El sabueso de los Baskerville - Arthur Conan Doyle - E-Book

El sabueso de los Baskerville E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

¿Te imaginas tener una maldición en tu familia? ¿Y no cualquier maldición, sino una que involucra un sabueso de tamaño monstruoso que está decidido a acabar con todo tu linaje familiar? Pues eso es lo que, lamentablemente, los Baskerville han estado viviendo por siglos: muertes misteriosas, aullidos a la mitad de la noche, vistazos del endemoniado animal. Y ahora, el último heredero del apellido y la fortuna está listo para acabar en esta maldición, cueste lo que cueste. ¿Su principal recurso? El mejor detective de toda Inglaterra: Sherlock Holmes. Nuestro detective favorito, junto con su inseparable Watson, decididos a resolver el misterio de una vez por todas, están de vuelta en una nueva aventura, una que pondrá a temblar sus cimiento científicos y pondrá de cabeza sus creencias.

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El sabueso de los Baskerville

El sabueso de los Baskerville (2023)Arthur Conan Doyle

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]

Edición: Marzo 2023

Imagen de portada: Sidney Paget

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1 · El señor Sherlock Holmes

2 · La maldición de los Baskerville

3 · El problema

4 · Sir Henry Baskerville

5 · Tres cabos rotos

6 · La mansión de los Baskerville

7 · Los Stapleton de la casa Merripit

8 · Primer informe del doctor Watson

9 · La luz en el páramo

10 · Fragmento del diario del doctor Watson

11 · El hombre del risco

12 · Muerte en el páramo

13 · Preparando las redes

14 · El sabueso de los Baskerville

15 · Examen retrospectivo

1 · El señor Sherlock Holmes

Sherlock Holmes, que usualmente se levantaba pasado el mediodía, excepto en las constantes ocasiones en que no se acostaba en toda la noche, estaba tomando el desayuno. Yo, que me hallaba junto a la chimenea, me agaché para recoger el bastón olvidado por el misterioso visitante de la noche anterior. Sólido, de madera de buena calidad y con un abultamiento a modo de empuñadura. Debajo de la protuberancia el bastón llevaba una ancha tira de plata de más de dos centímetros, en la que estaba grabado: “A James Mortimer, MRCS, de sus amigos de CCH”, y el año, “1884”. Era exactamente la clase de bastón que solían llevar los antiguos médicos de cabecera: digno, sólido y que inspiraba confianza.

—Veamos, Watson, ¿cuáles son sus conclusiones?

Holmes me daba la espalda, y yo no le había dicho en qué me ocupaba.

—¿Cómo sabe lo que estoy haciendo? Creo que usted tiene ojos en la espalda.

—Lo que tengo, más bien, es una reluciente cafetera con baño de plata delante de mí —me respondió—. Vamos, Watson, dígame qué opina del bastón de nuestro visitante. Puesto que no hemos podido coincidir con él, e ignoramos qué era lo que quería, éste inesperado olvido adquiere importancia. Descríbame al dueño del bastón con las conclusiones a las que ha llegado.

—Me parece —dije, siguiendo hasta donde me era posible los métodos de mi compañero— que el doctor Mortimer es un médico prestigioso, ya mayor, que es bastante estimado por sus compañeros, puesto que quienes lo conocen le han dado esta muestra de su aprecio.

—¡Bien! —dijo Holmes—. ¡Excelente!

—También me parece muy probable que sea médico rural y que haga muchas de sus visitas a pie.

—¿Por qué dice eso?

—Porque este bastón, pese a su excelente calidad, está tan maltratado que difícilmente imagino a un médico de ciudad llevándolo. El grueso regatón de hierro está muy gastado, por lo que es evidente que su propietario ha caminado mucho con él.

—¡Un razonamiento perfecto! —dijo Holmes.

—Y además no hay que olvidarse de los “amigos de CCH”. Imagino que se trata de una asociación local de cazadores, a cuyos miembros es posible que haya atendido profesionalmente y que le han ofrecido en recompensa este pequeño obsequio.

—A decir verdad se ha superado usted a sí mismo —dijo Holmes, apartando la silla de la mesa del desayuno y encendiendo un cigarrillo—. Me veo obligado a confesar que, normalmente, en los relatos con los que ha tenido usted a bien recoger mis modestos éxitos, siempre ha subestimado su habilidad personal. Cabe que usted mismo no sea luminoso, pero sin duda es un buen conductor de la luz. Hay personas que sin ser genios poseen un notable poder de estímulo. He de reconocer, mi querido amigo, que estoy muy en deuda con usted.

