El secreto de Amber - Nina Harrington - E-Book
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El secreto de Amber E-Book

Nina Harrington

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Beschreibung

Siempre amigas.1º de la saga. Saga completa 3 títulos. El primero nunca se olvida… Sam Richards fue el primer amor de Amber DuBois, y también el primer hombre que la besó. Hasta que le rompió el corazón y se marchó de la ciudad. Convertida en una mujer más sabia y más madura, Amber, famosa concertista de piano, se encontraba ahora en una encrucijada vital. Además, el novio que la rechazó había vuelto. Más guapo, más rico y necesitado de un favor. El glamour, el romanticismo y el antiguo dolor volvieron a salir a la superficie, pero ¿conseguiría su primer amor superar la prueba del tiempo?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Nina Harrington

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El secreto de Amber, n.º 108 - julio 2014

Título original: The First Crush Is the Deepest

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4594-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Amber DuBois cerró los ojos y trató de mantener la calma.

–Sí, Heath –dijo–. Por supuesto que voy a cuidarme. No, no voy a quedarme mucho esta noche. Sí, un par de horas a lo máximo –la limusina aminoró la marcha y Amber entornó la mirada al ver los impresionantes pilares de piedra del elegante y privado club londinense–. Ah, creo que ya hemos llegado. Es hora de que vuelvas al despacho. ¿No tienes una empresa que dirigir? Adiós, Heath, te quiero. Adiós.

Amber suspiró en voz alta y luego guardó el teléfono en su bolso de diseño. Heath tenía buena intención, pero a sus ojos ella seguía siendo la hermanastra adolescente a la que le habían dicho que tenía que cuidar. Pero Amber sabía que podía contar con él para todo. Y eso significaba mucho cuando una estaba en un punto bajo de su vida. Como en aquel momento.

Amber alzó la vista entre la llovizna, y estaba a punto de decirle al conductor de la limusina que había cambiado de opinión cuando una rubia rolliza embutida en un vestido púrpura dos tallas más pequeñas salió del club y prácticamente arrastró a Amber bajo la lluvia hacia el vestíbulo. Era como si volviera a ser la chica de pelo castaño apagado a la que sus compañeras pijas del colegio miraban por encima del hombro.

Amber observó cómo la señorita altanera, hija de banquero, retrocedía horrorizada al ver que la estrella de la reunión de antiguas alumnas tenía la muñeca derecha escayolada, pero se recobró rápidamente y se inclinó para besarle las mejillas, aunque en realidad besó el aire.

–Amber, cariño, qué alegría verte. Estamos encantadas de que hayas podido venir a nuestra pequeña reunión, sobre todo ahora que llevas una vida tan apasionante. Entra. ¡Queremos saberlo todo!

Amber fue prácticamente propulsada por el precioso vestíbulo de mármol, complicado de recorrer con las sandalias de plataforma. Apenas había recobrado el aliento cuando una mano en la espalda la metió en un enorme salón. Las paredes estaban cubiertas de brocados color crema y había unos espejos enormes. Del techo colgaban gigantescas lámparas de araña. Era un salón de baile pensado para albergar a cientos de personas. Pero en aquel momento, solo unos cuantos grupitos de mujeres de veintimuchos años y aspecto de estar aburridísimas deambulaban por la sala con platos del bufé y copas de vino.

Todas ellas dejaron de hablar y se dieron la vuelta.

Y se la quedaron mirando en absoluto silencio.

Amber se había enfrentado en sus conciertos a público de todo tipo. Pero la fría atmósfera de aquella elegante sala fue tan heladora que le provocó un escalofrío en la espina dorsal.

–Mirad todas, Amber DuBois ha podido venir al final. ¿No es maravilloso? Y ahora, ¡seguid divirtiéndoos!

Dos minutos más tarde, Amber estaba frente al bufé con una copa de agua mineral con gas en la mano. Sonrió a su guía, que había empezado a morderse el labio inferior.

–¿Va todo bien? –le preguntó Amber.

La otra mujer tragó saliva.

