.

—Bueno. —Era la voz del doctor Rau—. ¿Este es, entonces? ¿Del que me habló?

El coronel se aclaró la garganta.

—Sí, doctor Rau. Este es Príncipe de Polonia. Es un purasangre árabe polaco, descendiente del mejor linaje que tenemos en Janów Podlaski. Es el mejor caballo de estos establos.

Al doctor Rau se le escapó una carcajada vacía.

—Está siendo arrogante, coronel. ¿Se atreve de verdad a decirme cuál es su mejor caballo? Esa decisión me corresponde a mí, y a nadie más que a mí, tomarla. Para eso me eligió el Führer. Para eso me otorgó el título que ostento: Amo de los Caballos. ¿Entiende lo que significa?

—No pretendía ofenderlo —tartamudeó el coronel—. Solo quería decir que considero que es mi mejor caballo.

—¿Su mejor caballo? —El Amo paladeó lentamente la frase—. No es su mejor caballo, coronel. Porque el caballo no es suyo en absoluto. Ninguno de ellos lo es. Esta noche traigo instrucciones del propio Hitler. Ahora estos caballos pertenecen al Führer. Jugarán un papel fundamental en su plan para ensalzar la gloria del Tercer Reich.

—Lo siento, doctor Rau. —El coronel parecía confuso—. No lo entiendo. Creía que venía a inspeccionar el criadero. ¿En qué consiste este plan que menciona?

—Ahhh. —El Amo prácticamente ronroneó de placer al saberse en posesión de información confidencial que el coronel, a todas vistas, desconocía—. Estará al tanto, coronel, de que el ejército alemán ha asumido su misión, como nación conquistadora, de proteger las mayores obras de arte del mundo, ¿verdad? En nuestras manos están ahora obras de arte de maestros como Rafael, Rubens y muchos otros. Son obras de tal belleza que el Führer exige que nos aseguremos de que las SS se hagan con ellas y las mantengan a resguardo para cerciorarnos de que, cuando la guerra termine, pertenezcan a Alemania.

—Pero esto son caballos —objetó el coronel—. No son cuadros ni esculturas de valor incalculable.

—Sí —replicó el doctor Rau—. Los caballos son un tesoro aún mayor si cabe. Son arte viviente, que respira.

Bajo la manta del rincón, Zofia vio al doctor Rau arrastrar los pies sobre la paja y avanzar un paso hacia Príncipe. Tenía la mano enguantada apoyada en su lomo. A Zofia se le iba a salir el corazón del pecho.

—Este caballo, el Príncipe de Polonia, reúne todos los rasgos de la raza aria. Con el tiempo, será de un blanco puro, como su padre. Y su linaje es impecable… —El Amo caviló, aparentemente dudando si debía desvelar el plan completo al coronel, pero fue incapaz de resistirse, así que prosiguió—. Mientras hablamos, mis hombres están reuniendo los mejores caballos de Europa, lipizzanos austríacos y purasangres franceses, y ahora, de Polonia, nos llevaremos estos árabes. Todos forman parte del gran plan del Führer. Ya que la raza aria, la que traerá la gloria al Tercer Reich, no se compone únicamente de humanos. También crearemos una superraza de caballos. Los caballos de sus establos se trasladarán a Dresde. Allí estableceremos un nuevo criadero con los mejores sementales y las mejores yeguas de cada raza. Cruzaremos estos ejemplares para crear el caballo de batalla perfecto y definitivo.

—¿Está diciendo que se va a llevar mis caballos? —dijo el coronel con voz ansiosa—. ¿A Dresde?

—Ya se lo he explicado, coronel —replicó el Amo—, ya no son sus caballos. Además, tranquilícese, porque no pretendo llevármelos todos. Solo los mejores sementales sirven para los propósitos del Führer. —Acarició el morro de Príncipe—. Estaba en lo cierto al afirmar que es el mejor caballo del establo —reconoció—. Es magnífico.

Bajo la manta, al verlo tocar así a su caballo, Zofia sintió una furia tal que le revolvió el estómago. Pero entonces el Amo siguió hablando y todo empeoró considerablemente.

—El Príncipe de Polonia es, sin duda, el mejor caballo que posee —dijo el Amo—. Tan grandioso que no irá con los demás a Dresde.

—Pero creía que había dicho… —comenzó a decir el coronel, pero el Amo lo acalló.

—Por la mañana me acompañará de regreso a Berlín. El mismísimo Hitler tiene planes especiales para este ca­ballo.

