El secreto del novio - Andrea Laurence - E-Book
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El secreto del novio E-Book

Andrea Laurence

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Beschreibung

¿Serían capaces de fingir hasta llegar al altar? Para no asistir otra vez sola a la boda de una amiga, Harper Drake le pidió a Sebastian West, un soltero muy sexy a quien conocía, que se hiciera pasar por su novio. Fingir un poco de afecto podía ser divertido, sobre todo si ya había química, y nadie, ni siquiera el ex de Harper, podría sospechar la verdad. Lo que no se esperaba era que la atracción entre ellos se convirtiera rápidamente en algo real y muy intenso, y que un chantajista la amenazara con revelar todos sus secretos.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Andrea Laurence

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El secreto del novio, n.º 2125 - mayo 2019

Título original: The Boyfriend Arrangement

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-818-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–¡Tiene que ser una broma!

Sebastian West examinó por tercera vez su tarjeta magnética. La puerta de BioTech, la compañía de tecnología biomédica de la que era socio, seguía sin abrirse. Al ver a sus empleados deambulando por el interior, golpeó con el puño el cristal, pero nadie le hizo caso.

–¡Soy el dueño de esta compañía! –gritó al ver a su secretaria pasar por delante, ignorándolo–. No me hagas despedirte, Virginia.

Al oír aquello, la mujer se detuvo y se acercó a la puerta.

–Por fin –suspiró.

Pero, al contrario de que lo que esperaba, no le abrió la puerta. En vez de eso, sacudió la cabeza.

–Tengo órdenes del doctor Solomon para que no le abra la puerta, señor –dijo sin moverse de donde estaba–. Tendrá que hablar con él.

Se dio media vuelta y desapareció.

–¡Finn! –gritó con toda la fuerza de sus pulmones, aporreando el cristal con los puños–. Déjame entrar, hijo de puta.

Unos segundos después, su antiguo compañero de habitación de la universidad y actual socio en los negocios, Finn Solomon, apareció ante la puerta con el ceño fruncido.

–Se supone que estás de vacaciones –le dijo desde el otro lado del cristal.

–Sí, eso es lo que dijo el médico, pero ¿desde cuándo me tomo vacaciones o hago caso a los médicos?

Lo cierto era que nunca hacía caso a Finn. Y respecto a las vacaciones, hacía más de una década que no se tomaba unas. Exactamente desde que fundaron la compañía. Era imposible estar tumbado en una playa y a la vez desarrollando inventos en tecnología médica. Ambas cosas eran incompatibles.

–Esa es la finalidad, Sebastian. ¿Tengo que recordarte que hace dos días sufriste un infarto? No deberías volver a la oficina en quince días.

–Fue un infarto leve. Apenas estuve en el hospital unas cuantas horas. De hecho, estoy convencido de que no fue un infarto. Estoy tomando esas estúpidas pastillas que me mandaron, ¿qué más quieres?

–Quiero que te vayas a casa. No voy a permitir que entres. He desactivado tu tarjeta de acceso y he enviado un memorándum a todos para que sepan que si te dejan entrar, estarán despedidos.

Siempre le quedaba su ordenador portátil, si conseguía que Virginia se lo diera. Técnicamente, trabajar desde casa no sería saltarse las reglas, ¿no?

–También he suspendido tu cuenta de correo electrónico y tu acceso remoto, así que tampoco puedes trabajar desde casa.

Desde la universidad, a Finn se le había dado muy bien leerle el pensamiento. Era fantástico trabajar juntos, aunque no tanto en aquella situación.

–Estás de baja forzosa, Sebastian, y como doctor, lo siento, pero voy a obligarte a cumplirla. Puedo ocuparme de todo durante dos semanas, pero no puedo sacar adelante esta compañía si te mueres. Así que descansa, haz un viaje, date un masaje, encuentra un entretenimiento, lo que sea, pero no quiero verte por aquí.

