9,99 €
Holmes ha estado investigando al genio criminal Moriarty y a sus colaboradores durante meses y está a punto de lograr atraparlos a todos y entregarlos a la justicia. Lo que el detective no sabe es que este enfrentamiento puede costarle la vida.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 248
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
Los hacendados de Reigate.
El jorobado.
El paciente interno.
El intérprete griego.
El tratado naval.
El problema final.
Notas
El problema final
Títulos originales: Te Adventure of the Reigate Squire; Te Adventure of the Crooked Man;Te Adventure of the Resident Patient; Te Adventure of the Greek Interpreter;Te Adventure of the Naval Treaty; Te Adventure of the Final Problem, 1893
Traducción: Amando Lázaro Ros y Esteban Riambau Saurí
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: julio de 2025
REF.: OBDO515
ISBN: 978-84-1098-377-9
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
“LOS DOS CUNNINGHAM SE INCLINABAN SOBRE LA FIGURA
POSTRADA DE SHERLOCK HOLMES”.
DE A. CONAN DOYLE
ASÓALGÚNtiempo antes de que la salud de mi amigo, el señor Sherlock Holmes, se repusiera de la tensión nerviosa ocasionada por su inmensa actividad durante la primavera de 1887. Tanto el asunto de la Netherland-Sumatra Company como las colosales jugadas del barón Maupertins son hechos todavía demasiados frescos en la mente del público y demasiado íntimamente ligados con la política y las finanzas, para ser temas adecuados en esta serie de esbozos. No obstante, por un camino indirecto conducen a un problema tan singular como complejo, que dio a mi amigo una oportunidad para demostrar el valor de un arma nueva entre las muchas con las que libraba su prolongada batalla contra el crimen.
Al consultar mis notas, veo que fue el 14 de abril cuando recibí un telegrama desde Lyon, en el que se me informaba de que Holmes estaba enfermo en el hotel Dulong. Veinticuatro horas más tarde, entraba en el cuarto del paciente y me sentía aliviado al constatar que nada especialmente alarmante había en sus síntomas. Sin embargo, su férrea constitución se había resentido debido a las tensiones de una investigación que había durado más de dos meses, período durante el cual nunca había trabajado menos de quince horas diarias, y más de una vez, como él mismo me aseguró, había realizado su tarea a lo largo de cinco días sin interrupción. El resultado victorioso de sus desvelos no pudo salvarle de una reacción después de tan tremenda prueba, y, en unos momentos en que su nombre resonaba en toda Europa y en el suelo de su habitación se apilaban literalmente los telegramas de felicitación, lo encontré sumido en la más negra depresión. Ni siquiera la constatación de su triunfo allí donde la policía de tres países había fracasado, y que había derrotado en todos los aspectos al estafador más consumado de Europa, bastaban para sacarle de su postración nerviosa.
Tres días más tarde nos encontrábamos de nuevo los dos en Baker Street, pero era evidente que a mi amigo debería sentarle muy bien un cambio de aires, y también a mí me resultaba más que atractivo pensar en una semana de primavera en el campo. Mi viejo amigo, el coronel Hayter, que en Afganistán se sometió a mis cuidados profesionales, había adquirido una casa cerca de Reigate, en Surrey, y con frecuencia me había pedido que fuese a hacerle una visita. La última vez hizo la observación de que, si mi amigo deseaba venir conmigo, le daría una satisfacción ofrecerle también su hospitalidad. Se necesitó un poco de diplomacia, pero cuando Holmes se enteró de que se trataba del hogar de un soltero y supo que a él se le permitiría plena libertad, aceptó mis planes y, una semana después de regresar de Lyon, nos hallábamos bajo el techo del coronel. Hayter era un espléndido viejo soldado que había visto gran parte del mundo y, tal como yo me había figurado ya, pronto descubrió que él y Holmes tenían mucho en común.
La noche de nuestra llegada, nos instalamos en la armería del coronel después de cenar. Holmes se echó en el sofá, mientras Hayter y yo examinábamos su pequeño arsenal de armas de fuego.
