EL PROCESO - Kafka Franz - E-Book

EL PROCESO E-Book

Kafka Franz

0,0
2,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Franz Kafka es considerado uno de los grandes escritores del siglo XX. Asociado al expresionismo y existencialismo, sus creaciones literarias lograron abarcar temas tan complejos como la condición del hombre contemporáneo, la angustia, la culpa, la burocracia, la frustración o la soledad, entre otros.  EL PROCESO (título original alemán: Der Prozess) es una novela de Franz Kafka, publicada de manera póstuma en 1925 por Max Brod, basándose en el manuscrito inconcluso de Kafka.  En el relato, Josef K. es arrestado una mañana por una razón que desconoce. Desde este momento, el protagonista se adentra en una pesadilla para defenderse de algo que nunca se sabe qué es y con argumentos aún menos concretos, creándose así un clima de inaccesibilidad a la 'justicia' y a la 'ley'. EL PROCESO es un libro extraordinariamente estimulante que nos traslada al corazón de la experiencia de estar vivo en un mundo de juicios cotidianos llevados hasta sus últimas consecuencias.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 398

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Franz Kafka

El PROCESSO

KAFKA ESENCIAL

Título original:

“ Der Prozess“

Primera edición

EDITORIAL

Sumario

PRESENTACIÓN

Sobre el autor y su obra

EL PROCESO

LA DETENCIÓN

CONVERSACIÓN CON LA SEÑORA GRUBACH Y LA SEÑORITA BÜRSTNER

PRIMERA CITACIÓN JUDICIAL

EN LA SALA DE SESIONES — EL ESTUDIANTE — LAS OFICINAS DEL JUZGADO

EL AZOTADOR

EL TÍO LENI

EL ABOGADO — EL FABRICANTE — EL PINTOR

EL COMERCIANTE BLOCK K RENUNCIA AL ABOGADO

EN LA CATEDRAL

EL FINAL

FRAGMENTOS LA AMIGA DE B

EL FISCAL

HACIA LA CASA DE ELSA

LUCHA CON EL SUBDIRECTOR

LA CASA

VISITA A LA MADRE

PRESENTACIÓN

Sobre el autor y su obra

Franz Kafka fue un autor checo cuya obra, escrita en lengua alemana, está considerada como una de las más influyentes de la literatura del siglo XX.

Asociado al expresionismo y existencialismo, sus creaciones literarias lograron abarcar temas tan complejos como la condición del hombre contemporáneo, la angustia, la culpa, la burocracia, la frustración o la soledad, entre otros. Asimismo, sus obras mezclan lo onírico, lo irracional y la ironía.

De su legado destacan novelas como El proceso (1925), Diarios, (1910-1923), El Castillo (1926) Carta al Padre (1919), En la Colonia Penitenciaria (1914), La metamorfosis (1915), y una gran cantidad de relatos, epístolas y escritos personales. Kafka fue un escritor poco reconocido en vida, pero, no cabe duda, que fue una gran influencia para autores posteriores y también uno de los propulsores de la renovación de la novela europea del siglo XX.

Biografia resumida de Franz Kafka

Franz Kafka nació el 3 de julio de 1883 en Praga, entonces parte del Imperio austrohúngaro, en el seno de una familia judía relativa a la pequeña burguesía.

Desde muy joven, Kafka deseaba dedicarse a la escritura, sin embargo, tuvo que lidiar con el difícil temperamento de su padre, con el cual mantuvo una tensa relación durante su vida.

Se matriculó en la Universidad Carolina (Praga) para estudiar la carrera de Química, la cual no terminó pues, influenciado por su padre, prefirió cursar los estudios de Derecho. Poco después, comenzó a tomar clases de arte y literatura de forma paralela.

Entorno al año 1907, Franz Kafka empezó a escribir sus primeros relatos al tiempo que trabajaba como asesor en una empresa de seguros, labor que le permitía compaginar con su verdadera vocación, la escritura.

Poco después, entabló una amistad con Max Brod, el que fuera el gran difusor de su obra. En el año 1912 conoció a Felice Bauer, mujer con la que mantuvo una relación amorosa, la cual finalmente fracasó.

En 1914 Kafka abandonó su hogar familiar y se independizó. En esta etapa de su vida surgen obras como El proceso y La metamorfosis.

Más tarde, el autor fue diagnosticado de tuberculosis, enfermedad que lo condujo al aislamiento en diferentes sanatorios. Con la llegada de los años 20 del siglo XX, Kafka se estableció en una casa de campo junto a su hermana. Allí creó obras como Un artista del hambre y la novela El castillo.

En el año 1923, el escritor conoció a la actriz polaca Dora Diamant, con la que mantuvo una breve e intensa relación durante su último año de vida. El 3 de junio de 1924 Kafka murió en Kiering, Austria.

La obra de Kafka no hubiese tenido reconocimiento de no ser por Max Brod, quien decidió desobedecer las últimas voluntades del escritor, quien pidió que sus escritos fuesen destruidos. Gracias a este hecho una de las obras literarias más influyentes del siglo XX pudo ver la luz.

Sin duda, Franz Kafka supo retratar en sus libros la particularidad de la realidad del momento y la condición del hombre contemporáneo ante la misma.

Características de la obra de Kafka

La obra de Franz Kafka representa a menudo el espíritu del siglo XX. Por ello, sigue estando sujeta a todo tipo de interpretaciones, más é seguro que la obra de Kafka atiende al posible reflejo de la vida del autor en su obra. Especialmente, a la difícil situación familiar de Franz Kafka con su progenitor, su escepticismo y su naturaleza religiosa. La literatura de Kafka es compleja, casi equiparable a un laberinto. Estos son algunos rasgos más relevantes del denominado universo kafkiano:

 — Temática de lo absurdo: se ha utilizado el término kafkiano para calificar a todo aquello que, pese a su aparente normalidad, es definitivamente absurdo. Y es que, las historias que se narran en sus obras pueden parecer corrientes, pero, después, se convierten en situaciones surrealistas.

 — Personajes extraños: son, a menudo, individuos con características singulares. Suelen ser personajes apáticos, alineados que presentan frustración.

 — Lenguaje elaborado y preciso, generalmente escritos desde la mirada de un narrador omnisciente.

Sobre “El Processo” (1914)

«Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo.”

Como en el extenso relato de Kafka La metamorfosis — que empieza con la frase «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto» — toda la narración de El proceso surge de la situación anunciada en la frase inicial.