Hasta entonces Holmes no se había mostrado nunca tan elogioso, y debo reconocer que sus palabras me produjeron una satisfacción muy intensa, porque la indiferencia con que recibía mi admiración y mis intentos de dar publicidad a sus métodos me había herido en muchas ocasiones. También me enorgullecía pensar que había llegado a dominar su sistema lo suficiente como para aplicarlo de una forma capaz de merecer su aprobación.

Acto seguido, Holmes se apoderó del bastón y lo examinó durante unos minutos. Luego, como si algo hubiera despertado especialmente su interés, dejó el cigarrillo y se trasladó con el bastón junto a la ventana, para examinarlo de nuevo con una lente convexa.

—Interesante, aunque elemental —dijo, mientras regresaba a su sitio preferido en el sofá—. Hay, sin duda, una o dos indicaciones en el bastón que sirven de base para varias deducciones.

—¿Se me ha escapado algo? —pregunté con cierta presunción—. Confío en no haber olvidado nada importante.

—Mucho me temo, mi querido Watson, que casi todas sus conclusiones son erróneas. Cuando he dicho que me ha servido usted de estímulo me refería, si he de ser sincero, a que sus equivocaciones me han llevado, en ocasiones, a la verdad. Aunque tampoco es cierto que se haya equivocado usted por completo en este caso. Se trata sin duda de un médico rural que camina mucho.

—Entonces tenía yo razón.

—Hasta ahí, sí.

—Pero sólo hasta ahí.

—Sólo hasta ahí, mi querido Watson; porque eso no es todo, ni mucho menos. Yo consideraría más probable, por ejemplo, que un regalo a un médico proceda de un hospital y no de una asociación de cazadores, y que cuando las iniciales CC van unidas a la palabra hospital, se nos ocurra enseguida que se trata de Charing Cross.

—Quizá tenga usted razón.

—Las probabilidades se orientan en ese sentido. Y si adoptamos esto como hipótesis de trabajo, disponemos de un nuevo punto de partida desde donde dar forma a nuestro desconocido visitante.

—De acuerdo; supongamos que “CCH” significa “Hospital de Charing Cross”; ¿qué otras conclusiones se pueden sacar de ahí?

—¿No se le ocurre alguna de inmediato? Usted conoce mis métodos. ¡Aplíquelos!

—Sólo se me ocurre la conclusión evidente de que nuestro hombre ha ejercido su profesión en Londres antes de marchar al campo.

—Creo que podemos aventurarnos un poco más. Véalo desde esta perspectiva. ¿En qué ocasión es más probable que se hiciera un regalo de estas características? ¿Cuándo se habrán puesto de acuerdo sus amigos para darle esa prueba de afecto? Evidentemente en el momento en que el doctor Mortimer dejó de trabajar en el hospital para abrir su propia consulta. Sabemos que se le hizo un regalo. Creemos que se ha producido un cambio y que el doctor Mortimer ha pasado del hospital de la ciudad a una consulta en el campo. ¿Piensa que estamos llevando demasiado lejos nuestras deducciones si decimos que el regalo se hizo con motivo de ese cambio?

—Parece probable, desde luego.

—Observará usted, además, que no podía formar parte del personal permanente del hospital, ya que tan sólo se nombra para esos puestos a profesionales experimentados, con una buena clientela en Londres, y un médico de esas características no se marcharía después a un pueblo. ¿Qué era, en ese caso? Si trabajaba en el hospital sin haberse incorporado al personal permanente, sólo podía ser cirujano o médico interno: poco más que estudiante posgraduado. Y se marchó hace cinco años; la fecha está en el bastón. De manera que su médico de cabecera, persona seria y de mediana edad, se esfuma, mi querido Watson, y aparece en su lugar un joven que no ha cumplido aún la treintena, afable, poco ambicioso, distraído, y dueño de un perro por el que siente gran afecto y que describiré aproximadamente como más grande que un terrier pero más pequeño que un mastín.

Yo me eché a reír con incredulidad mientras Sherlock Holmes se recostaba en el sofá y enviaba hacia el techo temblorosos anillos de humo.

—En cuanto a sus últimas afirmaciones, carezco de medios para rebatirlas —dije—, pero al menos no nos será difícil encontrar algunos datos sobre la edad y trayectoria profesional de nuestro hombre.

Del modesto estante donde guardaba los libros relacionados con la medicina saqué el directorio médico y, al buscar por el apellido, encontré varios Mortimer, pero tan sólo uno que coincidiera con nuestro visitante, por lo que procedí a leer en voz alta la nota biográfica:

“Mortimer, James, MRCS, 1882, Grimpen, Dartmoor, Devonshire. De 1882 a 1884 cirujano interno en el hospital de Charing Cross. En posesión del premio Jackson de patología comparada, gracias al trabajo titulado ‘¿Es la enfermedad una regresión?’. Miembro correspondiente de la Sociedad Sueca de Patología. Autor de ‘Algunos fenómenos de atavismo’ (Lancet, 1882), ‘¿Estamos progresando?’ (Journal of Psychology, marzo de 1883). Médico de los municipios de Grimpen, Thorsley y High Barrow”.