El Amo propinó una potente palmada a Príncipe en el cuello para confirmar su decisión, y entonces giró sobre sus talones.

—Por el momento —declaró, enlazando las manos—, creo que hemos terminado con la inspección. Me gustaría comer.

Y, con estas palabras, salió a paso marcial de la cuadra de Príncipe, seguido por los agentes de las SS y dejando que el coronel, absolutamente estupefacto, cerrara el candado tras ellos.

De nuevo en la oscuridad, Zofia aguardó hasta que se le calmó el corazón y estuvo segura de que se habían ido antes de salir de debajo de la manta. Aún temblaba, y cuando levantó las manos para agarrarse al ronzal de Príncipe, se dio cuenta de lo cerca que había estado de que la descubrieran. Al mismo tiempo, sin embargo, supo que había tenido suerte de haber estado en la cuadra para presenciar la escena, porque ahora conocía el plan del Amo.

—¿Has oído lo que ha dicho? —le susurro Zofia—. Es peor de lo que hubiéramos podido imaginar, Príncipe. Hitler, el mismísimo Führer, te quiere para sí.

Príncipe meneó las orejas cuando la muchacha le habló. Estaba escuchando con atención. ¿Sería consciente del peligro que corrían? Ahora Zofia sabía que no había más opciones, ni tampoco tiempo que perder.

—Cuando el Amo venga a por ti por la mañana, ya no estarás —le dijo—. Tú y yo no tenemos alternativa. Tenemos que huir. Nos marchamos esta noche.

Berlín, 2019

Capítulo dos

El cazador de Grunewald

Mira agarró la correa de cuero con todas sus fuerzas y notó cómo Rolf tiraba con las poquitas que tenía él para resistirse.

—¡Pórtate bien! —advirtió al teckel—. O te quedarás sin chuches.

Era una amenaza vacía, y los dos lo sabían. Mira no tomaba ninguna decisión en aquella relación. Rolf mandaba y Mira era su chica, la que frau Schmidt había contratado para que acatara las órdenes del teckel.

A la una y media Rolf había recibido a Mira, como siempre, en la puerta trasera de la mansión de frau Schmidt en Roseneck, y desde allí el perrito y ella habían partido a su habitual paseo de los lunes. La primera parada del itinerario era almorzar, que era adonde se dirigían en aquel momento.

Roseneck era un barrio aristocrático, de aceras amplias bordeadas de árboles, acotadas a un costado por jardines de césped recién cortado y al otro por elegantes verjas y altas cancelas que ocultaban de la vista de Mira las grandes mansiones. Rolf iba marcando el camino por aquellas calles con unos aires de superioridad que resultaban casi cómicos. Rechoncho, con el hocico puntiagudo y las orejas largas y caídas, su panza se acercaba tanto al suelo que daba la sensación de que levitara. Mientras trotaba sobre sus cortas patas, iba barriendo el cemento tras de sí con su exuberante rabito.

No tardaron en llegar a la zona de tiendas. Pasaron junto al café de la esquina donde las ancianas señoras como frau Schmidt se sentaban en banquetas de cuero blanco a conversar durante horas y a comer las apetitosas tartaletas de frutas que se exhibían en la vitrina. Junto a ese bonito café había una pastelería. Allí era donde trabajaba la madre de Mira. Era una panadería muy moderna para lo que venía siendo habitual en Alemania: allí su madre vendía panes turcos y pitas sirias junto con el tradicional pan negro alemán, las hogazas rústicas y los pretzels, todos expuestos en amor y compañía en las baldas de madera del escaparate de cristal.

Mira echó un vistazo con la esperanza de ver a su madre, que se había ido a trabajar a las cuatro de la mañana, mucho antes de que Mira se despertara, aunque fuera de reojo. No había ni rastro de ella, así que doblaron la esquina y pasaron junto a la floristería, cuyo escaparate rebosaba de rosas blancas y rosas de tallos larguísimos, y luego junto al restaurante para animales, la primera parada de su paseo.

El restaurante para animales estaba abarrotado, como siempre. Los perros retozaban en el suelo y Mira tuvo que agacharse para buscar a Rolf cuando este se coló entre la multitud y se escabulló entre las bajas ancas de los pastores alemanes, esquivó a los dóberman de hombros anchos con sus collares de tachuelas y dejó atrás a los perros lobo de duro pelaje para llegar a la puerta.

—Buenos días, frau Weiss. —Mira saludó a la mujer, que estaba tras el mostrador rebanando carne de venado con una máquina—. ¿Puede prepararle a Rolf su mesa de siempre?