Sebastian se sentía perdido. Finn y él habían fundado aquella compañía después de acabar los estudios, dedicándose en cuerpo y alma a la tecnología para mejorar la vida de las personas. Él era ingeniero del Instituto Tecnológico de Massachusetts y Finn era médico, un buen equipo que había desarrollado tecnologías avanzadas como manos protésicas y sillas de ruedas eléctricas que se controlaban mediante las ondas cerebrales del paciente. Era una causa muy noble, pero al parecer, cambiar el sueño y la verdura por cafeína y azúcar le había pasado factura.

Por supuesto que no tenía ningún interés en morir. Solo tenía treinta y ocho años y estaba a punto de conseguir un gran avance con un exoesqueleto robótico que podía hacer que los parapléjicos como su hermano volvieran a caminar otra vez.

–¿Qué pasa con el nuevo prototipo de exopiernas?

Finn cruzó los brazos sobre el pecho.

–Esa gente puede esperar un par de semanas a que te recuperes. Si te desplomas de repente sobre tu mesa, nunca las tendrán. De hecho, he pedido que instalen un desfibrilador en la puerta de tu despacho.

Sebastian suspiró, consciente de que había perdido la batalla. Finn era tan testarudo como él. Hacían una buena pareja; ninguno de los dos aceptaba un no por respuesta. Pero eso a él no le beneficiaba en aquella situación. Sabía cuáles habían sido las órdenes del doctor, pero nunca se había imaginado que Finn se pondría tan estricto para que las cumpliera.

–¿Puedo al menos pasar y…?

–Que no –lo interrumpió Finn–. Vete a casa, vete de compras, lo que sea, pero vete.

Le dijo adiós con la mano desde el otro lado del cristal y le dio la espalda a su socio.

Sebastian permaneció donde estaba un momento, a la espera de que Finn se diera la vuelta y le dijera que estaba bromeando. Cuando tuvo claro que Finn hablaba en serio, se dirigió al ascensor y bajó al vestíbulo del edificio. Luego salió a una concurrida acera de Manhattan, sin saber a dónde dirigirse. Su idea había sido volver al trabajo después de los dos días que se había tomado de descanso. Sin embargo, en aquel momento tenía por delante dos semanas sin nada que hacer.

Tenía los recursos para hacer casi cualquier cosa que quisiera: volar a París en avión privado, hacer un crucero de lujo en el Caribe, cantar en un karaoke de Tokio… Pero no le apetecía nada de aquello.

El dinero era algo novedoso para Sebastian. A diferencia de Finn, en su casa nunca había sobrado. Sus padres habían tenido que trabajar mucho para salir adelante, y tras el accidente de su hermano Kenny, se las habían visto y deseado para pagar las facturas de las medicinas.

Gracias a las becas y los préstamos, Sebastian había conseguido ir a la universidad. Después, había dedicado todas sus energías a que la compañía que había fundado con Finn fuera un éxito. Con el tiempo habían ganado mucho dinero, pero había estado demasiado ocupado para disfrutarlo. Su sueño nunca había sido viajar ni comprarse coches caros. Lo cierto era que no sabía ser rico. De hecho, no llevaría más de veinte dólares en la cartera.

Se detuvo en la esquina de una calle y, al sacar la cartera del bolsillo de atrás, se dio cuenta de que estaba cuarteada. No la había cambiado desde que se graduó. Tal vez debería comprarse una nueva. Al fin y al cabo, no tenía nada mejor que hacer.

Poco más adelante estaba Neiman Marcus. Seguramente vendían carteras. Cruzó la calle y entró en los grandes almacenes, a tiempo para sujetar la puerta a un grupo de atractivas mujeres que salían cargadas de bolsas. Le resultaban ligeramente familiares, en especial una morena de fríos ojos azules.

