El secreto mejor guardado - Jeffrey Archer - E-Book

El secreto mejor guardado E-Book

Jeffrey Archer

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Beschreibung

1945. La votación de la Cámara de los Lores para decidir quién hereda la fortuna familiar de los Barrington ha acabado en empate. El voto decisivo del Lord Canciller hará tambalearse las vidas de Harry Clifton y Giles Barrington. Harry regresa a América para promocionar su última novela, mientras que su amada Emma se embarca en la búsqueda de la niña que apareció en el despacho de su padre la noche en que éste fue asesinado. Cuando se convocan elecciones generales, Giles Barrington tendrá que defender su asiento en la Cámara de los Comunes, horrorizado al descubrir que los Conservadores han decidido ponerse en su contra. Sin embargo, será Sebastian Clifton, hijo de Harry y Emma, quien tenga la última palabra sobre el destino de su tío. En 1957, Sebastian obtiene una beca para estudiar en Cambridge. Así aparece en escena una nueva generación de la familia Clifton. Después de ser expulsado de la universidad, Sebastian se verá envuelto en una trama internacional de falsificaciones de arte que implica una estatua de Rodin cuyo valor es mucho mayor que la suma por la que se acaba vendiendo en subasta. ¿Se convertirá Sebastian en millonario? ¿Acabará sus estudios en Cambridge? ¿Está su vida en peligro? "Best kept secret" responde a todas estas preguntas, aunque, de nuevo, plantea muchas más.-

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Jeffrey Archer

El secreto mejor guardado

Translated by Pilar de la Peña

Saga

El secreto mejor guardado

 

Translated by Pilar de la Peña

 

Original title: Best Kept Secret

 

Original language: English

 

Copyright © 2013, 2021 Jeffrey Archer and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726491807

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Para Shabnam y Alexander

Mi sincero agradecimiento a las siguientes personas por sus valiosísimos consejos y su inestimable ayuda con la investigación: Simon Bainbridge, Robert Bowman, Eleanor Dryden, Alison Prince, Mari Roberts y Susan Watt.

LOS BARRINGTON

Sir Walter Barrington m.Mary Barrington

1866-1942

1874-1945

Phyllis

1875-

Andrew Harvey m. Leticia

1868-1945

1878-

Nicholas

1894-1918

Hugo m. Elizabeth Harvey

1896-1943

1900-

Giles

1920-

Emma

1921-

Grace

1923-

Jessica

1943-

LOS CLIFTON

Harold Tancock m. Vera Prescott

1871-1941

1876-

Ray

1895-1917

Albert

1896-1917

Stanley

1898-

Maisie m. Arthur Clifton

1901-

1898-1921

Elsie

1908-1910

Harry m. Emma Barrington

1920-

Sebastian

1940-

PRÓLOGO

El Big Ben dio las cuatro.

Aunque el Lord Canciller estaba exhausto, y agotado por lo acontecido esa noche, su cuerpo todavía bombeaba adrenalina de sobra para impedirle conciliar el sueño. Había garantizado a sus señorías que emitiría un veredicto en el caso de Barrington contra Clifton que dispondría cuál de los dos jóvenes debía heredar el ancestral título y las vastas propiedades familiares.

Sopesó de nuevo los hechos, convencido de que ellos, y solo ellos, habrían de determinar su sentencia.

Al iniciar las prácticas como abogado, hacía unos cuarenta años, su tutor le había aconsejado que rehuyera todo sentimiento o inclinación personales a la hora de juzgar al cliente o el caso que lo ocupara. Le había insistido en que la abogacía no era una profesión para pusilánimes ni románticos. Sin embargo, habiendo contemplado esa máxima durante cuatro decenios, el Lord Canciller debía reconocer que jamás se había topado con un caso de tan difícil solución. Ojalá aún viviera F. E. Smith para poder pedirle consejo.

Por un lado... ¡Cómo lo fastidiaban esas expresiones tan manidas! Por un lado, Harry Clifton había nacido tres semanas antes que su mejor amigo, Giles Barrington. Un hecho. Por otro, Giles Barrington era, incuestionablemente, hijo legítimo de sir Hugo Barrington y la esposa de este, Elizabeth. Un hecho. Pero eso no lo convertía en el primogénito de sir Hugo, y ese era el punto clave del testamento.

Por un lado, Maisie Tancock dio a luz a Harry el vigésimo octavo día del noveno mes posterior a su admitido devaneo con sir Hugo Barrington durante un viaje de trabajo de ambos a Weston-super-Mare. Un hecho. Por otro lado, Maisie Tancock estaba casada con Arthur Clifton cuando Harry nació y en la partida de nacimiento se señalaba de forma inequívoca a Arthur como padre de la criatura. Un hecho.

Por un lado... El Lord Canciller recordó lo acontecido en la cámara después de que sus miembros votaran por fin sobre si Harry Clifton debía heredar el título «y todo lo que conlleva». Le vinieron a la memoria las palabras exactas del apoderado al comunicar el resultado a una cámara atestada: «A favor, doscientos setenta y tres votos. En contra, doscientos setenta y tres votos».

Se había armado un alboroto en las bancadas tapizadas de rojo y el Lord Canciller se había hecho a la idea de que el empate lo pondría en la difícil tesitura de tener que decidir quién debía heredar el título de los Barrington, la renombrada naviera, las propiedades, las tierras y el resto de los bienes. Ojalá el futuro de aquellos dos jóvenes no hubiera dependido tanto de su decisión. ¿Debía dejarse influir por el hecho de que Giles Barrington deseara heredar el título y Harry Clifton no? No, no debía. Como lord Preston había señalado en su convincente discurso desde los bancos de la oposición, por práctico que resultara, sentaría un mal precedente.

Por otro lado, si no se pronunciaba a favor de Harry... Al final se quedó dormido. Lo despertó un suave golpeteo en la puerta a las siete de la mañana, una hora inusualmente tardía. Gruñó y, sin abrir siquiera los ojos, contó las campanadas del Big Ben. Apenas faltaban tres horas para que emitiera su veredicto y todavía no se había decidido. Gruñendo por segunda vez, plantó los pies en el suelo, se calzó las zapatillas y se dirigió al baño. Aun metido en la bañera, siguió devanándose los sesos.

Un hecho. Tanto Harry Clifton como Giles Barrington eran daltónicos, igual que sir Hugo. Un hecho. El daltonismo solo puede heredarse de la madre, así que no era más que una coincidencia y, como tal, debía descartarse.

Salió de la bañera, se secó y se puso una bata; luego abandonó el dormitorio y enfiló el pasillo de gruesas alfombras hasta llegar a su despacho, donde cogió una estilográfica, escribió Barrington y Clifton al principio de la página y, debajo, empezó a anotar los pros y los contras de cada uno. Cuando hubo llenado tres páginas con su excelente caligrafía, el Big Ben ya había dado las ocho. Pero él seguía indeciso.

Dejó la pluma en el escritorio y, a regañadientes, fue en busca de sustento.

A solas, desayunó en silencio. Ni siquiera echó un vistazo a los periódicos matinales, perfectamente dispuestos en el extremo contrario de la mesa, ni encendió la radio porque no quería que algún comentarista desinformado contaminara su criterio. La prensa seria pontificaba sobre el futuro de los principios fundamentales del derecho sucesorio en caso de que el Lord Canciller se pronunciara a favor de Harry, mientras que la prensa del corazón solo parecía interesada en si Emma podría casarse con el hombre al que amaba.

Cuando volvió al baño para lavarse los dientes, la balanza de la justicia aún no se había inclinado de ningún lado.

Justo después de que el Big Ben diera las nueve, volvió a meterse en el despacho y repasó sus anotaciones con la esperanza de que la balanza se inclinara por fin a uno u otro lado, pero se mantuvo en perfecto equilibrio. Se disponía a revisar las anotaciones una vez más cuando un toque en la puerta le recordó que, por poderoso que se creyera, todavía no era capaz de detener el tiempo. Suspiró hondo, arrancó las tres hojas del cuaderno, se levantó y continuó leyendo al tiempo que salía del despacho y recorría el pasillo. Al entrar en el dormitorio se encontró a East, su asistente personal, plantado a los pies de la cama, preparado para ejecutar el ritual de todas las mañanas.