—Ya está lista. Entrad —gruñó frau Weiss.

A Rolf no hubo que decírselo dos veces. Ya enfilaba hacia la parte trasera de la tienda, donde se abría una puerta que dejaba a la vista el restaurante del patio.

El teckel subió de un salto a su silla favorita y Mira se sentó enfrente. A su alrededor, los perros y sus dueños revisaban el menú, pero Rolf ni se molestó en hacerlo. Tenía muy claro lo que le gustaba y siempre pedía lo mismo.

Frau Weiss estaba sirviendo a los clientes de la mesa de al lado, donde adulaba a una mujer de melena rubia y perfectamente peinada que hacía juego con el sedoso pelaje de su lebrel afgano. Frau Weiss impostó una carcajada ­falsa y tintineante mientras les tomaba nota. Entonces regresó y, sin dirigirle palabra a Mira, dejó caer el almuerzo de Rolf en la mesa frente a él.

Quizá nunca se esforzara en ser amable con Mira porque pensaba que no hablaba bien alemán. Es cierto que a veces confundía alguna palabra, pero lo hablaba mucho mejor que su madre, a la que le costaban incluso las frases más básicas. Mira jugaba con ventaja, porque llevaba ­viviendo allí desde los siete años y en el colegio tenía que hablar en alemán.

Ahora tenía doce años, aunque en su casa seguía hablando árabe y, cuando vivían en Sonnenallee, todos los niños del barrio también lo hacían. Sonnenallee, el barrio árabe, había sido su hogar durante los primeros cinco años en Alemania, cuando la familia de Mira llegó al país. Habían entrado a formar parte de un programa de acogida de refugiados gracias al cual les habían dado una casa, un apartamento diminuto con una sola habitación para los cuatro. Su madre consiguió trabajo en la tienda de tartas de la esquina entre Sonnenallee y Weichselstrasse, un local especializado en delicias árabes, como los pastelillos de pistacho y la halva. Mira, su hermano y su hermana iban al colegio por las mañanas y por las tardes correteaban libres con el resto de niños del barrio, jugaban al fútbol en el parque de la esquina de la Reuterstrasse, y se colgaban de los castillos de barras de hierro del parque hasta que oscurecía tanto que ya no se veía nada y no les quedaba más remedio que volver a casa.

Hacía seis meses se habían mudado a Roseneck para estar más cerca del nuevo trabajo que su madre había conseguido. Les decía a Mira y sus hermanos que se terminarían acostumbrando al barrio, pero lo cierto es que Mira seguía odiándolo. Su madre siempre había trabajado mucho, pero ahora era como si directamente no existiera. Cuando Mira se despertaba por las mañanas, ella ya se había ido a trabajar y nunca volvía a casa antes de que hubiera acostado a su hermano y su hermana y ella misma estuviera durmiendo. Allí el alquiler era más caro, decía, y trabajar muchas horas era la única manera de tener una vida mejor. Pero lo que Mira no entendía era por qué no podían regresar a su antigua vida en Siria. O al menos a Sonnenallee, donde tenía amigos.

En su rincón del restaurante para perros, Mira, sentada en la mesa, contemplaba cómo Rolf relamía el plato de su almuerzo, deleitándose en cada bocado con un gruñidito de placer. Comía por fases: primero lamía la grasa del hígado y la ternera, y luego pasaba al plato principal antes de devorar a dos carrillos la morcilla troceada. Por último, recorría el bol en un círculo con la lengua rosada para recoger hasta la última miguita y luego, relamiéndose los bigotes, miraba a Mira.

—¿Ya nos podemos ir, habibi? —le sonreía—. ¡Vamos!

Una vez en la calle, Rolf empezó casi inmediatamente a tironear de la correa. Tenía la barriga llena y ganas de pasear. Y, por una vez, la sincronización fue perfecta. El autobús los estaba esperando en la esquina.

Mira agarró a Rolf en brazos y montó en el autobús. Se sentaron en esa misma posición, y luego acomodó al perro en el asiento de enfrente. No era un trayecto demasiado largo. Solo tres paradas desde las tiendas hasta llegar a las puertas que daban al bosque de Grunewald.

