El silencio de Irene - María Eugenia Lorenzini Pizarro - E-Book

El silencio de Irene E-Book

María Eugenia Lorenzini Pizarro

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Beschreibung

Una conmovedora novela en la que Alejandro Pissano, el protagonista, que quedó completamente inmóvil en una cama en la plenitud de su existencia, no logra descifrar las causas de su condición y del silencio de Irene. A través de sus sueños y recuerdos, nos lleva en un viaje donde va dejando espacio para explorar su pasado e ir armando el rompecabezas de lo que fue su vida. La narrativa se teje entre el presente desgarrador de Alejandro y los momentos llenos de pasión y de ideales de juventud compartidos con Irene en el pasado. El silencio de Irene se convierte en un diálogo secreto que busca descifrar el enigma de la ausencia y el significado de la vida. Una novela que desde sus primeras líneas interesa, atrapa y sorprende al lector una y otra vez, y presenta una visión distinta de un tema trascendente que tantos escritores han intentado abordar, muy pocos con el excelente resultado que alcanza esta autora. Antonio Rojas Gómez Alejandro Pissano sueña y recuerda mientras lo visitan sus hondas nostalgias, sus avatares, juicios y prejuicios. El presente, con él convertido en un guiñapo inmóvil, se alterna con el pretérito de los años junto a Irene y las luchas juveniles. Una novela que apasiona a quien la sostiene ante sus ojos y en sus manos, en un diálogo secreto. Mario Valdovinos La conciencia de un hombre aprisionado por la mortaja de un cuerpo inútil evoca una existencia marcada a fuego por el nombre de una mujer: Irene. ¿Nunca se atrevió a vivir? ¿La vida le pasó por el lado? Pablo Azócar

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El silencio de IreneAutora: María Eugenia Lorenzini Pizarro Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, 56-224153208.www.editorialforja.clinfo@[email protected] Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Ilustración de portada: Mural de Gonzalo Matiz, seudónimo de Gonzalo Villalobos Salinas Fotografía de solapa: Francisco Aranda. Primera edición: marzo, 2024. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N°2024-A-1980 ISBN: Nº 978956338717-9 eISBN: Nº 978956338718-6

A las mujeres de mi vida:mi madre, mi hija y mi nieta.

PRIMERA PARTE

1

Sigo aquí,pensó Alejandro Pissano al ver el tubo de luz fluorescente justo encima de su cabeza. Y otra vez deseó estar muerto.

Le costó mantener los ojos abiertos por el brillo del sol que iluminaba el verde grisáceo de las paredes y la flor de plástico instalada sobre el velador, junto a las cajas de remedios. Aguzó el oído para escuchar los pasos, a veces rápidos, a veces lentos, junto al chirrido del abrir y cerrar de puertas en el pasillo del hospital. Aun así, no notó la presencia de Patricia hasta que ella le tocó un brazo.

Habría preferido seguir solo.

–Mire lo que le traje –le dijo su sobrina con una sonrisa mientras le mostraba el crucifijo que siempre vio sobre el catre de bronce de su abuelo–. Para que lo proteja de todos los males.

Contempló a Patricia y se sintió ingrato. Era la única que venía seguido a verlo, que le hablaba y se mostraba atenta a la expresión de sus ojos. Para el resto no era más que un bulto que, en vez de palabras, escasamente emitía sonidos guturales cuando la desesperación era mucha. Y aunque él trataba de entender cómo diablos había llegado a ese estado un hombre en la plenitud de la existencia, por más que buscaba en los recuerdos no lograba saber por qué estaba así, mudo e inmóvil y con el cuerpo como mortaja. Entonces, abatido, escarbaba con desesperación en el pasado para recuperar esa zona desaparecida de su memoria. En el ejercicio diario, obsesivo, todo se le enredaba, las imágenes le llegaban como fogonazos, instantáneas que iban y venían, sin nitidez ni orden, y ahí seguía él, sin que nadie le explicara, sin poder preguntar, esperando minuto tras minuto que alguien, en algún momento, le dijera qué tenía, cuándo iba a volver a ser un hombre entero, a mover los dedos, los brazos, los pies.

Cuándo iba a poder gritar el nombre de Irene.

Patricia seguía observándolo mientras le pasaba una mano por la cabeza.

–Se le ve mejor hoy, tío –le dijo, como esperando que le respondiera.

Quiso gritarle que ya era suficiente, que no siguiera con sus intentos de distraerlo, que le arrancara de una buena vez la maldita sonda de la nariz.