–Sí, sí, por supuesto. Todo va de maravilla. Solo tengo que comprobar una cosa. Pero tú mézclate con la gente, querida. Mézclate.

Entonces atropelló prácticamente a una joven que parecía la delegada de clase, agarró a Amber del brazo de un modo que no dejaba lugar a dudas, y señaló con la cabeza hacia el otro lado del salón.

Amber miró por encima de los elaborados peinados de un grupo de mujeres que charlaban en voz baja y la miraban de reojo, como si les diera miedo acercarse a hablar con ella.

Aquello era ridículo. Sí, se había hecho un nombre como concertista de piano en los últimos años. ¿Y qué? Seguía siendo la niña callada, desgarbada y tímida de la que solían burlarse.

Y entonces lo vio. Un impresionante piano negro y brillante que habían colocado frente al ventanal, como a la espera de que alguien lo tocara.

Así que aquella era la razón por la que sus antiguas compañeras de clase se habían tomado tantas molestias en enviarle por correo electrónico la invitación para la reunión de antiguas alumnas.

Amber suspiró y se vino un poco abajo. Al parecer, había cosas que nunca cambiaban.

No habían mostrado nunca el menor interés por ella cuando era su compañera de clase. Todo lo contrario, en realidad. Amber DuBois no era una de las chicas pijas de la clase. Solía sentarse en la última fila, con el resto de las chicas que no encajaban.

Bien. Aquella era una oportunidad inmejorable de sacar su diva interior. Una actuación final. Y la única que obtendrían de ella aquella noche.

Las cámaras se encendieron cuando Amber se dirigió hacia el cuarto de baño de señoras con la cabeza muy alta.

Amber escuchó a su espalda cómo alguien daba unos golpecitos en el micrófono, pero la voz arrogante se cortó cuando ella entró en el baño, cerró firmemente la puerta con el trasero y se apoyó contra ella un instante con los ojos cerrados.

Si los discursos acababan de empezar, todavía podría esconderse allí durante unos breves instantes. Podría ser incluso su posibilidad de escape.

Estaba a punto de mirar hacia fuera para comprobar sus opciones cuando el sonido de algo al caer en el suelo de baldosa de fuera del cubículo fue seguido al instante por una colorida palabrota.

Los tacones de Amber resonaron sobre las baldosas cuando salió y miró de dónde procedía el ruido.

Una morena bajita estaba de puntillas entre dos lavabos, con los brazos extendidos para tratar de llegar a la manija de la ventana, que estaba muy alta para ella. Al lado de uno de los lavabos había un cubo de fregar rojo tumbado.

–¿Qué es esto? ¿Kate Lovat huyendo de una fiesta? Debo de estar viendo visiones.

Amber soltó una carcajada entre dientes sin poder evitarlo, y la morena se dio al instante la vuelta para ver quién había hablado. Entonces gritó y agitó los brazos al ver de quién se trataba.

Lo que provocó que se tambaleara tanto que Amber corriera hacia ella, le diera la vuelta al cubo para que fuera como un escalón y luego le pasara el brazo izquierdo por la cintura del vestido de cóctel.

Kate Lovat era una de las pocas amigas de verdad que había hecho en el colegio.

Rebelde, bajita y feroz, Kate tenía una confianza en sí misma más grande que los tacones que solía ponerse para subir de altura. Ahora llevaba un corte de pelo asimétrico que le otorgaba un aspecto elegante y, al mismo tiempo, muy original.

–¡Kate! –se rio Amber–. Tenía la esperanza de que aparecieras en la reunión. ¡Estás fabulosa!

–Gracias, preciosa. Lo mismo digo. Estás más guapa que nunca.

Entonces Kate abrió la boca y clavó la vista en el suelo mientras soltaba un chillido agudo y agarraba a Amber del brazo.

–Oh, Dios mío, esos zapatos… los quiero. De hecho, si no tuvieras el pie varias tallas más grande que yo, te daría un puñetazo y saldría corriendo con ellos.