El proceso (título original alemán: Der Prozess) es una novela de Franz Kafka, publicada de manera póstuma en 1925 por Max Brod, basándose en el manuscrito inconcluso de Kafka.

En el relato, Josef K. es arrestado una mañana por una razón que desconoce. Desde este momento, el protagonista se adentra en una pesadilla para defenderse de algo que nunca se sabe qué es y con argumentos aún menos concretos, tan solo para encontrar, una y otra vez, que las más altas instancias a las que pretende apelar no son sino las más humildes y limitadas, creándose así un clima de inaccesibilidad a la 'justicia' y a la 'ley'.

El protagonista, Josef K., nunca descubre de qué se le acusa, ni logra comprender los principios que rigen el sistema judicial en el que se encuentra atrapado. La narración sigue al personaje en su agotador empeño de entender su situación y de declararse inocente una y otra vez, frente a la total ausencia de una doctrina capaz de explicarle qué significa ser culpable o de qué se le acusa en realidad. Al seguir a Josef K. en sus esfuerzos por lograr la absolución, el libro nos ofrece un relato increíblemente conmovedor de lo que significa venir desnudo e indefenso a un mundo absolutamente incomprensible, armado tan solo con la sincera convicción de ser inocente.

La lectura atenta de esta novela tiene un peculiar efecto. Aunque nuestra primera reacción frente a los forcejeos de K. con las autoridades es una sensación de familiaridad y de reconocimiento, pronto se produce un extraño vuelco. Empieza a parecernos que nuestro mundo solo se parece al de Kafka, que nuestra lucha tiene solo un leve parecido con esa lucha esencial que nos revelan los apuros inacabables de K. Por este motivo, El proceso, en su misma falta de conclusión, en su imposibilidad y dificultad, es un libro extraordinariamente estimulante que nos traslada al corazón mismo (pero es corazón vacío) de la experiencia de estar vivo en un mundo de juicios cotidianos llevados hasta sus últimas consecuencias.

EL PROCESO

LA DETENCIÓN

Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo. La cocinera de la señora Grubach, su casera, que le llevaba todos los días a las ocho de la mañana el desayuno a su habitación, no había aparecido. Era la primera vez que ocurría algo semejante. K esperó un rato más. Apoyado en la almohada, se quedó mirando a la anciana que vivía frente a su casa y que le observaba con una curiosidad inusitada. Poco después, extrañado y hambriento, tocó el timbre. Nada más hacerlo, se oyó cómo llamaban a la puerta y un hombre al que no había visto nunca entró en su habitación. Era delgado, aunque fuerte de constitución, llevaba un traje negro ajustado, que, como cierta indumentaria de viaje, disponía de varios pliegues, bolsillos, hebillas, botones, y de un cinturón; todo parecía muy práctico, aunque no se supiese muy bien para qué podía servir.

— ¿Quién es usted? — preguntó Josef K, y se sentó de inmediato en la cama.

El hombre, sin embargo, ignoró la pregunta, como si se tuviera que aceptar tácitamente su presencia, y se limitó a decir:

— ¿Ha llamado?

— Anna me tiene que traer el desayuno — dijo K, e intentó averiguar en silencio, concentrándose y reflexionando, quién podría ser realmente aquel hombre. Pero éste no se expuso por mucho tiempo a sus miradas, sino que se dirigió a la puerta, la abrió un poco y le dijo a alguien que presumiblemente se hallaba detrás:

— Quiere que Anna le traiga el desayuno.

Se escuchó una risa en la habitación contigua, aunque por el tono no se podía decir si la risa provenía de una o de varias personas. Aunque el desconocido no podía haberse enterado de nada que no supiera con anterioridad, le dijo a K con una entonación oficial:

— Es imposible.

— ¡Es lo que faltaba! — dijo K, que saltó de la cama y se puso los pantalones con rapidez — Quiero saber qué personas hay en la habitación contigua y cómo la señora Grubach me explica este atropello.

Al decir esto, se dio cuenta de que no debería haberlo dicho en voz alta, y de que, al mismo tiempo, en cierta medida, había reconocido el derecho a vigilarle que se arrogaba el desconocido, pero en ese momento no le pareció importante. En todo caso, así lo entendió el desconocido, pues dijo:

— ¿No prefiere quedarse aquí?

— Ni quiero quedarme aquí, ni deseo que usted me siga hablando mientras no se haya presentado.

— Se lo he dicho con buena intención — dijo el desconocido, y abrió voluntariamente la puerta.

La habitación contigua, en la que K entró más despacio de lo que hubiera deseado, ofrecía, al menos a primera vista, un aspecto muy parecido al de la noche anterior. Era la sala de estar de la señora Grubach. Tal vez esa habitación repleta de muebles, alfombras, objetos de porcelana y fotografías aparentaba esa mañana tener un poco más de espacio libre que de costumbre, aunque era algo que no se advertía al principio, como el cambio principal, que consistía en la presencia de un hombre sentado al lado de la ventana con un libro en las manos, del que, al entrar K, apartó la mirada.

—¡Tendría que haberse quedado en su habitación! ¿Acaso no se lo ha dicho Franz?

— Sí, ¿qué quiere usted de mí? — preguntó K, que miró alternativamente al nuevo desconocido y a la persona a la que había llamado Franz, que ahora permanecía en la puerta. A través de la ventana abierta pudo ver otra vez a la anciana que, con una auténtica curiosidad senil, permanecía asomada con la firme resolución de no perderse nada.

—Quiero ver a la señora Grubach — dijo K, hizo un movimiento corno si quisiera desasirse de los dos hombres, que, sin embargo, estaban situados lejos de él, y se dispuso a irse.

—No — dijo el hombre de la ventana, arrojó el libro sobre una mesita y se levantó — No puede irse, usted está detenido.

—Así parece — dijo K —  ¿Y por qué? — preguntó a continuación.

—No estamos autorizados a decírselo. Regrese a su habitación y espere allí. El proceso se acaba de iniciar y usted conocerá todo en el momento oportuno. Me excedo en mis funciones cuando le hablo con tanta amabilidad. Pero espero que no me oiga nadie excepto Franz, y él también se ha comportado amablemente con usted, infringiendo todos los reglamentos. Si sigue teniendo tanta suerte como la que ha tenido con el nombramiento de sus vigilantes, entonces puede ser optimista.