2

Desde pequeño a Alejandro le gustó que le dijeran que era parecido a su abuelo Giovanni, quería ser como él: alto, delgado, de ojos grandes, tener la nariz más bien larga y el pelo oscuro matizado de hebras blancas. Quería reír como el nonno, a grandes carcajadas, tener ese vozarrón con el que tarareaba La Montanara u otra canción italiana. Cuánto le gustaba oírlo cantar y hablar en esa mezcla de dialecto piamontés y castellano.

Aunque nunca conversaban sobre el tema, Alejandro sabía que el nonno había peleado en la Primera Guerra Mundial antes de venirse a Chile. Lo veía igual a los soldaditos de plomo con los que jugaba después del colegio en la mesa junto a su ventana, y soñaba con ser valiente como él.

Un día, al llegar de la escuela, su madre descubrió que le habían pegado piojos y amenazó con pelarlo.

El abuelo movió la cabeza.

–¡Eso no es nada, hijo! Al terminar la guerra, cuando iba llegando a mi casa, tuve que hacer un hoyo en la arena bajo el nivel del mar para lanzar el uniforme y eliminar los piojos que me habían pegado. Viera cómo flotaban en el agua.

Alejandro lo miraba en silencio con los ojos muy abiertos. Era la primera vez que el nonno hablaba de la guerra.

–Algo me recorrió el cuerpo –dijo el nonno–. Me miré las manos oscuras de tanta mugre y, aunque estaba desnudo, volví a sentir la picazón. Entonces me revolqué en la arena como un cerdo en el barro y luego, con la navaja que aún traía en el cinto, me rapé la cabeza. Seguí con la barba, continué con las axilas y no paré hasta que me había rasurado el cuerpo entero.

Un escalofrío lo estremeció mientras escuchaba al nonno que seguía contando:

–Después de lavar lo que quedaba del uniforme, lo dejé estilar sobre unas piedras y me lancé al agua. Estuve allí hasta que ya no sentía la piel. Esperé bajo un sol que apenas entibiaba, me puse la ropa húmeda y corrí a abrazar a la mia mamma.

Al terminar el nonno se agachó y le hizo un cariño en la cabeza.

–¡No hay nada tan terrible en un piojo! –dijo.

Alejandro ni se movió mientras su madre le cortaba el pelo casi al rape.

Después, cuando él le insistía, moviéndose y gesticulando como si reviviera cada momento, el nonno volvía a contarle algunas de las experiencias en la guerra.

Alejandro nunca olvidó una de esas historias.

–Fue espantoso –le dijo una vez–. Durante las largas marchas del ejército, por varios días sin descanso, dormíamos mientras caminábamos; nos apoyábamos mutuamente, hombro contra hombro, con los compañeros cercanos de cada hilera, para no caer. Cuando de noche podíamos detenernos para dormir normalmente, tendíamos las mantas y nos tirábamos al suelo, sin desprendernos de los equipos. Una vez despertamos rodeados de grandes charcos de sangre: habíamos dormido sobre los cuerpos de unos soldados muertos.

La emoción aún se reflejaba en la cara del abuelo.

Alejandro volvió a su dormitorio y a sus soldaditos. Delante de todos ellos, iba el nonno.

3

No vio salir a Patricia. Ya estaba oscuro y el Cristo de su abuelo era una mancha en la pared. Era preferible cerrar los ojos y pensar en su infancia, en el nonno, de quien finalmente había heredado la altura, la nariz larga y el pelo totalmente canoso a sus cincuenta años. Y los recuerdos le afloraban a borbotones. Qué más podía hacer sino escucharse a sí mismo y hurgar en su memoria, armar ese gran rompecabezas antes de intentar dormirse. Sin embargo, casi de inmediato, entró la Clarita con su delantal cada vez más blanco y una enorme sonrisa. Como todos los días, a la misma hora, traía en las manos el riñón de lata con la jeringa y el último remedio de la tarde. La vio fijarse en el paquete de pañales que Patricia había dejado sobre la silla y abrir la bolsa que después guardó en el estante.

–Menos mal que su sobrina se acordó –dijo, sin siquiera mirarlo–. Más tarde volveré para que nos cambiemos. Ahora vamos a tomarle la mano y a ponerle su inyección. Aunque parece que primero tendremos que arreglarle el catéter.

La miró con ojos suplicantes. Ella podría ayudarlo a poner fin a su tormento.

