El proceso - Franz Kafka - E-Book

El proceso E-Book

Kafka Franz

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Beschreibung

Nueva traducción de El proceso que respeta el peculiar estilo de Kafka, con reordenación de capítulos y un fragmento inédito en español. Josef K., un ciudadano corriente, se despierta una mañana en presencia de unos misteriosos funcionarios que han ido a detenerlo a la pensión en la que reside. Le interrogan y le comunican que se le permite seguir con su vida diaria a pesar de estar detenido. A partir de ahí, se ve envuelto en un proceso judicial laberíntico cuyo inexplicable entramado intentará desentrañar. Para ello tendrá que adentrarse en el enigmático mundo del «tribunal», una instancia omnisciente que todo lo domina desde las sombras. El proceso es una de las novelas más aclamadas del siglo xx. Nada más aparecer en 1925, tras la muerte de Kafka, fue admirada por escritores de la talla de Thomas Mann, y elogiada por grandes pensadores como Walter Benjamin, Adorno o Hannah Arendt. Se ha interpretado como la novela que mejor simboliza la alienación y el desamparo del hombre moderno: un ser humano perdido en la maraña de burocracia absurda, anonadado ante la fuerza de un poder abstracto que lo somete, y que se ve abandonado a su desesperación en medio de un mundo falto de cordura, o simplemente condenado a existir y morir sin haber dado un sentido a su vida. Esta novedosa traducción del filósofo y germanista Luis Fernando Moreno Claros sigue fielmente los manuscritos originales de Kafka y recrea su estilo tan característico. El posfacio que completa esta cuidada edición explica el origen biográfico de El proceso y proporciona una visión panorámica de sus múltiples interpretaciones y resonancias. La crítica ha dicho... «Kafka es el escritor alemán más grande de nuestro tiempo. Poetas como Rilke o novelistas como Thomas Mann se quedan pequeños en comparación con él. La increíble pulcritud de su estilo resalta la oscura riqueza de su fantasía». Vladimir Nabokov «Kafka fue quien me hizo comprender que se puede escribir de otra manera». Gabriel García Márquez «Kafka descubrió las posibilidades hasta entonces desconocidas de la novela». Milan Kundera «Kafka puede ser el escritor más importante del siglo XX». J. G. Ballard

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EL PROCESO

 

 

Título original: Der Process

© del texto: Franz Kafka, 1914

© de la traducción y posfacio: Luis Fernando Moreno Claros, 2024

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

El autor de esta traducción agradece a Pilar Benito Olalla

y a Reiner Stach su inapreciable ayuda

Primera edición: mayo de 2024

ISBN: 978-84-19558-78-7

Diseño de colección: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

ÍNDICE

Detención

Conversación con la señora Grubach / Después la señorita Bürstner

La amiga de B.

Primera investigación

En la sala de asambleas vacía / El estudiante / Los despachos

El apaleador

El tío / Leni

Abogado / fabricante / pintor

El comerciante Block / Despedida del abogado

En la catedral

Final

FRAGMENTOS

Fiscal

A ver a Elsa

Lucha con el director adjunto

La casa

Viaje adonde la madre

Un sueño

POSFACIO

ESTA TRADUCCIÓN

NOTAS

DETENCIÓN

Alguien tuvo que haber calumniado a Josef K., pues sin que hubiera hecho algo malo, fue detenido una mañana. La cocinera de la señora Grubach, su casera, que cada día le llevaba el desayuno temprano, hacia las ocho, no vino esta vez. Eso no había sucedido nunca. K. esperó todavía un momentito, vio desde su almohada a la anciana que vivía enfrente de él y que lo observaba con una desacostumbrada curiosidad, pero luego, al mismo tiempo extrañado y hambriento, tocó el timbre. Enseguida llamaron a la puerta con unos golpes y entró un hombre al que él aún no había visto nunca en esa casa. Era delgado aunque de constitución fuerte, llevaba un traje negro ajustado, que era similar a los trajes de viaje, provisto de diversos pliegues, bolsillos, hebillas, botones y un cinturón y, en consecuencia, sin que se supiera muy bien para qué podría servir, parecía especialmente práctico. «¿Quién es usted?», preguntó K., y de inmediato se sentó en la cama incorporado a medias. Pero el hombre pasó por alto la pregunta, como si hubiera que aceptar sin más su aparición, y por su parte solo dijo: «¿Ha llamado usted al timbre?». «Anna tiene que traerme el desayuno», dijo K., e intentó primero en silencio, por medio de la observación y la reflexión, averiguar quién era realmente el hombre. Pero este no se prestó a su mirada durante mucho tiempo, sino que se volvió hacia la puerta, que entreabrió un poco para decirle a alguien que evidentemente estaba justo detrás de la puerta: «Quiere que Anna le traiga el desayuno». A esto siguió una pequeña risa en la habitación de al lado, por cómo sonaba no era seguro si había allí más personas partícipes. Pese a que con eso el hombre desconocido no podía haber sabido nada que no hubiera sabido antes, le dijo a K. en tono de aviso: «Es imposible». «Eso sería nuevo», dijo K., saltó de la cama y se puso con rapidez los pantalones. «Quiero ver, desde luego, qué clase de gente está en la habitación contigua y cómo responderá la señora Grubach ante mí de esta molestia». Por cierto, enseguida se dio cuenta de que no habría tenido que decir esto en voz alta, y que de ese modo, en cierta manera, reconocía un derecho de vigilancia del extraño, pero eso ahora no le parecía importante. De todas formas, así lo interpretó el extraño, pues dijo: «¿No querría usted mejor quedarse aquí?». «Ni quiero quedarme aquí ni que usted me dirija la palabra mientras no se me presente». «Fue dicho con buena intención», dijo el extraño, y entonces abrió la puerta voluntariamente. En la habitación de al lado, en la que K. entró más despacio de lo que quería, a primera vista todo parecía estar casi igual que la tarde anterior. Era la habitación de estar de la señora Grubach, tal vez en esa habitación, llena a rebosar de muebles, tapetes, porcelanas y fotografías, había ese día un poco más espacio que de costumbre; eso no se notaba enseguida, y menos aún cuando el cambio principal consistía en la presencia de un hombre que estaba sentado junto a la ventana abierta, con un libro del que ahora levantó la vista. «¡Tendría usted que haberse quedado en su habitación! ¿Acaso no se lo ha dicho Franz?». «Sí, pero ¿qué es lo que quiere usted?», dijo K., y apartó la mirada del recién conocido hacia el otro llamado Franz, que estaba parado en la puerta, y después volvió a mirar al primero. A través de la ventana abierta podía verse otra vez a la anciana, la cual, con verdadera curiosidad senil, había pasado a la ventana que ahora tenían enfrente para seguir viéndolo todo. «Quiero ver a la señora Grubach», dijo K., e hizo un movimiento como si quisiera soltarse de los dos hombres, que sin embargo estaban bastante lejos de él, y estuviera dispuesto a seguir adelante. «¡No!», dijo el hombre que estaba junto a la ventana, arrojó el libro sobre una mesita y se levantó. «No le está permitido marcharse, usted está detenido». «Eso parece», dijo K. «¿Y por qué?», preguntó luego. «No estamos autorizados a decírselo. Váyase a su habitación y espere. El procedimiento judicial acaba de iniciarse ahora y usted se enterará de todo a su debido tiempo. Me excedo de mi cometido si le hablo de manera tan amigable. Pero espero que esto no lo oiga nadie más que Franz, y él mismo, contra todo reglamento, es amable con usted. Si también de ahora en adelante tiene usted tanta suerte como con la determinación de sus guardianes, entonces puede sentirse confiado». K. quiso sentarse, pero vio que en toda la habitación no había posibilidad de sentarse excepto en la silla junto a la ventana. «Ya verá usted todavía cuánta verdad hay en todo esto», dijo Franz, y se acercó a él al mismo tiempo que el otro hombre. Sobre todo el último superaba a K. en altura considerablemente y a menudo le daba palmaditas en el hombro. Ambos examinaron el camisón de dormir de K. y dijeron que ahora tendría que ponerse un camisón mucho peor, pero que ellos se harían cargo de este camisón lo mismo que del resto de su ropa blanca, y que si su asunto terminaba bien se la darían otra vez. «Es mejor que usted nos dé las cosas a nosotros antes que al depósito», dijeron ellos, «pues en el depósito a menudo suceden fraudes y, además, allí se venden todas las cosas después de cierto tiempo, sin tener en cuenta si ha terminado ya o no el proceso judicial correspondiente. ¡Y cuánto duran este tipo de procesos, sobre todo en los últimos tiempos! En cualquier caso, usted recibiría del depósito el beneficio de la venta, pero este beneficio es, en primer lugar, insignificante, puesto que en la venta no decide el monto de la oferta más alta sino el monto del soborno; y segundo, sabemos por experiencia que estos beneficios merman al pasar de mano en mano y de año en año». K. apenas prestó atención a estas palabras, el derecho a disponer de sus cosas, que quizá tuviera todavía, era algo que no valoraba demasiado, le importaba mucho más hacerse una idea clara de su situación; pero en presencia de esta gente ni siquiera podía pensar; una y otra vez, la barriga del segundo guardián —solo podían ser guardianes— chocaba contra él literalmente con cordialidad, pero si alzaba la vista para mirarlo, entonces veía un rostro seco y huesudo, con una nariz robusta y torcida hacia un lado, que no pegaba nada con ese cuerpo grueso, y que, por encima de él, se entendía con el otro guardián. Pero ¿qué clase de hombres eran estos? ¿De qué hablaban? ¿A qué autoridad pertenecían? K. vivía en un Estado de derecho, en todas partes reinaba la paz, todas las leyes seguían vigentes, ¿quién se atrevía a asaltarlo en su casa? Siempre se mostraba inclinado a tomarse todo con la mayor ligereza posible, a creer en lo peor cuando lo peor llegaba, a no tomar ninguna precaución para el futuro, incluso cuando todo amenazaba. Sin embargo, le parecía que aquí había algo que no iba bien; desde luego que todo esto podía tomarse como una broma, como una burda broma que le habían gastado los colegas del banco por motivos desconocidos —quizá porque hoy era su trigésimo cumpleaños—, naturalmente que era posible, quizá solo tuviera que sonreír de alguna manera a los guardianes a la cara y entonces ellos se reirían con él, quizás estos eran los mozos de servicio de la esquina de la calle, su aspecto no era distinto al de ellos; pese a todo, esta vez había decidido formalmente, ya desde la primera vez que vio al guardián Franz, no dejarse quitar de la mano ni la más mínima ventaja que quizá todavía pudiera tener sobre esa gente. Que más tarde se dijera que él era incapaz de entender una broma era algo en lo que K. veía un peligro mínimo, si bien se acordaba —sin que por lo demás hubiera sido su costumbre aprender de las experiencias— de algunos casos en sí mismos insignificantes, en los cuales él, a diferencia de sus amigos, con conciencia y sin el más mínimo sentido de las posibles consecuencias, se había comportado de manera imprudente, y por eso había sido castigado con el resultado. Eso no debería volver a ocurrir, al menos no esta vez: si esto era una comedia, entonces él quería participar.