K se quiso sentar, pero ahora comprobó que en toda la habitación no había ni un solo sitio en el que tomar asiento, excepto el sillón junto a la ventana.

Ya verá que todo lo que le hemos dicho es verdad — dijo Franz, que se acercó con el otro hombre hasta donde estaba K. El compañero de Franz le superaba en altura y le dio unas palmadas en el hombro. Ambos examinaron la camisa del pijama de K y dijeron que se pusiera otra peor, que ellos guardarían ésa, así como el resto de su ropa, y que si el asunto resultaba bien, entonces le devolverían lo que habían tomado.

—Es mejor que nos entregue todo a nosotros en vez de al depósito — dijeron — pues en el depósito desaparecen cosas con frecuencia y, además, transcurrido cierto plazo, se vende todo, sin tener en consideración si el proceso ha terminado o no. ¡Y hay que ver lo que duran los procesos en los últimos tiempos! Naturalmente, el depósito, al final, abona un reintegro, pero éste, en primer lugar, es muy bajo, pues en la venta no decide la suma ofertada, sino la del soborno y, en segundo lugar, esos reintegros disminuyen, según la experiencia, conforme van pasando de mano en mano y van transcurriendo los años.

K apenas prestaba atención a todas esas aclaraciones. Por ahora no le interesaba el derecho de disposición sobre sus bienes, consideraba más importante obtener claridad en lo referente a su situación. Pero en presencia de aquella gente no podía reflexionar bien, uno de los vigilantes — podía tratarse, en efecto, de vigilantes — que no paraba de hablar por encima de él con sus colegas, le propinó una serie de golpes amistosos con el estómago; no obstante, cuando alzó la vista contempló una nariz torcida y un rostro huesudo y seco que no armonizaba con un cuerpo tan grueso. ¿Qué hombres eran ésos? ¿De qué hablaban? ¿A qué organismo pertenecían? K vivía en un Estado de Derecho, en todas partes reinaba la paz, todas las leyes permanecían en vigor, ¿quién osaba entonces atropellarle en su habitación? Siempre intentaba tomarlo todo a la ligera, creer en lo peor sólo cuando lo peor ya había sucedido, no tomar ninguna previsión para el futuro, ni siquiera cuando existía una amenaza considerable.

Aquí, sin embargo, no le parecía lo correcto. Ciertamente, todo se podía considerar una broma, si bien una broma grosera, que sus colegas del banco le gastaban por motivos desconocidos, o tal vez porque precisamente ese día cumplía treinta años. Era muy posible, a lo mejor sólo necesitaba reírse ante los rostros de los vigilantes para que ellos rieran con él, quizá fueran los mozos de cuerda de la esquina, su apariencia era similar, no obstante, desde la primera mirada que le había dirigido el vigilante Franz, había decidido no renunciar a la más pequeña ventaja que pudiera poseer contra esa gente. Por lo demás, K no infravaloraba el peligro de que más tarde se dijera que no aguantaba ninguna broma. Se acordó, sin que fuera su costumbre aprender de la experiencia, de un caso insignificante, en el que, a diferencia de sus amigos, se comportó, plenamente consciente, con imprudencia, sin cuidarse de las consecuencias, y fue castigado con el resultado. Eso no debía volver a ocurrir, al menos no esta vez; si era una comedia, seguiría el juego.

Aún estaba en libertad.

— Permítanme — dijo, y pasó rápidamente entre los vigilantes para dirigirse a su habitación.

— Parece que es razonable — oyó que decían detrás de él.

En cuanto llegó a su habitación se dedicó a sacar los cajones del escritorio, todo en su interior estaba muy ordenado, pero, a causa de la excitación, no podía encontrar precisamente los documentos de identidad que buscaba. Finalmente encontró los papeles para poder circular en bicicleta, ya quería ir a enseñárselos a los vigilantes cuando pensó que esos papeles eran insignificantes, por lo que siguió buscando hasta que encontró su partida de nacimiento. Cuando regresó a la habitación contigua, se abrió la puerta de enfrente y apareció la señora Grubach. Sólo se vieron un instante, pues en cuanto reconoció a K pareció confusa, pidió disculpas y desapareció cerrando cuidadosamente la puerta.

—Pero entre — es lo único que K tuvo tiempo de decir.

Ahora se encontraba en el centro de la habitación, con los papeles en la

mano. Continuó mirando hacia la puerta, que no se volvió a abrir, y le asustó la llamada de los vigilantes, quienes permanecían sentados frente a una mesita al lado de la ventana abierta. Como K pudo comprobar, se estaban comiendo su desayuno.

— ¿Por qué no ha entrado la señora Grubach? — preguntó K.

— No puede — dijo el vigilante más alto — Usted está detenido. — Pero ¿cómo puedo estar detenido, y de esta manera?

— Ya empieza usted de nuevo — dijo el vigilante, e introdujo un trozo de pan en el tarro de la miel— No respondemos a ese tipo de preguntas.

— Pues deberán responderlas. Aquí están mis documentos de identidad, muéstrenme ahora los suyos y, ante todo, la orden de detención.

— ¡Cielo santo! — dijo el vigilante— Que no se pueda adaptar a su situación actual, y que parezca querer dedicarse a irritarnos inútilmente, a nosotros, que probablemente somos los que ahora estamos más próximos a usted entre todos los hombres.

Así es, créalo — dijo Franz, que no se llevó la taza a los labios, sino que dirigió a K una larga mirada, probablemente sin importancia, pero incomprensible. K incurrió sin quererlo en un intercambio de miradas con Franz, pero agitó sus papeles y dijo:

Aquí están mis documentos de identidad.

— ¿Y qué nos importan a nosotros? — gritó ahora el vigilante más alto— Se está comportando como un niño. ¿Qué quiere usted? ¿Acaso pretende al hablar con nosotros sobre documentos de identidad y sobre órdenes de detención que su maldito proceso acabe pronto? Somos empleados subalternos, apenas comprendemos algo sobre papeles de identidad, no tenemos nada que ver con su asunto, excepto nuestra tarea de vigilarle diez horas todos los días, y por eso nos pagan. Eso es todo lo que somos. No obstante, somos capaces de comprender que las instancias superiores, a cuyo servicio estamos, antes de disponer una detención como ésta se han informado a fondo sobre los motivos de la detención y sobre la persona del detenido. No hay ningún error. El organismo para el que trabajamos, por lo que conozco de él, y sólo conozco los rangos más inferiores, no se dedica a buscar la culpa en la población, sino que, como está establecido en la ley, se ve atraído por la culpa y nos envía a nosotros, a los vigilantes. Eso es ley. ¿Dónde puede cometerse aquí un error?

