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A Maisie siempre le han gustado los caballos. Además, es una artista de mucho talento que no deja de dibujar. Cuando se le presenta la oportunidad de estudiar pintura en París, su padre no se lo piensa dos veces y la deja ir. Allí, en el corazón de la Ciudad de la Luz, Maisie encontrará el diario de infancia de la famosa artista de caballos, Rose Bonifait, y conocerá a su mejor amigo, el hermoso semental negro Claude. La historia de ambas niñas avanzará paralela, vivirán tragedias, tanto pasadas como presentes, y Maisie se dará cuenta de que no puede empezar a imaginar la vida sin su caballo para siempre… Por la autora de Secretos del Pony Club «El príncipe de los caballos es una historia de valentía y voluntad para vencer a pesar de todos los obstáculos». Pájaros en la cabeza «Stacy Gregg es capaz de narrar una competición de salto con la emoción de una batalla épica».El Templo de las Mil Puertas «Es fabuloso leer a alguien con tanta pasión hacia los caballos, se nota en cada capítulo cómo ha hecho de esta afición un tema estupendo para desarrollar una gran historia que, por si fuera poco, nos deja una lección a modo de moraleja gracias a la valentía de las protagonistas». Diario de una chika Lit
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Seitenzahl: 238
Veröffentlichungsjahr: 2025
Título original: The Forever Horse
Editado por HarperCollins Ibérica, S. A., 2025
Avenida de Burgos, 8B – Planta 18
28036 Madrid
www.harpercollins.es
Este libro ha recibido una ayuda del Creative New Zealand, Arts Council de Nueva Zelanda
© de la traducción: Sonia Fernández Ordás, 2025
© de esta edición: HarperCollins Ibérica, 2025
Publicado originalmente por HarperCollins Children’s Books, una division de HarperCollins Publishers Ltd, 1 London Bridge Street, Londres SE1 9GF (Reino Unido)
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica
ISBN: 9788419802750
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Dedicatoria
Capítulo uno
Capítulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo ocho
Capítulo nueve
Capítulo diez
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo catorce
Capítulo quince
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Epílogo
Para Maalika
El gentío que abarrotaba la sala dorada de la famosa casa de subastas de París había acudido aquella noche con las billeteras a rebosar. Damas elegantes con trajes de noche resplandecientes se sentaban en las sillas doradas de respaldo alto, con las paletas de puja en las manos de manicura perfecta, mientras que sus maridos, vestidos con trajes impecables, estaban sentados junto a ellas con expresión nerviosa al pensar en la cantidad de dinero que estaban a punto de gastar. Ya se había subastado una pequeña fortuna aquella misma noche. La subasta anual de obras de los alumnos de la Escuela de Bellas Artes de París siempre atraía a coleccionistas de arte avispados que sabían que algún día los cuadros adquiridos en aquella sala por un precio relativamente bajo podrían aumentar sustancialmente su valor y revenderse por sumas millonarias.
Durante toda la tarde, las pujas habían sido continuas, pero nada fuera de lo común. Ahora, sin embargo, se creó una especie de tensión eléctrica cuando dos hombres vestidos con batas blancas y guantes llevaron el siguiente cuadro al frente de la sala y lo colocaron con todo cuidado en el caballete que se encontraba junto al hombre que dirigía la subasta.
Al fondo de la sala, Maisie se puso de puntillas para verlo mejor. Comprimida entre la gente en aquel espacio donde solo se podía estar de pie, la aterraba hacer alguna tontería, como levantar la mano para rascarse la nariz y pujar sin querer. ¡Ni en sus mejores sueños podría permitirse comprar aquel cuadro! Lo cual era bastante irónico, la verdad, porque Maisie era la artista que lo había pintado.
—¡Lote número sesenta y siete! —anunció al público el subastador, monsieur Falaise—. Esta impresionante obra, un óleo sobre lienzo, lleva por título Claude.