Todavía era libre. «Permítame usted», dijo, y pasó rápidamente entre los guardias hacia su habitación. «Parece ser sensato», oyó decir detrás de él. En su habitación abrió de golpe los cajones del escritorio, allí todo estaba en el mayor orden, pero justo los documentos de identidad que él buscaba no pudo encontrarlos de momento, a causa de su agitación. Finalmente encontró su permiso de ciclista y quiso dirigirse con él a los guardias, pero entonces el documento le pareció demasiado insignificante y siguió buscando, hasta que encontró la partida de nacimiento. Cuando regresó a la habitación de al lado, la puerta que estaba enfrente se abrió justo en ese momento, y la señora Grubach quiso entrar allí. Solo se la vio un instante, puesto que, apenas reconoció a K., se sintió visiblemente avergonzada, pidió disculpas, desapareció y, de manera muy cautelosa, cerró la puerta. «¡Pero entre usted!», todavía pudo decir K. Pero ahora él estaba plantado en medio de la habitación con sus documentos, todavía miraba en dirección a la puerta, que no había vuelto a abrirse, y en ese momento se asustó por una llamada de los guardianes, que estaban sentados a la mesa junto a la ventana abierta y, tal y como K. se dio cuenta, estaban devorándole su desayuno. «¿Por qué no ha entrado ella?», preguntó. «No le está permitido», dijo el vigilante grande, «es que usted está detenido». «Pero ¿cómo puedo estar detenido? ¿Y encima de esta manera?». «¡Ya empieza usted otra vez!», dijo el guardián y mojó el pan con mantequilla en el tarrito de miel. «Nosotros no respondemos a tales preguntas». «Pues tendrán ustedes que responderlas», dijo K. «Aquí están mis documentos de identidad. Ahora enséñenme ustedes los suyos, y sobre todo la orden de arresto». «¡Cielo Santo!», dijo el guardián, «¡que no pueda usted conformarse con su situación, y que encima parezca usted empeñado en irritarnos inútilmente a nosotros, que seguramente de todos sus prójimos somos los más cercanos a usted!». «Así es, pero créaselo», dijo Franz, que no se llevó a la boca la taza de café que sostenía en la mano, sino que miró a K. con una larga mirada, probablemente muy significativa, pero incomprensible. K. se dejó enredar sin quererlo en un diálogo de miradas con Franz, pero entonces golpeó sus documentos y dijo: «¡Aquí están mis documentos de identidad!». «¿Y qué nos importan a nosotros?», gritó entonces el guardián grande. «Se comporta usted peor que un niño. Pero ¿qué es lo que quiere? ¿Quiere usted que su maldito gran proceso llegue a un final rápido discutiendo con nosotros, los guardianes, sobre los documentos de identidad o la orden de arresto? Nosotros somos empleados inferiores que apenas entendemos nada de documentos de identidad, y que en lo que se refiere a su asunto no tenemos otra cosa que hacer más que montar guardia durante diez horas al día para vigilarlo a usted, y por eso nos pagan. Esto es todo lo que somos nosotros, sin embargo, somos capaces de reconocer que las altas autoridades, a cuyo servicio estamos, antes de tramitar una detención semejante, se han informado muy exactamente sobre las razones de la detención y la persona del detenido. En esto no hay ningún error. Nuestra autoridad, por lo que yo la conozco, y solo conozco el grado más inferior, no busca tanto la culpa en la población, sino que, como se dice en la ley, es atraída por la culpa, y tiene que enviarnos a nosotros, los guardianes. Eso es ley. ¿Dónde habría ahí un error?». «Esa ley no la conozco», dijo K. «Tanto peor para usted», dijo el guardián. «Sin duda solo existe en las cabezas de ustedes», dijo K., que quería de alguna manera colarse en los pensamientos de los guardianes, cambiarlos para obtener ventaja o amoldarse a ellos. Pero el guardián solo dijo desdeñosamente: «Acabará usted sintiéndola». Franz intervino y dijo: «Mira, Willem, él admite que no conoce la ley y asegura al mismo tiempo estar libre de culpa». «Tienes toda la razón, pero a él no se le puede hacer entender nada», dijo el otro. K. no respondió nada más; «¿acaso —pensó— por culpa de la cháchara de estos órganos inferiores —ellos mismos admiten serlo— tengo que dejarme confundir todavía más? En cualquier caso, hablan de cosas que no comprenden en lo más mínimo. Su seguridad solo es posible a causa de su estupidez. Unas pocas palabras que yo pudiera intercambiar con una persona de mi misma condición lo volverían todo incomparablemente más claro que los más extensos discursos con estos». Anduvo de acá para allá unas cuantas veces en el espacio vacío de la habitación, enfrente vio a la anciana que había llevado a la ventana a un anciano todavía más viejo que ella, al que sujetaba abrazándolo; K. tenía que poner fin a ese espectáculo: «Llévenme ustedes con su superior», dijo. «Cuando él quiera; no antes», dijo el guardián que había sido nombrado como Willem. «Y ahora le aconsejo», añadió además, «que se vaya a su habitación, que esté tranquilo y que espere a ver qué se determina sobre usted. Le aconsejamos que no se disperse con pensamientos inútiles, sino que se concentre, puesto que se le presentarán grandes exigencias. Usted no nos ha tratado como se merece nuestra deferencia, ha olvidado que nosotros —siendo como seamos—, al menos ahora, a diferencia de usted, somos hombres libres, eso no es algo de poco peso. No obstante, estamos dispuestos, en caso de que usted tenga dinero, a traerle un pequeño desayuno del café de enfrente».