No sabía cuánto llevaba así, nada había cambiado demasiado, seguía igual que esa tarde cuando despertó en el hospital y escuchó las carreras de la enfermera para llamar al médico mientras decía: “Despertó, don Alejandro despertó”. A él con la luz le dolieron los ojos y quiso ponerse una mano sobre los párpados, pero la derecha no le obedeció; tampoco la izquierda. No tengo brazos, pensó. Entonces, sintió que le faltaba el aire y el corazón le bombeaba con fuerza. Quiso gritar que alguien lo ayudara. No pudo hacerlo. Cuando creía que la cabeza se le iba a reventar, apareció el médico.

–Veamos. Efectivamente está despertando –dijo, acercándole la cara a los ojos, mientras él hacía vanos esfuerzos por hablar.

Luego, le tomó un brazo y lo levantó. Allí estaba su mano derecha y el antebrazo como si no fueran suyos; el médico le soltó la muñeca y la extremidad cayó como un guiñapo sobre la cama.

–Don Alejandro, ¿puede oírme? ¿Puede entenderme?

Y claro que lo escuchaba y le entendía, pero no lograba responderle. El médico lo miró, levantó los hombros y, después de hablar con la enfermera de unos exámenes, se retiró sin darse cuenta de que él por dentro se agitaba casi hasta perder el sentido.

Nadie le preguntó nada más, nadie le dijo qué le ocurría. Nadie le habló de Irene.

Ahora Clara solo tenía ojos para el aparato que volvía a introducirle en las venas de la muñeca.

–¡Que pase una buena noche! –repitió después, como siempre antes de marcharse.

Una buena noche sería la noche eterna. Si al menos pudiera tener una muerte digna como su abuelo, que murió de la mano de su hijo y con el resto de la familia rezando a los pies de la cama.

Cuando despertó a la mañana siguiente, el hospital, como todos los domingos, estaba silencioso. Descansan el séptimo día, pensó. Para él, en cambio, las horas pasaban siempre del mismo modo: lentas, solitarias y llenas de angustia. Sobre todo, cuando pensaba en Irene. Entonces se le cerraba la garganta y se le escapaban unas lágrimas que rodaban hasta la almohada.

Sintió crujir la puerta de la pieza y cerró los ojos. No quería ver a nadie. Prefería que lo dejaran solo con su miseria. No soportaba verles la cara de lástima, ni esa sonrisa dibujada con que lo miraban. Ni tampoco que le hablaran como lo hacía Clarita o el médico, que siempre entraba preguntándole lo mismo, que cómo estaba, ¿le duele algo?, le repetía. Pestañee una vez para decir que no, dos veces para decir que sí. Y él parpadeaba y parpadeaba como loco tratando de que le entendieran. A veces creyó que lo lograba, pero igualmente nadie atendía a sus ruegos. Al final se cansó y decidió hacerse el dormido o quedarse con los ojos fijos en el techo.

La voz de su sobrina y un beso en la frente lo hicieron abrir los párpados.

–Hay un cura en el pasillo preguntando por usted, voy a ir a decirle que entre –le escuchó decir a Patricia–. Va a ver que Dios lo va a ayudar.

Alejandro se alegró de volver a estar solo, pero le quedó dando vueltas lo del cura.

Iba a ser muy difícil encontrarse con Dios, pensó mirando el crucifijo de su abuelo.

4

De pequeño había hecho esfuerzos para “ganarse el cielo”, como decían los curas de la parroquia. Tal vez por eso se sintió feliz cuando, después de estudiar cuatro años en la escuelita del barrio, su padre lo matriculó en un colegio religioso.

–Aquí aprenderás muchas cosas –le dijo al despedirse frente a la puerta–. Eso sí, te lo advierto, no se te vaya a ocurrir estudiar para cura.

Se le apretó el estómago al cruzar el portón del colegio y verse solo. Los demás corrían entremedio, se palmoteaban o hacían chocar las manos. Él era el nuevo. De pie, junto al San Agustín que lo observaba, lo recibió el padre Enrique, su profesor jefe en quinta y sexta preparatoria, quien parecía flotar como un fantasma dentro de la sotana. Su aspecto lo asustó y bajó la vista, pero al oírlo decir su nombre con tanta amabilidad, volvió a levantar la cabeza.

Cuánto admiraba al padre Enrique. Podía arremangarse las faldas, como llamaba a la sotana, y jugar con ellos al fútbol; o bien, leerles un cuento o recitar un poema y dejarlos a todos en silencio. Otras veces los formaba en el patio para llevarlos a recorrer las casas de los pobladores de zonas periféricas en los días de temporales, después de conseguir víveres. A Alejandro le habría gustado conversar con él para que le explicara cómo Dios podía ser tan cruel con alguna gente. Terminó la preparatoria y nunca se atrevió a preguntarle.

