El regreso del nativo - Thomas Hardy - E-Book

El regreso del nativo E-Book

Thomas Hardy.

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Beschreibung

El regreso del nativo es la sexta novela publicada de Thomas Hardy. Apareció por vez primera en la revista Belgravia, una publicación conocida por su sensacionalismo, y fue presentada en doce mensualidades desde enero hasta diciembre de 1878.

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EL REGRESO DEL NATIVO

THOMAS HARDY

PREFACIO

La fecha en que supuestamente tuvieron lugar los sucesos que se narran a continuación puede situarse entre 1840 y 1850, cuando el antiguo balneario al que se ha dado aquí el nombre de Budmouth aún conservaba un aura suficiente de la alegría y el prestigio de que gozara durante la época georgiana como para inspirar una fascinante atracción en el alma romántica e imaginativa de un solitario habitante del interior del país.

Bajo el nombre genérico de Egdon Heath, que se ha dado al sombrío escenario donde se desarrolla esta historia, se reúnen o tipifican varios páramos reales, cuyo número llega al menos a una docena; páramos que eran virtualmente uno sólo por su carácter y su aspecto, aun cuando su original unidad, o unidad parcial, se vea ahora algo disminuida por franjas y trechos sometidos al efecto del arado con diversos grados de éxito, o sembrados de árboles maderables.

Resulta agradable imaginar que algún punto del extenso territorio cuya porción sudoeste se describe aquí, pueda haber sido el páramo de Lear, el legendario rey de Wessex.

Julio de 1895

Dije adiós a las penas

Y a las condenas

Y creí que por fin me dejaban;

Pero radiantes, radiantes,

Me aman como antes;

Y tan fielmente me amaban

Que quise engañarlas,

Quise abandonarlas,

Pero, ¡ah; tan fielmente me amaban.

LIBRO PRIMEROTRES MUJERES

1. UN ROSTRO EN EL QUE EL TIEMPO DEJA POCAS HUELLAS

Se aproximaba la hora del crepúsculo de un sábado de noviembre, y la vasta extensión de ilimitado erial conocida por el nombre de Egdon Heath se entenebrecía por momentos. Allá en lo alto, la cóncava extensión de nubes blanquecinas que cubría el cielo era como una tienda que tuviera por suelo todo el páramo.

Como el firmamento estaba revestido por ese pálido velo y la tierra por la más oscura vegetación, el punto en que ambos se encontraban en el horizonte quedaba claramente definido. Debido a ese contraste, el páramo había adoptado el aspecto de un adelanto de la noche que se hubiera apropiado del lugar antes de la llegada de su hora astronómica: la oscuridad se había adueñado en un alto grado de la tierra, mientras que el día perduraba distintamente en el cielo. De mirar a lo alto, un cortador de aulaga se habría sentido inclinado a seguir su trabajo; de mirar hacia abajo, habría decidido terminar con el haz que tenía entre las manos e irse a casa. Los distantes confines del mundo y del firmamento parecían ser una división del tiempo, además de una división de la materia. La superficie del páramo, por su solo aspecto, le añadía media hora a la tarde; de manera similar podía retrasar el alba, entristecer el mediodía, anticipar la fiereza de tormentas apenas constituidas e intensificar la opacidad de una medianoche sin luna hasta hacerla motivo de miedos y temblores.

En realidad, era precisamente en ese momento de transición en su revolución nocturna hacia las tinieblas que comenzaba a evidenciarse el grandioso y singular esplendor del yermo de Egdon, y no se podía afirmar de nadie que conocía el páramo si no había estado allí a esa hora. Cuando mejor se le sentía era cuando no se le podía ver con claridad, y su efecto y explicación plenos residían en esa hora y las siguientes hasta el amanecer del nuevo día; entonces, y sólo entonces, revelaba su verdadera historia. El lugar era, en realidad, pariente cercano de la noche, y cuando esta llegaba, era posible percibir en sus tonalidades y en el paisaje una obvia tendencia a gravitar el uno hacia la otra. La sombría extensión de elevaciones y hondonadas parecía alzarse en simpatía al encuentro de las tinieblas del crepúsculo, y el páramo exhalaba oscuridad con la misma rapidez que el cielo la despedía hacia la tierra. Y así, la oscuridad del aire y la oscuridad del suelo se fundían en una negra confraternización hacia la cual cada una avanzaba la mitad del trayecto.