Sin responder a esta oferta, K. permaneció un momento en silencio. Quizá si él abriera la puerta de la siguiente habitación o incluso la puerta del vestíbulo, esos dos no se atrevieran a impedírselo, quizá la solución más sencilla sería llevar la situación al extremo. Pero tal vez lo agarraran, y una vez que lo hubieran derrotado habría perdido toda su superioridad que, en cierto modo, todavía conservaba frente a ellos. Por eso prefirió la seguridad de la solución natural, tal y como buenamente tuviera que traerla el curso natural de los acontecimientos, y volvió a su habitación sin que por su parte o por parte de los guardias se dejara caer una palabra más.

Se tendió en su cama y tomó de la mesilla de noche una hermosa manzana que había preparado la noche anterior para el desayuno. Ese era ahora su único desayuno, y de todos modos, tal y como constató cuando dio el primer gran mordisco, sería mucho mejor de lo que hubiera sido el desayuno del sucio café nocturno, que hubiera podido recibir merced a la clemencia de los guardianes. Se sintió bien y confiado, faltaría esa mañana a su servicio en el banco, pero esto, teniendo en cuenta la posición que allí ostentaba, relativamente alta, sería fácil de excusar. ¿Debería alegar la verdadera excusa? Pensó hacerlo. Si no le creían, lo que en este caso era comprensible, podría llamar a la señora Grubach como testigo, o también a los dos ancianos de enfrente, que ahora se habían puesto en marcha hacia la ventana que estaba situada justo delante de la suya. Le sorprendía a K., al menos desde la manera de pensar de los guardianes, le sorprendía que lo hubiesen empujado a la habitación y que lo hubieran dejado aquí a solas, donde tenía diez veces más posibilidades de suicidarse. También es verdad que simultáneamente se preguntó, esta vez desde su propia manera de pensar, qué razón podría tener para hacerlo. ¿Acaso porque los dos de al lado estaban allí sentados y le habían incautado su desayuno? Habría sido tan absurdo suicidarse que, incluso en el caso de que hubiera querido hacerlo, a causa de la absurdez de semejante hecho, no hubiera podido. Si la limitación intelectual de los guardianes no hubiera sido tan evidente, se podría admitir que, como consecuencia del mismo convencimiento, tampoco ellos habrían visto ningún peligro en dejarlo a solas. Que vieran ellos ahora, si es que querían verlo, cómo iba al armarito de la pared en el que guardaba un buen aguardiente, cómo vaciaba un vasito primero como sustituto del desayuno, y cómo destinaba un segundo vasito a darse ánimos, lo último solo como precaución para el improbable caso de que tuviera que ser necesario.

Entonces lo asustó un grito de tal magnitud que dio con los dientes en el vaso. «¡El inspector le llama!», le dijeron. Fue solo ese grito lo que le asustó, ese grito breve, brusco, militar, del que nunca hubiera creído capaz al guardián Franz. La orden misma fue para él muy bienvenida. «¡Por fin!», gritó él como contestación, cerró el armario de la pared y fue corriendo enseguida a la habitación de al lado. Allí estaban los dos guardianes, que lo persiguieron para devolverlo a su habitación como si eso fuera lo más natural. «Pero ¿qué se cree vuestra excelencia? ¿Queréis ir en camisón a ver al inspector? Hará que os den una paliza, y a nosotros también». «¡Dejadme, por todos los demonios!», gritó K., al que ya habían empujado hasta el armario de la ropa, «cuando se me asalta en la cama no puede esperarse que se me encuentre en traje de fiesta». «Eso no ayuda», dijeron los guardianes, los cuales siempre que K. gritaba, se mostraban muy tranquilos y hasta casi tristes, con lo cual lo confundían o, en cierta manera, le hacían retornar a su juicio. «¡Ridículas ceremonias!», gruñó aún, pero cogió ya una chaqueta de la silla y la sostuvo un momentito con las dos manos, como si la sometiera al juicio de los guardianes. Ellos negaron moviendo sus cabezas. «Tiene que ser una chaqueta negra», dijeron. K. arrojó la chaqueta al suelo y dijo —él mismo no supo en qué sentido lo decía—: «¡Pero si todavía no es el juicio principal!». Los guardianes sonrieron, pero siguieron en las mismas: «Tiene que ser una chaqueta negra». «Si con eso acelero el asunto, tendrá que parecerme bien», dijo K.; abrió él mismo el armario de la ropa, buscó largo rato entre tanto traje, eligió su mejor traje negro, un chaqué que por su corte casi había causado sensación entre los conocidos; luego se puso otra camisa, y comenzó a vestirse meticulosamente. En secreto creyó haber conseguido agilizarlo todo porque los guardianes habían olvidado obligarle a tomar un baño. Los observó para ver si quizá se terminarían acordando, pero eso, como es natural, no se les ocurrió en absoluto; en cambio, Willem no se olvidó de mandar a Franz al inspector con la noticia de que K. se estaba vistiendo.

Cuando estuvo completamente vestido, tuvo que pasar, apenas por delante de Willem, a través de la habitación contigua vacía a la siguiente habitación, cuya puerta con las dos hojas ya estaba abierta. Esta habitación, tal y como K. sabía con exactitud desde hacía poco tiempo, la ocupaba una tal señorita Bürstner, una mecanógrafa que acostumbraba a ir al trabajo muy temprano, regresaba tarde a casa y con la que K. no había intercambiado nada más que saludos. Ahora habían trasladado la mesilla de noche desde su cama al centro de la habitación como mesa de interrogatorios, y el inspector estaba sentado detrás de esta. Había cruzado una pierna sobre la otra y apoyaba un brazo sobre el respaldo de la silla. En una esquina de la habitación estaban de pie tres jóvenes y examinaban las fotografías de la señorita Bürstner, que estaban clavadas en una esterilla que colgaba en la pared. Del picaporte de la ventana abierta colgaba una blusa blanca. En la ventana de enfrente estaban otra vez los dos ancianos, pero había aumentado la compañía, pues destacando mucho por detrás de ellos, estaba un hombre con una camisa abierta en el pecho, que con los dedos se atusaba y retorcía su perilla pelirroja.