En una jornada de trabajo voluntario, cuando ya iba a finalizar la secundaria, volvió a encontrarlo en una población, en medio del fango, intentando sacar a una abuela que hacía vanos esfuerzos por mantenerse en pie. Entre ambos formaron una silla entrelazando las manos, y lograron llevarla al albergue. Allí el padre Enrique le habló a toda la gente damnificada intentando darles un consuelo, pero también para que se unieran y juntos lograran salir de la miseria: “No tienen por qué vivir en el barro, no tienen que ser pobres para convertirse en los hijos preferidos de Dios”, les insistió.

Ese invierno, siguiendo el ejemplo del cura, pasó muchas jornadas en campamentos y en albergues. Cuando ya el frío y las lluvias se hicieron más débiles y todos los estudiantes comenzaron a concentrarse en la preparación de la Prueba de Aptitud Académica y en el ingreso a la universidad, Alejandro empezó a dudar sobre lo que realmente deseaba para el resto de su existencia. Por un lado, lo presionaban las expectativas de sus padres, podría ser el primero de su familia en ingresar a la universidad; por el otro, recordaba lo bien que se sentía entre los pobladores o ayudando en los comedores populares junto al padre Enrique. De pronto sintió que algo lo iluminaba: su vocación era estar al servicio de los demás. Entonces decidió entrar al seminario y el padre Enrique se convirtió en su tutor. No solo lo propuso como seminarista, además se encargó de presentarlo al superior que le habló de la vida comunitaria.

–Para empezar con su formación, hijo, ingresará a nuestro propedéutico –le señaló, juntando las manos como si fuera a orar–. Allí estará tres meses sin visitas ni salidas, estudiando las Sagradas Escrituras, teología, latín y algo de antropología contemporánea.

Estaba ansioso por comenzar, lo único que quería en esos momentos era ser guiado a esa vida de servicio, pero al igual que todos los postulantes tuvo que esperar hasta el comienzo del año siguiente.

Por fin, la última semana de febrero, cuando ya estaba todo listo para su ingreso y sus padres y su hermano menor se encontraban en el living, viendo La casa en la pradera en el televisor en blanco y negro, él se instaló junto a ellos pensando en lo que iba a decirles: no entraría a la universidad.

En medio de un comercial, se puso de pie y recién en ese momento parecieron darse cuenta de su presencia.

Mientras hablaba, lo miraron como si fuera de otro planeta.

–Y a este, ¿qué bicho lo picó? –lanzó su hermano antes de largarse a reír.

Sus padres, en cambio, lo observaban con una seriedad que no les había visto antes.

Su madre, después de pedirle que se sentara a su lado, le tomó una mano entre las suyas y rompió un silencio interminable para arrastrar las palabras al preguntar:

–¿Está seguro? Pero si a usted lo único que le gustó siempre era la literatura, había dicho que iba a estudiar eso o sociología…

Le costó dar argumentos. Lo que ella afirmaba era cierto, pero ese deseo de ser como el padre Enrique, de mirar a la gente con la alegría de saberse entregado a una vida de servicio, lo hizo hablar sin vacilación.

Todos se quedaron callados cuando terminó, hasta que su padre se levantó del asiento para apagar el televisor. En ese momento, su madre agregó:

–Usted sabe que nosotros lo apoyaremos en todo, hijo. Pero piénselo bien. Haga la prueba si quiere. Y si tiene dudas o se arrepiente, no tema echar pie atrás.

–Esto debe ser cosa de tu abuelo –dijo su padre, lanzando con fuerza el diario al suelo.

Luego, mudo y sin despegarle los ojos, se restregaba las manos y se movía inquieto.

–¿Y alguien me puede indicar por qué tiene que estar encerrado con ellos durante tres meses sin ver a su familia? Eso me suena más bien a secta o a lavado de cerebro –dijo de pronto.

–Sergio, ¿cómo puede hablar así? Son hombres de Dios. Será como un retiro espiritual, pues –le reprochó su madre–. Y no le eche la culpa a su papá.

A Alejandro no le importó. Era como si de pronto flotara sobre el piso y estuviera más allá de todo.

Sin más que decir, partió a su dormitorio; quería encerrarse a meditar sobre lo que iba a ser su nueva vida. Ya lograría que ellos se sintieran orgullosos. Y también el abuelo. Al pensar en él, recordó la afirmación de su padre y quiso regresar al living para preguntarle por qué lo había culpado de su decisión, pero no alcanzó a abrir bien la puerta cuando ya su hermano menor se había instalado en su cama. Entonces desistió de encarar a su padre, no valía la pena.