—No se menciona ninguna asociación de cazadores —comentó Holmes con una sonrisa maliciosa—; pero sí que nuestro visitante es médico rural, como usted dedujo atinadamente. Creo que mis deducciones están justificadas. Por lo que se refiere a los adjetivos, dije, si no recuerdo mal, afable, poco ambicioso y distraído. Según mi experiencia, sólo un hombre afable recibe regalos de sus colegas, sólo un hombre sin ambiciones abandona una carrera en Londres para irse a un pueblo y sólo una persona distraída deja el bastón en lugar de la tarjeta de visita después de esperar una hora.

—¿Y el perro?

—Está acostumbrado a llevarle el bastón a su amo. Como es un objeto pesado, tiene que sujetarlo con fuerza por el centro, y las señales de sus dientes son perfectamente visibles. La mandíbula del animal, como pone de manifiesto la distancia entre las marcas, es, en mi opinión, demasiado ancha para un Terrier y no lo bastante para un mastín. Podría ser..., sí, claro que sí: se trata de un Spaniel de pelo rizado.

Holmes se había puesto en pie y paseaba por la habitación mientras hablaba. Finalmente se detuvo junto al hueco de la ventana. Había un tono tal de convicción en su voz que levanté la vista sorprendido.

—¿Cómo puede estar tan seguro de eso?

—Por la sencilla razón de que estoy viendo al perro delante de nuestra casa, y acabamos de oír cómo su dueño ha llamado a la puerta. No se mueva, se lo ruego. Se trata de uno de sus hermanos de profesión, y la presencia de usted puede serme de ayuda. Éste es el momento dramático del destino, Watson: se oyen en la escalera los pasos de alguien que se dispone a entrar en nuestra vida y no sabemos si será para bien o para mal. ¿Qué es lo que el doctor James Mortimer, el científico, desea de Sherlock Holmes, el detective? ¡Adelante!

El aspecto de nuestro visitante fue una sorpresa para mí, dado que esperaba al típico médico rural y me encontré a un hombre muy alto y delgado, de nariz larga y ganchuda, disparada hacia adelante entre unos ojos grises y penetrantes, muy juntos, que centelleaban desde detrás de unos lentes de montura dorada. Vestía de acuerdo con su profesión, pero de manera un tanto descuidada, porque su levita estaba sucia y los pantalones, raídos. Cargado de espaldas, aunque todavía joven, caminaba echando la cabeza hacia adelante y ofrecía un aire general de benevolencia corta de vista. Al entrar, sus ojos tropezaron con el bastón que Holmes tenía entre las manos, por lo que se precipitó hacia él lanzando una exclamación de alegría.

—¡Cuánto me alegro! —dijo—. No sabía si lo había dejado aquí o en la agencia marítima. Sentiría mucho perder ese bastón.

—Un regalo, por lo que veo —dijo Holmes.

—Así es.

—¿Del hospital de Charing Cross?

—De uno o dos amigos que tenía allí, con ocasión de mi matrimonio.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué contrariedad! —dijo Holmes, agitando la cabeza. 

—¿Cuál es la contrariedad?

—Tan sólo que ha echado usted por tierra nuestras modestas deducciones. ¿Su matrimonio, ha dicho?

—Sí, señor. Al casarme dejé el hospital, y con ello toda esperanza de abrir una consulta. Necesitaba un hogar.

—Bien, bien; no estábamos tan equivocados, después de todo —dijo Holmes—. Y ahora, doctor James Mortimer...

—No soy doctor; tan sólo un modesto MRCS.

—Y persona amante de la exactitud, por lo que se ve.

—Un simple aficionado a la ciencia, señor Holmes, coleccionista de conchas en las playas del gran océano de lo desconocido. Imagino que estoy hablando con el señor Sherlock Holmes y no...

—No se equivoca; yo soy Sherlock Holmes y éste es mi amigo, el doctor Watson.

—Encantado de conocerlo, doctor Watson. He oído mencionar su nombre junto con el de su amigo. Me interesa usted mucho, señor Holmes. No esperaba encontrarme con un cráneo tan dolicocéfalo ni con un arco supraorbital tan pronunciado. ¿Le importaría que recorriera con el dedo su fisura parietal? Un molde de su cráneo, señor mío, hasta que pueda disponerse del original, sería el orgullo de cualquier museo antropológico. No es mi intención parecer obsequioso, pero confieso que codicio su cráneo.