— No conozco esa ley — dijo K.

— Pues peor para usted — dijo el vigilante.

— Sólo existe en sus cabezas — dijo K, que quería penetrar en los pensamientos de los vigilantes, de algún modo inclinarlos a su favor o ir ganando terreno. Pero el vigilante se limitó a decir:

— Ya sentirá sus efectos.

Franz se inmiscuyó en la conversación y dijo:

— Mira, Willem, admite que no conoce la ley y, al mismo tiempo, afirma que es inocente.

— Tienes razón, pero no se puede conseguir que comprenda nada — dijo el otro.

K ya no respondió. «¿Acaso — pensó — debo dejarme confundir por la cháchara de estos empleados subalternos, como ellos mismos reconocen serlo? Hablan de cosas que no entienden en absoluto. Su seguridad sólo se basa en su necedad. Un par de palabras que intercambie con una persona de mi nivel y todo quedará incomparablemente más claro que en una conversación larga con éstos». Paseó de un lado a otro de la habitación, seguía viendo enfrente a la anciana, que ahora había arrastrado hasta allí a una persona aún más anciana, a la que mantenía abrazada. K tenía que poner punto final a ese espectáculo.

— Condúzcanme hasta su superior — dijo K.

— Cuando él lo diga, no antes — dijo el vigilante llamado Willem — y ahora le aconsejo — añadió — que vaya a su habitación, se comporte con tranquilidad y espere hasta que se disponga algo sobre su situación. Le aconsejamos que no se pierda en pensamientos inútiles, sino que se concentre, pues tendrá que hacer frente a grandes exigencias. No nos ha tratado con la benevolencia que merecemos. Ha olvidado que nosotros, quienes quiera que seamos, al menos frente a usted somos hombres libres, y esa diferencia no es ninguna nimiedad. A pesar de todo, estamos dispuestos, si tiene dinero, a subirle un pequeño desayuno de la cafetería.

K no respondió a la oferta y permaneció un rato en silencio. Tal vez no le impidieran que abriera la puerta de la habitación contigua o la del recibidor, tal vez ésa fuera la solución más simple, llevarlo todo al extremo. Pero también era posible que se echaran sobre él y, una vez en el suelo, habría perdido toda la superioridad que, en cierta medida, aún mantenía sobre ellos. Por esta razón, prefirió a esa solución la seguridad que traería consigo el desarrollo natural de los acontecimientos, y regresó a su habitación, sin que ni él ni los vigilantes pronunciaran una palabra más.

Se arrojó sobre la cama y tomó de la mesilla de noche una hermosa manzana que había reservado la noche anterior para su desayuno. Ahora era su único desayuno y, como comprobó al darle el primer mordisco, resultaba, sin duda, mucho mejor que el desayuno que le hubiera podido subir el vigilante de la sucia cafetería. Se sentía bien y confiado. Cierto, estaba descuidando sus deberes matutinos en el banco, pero como su puesto era relativamente elevado podría disculparse con facilidad. ¿Debería decir las verdaderas razones? Pensó en hacerlo. Si no le creían, lo que sería comprensible en su caso, podría presentar a la señora Grubach como testigo o a los dos ancianos de enfrente, que ahora mismo se encontraban en camino hacia la ventana de la habitación opuesta. A K le sorprendió, al adoptar la perspectiva de los vigilantes, que le hubieran confinado en la habitación y le hubieran dejado solo, pues allí tenía múltiples posibilidades de quitarse la vida. Al mismo tiempo, sin embargo, se preguntó, esta vez desde su perspectiva, qué motivo podría tener para hacerlo. ¿Acaso porque esos dos de al lado estaban allí sentados y se habían apoderado de su desayuno? Habría sido tan absurdo quitarse la vida, que él, aun cuando hubiese querido hacerlo, hubiera desistido por encontrarlo absurdo.

Si la limitación intelectual de los vigilantes no hubiese sido tan manifiesta, se hubiera podido aceptar que tampoco ellos, como consecuencia del mismo convencimiento, consideraban peligroso dejarlo solo. Que vieran ahora, si querían, cómo se acercaba a un armario, en el que guardaba un buen aguardiente, cómo se tomaba un vaso como sustituto del desayuno y cómo destinaba otro para darse valor, pero este último sólo como precaución para el caso improbable de que fuera necesario.

En ese instante le asustó tanto una llamada de la habitación contigua que mordió el cristal del vaso.

— El supervisor le llama — dijeron.

Sólo había sido el grito lo que le había asustado, ese grito corto, seco, militar, del que jamás hubiera creído capaz a Franz. La orden fue bienvenida.

— ¡Por fin! — exclamó, cerró el armario y se apresuró a entrar en la habitación contigua. Allí estaban los dos vigilantes que le conminaron a que volviera a su habitación, como si fuera algo natural.

— ¿Pero cómo se le ocurre? — gritaron— ¿Cómo pretende presentarse ante el supervisor en mangas de camisa? ¡Le dará una paliza y a nosotros también!

— ¡Al diablo con todo! — gritó K, que ya había sido empujado hasta el armario ropero— Cuando se me asalta en la cama no se puede esperar encontrarme en traje de etiqueta.

— No le servirá de nada resistirse — dijeron los vigilantes, quienes, siempre que K gritaba, permanecían tranquilos, con cierto aire de tristeza, lo que le confundía y, en cierta medida, le hacía entrar en razón.

— ¡Ceremonias ridículas! — gruñó aún, pero cogió una chaqueta de la silla y la mantuvo un rato entre las manos, como si la sometiera al juicio de los vigilantes. Ellos negaron con la cabeza.

— Tiene que ser una chaqueta negra — dijeron.

K arrojó la chaqueta al suelo y dijo:

— Aún no se puede tratar de la vista oral.

Los vigilantes sonrieron, pero no cambiaron de opinión:

— Tiene que ser una chaqueta negra.