Una acera se extendía desde la calle al aparcamiento, y desde allí el sendero se convertía en un camino de tierra que comenzaba a bifurcarse en todas direcciones entre las coníferas y los abedules. Aquel día iban a tomar la ruta habitual, que llevaba al lago Grunewaldsee. Iba a hacer calor, y a Rolf igual le apetecía darse un chapuzón. Cuando llegaron a los senderos de tierra, Mira se agachó y le desabrochó la correa para soltarlo. En cuanto estuvo libre, Rolf salió disparado, echó a correr y luego dibujó un medio círculo ligeramente achaparrado antes de volver derechito con ella, meneando como loco las patitas y con la lengua rosada asomando por un lateral del hocico. Mira se rio de él. Aquel momento de entusiasmo siempre era igual. No tardaría en calmarse y trotar junto a ella tranquilamente. Pero antes tenía que quemar algo de energía.

Mira contempló al perrito salir disparado frente a ella para su segunda carrera y semicírculo, y alcanzó una velocidad apabullante al doblar un recodo del camino, tanto que Mira lo perdió de vista. Corrió ligera tras él con la esperanza de verlo al doblar el recodo, cansado y jadeando, para regresar con ella al camino. Pero, cuando dobló el recodo, no vio nada. El amplio sendero que surcaba el bosque estaba vacío. Y de Rolf no había ni rastro.

—¡Rolf! —lo llamó Mira—. ¿Rolfie?

Lo llamó con un silbido. Y entonces, con voz ansiosa, volvió a gritar su nombre:

—¡Rolf!

El chillido quebró el silencio del bosque. ¡Rolf! Sus ladridos reverberaban entre los árboles al este del sendero y, por cómo sonaban, ¡se estaba volviendo majareta! ¿Habría captado algún olor? ¿Una ardilla, quizá? Rolf perdía los papeles cuando se topaba con el olor de una presa. Y aquellos bosques eran enormes. Si se le escapaba, era fácil que un perrito como él se perdiera para siempre.

Mira comenzó a correr entre los árboles, siguiendo el eco de los ladridos del teckel. Se habían convertido en un largo y persistente aullido de caza, lo que seguramente significaba que tenía a la ardilla sitiada en lo alto de un árbol. ¿Las ardillas atacaban? ¿Y si se enfrentaba a Rolf y lo mordía? Si al perrito le pasaba algo, frau Schmidt le echaría la culpa a ella.

Tenía el corazón desbocado cuando llegó a un claro del bosque y por fin vio a Rolf. Saltaba de arriba abajo, furioso, sin moverse del sitio, con las patitas tiesas y los ojos desorbitados mientras cercaba a su presa. El alivio que le produjo encontrar al teckel fue inmediatamente reemplazado por la conmoción que le produjo comprobar el tamaño de su adversario. Porque lo que Rolf acechaba no era, ni mucho menos, una ardilla.

Era un caballo.

El minúsculo perrito le plantaba cara con ladridos furiosos y el pelaje erizado, mientras frente a él un semental blanco que, atrapado entre los torniquetes que permitían el paso a los caminantes y la verja rústica que discurría junto al sendero silvestre, coceaba y se revolvía, avanzaba y retrocedía para escapar de su pequeño rival.

Los ojos de uno estaban clavados en los del otro, como la mirada del torero en la del toro durante una corrida. Aquella lucha, sin embargo, parecía bastante más desigual. El caballo debía pesar al menos seiscientos kilos más que Rolf, y se cernía sobre el perro mientras este avanzaba y retrocedía frente a él. A pesar de la diferencia de tamaño, el semental parecía realmente asustado del teckel. Mira percibió el miedo que emanaba, el modo en que se le ensanchaban los ojos oscuros y se le agitaban los ollares cada vez que por ellos surgía, en un resoplido, una escandalosa exhalación.

Con ese cuello arqueado y la crin de la cola erguida, era tan hermoso que parecía casi sobrenatural. A primera vista, a Mira le había parecido de un blanco alabastro, pero ahora vio un levísimo rastro de manchas oscuras en la grupa, y la oscuridad de las crines y la cola, del color del acero pulido.

El semental insistía en aventajar al perro, girando sobre los cascos y trotando de un lado para otro para luego girar bruscamente en un intento por retroceder y escabullirse. Resultaba ridículo que Rolf hubiera sido capaz de cercarlo. Pero allí estaban, haciendo tablas.

Rolf, por su parte, parecía no haberse dado cuenta de que el caballo lo superaba diez veces en tamaño. Decidido a no perder a su presa, seguía impidiéndole el paso cada vez que este se giraba y daba veloces saltitos, amenazando con morder al semental si se pasaba de la raya. Si Rolf consideraba que el caballo avanzaba demasiado, gruñía y saltaba para obligarlo a retroceder. Y, cuando el semental intentaba escapar por los laterales, rompiendo a trotar con magnificencia, Rolf embestía hasta estrellarse con él, obligándolo a frenar sobre los cascos y arrinconándolo de nuevo contra la valla.