En ese momento el lugar desbordaba una vigilante concentración; porque cuando otras cosas se hundían en el sueño, el páramo parecía despertar lentamente y empezar a prestar oído. Noche tras noche, su forma titánica daba la impresión de aguardar algo; pero había aguardado así, inmóvil, durante tantos siglos, en medio de las crisis de tantas cosas, que sólo era dable imaginar que esperaba una última crisis: el derrocamiento final.

Era un sitio que volvía a la memoria de quienes lo amaban con un aspecto de amable y peculiar congruencia. Los sonrientes valles de flores y frutas rara vez producen ese efecto, porque sólo guardan permanente armonía con una existencia de mejor fama que la presente en lo tocante a sus contenidos. El ocaso se combinaba con el paisaje de Egdon Heath para producir algo que era majestuoso sin ser severo, impresionante sin ser estridente, enfático en sus admoniciones, grandioso en su simplicidad. Las credenciales que a menudo le otorgan a la fachada de una prisión mucha más dignidad que la que suele encontrarse en la fachada de un palacio del doble de sus dimensiones, le conferían al páramo un aire sublime del que carecen totalmente lugares famosos por su belleza al uso. Las vistas hermosas hacen feliz pareja con los buenos tiempos; pero, ¡ay si los tiempos no son buenos! Los hombres han sufrido más a menudo por la burla que constituye un lugar demasiado sonriente para su razón que por la opresión que causa un entorno teñido por una tristeza excesiva. El escuálido Egdon apelaba a un instinto más sutil y escaso, a una emoción aprendida más recientemente, que la que produce el tipo de belleza que se califica de bonita o encantadora.

La realidad es que cabe preguntarse si el imperio exclusivo de esa belleza ortodoxa no se acerca a su fin. Puede que el nuevo Valle de Tempe sea un mustio erial en Tule; puede que las almas de los seres humanos encuentren cada vez más armonía con objetos que exhiban una lobreguez que le resultaba desagradable a nuestra raza cuando era más joven. Parece acercarse el momento, si es que aún no ha llegado, en que la circunspecta excelsitud de un yermo, un mar o una montaña sea lo único de la naturaleza que guarde absoluta sintonía con los estados de ánimo de los miembros más pensantes de la humanidad. Y, por último, hasta para el más común de los turistas, sitios como Islandia se conviertan en lo que hoy representan para él los viñedos y los jardines de mirto del sur de Europa; y que pase junto a Heidelberg y Baden sin prestarles ninguna atención cuando se traslada apresurado de los Alpes a las dunas de arena de Scheveningen.

El asceta más exigente podía experimentar la sensación de que tenía un derecho ingénito a deambular por Egdon; no vulneraba el límite de la legítima indulgencia al permitirse influencias como esa. Colores y bellezas tan apagados eran, al menos, prerrogativa de todo ser viviente. Sólo en los días veraniegos más espléndidos el talante del lugar rozaba el nivel de la alegría. Alcanzaba la intensidad con más frecuencia gracias a la solemnidad que a la brillantez, y a menudo lograba esa clase de intensidad en medio de las tinieblas, las tempestades y las nieblas invernales. Entonces Egdon despertaba y las correspondía, porque la tormenta era su amante y el viento su amigo. Entonces se convertía en refugio de extraños fantasmas; y se descubría que era el original, hasta ese momento no advertido, de las irracionales regiones de sombras que sentimos vagamente a nuestro alrededor en los sueños de huidas y desastres que nos asaltan a medianoche, en los que nunca pensamos terminado el sueño, hasta que una escena como esa los hace revivir.