— Si eso contribuye a acelerar el asunto, me parece bien — dijo K, que abrió el armario, buscó un buen rato entre los trajes y por fin sacó su mejor traje negro, un chaqué que por su elegancia había causado impresión entre sus amigos. A continuación, sacó también una camisa y comenzó a vestirse cuidadosamente. Creyó haber logrado un adelanto al comprobar que los vigilantes habían olvidado que se aseara en el baño. Los observaba para ver si se acordaban, pero naturalmente no se les ocurrió; sin embargo, Willem no olvidó enviar a Franz al supervisor con la noticia de que K se estaba vistiendo.

Una vez vestido tuvo que atravesar, pocos pasos por delante de Willem, la habitación contigua, ya vacía, y entrar en la siguiente, cuya puerta, de dos hojas, estaba abierta. Esta habitación, como muy bien sabía K, había sido ocupada hacía poco tiempo por una mecanógrafa que solía salir muy temprano a trabajar y llegaba tarde por las noches, y con la que K apenas había cruzado algunas palabras de saludo. Ahora la mesilla de noche había sido desplazada desde la cama hasta el centro de la habitación para servir de mesa de interrogatorio, y el supervisor se sentaba detrás de ella. Tenía las piernas cruzadas y apoyaba un brazo en el respaldo de la silla. En una de las esquinas de la habitación había tres jóvenes que contemplaban las fotografías de la señorita Bürstner, colgadas de la pared. Del picaporte de la ventana, que permanecía abierta, colgaba una blusa blanca. En la ventana de enfrente se encontraban de nuevo los dos ancianos, pero la reunión había aumentado, pues detrás de ellos destacaba un hombre con la camisa abierta, mostrando el pecho, que no paraba de retorcer y presionar con los dedos su perilla pelirroja.

— ¿Josef K? — preguntó el supervisor, tal vez sólo para captar su atención dispersa.

K asintió.

— ¿Le han sorprendido mucho los acontecimientos de esta mañana? — preguntó el supervisor y, como si fueran elementos necesarios para el interrogatorio, desplazó con ambas manos algunos objetos que había sobre la mesilla: una vela, una caja de cerillas, un libro y un acerico.

— Así es — dijo K, y le invadió una sensación de bienestar por haber encontrado al fin a un hombre razonable con el que poder hablar sobre su asunto

— Cierto, estoy sorprendido, pero de ningún modo muy sorprendido.

— ¿No muy sorprendido? — preguntó el supervisor, y puso ahora la vela

en el centro de la mesilla, mientras agrupaba el resto de los objetos a su alrededor.

— Es posible que no me interprete bien — se apresuró a especificar— Quiero decir… — aquí K se interrumpió y buscó una silla — ¿Puedo sentarme? — preguntó.

— No es lo normal — respondió el supervisor.

— Quiero decir — dijo ahora K sin más pausas — que me ha sorprendido mucho, pero como llevo treinta años en el mundo y he tenido que abrirme camino solo en la vida, estoy endurecido contra todo tipo de sorpresas, así que no las tomo por la tremenda. Especialmente la de hoy, no.

— ¿Por qué no especialmente la de hoy?

— No quiero decir que lo considere todo una broma, para ello me parecen demasiado complicadas todas las precauciones que se han tomado. Tendrían que participar todos los inquilinos de la pensión y también todos ustedes, eso me parece rebasar los límites de una broma. Por eso no quiero decir que se trata de una broma.

— En efecto — dijo el supervisor y se dedicó a contar las cerillas que había en la caja.

— Por otra parte — continuó K, y se dirigió a todos, incluso le hubiera gustado que los tres situados ante las fotografías se hubieran dado la vuelta para escucharle — por otra parte el asunto no puede ser de mucha importancia. Lo deduzco porque he sido acusado, pero no puedo encontrar ninguna culpa por la que me pudieran haber acusado. Pero eso también es secundario. Las preguntas principales son: ¿Quién me ha acusado? ¿Qué organismo tramita mi proceso? ¿Es usted funcionario? Ninguno tiene uniforme, a no ser que su traje — y se dirigió a Franz — se pueda denominar un uniforme, aunque a mí me parece más bien un traje de viaje. Reclamo claridad en estas cuestiones y estoy convencido de que, una vez que hayan sido aclaradas, nos podremos despedir amablemente.

El supervisor derribó la caja de cerillas sobre la mesa.

— Usted se encuentra en un grave error — dijo — Estos señores, aquí presentes, y yo, carecemos completamente, en lo que se refiere a su asunto, de importancia, más aún, apenas sabemos algo de él. Podríamos llevar los uniformes reglamentarios y su asunto no habría empeorado un ápice. Tampoco puedo decirle si le han acusado, o mejor, ni siquiera se si le han acusado. Usted está detenido, eso es cierto, no sé más. Es posible que los vigilantes hayan charlado de otra cosa, pero eso sólo es una charla. Aunque no pueda responder a sus preguntas, sí le puedo aconsejar que piense menos en nosotros y en lo que le pueda ocurrir y piense más en sí mismo. Y tampoco alardee tanto de su inocencia, estropea la buena impresión que da. También debería ser más reservado al hablar, casi todo lo que ha dicho hasta ahora se podría haber deducido de su comportamiento aunque hubiera dicho muchas menos palabras, además, no resulta muy favorable para su causa.

K miró fijamente al supervisor. ¿Acaso recibía lecciones de un hombre que probablemente era más joven que él? ¿Le reprendían por su sinceridad? ¿Y no iba a saber nada de su detención ni del que la había dispuesto? Se apoderó de él cierta excitación, fue de un lado a otro, siempre y cuando nada ni nadie se lo impedía, se subió los puños de la camisa, se tocó el pecho, se alisó el pelo, pasó al lado de los tres señores, dijo «esto es absurdo», por lo que éstos se volvieron y le contemplaron con amabilidad, pero serios, y, finalmente, se paró ante la mesa del supervisor.

— El fiscal Hasterer es un buen amigo mío — dijo — ¿le puedo llamar por teléfono?

— Por supuesto — dijo el supervisor— pero no sé qué sentido podría tener hacerlo, a no ser que quisiera hablar con él de algún asunto particular.

— ¿Qué sentido? — gritó K, más confuso que enojado — ¿Pero, entonces, quién es usted? Usted pretende encontrar algún sentido y procede de la manera más absurda. Esto es para volverse loco. Estos señores me han asaltado y ahora están aquí sentados o pasean alrededor y me obligan a comparecer ante usted como si fuera un colegial. ¿Qué sentido tendría llamar a un fiscal si, como indican las apariencias, estoy detenido? Bien, no llamaré por teléfono.