Sherlock Holmes hizo un gesto con la mano para invitar a nuestro extraño visitante a que tomara asiento.

—Veo que se entusiasma usted tanto con sus ideas como yo con las mías —dijo—. Y observo por su dedo índice que se hace usted mismo los cigarrillos. No dude en encender uno si así lo desea.

El doctor Mortimer sacó papel y tabaco y lió un cigarro con sorprendente destreza. Sus dedos, largos y temblorosos, eran tan ágiles e inquietos como las antenas de un insecto.

Holmes guardó silencio, pero la intensidad de su atención me demostraba el interés que despertaba en él nuestro curioso visitante.

—Supongo —dijo finalmente—, que no debemos el honor de su visita de anoche, y ésta de hoy, exclusivamente a su deseo de examinar mi cráneo.

—No, claro está; aunque también me alegro de haber tenido la oportunidad de hacerlo. He acudido a usted, señor Holmes, porque no se me oculta que soy una persona poco práctica y porque me enfrento de repente con un problema tan grave como singular. Y reconociendo, como yo lo reconozco, que es usted el segundo experto europeo mejor calificado...

—Ah. ¿Puedo preguntarle a quién corresponde el honor de ser el primero? —le interrumpió Holmes con alguna aspereza.

—Para una persona amante de la exactitud y de la ciencia, el trabajo de monsieur Bertillon tendrá siempre un poderoso atractivo.

—¿No sería mejor consultarle a él en ese caso?

—He hablado de personas amantes de la exactitud y de la ciencia. Pero en cuanto a sentido práctico, todo el mundo reconoce que carece usted de rival. Espero, señor mío, no haber...

—Tan sólo un poco —dijo Holmes—. No estará de más, doctor Mortimer, que, sin más preámbulo, tenga la amabilidad de contarme en pocas palabras cuál es exactamente el problema para cuya resolución solicita mi ayuda.

2 · La maldición de los Baskerville

—Traigo un manuscrito en el bolsillo —dijo el doctor james Mortimer. —Lo he notado al entrar usted en la habitación —dijo Holmes. —Es un manuscrito antiguo.

—Primera mitad del siglo XVIII, a no ser que se trate de una falsificación.

—¿Cómo lo sabe?

—Los tres o cuatro centímetros que quedan al descubierto me han permitido examinarlo mientras usted hablaba. Una persona que no esté en condiciones de calcular la fecha de un documento con un margen de error de una década, más o menos, no es un experto. Tal vez conozca usted mi modesta monografía sobre el tema. Yo lo situaría hacia 1730.

—La fecha exacta es 1742 —el doctor Mortimer sacó el manuscrito del bolsillo interior de la levita—. Sir Charles Baskerville, cuya repentina y trágica muerte hace unos tres meses causó tanto revuelo en Devonshire, confió a mi cuidado este documento de su familia. Quizá deba explicar que yo era amigo personal suyo además de su médico. Sir Charles, pese a ser un hombre resuelto, perspicaz, práctico y tan poco imaginativo como yo, consideraba este documento una cosa muy seria, y estaba preparado para que le sucediera lo que finalmente puso fin a su vida.

Holmes extendió la mano para recibir el documento y lo alisó colocándoselo sobre la rodilla.

—Fíjese usted, Watson, en el uso alternativo de la “s” larga y corta. Es uno de los indicios que me han permitido calcular la fecha. Por encima de su hombro contemplé el papel amarillento y la escritura ya borrosa. En el encabezamiento se leía: “Mansión de los Baskerville” y, debajo, con grandes números irregulares, “1742”. —Parece una declaración.

—Sí, es una declaración acerca de cierta leyenda relacionada con la familia de los Baskerville.

—Pero imagino que usted me quiere consultar acerca de algo más moderno y práctico.

—De inmediata actualidad. Una cuestión en extremo práctica y urgente que hay que decidir en un plazo de veinticuatro horas. Pero el relato es breve y está íntimamente ligado con el problema. Con su permiso voy a proceder a leérselo.

Holmes se recostó en el asiento, unió las manos por las puntas de los dedos y cerró los ojos con gesto de resignación. El doctor Mortimer volvió el manuscrito hacia la luz y leyó, con voz aguda, que se quebraba a veces, la siguiente narración, pintoresca y extraña al mismo tiempo:

“Sobre el origen del sabueso de los Baskerville se han dado muchas explicaciones, pero como yo procedo en línea directa de Hugo Baskerville, y la historia me la contó mi padre, que a su vez la supo de mi abuelo, la he puesto por escrito convencido de que todo sucedió exactamente como aquí se relata. Con ello quisiera convencerlos, hijos míos, de que la misma justicia que castiga el pecado, puede también perdonarlo sin exigir nada a cambio, y que toda interdicción puede, a la larga, superarse gracias al poder de la oración y el arrepentimiento. Aprendan de esta historia a no temer los frutos del pasado, sino, más bien, a ser circunspectos en el futuro, de manera que las horribles pasiones por las que nuestra familia ha sufrido hasta ahora, tan atrozmente, no se desaten de nuevo para provocar nuestra perdición.