Monsieur Falaise, un hombre muy delgado con la barbilla puntiaguda, estudió los rostros de los ricos mecenas y supo al instante qué postores levantarían las paletas para comprar aquel cuadro. Los años de experiencia le habían permitido desarrollar un instinto para esas cosas. En el transcurso de la tarde había observado a los postores disputarse varias obras de arte moderno, abstracto y transgresor. Este nuevo cuadro, Claude, era todo lo contrario a lo que se había subastado hasta el momento. Era un retrato de un caballo negro que seguía los cánones de los maestros del realismo clásico. Muy detallado y vívido. ¡Pensar que lo había pintado una niña de trece años!… Monsieur Falaise movió la cabeza con gesto de incredulidad. La obra demostraba madurez, y, además, era un trabajo magnífico no solo por la técnica. No; era por el alma que poseía. El cuadro estaba cargado de una emoción tan intensa que era imposible contemplarlo sin derramar una lágrima. A monsieur Falaise le avergonzaba reconocer que se le habían humedecido los ojos cuando lo vio por primera vez. Incluso ahora, en medio del ajetreo y el clamor de la sala, mientras los postores se preparaban para la dura batalla que se les presentaba, vio que los mecenas se llevaban las manos a los ojos discretamente para contener las lágrimas mientras una intensa solemnidad se adueñaba de la sala. Y es que Claude, el protagonista de aquella espléndida obra de arte, era mucho más que un caballo cualquiera. Para la gente de París representaba buena parte de lo que hacía grande a su ciudad; al contemplarlo, se les rompía el corazón. Y el arte que rompe el corazón siempre vale una fortuna.
—¿Quién abre la subasta por cinco mil euros?
Al fondo de la sala, a Maisie se le escapó un pequeño grito. ¡Cinco mil euros! ¡Era una cifra descomunal! Las otras obras que se habían subastado aquella tarde habían sido mucho más baratas. La mayoría se había vendido por un precio final de menos de dos mil euros. ¿No sería una locura una puja de salida por esa cantidad tan alta? Pero monsieur Falaise sabía dos cosas: conocía a su público y sabía exactamente lo que aquel cuadro que ahora ocupaba el centro del estrado significaba para los parisinos. Y no se equivocaba. Una fracción de segundo después de que anunciara la cantidad inicial se alzó una paleta en la primera fila.
—¡Puja por cinco mil euros! —Monsieur Falaise pasó a la acción inmediatamente—. Alors! ¡Empezamos! ¿Quién ofrece seis mil?
Al instante, se levantó otra paleta.
—Seis, seis… ¿Quién ofrece siete? ¡Sí! Siete…
Al fondo de la sala, Maisie observó en silencio cómo el precio del cuadro —su cuadro— subía sin parar. No tardó en alcanzar los diez mil euros. ¡Y siguió aumentando! Saltaba de mil en mil euros, una y otra vez, hasta que la puja llegó rápidamente a los veinte mil. Pero ni siquiera entonces se serenaron los postores, ¡los veinte mil se convirtieron enseguida en treinta mil, y los treinta mil en cuarenta mil!
Hubo un momento, al llegar a cuarenta y cinco mil, en que una mujer de la primera fila con un traje de Chanel y gafas de sol negras decidió deshacerse de todos los demás y anunció en tono gélido que subía la puja a cincuenta y un mil euros; un suspiro general de derrota se extendió por la sala. Pero, entonces, un caballero de pelo gris con un pañuelo al cuello reaccionó rápido y exclamó: «¡Cincuenta y tres!», y la puja continuó.
A medida que el precio subía imparable, Maisie se ponía cada vez más nerviosa. En aquella sala, con los ojos de Claude clavados en ella, de repente se sintió dominada por la claustrofobia y el remordimiento. ¡Qué tonto haber acudido cuando el Claude de carne y hueso sufría tanto dolor y el tiempo avanzaba inexorable! ¿Cómo se le habría ocurrido asistir?
Maisie se volvió para marcharse; sin embargo, la gente estaba apretujada como sardinas en lata.
—¡Disculpen! ¡Tengo que irme! —Empezó a intentar abrirse paso, pero los asistentes a la subasta estaban tan atentos a la escena que se desarrollaba ante sus ojos que se negaban a moverse—. Je suis desolée! Pardon, pardon…
Su súplica no causó efecto. Maisie sintió que la sala entera caía sobre ella mientras el corazón empezaba a latirle más deprisa.
—¡Por favor! ¡Tengo que irme!
Entonces, como un milagro, la muchedumbre se separó y Nicole Bonifait, la mentora de Maisie, por así decirlo, apareció justo ante sus ojos; apartó a la gente y la cogió del brazo para ayudarla a avanzar.