«¿Josef K.?», preguntó el inspector, tal vez solo para que la mirada distraída de K. se desviara hacia él. K. asintió con la cabeza. «¿Está usted muy sorprendido por los acontecimientos de la mañana de hoy?», preguntó el inspector; y mientras, con ambas manos cambió de sitio unos pocos objetos que estaban en la mesilla de noche: las velas con las cerillitas de madera, un libro y un alfiletero, como si estos fueran objetos que él necesitara para el interrogatorio. «Ciertamente», dijo K., y lo acometió el agradable sentimiento de hallarse por fin ante un hombre inteligente y poder hablar con él sobre su caso, «ciertamente que estoy sorprendido, pero de ninguna manera estoy muy sorprendido». «¿No muy sorprendido?», preguntó el inspector, y entonces colocó la vela en el centro de la mesita, mientras que agrupaba el resto de las cosas alrededor de ella. «Tal vez me malinterpreta usted», se apresuró a observar K. «Quiero decir», aquí K. se interrumpió y volvió la mirada hacia una silla. «¿Podría sentarme?», preguntó. «No es lo habitual», respondió el inspector. «Quiero decir», dijo ahora K. sin mediar pausa, «que por supuesto estoy muy sorprendido, pero uno está endurecido contra las sorpresas cuando lleva ya treinta años en el mundo y ha tenido que salir adelante por sí mismo, como modestamente ha sido mi caso; así que no me las tomo con demasiada gravedad. Especialmente no las de hoy». «¿Por qué especialmente no las de hoy?». «No quiero decir que yo vea todo esto como una broma, para eso me parecen todas estas escenificaciones que se han hecho demasiado grandes. Tendrían que estar implicados todos los miembros de la pensión y también todos ustedes, eso sobrepasaría los límites de una broma. Así que tampoco quiero decir que esto sea una broma». «Muy cierto», dijo el inspector, y comprobó cuántas cerillas había en la caja de cerillas. «Pero, por otra parte», prosiguió K., y en esto se volvió hacia todos, y también de muy buena gana se habría dirigido a los tres que estaban junto a las fotografías, «pero, por otra parte, tampoco el asunto puede tener mucha importancia. Lo deduzco de que estoy acusado, sin embargo no puedo encontrar la más mínima culpa a causa de la cual se me podría acusar. Aunque también esto es secundario, la pregunta principal es: ¿quién me ha acusado? ¿Qué autoridad lleva el procedimiento? ¿Son ustedes funcionarios? Ninguno tiene uniforme, a no ser que uno quiera llamar uniforme a su traje», aquí se volvió hacia Franz, «pero es más bien un traje de viaje. En estas preguntas exijo yo claridad, y estoy convencido de que después de esta aclaración todos nosotros podremos despedirnos de la manera más cordial». El inspector dejó caer de golpe la caja de cerillas sobre la mesa. «Está usted en un gran error», dijo. «Estos señores de aquí y yo somos completamente secundarios para su asunto; sí, e incluso no sabemos casi nada de él. Podríamos llevar los uniformes más reglamentarios y su caso no estaría por ello peor. Tampoco puedo decirle en absoluto que está usted acusado o, mejor dicho, no sé si usted lo está. Está usted detenido, eso es correcto, y no sé nada más. Tal vez los guardianes hayan cotilleado otra cosa, pero en tal caso es solo cotilleo. De manera que si ahora yo no puedo contestar a sus preguntas, sí que puedo aconsejarle que piense menos en nosotros y en lo que pasará con usted, piense más en usted mismo. Y no arme tanta bulla con el sentimiento de su inocencia, porque entorpece la impresión, no precisamente mala, que causa usted en los demás. También debería ser más comedido al hablar, casi todo lo que ha dicho antes, incluso si tan solo hubiera dicho unas pocas palabras, se podría haber extraído de su comportamiento, por otra parte, no fue demasiado beneficioso para usted».

K. miró fijamente al inspector. ¿Recibía ahora lecciones escolares de un hombre quizá más joven que él? ¿Por su sinceridad lo castigaban con una reprimenda? ¿Y no iba a saber nada sobre el motivo de su detención y quién la había ordenado? Cayó en una cierta exasperación, anduvo de acá para allá, lo que nadie le impidió, se subió los puños de la camisa, se tocó el pecho, se alisó el pelo, pasó por delante de los tres señores, dijo: «pero esto es absurdo», por lo que estos se volvieron hacia él y lo miraron atentos pero serios, y finalmente volvió a detenerse delante de la mesa del inspector. «El fiscal Hasterer1 es un buen amigo mío», dijo, «¿puedo telefonearle?». «Ciertamente», dijo el inspector, «pero no sé qué sentido tendría eso, a menos que usted tuviera que tratar con él de algún asunto privado. «¿Qué sentido?», gritó K., más desconcertado que enfadado. «Pero ¿quién es usted? ¿Usted quiere un sentido y lleva a cabo el mayor sinsentido que existe? ¿Acaso no es esto como para hacer llorar a las piedras? Primero los señores me han asaltado y ahora están sentados o andan por aquí alrededor y exigen que haga ejercicios de alta escuela de equitación delante de usted. ¿Qué sentido tendría telefonear a un fiscal si al parecer estoy detenido? Bien, no telefonearé». «Pero, por favor», dijo el inspector, y alargó la mano en dirección a la antesala, donde estaba el teléfono, «por favor, pero telefonee usted». «No, ya no quiero», dijo K., y fue a la ventana. En la ventana de enfrente estaba todavía el grupo, que solo ahora, dado que K. se había acercado a la ventana, pareció un poco molesto en la tranquilidad de la contemplación. Los ancianos quisieron levantarse, pero el hombre que estaba detrás de ellos los tranquilizó. «¡Ahí están también esos espectadores!», le gritó K. en voz muy alta al inspector, y señaló hacia allá con el dedo índice. «¡Fuera de ahí!», les gritó luego. Los tres retrocedieron enseguida algunos pasos, los dos ancianos todavía detrás del hombre, quien los tapaba con su cuerpo ancho y, según se concluía de los movimientos de su boca, decía algo incomprensible desde la distancia. Pero no se fueron del todo, sino que pareció que se quedaron esperando el momento en que pudieran acercarse otra vez a la ventana sin que se notara.