“Sepan que en la época de la gran rebelión (y mucho les recomiendo la historia que de ella escribió el sabio Lord Clarendon), el propietario de la mansión de los Baskerville era un Hugo del mismo apellido; y no es posible ocultar que se trataba del hombre más salvaje, soez y sin Dios que pueda imaginarse. Todo esto, a decir verdad, podrían habérselo perdonado sus coetáneos, dado que los santos no han florecido nunca por estos contornos, si no fuera porque había además en él un gusto por la lascivia y la crueldad que lo hicieron tristemente célebre en todo el occidente del país. Sucedió que este Hugo dio en amar (si, a decir verdad, a una pasión tan tenebrosa se le puede dar un nombre tan radiante) a la hija de un pequeño terrateniente que vivía cerca de las propiedades de los Baskerville. Pero la joven, discreta y de buena reputación, evitaba siempre a Hugo por el temor que le inspiraba su nefasta notoriedad. Sucedió así que, un día de san Miguel, este antepasado nuestro, con cinco o seis de sus compañeros, tan ociosos como desalmados, llegaron a escondidas hasta la granja y secuestraron a la doncella, sabedores de que su padre y sus hermanos estaban ausentes. Una vez en la mansión, recluyeron a la doncella en un aposento del piso alto, mientras Hugo y sus amigos iniciaban una larga francachela, al igual que todas las noches. Lo más probable es que a la pobre chica se le trastornara el juicio al oír los cánticos y los gritos y los terribles juramentos que le llegaban desde abajo, porque dicen que las palabras que utilizaba Hugo Baskerville cuando estaba borracho bastarían para fulminar al hombre que las pronunciara. Finalmente, impulsada por el miedo, la muchacha hizo algo a lo que quizá no se hubiera atrevido el más valiente y ágil de los hombres, porque gracias a la enredadera que cubría (y todavía cubre) el lado sur de la casa, descendió hasta el suelo desde el piso alto, y emprendió el camino hacia su casa a través del páramo, dispuesta a recorrer las tres leguas que separaban la mansión de la granja de su padre.

“Sucedió que, algo más tarde, Hugo dejó a sus invitados para llevar alimento, bebida, y quizá otras cosas peores, a su cautiva, encontrándose vacía la jaula y desaparecido el pájaro. A partir de aquel momento, por lo que parece, el carcelero burlado dio la impresión de estar poseído por el demonio, porque bajó corriendo las escaleras para regresar al comedor, saltó sobre la gran mesa, haciendo volar por los aires jarras y fuentes, y dijo a grandes gritos, ante todos los presentes, que aquella misma noche entregaría cuerpo y alma a los poderes del mal si conseguía alcanzar a la muchacha. Y aunque a los juerguistas les espantó la furia de aquel hombre, hubo uno más perverso o, tal vez, más borracho que los demás, que propuso lanzar a los sabuesos en persecución de la doncella. Al oírlo, Hugo salió corriendo de la casa y ordenó a gritos a sus criados que le ensillaran la yegua y soltaran la jauría; después de dar a los perros un pañuelo de la doncella, los puso inmediatamente sobre su pista para que, a la luz de la luna, la persiguieran por el páramo.

“Durante algún tiempo los juerguistas quedaron mudos, incapaces de entender acontecimientos tan rápidos. Pero pronto salieron de su perplejidad e imaginaron lo que probablemente estaba a punto de suceder. El alboroto fue inmediato: pedían sus armas, pedían su caballo y pedían otra jarra de vino. A la larga, sin embargo, sus mentes enloquecidas recobraron un poco de sensatez, y todos, trece en total, montaron a caballo y salieron tras Hugo. La luna brillaba sobre sus cabezas y cabalgaron a gran velocidad, siguiendo el camino que la muchacha tenía que haber tomado para volver a su casa.

“Habían recorrido alrededor de media legua cuando se cruzaron con uno de los pastores que guardaban, durante la noche, el ganado del páramo, y lo interrogaron a grandes voces, pidiéndole noticias de la partida de caza. Y aquel hombre, según cuenta la historia, aunque se hallaba tan dominado por el miedo que apenas podía hablar, contó por fin que había visto a la desgraciada doncella y a los sabuesos que seguían su pista. ‘Pero he visto más que eso —añadió—, porque también me he cruzado con Hugo Baskerville a lomos de su yegua negra, y tras él corría en silencio un sabueso infernal que, pido a Dios, nunca llegue a seguirme los pasos’.