Entonces Kate dio un paso atrás y miró a Amber a la cara. Entornó los ojos.

–Un momento. Estás muy pálida. Y mucho más delgada que la última vez que te vi. ¿Te he contado que de pronto me he vuelto vidente? Porque en tu futuro próximo veo mucho chocolate –señaló la muñeca de Amber–. Tengo que saberlo. Espera –alzó una mano y se llevó la otra a la frente, como si estuviera leyéndole el pensamiento–. Déjame adivinar. Te resbalaste con un cubito de hielo en alguna fiesta elegante. ¿O fue en un crucero por el Caribe? Supongo que así te costará un poco tocar el piano.

–Para el carro, Kate. Ya que preguntas, me tropecé con mi propia maleta hace un par de semanas. Y sí, he cancelado todos los conciertos de los próximos seis meses para tener una posibilidad de que se me cure la muñeca –Amber hizo una pausa–. ¿Y por qué tienes que escabullirte por la ventana en la reunión de antiguas alumnas cuando podrías estar cotilleando con el resto de la clase?

Kate aspiró con fuerza el aire y pareció que iba a decir algo. Pero cambió de opinión, sonrió y señaló con la mano hacia la puerta.

–Ya he pasado por esto. Ha sido un infierno de día, y las secuestradoras han bloqueado las puertas para evitar que salgamos –Kate alzó la barbilla–. Pero tengo una idea –los ojos verdes le brillaron.

Señaló con la cabeza hacia el sofá de terciopelo rojo que había al otro extremo del baño. En el suelo había dos platos con canapés que Kate había dejado allí.

–¿A quién le importan esas mujeres? Tenemos un sofá. Tenemos algo que tomar. Y la buena noticia es que me he cruzado con Saskia hace cinco minutos y tiene la misión de traer bebida y tarta. Las tres podríamos celebrar nuestra propia fiesta aquí, ¿qué me dices?

Amber abrazó a su amiga.

–Es la mejor idea que he oído desde hace mucho tiempo. Se me había olvidado lo mucho que os he echado de menos a las dos. Pero pensé que Saskia seguía en Francia.

Kate parpadeó.

–Bueno, las cosas han cambiado bastante por aquí. Espera a oír lo que ha pasado –Kate tomó a Amber de la cintura–. Qué alegría me da verte. Pero ven, siéntate. ¿Qué te ha llevado a abandonar el grupo de las elegidas? ¿O debería decir «quién»? –Kate se quedó paralizada y se llevó los dedos a los labios–. No me digas que la serpiente de Petra se ha atrevido a aparecer.

Petra. Amber aspiró con fuerza el aire.

–Bueno, si Petra está aquí yo no la he visto, y creo que la habría reconocido.

–Eso seguro –Kate torció el gesto–. Diez años no bastan para olvidar esa cara. Una amiga no le quita el novio a otra. Y menos en la fiesta de su decimoctavo cumpleaños. Hay algunas cosas que no tienen perdón.

Kate agarró uno de los platos y mordisqueó una tartaleta de champiñones. Amber había perdido el apetito ante la mención del nombre de Petra. El recuerdo de la última vez que la vio se le cruzó por la mente, provocándole un sabor de boca amargo.

–Hacen falta dos para bailar un tango, Kate –murmuró–. Y si no recuerdo mal, Sam Richards no se quejó precisamente de que Petra se le lanzara. Todo lo contrario.

–Era un niño, y ella lo deslumbró –aseguró Kate con la boca llena–. No tuvo ninguna oportunidad.

–¿Lo deslumbró?

–Exactamente. Petra decidió que Sam era su objetivo, y ya no hubo nada más que hacer –Kate tosió y miró a Amber antes de sacudirse las migas de los dedos–. Sam ha vuelto a Londres, ¿lo sabías? Trabaja de periodista en ese periódico de moda del que siempre hablaba.

Amber alzó lentamente la cabeza.

–Fascinante. Tal vez debería llamar al editor y advertirle de que su nuevo reportero se deja deslumbrar con facilidad.