— Pero hágalo — dijo el supervisor, y extendió la mano en dirección al recibidor, donde estaba el teléfono— por favor, llame.

— No, ya no quiero — dijo K, y se acercó a la ventana. Desde allí podía ver a las personas de enfrente, quienes ahora, al ver aparecer a K en la ventana, se sintieron algo perturbadas en su papel de tranquilos espectadores. Los ancianos querían levantarse, pero el hombre que estaba detrás de ellos los tranquilizó.

— ¡Allí hay unos mirones! — gritó K hacia el supervisor y los señaló con el dedo — ¡Fuera de ahí!

Los tres retrocedieron inmediatamente unos pasos, los dos ancianos se colocaron, incluso, detrás del hombre, que con su ancho cuerpo los tapaba. Por los movimientos de su boca se podía deducir que estaba diciendo algo, aunque incomprensible desde la distancia. Pero no llegaron a desaparecer del todo, más bien parecían esperar el instante en que pudieran acercarse a la ventana sin ser notados.

— ¡Gente impertinente y desconsiderada! — dijo K al volverse hacia la habitación. El supervisor probablemente asintió, al menos así lo creyó K

al dirigirle una mirada de soslayo. Aunque también era posible que no hubiera escuchado, pues había extendido una de sus manos en la mesa y parecía comparar los dedos. Los dos vigilantes estaban sentados en un baúl cubierto con un paño decorativo y frotaban sus rodillas. Los tres jóvenes habían colocado las manos en las caderas y miraban alrededor sin fijarse en nada. Había un silencio como el que reina en una oficina vacía.

— Bien, señores — dijo K, pues le pareció que él era quien lo soportaba todo sobre sus hombros— de su actitud se puede deducir que han concluido con mi asunto. Soy de la opinión de que lo mejor sería no pensar más sobre si su actuación está justificada o no y terminar el caso reconciliados, con un apretón de manos. Si comparten mi opinión, entonces, por favor… — y se acercó a la mesa del supervisor alargándole la mano.

El supervisor elevó la mirada, se mordió el labio y miró la mano extendida de K. Aún creía K que el supervisor la estrecharía, pero éste se levantó, cogió un sombrero que estaba sobre la cama de la señorita Bürstner y se lo colocó cuidadosamente con las dos manos, como hace la gente cuando se prueba un sombrero nuevo.

— ¡Qué fácil le parece todo a usted! — dijo a K mientras se ponía el sombrero — Deberíamos terminar el asunto con una despedida conciliadora, ¿ésa es su opinión? No, no, así no funcionan las cosas, y con esto tampoco le estoy diciendo que se desespere. No, ¿por qué hacerlo? Usted está detenido, nada más. Eso es lo que tenía que comunicarle, he cumplido mi misión y también he visto cómo ha reaccionado. Con eso es suficiente por hoy, ya podemos despedirnos, aunque sólo por el momento. Usted querrá ir al banco…

— ¿Al banco? — preguntó K — Pensé que estaba detenido.

K preguntó con cierto consuelo, pues aunque su apretón de manos no había sido aceptado, desde que el supervisor se había levantado se sentía mucho más independiente de aquella gente. Quería seguirles el juego. Tenía la intención, en el caso de que se fueran, de ir detrás de ellos hasta la puerta y ofrecerles su detención. Por eso repitió: — ¿Cómo puedo ir al banco, si estoy detenido?

— ¡Ah, ya! — dijo el supervisor, que había llegado a la puerta— me ha entendido mal, usted está detenido, cierto, pero eso no le impide Cumplir con sus obligaciones laborales. Debe seguir su vida normal.

— Entonces estar detenido no es tan malo — dijo K, y se acercó al supervisor.

— No he dicho nada que lo desmienta — dijo éste.

— Pero tampoco parece que haya sido necesaria la comunicación de la detención — dijo K, y se acercó más. También los otros se habían

acercado. Todos se habían reunido en un pequeño espacio al lado de la puerta.

— Era mi deber — dijo el supervisor.

— Un deber bastante tonto — dijo K inflexible.

— Puede ser — respondió el supervisor— pero no vamos a perder el tiempo con conversaciones como ésta. He pensado que querría ir al banco. Como usted está al tanto de todas las palabras, añado: no le obligo a ir al banco, sólo he supuesto que quería hacerlo. Para facilitárselo y para que su llegada al banco sea lo más discreta posible, he mantenido a estos tres jóvenes, colegas suyos, a su disposición.

— ¿Cómo? — gritó K, y miró asombrado a los tres.

Aquellos jóvenes tan anodinos y anémicos, que él aún recordaba sólo como grupo al lado de las fotografías, eran realmente funcionarios de su banco, no colegas, eso era demasiado decir, y demostraba una laguna en la omnisciencia del supervisor, aunque, en efecto, se trataba de funcionarios subordinados del banco. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Hasta qué punto había concentrado la atención en el supervisor y en los vigilantes, que había sido incapaz de reconocer a esos tres: al torpe Rabensteiner, siempre agitando las manos, al rubio Kullych, con los ojos caídos, y a Kaminer, con su sonrisa insoportable, producto de una distrofia muscular crónica.

— ¡Buenos días! — dijo K, pasado un rato, y ofreció su mano a los señores, que se inclinaron correctamente — No les había reconocido. Bien, entonces nos vamos juntos al trabajo, ¿no?

Los tres jóvenes asintieron solícitos y sonriendo, como si hubieran estado esperando ese momento durante todo el tiempo, sólo cuando K echó de menos su sombrero, que se había quedado en su cuarto, se apresuraron, uno detrás del otro, a recogerlo, de lo que se podía deducir cierta perplejidad. K permaneció en silencio y vio cómo se alejaban a través de las dos puertas abiertas, el último, naturalmente, era el indiferente Rabensteiner, que se había limitado a adoptar un elegante trote corto. Kaminer le entregó el sombrero, y K tuvo que decirse expresamente, lo que, por lo demás, era necesario con frecuencia en el banco, que la sonrisa de Kaminer no era intencionada, que en realidad era incapaz de sonreír intencionadamente. En el recibidor, la señora Grubach, que no aparentaba ninguna conciencia culpable, abrió la puerta de la calle a todo el grupo, y K, como muchas veces, se quedó mirando la cinta de su delantal, que ceñía innecesariamente su poderoso cuerpo. Una vez fuera, K, con el reloj en la mano, y para no aumentar el retraso de media hora, decidió llamar a un taxi. Kaminer se acercó corriendo a una esquina para llamar a uno, pero mientras los otros dos aparentemente intentaban distraer a K,

Kullych señaló repentinamente la puerta de enfrente, en la que acababa de aparecer el hombre con la perilla pelirroja, quien quedó algo confuso, ya que ahora se mostraba en toda su estatura, por lo que retrocedió hasta la pared y se apoyó en ella. Los ancianos aún estaban en las escaleras. K se enfadó con Kullych por haber llamado la atención sobre el hombre al que ya había visto antes y al que incluso había esperado.