Su mirada se posó en él un momento y sintió como si le dieran un puñetazo en el estómago. El pulso se le aceleró al intentar tragar el nudo que se le había formado en la garganta. No entendía esa reacción tan visceral al ver a aquella mujer. Quiso decir algo, pero no acabó de ubicar a la mujer y se quedó callado. Unos instantes después, la mujer apartó la mirada, rompiendo la conexión, y se fue caminando calle abajo con sus amigas.

Sebastian se quedó mirándolas un momento y luego entró en la tienda, se fue directamente al departamento de caballeros y eligió una cartera de piel negra. Al llegar a la caja para pagar, reparó en la atractiva morena que tenía delante. Era una de las mujeres que había visto salir de los grandes almacenes unos minutos antes, la de los ojos azul grisáceo. Le gustaría poder recordar quién era para poder decirle algo. Probablemente se habrían conocido en alguna de aquellas fiestas de beneficencia a las que Finn le obligaba a asistir de vez en cuando. Pero no estaba seguro. La mayor parte de su cerebro estaba concentrado en la ingeniería y la robótica.

Aunque no todo. Era un hombre de sangre caliente al que no le resultaba indiferente aquella esbelta y alta figura de larga melena castaña, grandes ojos azules y labios pintados de carmesí. Era imposible no reparar en aquel físico impecable. Olía como la hierba mojada de los prados de la casa en la que se había criado después de una tormenta de verano. Aquel recuerdo lo estremeció en lo más hondo.

¿Qué tenía aquella mujer? Probablemente, lo que sentía no tenía nada que ver con ella. El médico le había dicho que se abstuviera de realizar actividades físicas extenuantes durante al menos una semana. «Sí, eso incluye relaciones sexuales, señor West». Hacía tiempo que no había estado con una mujer, pero quizá, al tenerlo prohibido, su cabeza se estaba obsesionando con lo que no podía tener.

¿Por qué se le daba tan mal recordar nombres?

A punto de llegar al mostrador, Sebastian se dio cuenta de que la mujer estaba devolviendo todo lo que llevaba en la bolsa. Era extraño. Si la caja marcaba bien, acababa de comprar e inmediatamente devolver ropa por valor de mil quinientos dólares. La observó quitarse el abrigo de cuero, meterlo en la bolsa vacía de los grandes almacenes y cubrirlo con papel de embalaje para que no se viera lo que había dentro.

Aquello despertó su curiosidad, sacándolo de su aburrimiento crónico.

Se volvió bruscamente y se topó con él, lo que le obligó a tomarla por los brazos antes de que perdiera el equilibrio con aquellos altísimos zapatos de tacón y cayera al suelo. La sujetó con fuerza contra él, sintiendo sus senos contra su pecho, hasta que pudo erguirse. Cuando llegó el momento, le costó soltarla. De repente, se sentía embriagado por su olor y por la sensación de sus suaves curvas contra su cuerpo. ¿Cuánto tiempo hacía que no tenía a una mujer tan cerca? Ni se acordaba.

Al cabo de unos segundos, la soltó.

La mujer dio un paso vacilante hacia atrás y se sonrojó al recuperar la compostura.

–Lo siento –dijo–. Siempre voy con tantas prisas que no me fijo por donde voy.

Por el brillo de sus ojos azules pareció reconocerlo, lo que confirmó sus sospechas de que ya se habían visto con anterioridad.

–No, no se disculpe –dijo con una sonrisa–. Es lo más emocionante que me ha pasado en toda la semana.

Sorprendida, ella frunció el ceño.

Quizá no fuera un tipo tan aburrido como parecía.

–¿Está bien? –le preguntó la mujer.

–Sí. Es solo que me alegro de haber podido ayudarla.

Ella sonrió con timidez y bajó la vista al suelo.

–Supongo que podría haber sido peor.

–El caso es que me resulta familiar, pero soy terrible para recordar nombres. Soy Sebastian West –dijo tendiéndole la mano.