–Ándate con ojo –Kate se rio entre dientes–. Van a decir que soy una mala influencia para ti.

–¡Y tendrían razón! –dijo una voz dulce desde la puerta del baño–. Hola, Amber.

–¡Saskia! –Kate se levantó del sofá y agarró el plato con tartas de chocolate en miniatura que amenazaban con caerse–. Mira quién está aquí… ¿qué le ha pasado a tu vestido?

Saskia se sentó en el sofá y dejó la botella de Chardonnay y las dos copas en el suelo para poder abrazar a Amber.

Fue entonces cuando Amber se fijó en la mancha de vino tinto que todavía chorreaba por la manga del vestido de encaje color crema de Saskia. Parecía que alguien le hubiera arrojado una copa encima.

Tal vez las cosas sí hubieran cambiado. Porque si Kate era la guerrera de su pequeña banda y Amber la americana desgarbada, Saskia era la típica belleza inglesa de cabello castaño claro y altura media. Y una joven que nunca montaría una escena ni armaría un escándalo.

–Disculpadme un momento –Saskia apretó los dientes, agarró una de las toallas de papel y la hizo pedacitos. Cuando no quedaron más trozos del tamaño de un sello de correos, soltó lentamente el aire, recogió las piezas y las tiró a la papelera–. Bueno, ya me siento mucho mejor –aseguró sacudiéndose las manos.

Kate seguía riéndose, así que Amber preguntó:

–¿Quieres hablar de ello?

Saskia se sentó muy recta en el sofá y se limpió con gesto despreocupado la mancha con una servilleta de papel.

–Al parecer, soy lo peor de este mundo porque me negué a que la Asociación de Antiguas Alumnas utilizara Elwood House gratis para su reunión semanal… ya sabes, esa a la que nunca me invitan. Deberías haber visto sus caras cuando mencioné los precios por hora. Ahí fue cuando comenzó el acoso –Saskia aspiró el aire por la nariz–. Esto no es digno de unas damas. Sinceramente, estoy muy disgustada.

Kate echó los hombros hacia atrás y alzó la bar-billa.

–Bueno, ¿dónde están? Nadie disgusta a mi amiga y se va de rositas. Somos tres contra todo el salón. No hay punto de comparación.

–Acabo de cumplir diez años como diva concertista a tiempo completo –intervino Amber–. ¿Que-réis verme en acción? Puedo dar mucho miedo.

Saskia sacudió la cabeza.

–Eso sería seguirles el juego. Les encantaría que montáramos una escena. Les daría algo de lo que hablar en sus superficiales vidas. Vamos a dejarlo estar, en serio. He decidido pasarlo por alto –sonrió–. Estoy encantada de estar aquí con vosotras. Kate, ¿serías tan amable de abrir esa botella? Quiero saberlo todo. Empecemos por lo primero. Mi vida amorosa está en un punto muerto hasta que Elwood House esté en marcha. ¿Qué me dices de ti, Kate?

Kate, que estaba sirviendo el vino, alzó la vista.

–A mí no me miréis –respondió asqueada–. Parece que en estos momentos estoy rociada de repelente para chicos. Me prueban y salen corriendo. No como otras que yo me sé. Vamos, Amber, ¿quién es ese montañero tan guapo y tan alto con el que has salido en las revistas del corazón?

–Ya es historia. Se acabó –contestó Amber dándole un sorbo al vino antes de pasárselo a Saskia–. Pero tengo esperanzas. Si consigo salir alguna vez de este cuarto de baño, voy a recaudar fondos para la organización de mi amiga Parvita en La India y tal vez conozca a alguien próximamente. Nunca se sabe. Visité con ella el orfanato hace unos meses y les prometí a las niñas que volvería –murmuró con tono soñador.

Pero entonces dejó caer los hombros.

–¿A quién quiero engañar? Heath se pondría furioso si se me ocurre mencionar siquiera que quiero volver a La India.

–¿Heath? ¿Te refieres a tu hermanastro? –preguntó Kate–. ¿Por qué no quiere que vayas?