—A propósito —dijo el coronel—, creo que voy a llevarme arriba una de estas pistolas, por si acaso se produce una alarma.
—¿Una alarma? —repetí.
—Sí, hace poco tuvimos un susto muy cerca. El viejo Acton, que es uno de nuestros magnates rurales, sufrió en su casa un robo con allanamiento y fractura el lunes pasado. No hubo que lamentar grandes daños, pero los autores continúan en libertad.
—¿Ninguna pista? —inquirió Holmes, con la mirada fija en el coronel.
—Todavía ninguna. Pero el asunto es ínfimo, uno de los pequeños delitos de nuestro mundo rural, y forzosamente ha de parecer demasiado pequeño para que usted le preste atención, señor Holmes, y menos después de ese gran escándalo internacional.
Holmes desechó con un gesto el cumplido, pero su sonrisa denotó que no le había desagradado.
—¿Hubo algún detalle interesante?
—Yo diría que no. Los ladrones saquearon la biblioteca y poca cosa les aportaron sus esfuerzos. Todo el lugar fue puesto patas arriba, con los cajones abiertos y los armarios revueltos y, como resultado, había desaparecido un volumen valioso de las obras de Homero traducidas por Pope, dos candelabros plateados, un pisapapeles de marfil, un pequeño barómetro de madera de roble y un ovillo de bramante.
—¡Qué surtido tan interesante! —exclamé.
—Es evidente que aquellos individuos echaron mano a lo que pudieron.
Holmes lanzó un gruñido desde el sofá.
—La policía del condado debería sacar algo en claro de todo esto —dijo—. Pero sí resulta evidente que...
—Está usted aquí para descansar, mi querido amigo. Por lo que más quiera, no se meta en un nuevo problema cuando tiene todo el sistema nervioso hecho trizas.
Holmes se encogió de hombros con una mueca de cómica resignación dirigida al coronel, y la conversación derivó hacia canales menos peligrosos.
“ESTÁ USTED AQUÍ PARA DESCANSAR, MI QUERIDO AMIGO”.
Deseaba el destino, sin embargo, que toda mi cautela profesional resultara inútil, pues, a la mañana siguiente, el problema se nos impuso de tal modo que fue imposible ignorarlo, y nuestra estancia en la campiña adquirió un cariz que ninguno de nosotros hubiese podido prever. Estábamos desayunando cuando el mayordomo del coronel entró precipitadamente, perdida por entero su habitual compostura.
—¿Se ha enterado de la noticia, señor? —jadeó—. ¡En la finca Cunningham, señor!
—¡Un robo! —gritó el coronel, con su taza de café a medio camino de la boca.
—¡No, señor! ¡Un asesinato!
El coronel lanzó un silbido.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¿A quién han matado, pues? ¿Al juez de paz o a su hijo?
—A ninguno de los dos, señor. A William, el cochero. Un balazo en el corazón, señor, y ya no pronunció palabra.
—¿Y quién disparó contra él, pues?
—El ladrón, señor. Huyó rápido como el rayo y desapareció. Acababa de entrar por la ventana de la despensa, cuando William se abalanzó sobre él y perdió la vida, defendiendo la propiedad de su señor.
—¿Qué hora era?
—Alrededor de la medianoche, señor.
—Bien, entonces iremos allí enseguida —dijo el coronel, dedicando de nuevo su atención fríamente al desayuno—. Es un asunto bastante feo —añadió cuando el mayordomo se hubo retirado—. El viejo Cunningham es aquí el número uno entre la hidalguía rural y persona de lo más decente. Esto le causará un serio disgusto, pues este hombre llevaba años a su servicio y era un buen sirviente. Es evidente que se trata de los mismos villanos que entraron en casa de Acton.
—¿Los que robaron aquella colección tan singular? —observó Holmes pensativo.
—Precisamente.