Sentado junto a él, su hermano le preguntó:

–Alejandro, dime la verdad, ¿ya no te gustan las mujeres? ¿Cómo vas a vivir sin…? Bueno, tú sabes… Siempre decías que de solo ver a una mina se te... ¿Acaso ya no se te para?

El tutor decía que los deseos de la carne podían sublimarse, que había cosas más trascendentes en la vida de un hombre. Eso le contestó.

Realmente así lo creía.

5

Un ruido lo hizo volver los ojos hacia la entrada. Creyó que era su sobrina, pero no, la Clarita –gorda, sonrosada– con su delantal blanco y pechera celeste se encaminaba hacia su cama.

–¿Cómo está, don Alejandro? Lindo día, ¿no? No podía ser mejor. Por fin tenemos una presidenta mujer. Me llegué a emocionar cuando le pusieron la banda a la Michelle, fíjese. Me imagino que habrá votado por ella.

¿Voté?, se preguntó Alejandro. No lo recordaba, debía ser otra de las zonas que aún mantenía a oscuras en su memoria. Cerró los ojos y trató de concentrarse. Vio la imagen de Michelle Bachelet en televisión junto a Ricardo Lagos. La veía con absoluta claridad y el nombre le resonaba una y otra vez en la voz de Irene. Apretó los párpados, quería ir más allá en los recuerdos, pero solo lograba recuperar un destello, unas palabras sueltas.

–Aquí le traigo el almuerzo –le dijo sonriendo la Clarita al sacar la bolsa a la que le insertó las mangueras de la sonda nasogástrica.

De golpe volvió a la realidad. Algo tibio comenzaba a bajar desde su nariz mientras la Clarita regulaba la salida del líquido antes de sentarse en una silla a su lado.

Quiso morir. Como la primera vez que le instalaron la sonda por la nariz, como todos los días. Pero se quedó tieso sintiendo cómo el líquido pugnaba para salírsele por la boca.

El chirrido lo hizo mirar hacia la puerta: un hombre joven, a quien no había visto antes, que lucía un crucifijo pequeño sobre un suéter azul, le hizo un gesto de saludo y, sonriendo, se acercó a su cama.

–¿Cómo amaneció? No sabe cuántos deseos tenía de conocerlo –le dijo, tocándole el antebrazo–. Que la tranquilidad inunde su corazón en este día del Señor –agregó después.

Sin demora, tomó la estola púrpura que traía junto a la Biblia y se la puso sobre los hombros. Se persignó, le hizo la señal de la cruz sobre la frente y abrió el libro.

–Le daremos la unción de los enfermos para que nuestro Señor le mande paz y fortaleza y así, cuando llegue la hora de su llamado, sepa que Él lo esperará en su reino. Oraremos también por los que ama, por su sobrina Patricia, y por todos quienes están a su lado en el pensamiento.

Al terminar esas palabras, le puso una mano sobre la cabeza y con la otra le acercó la Biblia a los ojos.

–El señor está contigo, Alejandro –repitió antes de comenzar con la lectura del salmo.

Al finalizar, el cura dejó la Biblia sobre la cama, le puso levemente ambas manos sobre la cara, y comenzó a repetir la oración del Padre. Él no pudo seguirlo. Ya no lo veía, solo recordaba al padre Alfonso.

6

El superior de la congregación, a quienes todos llamaban padre Alfonso, lo recibió en el seminario con los brazos abiertos y lo hizo sentirse un hombre bueno, bendecido y acogido por Dios. Después de las palabras de bienvenida y de una oración, él mismo condujo a todos los seminaristas hasta el sector de los dormitorios.

La pieza que lo albergó tenía una cama demasiado pequeña para un joven de piernas largas como él, junto a un velador sobre el que descansaba una Biblia. Una ventana sin cortinas que daba a un jardín interior apenas dejaba pasar la luz, y en un muro colgaba un crucifijo similar al que siempre veía en la cabecera del catre de su abuelo. El espacio era mínimo, austero y algo frío, pero aun así se sintió bien allí, protegido, en paz, sin presiones externas que lo agobiaran, pensando que había encontrado el camino que le daría sentido a su vida.