—No te preocupes, Chou-chou —dijo Nicole—. Ven conmigo. ¡Ya te tengo!
Maisie sintió los brazos de Nicole que la rodeaban y la guiaban entre el gentío, hasta que instantes después pasaron al vestíbulo para, a continuación, bajar a trompicones la escalera de mármol que conducía a la amplia calle parisina. Maisie respiraba a profundas bocanadas con las manos apoyadas en las rodillas al tiempo que Nicole gritaba a uno de los camareros de un cercano café con terraza que les trajera una silla:
—Tout de suite!!
El camarero se apresuró a obedecer y Nicole sentó a Maisie en plena calle y pidió al camarero que les llevase agua.
—Toma, bebe. —Nicole ofreció a Maisie un vaso labrado de agua con gas y ella, agradecida, se la bebió de un sorbo. Le daba vueltas la cabeza.
—Estoy bien —insistió Maisie—. Nicole, tengo que irme…
—Oui, oui, petit Chou-chou anglaise —la tranquilizó Nicole—, pero antes espera unos minutos hasta que te recuperes.
Petit Chou-chou anglaise. Ese era el sobrenombre que le había dado Nicole. Significaba «Repollito inglés». La primera vez que Nicole la llamó así, creyó que quizá lo hacía a modo de insulto, pero Nicole le aseguró que era un apelativo muy cariñoso. La propia Nicole Bonifait era medio británica, como le había indicado cuando se conocieron. Y, de alguna manera, habían sido los antepasados ingleses de Nicole quienes habían creado las becas que lo habían cambiado todo y habían hecho posible que Maisie se embarcara en aquella extraordinaria aventura. Tan solo seis meses antes, no era más que una estudiante normal que vivía en un piso de protección oficial en Brixton, en el sur de Londres. Ahora allí estaba, sentada delante de Lucie’s, la casa de subastas más prestigiosa de París, mientras los parisinos ricos y distinguidos intentaban sobrepasar las pujas de los demás por un cuadro suyo.
—¿Te encuentras lo suficientemente bien para volver a entrar? —le preguntó Nicole—. Este es tu momento de gloria. Tu obra va a alcanzar un precio de récord, creo.
Maisie negó con la cabeza.
—No voy a volver a entrar. El cuadro no me importa nada. Quiero volver junto a Claude.
Nicole le apretó la mano cariñosamente.
—Lo entiendo perfectamente —dijo—. ¿A quién le importa una sala llena de esnobs? Y esta noche, justo esta noche, tienes que estar con él, ¿no?
—Sí —respondió Maisie—. No quiero parecer desagradecida, Nicole… Sé lo mucho que esto significa para ti…
—¡No seas tonta, Chou-chou! —Nicole le dio un fuerte abrazo—. ¡Corre a su lado! Hemos hecho todo lo que hemos podido, pero, si de verdad está viviendo sus últimas horas, debes estar junto a él.
Maisie sintió una incomprensible debilidad en las piernas al levantarse de la silla, pero también una fuerte determinación que la ayudó a ponerse en marcha y a colocar un pie delante del otro cuando dio la espalda a la casa de subastas para dirigirse al bulevar Henri IV. Lucie’s estaba a pocos minutos a pie de las caballerizas de los Célestins, sede de la Policía Montada francesa conocida como Garde Républicaine. Pero, cuando Maisie recuperó las fuerzas, el paseo se convirtió en una carrera. Y mientras corría, las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas. Se las secó, tragó saliva, se sorbió los mocos y siguió corriendo hacia el cruce. Oyó las bocinas de los coches al cruzar con el semáforo en rojo, los gritos de los ciclistas al pasar corriendo ante sus bicicletas. Hasta que, por fin, al empezar a dolerle los pulmones, llegó a las puertas del Couvent des Célestins.
Era asombroso pensar que casi doscientos caballos vivían en ese lugar, en aquellas lujosas caballerizas del corazón de París. Eran caballos de ciudad, acostumbrados al bullicio y el ruido de la vida urbana, atendidos por sus jinetes, los nobles gendarmes, los policías de la Garde Républicaine.
Maisie tuvo suerte. Precisamente era Alexandre quien se encontraba de guardia, ¡gracias a Dios! Estaba leyendo el periódico con los pies en alto y se llevó un buen susto cuando la niña dio unos golpes en los cristales de la garita para que la dejara entrar.