“De manera que los caballeros borrachos maldijeron al pastor y siguieron adelante. Pero muy pronto se les heló la sangre en las venas, porque oyeron el ruido de unos cascos al galope y enseguida pasó ante ellos, arrastrando las riendas y sin jinete en la silla, la yegua negra de Hugo, cubierta de espuma blanca. A partir de aquel momento, los juerguistas, llenos de espanto, siguieron avanzando por el páramo, aunque cada uno, si hubiera estado solo, habría vuelto al grupo con verdadera alegría. Después de cabalgar más lentamente de esta manera, llegaron finalmente a donde se encontraban los sabuesos. Los pobres animales, aunque afamados por su valentía y pureza de raza, gemían apiñados al comienzo de un hocino, como nosotros lo llamamos, algunos escabulléndose y otros con el pelo erizado y los ojos desorbitados, mirando fijamente el estrecho valle que tenían delante.

“Los jinetes, mucho menos borrachos ya, como es fácil de suponer, que al comienzo de su expedición, se detuvieron. La mayoría se negó a seguir adelante, pero tres de ellos, los más audaces, o tal vez los más ebrios, continuaron hasta llegar al fondo del valle, que se ensanchaba muy pronto y en el que se alzaban dos de esas grandes piedras, que aún perduran en la actualidad, obra de pueblos olvidados de tiempos remotos. La luna iluminaba el claro y en el centro se encontraba la desgraciada doncella en el lugar donde había caído, muerta de terror y de fatiga. Pero no fue la vista de su cuerpo, ni tampoco del cadáver de Hugo Baskerville que yacía cerca, lo que hizo que a aquellos juerguistas temerarios se les erizaran los cabellos, sino el hecho de que, encima de Hugo y desgarrándole el cuello, se hallaba una espantosa criatura: una enorme bestia negra con forma de sabueso, pero más grande que ninguno de los sabuesos jamás contemplados por ojo humano. Acto seguido, y en su presencia, aquella criatura infernal arrancó la cabeza de Hugo Baskerville, por lo que, al volver hacia ellos los ojos llameantes y las mandíbulas ensangrentadas, los jinetes gritaron empavorecidos y volvieron desesperadamente, sin dejar de lanzar alaridos mientras galopaban por el páramo. Según se cuenta, uno de ellos murió aquella misma noche a consecuencia de lo que había visto, y los otros dos no llegaron a reponerse en los años que aún les quedaban de vida.

“Ésa es la historia, hijos míos, de la aparición del sabueso que, según se dice, ha atormentado tan cruelmente a nuestra familia desde entonces. Lo he puesto por escrito, porque lo que se conoce con certeza causa menos terror que lo que sólo se insinúa o adivina. Como tampoco se puede negar que son muchos los miembros de nuestra familia que han tenido muertes desgraciadas, con frecuencia repentinas, sangrientas y misteriosas. Quizá podamos, sin embargo, refugiarnos en la bondad infinita de la Providencia, que no castigará sin motivo a los inocentes más allá de la tercera o la cuarta generación, que es hasta donde se extiende la amenaza de la Sagrada Escritura. A esa Providencia, hijos míos, les encomiendo ahora, y les aconsejo, como medida de precaución, que se abstengan de cruzar el páramo durante las horas de oscuridad en las que triunfan los poderes del mal.

“De Hugo Baskerville para sus hijos Rodger y John, instándoles a que no digan nada de su contenido a Elizabeth, su hermana)”. Cuando el doctor Mortimer terminó de leer aquella singular narración, se alzó los lentes hasta colocárselos en la frente y se quedó mirando a Sherlock Holmes de hito en hito. Este último bostezó y arrojó al fuego la colilla del cigarrillo que había estado fumando. —¿Y bien? —dijo—. ¿Le parece interesante?

—Para un coleccionista de cuentos de hadas.

El doctor Mortimer se sacó del bolsillo un periódico doblado. —Ahora, señor Holmes, voy a leerle una noticia un poco más

reciente, publicada en el Devon County Chronicle del 14 de junio de este año. Es un breve resumen de la información obtenida sobre la muerte de Sir Charles Baskerville, ocurrida pocos días antes.