— No mire hacia allí — balbuceó, sin darse cuenta de lo llamativa que resultaba esa forma de expresarse cuando se dirigía a personas maduras. Pero tampoco era necesaria ninguna explicación, pues acababa de llegar el coche, así que se sentaron y partieron. En ese instante, K se acordó de que no se había percatado de la partida del supervisor y de los vigilantes, el supervisor le había ocultado a los tres funcionarios y ahora los funcionarios habían ocultado, a su vez, al supervisor. Eso no denotaba mucha serenidad, así que K se propuso observarse mejor. No obstante, se dio la vuelta y se inclinó por si todavía existía la posibilidad de ver al supervisor y a los vigilantes. Pero recuperó en seguida su posición original sin ni siquiera haber intentado buscar a alguien, reclinándose cómodamente en uno de los extremos del asiento del coche. Aunque no lo aparentaba, habría necesitado ahora algo de conversación, pero los señores parecían cansados. Rabensteiner miraba hacia la derecha, Kullych hacia la izquierda y sólo Kaminer estaba a su disposición con sus muecas, y hacer una broma sobre ellas, por desgracia, lo prohibía la humanidad.

CONVERSACIÓN CON LA SEÑORA GRUBACH Y LA SEÑORITA BÜRSTNER

En esa primavera, K, después del trabajo, cuando era posible — normalmente permanecía hasta las nueve en la oficina— solía dar un paseo por la noche solo o con algún conocido y luego se iba a una cervecería, donde se sentaba hasta las once en una tertulia compuesta en su mayor parte por hombres ya mayores. Pero había excepciones en esta rutina, por ejemplo, cuando el director del banco, que apreciaba su capacidad de trabajo y su formalidad, le invitaba a una excursión con el coche o a cenar en su villa. Además, una vez a la semana iba a casa de una muchacha llamada Elsa, que trabajaba de camarera en una taberna hasta altas horas de la madrugada y durante el día sólo recibía en la cama a sus visitas.

Aquella noche, sin embargo — el día había transcurrido con rapidez por el trabajo agotador y las numerosas felicitaciones de cumpleaños — K

quería regresar directamente a casa. En todas las pequeñas pausas del trabajo había pensado en ello. Sin saber con certeza por qué, le parecía que los incidentes de aquella mañana habían causado un gran desorden en la vivienda de la señora Grubach y que su presencia era necesaria para restaurar de nuevo el orden. Una vez restaurado, quedaría suprimida cualquier huella del incidente y todo volvería a los cauces normales. De los tres funcionarios no había nada que temer, se habían vuelto a sumir en el gran cuerpo de funcionarios del banco, tampoco se podía notar ningún cambio en ellos. K les había llamado con frecuencia, por separado o en grupo, a su despacho, sólo para observarlos y siempre los había podido despedir satisfecho.

Cuando llegó a las nueve y media de la noche a la casa en que vivía, K se encontró en la puerta con un muchacho que permanecía con las piernas abiertas y fumando en pipa.

— ¿Quién es usted? — preguntó K en seguida y acercó su rostro al del muchacho, pues no se veía mucho en el oscuro pasillo de entrada.

— Soy el hijo del portero, señor — respondió el muchacho, se sacó la pipa de la boca y se apartó.

— ¿El hijo del portero? — preguntó K, y golpeó impaciente con el bastón en el suelo.

— ¿Desea algo el señor? ¿Debo traer a mi padre?

— No, no — dijo K. En su voz había un tono de disculpa, como si el muchacho hubiera hecho algo malo y él le perdonara — Está bien — dijo, y siguió, pero antes de subir las escaleras, se volvió una vez más.

Habría podido ir directamente a su habitación, pero como quería hablar con la señora Grubach, llamó a su puerta. Estaba sentada a una mesa cosiendo una media. Sobre la mesa aún quedaba un montón de medias viejas. K se disculpó algo confuso por haber llegado tan tarde, pero la señora Grubach era muy amable y no quiso oír ninguna disculpa: siempre tenía tiempo para hablar con él, sabía muy bien que era su mejor y más querido inquilino. K miró la habitación, había recobrado su antiguo aspecto, la vajilla del desayuno, que había estado por la mañana en la mesita junto a la ventana, ya había sido retirada. «Las manos femeninas hacen milagros en silencio — pensó— él probablemente habría roto toda la vajilla, en realidad ni siquiera habría sido capaz de llevársela». Contempló a la señora Grubach con cierto agradecimiento.

— ¿Por qué trabaja hasta tan tarde? — preguntó.

Ambos estaban sentados a la mesa, y K hundía de vez en cuando una de sus manos en las medias.

— Hay mucho trabajo — dijo ella — Durante el día me debo a los inquilinos, pero si quiero mantener el orden en mis cosas sólo me

quedan las noches.

— Hoy le he causado un trabajo extraordinario.

— ¿Por qué? — preguntó con cierta vehemencia; el trabajo descansaba en su regazo.

— Me refiero a los hombres que estuvieron aquí esta mañana.

— ¡Ah, ya! — dijo, y se volvió a tranquilizar — Eso no me ha causado mucho trabajo.

K miró en silencio cómo emprendía de nuevo su labor. «Parece asombrarse de que le hable del asunto — pensó — no considera correcto que hable de ello. Más importante es, pues, que lo haga. Sólo puedo hablar de ello con una mujer mayor».

— Algo de trabajo sí ha causado — dijo— pero no se repetirá.

— No, no se puede repetir — dijo ella confirmándolo y sonrió a K casi con tristeza.

— ¿Lo cree de verdad? — preguntó K.