«¡Gente impertinente y desconsiderada!», dijo K. cuando se dio la vuelta hacia el interior de la habitación. El inspector posiblemente estaba de acuerdo con él, como K. creyó reconocer con una mirada de soslayo. Pero era igualmente posible que no hubiera escuchado en absoluto, pues había apretado firmemente una mano contra la mesa y parecía comparar la largura de los dedos. Los dos guardianes estaban sentados sobre una maleta cubierta con un tapete bordado y se frotaban las rodillas. Los tres jóvenes tenían las manos en las caderas y miraban a su alrededor sin fijarse en nada. Todo estaba tranquilo como en cualquier oficina olvidada. «Ahora, señores míos», exclamó K., durante un largo instante le pareció como si él cargara con todo sobre sus espaldas, «de su aspecto se puede inferir que mi asunto habría concluido. En mi opinión, lo mejor es no pensar más sobre la legitimidad o la no legitimidad de su proceder y zanjar la cosa de manera conciliadora con un apretón de manos por cada una de las partes. Si también usted es de mi misma opinión, entonces, haga el favor», y se acercó a la mesa del inspector y le tendió la mano. El inspector alzó los ojos, se mordió los labios y miró la mano estirada de K., aún creía K. que el inspector se la estrecharía. Pero este se levantó, tomó un sombrero duro y rígido, que estaba encima de la cama de la señorita Bürtsner y se lo colocó cuidadosamente con ambas manos como cuando alguien se prueba un sombrero nuevo. «Qué fácil le parece a usted todo», le dijo el inspector mientras tanto a K. «Deberíamos zanjar este asunto de manera conciliadora, ¿opina usted? No, no, esto no va así en realidad. Con lo que por otra parte no quiero decir en absoluto que tenga usted que desesperarse. No, ¿y por qué? Usted solo está detenido, nada más. Esto es lo que yo tenía que comunicarle, lo he hecho, y también he visto cómo se lo ha tomado usted. Con esto es suficiente por hoy y podemos despedirnos, bien es verdad que solo por el momento. ¿Ahora querrá usted ir al banco?». «¿Al banco?», preguntó K. «Pensaba que estoy detenido». K. preguntó con una cierta obstinación, pues aunque su apretón de manos no había sido aceptado, se sentía, especialmente desde que el inspector se había levantado, cada vez más desligado de toda esa gente. Jugaba con ellos. Tenía la intención, en el caso de que tuvieran que irse, de correr detrás de ellos hasta el portal de la casa y ofrecerles que lo detuvieran. Por eso repitió también: «Pero ¿cómo voy a ir al banco si estoy detenido?». «Ah, bien», dijo el inspector, que ya estaba en la puerta, «me ha malinterpretado, está usted detenido, ciertamente, pero esto no debe impedirle cumplir con su profesión. Tampoco tiene usted que verse impedido en su modo de vida cotidiano». «Entonces eso de estar detenido no es muy malo», dijo K., y se acercó al inspector. «Nunca opiné otra cosa», dijo este. «Entonces ni siquiera la comunicación de la detención parece haber sido muy necesaria», dijo K., y se acercó todavía más. También los otros se habían acercado. Ahora todos estaban reunidos en un estrecho espacio cerca de la puerta. «Era mi deber», dijo el inspector. «Un deber tonto», dijo K. inflexible. «Puede ser», respondió el inspector, «pero no queremos perder nuestro tiempo con semejante conversación. Yo había dado por supuesto que usted querría ir al banco. Como usted presta tanta atención a todas las palabras, añado: yo no le obligo a ir al banco, solo supuse que usted quería hacerlo. Y para facilitarle esto y para hacer que su llegada al banco sea lo más discreta, he retenido aquí a estos tres señores, sus colegas, y están a su disposición». «¿Cómo?», exclamó K. y miró sorprendido a los tres. Estos jóvenes, anémicos y sin ninguna característica especial, a los que todavía mantenía en su recuerdo como grupo junto a las fotografías, eran realmente empleados del banco, no colegas, eso era decir mucho, y demostraba una laguna en la omnisciencia del inspector; pero en cualquier caso sí que eran empleados de banco. ¿Cómo pudo haberle pasado desapercibido eso a K.? ¿Hasta qué punto tuvo que estar acaparado por el inspector y los guardianes como para no reconocer a esos tres? El estirado Rabensteiner, de manos siempre en movimiento, el rubio Kullich de ojos hundidos, y Kaminer, con su sonrisa insoportable provocada por una distensión muscular crónica. «¡Buenos días!», dijo K. después de un momentito, y tendió la mano a los señores, correctamente inclinados ante él. «No los había reconocido a ustedes en absoluto. Entonces, ¿ahora nos vamos al trabajo, no?». Los señores asintieron con movimientos de cabeza, sonrientes y con empeño, como si hubieran estado esperando esto durante todo el tiempo; solo cuando K. echó en falta su sombrero, que se había quedado en su habitación, todos salieron corriendo a buscarlo, uno detrás de otro, lo que al fin y al cabo demostraba lo embarazoso de la situación. K. se quedó allí quieto y los siguió con la vista a través de las dos puertas abiertas; el último de los tres era naturalmente el indolente Rabensteiner, que simplemente había adoptado un elegante trote. Kaminer le entregó el sombrero y K. tuvo que decirse para sus adentros expresamente, al igual que tantas veces era necesario hacerlo en el banco, que la sonrisa de Kaminer no era intencionada, y que incluso aunque quisiera reírse con intención no podía hacerlo. Después, en el vestíbulo, la señora Grübach, que en absoluto parecía ser consciente de culpa alguna, abrió la puerta de la casa a toda la compañía, y K., como tan a menudo, bajó la vista a la cinta de su delantal, que de manera tan inútil ceñía muy profundamente su cuerpo enorme. Abajo K., con el reloj en la mano, decidió tomar un automóvil2 para no aumentar innecesariamente el retraso, que era ya de media hora. Kaminer corrió a la esquina para traer el coche, los otros dos intentaron evidentemente entretener a K., cuando de repente Kullich señaló al portal de la casa que tenían enfrente, en el que apareció el hombre de la perilla rubia, que en un primer momento, un poco cohibido por mostrarse ahora en toda su estatura, se retiró hacia la pared y se apoyó en ella. Los ancianos seguramente todavía estaban en la escalera. K. se enfadó porque Kullich le hubiera llamado la atención sobre el hombre, al que él mismo ya había visto antes, y al que incluso había estado esperando. «¡No miren ustedes allí!», espetó, sin darse cuenta de cuán llamativo era el uso de semejante manera de hablar para dirigirse a hombres hechos y derechos. Pero tampoco fue necesario dar una explicación, pues justo entonces llegó el automóvil; se acomodaron y partió. Entonces K. se acordó de que no había notado en absoluto ni la marcha del inspector ni la de los guardianes, el inspector le había tapado a los tres funcionarios, y luego, de nuevo los funcionarios al inspector. Esto no demostró ni mucha perspicacia ni presencia de ánimo, y K. se propuso en este sentido observarse con mayor atención. No obstante, se dio la vuelta involuntariamente y se inclinó sobre la cubierta trasera del automóvil por si todavía fuera posible ver al inspector y a los guardianes. Pero enseguida volvió a su posición anterior sin ni siquiera haber hecho el intento de buscar a alguien, y se recostó cómodamente en la esquina del coche. Pese a que no daba esa impresión, precisamente ahora hubiera necesitado consuelo, pero los señores parecían cansados, Rabensteiner miraba a la derecha del coche, Kullych3 a la izquierda, y solo Kaminer estaba a disposición con sus muecas, sobre las que, por desgracia, el humanitarismo prohibía hacer bromas.

CONVERSACIÓN CON LA SEÑORA GRÜBACH / DESPUÉS LA SEÑORITA BÜRSTNER

En esa primavera K. acostumbraba a pasar las tardes en tal forma que después del trabajo, si es que esto era posible aún —la mayoría de las veces se quedaba en la oficina hasta las nueve—, daba un pequeño paseo a solas o con conocidos, y luego iba a una cervecería en la que hacía tertulia hasta las once junto a señores por lo general mayores. Pero había también excepciones a esa organización cuando, por ejemplo, el director del banco, quien apreciaba mucho la capacidad de trabajo y la fiabilidad de K., lo invitaba a dar un paseo en coche o a cenar en su villa. Además, K. iba una vez a la semana donde una chica que se llamaba Elsa, que servía como camarera en una taberna por las noches hasta la mañana siguiente, y durante el día recibía solo visitas en la cama.