Mi amigo se inclinó un poco hacia adelante y su expresión se hizo más atenta. Nuestro visitante se ajustó las gafas y comenzó a leer:

“El fallecimiento repentino de Sir Charles Baskerville, cuyo nombre se había mencionado como probable candidato del partido liberal en Mid–Devon para las próximas elecciones, ha entristecido a todo el condado. Si bien Sir Charles había residido en la mansión de los Baskerville durante un periodo comparativamente breve, su simpatía y su extraordinaria generosidad le ganaron el afecto y el respeto de quienes lo trataron. En estos días de nuevos ricos es consolador encontrar un caso en el que el descendiente de una antigua familia venida a menos ha sido capaz de enriquecerse en el extranjero y regresar luego a la tierra de sus mayores para restaurar el pasado esplendor de su linaje. Sir Charles, como es bien sabido, se enriqueció mediante la especulación sudafricana. Más prudente que quienes siguen en los negocios hasta que la rueda de la fortuna se vuelve contra ellos, Sir Charles se detuvo a tiempo y regresó a Inglaterra con sus ganancias. Han pasado sólo dos años desde que estableció su residencia en la mansión de los Baskerville y son de todos conocidos los ambiciosos planes de reconstrucción y mejora que han quedado trágicamente interrumpidos por su muerte. Dado que carecía de hijos, su deseo, públicamente expresado, era que toda la zona se beneficiara, en vida suya, de su buena fortuna, y serán muchos los que tengan razones personales para lamentar su prematura desaparición. Las columnas de este periódico se han hecho eco con frecuencia de sus generosas donaciones a obras caritativas tanto locales como del condado.

“No puede decirse que la investigación efectuada haya aclarado por completo las circunstancias relacionadas con la muerte de Sir Charles, pero, al menos, se ha hecho luz suficiente como para poner fin a los rumores a que han dado origen la superstición local. No hay razón alguna para sospechar que se haya cometido un delito, ni para imaginar que el fallecimiento no obedezca a causas naturales. Sir Charles era viudo y quizá también persona un tanto excéntrica en algunas cuestiones. A pesar de su considerable fortuna, sus gustos eran muy sencillos y contaba únicamente, para su servicio personal, con el matrimonio apellidado Barrymore: el marido en calidad de mayordomo y la esposa como ama de llaves. Su testimonio, corroborado por el de varios amigos, ha servido para poner de manifiesto que la salud de Sir Charles empeoraba desde hacía algún tiempo y, de manera especial, que le aquejaba una afección cardíaca con manifestaciones como palidez, ahogos y ataques agudos de depresión nerviosa. El doctor James Mortimer, amigo y médico de cabecera del difunto, ha testimoniado en el mismo sentido.

“Los hechos se relatan sin dificultad. Sir Charles tenía por costumbre pasear todas las noches, antes de acostarse, por el famoso paseo de los Tejos de la mansión de los Baskerville. El testimonio de los Barrymore confirma esa costumbre. El cuatro de junio Sir Charles manifestó su intención de emprender viaje a Londres al día siguiente, y encargó a Barrymore que le preparase el equipaje. Aquella noche salió como de ordinario a dar su paseo nocturno, durante el cual tenía por costumbre fumarse un cigarro habano, pero nunca regresó. A las doce, al encontrar todavía abierta la puerta principal, el mayordomo se alarmó y, después de encender una linterna, salió en busca de su señor. Había llovido durante el día, y no le fue difícil seguir las huellas de Sir Charles por el paseo de los Tejos. Hacia la mitad del recorrido hay un portillo para salir al páramo. Sir Charles, al parecer, se detuvo allí algún tiempo. El mayordomo siguió paseo adelante y en el extremo que queda más lejos de la mansión encontró el cadáver. Según el testimonio de Barrymore, las huellas de su señor cambiaron de aspecto más allá del portillo que da al páramo, ya que a partir de entonces anduvo al parecer de puntillas. Un tal Murphy, gitano tratante en caballos, no se encontraba muy lejos en aquel momento, pero, según su propia confesión, estaba borracho. Murphy afirma que oyó gritos, pero es incapaz de precisar de dónde procedían. En la persona de Sir Charles no se descubrió señal alguna de violencia y aunque el testimonio del médico señala una distorsión casi increíble de los rasgos faciales —hasta el punto de que, en un primer momento, el doctor Mortimer se negó a creer que fuera efectivamente su amigo y paciente—, pudo saberse que se trata de un síntoma no del todo infrecuente en casos de disnea y de muerte por agotamiento cardíaco. Esta explicación se vio corroborada por el examen post mortem, que puso de manifiesto una enfermedad orgánica crónica, y el veredicto del jurado al que informó el coroner estuvo en concordancia con las pruebas médicas. Hemos de felicitarnos de que haya sido así, porque, evidentemente, es de suma importancia que el heredero de Sir Charles se instale en la mansión y prosiga la encomiable tarea tan tristemente interrumpida. Si los prosaicos hallazgos del forense no hubieran puesto fin a las historias románticas susurradas en conexión con estos sucesos, podría haber resultado difícil encontrar un nuevo ocupante para la mansión de los Baskerville. Según se sabe, el pariente más próximo de Sir Charles es el señor Henry Baskerville, hijo de su hermano menor, en el caso de que aún siga con vida. La última vez que se tuvo noticias de este joven se hallaba en Estados Unidos, y se están haciendo las averiguaciones necesarias para informarle de lo sucedido”.