— Sí — dijo ella en voz baja— pero ante todo no se lo debe tomar muy en serio. ¡Las cosas que ocurren en el mundo! Como habla conmigo con tanta confianza, señor K, le confesaré que escuché algo detrás de la puerta y que los vigilantes también me contaron algunas cosas. Se trata de su felicidad, y eso me importa mucho, más, quizá, de lo que me incumbe, pues no soy más que la casera. Bien, algo he oído, pero no puedo decir que sea especialmente malo. No. Usted, es cierto, ha sido detenido, pero no como un ladrón. Cuando se detiene a alguien como si fuera un ladrón, entonces es malo, pero esta detención…, me parece algo peculiar y complejo, perdóneme si digo alguna tontería, hay algo complejo en esto que no entiendo, pero que tampoco se debe entender.

— No ha dicho ninguna tontería, señora Grubach, yo mismo comparto algo su opinión, pero juzgo todo con más rigor que usted, y no lo tomo por algo complejo, sino por una nadería. Me han asaltado de un modo imprevisto, eso es todo. Si nada más despertarme no me hubiera dejado confundir por la ausencia de Anna, me hubiera levantado en seguida y, sin tener ninguna consideración con nadie que me saliera al paso, hubiera desayunado, por una vez, en la cocina y me hubiera traído usted el traje de mi habitación, entonces habría negociado todo breve y razonablemente, no habría pasado a mayores y no hubiera ocurrido nada de lo que pasó. Pero uno siempre está tan desprevenido. En el banco, por ejemplo, siempre estoy preparado, allí no me podría ocurrir algo similar, allí tengo a un ordenanza personal; el teléfono interno y el de mi despacho están frente a mí, en la mesa; no cesa de llegar gente, particulares o funcionarios; además, y ante todo, allí estoy siempre sumido en el trabajo, lo que me mantiene alerta, allí sería un placer para mí enfrentarme a una situación como ésa. Bien, pero ya ha pasado y tampoco quiero hablar más sobre ello, sólo quería oír su opinión, la opinión de una mujer razonable, y estoy contento de que coincidamos. Pero ahora me debe dar la mano, una coincidencia así se tiene que sellar con un apretón de manos.

«¿Me dará la mano? El vigilante no me la dio» — pensó, y miró a la mujer de un modo diferente, con cierto aire inquisitivo. Ella se levantó, porque él también se había levantado, y se mostró algo turbada, ya que no había entendido todo lo que K había dicho. A causa de esa turbación dijo algo que no quería haber dicho y que estaba completamente fuera de lugar:

— No se lo tome muy en serio, señor K — dijo con voz temblorosa y, naturalmente, olvidó darle la mano.

— No sabía que se lo tomaba tan en serio — dijo K, repentinamente agotado al comprobar la inutilidad de todos los beneplácitos de aquella mujer.

Ya desde la puerta preguntó:

— ¿Está en casa la señorita Bürstner?

— No — dijo la señora Grubach, y sonrió con simpatía al dar esa breve y seca información — Está en el teatro. ¿Desea algo de ella? ¿Quiere que le dé algún recado?

— Sólo quería conversar un poco con ella.

— Lamentablemente no sé cuándo regresará; cuando va al teatro suele llegar tarde.

— Da igual — dijo K, e inclinó la cabeza hacia la puerta para irse— sólo quería disculparme por haber sido el causante de que ocuparan su habitación esta mañana.

— Eso no es necesario, señor K, usted es demasiado considerado, la señorita no sabe nada de nada, había abandonado la casa muy temprano, ya está todo ordenado, usted mismo lo puede comprobar. Abrió la puerta de la habitación de la señorita Bürstner.

— Gracias, lo creo — dijo K, pero fue hacia la puerta abierta. La luna iluminaba la oscura habitación. Lo que pudo ver parecía en orden, ni siquiera la blusa colgaba en el picaporte de la ventana. Los almohadones de la cama alcanzaban una altura llamativa: sobre ellos caía la luz de la luna.

— La señorita viene con frecuencia muy tarde por la noche — dijo K, y contempló a la señora Grubach como si fuera responsable de esa costumbre.

— ¡Ah, la gente joven! — dijo la señora Grubach con un tono de disculpa.

— Cierto, cierto — dijo K— pero no se deben extremar las cosas.

— No, claro que no — dijo la señora Grubach — Tiene mucha razón, señor K.

Tal vez también en este caso. No quiero criticar a la señorita Bürstner, ella es una muchacha buena y amable, ordenada, puntual, trabajadora, yo aprecio todo eso, pero algo es verdad: debería ser más prudente y discreta. Este mes ya la he visto dos veces con un hombre diferente en calles apartadas. Para mí resulta muy desagradable; esto, pongo a Dios por testigo, sólo se lo cuento a usted, pero es inevitable, tendré que hablar sobre ello con la señorita. Y no es lo único en ella que considero sospechoso.

— Está equivocada — dijo K furioso e incapaz de ocultarlo— usted ha interpretado mal el comentario que he hecho sobre la señorita, no quería decir eso. Es más, le advierto sinceramente que no le diga nada, usted está completamente equivocada, conozco muy bien a la señorita, nada de lo que usted ha dicho es verdad. Por lo demás, tal vez he ido demasiado lejos, no le quiero impedir que haga nada, dígale lo que quiera. Buenas noches.

— Señor K… — dijo la señora Grubach suplicante, y se apresuró a ir detrás de K hasta la puerta, que él ya había abierto— por el momento no quiero hablar con la señorita, naturalmente que antes quiero observarla, sólo a usted le he confiado lo que sabía. Al fin y al cabo intento mantener decente la pensión en beneficio de todos los inquilinos, ése es mi único afán.

— ¡Decencia! — gritó K a través de la rendija de la puerta— si quiere que la pensión continúe siendo decente, debería echarme a mí primero.

A continuación, cerró la puerta de golpe e ignoró un suave golpeteo posterior.

Puesto que no tenía ganas de dormir, decidió permanecer despierto y comprobar a qué hora regresaba la señorita Bürstner. Tal vez fuera aún posible, por muy improcedente que resultara, intercambiar con ella algunas palabras. Cuando estaba en la ventana y se frotaba los ojos cansados llegó a pensar en castigar a la señora Grubach y en convencer a la señorita Bürstner para que ambos rescindieran el contrato de alquiler. Pero poco después todo le pareció terriblemente exagerado e, incluso, alimentó la sospecha contra él mismo de que quería irse de la vivienda por el incidente de la mañana. Nada podría haber sido más absurdo y, ante todo, más inútil y despreciable.