Pero esa noche —el día había pasado muy rápido con el intenso trabajo y tantas felicitaciones de cumpleaños cordiales y honrosas— K. quería marcharse a casa enseguida. En todas las pequeñas pausas de la jornada laboral había estado pensando en eso; sin saber exactamente qué opinar, le parecía como si a causa de los acontecimientos de la mañana se hubiera ocasionado un gran desorden en toda la vivienda de la señora Grubach, y que precisamente él era necesario para restablecer el orden. Una vez que se hubiera restablecido ese orden, se disiparía cualquier huella de aquellos acontecimientos y todo volvería a ser como antes. De esos tres empleados en particular nada había que temer, ya estaban otra vez inmersos en la gran masa de empleados del banco, y no se percibía ningún cambio en ellos. K. los había llamado a su despacho uno a uno y a los tres juntos sin ningún otro propósito que el de observarlos; siempre había podido dejarlos marchar satisfecho.

Cuando a las nueve y media de la noche llegó delante de la casa en la que vivía, se encontró en el portal a un chaval que estaba allí plantado separando mucho las piernas y fumando en pipa. «¿Quién es usted?», preguntó K. enseguida y acercó su rostro al del chaval; no se veía mucho en la semioscuridad del pasillo. «Soy el hijo del portero, respetable señor», respondió el chaval, se quitó la pipa de la boca y se apartó a un lado. «¿El hijo del portero?», preguntó K., e impaciente golpeó el suelo con su bastón. «¿Desea algo el respetable señor? ¿Debo ir a buscar a mi padre?». «No, no», dijo K., en su voz había un tono de perdón, como si el chaval hubiera hecho algo malo, pero él le perdonara. «Está bien», dijo luego, y siguió andando, pero antes de subir por la escalera se dio otra vez la vuelta.

Hubiera podido ir directamente a su habitación, pero como quería hablar con la señora Grubach, enseguida llamó a la puerta de esta dando unos golpecitos. Ella estaba sentada con una media de punto a una mesa en la que también había un montón de medias viejas. K. se disculpó confuso por ir tan tarde, pero la señora Grubach fue muy amable y no quiso oír ninguna disculpa: para él, ella siempre estaba disponible para hablar, él sabía muy bien que era su mejor y más querido inquilino. K. miró alrededor de la habitación, estaba otra vez tan perfectamente como en su anterior estado; el servicio del desayuno, que antes se hallaba sobre la mesita junto a la ventana, ya lo habían retirado. Sin duda las manos de las mujeres arreglan muchas cosas en silencio, pensó; quizás él habría hecho trizas los cubiertos allí mismo, pero seguro que no los hubiera retirado. Miró a la señora Grubach con cierto agradecimiento. «¿Por qué trabaja usted aún tan tarde?», le preguntó. Ahora los dos estaban sentados a la mesa y, de cuando en cuando, K. ocultaba una mano en las medias. «Hay mucho trabajo», dijo ella, «durante el día me debo a los inquilinos; si quiero poner mis cosas en orden solo me quedan las noches». «Hoy bien que le he dado yo un trabajo extraordinario». «¿Cómo así?», preguntó ella, animándose más, la labor descansaba en su regazo. «Me refiero a los hombres que estuvieron aquí esta mañana temprano». «Ah, sí», dijo ella y retornó a su tranquilidad, «eso no me ha dado ningún trabajo especial». K. miró en silencio cómo ella volvía a retomar su labor. «Parece que se sorprende de que hable de ello», pensó, «parece que no considera correcto que yo hable de ello. Tanto más importante es que lo haga. Solo con una mujer mayor puedo hablar de ello». «No, trabajo seguro que ha habido», dijo él luego, «pero eso no volverá a suceder». «No, eso no puede volver a suceder», dijo ella reafirmándolo, y sonrió a K. casi con melancolía. «¿Lo cree usted en serio?», preguntó K. «Sí», dijo ella en voz más queda, «pero sobre todo no debe usted tomárselo como algo tan grave. ¡Qué cosas no ocurren en el mundo! Ya que habla usted tan confiadamente conmigo, señor K., puedo confesarle que he escuchado algo detrás de la puerta y que también los dos guardianes me han contado algo. Se trata al fin y al cabo de su felicidad y eso es algo que me llega al corazón, quizá más de lo que me corresponde, puesto que solo soy la patrona. Bueno, he oído algo pero no puedo decir que fuera especialmente malo. No. Ciertamente que está usted detenido, pero no como se detiene a un ladrón. Si se detiene a alguien como a un ladrón eso es malo, pero esta detención… Me parece como algo intelectual, perdóneme si digo una cosa absurda, a mí me parece que es como algo intelectual, que yo no entiendo, pero que tampoco hay que entender».

«En absoluto es absurdo lo que usted ha dicho, señora Grubach, al menos en parte yo soy de su misma opinión, solo que mi opinión sobre todo ello es más radical que la de usted, y no tengo esto por algo intelectual, sino que lo tengo por nada. Me cogieron por sorpresa, así fue. Si nada más despertarme me hubiera levantado sin dejarme confundir por la ausencia de Anna, y sin tener en cuenta a nadie que se hubiera interpuesto en mi camino, hubiera ido donde usted; si esta vez, como excepción, hubiera desayunado cualquier cosa en la cocina, si hubiera dejado que usted me trajera la ropa de mi habitación; en suma, si yo hubiera actuado razonablemente no hubiera sucedido nada más, y lo que aconteció después no habría ocurrido. Pero uno está muy poco preparado. En el banco, por ejemplo, estoy preparado, allí sería imposible que me sucediera algo semejante, allí tengo un sirviente propio; el teléfono general y el teléfono de la oficina están en la mesa delante de mí; continuamente viene gente, clientes y empleados; además y sobre todo, allí estoy siempre pendiente de mi trabajo, de ahí que siempre mantenga mi presencia de ánimo, e incluso sería para mí un placer confrontarme allí con una cosa así. Bueno, ahora ya pasó y, en realidad, ya no quería hablar más de ello, solo quería oír su juicio, el juicio de una mujer sensata; y estoy muy contento de que estemos de acuerdo en esto. Ahora tiene usted que estrecharme la mano, tal coincidencia debe ser ratificada con un apretón de manos».

«¿Me estrechará la mano? El inspector no me estrechó la mano», pensó, y miró a la mujer de manera distinta que antes, examinándola. Ella se levantó porque también él se había levantado, estaba un poco azorada porque no había comprendido todo lo que había dicho K. Como consecuencia de este azoramiento dijo algo que no quería decir en absoluto y que estaba fuera de lugar: «Pero no se lo tome como algo tan grave, señor K.», dijo, tenía lágrimas en la voz y naturalmente también olvidó el apretón de manos. «Yo no sabía que me lo tomara con tanta gravedad», dijo K., un poco cansado y comprendiendo la futilidad de todas las aprobaciones de esa mujer.