—¿Maisie? —Dejó caer el periódico inmediatamente—. Pensé que estarías en la subasta.
El corazón de Maisie seguía acelerado tras la carrera.
—Alexandre, por favor, ¿puedo pasar?
Él frunció el ceño.
—Maisie, no deberías estar aquí en este momento… No tardarán en venir a buscarlo.
Alexandre intentó no ceder, pero vio el temblor del labio inferior de Maisie y las huellas de lágrimas en sus mejillas. Suspiró y metió la mano bajo la mesa de la garita, pulsó un botón y las puertas automáticas se abrieron.
—Si vienen los guardias, hazte invisible, ¿vale? —Alexandre la miró muy serio y añadió por si no había quedado claro—: No estás aquí.
—No estoy aquí —corroboró Maisie—. Soy una sombra.
—Esa es mi chica —dijo Alexandre. Hizo un gesto con la mano—: ¡Venga, rápido! ¡Las sombras se mueven muy deprisa! ¡Corre a su lado!
Maisie se escabulló a toda prisa entre las puertas y cruzó el patio, a la carrera entre los setos recortados y las fuentes hasta llegar a las caballerizas, donde se pegó a los muros que quedaban fuera del alcance de las luces de seguridad. Caminó de puntillas sobre los adoquines y entró con un crujido de puertas hasta que por fin llegó a la cuadra de Claude.
—¿Claude? —Maisie pronunció el nombre al mismo tiempo que descorría el pestillo y abría la puerta.
Una parte de su ser temía que hubieran ido a buscarlo sin avisar y se lo hubieran llevado antes de que ella llegara. Pero no. Seguía allí. Al verla, la saludó con un débil relincho y Maisie lo miró a los ojos, oscuros y conmovedores. Los mismos ojos que había reproducido en el cuadro que se estaba subastando en aquel mismo momento en Lucie’s.
¡Oh, pero en carne y hueso era mucho más hermoso! De todos los preciosos y nobles sementales que vivían en las caballerizas de los Célestins, Claude era el más imponente. Negro azabache con calzado blanco en las patas y una estrella en la frente. Francés de silla clásico, siempre llamaba la atención en los desfiles. La primera vez que lo vio destacaba entre todos los demás y supo que era especial…, como desde luego había demostrado.
—Hola, mi chico valiente —dijo Maisie con voz suave, y el semental alzó su elegante testuz para devolverle el saludo con un relincho.
Después, vencido por el agotamiento y el dolor, dejó caer la cabeza entre las patas delanteras como un cisne agonizante en un ballet.
—Claude. —Maisie se arrodilló junto a él y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, lo ayudó a alzar la cabeza y la meció en sus brazos—. Sé que te duele mucho, Claude —susurró mientras le acariciaba el flequillo—, pero no tendrás que hacerte el valiente mucho más tiempo. Te prometo que cuando vengan a buscarte, por mucho que me duela el alma, permaneceré a tu lado. Estaré contigo hasta el final. Te lo prometo, te lo prometo…
Cuando llegó a París, Maisie se había quedado maravillada ante la belleza de la ciudad. Su momento del día favorito era la primera hora de la mañana, cuando la luz del amanecer bañaba los tejados color gris paloma y los teñía de un tono rosa iridiscente y el río Sena parecía de oro fundido. Como artista, le encantaba el amanecer con su luz sobrenatural que lo transformaba todo. Pero aquella noche, al abrazar a Claude, temió el amanecer con toda su alma. Y es que, cuando la noche diera paso al día y volvieran los guardias de los Célestins, se lo llevarían de su lado. Y la luz abandonaría París para siempre.
Un año antes…
El primer caballo que me fascinó costaba trece millones de libras. Y ni siquiera era real. Se llamaba Whistlejacket y era un retrato colgado de una pared de la National Gallery, en Trafalgar Square. Vale, era el cuadro y no el caballo lo que costaba todo ese dinero, pero da igual.