East empezó por despojarlo con destreza de la bata de seda y continuó ayudándolo a ponerse una camisa blanca que aún estaba caliente de la plancha. Después, un cuello almidonado, seguido de un pañuelo de exquisito encaje. Mientras se enfundaba en unos pantalones negros, el Lord Canciller recordó que había engordado unos kilos desde que ocupara el cargo. East lo ayudó entonces a ponerse una toga negra y dorada y procedió a equiparle la cabeza y los pies. En la cabeza le plantó una aparatosa peluca, y el Lord Canciller se calzó unos zapatos de hebilla. Solo cuando East le colgó de los hombros la cadena de oro del cargo, que habían llevado anteriormente otros treinta y nueve lores cancilleres, dejó de parecer una dama de pantomima para transformarse en la mayor autoridad jurídica del territorio. Tras una mirada fugaz al espejo, se sintió preparado para salir a escena y representar su papel en el drama que los ocupaba. Lástima que aún no se supiera sus líneas.

La puntualidad con que el Lord Canciller entraba y salía de la torre norte del Palacio de Westminster habría impresionado a un sargento mayor. A las nueve cuarenta y siete llamaron a la puerta y su secretario, David Bartholomew, entró en la estancia.

―Buenos días, milord ―se aventuró a decir.

―Buenos días, señor Bartholomew ―contestó el Lord Canciller.

―Lamento comunicarle que lord Harvey falleció anoche en una ambulancia, camino del hospital.

Ambos sabían que aquello no era cierto. Lord Harvey, abuelo de Giles y Emma Barrington, se había derrumbado en la cámara, apenas unos minutos antes de que sonara la campana de la votación. No obstante, ambos aceptaban la antiquísima convención por la cual, si un miembro de la Cámara de los Lores o de la de los Comunes moría durante una sesión parlamentaria, debía iniciarse una investigación exhaustiva de las circunstancias de dicha muerte. Para evitar una farsa tan desagradable como innecesaria, «murió camino del hospital» era una fórmula aceptada en semejantes eventualidades. La costumbre databa de la época de Oliver Cromwell, en que se permitía a los miembros entrar en la cámara con espadas y el juego sucio era una explicación perfectamente válida cuando se producía una muerte.

Lo entristeció la muerte de lord Harvey, un colega al que apreciaba y admiraba. Aunque habría preferido que su secretario no le recordara uno de los hechos anotados con su exquisita caligrafía en la columna de Giles Barrington, a saber: que lord Harvey no había podido emitir su voto porque se había desplomado y que, de haberlo hecho, habría sido a favor de su nieto. Eso habría resuelto el asunto de una vez por todas y él habría podido dormir tranquilo esa noche. Ahora se esperaba que fuera él quien lo resolviera «de una vez por todas».

En la columna de Harry Clifton había anotado otro hecho: cuando se había presentado la apelación original ante el Tribunal Supremo hacía seis meses, los jueces habían votado cuatro a tres a favor de que Clifton heredara el título y, en palabras de la propia sentencia, «todo lo que conlleva».

Llamaron de nuevo a la puerta y apareció el caudatario, también vestido con atuendo de opereta victoriana, indicativo de que estaba a punto de dar comienzo la ancestral ceremonia.

―Buenos días, milord.

―Buenos días, señor Duncan.

En cuanto Duncan sostuvo el bajo de la toga negra del Lord Canciller, David Bartholomew se adelantó y abrió de un empujón la puerta de doble hoja del salón de gala para que pudiera iniciar el recorrido de siete minutos hasta la Cámara de los Lores.

Los diputados, los ayudantes acreditados y los funcionarios de la cámara que andaban ocupados en sus quehaceres cotidianos se apartaron en cuanto vieron venir al Lord Canciller, para garantizar que su trayecto hasta la cámara no se veía obstaculizado. A su paso, se inclinaban; no ante él, sino ante la soberanía que representaba. Avanzó por el pasillo alfombrado de rojo al mismo paso que lo había hecho todos los días durante los últimos seis años, con el fin de entrar en la cámara con la primera campanada del Big Ben al dar las diez de la mañana.

En un día normal, y aquel no lo era, cada vez que entraba en la cámara lo recibía un puñado de diputados que se alzaban educadamente de su bancos rojos, se inclinaban ante el Lord Canciller y permanecían en pie mientras el obispo de turno entonaba las oraciones matinales, tras las cuales podían abordarse los asuntos de la jornada.

Pero esa mañana no, porque mucho antes de llegar a la cámara pudo oír el murmullo de un parloteo. Hasta al Lord Canciller le sorprendió lo que encontró al entrar en la cámara de sus señorías. Los bancos estaban tan abarrotados que, como no encontraban sitio, algunos diputados habían migrado a los escalones de delante de la presidencia y otros se encontraban de pie junto a la barandilla que impedía el acceso a la cámara a personas ajenas al parlamento. Solo recordaba otra ocasión en que la cámara se llenaba así: cuando Su Majestad pronunciaba el discurso por el que comunicaba a los miembros de ambas cámaras las leyes que su gobierno se proponía promulgar durante la siguiente sesión parlamentaria.

En el instante en que el Lord Canciller entró en la cámara, sus señorías guardaron silencio, se levantaron al unísono y le hicieron una reverencia cuando ocupó su lugar delante del llamado «saco de lana», el asiento del presidente de la cámara.

El funcionario más poderoso del reino miró despacio por toda la cámara y se topó con un millar de ojos impacientes. Los suyos se posaron por fin en los tres jóvenes sentados al fondo de la cámara, justo por encima de él, en la tribuna de las visitas distinguidas. Giles Barrington, su hermana Emma y Harry Clifton vestían de luto por respeto a su querido abuelo, que en el caso de Harry era además un mecenas y un amigo querido. El Lord Canciller se compadeció de los tres, consciente de que el veredicto que estaba a punto de pronunciar les cambiaría la vida por completo. Confiaba en que para mejor.

Cuando el reverendísimo Peter Watts, obispo de Brístol («¡Qué casualidad!», se dijo el Lord Canciller) abrió el devocionario, sus señorías agacharon la cabeza y no volvieron a levantarla hasta que hubo pronunciado las palabras: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

La concurrencia tomó asiento de nuevo y solo quedó en pie el Lord Canciller. Una vez instaladas, sus señorías se acomodaron para esperar el veredicto.

―Milores ―empezó―, no voy a fingir que la decisión que me han encomendado ha sido fácil. Al contrario, confieso que ha sido una de las más difíciles que he tenido que tomar durante mi dilatada trayectoria como jurista. Pero, como bien decía Tomás Moro, cuando se viste esta toga, se ha de estar dispuesto a tomar decisiones que rara vez complacen a todos. Y ciertamente, milores, en tres de esas ocasiones pasadas, tras emitir su veredicto, el Lord Canciller fue decapitado sin demora. ―Las risas que siguieron diluyeron momentáneamente la tensión―. No obstante, es mi deber recordar ―prosiguió cuando se extinguieron las carcajadas― que solo respondo ante el Todopoderoso. Con eso en mente, milores, en el caso de Barrington contra Clifton, respecto a quién debería suceder a sir Hugo Barrington como legítimo heredero y ser destinatario del título familiar, de las tierras y de todo lo que conlleva... ―Volvió a levantar la vista a la tribuna y titubeó. Sus ojos se posaron en los tres jóvenes inocentes, que aún lo miraban fijamente―. Habiendo considerado todos los hechos, me pronuncio a favor de... Giles Barrington.