—¡Hum! Puede revelarse como el asunto más sencillo del mundo, pero, de todos modos, a primera vista, resulta un tanto curioso, ¿no creen? De una pandilla de amigos de lo ajeno que actúa en la campiña cabría esperar que variasen el escenario de sus operaciones, en vez de allanar dos viviendas en el mismo distrito y en el plazo de pocos días. Cuando esta noche ha hablado usted de tomar precauciones, recuerdo que ha pasado por mi cabeza el pensamiento de que esta era, probablemente, la última parroquia de Inglaterra a la que el ladrón o ladrones dedicarían su atención, lo cual demuestra que todavía tengo mucho que aprender.
—Supongo que se trata de algún delincuente de la zona —dijo el coronel—. Y en este caso, desde luego, las mansiones de Acton y Cunningham son precisamente los lugares a los que un ladrón así se dedicaría, puesto que son, con mucho, las más grandes de aquí.
—¿Y las más ricas?
—Deberían serlo, pero durante años han mantenido un pleito judicial que, según creo, ha de haberles chupado la sangre a ambas. El anciano Acton reivindica la mitad de la finca de Cunningham, y los abogados han intervenido sin tasa.
—Si se trata de un delincuente local, no sería excesivamente difícil echarle el guante —dijo Holmes con un bostezo—. Está bien, Watson, no tengo la intención de entrometerme.
—El inspector Forrester, señor —anunció el mayordomo, mientras abría la puerta.
El oficial de policía, un joven apuesto y de rostro inteligente, entró en la habitación.
—Buenos días, coronel —dijo—. Espero no cometer una intrusión, pero hemos oído que el señor Holmes, de Baker Street, se encuentra aquí.
El coronel movió la mano hacia mi amigo, y el inspector se inclinó.
—Pensamos que tal vez le interesara intervenir, señor Holmes.
—Los hados están contra usted, Watson —comentó este, riéndose—. Hablábamos de esta cuestión cuando usted ha entrado, inspector. Tal vez pueda darnos a conocer algunos detalles.
Cuando Holmes se repantigó en su sillón con aquella actitud ya familiar, supe que en la situación ya no había ninguna esperanza.
—En el caso Acton no teníamos ninguna pista, pero aquí las tenemos en abundancia; no cabe duda de que se trata del mismo responsable en cada ocasión. El hombre ha sido visto.
—¡Ah!
—Sí, señor. Pero huyó rápido como un ciervo después de disparar el tiro que acabó con la vida del pobre William Kirwan. El señor Cunningham lo vio desde la ventana del dormitorio, y el señor Alec Cunningham, desde el pasillo posterior. Eran las doce menos cuarto cuando se dio la alarma. El señor Cunningham acababa de acostarse y el joven Alec, ya en bata, fumaba en pipa. Ambos oyeron a William, el cochero, gritar pidiendo auxilio, y el joven Alec fue corriendo a ver qué ocurría. La puerta de detrás estaba abierta y, al llegar al pie de la escalera, advirtió que dos hombres forcejeaban afuera. Uno de ellos disparó, el otro cayó, y el asesino huyó corriendo a través del jardín y saltando el seto. El señor Cunningham, que miraba desde la ventana de su habitación, vio al hombre cuando llegaba a la carretera, pero enseguida lo perdió de vista. El joven Alec se detuvo para ver si podía ayudar al moribundo, lo que aprovechó el malhechor para escapar. Aparte del hecho de que era un hombre de mediana estatura y vestía ropas oscuras, no tenemos señas personales, pero estamos investigando a fondo, y si es un forastero pronto daremos con él.
“EL INSPECTOR FORRESTER, SEÑOR”.
—¿Y qué hacía allí ese tal William? ¿Dijo algo antes de morir?
—Ni una sola palabra. Vivía en la casa del guarda con su madre, y puesto que era un muchacho muy fiel, suponemos que fue a la casa con la intención de comprobar que no hubiera novedad en ella. Desde luego, el asunto de Acton había puesto a todos en guardia. El ladrón debía de haber acabado de abrir la puerta, cuya cerradura forzó, cuando William lo sorprendió.
—¿Dijo William algo a su madre antes de salir de casa?