Ella la aceptó dubitativa. El roce de su piel suave deslizándose en su mano hizo que una chispa se prendiera en su sistema nervioso. Por lo general, lo único que le preocupaba era el trabajo y los pasatiempos como las citas y las aventuras sexuales las relegaba a un segundo plano. Pero al sentir aquella caricia, la atracción física pasó a la vanguardia de sus prioridades.

A diferencia de la breve colisión anterior, aquel roce se prolongó, estableciéndose una corriente eléctrica entre sus manos. La conexión entre ellos era tangible, tanto, que cuando ella retiró su mano, se la frotó suavemente contra su jersey granate como para atenuar la sensación.

–Su cara también me suena –convino ella–. Soy Harper Drake. Supongo que nos habremos conocido en alguna parte. Quizá conozca a mi hermano Oliver, de Orion Computers.

Aquellos nombres no le eran del todo desconocidos.

–Seguramente es amigo de mi socio Finn Solomon. Finn conoce a mucha gente.

Harper entornó los ojos, pensativa.

–Ese nombre también me resulta familiar. Espere… ¿tiene algo que ver con alguna empresa de material sanitario?

Sebastian arqueó las cejas asombrado. No era precisamente así como definiría lo que hacía, pero el hecho de que recordara su empresa, lo sorprendió.

–Sí, se podría decir que sí –replicó sonriendo.

 

 

Harper sonrió. Por fin sabía quién era aquel tipo. Nada más verlo a la salida de los grandes almacenes, se había fijado en él. Le había resultado tan familiar al abrirle la puerta, que había estado segura de que lo conocía de algo. Sin embargo, las prisas de Violet por ir a comprarle a Aidan un regalo de boda le habían impedido detenerse.

Una vez se había separado de sus amigas Lucy Drake, Violet Niarchos y Emma Flynn, había vuelto a Neiman Marcus para devolver todo lo que había comprado. No podía cargar tanto en su tarjeta de crédito. No esperaba toparse con aquel hombre otra vez y, mucho menos, literalmente.

–Entonces, debió de ser en algún acto benéfico de los que se organizaron en el hospital este pasado invierno.

Él asintió.

–Creo que asistí a alguno. Finn me obliga de vez en cuando.

Sebastian West tenía un físico que no era fácil de olvidar, aunque no recordara el contexto. Tenía una mandíbula fuerte, una perilla casi negra, ojos igual de oscuros y una sonrisa irresistible que le producía un cosquilleo en su interior. Era una lástima que no fuera uno de aquellos empresarios millonarios con los que su hermano solía relacionarse. No quería ser frívola, pero conocer a un tipo con la vida resuelta le vendría muy bien en su situación actual. También estaría más preparada para cuando las cosas cambiaran después de su cumpleaños.

Los últimos siete años habían sido un largo y duro aprendizaje para Harper. Por un lado, había aprendido a valorar el dinero con el que la niña rica y mimada que había sido siempre había contado. Era la primera en admitir que su padre le había dado todo lo que había querido. Tras la muerte de su madre, le había dado todos los caprichos, y había seguido mimándola hasta que se había quedado sin recursos.

Harper nunca había imaginado que el pozo se secaría. Después de que eso ocurriera, había tenido que hacer algunos cambios en su vida. Y de manera muy discreta. Bastante embarazoso había sido fundirse todo el dinero que había heredado al cumplir dieciocho años, teniendo en cuenta que era contable, como para soportar que alguien le recordara lo que había hecho.

Después de que su mundo se viniera abajo, tenía una opinión diferente del dinero y de la gente a la que se le daba bien gestionarlo. En breve, en cuanto volviera a tener dinero otra vez, sería muy cuidadosa manejándolo. Eso incluía investigar minuciosamente a todos los hombres con los que saliera.

–Bueno, me alegro de que nos hayamos encontrado –dijo Sebastian con una sonrisa pícara.