Estalló de inmediato un murmullo de voces. Los periodistas abandonaron rápidamente la tribuna de prensa para informar a sus editores de la sentencia del Lord Canciller, según la cual, la línea de sucesión permanecía intacta y Harry Clifton ya podía pedirle a Emma Barrington que fuera su legítima esposa, mientras el público de la tribuna de las visitas se asomaba por la barandilla para espiar las reacciones de sus señorías ante la sentencia. Pero aquello no era un partido de fútbol y él no era un árbitro. No haría falta un toque de silbato porque cada una de sus señorías aceptaría y acataría la sentencia del Lord Canciller sin objeciones ni disputas. Mientras esperaba a que el clamor remitiera, volvió a levantar la vista a las tres personas más afectadas por su decisión para ver cómo se lo habían tomado. Harry, Emma y Giles seguían mirándolo impasibles, como si aún no hubieran constatado la verdadera trascendencia de su veredicto.

Tras meses de incertidumbre, Giles experimentó un alivio instantáneo, aunque la muerte de su queridísimo abuelo anuló cualquier sentimiento de victoria.

Harry, que cogía con fuerza la mano de Emma, solo pensaba en una cosa: ya podía casarse con la mujer a la que amaba.

Emma estaba indecisa. A fin de cuentas, aquel veredicto les iba a generar un montón de problemas adicionales que tendrían que resolver ellos.

Su Señoría abrió la carpeta de borlas doradas y estudió la agenda del día. El segundo punto era un debate sobre la propuesta de crear un Servicio Nacional de Salud. Varios miembros abandonaron la cámara con disimulo cuando esta recuperó su actividad normal.

El Lord Canciller jamás le confesaría a nadie, ni siquiera a su confidente más próximo, que había cambiado de opinión en el último momento.

HARRY CLIFTON Y EMMA BARRINGTON 1945-1951

1

«Por tanto, si alguno de los presentes conoce alguna razón por la que estas dos personas no deban unirse en santo matrimonio, que hable ahora o calle para siempre».

Harry Clifton jamás olvidaría la primera vez que había oído aquellas palabras, ni que instantes después su vida entera se había ido al garete. En una reunión celebrada precipitadamente en la sacristía, el Viejo Jack, que, como George Washington, no sabía mentir, había desvelado que quizá Emma Barrington, la mujer a la que Harry adoraba y que estaba a punto de convertirse en su esposa, fuera su hermanastra.

Se había desatado un verdadero infierno cuando la madre de Harry había reconocido que, en una ocasión y solo en una, había mantenido relaciones con el padre de Emma, Hugo Barrington, por lo que existía una posibilidad de que Emma y él fueran hijos del mismo padre.

En la época de su devaneo con Hugo Barrington, Maisie, la madre de Harry, había estado saliendo con Arthur Clifton, un trabajador de Barrington’s Shipyard, la naviera familiar y, aunque había contraído matrimonio con Arthur poco después, el cura se negaba a casar a Harry y a Emma mientras existiera una posibilidad de que el enlace contraviniera los antiguos mandamientos de la Iglesia sobre consanguinidad.

Hugo, el padre de Emma, no había tardado en escabullirse del templo por la puerta de atrás, como el cobarde que abandona el campo de batalla. Emma y su madre se habían ido a Escocia y Harry, desolado, se había quedado en el campus de Oxford sin saber qué hacer. Adolf Hitler había decidido por él.

Harry dejó la universidad unos días después y cambió su toga por un uniforme de marinero, pero llevaba menos de dos semanas sirviendo en la Marina cuando un torpedo alemán barrenó el buque en el que viajaba y su nombre apareció en la lista de desaparecidos en servicio.

«¿Aceptas a esta mujer como legítima esposa y prometes serle fiel hasta que la muerte os separe?».

«Sí, la acepto».

Cuando cesaron las hostilidades y Harry volvió del campo de batalla, marcado por las cicatrices de la gloria, se enteró de que Emma había dado a luz al hijo de ambos, Sebastian Arthur Clifton, pero hasta que no se hubo recuperado por completo, no supo que Hugo Barrington había sido asesinado en terribles circunstancias y había dejado a los suyos otro problema, tan devastador para Harry como no poder casarse con la mujer a la que amaba.

Harry nunca había dado importancia al hecho de ser unas semanas mayor que Giles Barrington, el hermano de Emma y su mejor amigo, hasta que se enteró de que podría ser el heredero legítimo del título familiar, de vastas propiedades, de numerosas posesiones y, como decía el testamento, «de todo lo que conlleva». Enseguida dejó claro que no tenía interés alguno en la herencia de los Barrington y que estaba dispuesto a renunciar, en favor de Giles, a cualquier primogenitura que pudiera atribuírsele. El Rey de Armas de la Jarretera, máxima autoridad heráldica del reino, parecía dispuesto a aceptar el acuerdo, y todo se habría resuelto de buena fe si lord Preston, un laborista sin cargo oficial en la cámara alta, no se hubiera propuesto defender el derecho de Harry al título sin consultárselo siquiera.

―Es una cuestión de principio ―respondía lord Preston a todo aquel corresponsal parlamentario que le preguntaba.

«¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo, para vivir con él en santo matrimonio conforme a los mandatos de Dios?».

«Sí, lo acepto».

Aun estando oficialmente enfrentados ante la máxima autoridad jurídica del reino y en las portadas de toda la prensa nacional, Harry y Giles habían seguido siendo inseparables durante todo el episodio, y se habrían alegrado de la decisión del Lord Canciller si el abuelo de Emma y Giles, lord Harvey, hubiera podido ocupar su sitio en la primera bancada para oír el veredicto, pero él jamás supo de su triunfo. La nación seguía dividida por el resultado, mientras las dos familias debían recoger los platos rotos.

La otra consecuencia de la sentencia del Lord Canciller fue, como la prensa se apresuró a indicar a sus voraces lectores, que el más alto tribunal había decretado que Harry y Emma no estaban emparentados por consanguinidad y, por tanto, él podía proponerle que fuera su legítima esposa.

«Con este anillo yo te desposo, con mi cuerpo te honro y te hago partícipe de todos mis bienes».

No obstante, tanto Harry como Emma sabían que una decisión tomada por un hombre no probaba más allá de la duda razonable que Hugo Barrington no fuera el padre de Harry, y como cristianos practicantes, les preocupaba estar incumpliendo la ley de Dios.

El amor que sentían el uno por el otro no había mermado un ápice ante las dificultades. En todo caso, se había hecho más fuerte y, con el aliento de su madre, Elizabeth, y la bendición de la madre de Harry, Maisie, Emma había aceptado la proposición de matrimonio. Solo la entristecía que ninguna de las abuelas hubiera vivido para asistir a la ceremonia.

Las nupcias no se celebraron en Oxford, como estaba previsto inicialmente, con toda la pompa y la circunstancia de una boda universitaria y el fulgor publicitario que la habría acompañado, sino que fue una ceremonia sencilla en el registro civil de Brístol a la que solo asistieron la familia y unos cuantos amigos íntimos.

Quizá la decisión más triste que la pareja tomó a regañadientes fue que Sebastian Arthur Clifton fuera su único hijo.

2

Harry y Emma se fueron a Escocia a pasar su luna de miel en el Castillo de Mulgelrie, el hogar ancestral de lord y lady Harvey, los difuntos abuelos de Emma, dejando a Sebastian al cuidado de Elizabeth.

El castillo les trajo muchos recuerdos felices de unas vacaciones que habían pasado allí justo antes de que Harry se marchara a Oxford. Deambulaban por las colinas todo el día y rara vez regresaban antes de que el sol se ocultara tras el pico más alto. Después de cenar (habiendo recordado la cocinera que al señor Clifton le gustaba tomar tres tazas de caldo), se sentaban junto a un fuego de leños crepitantes y leían a Evelyn Waugh, a Graham Greene y al favorito de Harry, P. G. Wodehouse.

Al cabo de dos semanas, durante las que se toparon con más cabras que humanos, emprendieron, muy a su pesar, el largo viaje de regreso a Brístol. Llegaron a la Mansión ansiando una vida tranquila, pero no quiso el destino que fuera así.

Elizabeth les confesó que estaba deseando librarse de Sebastian: el niño había llorado por las noches más de lo esperado, les dijo mientras Cleopatra, su gata siamesa, saltaba al regazo de su ama y se dormía de inmediato.

―¡Menos mal que habéis vuelto!―añadió―. No he conseguido terminar el crucigrama de The Times ni una sola vez en los últimos quince días.