Una tarde lluviosa de domingo mi padre me llevó al museo a ver a Whistlejacket. Yo tenía cinco años; la verdad, demasiado pequeña para ir a un museo, pero dice papá que por eso supo que yo era distinta a los demás niños, porque, en lugar de aburrirme, me encontraba como pez en el agua entre todos aquellos cuadros famosos. Me empapé de los radiantes girasoles amarillos de Van Gogh, de los lirios suaves y difuminados de Claude Monet y de las bellezas recostadas y lánguidas de Botticelli, Venus y Marte…; le expliqué a mi padre, con mi vocecilla de niña pequeña cargada de autoridad, las técnicas exactas que imaginaba que habrían utilizado los pintores, y lo que más me gustaba de los colores y la composición. Papá dice que, desde el principio, siempre tuve muy claro lo que me encantaba y lo que me horrorizaba del arte. No me gustaban los cuadros abstractos ni los surrealistas. Me gustaba el arte que se parecía a las cosas de verdad: animales, paisajes y retratos.
Aquel domingo había algunos cuadros impresionantes en la galería, pero, cuando vi Whistlejacket, todos desaparecieron y para mí se convirtió en el único.
Era un caballo precioso, castaño intenso con crines rubias y una cola poblada color miel que llegaba casi hasta el suelo. Tenía un calzado perfecto en la pata trasera más cercana y los cuartos traseros musculosos, pero sus extremidades eran delicadas y su cuello sobresalía entre sus hombros elegantes en perfecta armonía. Al levantarse sobre las patas traseras, tenía la cabeza vuelta para mirarme. Su brillante ojo marrón oscuro tenía una expresión tan conmovedora que parecía imposible que no fuera un caballo de carne y hueso. ¡Pensar que un artista había creado aquello con sus propias manos…!
—Quiero llevármelo a casa —le dije a mi padre entre risas.
—No podemos —respondió—. Su sitio está aquí; además…, ese cuadro vale trece millones de libras.
Me quedé hundida hasta que fuimos a la tienda de regalos y papá me compró una caja de pinturas y una postal del cuadro.
—Ahora puedes pintar tu propio caballo —comentó.
Aquella misma tarde intenté pintar mi propio Whistlejacket. Me esforcé todo lo que pude para lograr que me quedara proporcionado, para reproducir el cuello ancho, el arco del lomo y la curva de la grupa. ¡Las patas eran muy difíciles! Sobre todo, los cascos. Me di cuenta de que mis pinturas nuevas eran un instrumento contundente, demasiado blanducho y chorreante, así que decidí usar un lápiz HB normal. Dibujando con él no había colores ni era tan vistoso, pero no me interesaba pintar como los niños pequeños. Quería que mi caballo quedara perfecto, y con el lápiz podía perfeccionar el dibujo, repetir los trazos, borrar lo que me había salido mal y rehacerlo de nuevo hasta quedar satisfecha con el resultado.
Hice un montón de dibujos de Whistlejacket y, al terminar cada uno, se los enseñaba a papá y él los iba pegando en la puerta del frigorífico. Al principio eran un poco malos, pero enseguida empecé a mejorar. A ver, solo tenía cinco años, y la mayoría de los niños de cinco años hace dibujos que parecen garabatos; pero yo en poco tiempo conseguí que parecieran caballos. Recuerdo que hice uno muy bueno, casi idéntico al original. Mi padre lo miró con admiración durante un rato y después dijo:
—Maisie, eres un prodigio.
—¿Qué es un prodigio? —pregunté.
—Alguien que es muy muy bueno en algo a una edad muy temprana. Como Mozart.
—Entonces, ¿también dibujaba caballos?
—No. Tocaba el piano.
—¿Y de qué sirve ser bueno tocando el piano?
—Las distintas personas destacan en distintas cosas —respondió mi padre.
En aquel momento, decidí que solo destacaría pintando caballos.
El fin de semana siguiente fuimos a Hyde Park en autobús. Papá me había comprado un nuevo cuaderno de dibujo, con hojas blancas, gruesas y texturizadas, y preparó el almuerzo para comer en el parque.
—Allí hay caballos —me explicó—. Los tienen en unos establos cercanos y los dejan pasear por el parque.
Nos sentamos a esperar sobre la hierba a la sombra de los árboles que bordean Rotten Row, ¡y a los pocos minutos vimos nuestros primeros caballos de carne y hueso! Un par de percherones irlandeses blancos con grandes manchas negras, plumas peludas en las patas, perfil recto y grupas amplias. Hice un boceto lo mejor que pude mientras pasaban, y aquella noche en casa retoqué el dibujo original para perfeccionar la luz y los colores.