—Es muy vieja y está sorda como una tapia. De ella no podremos conseguir ninguna información. La impresión la ha dejado como atontada, pero tengo entendido que nunca tuvo una mente muy despejada. Con todo, hay una circunstancia muy importante. ¡Fíjense en esto!
Extrajo un pequeño fragmento de papel de una libreta de notas y lo alisó sobre su rodilla.
—Esto lo hallamos entre el pulgar y el índice del muerto. Parece ser un fragmento arrancado de una hoja más grande. Observarán que la hora mencionada en él es precisamente la misma en la que el pobre hombre encontró la muerte. Observen que su asesino pudo haberle quitado el resto de la hoja o que él pudo haberle arrebatado este fragmento al asesino. Tiene todo el aspecto de haber sido una cita.
Holmes tomó el trozo de papel, un facsímil del cual se incluye aquí1:
—Y suponiendo que se trate de una cita —continuó el inspector—, es, desde luego, una teoría plausible la de que ese William Kirwan, aunque tuviera reputación de ser un hombre honrado, pudiera haber estado asociado con el ladrón. Pudo haberse encontrado con él aquí, incluso haberlo ayudado a forzar la puerta, y cabe que entonces se iniciara una pelea entre los dos.
—Este escrito presenta un interés extraordinario —dijo Holmes, que lo había estado examinando con una intensa concentración—. Se trata de aguas más profundas de lo que yo me había figurado.
Y ocultó la cabeza entre las manos, mientras el inspector sonreía al ver el efecto que su caso había tenido en el famoso especialista londinense.
—Su última observación —dijo Holmes al cabo de un rato— acerca de la posibilidad de que existiera un entendimiento entre el ladrón y el criado, y de que esto fuera una cita escrita por uno al otro, es una suposición interesante y no del todo imposible. Pero este escrito abre...
De nuevo hundió la cara entre las manos y por unos minutos permaneció sumido en los más profundos pensamientos. Cuando alzó el rostro, quedé sorprendido al ver que el color teñía sus mejillas y que sus ojos brillaban tanto como antes de caer enfermo. Se levantó de un brinco con toda su anterior energía.
—¡Voy a decirle una cosa! —anunció—. Me gustaría echar un breve y discreto vistazo a los detalles de este caso. Hay algo en él que me fascina poderosamente. Si me lo permite, coronel, dejaré a mi amigo Watson con usted y yo daré una vuelta con el inspector para comprobar la verosimilitud de un par de pequeñas fantasías mías. Volveré a estar con ustedes dentro de media hora.
Pasó una hora y media antes de que el inspector regresara, y lo hizo solo.
—El señor Holmes recorre de un lado a otro el campo —explicó—. Quiere que los cuatro vayamos juntos a la casa.
—¿A la del señor Cunningham?
—Sí, señor.
—¿Con qué objeto?
El inspector se encogió de hombros.
—No lo sé exactamente, señor. Entre nosotros, creo que el señor Holmes todavía no se ha repuesto por completo de su dolencia. Se ha comportado de un modo muy extraño y está excitadísimo.
—No creo que esto sea motivo de alarma —dije—. Generalmente, he podido constatar que hay método en su excentricidad.
—Otros dirían que hay excentricidad en su método —murmuró el inspector—. Pero arde en deseos de comenzar, coronel, por lo que considero conveniente salir, si están ustedes dispuestos.
Encontramos a Holmes recorriendo el campo de un extremo a otro, hundida la barbilla en el pecho y con las manos metidas en los bolsillos del pantalón.
—Aumenta el interés del asunto —dijo—. Watson, su excursión al campo ha sido un éxito evidente. He pasado una mañana encantadora.
—¿Debo entender que ha visitado el escenario del crimen? —preguntó el coronel.
—Sí, el inspector y yo hemos efectuado un pequeño reconocimiento.
—¿Con éxito?
—Hemos visto algunas cosas muy interesantes. Le contaré lo que hemos hecho mientras caminamos. En primer lugar, hemos visto el cadáver de aquel desdichado. Desde luego, murió herido por una bala de revólver, tal como se ha informado.