Ya en la puerta, todavía preguntó: «¿Está la señorita Bürstner en casa?» «No», dijo la señora Grubach, y sonrió al dar esta lacónica información con una comprensiva simpatía retardada. «Está en el teatro. ¿Quería usted algo de ella? ¿Debo comunicarle algo?». «¡Ah! Solo quería cambiar un par de palabras con ella». «Lamentablemente no sé cuándo regresa; cuando va al teatro suele regresar tarde». «Eso es indiferente», dijo K., y volvió la cabeza agachada hacia la puerta para marcharse, «solo quería disculparme con ella por haber utilizado hoy su habitación». «Eso no es necesario, señor K., es usted demasiado considerado, la señorita no sabe nada de esto, desde por la mañana temprano no ha estado en casa, y ya está todo en orden, mírelo usted mismo». Y abrió la puerta de la habitación de la señorita Bürstner. «Gracias, lo creo», dijo K., pero entonces, así y todo se dirigió hacia la puerta abierta. La luna brillaba plácidamente en la habitación oscura. Por lo que podía verse, todo estaba en su sitio, tampoco la blusa colgaba ya del picaporte de la ventana. Llamaban la atención por su altura las almohadas de la cama, que se veían en parte bajo la luz de la luna. «La señorita a menudo viene tarde a casa», dijo K., y miró a la señora Grubach como si ella cargara con la responsabilidad de eso. «¡La gente joven es así!», dijo la señora Grubach disculpándose. «Cierto, cierto», dijo K., «pero esto puede ir demasiado lejos». «Puede ser», dijo la señora Grubach, «cuánta razón tiene, señor K., quizás incluso en este caso. Cierto que no quiero calumniar a la señorita Bürstner, es una chica buena y encantadora, amable, ordenada, puntual, trabajadora, yo valoro mucho todo esto; pero una cosa es cierta, tendría que ser más orgullosa, más discreta. La he visto en este mes ya dos veces en calles apartadas siempre con un señor distinto. Me resulta muy embarazoso, se lo cuento solo a usted, bien lo sabe Dios, señor K., pero eso no impedirá que también hable de ello con la señorita misma. Por lo demás, esto no es lo único que me parece sospechoso». «Está usted en un camino completamente equivocado», dijo K., enfadado y casi incapaz de ocultarlo, «por lo demás, es evidente que usted ha malinterpretado mi comentario sobre la señorita; no fue con esa intención. Le advierto incluso sinceramente que no le diga nada a la señorita, está usted completamente equivocada, conozco muy bien a la señorita, no hay nada de cierto en lo que usted ha dicho. Por lo demás, quizás estoy yendo demasiado lejos, no quiero impedírselo, dígale lo que quiera. Buenas noches». «Señor K.», dijo la señora Grubach suplicante, y se apresuró a seguir a K. hasta su puerta, que él ya había abierto, «no, desde luego que no quiero hablar en absoluto con la señorita; naturalmente, antes seguiré observándola, solo le he confiado a usted lo que yo sabía. Al fin y al cabo, en la mente de cada inquilino estará que una trate de mantener la pensión limpia y pura, y no por otra cosa pongo mi empeño en este asunto». «¡La pureza!», exclamó K. todavía a través de la rendija de la puerta, «si usted quiere mantener la pensión limpia primero tendría que echarme a mí». Luego cerró la puerta, y ya no tuvo en cuenta los ligeros golpecitos de llamada que siguieron.

En cambio, como no tenía ninguna gana de dormir, decidió mantenerse despierto y aprovechar esta circunstancia para averiguar también cuándo llegaría la señorita Bürstner. Tal vez entonces fuera posible, por muy inoportuno que eso pudiera parecer, intercambiar algunas palabras con ella. Cuando estaba junto a la ventana y se oprimió los ojos cansados, pensó por un instante hasta en castigar a la señora Grubach y convencer a la señorita Bürstner de que se despidieran de la pensión los dos juntos. Pero enseguida esto le pareció espantosamente exagerado, e incluso tuvo la sospecha contra sí mismo de que había desembocado en semejante idea porque quería cambiar de vivienda a causa de los acontecimientos de la mañana. Nada habría sido más absurdo y sobre todo más inútil y despreciable.

Cuando estuvo harto de mirar por la ventana a la calle vacía, se acostó en el canapé, después de que hubiera abierto un poco la puerta que daba al vestíbulo para poder ver, justo desde el canapé, a cualquiera que entrara a la vivienda. Más o menos hasta las once, siguió tumbado en el canapé fumando un cigarro. A partir de entonces ya no aguantó más allí, sino que salió un momento al vestíbulo como si con eso pudiera acelerar la llegada de la señorita Bürstner. No tenía un deseo especial de verla, ni siquiera podía acordarse exactamente de qué aspecto tenía, pero ahora quería hablar con ella, y le irritaba que con su tardanza añadiera aún intranquilidad y desorden al final de ese día. Ella también era culpable de que él no hubiera cenado esa noche, y de que hubiera tenido que prescindir de la visita a Elsa que tenía planeada. También era verdad que todavía podía recuperar ambas cosas si fuera en esos momentos a la taberna en la que Elsa servía. Quería hacerlo más tarde, después de la conversación con la señorita Bürstner.