Harry agradeció a su suegra su comprensión y Emma y él se llevaron a su pequeño hiperactivo de cinco años de vuelta a Barrington Hall.

 

Antes de que Harry y Emma se casaran, Giles les había insistido en que consideraran Barrington Hall su hogar, dado que él casi siempre estaba en Londres atendiendo sus obligaciones de diputado laborista. Con su biblioteca de mil volúmenes, sus inmensos jardines y sus amplios establos, era ideal para ellos. Allí Harry podía escribir en paz sus novelas del detective William Warwick, mientras Emma montaba a diario y Sebastian jugaba por la espaciosa finca y se presentaba a tomar el té acompañado de extraños animales.

Los viernes por la noche, Giles se acercaba a Brístol y cenaba con ellos. El sábado por la mañana organizaba una tertulia con sus votantes y después iba al club de estibadores a tomarse un par de pintas con su agente, Griff Haskins. Por la tarde, Griff y él se reunían con diez mil de sus votantes en el Eastville Stadium para ver perder a los Bristol Rovers más veces de las que ganaban. Giles nunca reconoció, ni siquiera ante su agente, que habría preferido pasar las tardes de sábado viendo jugar al rugby a su equipo, pero de haberlo hecho, Griff le habría recordado que el público del Memorial Ground rara vez superaba las dos mil personas y la mayoría votaba al Partido Conservador.

Los domingos por la mañana se lo podía ver arrodillado en Santa María Redcliffe, al lado de su hermana y su cuñado. Harry suponía que aquella no era más que otra obligación electoral, porque, de niños, Giles siempre había buscado excusas para evitar la capilla. Pero nadie podía negar que su amigo se estaba granjeando rápidamente la reputación de político esforzado y concienzudo.

Y entonces, de repente, las visitas de fin de semana empezaron a disminuir. Siempre que Emma le sacaba el tema, su hermano mascullaba algo sobre obligaciones parlamentarias. A Harry no lo convencía y confiaba en que el prolongado abandono de sus votantes por parte de su cuñado no terminara devorando su escasa ventaja en las siguientes elecciones.

Un viernes por la noche descubrieron la verdadera razón por la que Giles había estado ocupado en otros menesteres los últimos meses.

Llamó por teléfono a Emma a principios de semana para comunicarle que bajaría a Brístol el fin de semana y llegaría a tiempo para la cena del viernes. Lo que no le dijo fue que iría acompañado.

A Emma solían gustarle las novias de Giles, que siempre eran atractivas, a menudo algo ligeras de cascos y lo adoraban sin excepción, aunque no le duraran lo bastante para que ella llegara a conocerlas. Pero no iba a ser el caso esa vez.

Cuando Giles le presentó a Virginia el viernes por la noche, Emma se preguntó qué podía ver su hermano en aquella mujer. Reconocía que era guapa y estaba bien relacionada. De hecho, antes de que se sentaran a cenar, Virginia tuvo tiempo para recalcar en más de una ocasión que había sido Debutante del Año (en 1934) y hasta tres veces que era hija del conde de Fenwick.

Emma habría hecho la vista gorda creyéndolo fruto de los nervios si Virginia no se hubiera pasado la cena picoteando su comida y susurrándole a Giles, en un tono que debía de saber perfectamente audible, lo difícil que tenía que ser encontrar personal doméstico decente en Gloucestershire. Para sorpresa de Emma, Giles se limitó a sonreír ante semejantes observaciones, sin discrepar con ella ni una sola vez. Estaba a punto de decir algo que sabía que terminaría lamentando cuando Virginia anunció que el día había sido agotador y deseaba retirarse.

En cuanto la invitada se levantó y se fue, con Giles pisándole los talones, Emma pasó al salón, se sirvió un whisky grande y se dejó caer en el sillón más próximo.

―Dios sabe lo que pensará mi madre de esa lady Virginia.

Harry sonrió.

―Dará igual lo que piense Elizabeth, porque me parece que Virginia va a durar tanto como casi todas las novias de Giles.

―Yo no estoy tan segura ―dijo Emma―. Pero lo que me tiene perpleja es su interés por Giles, porque es obvio que no está enamorada de él.

 

Cuando Giles y Virginia regresaron a Londres el domingo por la tarde después de comer, Emma, angustiada por un problema mucho más acuciante, se olvidó enseguida de la hija del conde de Fenwick. Habían vuelto a quedarse sin niñera: para la última, encontrarse un erizo en la cama había sido el colmo. Harry sintió un poco de lástima por la pobre mujer.

―Que sea hijo único tampoco ayuda mucho... ―dijo Emma cuando consiguió que por fin el niño se durmiera esa noche―. No debe de ser divertido no tener con quien jugar.

―A mí nunca me preocupó ―contestó Harry sin levantar la vista del libro.

―Tu madre me ha contado que de niño eras un trasto, hasta que fuiste a San Veda. Además, a su edad, tú pasabas más tiempo en los muelles que en casa.

―Bueno, pronto empezará a ir a San Veda.

―¿Y qué hago mientras? ¿Lo dejo en los muelles por las mañanas?

―No es mala idea.

―Hablo en serio, cariño. De no ser por el Viejo Jack, aún estarías allí.

―Cierto ―dijo Harry, brindando por el gran hombre―. Pero ¿qué vamos a hacer si no?

Emma tardó tanto en contestar que Harry pensó que se había quedado dormida.

―A lo mejor ha llegado el momento de que tengamos otro hijo.

A Harry lo pilló tan por sorpresa que cerró el libro y miró fijamente a su mujer, dudando de si la habría oído bien.

―Pero ¿no habíamos quedado en que...?

―Sí. Y sigo pensando igual, pero aún nos queda la adopción.

―¿A qué viene esto ahora, cariño?

―No dejo de pensar en la niña que encontraron en el despacho de mi padre la noche en que murió ―Aún no era capaz de decir «lo asesinaron»―, ni en la posibilidad de que fuera hija suya.

―Pero no hay pruebas de eso. Además, a saber dónde andará, después de tanto tiempo.

―Yo pensaba pedirle consejo a un famoso escritor de novelas policíacas.

Harry meditó sus palabras.

―William Warwick seguramente te aconsejaría que localizaras a Derek Mitchell —dijo al fin.

―Pero, como recordarás, Mitchell trabajaba para mi padre y no se portó muy bien con nosotros precisamente.

―Cierto ―dijo Harry―, y por eso mismo le pediría consejo a él. A fin de cuentas, es el único que sabe cuántos esqueletos hay en el armario.

 

Quedaron en verse en el Grand Hotel. Emma llegó unos minutos antes y se instaló en un rincón del salón donde nadie pudiera oírlos. Mientras esperaba, repasó las preguntas que pensaba hacerle.

El señor Mitchell entró en el salón cuando el reloj daba las cuatro. Aunque había engordado un poco desde la última vez que lo había visto y tenía el pelo más canoso, su inconfundible cojera seguía siendo su tarjeta de visita. Lo primero que pensó fue que más que un detective privado parecía un banquero. Obviamente la reconoció, porque fue directo hacia ella.

―Me alegra volver a verla, señora Clifton ―se aventuró a decir.

―Siéntese, por favor ―le pidió Emma, preguntándose si estaría tan nervioso como ella. Decidió ir al grano―. Quería verlo, señor Mitchell, porque necesito la ayuda de un detective privado. ―Mitchell se revolvió en el asiento―. La última vez que coincidimos le prometí que liquidaría la deuda que mi padre aún tenía con usted.

Aquello había sido sugerencia de Harry, que pensaba que, de ese modo, Mitchell vería que de verdad quería contratarlo. Emma abrió el bolso, sacó un sobre y se lo entregó.

―Gracias ―dijo Mitchel, visiblemente sorprendido.

Emma prosiguió.

―Como recordará, la última vez que nos vimos hablamos de la criatura que encontraron en un cesto de mimbre en el despacho de mi padre. El comisario Blakemore, responsable del caso, le dijo a mi marido que las autoridades locales se habían hecho cargo de la pequeña.