El doctor Mortimer volvió a doblar el periódico y se lo guardó en el bolsillo.

—Ésos son, señor Holmes, los hechos en conexión con la muerte de Sir Charles Baskerville que han llegado a conocimiento de la opinión pública.

—Tengo que agradecerle —dijo Sherlock Holmes— que me haya informado sobre un caso que presenta sin duda algunos rasgos de interés. Recuerdo haber leído, cuando murió Sir Charles, algunos comentarios periodísticos, pero estaba muy ocupado con el asunto de los camafeos del Vaticano y, llevado de mi deseo de complacer a Su Santidad, perdí contacto con varios casos muy interesantes de mi país. ¿Dice usted que ese artículo contiene todos los hechos de conocimiento público?

—Así es.

—En ese caso, infórmeme de los privados —recostándose en el sofá, Sherlock Holmes volvió a unir las manos por las puntas de los dedos y adoptó su expresión más impasible y juiciosa.

—Al hacerlo —explicó el doctor Mortimer, que empezaba a dar la impresión de estar muy emocionado— me dispongo a contarle algo que no he revelado a nadie. Mis motivos para ocultarlo durante la investigación del forense son que un hombre de ciencia no puede adoptar públicamente una posición que, en apariencia, podría servir de apoyo a la superstición. Me impulsó, además, el motivo suplementario de que, como dice el periódico, la mansión de los Baskerville permanecería sin duda deshabitada si contribuyéramos de algún modo a confirmar su reputación, ya de por sí bastante siniestra. Por esas dos razones me pareció justificado decir bastante menos de lo que sabía, dado que no se iba a obtener con ello ningún beneficio práctico, mientras que ahora, tratándose de usted, no hay motivo alguno para que no me sincere por completo.

“El páramo está muy escasamente habitado, y los pocos vecinos con que cuenta se visitan con frecuencia. Esa es la razón de que yo viera a menudo a Sir Charles Baskerville. Con la excepción del señor Frankland, de la mansión Lafter, y del señor Stapleton, el naturalista, no hay otras personas educadas en muchos kilómetros a la redonda. Sir Charles era un hombre reservado, pero su enfermedad motivó a que nos tratáramos, y la coincidencia de nuestros intereses científicos contribuyó a reforzar nuestra relación. Había traído abundante información científica de África del Sur, y fueron muchas las veladas que pasamos conversando agradablemente sobre la anatomía comparada del bosquimano y del hotentote.

“En el transcurso de los últimos meses advertí, cada vez con mayor claridad, que el sistema nervioso de Sir Charles estaba sometido a una tensión casi insoportable. Se había tomado tan excesivamente en serio la leyenda que acabo de leerle que, si bien paseaba por los jardines de su propiedad, nada le habría impulsado a salir al páramo durante la noche. Por increíble que pueda parecerle, señor Holmes, estaba convencido de que pesaba sobre su familia un destino terrible y, a decir verdad, la información que disponía acerca de sus antepasados no invitaba al optimismo. Le obsesionaba la idea de una presencia horrorosa, y en más de una ocasión me preguntó si durante los desplazamientos que a veces realizo de noche por motivos profesionales había visto alguna criatura extraña o había oído los ladridos de un sabueso. Esta última pregunta me la hizo en varias ocasiones y siempre con una voz alterada por la emoción.

“Recuerdo muy bien un día, aproximadamente tres semanas antes del fatal desenlace, en que llegué a su casa ya de noche. Sir Charles estaba casualmente junto a la puerta principal. Yo había bajado de mi calesa y, al dirigirme hacia él, advertí que sus ojos, fijos en algo situado por encima de mi hombro, estaban llenos de horror. Al volverme sólo tuve tiempo de vislumbrar lo que me pareció una gran ternera negra que cruzaba por el otro extremo del paseo. Mi anfitrión estaba tan excitado y alarmado que tuve que trasladarme al lugar exacto donde había visto al animal y buscarlo por los alrededores, pero había desaparecido, aunque el incidente pareció dejar una impresión penosísima en su imaginación. Le hice compañía durante toda la velada y fue en aquella ocasión, y para explicarme la emoción de la que había sido presa, cuando confió a mi cuidado la narración que le he leído al comienzo de mi visita. Menciono este episodio insignificante porque adquiere cierta importancia dada la tragedia posterior, aunque por entonces yo estuviera convencido de que se trataba de algo perfectamente trivial y de que la agitación de mi amigo carecía de fundamento.