Al día siguiente recorrió con otros novicios las instalaciones del seminario que contaba con varios pabellones, construidos sobre una colina junto a un canal. Uno de ellos estaba destinado a la amplia y luminosa biblioteca que contrastaba con el pabellón de los dormitorios, más antiguo y gris. Aparte y bastante separado estaba el de las salas de clases, el del salón de música y otro usado como sala de estar. Una construcción más rústica albergaba la cocina y el comedor. En un extremo alejado de los pabellones, la pequeña capilla desprovista de toda ornamentación, salvo una enorme cruz de madera, lo sobrecogió y lo reafirmó en su fe. De rodillas frente al altar, se dijo que estaba bien allí, que había sido una buena elección.

En las mañanas se levantaban a las 6:30 para asistir a misa a las 7:00 en la capilla y a las 8:00 tomaban desayuno. Aunque en su casa le costaba salir de la cama y su madre lo retaba por llegar siempre atrasado, en el seminario se despertaba temprano y contento después de un sueño reparador, sin las urgencias ni las tensiones de la vida a la que estaba acostumbrado. Luego tenía clases de 8:30 a 13:00 horas junto a ocho novicios y a otros seminaristas de diferentes congregaciones: franciscanos, oblatos, redentoristas y mercedarios.

Entre los curas que impartían los ramos se destacaba el padre Alfonso, quien les enseñaba antropología y latín. Sus clases eran entretenidas y a pesar de su rango se mostraba afable, alegre y con la sencillez de los que saben mucho. Escuchaba con atención todas las opiniones y a Alejandro, en su presencia, le parecieron superados esos días del colegio cuando no se atrevía a hablar frente al profesor y al resto de sus compañeros. En esa época, si debía contestar alguna pregunta, incluso sobre temas que lo apasionaban como la historia de Chile, se le hacía un nudo en el estómago y los latidos del corazón le ahogaban las palabras, tanto que a veces incluso olvidaba por completo la respuesta. Se quedaba mudo, sobándose las manos transpiradas mientras escuchaba las risas de sus compañeros y sentía todos los ojos puestos sobre él. El padre Alfonso, en cambio, le daba una seguridad que no había encontrado en otra parte. Lo hacía sentir importante que alguien con sus conocimientos se preocupara especialmente de él, le sonriera y diera muestras de aprobación ante su trabajo. Por otra parte, entre los novicios no había ánimo de competencia ni de lucimiento personal, sino un espíritu de humildad. Tal vez por eso Alejandro, rápidamente, se sintió parte del grupo.

Por las tardes, después de almuerzo y de las clases de filosofía, sagrada escritura, inglés y liturgia, salía a caminar con algunos seminaristas por una avenida rodeada de álamos que cruzaba todo el predio de más de cuatro hectáreas. Mientras paseaban, hablaban de sus vidas, sus familias, sus amigos y de lo que esperaban para el futuro. La gran mayoría, al igual que él, influidos por los curas obreros y campesinos, soñaba con trabajar entre pobladores de campamentos para enseñar a los jóvenes y ayudarlos a salir de la miseria en esos días marcados por la efervescencia social.

A veces a estos paseos se acercaba el padre Alfonso y se unía como uno más a sus conversaciones, aportando con argumentos que a Alejandro lo llenaban de admiración y le abrían nuevos horizontes. También el padre Enrique, su tutor, compartía con él y le llevaba una tranquilidad espiritual que no había experimentado hasta entonces.

A la hora de las vísperas, en cuanto anochecía, realizaban una oración más larga, con lecturas de los patriarcas de la iglesia y reflexiones. Luego venía la cena y después otra oración nocturna breve que lo disponía a meditar antes de ir a dormir.

Los tres meses transcurrieron muy rápido y Alejandro pudo volver a su casa. Su madre y su hermano lo recibieron muy contentos y su padre se esforzó para no manifestar el disgusto de tener un hijo seminarista. Sin embargo, Alejandro igual se sentía como un extraño entre ellos, ya no pertenecía allí; ahora tenía otra familia y, aunque habría podido quedarse un mes con sus padres, solo permaneció con ellos unos pocos días. Antes de la semana volvió a su comunidad. Al verlo prepararse para partir, sus padres lo miraron con decepción, pero a él no le importó: una fuerza superior guiaba sus pasos.

Al regresar al seminario todo parecía silencioso. Sus compañeros aún permanecían en sus casas. Solo se cruzó con un par de sacerdotes que se sorprendieron al verlo, y lo invitaron a unirse a la oración de la tarde.