―Sería lo normal, siempre que nadie la reclamara.

―Sí, eso ya lo he descubierto y ayer sin ir más lejos hablé con el responsable de ese departamento en el consistorio, pero se negó a facilitarme detalles del posible paradero de la pequeña.

―Lo determinaría el juez de instrucción tras las pesquisas judiciales, para proteger a la niña de los periodistas curiosos, pero eso no significa que no haya formas de averiguar dónde está.

―Me alegra saberlo... ―Titubeó―. Pero antes de explorar esa vía, necesito tener la certeza de que la pequeña era hija de mi padre.

―Se lo aseguro, señora Clifton: de eso no hay la menor duda.

―¿Cómo puede estar tan convencido?

―Podría proporcionarle los pormenores, pero quizá la incomoden.

―Dudo que nada que usted puede contarme sobre mi padre vaya a sorprenderme, señor Mitchell.

El detective guardó silencio unos minutos.

―Ya sabe que, mientras trabajaba para sir Hugo, su padre se mudó a Londres ―dijo al fin.

―Más bien huyó de mi boda.

Mitchell no hizo comentarios.

―Aproximadamente un año después, empezó a vivir con una tal Olga Piotrovska en Lowndes Square.

―¿Y cómo podía permitírselo si mi abuelo lo había dejado sin blanca?

―No podía. Hablando en plata, no solo vivía con la señorita Piotrovska: vivía de ella.

―¿Qué sabe de esa mujer?

―Mucho. Era polaca de nacimiento y escapó de Varsovia en 1941, poco después de que arrestaran a sus padres.

―¿Por qué delito?

―El de ser judíos ―contestó el otro sin inmutarse―. Ella logró cruzar la frontera con algunas posesiones familiares y llegar a Londres, donde alquiló un piso en Lowndes Square. Poco después conoció a su padre en un cóctel organizado por un amigo común. Él la cortejó unas semanas y después se mudó a su apartamento, dándole su palabra de que se casarían en cuanto consiguiera el divorcio.

―Le he dicho que nada iba a sorprenderme. Me equivocaba.

―La cosa no termina ahí. Cuando falleció su abuelo, sir Hugo dejó de inmediato a la señorita Piotrovska y volvió a Brístol para reclamar su herencia y ocupar la presidencia del consejo de administración de la naviera de los Barrington, previo robo de las joyas y varias pinturas de valor de la señorita Piotrovska.

―Si eso es cierto, ¿por qué no lo detuvieron?

―Lo detuvieron ―la corrigió Mitchell― y estaban a punto de acusarlo cuando su socio, Toby Dunstable, que lo había delatado, se suicidó en su celda la víspera del juicio. ―Emma agachó la cabeza―. ¿Prefiere que no continúe, señora Clifton?

―No ―contestó ella, mirándolo a los ojos―. Necesito saberlo todo.

―Aunque su padre no estaba al tanto cuando volvió a Brístol, la señorita Piotrovska estaba embarazada y dio a luz a una pequeña que, en su partida de nacimiento, figura como Jessica Piotrovska.

―¿Cómo sabe eso?

―Porque la señorita Piotrovska me contrató cuando su padre dejó pagarme. Paradójicamente, ella se quedó sin dinero a la vez que su padre heredaba una fortuna. Por eso fue a Brístol con Jessica. Quería que sir Hugo supiera que tenía otra hija, pues consideraba que era responsabilidad suya criar a la niña.

―Y ahora es responsabilidad mía ―dijo Emma en voz baja e hizo una pausa―, pero no sé por dónde empezar a buscarla y confiaba en que usted pudiera ayudarme.

―Haré lo que pueda, señora Clifton, pero después de tanto tiempo, no será fácil. Si averiguo algo, será la primera en saberlo ―añadió el detective mientras se levantaba de su asiento.

Al verlo alejarse cojeando, Emma se sintió un poco culpable. Ni siquiera lo había invitado a un té.

 

Emma estaba deseando llegar a casa para hablarle a Harry de su encuentro con Mitchell. Cuando irrumpió en la biblioteca de Barrington Hall, él estaba colgando el teléfono.

―Tú primero ―le dijo al verlo tan sonriente.

―Mis editores estadounidenses quieren que haga una gira por el país cuando lancen la nueva novela el mes que viene.

―¡Qué gran noticia, cariño! Por fin podrás conocer a la tía abuela Phyllis... y al primo Alistair.

―Lo estoy deseando.

―¡No te burles, bobo!

―No me burlo, porque mis editores me han propuesto que vengas conmigo, así que tú también podrás verlos.

―Me encantaría acompañarte, cariño, pero ahora es muy mal momento. La niñera Ryan ha hecho las maletas y, ¡qué bochorno!, la agencia nos ha borrado de su lista de clientes.

―Igual puedo convencer a la editorial para que nos dejen llevarnos a Seb.

―Con lo que al final nos deportarían a todos ―repuso Emma―. No, ya me quedo yo con el niño mientras tú reconquistas las colonias.

Harry la estrechó en sus brazos.

―¡Qué pena! Me había hecho ilusiones de una segunda luna de miel. Por cierto, ¿qué tal con Mitchell?

 

Harry estaba en un almuerzo literario en Edimburgo cuando Derek Mitchell llamó a Emma.

―Creo que tengo una pista ―dijo, sin presentarse―. ¿Cuándo podemos vernos?

―¿Mañana a las diez en el mismo sitio?

Apenas había colgado cuando sonó de nuevo el aparato. Al cogerlo, descubrió que era su hermana la que llamaba.

―¡Qué alegría, Grace! Aunque, conociéndote, seguro que llamas por un buen motivo.

―Algunos trabajamos todo el día ―le recordó Grace―. Pero sí. Te llamo porque anoche fui a una conferencia del profesor Cyrus Feldman.

―¿El ganador de dos Pulitzer? ―dijo Emma, confiando en impresionar a su hermana―. De la Universidad de Stanford, ¿no?

―Me dejas impresionada ―replicó Grace―. El caso es que te habría encantado la charla que dio.

―Si no recuerdo mal, es economista, ¿no? ―dijo Emma, esperando no meter la pata―. No es lo mío.

―Ni lo mío, menos cuando habló de transporte...

―Uy, suena apasionante.

―Lo fue ―respondió Grace, ignorando su sarcasmo―, sobre todo cuando aludió al futuro de las navieras, ahora que la British Overseas Airways Corporation tiene previsto poner en marcha un servicio aéreo regular de Londres a Nueva York.

Emma entendió de pronto por qué la había llamado su hermana.

―¿Alguna posibilidad de hacerse con una transcripción de la conferencia?

―Tienes una opción mejor. Su siguiente escala es Brístol, así que puedes oírla en persona.

―Igual puedo charlar un rato con él después de la conferencia. ¡Se me ocurren tantas cosas que preguntarle! ―dijo Emma.

―Perfecto; pero si vas, recuerda una cosa: aunque es uno de esos hombres raros con más cerebro que pelotas, va por la cuarta mujer y anoche no se la vio por allí.

Emma rio.

―Eres muy bruta, hermana, pero gracias por el consejo.

 

A la mañana siguiente, Harry cogió el tren de Edimburgo a Manchester y, después de dirigirse a un pequeño grupo de personas en la biblioteca municipal, accedió a responder a sus preguntas.

La primera le llegó inevitablemente de un periodista. Rara vez se anunciaban y parecían tener poco o ningún interés en su última novela. Ese día le tocaba al Manchester Guardian.

―¿Cómo está la señora Clifton?

―Bien, gracias ―contestó Harry con cautela.

―¿Es cierto que están viviendo en la misma casa que sir Giles Barrington?

―Es una casa muy grande.

―¿Está resentido con sir Giles porque él se ha llevado todo el patrimonio de su padre y usted nada?

―En absoluto. Tengo a Emma, que es lo único que quería de verdad.

Eso pareció silenciar al periodista un instante, lo que concedió a otra persona del público la oportunidad de intervenir.

―¿Cuándo reemplazará William Warwick al comisario Davenport?