Mira contempló al perrito saltar y ladrar, pero esta vez el caballo se hartó de jugar al ratón y al gato con su captor y devolvió el ataque. ¡Y se abalanzó sobre Rolf! Tenía las orejas pegadas a la cabeza, mostraba los dientes y giraba y retorcía el cuello como una serpiente furiosa. Atacó y estuvo tan cerca de morder al perro que, durante una milésima de segundo, Rolf se retrajo. Pero el intrépido teckel redobló entonces sus esfuerzos por ladrar y saltar. ¡La violencia entre ambos no hacía más que escalar! Mira vio que el semental se incorporaba sobre los cuartos traseros y lanzaba a Rolf un ataque con los cascos delanteros que a punto estuvo de aplastarle el cráneo.

—¡Rolf! ¡No! ¡Vuelve aquí!

Rolf no era consciente del riesgo que corría, pero para Mira era evidente que un mal golpe de esos cascos podía ser mortal.

Cuando el caballo se levantó para atacar de nuevo, Mira corrió a agarrar al teckel. Pero Rolf no quería que nadie lo salvara. Se escabulló de Mira, escapó de sus manos y a la chica no le quedó más remedio que lanzarse al suelo para agarrarlo.

—¡Rolf! —Rodando por el polvo, Mira lo agarró por el collar y lo atrajo hacia ella con brusquedad—. ¡Tienes que parar con esto! ¡Te va a matar!

Mira y Rolf tenían ahora al caballo justo encima. Con un resoplido asombrado, el animal se levantó sobre ambos cuartos traseros y coceó violentamente con los dos cascos delanteros. Mira chilló y cerró los ojos, convencida de que estaba a punto de dejarse caer sobre ellos y aplastarlos. Pero de algún modo el semental consiguió plantar los cascos a ambos lados de su cuerpo para luego volver a levantarse y dar media vuelta, dándoles la espalda y encarando la verja que lo mantenía preso.

No había espacio para tal maniobra, pero el caballo estaba decidido. Sin moverse del sitio, se preparó, balanceándose sobre los cuartos traseros, y saltó con premura por los aires, superando la valla con agilidad y sin esfuerzo.

Mira no daba crédito. Ni siquiera había tenido que tomar impulso. Se había limitado a propulsarse, como si tuviera muelles en los cascos. Y había aterrizado al otro lado de la valla grácil como un gato. En cuanto tocó tierra, se dio impulso y emprendió el galope con una orgullosa sacudida de crines. Enfiló hacia la otra punta del bosque, haciendo mecerse los abedules y las coníferas a su paso hasta convertirse en un destello grisáceo entre los árboles.

Rolf estaba desquiciado: ¡su presa estaba escapando! Comenzó a aullar de nuevo, y haciendo acopio de fuerzas, consiguió retorcerse y liberarse de las manos de Mira.

—¡Rolf! ¡No!

Esta vez el teckel solo consiguió dar un par de pasos cortos antes de que la correa de cuero le enlazara otra vez el cuello. Previendo que volvería a escaparse, Mira le ­había enganchado la correa al collar cuando lo había placado en el suelo y había deslizado el extremo opuesto alrededor de su muñeca. Rolf consiguió alejarse lo que le dio la medida de la correa antes de que esta volviera a ­contenerlo.

—¡Déjalo marchar! —le regañó Mira—. ¿En qué estabas pensando? ¡No puedes cazar un caballo! Además, ¿qué pretendías hacer con él? ¡Estás como una cabra!

Pero Rolf no la estaba escuchando. Seguía excitado y con los ojos desorbitados, lanzaba lamentos histéricos y miraba hacia los árboles esperanzado, aunque el caballo, que galopaba a la velocidad de la luz, hubiera desaparecido de su vista.

Mira tiró de Rolf y recogió correa hasta que volvió a tenerlo en sus manos.

—¿De dónde ha salido? —le preguntó al teckel.

Pero lo preguntaba más para sí misma que para el animal. No era raro encontrar caballos en el bosque, pero siempre iban de la mano de jinetes de la escuela de equitación. ¡Los caballos no aparecían en mitad del bosque trotando libres por su cuenta!

Rolf, que se retorcía y forcejeaba en brazos de Mira, exigía ser liberado, y la chica lo bajó al suelo sin soltar la correa en ningún momento.

El perrito se sacudió, indignado, y luego hundió la cabeza en el suelo y comenzó a husmear con ahínco.