Amber aspiró con fuerza el aire y miró primero a Saskia y luego otra vez a Kate.

–Porque se preocupa por mí. Veréis, no solo me tropecé con la maleta y me rompí la muñeca. Acababa de volver de La India y sufrí una especie de colapso. Fue un…

El sonido de unas carcajadas interrumpió a Am-ber a mitad de frase. Se llevó las manos a los oídos para tapárselos.

–Parece que han terminado los discursos, y acabo de escuchar la palabra «karaoke» –señaló hacia la puerta–. Creo que podríamos escapar por la puerta lateral si nos damos prisa. Mi apartamento está cerca. Ahí podré contaros lo que pasó de verdad en La India y por qué Heath está tan preocupado por mí como lo estoy yo.

Capítulo 2

–Dime lo que sepas de Amber DuBois.

La pregunta le cayó a Sam Richards como un mazazo cuando estaba dándole el último sorbo a su taza de café, y estuvo a punto de atragantarse.

Frank Evans entró en el despacho de la esquina como si tuviera un huracán a la espalda y blandió la revista a todo color frente a la nariz de Sam.

Frank se había hecho un nombre en los medios de comunicación por ser un editor que solo trabajaba con los mejores, pero Sam ya estaba advertido de que no destacaba precisamente por su don de gentes.

–Buenos días a ti también, Frank –respondió Sam–. Y gracias por tu amable bienvenida.

–Sí, sí –Frank agitó una mano y luego señaló el escritorio–. Siéntate. Qué locura de lunes. Peor que nunca. Ya sabes cómo es esto. Tengo al jefe pegado a la espalda y todavía no son ni las nueve. Es hora de trabajar. Vamos, tú hablas y yo escucho. Demuéstrame que no estás completamente desenganchado de la escena londinense tras todos estos años en la selva.

Sam contuvo una carcajada. Aquello no era un comienzo fácil para el primer día de trabajo. Frank se sentó en la amplia butaca de cuero al otro lado de la moderna mesa y se pasó los regordetes dedos por el cabello gris antes de tomarse de un trago lo que le quedaba de café.

Tenía la corbata torcida y la camisa sin planchar, pero sus ojos brillaban inteligentes cuando apoyó los brazos en uno de los escritorios más limpios y ordenados que Sam había visto en su vida.

¿Amber DuBois? El impacto de escuchar su nombre dejó a Sam paralizado en el sitio, con la taza en la mano, antes de que su cerebro se pusiera en marcha y frunciera el ceño pensando una respuesta. Tosió un par de veces para ganar tiempo antes de soltarle una respuesta trivial al editor con el que previamente solo había hablado un par de veces por teléfono.

El editor que tenía el poder de decidir si contaba con un futuro en aquel periódico o no.

Desde luego, aquel no era el comienzo perfecto que Sam había imaginado.

Dejó la taza en un posavasos y puso su mejor cara de periodista desinteresado. Su carrera dependía de la decisión de aquel hombre.

–¿Te refieres a la concertista de piano inglesa? Rubia. De piernas largas. Muy popular entre los mejores diseñadores, a los que les gusta que lleve sus vestidos en sus actuaciones –Sam se encogió de hombros–. Creo que hace unos años fue el rostro de una empresa de cosméticos. Y yo no llamaría «la selva» a Los Angeles.

Frank deslizó la revista por el escritorio.

–Esa empresa de cosméticos es la más importante de toda Asia. Pero te falta algo. Mira esto.

Sam se tomó su tiempo antes de agarrarla y vio que era el último suplemento de la competencia. En la portada había una foto a todo color de Amber DuBois con un vestido azul sin tirantes y el corpiño incrustado de joyas.

La adolescente tímida y torpe que él conoció había desaparecido. En su lugar había una mujer elegante y bella que controlaba la situación y disfrutaba de su talento.

Amber estaba sentada frente a un enorme piano negro con una de sus largas y esbeltas piernas estiradas, mostrando una sandalia de tacón con joyas.