—¿En serio crees que soy un vestigio? —pregunté a papá.
Él se quedó perplejo. Luego entendió lo que quería decir.
—Vestigio, no —me corrigió—. Prodigio. Significa que eres un pequeño genio. Tienes un don.
O sea…, vale, soy un prodigio. Al menos, lo era. Si buscáis en la Wikipedia, ¡un niño prodigio debe tener menos de diez años! Y ahora tengo doce, casi trece, así que ya he sobrepasado la edad; cosas de la vida moderna. De todos modos, eso de ser un niño prodigio tampoco es para tanto. Podríais pensar que ser un genio de las artes sería algo bueno. Quiero decir, estoy casi segura de que cuando Mozart era pequeño le gustaba a todo el mundo. Pero conmigo las cosas no son ni medio parecidas. Para empezar, la señora Mason, mi profesora de la Brixton Heights Academy, es una bruja y cree que dibujar en clase es…, yo qué sé, una especie de crimen o algo así. Según ella, sería mejor ser Adolf Hitler que dibujar caballos. Por lo menos, esa fue la impresión que dio el día de la tutoría de padres.
—Hace perder el tiempo a todo el mundo y me obliga a interrumpir la clase —se quejó la señora Mason.
—¿Porque dibujar caballos no forma parte del temario de dibujo? —preguntó papá.
—Señor Thompson —respondió la señora Mason en tono gélido—, Maisie no se limita a dibujar en clase de dibujo. Se pasa todo el tiempo dibujando caballos.
La mujer buscó en el cajón de su escritorio.
—El cuaderno de matemáticas de Maisie —dijo al tiempo que se lo enseñaba y pasaba las páginas.
No había operaciones ni problemas en el papel cuadriculado. Solo caballos. Montones y montones de caballos.
—Podría enseñarle el cuaderno de lengua, que es exactamente igual. —La señora Mason continuó con su implacable campaña de difamación—: Dibuja en ciencias, ¡incluso en clase de religión! Es la niña más testaruda y menos receptiva que he conocido en todos mis años como educadora…
La señora Mason estaba tan alterada que, al sonar el timbre que indicaba el turno de los siguientes padres, ¡no le hizo ni caso! James McCavity, sentado con su madre esperando su turno en las filas de sillas que teníamos detrás, me dirigió una sonrisa de solidaridad mientras yo seguía sentada en silencio y nuestra profesora continuaba criticando. Cuando tocó el timbre por segunda vez y ella seguía poniéndome verde, varios profesores de las otras clases que se hallaban en el vestíbulo del colegio se quedaron callados y miraron a la señora Mason, que se había puesto roja de ira. Hasta que, por fin, cuando llegó al límite de su paciencia, intervino mi padre:
—¿Se ha molestado en mirar los dibujos alguna vez, señora Mason?
—¿Perdón? —La mujer parecía desconcertada—. ¿Y eso qué tiene que ver? Estoy hablando del mal comportamiento de Maisie en clase.
Mi padre sacudió la cabeza y suspiró:
—¿Es usted consciente de que la madre de Maisie murió cuando ella era un bebé recién nacido?
Al oír estas palabras, la señora Mason se quedó atónita.
—Lo siento —balbució—. No era… No lo sabía.
—No. Por supuesto que no —dijo papá—. Así que tampoco sabía que nuestra familia es monoparental. Tengo que criar a Maisie en solitario y dispongo de muy poco tiempo. Trabajo sesenta horas a la semana y hoy he tenido que poner excusas para salir antes. Vine esperando que fuéramos a hablar de lo que estaba haciendo el colegio para fomentar y enriquecer el don que tiene mi hija.
—¡Señor Thompson! —respondió la mujer, de nuevo enfurecida—. Hasta Picasso tuvo que ir al colegio, como bien sabrá.
Mi padre se echó a reír y dijo:
—¿Sabe una cosa, señora Mason? Está usted completamente equivocada, pero este es el único dato interesante que ha mencionado hoy.
Después, mientras volvíamos a casa, papá me habló de Pablo Picasso, uno de los artistas más famosos del mundo, y me contó que lo habían aceptado en una selecta academia de bellas artes cuando solo tenía trece años.