—¿Acaso dudaba de ello?
—Es que siempre conviene someterlo todo a prueba. Nuestra inspección no ha sido tiempo perdido. Hemos celebrado después una entrevista con el señor Cunningham y su hijo, que nos han podido enseñar el lugar exacto en que el asesino franqueó el seto del jardín en su huida. Esto ha revestido el mayor interés.
—Naturalmente.
—Después hemos visto a la madre del pobre hombre. Sin embargo, no hemos obtenido ninguna información de ella, ya que es una mujer muy vieja y débil.
—¿Y cuál es el resultado de sus investigaciones?
—La convicción de que el crimen ha sido muy peculiar. Es posible que nuestra visita de ahora contribuya a disipar parte de su oscuridad. Pienso que ahora estamos de acuerdo, inspector, en que el fragmento de papel en la mano del difunto, por el hecho de llevar escrita la hora exacta de su muerte, tiene una extrema importancia.
—Debería constituir una pista fundamental, señor Holmes.
—Es que constituye una pista crucial. Quienquiera que escribiera esa nota fue el hombre que sacó a William Kirwan de su cama a esa hora. Ahora bien ¿dónde se encuentra el resto del papel?
—Examiné el suelo minuciosamente, con la esperanza de encontrarlo —dijo el inspector.
—Fue arrancado de la mano del difunto. ¿Por qué alguien ansiaba tanto apoderarse de él? Porque le incriminaba. ¿Y qué hizo con él? Con toda probabilidad, metérselo en el bolsillo, sin advertir que una esquina del mismo había quedado entre los dedos del muerto. Si pudiéramos conseguir el resto de esta cuartilla, no cabe duda de que avanzaríamos muchísimo en la solución del misterio.
—Sí, pero ¿cómo llegar al bolsillo del criminal antes de capturarlo?
—Bien, este es un punto que merece reflexión, pero hay otro que resulta evidente. La nota le fue enviada a William. Quien la escribió no pudo haberla llevado, pues en este caso, como es natural, habría dado oralmente su mensaje. ¿Quién llevó la nota? ¿O llegó por correo?
—He hecho indagaciones —dijo el inspector—. Ayer, William recibió una carta en el correo de la tarde. El sobre fue destruido por él.
—¡Excelente! —exclamó Holmes mientras daba una palmada en la espalda del inspector—. Usted ha hablado con el cartero. Es un placer trabajar con usted. Bien, aquí está la casa del guarda y, si quiere subir conmigo, coronel, le enseñaré el escenario del crimen.
Pasamos ante el lindo cottage en el que había vivido el hombre asesinado y caminamos a lo largo de una avenida flanqueada por olmos hasta llegar a la antigua y bonita mansión estilo reina Ana, que ostenta el nombre de Malplaquet sobre el dintel de la puerta. Holmes y el inspector nos guiaron a su alrededor hasta que llegamos a la verja lateral, separada por una zona ajardinada del seto que flanquea la carretera. Había un policía junto a la puerta de la cocina.
—Abra la puerta, agente —dijo Holmes—. Pues bien, en esta escalera se encontraba el joven señor Cunningham y vio forcejear a los dos hombres precisamente donde ahora nos encontramos nosotros. El señor Cunningham padre estaba junto a aquella ventana, la segunda a la izquierda, y vio al hombre escapar por la parte izquierda de aquellos matorrales. También lo vio el hijo. Ambos están seguros de ello a causa del matorral. Entonces, el joven señor Cunningham bajó corriendo y se arrodilló al lado del herido. Sepa que el suelo es muy duro y no hay marcas que puedan guiarnos.
Mientras hablaba, se acercaban dos hombres por el sendero del jardín, después de doblar la esquina de la casa. Uno era un hombre de edad madura, con un rostro enérgico y marcado por acusadas arrugas, y ojos somnolientos, y el otro era un joven bien plantado, cuya expresión radiante y sonriente, y su chillona indumentaria ofrecían un extraño contraste con el asunto que nos había llevado allí.