Sam se quedó tan hipnotizado ante su belleza que tardó una décima de segundo en darse cuenta de que su nuevo jefe señalaba el titular con el extremo mordido de un lápiz.

La concertista de piano Amber DuBois conmociona al mundo de la música clásica al anunciar que se retira a los veintiocho años. Pero la pregunta que todo el mundo se hace es: ¿por qué? ¿Qué le espera a partir de ahora a Amber DuBois?

Sam alzó la vista hacia su editor justo cuando Frank se inclinaba sobre el escritorio y daba una fuerte palmada sobre la foto.

–Esto me huele a historia. Tiene que haber una buena razón para que una concertista profesional como Amber DuBois anuncie de pronto su retirada cuando está en la cima de su carrera.

Frank señaló con el dedo el pecho de Sam y siguió hablando.

–Se dice que nuestra Amber se ha subido al carro de los famosos que se dedican a proyectos solidarios y va a dejarse el dinero en un proyecto en La India, pero su agente se niega a hablar del tema. Por lo que a mí respecta, creo que esto es un montaje para que las orquestas le supliquen que vuelva. Y quiero que este periódico sea el primero en publicar la historia real.

Frank se reclinó en la butaca y se cruzó de brazos.

–Hablando claro: quiero que tú consigas una entrevista exclusiva con la encantadora señorita DuBois. Puedes considerarlo tu primer encargo –se encogió de hombros–. Puedes agradecerme la oportunidad más tarde.

Las palabras se quedaron congeladas en el ai-re.

¿Agradecerle la oportunidad?

Durante una décima de segundo, Sam se preguntó si no se trataría de una broma. Una retorcida ceremonia de iniciación al mundo de la oficina londinense de GlobalStar Media. Tal vez hubiera una cámara oculta en la pared que estaría grabando cómo reaccionaba ante aquella «increíble oportunidad».

Sam dobló los dedos de las dos manos para no arrugar la revista y lanzársela a Frank. Mientras tanto, su cerebro daba vueltas para encontrar una excusa decente de por qué Frank debería buscar a otro periodista para aquel encargo en particular.

Sam aspiró lentamente el aire. Había tardado tres meses en conseguir el traslado desde la oficina de Los Angeles de aquella empresa de comunicación a la que le había entregado los últimos diez años de su vida. Había trabajado muy duro para pasar de ser el chico que entregaba el correo a alcanzar aquel punto en su carrera. Eso había supuesto sacrificar cualquier tipo de relación y de vida social.

Esto era más que otro paso en la escalera del ascenso. Este era el trabajo con el que había soñado desde que era adolescente. El único trabajo que había querido tener.

No iba a renunciar a la silla de editor ahora que había llegado tan lejos.

Sam parpadeó dos veces.

–Lo siento, Frank, pero ¿puedes repetírmelo? Creo que no he oído bien. He pasado los últimos diez años de mi vida entre Nueva York y Los Angeles trabajando como periodista de investigación. No soy columnista de cotilleos.

Frank respondió con una risita despectiva.

–¿Sabes quién paga este despacho tan reluciente en el que estamos sentados, Sam? Las ventas de las revistas. Y al público le encantan las historias de los famosos, sobre todo si se trata de una joven con la belleza de Amber DuBois. Esta mañana se ha comentado en todas las páginas de Internet que las orquestas le están ofreciendo enormes sumas de dinero por una última temporada antes de retirarse. Esa chica es un genio.

Frank alzó una mano con dos dedos extendidos.

–Solo se la ha visto con dos parejas en los últimos diez años. Dos. Y no con dos aburridos intérpretes de música clásica. No, a nuestra Amber le gustan los hombres de acción. Primero con un piloto de carreras italiano al que animó en el campeonato del mundo y luego con ese montañero escocés que subió al Everest para recaudar fondos para una ONG. La preciosa Amber se despidió de él con lágrimas en los ojos en el campamento base. Es la novia perfecta y sus seguidores la adoran. Y ahora esto.

Frank volvió a dar un fuerte golpecito con el lápiz.