―En la próxima novela, no, se lo aseguro ―dijo Harry con una sonrisa.

―¿Es cierto, señor Clifton, que ha perdido siete niñeras en menos de tres años?

Era evidente que en Manchester había más de un periódico.

Ya en el coche, camino de la estación, Harry empezó a quejarse de la prensa, pero su agente local le hizo ver que toda aquella publicidad no le iba mal a sus ventas, aunque Harry sabía que a Emma le preocupaba la inagotable atención de los periodistas y el daño que pudiera hacerle a Sebastian cuando comenzara a ir al colegio.

―Los niños pueden ser muy crueles ―le había recordado ella.

―Bueno, al menos no lo zurrarán por lamer el cuenco de gachas ―había contestado Harry.

 

Aunque Emma se adelantó unos minutos, Mitchell ya estaba sentado en el reservado cuando ella entró en el salón del hotel. Se levantó nada más verla.

―¿Le apetece un té, señor Mitchell? ―fue lo primero que dijo, incluso antes de sentarse.

―No, gracias, señora Clifton. ―Mitchell, que no era de los que se andan con rodeos, volvió a sentarse y abrió su libreta―. Parece ser que las autoridades locales han dejado a Jessica Smith...

―¿Smith? ―lo interrumpió Emma―. ¿Por qué no Piotrovska, o incluso Barrington?

―Demasiado fácil de localizar, supongo yo, y sospecho que el juez de instrucción insistió en el anonimato tras las pesquisas judiciales. Las autoridades locales han enviado a la señorita J. Smith al centro de acogida del doctor Barnardo en Bridgwater.

―¿Por qué en Bridgwater?

―Sería el centro más próximo con plazas libres en ese momento.

―¿La niña sigue ahí?

―Por lo que he podido saber, sí. Pero acabo de descubrir que el centro tiene previsto enviar a varias de las niñas a Australia.

―¿Y por qué iban a hacer algo así?

―La política de inmigración australiana prevé una contribución de diez libras para el traslado de jóvenes a su país y les interesan sobre todo las niñas.

―Lo lógico sería que les interesaran más los niños.

―Por lo visto ya tienen bastantes ―repuso Mitchell, exhibiendo una sonrisa inusual en él.

―Entonces, más vale que vayamos a Bridgwater cuanto antes.

―No se precipite, señora Clifton. Si muestra demasiado entusiasmo, atarán cabos, sabrán por qué le interesa tanto la señorita J. Smith y decidirán que no son ustedes unos padres adoptivos adecuados.

―Pero ¿qué podrían alegar para negarnos la adopción?

―Su apellido, para empezar. Por no hablar de que el señor Clifton y usted tuvieron a su hijo sin estar casados.

―¿Y qué recomienda, entonces? ―preguntó Emma en voz baja.

―Presente una solicitud por la vía ordinaria. No se muestre impaciente y deje que piensen que son ellos quienes deciden.

―Pero ¿cómo sabemos que no nos rechazarán de todas formas?

―Tendrá que empujarlos en la dirección correcta, ¿no le parece, señora Clifton?

―¿Qué insinúa?

―Al rellenar la solicitud, les pedirán que detallen sus preferencias. Así ahorran tiempo y evitan complicaciones. Si indican que buscan una niña de unos cinco o seis años porque ya tienen un hijo un poco mayor, acotarán sus posibilidades.

―¿Alguna otra sugerencia?

―Sí ―contestó Mitchell―. En el apartado Religión , marque la casilla sin preferencias.

―¿Y eso por qué?

―Porque en la partida de nacimiento de la señorita Jessica Smith se especifica que es hija de madre judía y padre desconocido.

3

―¿Cómo ha podido conseguir un inglesito la Estrella de Plata? ―preguntó el funcionario de inmigración de Idlewild mientras estudiaba el visado de entrada de Harry.

―Es largo de contar ―dijo Harry, no creyendo prudente mencionar que la última vez que había puesto un pie en Nueva York lo habían detenido por asesinato.

―Disfrute de su estancia en Estados Unidos ―terció el funcionario, y le estrechó la mano.

―Gracias ―contestó Harry y, disimulando su sorpresa, pasó el control y siguió las indicaciones hasta la zona de recogida de equipajes.

Mientras esperaba a que apareciera su maleta, repasó una vez más sus instrucciones de llegada. Lo recibiría el publicista jefe de la editorial Viking, que lo acompañaría a su hotel y le informaría de su agenda. Cuando visitaba alguna ciudad en su país, siempre lo acompañaba el comercial de la zona, así que ignoraba qué sería un «publicista».

Tras recoger su obsoleto baúl, se dirigió a la aduana. Un agente le pidió que abriera el maletón, lo inspeccionó someramente, trazó con tiza una cruz grande en un lado y le dejó continuar. Harry pasó por debajo de un rótulo enorme en forma de arco que rezaba «Bienvenido a Nueva York» sobre una fotografía del sonriente alcalde, William O’Dwyer.

En cuanto salió al vestíbulo de llegadas se topó con una fila de chóferes uniformados que sostenían en alto cartulinas con nombres. Buscó la suya y, cuando la vio, sonrió al conductor.

―Ese soy yo ―le dijo.

―Encantado de conocerlo, señor Clifton. Yo soy Charlie. ―Levantó el baúl de Harry como si fuera un maletín―. Y esta es su publicista, Natalie.

Al volverse, Harry vio a una joven que en sus instrucciones constaba solo como «N. Redwood». Era casi tan alta como él, de pelo rubio cortado a la moda, ojos azules y unos dientes blanquísimos y perfectos que Harry solo había visto en los anuncios de dentífrico de las vallas publicitarias. Para remate, aquella cabeza descansaba sobre una figura de curvas ideales. Harry jamás se había topado con nada igual en su Gran Bretaña de posguerra y cartillas de racionamiento.

―Un placer, señorita Redwood ―le dijo, estrechándole la mano.

―Lo mismo digo, Harry ―respondió ella―. Llámeme Natalie ―añadió mientras salían de la terminal detrás de Charlie―. Soy muy fan de su trabajo. Me encanta William Warwick y estoy convencida de que su nueva novela será otro éxito.

Ya en la calle, Charlie abrió la puerta trasera de la inmensa limusina y Harry se apartó para que Natalie subiera primero.

―Ay, me chiflan los ingleses ―dijo ella al tiempo que él se instalaba a su lado y la limusina se incorporaba al denso tráfico y avanzaba despacio hacia el centro―. Primero vamos a su hotel. Le he reservado una suite en la undécima planta del Pierre. Le he dejado tiempo de sobra en la agenda para que descanse un poco antes de almorzar en el Harvard Club con el señor Guinzburg, que, por cierto, está deseando conocerlo.

―Y yo a él ―dijo Harry―. Ha publicado mis diarios carcelarios y mi primera novela de William Warwick, y le estoy muy agradecido.

―Además, ha invertido mucho tiempo y dinero en asegurarse de que Mínimo riesgo entra en las listas de superventas y me ha pedido que le informe de cómo tenemos pensado hacerlo.

―Por favor ―la instó Harry mientras disfrutaba por la ventanilla de un paisaje urbano que había visto por última vez desde un autobús amarillo que no lo llevaba a una suite del Pierre Hotel, sino a un centro penitenciario.

Se notó una mano en el muslo.

―Hay mucho que repasar antes de su almuerzo con el señor Guinzburg. ―Natalie le entregó una gruesa carpeta azul―. Permítame que empiece por explicarle de qué forma nos proponemos meter su libro en la lista de superventas, porque es muy distinto de cómo lo hacen en Inglaterra. ―Harry abrió la carpeta y procuró centrarse. Jamás se había sentado al lado de una mujer a la que le quedara tan bien un vestido―. Aquí ―prosiguió ella― solo dispone de tres semanas para asegurarse de que la novela entra en la lista del New York Times. Si en ese tiempo no consigue situarse entre las quince primeras, las librerías empaquetarán sus existencias de Mínimo riesgo y las devolverán a la editorial.

―¡Qué disparate! ―exclamó Harry―. En Inglaterra, cuando un librero hace un pedido, en lo que respecta a la editorial, el libro está vendido.