Harper rio. Al apartar la vista de Sebastian, distinguió a Quentin, su ex, entre la gente que caminaba en su dirección. Tomó a Sebastian del brazo y tiró de él para acercarse a un expositor de zapatos de hombres, confiando en que Quentin no la hubiera visto.

–Lo siento –murmuró entre dientes–. Estoy intentando…

–¿Harper?

Se volvió hacia su exnovio, al que llevaba evitando los últimos dos años. Se apartó de Sebastian y saludó a su ex con un frío abrazo.

–Hola, Quentin –dijo en un tono indiferente y desinteresado que sabía que no captaría.

–¿Qué tal estás?

–Muy bien –mintió–. Nunca he estado mejor. ¿Tú qué tal?

–Genial. Acabo de comprometerme.

¿Comprometido? ¿Quentin comprometido? Él, que siempre había huido de los compromisos. Aquello habría sido la gota que habría colmado el vaso si Harper no hubiera estado ya hundida por ser la única soltera de su círculo de amistades.

–Eso es estupendo. Me alegro por ti –dijo forzando una sonrisa.

Quentin no se dio cuenta de su falta de sinceridad.

–Gracias –replicó sin percatarse de su cinismo–. Se llama Josie. Es maravillosa. Estoy deseando que la conozcas. Creo que os llevaríais muy bien.

Harper tuvo que morderse la lengua para evitar preguntarle a su ex por qué iba a tener interés en hacerse amiga de su prometida.

–Estoy segura.

–Y bien, Harper… –dijo Quentin, inclinándose hacia ella.

Su sonrisa arrogante la hizo ponerse tensa y el olor de su colonia le trajo recuerdos de noches que desearía olvidar.

–¿Te veré en la boda de Violet? He oído que va a ser el acontecimiento del año. No puedo creer que vaya a fletar un avión para llevar a todos los invitados a Dublín. ¡Y encima ha alquilado un castillo! Vaya locura. Tal vez debería haber salido con ella en vez de contigo.

Se rio y Harper apretó los puños.

–Por supuesto que voy a ir –contestó con una amplia sonrisa, tratando de disimular el nerviosismo que le provocaba el viaje–. Soy una de las damas de honor.

–¿Vas a ir sola?

¿Por qué daba por sentado que iba a ir sola? Hacía dos años que se habían separado. Al igual que él, ella también podía haber pasado página, aunque lo cierto era que no lo había hecho.

–No, no voy a ir sola. Voy a llevar a mi novio.

Nada más pronunciar aquellas palabras, se arrepintió. ¿Por qué había dicho eso? Solo con mencionar a su prometida le había hecho perder el norte. ¿Cómo iba a encontrar un novio a dos días del viaje?

Quentin entornó los ojos, incrédulo.

–¿De verdad? No sabía que estuvieras saliendo con alguien.

A Harper le sorprendió que le interesara.

–Me gusta ser discreta.

Después del espectáculo mediático de su ruptura, había aprendido otra lección. Habían tenido que pasar seis meses antes de plantearse volver a salir con alguien debido al trauma por el que había pasado.

–¿Y quién es el afortunado? ¿Lo conozco? Estoy deseando que me lo presentes en la boda.

Un nombre, necesitaba un nombre. Paseó la vista por la tienda y su mirada fue a posarse en Sebastian, que estaba estudiando unos mocasines en un estante cercano.

–Ahora mismo te lo presento. Sebastian, cariño, ¿puedes venir un momento? Me gustaría que conocieras a alguien.

Sebastian arqueó una ceja, mientras ella articulaba las palabras «por favor» en silencio.

–¿Sí, querida? –dijo volviendo a su lado.

–Sebastian, te presento a mi ex, Quentin Stuart. Te he hablado de él, ¿verdad? Le estaba contando que vamos a asistir a la boda de Violet y Aidan en Irlanda.

Quentin le tendió la mano a Sebastian.

–Encantado de conocerte, Sebastian…

–West, Sebastian West.