A la noche siguiente, cuando estaba a punto de acostarse, entró el padre Alfonso a su pieza. Estaba ahí para que rezaran juntos, le dijo, para prepararlo en la fe. Para que se entregara en cuerpo y alma al servicio de Dios y de los hombres. De esa comunidad que lo aguardaba a la espera del sacrificio. A medida que hablaba se iba acercando más, sin orar. Le puso las manos en la cabeza como si lo estuviera ungiendo, luego las bajó hasta tocarle los hombros y lo atrajo levemente hacia sí. Alejandro habría querido huir, pero estaba prisionero de su propio cuerpo; no le obedecía. El padre Alfonso lo abrazó, con suavidad al principio, le hizo un cariño en la nuca y se separó para mirarlo a los ojos sin pestañear. Y así se quedó observándolo un instante, con una expresión tan distinta a la de todos los días. Volvió a apegarse a él. Alejandro creyó percibir una sonrisa cuando acercó la mejilla a la suya y luego, apenas en un roce, desplazó la boca para posarse sobre la de él.

¿Era una prueba que Dios le tenía preparada? Temió por un momento que el Señor lo hubiera abandonado.

No supo de dónde sacó fuerzas para zafarse del padre Alfonso y lanzarlo contra el muro.

El ruido de la cabeza contra el cemento y el cuerpo del cura en el suelo, amortajado en la sotana blanca, lo hicieron creer que lo había matado, pero no alcanzó a acercarse cuando este se puso de pie, tambaleante, sobándose la calva y lanzándole una mirada que intentaba fulminarlo.

Esa noche no durmió. Ovillado en la cama, no dejaba de sentir el aliento del padre Alfonso y sus dedos sobre los hombros. Al pensar en lo mucho que le gustaban sus clases y en la admiración que él sentía al escucharlo, admiración que se le salía hasta por los ojos, se sintió sucio y débil como un niño. Entonces algo frío lo recorrió por dentro y le subió por la garganta hasta transformarse en una arcada que no pudo controlar.

Otro novicio que venía saliendo del baño se sorprendió al verlo. Él no se atrevió a contarle. Una indigestión, solo eso, dijo con la vergüenza llenándole la cara. Él había animado al padre Alfonso, él lo miraba embobado, pensó lleno de rabia, rabia contra el padre Alfonso, rabia consigo mismo.

Pasó la noche en vela, dándose vueltas y vueltas en la cama y ya al amanecer, junto con la luz que se asomaba apenas por su ventana, había tomado una decisión: iba a contarle al padre Enrique todo lo ocurrido.

No alcanzó a hacerlo. A los dos días le avisaron que debía acudir a una evaluación externa y luego volver a su casa a pasar los días de vacaciones que le quedaban.

Su madre se sorprendió al verlo.

–¿Cuánto tiempo se queda, hijo?

No supo qué responderle, ni él mismo lo sabía.

A la semana le llegó una carta avisándole que tenía hora con el psiquiatra de la diócesis. Se alegró tanto al saber de qué se trataba la evaluación, por fin iba a poder explicar todo lo que había pasado. El doctor emitiría un informe y él podría regresar con toda tranquilidad al seminario, pues al padre Alfonso lo suspenderían y no lo vería nunca más.

Se equivocó.

Fue a varias sesiones con el psiquiatra y, aunque le relató lo ocurrido con todos los detalles, él no parecía darle importancia, solo quería saber de su vida sexual. “¿A qué edad perdió la virginidad?”, “¿ha tenido intimidad con otros hombres?”, “¿de qué modo piensa encauzar el impulso sexual cuando sea sacerdote?”. Una y otra vez insistía con lo mismo y en ningún momento le preguntó sobre cuáles habían sido sus motivaciones para elegir el sacerdocio. En las sesiones no podía evitar el llanto: una mezcla de impotencia y rabia le brotaba por los ojos y, aunque partía de la consulta un poco menos angustiado, al llegar a su casa tenía que encerrarse en su pieza para rumiar la frustración hasta quedarse dormido. Sin embargo, despertaba más tranquilo y recibía a su madre con una sonrisa cuando la veía entrar con la bandeja del desayuno. Pero la tranquilidad se terminaría pronto, tan solo unas semanas después, cuando recibió la nota que lo citaba a las oficinas del arzobispado.

Permaneció un buen rato frente a la puerta del obispo antes de atreverse a entrar. Se alegró de verlo junto al padre Enrique, quien lo saludó con una seriedad poco frecuente en él. La habitación estaba con las cortinas de felpa burdeos semicerradas. Lo único que brillaba era el escritorio de caoba con patas normando sobre el que descansaba una carpeta oscura. Lo hicieron tomar asiento frente al obispo, que estaba enterrado en esa silla de respaldo alto que sobresalía al menos un palmo sobre su cabeza; el padre Enrique permanecía de pie detrás, junto a la beatífica imagen del Papa que lo miraba desde la pared.