—¿Todavía buscando, pues? —le dijo a Holmes el más joven—. Yo creía que ustedes, los londinenses, no fallaban nunca. No me parece que sean de lo más rápido, después de todo.
—Hombre, es que necesitamos tiempo —repuso Holmes con buen humor.
—Van a necesitarlo —aseguró el joven Alec Cunningham—. Por ahora, no veo que tengan una sola pista.
—Solo hay una —respondió el inspector—. Pensamos que solo con poder encontrar... ¡Cielo santo! ¿Qué le ocurre, señor Holmes?
De repente, la cara de mi buen amigo había asumido una expresión de lo más alarmante. Con los ojos vueltos hacia arriba, contraídas dolorosamente las facciones y reprimiendo un sordo gruñido, se desplomó de bruces. Horrorizados por lo inesperado y grave del ataque, lo trasladamos a la cocina y lo acomodamos en un sillón, donde pudo respirar trabajosamente durante unos minutos. Finalmente, excusándose avergonzado por su momento de debilidad, volvió a levantarse.
“¡CIELO SANTO! ¿QUÉ LE OCURRE, SEÑOR HOLMES?”.
—Watson les dirá que todavía me estoy restableciendo de una grave enfermedad —explicó—. Tiendo a padecer estos súbitos ataques de nervios.
—¿Quiere que le envíe a casa en mi coche? —preguntó el mayor de los Cunningham.
—Es que, puesto que estoy aquí, hay un punto del que me agradaría asegurarme. Podemos verificarlo con gran facilidad.
—¿De qué se trata?
—Pues bien, a mí me parece posible que la llegada del pobre William no se produjera antes, sino después de la entrada del ladrón en la casa. Ustedes parecen dar por sentado que, pese a que la puerta fue forzada, el amigo de lo ajeno nunca llegó a entrar.
—A mí me parece de lo más obvio —manifestó el señor Cunningham muy serio—. Tenga en cuenta que mi hijo Alec aún no se había acostado, y que sin duda hubiera oído a alguien que se moviera por allí.
—¿Dónde estaba sentado?
—En mi cuarto vestidor, fumando.
—¿Cuál es su ventana?
—Es la última de la izquierda, junto a la de mi padre.
—Tanto su lámpara como la de él estarían encendidas, ¿verdad?
—Indudablemente.
—Hay aquí algunos detalles singulares —comentó Holmes, sonriendo—. ¿No resulta extraordinario que un ladrón, y un ladrón que ha tenido cierta experiencia previa, irrumpa deliberadamente en una casa, a una hora en que, a juzgar por las luces, pudo ver que dos miembros de la familia todavía estaban levantados?
—Debía de ser un sujeto de mucha sangre fría.
—Como es natural, si el caso no fuera peliagudo no nos habríamos sentido obligados a pedirle a usted una explicación —dijo el joven Cunningham—. Pero en cuanto a su idea de que el hombre ya había robado en la casa antes de que William le acometiera, creo que no puede ser más absurda. ¿Acaso no habríamos encontrado la casa desordenada y echado de menos las cosas que el individuo hubiera robado?
—Depende de lo que fueran estas cosas —repuso Holmes—. Deben recordar que nos las estamos viendo con un ladrón que es un individuo muy peculiar, y que parece trabajar siguiendo unas directrices propias. Véase, por ejemplo, el extraño lote de cosas que sustrajo en casa de los Acton... ¿Qué eran? Un ovillo de cordel, un pisapapeles y no sé cuántos trastos más...
—Bien, estamos en sus manos, señor Holmes —dijo Cunningham padre—. Tenga la seguridad de que se hará cualquier cosa que usted o el inspector puedan sugerir.
—En primer lugar —repuso Holmes—, me agradaría que usted ofreciera una recompensa, pero suya personal, puesto que las autoridades oficiales tal vez necesiten algún tiempo antes de ponerse de acuerdo respecto a la suma, y estas cosas conviene hacerlas con mucha rapidez. Yo ya he redactado un documento aquí, y espero que no le importe firmarlo. Pensé que cincuenta libras serían más que suficientes.