Eran las diez y media pasadas cuando se oyó a alguien en las escaleras de la casa. K., que totalmente entregado a sus pensamientos en la antesala, deambulaba de acá para allá haciendo ruido, como si fuera su propia habitación, corrió a refugiarse detrás de su puerta. Era la señorita Bürstner la que llegaba. Temblando de frío, se echó un chal de seda en torno a sus hombros delgados mientras cerraba la puerta. Al momento siguiente ella tendría que ir a su habitación, en la que a K., ciertamente, no le estaba permitido irrumpir a media noche; así que tendría que llamarla en aquel momento, pero desgraciadamente él había omitido encender la luz eléctrica en su habitación, de manera que su aparición desde la habitación a oscuras parecería un asalto, y como poco la asustaría bastante. En su desconcierto, y como no había tiempo que perder, le susurró a través de la puerta entreabierta: «Señorita Bürstner». Sonó como un ruego, no como una llamada. «¿Hay alguien ahí?», preguntó la señorita Bürstner y miró alrededor con los ojos muy abiertos. «Soy yo», dijo K., y se adelantó. «¡Ah, señor K.!», dijo la señorita Bürstner sonriendo, «¡buenas noches!», y le tendió la mano. «Me gustaría hablar unas palabras con usted, ¿me lo permite ahora?». «¿Ahora?», preguntó la señorita Bürstner, «¿tiene que ser ahora? ¿Es un poco raro, no?». «Llevo esperándola desde las nueve». «Bueno, sí, yo estaba en el teatro, no podía saber nada de usted». «El hecho a causa del cual quiero hablar con usted se ha producido hoy mismo». «Bueno, en principio no tengo nada en contra, excepto que me caigo de lo cansada que estoy. Así que, venga unos minutos a mi habitación. Aquí no podemos hablar en ningún caso, despertaríamos a todos y esto me resultaría más desagradable por nosotros que por la gente misma. Espere usted aquí hasta que haya iluminado mi habitación y luego apague esta otra luz de fuera». K. así lo hizo, pero todavía esperó allí hasta que la señorita Bürstner le pidió en voz baja desde su habitación que pasara. «Siéntese», dijo ella, e hizo un gesto en dirección a la otomana, ella misma se quedó de pie junto al cabecero de la cama pese al cansancio del que había hablado; ni siquiera se quitó su pequeño sombrero, que estaba adornado con gran profusión de flores. «Entonces, ¿qué quería usted? Siento verdadera curiosidad». Ella cruzó ligeramente las piernas. «Tal vez dirá usted», comenzó K., «que el asunto no era tan urgente como para hablarlo ahora pero… «Las introducciones las paso por alto siempre», dijo la señorita Bürstner. «Eso facilita mi tarea», dijo K. «Su habitación ha sido desordenada esta mañana, en cierto modo por mi culpa, fue gente extraña la que lo hizo en contra de mi voluntad y, sin embargo, como he dicho, por mi culpa; por eso quería pedirle disculpas». «¿Mi habitación?», preguntó la señorita Bürstner, y en vez de mirar la habitación, miró a K. examinándolo expectante. «Así es», dijo K., y entonces se miraron los dos por primera vez a los ojos, «el modo y la manera en la que ocurrió no merecen en sí ni una palabra». «Pero si eso es precisamente lo interesante», dijo la señorita Bürstner. «No», dijo K. «Bueno», dijo la señorita Bürstner, «no quiero inmiscuirme en secretos, si usted asegura que eso no es interesante, pues entonces yo tampoco tengo nada que objetar. La disculpa que me solicita se la concedo gustosamente ahora mismo, sobre todo porque no puedo encontrar ningún rastro de desorden». Con las palmas de las manos firmemente apoyadas en las caderas, dio una vuelta por la habitación. Se quedó parada delante de la esterilla con las fotografías. «Pero ¡mire!», exclamó, «¡mis fotografías están colocadas de cualquier manera! Esto sí que es feo. Así que alguien ha estado en mi habitación sin permiso». K. asintió con la cabeza y maldijo en silencio al funcionario Kaminer, que nunca era capaz de refrenar su vacía y absurda impulsividad. «Es raro», dijo la señorita Bürstner, «que me vea obligada a prohibirle a usted algo que usted mismo debería haberse prohibido, esto es, entrar en mi habitación en mi ausencia». «Pero ya le he explicado, señorita», dijo K., y se acercó también a las fotografías, «que no fui yo el que desordenó sus fotografías; pero como no me cree, tengo que admitir que la comisión investigadora trajo a tres funcionarios del banco, de los cuales uno, al que en la próxima ocasión expulsaré del banco, seguramente ha tenido las fotografías en la mano». «Sí, fue una comisión de investigación», añadió K., puesto que la señorita le lanzó una mirada inquisitiva. «¿Por usted?», preguntó la señorita. «Sí», respondió K. «¡No!», exclamó la señorita y sonrió. «Sí», dijo K., «¿cree usted entonces que soy inocente?». «Bueno, inocente…», dijo la señorita, «no quiero emitir ahora mismo un juicio que tal vez tenga graves consecuencias, y además no le conozco a usted; aunque, desde luego, debe de ser un gran delincuente alguien a quien le mandan una comisión de investigación tan temprano. Pero como usted está libre —por lo menos deduzco de su tranquilidad que no se ha escapado de la cárcel—, no puede ser usted quien haya cometido semejante delito». «Sí», dijo K., «pero la comisión investigadora puede que haya comprendido que soy inocente, o no tan culpable como se había supuesto». «Cierto, eso puede ser», dijo la señorita Bürstner prestando mucha atención. «¿Ve usted?», dijo K., «usted no tiene mucha experiencia en asuntos judiciales». «No, no la tengo», dijo la señorita Bürstner, «y lo he lamentado a menudo, puesto que me gustaría saberlo todo y precisamente los asuntos judiciales me interesan muchísimo. El tribunal posee una peculiar fuerza de atracción, ¿no? Pero es seguro que ampliaré mis conocimientos en esa dirección, porque el próximo mes entraré como auxiliar de secretaría en un bufete de abogados». «Eso está muy bien», dijo K., «entonces podrá ayudarme un poco en mi proceso». «Podría ser», dijo la señorita Bürstner, «¿por qué no? Empleo con gusto mis conocimientos». «Lo digo en serio», dijo K., «o por lo menos tan medio en serio como lo dice usted. Este asunto es demasiado insignificante como para atraer a un abogado, pero alguien que me diera consejos bien podría necesitarlo». «Sí, pero si yo tuviera que ser consejera, tendría que saber de qué se trata», dijo la señorita Bürstner. «Ahí está precisamente la pega», dijo K., «que ni yo mismo lo sé». «Entonces usted se ha burlado de mí», dijo la señorita Bürstner sumamente desilusionada, «era absolutamente innecesario elegir estas horas tan tardías de la noche para ello». Y se alejó de las fotografías, junto a las que ambos habían estado plantados durante tanto rato. «Pero no, señorita», dijo K., «no estoy bromeando. ¡Usted no quiere creerme! Lo que sé ya se lo he dicho. Incluso más de lo que sé, pues no fue una comisión de investigación, la llamo así porque no sé qué otro nombre darle. En realidad, no se investigó nada de nada, solo me detuvieron, pero por una comisión». La señorita Bürstner se sentó en la otomana y se echó a reír otra vez: «¿Y cómo fue entonces?», preguntó. «Horrible», dijo K., pero ahora ya no pensaba en eso, sino que se hallaba completamente cautivado por la visión de la señorita Bürstner, que apoyaba la cara en una mano —el codo descansaba sobre el cojín de la otomana—, mientras que con la otra mano se acariciaba lentamente la cadera. «Eso es demasiado general», dijo la señorita Bürstner. «¿Qué es demasiado general?», preguntó K. Luego se acordó y preguntó: «¿Puedo mostrarle cómo fue todo?». Él quería crear movimiento, pero no marcharse. «Ya estoy cansada», dijo la señorita Bürstner. «Llegó usted tan tarde», dijo K. «Y ahora resulta que hasta recibo reproches, pero me lo merezco, porque no debí haber dejado que entrara usted. Desde luego que no era necesario, tal y como se ha visto». «Era necesario, ahora lo verá», dijo K. «¿Me permite traer hasta aquí la mesilla de noche de su cama?». «Pero ¿qué ocurrencia es esa?», dijo la señorita Bürstner. «¡Naturalmente que no se lo permito!». «Entonces no podré mostrárselo», dijo K. excitado, como si con ello se le causara un perjuicio inconmensurable. «Bueno, si la necesita para una demostración, corra para acá la mesilla en paz», dijo la señorita Bürstner, y tras un momentito añadió con una voz más débil: «Estoy tan cansada que permito más de lo que está bien». K. situó la mesilla en medio de la habitación y se sentó detrás. «Tiene que imaginarse correctamente la distribución de las personas, es muy interesante. Yo soy el inspector, allí, sobre las maletas, se sientan dos guardianes, junto a las fotografías están de pie tres jóvenes. Del picaporte de la ventana, solo lo menciono de pasada, cuelga una blusa blanca. Y ahora empezamos. Sí, me olvido de mí, de la persona más importante; bien, pues yo estoy aquí de pie, delante de la mesilla. El inspector está sentado muy cómodamente, con las piernas cruzadas y el brazo colgando por encima del respaldo; un majadero sin igual. Y ahora es cuando comenzamos de verdad. El inspector me llama a gritos como si tuviera que despertarme, grita muchísimo; por desgracia, también yo tendré que gritar si quiero que usted se lo imagine, solo es mi nombre lo que él grita». La señorita Bürstner, que le escuchaba sonriendo, se puso el dedo índice en los labios, para impedir que K. gritara, pero era demasiado tarde, K. estaba demasiado metido en su papel y gritó despacio: «¡Josef K.!», ciertamente no tan alto como había amenazado, pero lo suficiente como para que el grito, después de haber sido emitido, pareciera ir extendiéndose poco a poco por la habitación.