–¿Sebastian West, de BioTech?

–Sí, eso es.

Harper no conocía el nombre de aquella compañía, aunque tampoco sabía nada de Sebastian porque realmente no estaban saliendo. Recordaba vagamente una breve conversación durante una fiesta en la que le había contado que trabajaba en una empresa de material sanitario y que no solía salir muy a menudo. Se había imaginado que vendía sillas de ruedas, camas de hospital o cosas por el estilo. Quizá estaba equivocada. Quentin no desperdiciaba inteligencia recordando cosas que no le hubieran impresionado.

–Vaya, Harper, esta vez has cazado una buena pieza –comentó con una extraña expresión que enseguida desapareció–. Bueno, tengo que irme. He quedado con Josie y ya llego tarde. Os veré, tortolitos, en el avión a Dublín. Ya seguiremos hablando, Sebastian.

Harper se quedó mirando cómo Quentin salía de la tienda. Una vez se fue, hundió el rostro entre las manos. Estaba roja de vergüenza.

–Lo siento mucho –murmuró entre sus manos.

Sebastian la sorprendió riendo.

–¿Quieres contarme de qué ha ido todo eso?

Lo miró por entre sus dedos.

–Eh… Quentin es mi ex. Fue una ruptura desagradable, pero frecuentamos los mismos círculos sociales. Cuando me ha preguntado si iba a ir acompañada a una boda a la que ambos hemos sido invitados, le he contado que eras mi novio. Es una larga historia. No debería haberte metido en esto, pero me ha puesto en un aprieto y estabas justo ahí… –dijo y señaló el estante de los zapatos–. Soy una idiota.

–Lo dudo –dijo Sebastian, con un brillo divertido en los ojos.

–Sí, lo soy. Ahora lo he complicado todo porque iré a la boda sola y sabrá que he mentido. Él aparecerá con su prometida y yo me sentiré mil veces peor de lo que me siento ahora.

Debería haberle dicho que estaba soltera. ¿Qué mal hubiera hecho? Podía haberse limitado a contarle que tenía citas, pero que no quería sentar la cabeza. Tenía casi treinta años, aunque eso tampoco le agobiaba. De hecho, su trigésimo cumpleaños vendría acompañado de un cheque por veintiocho millones de dólares al que estaba deseando ponerle las manos encima.

–No te preocupes por lo que piense –dijo Sebastian–. Parece un imbécil.

–No se me da bien esto de los novios. Mi gusto por los hombres es cuestionable –admitió Harper–. Es preferible que me invente novios a que encuentre uno de verdad.

–Me alegro de poder ayudar. Bueno, espero que te vaya bien en la boda.

–Gracias.

Lo observó marcharse. Cuanto más lo veía alejarse, más pánico sentía. Una vez que saliera por la puerta, no tendría forma de volver a contactar con aquel hombre. No quería dejar que se fuera, por razones que todavía no podía comprender.

–¿Sebastian? –dijo alzando la voz.

Él se detuvo y se volvió.

–¿Sí?

–¿Qué te parecería viajar a Irlanda con todos los gastos pagados?

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Sebastian no supo qué decir. Nunca antes una mujer le había propuesto unas vacaciones. Lo cierto era que ninguna mujer le había propuesto nada. Era imposible porque siempre estaba en el laboratorio. La única mujer que siempre tenía cerca era su secretaria, Virginia, de cincuenta y tantos años y casada.

–Eh, ¿podrías repetírmelo?

Harper recorrió la distancia que los separaba contoneando las caderas y con una sonrisa de disculpa en los labios. Algunos de sus rasgos resultaban duros, como su mirada penetrante, sus pómulos prominentes y su nariz aguileña.

Suponía que un torbellino similar debía de haberse desatado en su interior para hacerle un ofrecimiento así a un completo desconocido. Estaba dispuesto a decirle que sí a casi cualquier cosa si seguía mirándolo de aquella manera.