—Seguro que la señora Mason no reñiría a Picasso —se quejó mi padre.
—Lo más seguro es que sí —contesté yo.
Curiosamente, sin embargo, tuvimos que agradecer a la señora Mason lo que sucedió después. Si no hubiera sido por ella, a papá jamás se le habría ocurrido la idea de que yo también podía llegar a ser como Picasso. Mientras caminábamos, un plan empezó a cobrar forma en su mente, pero en aquel momento no me comentó nada. Solo dijo que la señora Mason era un carcamal, compramos pescado y patatas fritas, y me pidió que en lo sucesivo intentara aparentar que prestaba atención en clase para que la señora Mason no tuviera que volver a llamarlo.
Pasó el resto de la noche delante del ordenador, y recuerdo que en un momento dado entró en el salón y se puso a revisar el montón de dibujos que había encima de la mesa de centro.
—¿Dónde está aquel que hiciste el pasado fin de semana? —me preguntó—. ¿El de esos dos caballos blancos y negros trotando por el parque bajo aquellos robles enormes? Ya no está en la puerta de la nevera.
Yo siempre pego los mejores dibujos en la nevera, y después de una semana o así los guardo en un cajón en mi cuarto. Allí fue donde encontré los caballos blancos con manchas negras.
Papá observó el dibujo y sonrió.
—Este valdrá —dijo.
En aquel momento, no supe a qué se refería; tampoco se me ocurrió preguntárselo.
Durante el resto del trimestre, se produjo una tregua entre la señora Mason y yo. No es que hubiera empezado a caerle bien de repente. Eso sería esperar demasiado. Pero tampoco estaba mirando continuamente por encima del hombro para ver lo que yo hacía. Creo que no tenía ganas de volver a entrevistarse con mi padre.
El trimestre casi había terminado cuando una tarde papá llegó a casa y me dijo que fuera al salón. Había algo en su tono de voz que me preocupó.
—¿Me he metido en algún lío? —pregunté en cuanto lo vi allí de pie con la cara muy seria.
Mi padre no dijo nada. Me tendió la mano y entonces vi el sobre. Era de papel grueso color crema con un sello plateado en relieve que tenía unas palabras en francés.
—¿Es para mí? Pero si ya lo has abierto —le indiqué. El sobre estaba rasgado.
Entonces vi que mi padre estaba temblando. Tenía lágrimas en los ojos.
—¿Ha pasado algo malo, papá? —Ahora estaba preocupada—. ¿Qué ocurre?
—Te han admitido —respondió.
—¿Dónde?
—En la Escuela de Bellas Artes de París —dijo papá—. Con una beca para un trimestre completo con todos los gastos pagados.
—Pero yo no he solicitado entrar en ninguna escuela de bellas artes —expliqué.
Y me acordé de aquel día después de la tutoría de padres, cuando había buscado aquel dibujo de los dos percherones blancos con manchas negras.
—No me contaste que ibas a solicitar una plaza en una escuela de bellas artes.
—No quería que te hicieras ilusiones —dijo papá—. Es una beca para que un alumno inglés estudie allí. Tienen que revisar más de mil solicitudes…, y solo un alumno es el elegido.
—¿Y me han elegido a mí?
—Te han elegido a ti —confirmó papá—. Entonces, Maisie, ¿qué dices? —me preguntó con una sonrisa—. ¿Quieres ir a París?
Fuimos a celebrarlo a un restaurante francés. Dadas las circunstancias, parecía lo más apropiado.
—La Escuela de Bellas Artes de París es la academia más famosa del mundo —me explicó papá mientras el camarero nos daba las cartas.
Eché un vistazo a los precios…, ¡ocho libras por una ensalada verde!
—¿Te ha tocado la lotería? —pregunté.
—Por esta vez nos merecemos algo especial —contestó mi padre.
—Pero esa escuela de París —insistí en lo que me interesaba—, ¿cómo es? ¿Cara?
—Muy cara —respondió—. Pero la matrícula y los gastos están cubiertos. Eso es lo que significa obtener una beca.
—Entonces, ¿no tienes que pagar nada? —Me centré en el menú—. ¿Qué son escargots?
—Caracoles —dijo papá—. ¿Te atreves a pedirlos?