―¿No ofrecen a las librerías la opción de venta o devolución?

―En absoluto ―contestó Harry, impactado por la idea.

―¿Y es cierto que aún venden libros sin descuento?

―Sí, por supuesto.

―Bueno, esa va a ser la otra gran diferencia con nuestro mercado, porque si consigue situarse entre las quince primeras, el precio de venta se reducirá automáticamente a la mitad y su libro pasará al fondo de la tienda.

―¿Por qué? Un superventas debería exponerse de forma visible a la entrada de la librería, incluso en el escaparate, y no ofrecerse con descuento.

―No desde que los de marketing descubrieron que si un cliente que quiere un superventas concreto tiene que pasar al fondo de la tienda a buscarlo, en uno de cada cinco casos se lleva otros dos libros camino de la caja y en uno de cada tres coge al menos otro.

―Muy listos, pero dudo que eso llegara a funcionar en Inglaterra.

―Sospecho que será solo cuestión de tiempo, pero al menos ahora entenderá por qué es tan importante que su novela entre rápido en la lista, porque en cuanto la dejen a mitad de precio, es muy probable que permanezca varias semanas entre las quince primeras. De hecho, cuesta más salir de la lista que entrar en ella. Pero si no lo consigue, Mínimo riesgo habrá desaparecido de las estanterías de aquí a un mes y habremos perdido mucho dinero.

―Capto el mensaje ―dijo Harry mientras la limusina cruzaba despacio el puente de Brooklyn y se incorporaban a la riada de taxis amarillos y taxistas con un cigarro entre los labios.

―Lo peor es que tenemos que visitar diecisiete ciudades en veintiún días.

―¿Tenemos?

―Sí, yo lo acompañaré todo el viaje ―dijo con desenfado―. Suelo quedarme en Nueva York y dejo que un publicista de cada ciudad se ocupe de los autores, pero esta vez no porque el señor Guinzburg ha insistido en que no me separe de usted ―añadió y, volviendo a tocarle el muslo, pasó la página de la carpeta que Harry llevaba en el regazo.

Él la miró de reojo y ella le dedicó una sonrisa provocadora. ¿Estaba coqueteando con él? No, imposible. Acababan de conocerse.

―Ya le he concertado entrevistas en las principales emisoras de radio, incluido el programa de Matt Jacobs, que tiene once millones de oyentes todas las mañanas. Nadie vende libros como Matt. ―Harry tenía varias preguntas que le habría gustado hacer, pero Natalie era como un Winchester: en cuanto levantabas la cabeza, disparaba una bala―. Tenga presente ―prosiguió sin tomar aliento― que en la mayoría de los programas importantes no van a darle más que unos minutos, no es como la BBC. No manejan el concepto de «en profundidad». En ese tiempo, recuerde repetir el título de la novela todas las veces que pueda.

Harry empezó a pasar las páginas de su calendario de gira. Cada día parecía empezar en una ciudad distinta, en la que aparecería en un programa de radio de primera hora de la mañana, seguido de innumerables entrevistas para prensa y televisión antes de salir disparado al aeropuerto.

―¿Todos sus autores reciben este trato?

―Desde luego que no ―respondió Natalie, poniéndole de nuevo la mano en el muslo―. Y eso me lleva al mayor problema que tenemos con usted.

―¿Tienen un problema conmigo?

―Ya lo creo. Casi todos los periodistas querrán preguntarle por el tiempo que pasó en la cárcel y por cómo un inglés pudo ganar una Estrella de Plata, pero usted tendrá que desviar siempre la pregunta hacia su novela.

―En Inglaterra, eso se consideraría una vulgaridad.

―En Estados Unidos, es la vulgaridad lo que te convierte en superventas.

―Pero ¿los periodistas no querrán hablar de la novela?

―Harry, dé por sentado que ninguno de ellos la habrá leído. Todos los días aterriza en sus mesas una decena de novelas nuevas, así que dese con un canto en los dientes si conocen el título. Y más aún si recuerdan su nombre. Solo han accedido a invitarlo a sus programas porque es un exconvicto que ha ganado la Estrella de Plata. Aprovechémonos de eso y enchufemos el libro como posesos ―estaba diciendo cuando la limusina se detuvo a la entrada del Pierre Hotel.

Harry deseó estar de vuelta en Inglaterra.

El chófer bajó de un salto y abrió el maletero al tiempo que se acercaba el botones. Natalie entró con Harry en el hotel y lo acompañó al mostrador de recepción, donde lo único que tuvo que hacer fue enseñar el pasaporte y firmar el registro. Por lo visto, Natalie se había encargado de todo.

―Bienvenido al Pierre, señor Clifton ―dijo el recepcionista al darle la enorme llave.

―Nos vemos aquí, en el vestíbulo, dentro de una hora ―le propuso Natalie, mirándose el reloj―. Luego, la limusina lo llevará al Harvard Club para su almuerzo con el señor Guinzburg.

―Gracias ―dijo Harry, y observó cómo cruzaba el vestíbulo, se perdía en las puertas giratorias y salía a la calle. Vio que no era el único hombre que la miraba.

Un botones lo acompañó a la undécima planta, lo llevó a su suite y le explicó cómo funcionaba todo. Harry nunca se había alojado en un hotel donde dispusiera de bañera y ducha a la vez. Decidió tomar notas para poder contárselo todo a su madre cuando volviera a Brístol. Le dio las gracias al botones y le entregó el dólar que tenía.

Lo primero que hizo, incluso antes de deshacer la maleta, fue coger el teléfono que había junto a la cama y ponerle una conferencia a Emma.

―Lo vuelvo a llamar en unos quince minutos, señor ―dijo la operadora internacional.

Se entretuvo demasiado en la ducha y, justo después de secarse con la inmensa toalla, se disponía a deshacer el equipaje cuando sonó el teléfono.

―Su conferencia ya está lista, señor ―dijo la operadora. La siguiente voz que oyó fue la de Emma.

―¿Eres tú, cariño? ¿Me oyes bien?

―Estupendamente, cielo ―contestó Harry, sonriente.

―Ya hablas como los americanos. No quiero ni imaginarte dentro de tres semanas.

―Pues estaré deseando volver a Brístol, diría yo, sobre todo si consigo que la novela entre en la lista de superventas.

―¿Y si no?

―Puede que vuelva pronto a casa.

―Por mí, bien. Bueno, ¿desde dónde llamas?

―Desde el Pierre. Me han instalado en una habitación enorme. En la cama cabrían cuatro.

―Asegúrate de que solo duerme uno.

―Hay aire acondicionado y radio en el baño. Eso sí, aún no he descubierto cómo se encienden las cosas. O se apagan.

―Tendrías que haberte llevado a Seb. Él ya lo tendría todo bajo control.

―O lo habría destripado y me tocaría montarlo. Pero ¿cómo está el niño?

―Bien. De hecho, lo veo más tranquilo sin niñera.

―Es un alivio. ¿Y cómo va tu búsqueda de la señorita J. Smith?

―Despacio, pero ya he concertado una entrevista en el centro del doctor Barnardo para mañana por la tarde.

―Eso promete.

―He quedado con el señor Mitchell a primera hora para saber qué decir y, sobre todo, qué no decir.

―Lo harás bien, Emma. No olvides que es responsabilidad suya buscar buenos hogares a los niños. Solo me preocupa la reacción de Seb cuando se entere de lo que te propones.

―Ya lo sabe. Se lo conté anoche antes de acostarlo y, para sorpresa mía, le encantó la idea. Pero cuando involucras a Seb siempre surgen problemas adicionales.

―¿Y qué es esta vez?

―Espera que lo dejemos opinar ―dijo ella―. Por suerte, quiere una hermana.

―Aun así, la cosa podría complicarse si no le cae bien la señorita J. Smith y se encapricha de otra niña.

―No sé qué vamos a hacer si eso ocurre.

―Tendremos que convencerlo como sea de que Jessica es su favorita.

―¿Y cómo piensas hacerlo? ―quiso saber Emma.