—De buena gana daría quinientas —aseguró el juez de paz, tomando la cuartilla y el lápiz que Holmes le ofrecía—. Sin embargo, esto no es exacto —añadió al examinar el documento.
—Lo he escrito precipitadamente.
—Como ve, comienza así: «Considerando que alrededor de la una menos cuarto de la madrugada del martes se hizo un intento...». En realidad, el hecho ocurrió a las doce menos cuarto.
Me apenó este error, pues yo sabía lo mucho que se resentía Holmes de cualquier resbalón de esta clase. Era su especialidad ser exacto en todos los detalles, pero su reciente dolencia le había afectado profundamente y este pequeño incidente bastó para indicarme que aún distaba mucho de ser él otra vez. Por unos momentos, se mostró visiblemente avergonzado, mientras el inspector enarcaba las cejas y Alec Cunningham dejaba escapar una carcajada. Sin embargo, el anciano caballero corrigió la equivocación y devolvió el papel a Holmes.
—Delo a la imprenta lo antes posible —pidió—. Creo que su idea es excelente.
Holmes guardó cuidadosamente la cuartilla en su libreta de notas.
—Y ahora —dijo—, sería de veras conveniente que fuéramos todos juntos a la casa y nos asegurásemos de que, después de todo, ese ladrón un tanto excéntrico no se llevó nada consigo.
Antes de entrar, Holmes procedió a efectuar un examen de la puerta que había sido forzada. Era evidente la introducción de un escoplo o de un cuchillo de hoja gruesa que forzó la cerradura, pues pudimos ver en la madera las señales del lugar en que actuó.
—¿No utilizan barras para atrancar la puerta? —preguntó.
—Nunca lo hemos considerado necesario.
—¿Y no tienen un perro?
—Sí, pero está encadenado al otro lado de la casa.
—¿A qué hora se acuestan los sirvientes?
—Alrededor de las diez.
—Tengo entendido que, a esa hora, William solía encontrarse también en la cama.
—Sí.
—Es curioso que precisamente esta noche hubiera estado levantado. Y ahora, señor Cunningham, le ruego que tenga la amabilidad de enseñarnos la casa.
Un pasillo enlosado, a partir del cual se ramificaban las cocinas, y una escalera de madera conducían directamente al primer piso de la casa, con un rellano opuesto a una segunda escalera, más ornamental, que desde el vestíbulo principal ascendía a las plantas superiores. Daban a ese rellano el salón y varios dormitorios, incluidos los del señor Cunningham y su hijo. Holmes caminaba despacio, tomando buena nota de la arquitectura de la casa. Yo sabía, por su expresión, que seguía una pista fresca y, sin embargo, no podía ni imaginar en qué dirección le conducían sus inferencias.
—Mi buen señor —dijo el mayor de los Cunningham con cierta impaciencia—, seguro que todo esto es perfectamente innecesario. Esta es mi habitación, al pie de la escalera, y la de mi hijo es la contigua. Dejo a su buen juicio dictaminar si es posible que el ladrón llegara hasta aquí sin que nosotros lo advirtiéramos.
—Tengo la impresión de que debería buscar en otra parte una nueva pista —observó el hijo con una sonrisa maliciosa.
—A pesar de todo, debo pedirles que tengan un poco más de paciencia conmigo. Me gustaría ver, por ejemplo, hasta qué punto las ventanas de los dormitorios dominan la parte frontal de la casa. Según creo, este es el cuarto de su hijo —siguió mientras abría la puerta correspondiente— y este, supongo, es el cuarto vestidor en el que él estaba sentado, fumando, cuando se dio la alarma. ¿Adónde mira su ventana?
Cruzó el dormitorio, abrió la otra puerta y dio un vistazo al otro cuarto.
—Espero que con esto se sienta satisfecho —dijo el señor Cunningham sin ocultar su enojo.
—Gracias. Creo haber visto todo lo que deseaba.
—Entonces, si realmente es necesario, podemos ir a mi habitación.