―Ya se me ocurrirá algo.

―Procura no subestimarlo o nos saldrá el tiro por la culata.

―Lo hablamos cuando vuelva ―dijo Harry―. Tengo que colgar, cariño. Voy a almorzar con Harold Guinzburg.

―Dale recuerdos de mi parte y procura no subestimarlo a él tampoco. Y de paso no te olvides de preguntarle qué pasó con...

―No me olvido.

―Buena suerte, cariño. ¡Y asegúrate de entrar en esa lista de superventas!

―Eres peor que Natalie.

―¿Quién es Natalie?

―Una rubia despampanante que no me quita las manos de encima.

―¡Qué cuentista eres, Harry Clifton!

 

Esa noche, Emma fue una de las primeras personas en llegar al paraninfo de la universidad donde el profesor Cyrus Feldman daba la charla titulada «Habiendo ganado la guerra, ¿ha perdido Gran Bretaña la paz?».

Se instaló discretamente al final de una fila de asientos escalonados, hacia el fondo. Mucho antes de la hora prevista, la sala estaba tan abarrotada que los regazados tuvieron que sentarse en los escalones del pasillo y uno o dos incluso encaramarse a los alféizares. En cuanto el doble premio Pulitzer entró en el salón de actos, acompañado del vicerrector de la universidad, el público lo recibió con una ovación. Tan pronto como se sentaron todos, sir Philip Morris presentó a su invitado, ofreciendo a los asistentes una versión condensada de la distinguida trayectoria profesional de Feldman, desde sus años de estudiante en Princeton, pasando por que lo habían nombrado el profesor más joven de Stanford, y hasta que le habían otorgado su segundo Pulitzer el año anterior. Siguió otro largo aplauso. Feldman se levantó de su sitio y se dirigió al estrado.

Lo primero que le llamó la atención a Emma, aun antes de que de Cyrus Feldman empezara a hablar, fue lo guapo que era, algo que Grace no le había comentado. Mediría algo más de metro ochenta, lucía una buena mata de pelo gris y su rostro bronceado era un recordatorio ambulante de la universidad en la que daba clases. Su constitución atlética contradecía su edad e indicaba que debía de pasar casi tantas horas en el gimnasio como en la biblioteca.

En el preciso instante en que empezó a hablar, Emma se sintió cautivada por su energía pura, y al poco tenía a todo el auditorio sentado al borde del asiento. Los estudiantes empezaron a anotar con entusiasmo todo lo que decía y Emma lamentó no haber llevado consigo una libreta y un bolígrafo.

El profesor, que hablaba sin apuntes, pasaba con agilidad de un tema a otro: el papel de Wall Street después de la guerra, el dólar como nueva divisa mundial, la idea de que el petróleo se convertiría en la materia prima que dominaría la segunda mitad del siglo y posiblemente más, el futuro papel del Fondo Monetario Internacional y si Estados Unidos seguiría aferrándose al patrón oro.

Cuando terminó la charla, Emma solo lamentó que apenas hubiera hablado del transporte, mencionando tan solo de pasada que las aeronaves transformarían el nuevo orden mundial, tanto en los negocios como en el turismo. Sin embargo, como profesional veterano que era, recordó a su público que había escrito un libro sobre el tema. Emma no esperaría a Navidad para hacerse con un ejemplar. Eso le hizo pensar en Harry y desear que la gira de su novela por Estados Unidos estuviera yendo igual de bien.

Compró su ejemplar de El nuevo orden mundial y se sumó a la larga cola de los que esperaban la firma del autor. Cuando llegó su turno, casi había terminado el primer capítulo y se preguntaba si él estaría dispuesto a dedicarle algún minuto más para comentarle su opinión sobre el futuro de la industria naviera británica.

Dejó el libro en la mesa, delante del autor, que le dedicó una sonrisa amable.

―¿A quién se lo dedico?

Decidió arriesgarse.

―A Emma Barrington.

La miró detenidamente.

―¿No estará emparentada por casualidad con el difunto sir Walter Barrington?

―Era mi abuelo ―contestó ella con orgullo.

―Asistí a una charla suya, hace muchos años, sobre el papel de la industria naviera en el supuesto de que Estados Unidos llegara a participar en la Primera Guerra Mundial. Por entonces yo era estudiante y en una hora aprendí más con él de lo que mis profesores habían conseguido enseñarme en todo un semestre.

―Yo también aprendí mucho con él ―dijo Emma, devolviéndole la sonrisa.

―Quería preguntarle muchísimas cosas ―añadió Feldman―, pero él tenía que coger el tren de vuelta a Washington esa noche, así que no volví a verlo.

―Y yo quiero preguntarle muchísimas cosas a usted ―dijo Emma―. De hecho, «necesito» sería un término más apropiado.

Feldman echó un vistazo a la cola.

―Supongo que esto no me llevará más de otra media hora y, como yo no tengo que coger el tren de vuelta a Washington esta noche, ¿le parece que hablemos en privado antes de que me vaya, señorita Barrington?

4

―¿Y cómo está mi querida Emma? ―preguntó Harold Guinzburg después de dar la bienvenida a Harry al Harvard Club.

―Acabo de hablar con ella por teléfono ―contestó Harry―. Te manda recuerdos y lamenta no haber podido almorzar con nosotros.

―Yo también. Por favor, dile que la próxima vez no aceptaré excusas. ―Guinzburg condujo a su invitado hasta el comedor y ambos ocuparon sus asientos en el que sin duda era su reservado habitual―. Espero que te esté gustando el Pierre ―le dijo mientras un camarero les entregaba la carta.

―Me encantaría si supiera cerrar la ducha.

Guinzburg rio.

―Pídele auxilio a la señorita Redwood.

―Si lo hago, a lo mejor no sé «cerrarla» a ella.

―Entonces, ¿ya te ha sermoneado sobre la importancia de conseguir que Mínimo riesgo entre cuanto antes en la lista de superventas?

―Una dama excepcional.

―Por eso la incluí en la directiva, a pesar de las protestas de varios consejeros que no querían una mujer en la junta.

―Emma estaría orgullosa de ti ―dijo Harry―. Y la señorita Redwood ya me ha puesto al tanto de las consecuencias de no entrar en esa lista, sí.

―Muy propio de Natalie. No olvides que de ella depende que vuelvas a casa en avión o en bote de remos. ―Harry habría reído si hubiera tenido claro que su editor bromeaba―. La habría invitado a comer con nosotros ―añadió Guinzburg―, pero, como habrás visto, en el Harvard Club no se permite la entrada a mujeres... No se lo digas a Emma.

―Me da que se verán mujeres almorzando aquí mucho antes que en cualquier club de caballeros de Pall Mall o Saint James.

―Antes de hablar de la gira ―dijo Guinzburg―, cuéntame todo lo que habéis estado haciendo desde que Emma se fue de Nueva York. ¿Cómo conseguiste la Estrella de Plata? ¿Emma está trabajando? ¿Cómo reaccionó Sebastian al ver a su padre por primera vez? Y...

―Y Emma me ha insistido en que no vuelva a Inglaterra sin enterarme de qué ha sido de Sefton Jelks.

―¿Pedimos primero? No me apetece pensar en Sefton Jelks con el estómago vacío.

 

―Aunque no vaya a coger el tren de vuelta a Washington, me temo que tengo que regresar a Londres esta noche, señorita Barrington ―dijo el profesor Feldman después de firmar el último ejemplar de su libro―. Doy una charla en la London School of Economics a las diez de la mañana, así que solo puedo dedicarle unos minutos.

Emma procuró disimular su decepción.

―A menos que... ―dijo Feldman.

―¿A menos que...?

―A menos que quiera venir conmigo a Londres, en cuyo caso contará con toda mi atención durante al menos un par de horas.

Emma titubeó.

―Tendría que hacer una llamada primero.

Veinte minutos después iba sentada en un vagón de primera enfrente del profesor Feldman. La primera pregunta la hizo él.

―Señorita Barrington, ¿aún posee su familia la naviera que lleva su ilustre nombre?

―Sí, mi madre tiene el veintidós por ciento.