—Si no es demasiada molestia...
El juez se encogió de hombros y nos condujo a su dormitorio, que era una habitación corriente y amueblada con sencillez. Al avanzar hacia la ventana, Holmes se rezagó hasta que él y yo quedamos los últimos del grupo. Cerca del pie de la cama había una mesita cuadrada y sobre ella, una fuente con naranjas y un botellón de agua. Al pasar junto a ella, Holmes, con profundo asombro por mi parte, se me adelantó y volcó deliberadamente la mesa y todo lo que contenía. El cristal se rompió en un millar de trozos y las naranjas rodaron hasta todos los rincones del cuarto.
—Ahora sí que la he hecho buena, Watson —me dijo sin inmutarse—. Vea cómo ha quedado la alfombra.
Confundido, me agaché y comencé a recoger las frutas, comprendiendo que, por alguna razón, mi compañero deseaba cargarme a mí la culpa. Los demás así lo creyeron y volvieron a poner de pie la mesa.
—¡Vaya! —exclamó el inspector—. ¿Dónde se ha metido ahora?
Holmes había desaparecido.
—Esperen aquí un momento —dijo el joven Alec Cunningham—. En mi opinión, este hombre está mal de la cabeza. Venga conmigo, padre, y veremos adónde ha ido.
“HOLMES VOLCÓ DELIBERADAMENTE LA MESA
Y TODO LO QUE CONTENÍA”.
Salieron precipitadamente de la habitación, dejándonos al inspector, al coronel y a mí mirándonos unos a los otros.
—Palabra que me siento inclinado a estar de acuerdo con el joven Cunningham —dijo el policía—. Pueden ser los efectos de esa enfermedad, pero a mí me parece que...
Sus palabras fueron interrumpidas por un súbito grito de «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!». Con viva emoción reconocí la voz como la de mi amigo. Salí corriendo al rellano. Los gritos, reducidos ahora a una especie de rugido ronco e inarticulado, procedían de la habitación donde habíamos estado en primer lugar. Irrumpí en ella y entré en el contiguo cuarto vestidor. Los dos Cunningham se inclinaban sobre la figura postrada de Sherlock Holmes; el más joven le apretaba el cuello con ambas manos, mientras el anciano parecía retorcerle una muñeca. En un instante, entre los tres los separamos de él y Holmes se levantó tambaleándose, muy pálido y con evidentes señales de agotamiento.
—Arreste a estos hombres, inspector —jadeó.
—¿Bajo qué acusación?
—¡Bajo la de haber asesinado a su cochero, William Kirwan!
El inspector se le quedó mirando boquiabierto.
—Vamos, vamos, señor Holmes —dijo por fin—, estoy seguro de que en realidad no quiere decir que...
—¡Pero mire sus caras, hombre! —exclamó secamente Holmes.
Ciertamente, jamás he visto una confesión de culpabilidad tan manifiesta en un rostro humano. El más viejo de los dos hombres parecía como aturdido, con una marcada expresión de abatimiento en su faz profundamente arrugada. El hijo, por su parte, había abandonado aquella actitud alegre y despreocupada que le había caracterizado y, ahora, la ferocidad de una peligrosa bestia salvaje brillaba en sus ojos oscuros y deformaba sus correctas facciones. El inspector no dijo nada, pero, se acercó a la puerta e hizo sonar su silbato. Dos de sus hombres acudieron a la llamada.
—No tengo otra alternativa, señor Cunningham —dijo—. Confío en que todo esto resulte ser un error absurdo, pero puede ver que... ¿Cómo? ¿Qué es esto? ¡Suéltelo!
Su mano descargó un golpe y el revólver, que el hombre más joven intentaba amartillar, cayó ruidosamente al suelo.
—Guárdelo —dijo Holmes, poniendo enseguida un pie sobre él—. Le resultará útil en el juicio. Pero esto es lo que realmente queríamos.
Holmes sostenía ante nosotros un papel arrugado.
—¡El resto de la hoja! —gritó el inspector.
—Precisamente.
—¿Y dónde estaba?