Al comienzo, no lo entendió. Su tutor ni siquiera le leyó el informe del psiquiatra y, sin mirarlo a los ojos, lo puso sobre sus manos.

–No estás hecho para la vida religiosa, hijo –sentenció él mismo en un tono ceremonioso–. Debes buscar otro camino.

7

Aún ahora, atrapado en ese cuerpo que no le respondía, Alejandro creía sentir el temblor de las piernas al levantarse de la silla y traspasar el umbral de la puerta de salida de la oficina del obispo. Aún podía sentir los ojos de esos curas clavados en la espalda. Aún sentía una garra arañándole el pecho.

–Que pase una buena tarde –le dijo el padre Miguel, sacándose la estola y dejándola junto a la Biblia en la cama–. Vendré seguido a verlo.

Alejandro notó la mano del cura sobre su mano y abrió apenas los ojos. Estaba cansado de todo, no quería nada, no quería más curas en su vida. El padre Miguel movió levemente la cabeza en un gesto compasivo, como si lo entendiera, y, sin soltarlo, con una sonrisa, intentó devolverle la paz.

Por un momento Alejandro se vio a sí mismo en la cara de ese joven que de seguro solo quería hacer el bien; como él en esos días del seminario.

Patricia entró a la pieza en cuanto salió el cura. Se veía apesadumbrada.

Alejandro habría querido decirle que no sufriera, que para él lo mejor era partir luego, que no necesitaba a un sacerdote. Lo único que necesitaba era entender por qué estaba allí, saber de Irene y que lo liberaran de ese cuerpo que lo tenía atado a la cama.

–Tío, parece que el curita lo dejó con mucha paz, le noto algo como un brillo en las pupilas –le dijo Patricia, tratando de sonreír.

Alejandro cerró los ojos sin siquiera mirarla, pero la sintió acercarse y apoyar la cabeza sobre su pecho. Cuánto habría deseado ponerle una mano en el pelo que olía como el de Irene, y hacerle cariño. No pudo, y no solo se tuvo que quedar inmóvil como siempre, sino que además la escuchó sollozar y se odió. No quería que nadie más sufriera por él.

Después de un momento, su sobrina se reincorporó y le dio un beso en la frente. La oyó salir.

Él se quedó el resto de la tarde pensando en esos días del seminario.

8

Después de dejar el seminario, Alejandro se enfrascó en los libros para llenar los días que ese año transcurrieron lentos. Pasaba las tardes en su pieza, sentado frente al escritorio que de niño le había regalado el abuelo, preparando la prueba de Aptitud Académica que daría con un año de retraso. El resto del tiempo se instalaba a leer todo lo que caía en sus manos. Para mejorar la comprensión de lectura, se decía, cuando en realidad lo único que deseaba era no pensar, olvidarse de sus días en el seminario, olvidarse del padre Alfonso, del padre Enrique y de todo lo que representaban, olvidarse de Dios. Ya solo le quedaba entrar a la universidad y elegir la carrera apropiada.

–Podrá estudiar lo que quiera, hijo –le indicó su madre con orgullo, blandiendo el diario donde salía la lista con los resultados.

–Por supuesto. No sabe el favor que le hicieron esos curas –agregó su padre, palmoteándole la espalda.

Al inicio de las clases, a todos los alumnos de sociología los recibieron en el teatro para darles la bienvenida. Se sintió igual que cuando su padre lo dejó solo el primer día de escuela. No sabía dónde sentarse y mientras los demás ya se habían instalado o permanecían reunidos conversando en grupos, él seguía de pie en la entrada mirando para todos lados. De pronto la vio. Usaba pantalones floreados y una blusa ajustada que le marcaba la cintura y le hacía destacar unos pechos pequeños, redondos, que jugaban libres cada vez que realizaba algún movimiento. Las mejillas se le pusieron rojas. Instintivamente, bajó la cabeza.

Ella se detuvo a su lado. Él la observó de reojo, sin atreverse a hablarle, hasta que la joven se quedó mirándolo fijo.

–¿Nos conocemos? Parece que te he visto en alguna parte –le preguntó tímidamente.

Él levantó los hombros.

–No creo –le respondió en el mismo tono–. Me llamo Alejandro y no ubico a nadie.

–Ah, yo tampoco, pero parece que todos los demás ya se hicieron amigos.

–Así parece –respondió Alejandro, con una risita nerviosa y metiéndose las manos en los bolsillos–. Y tú, ¿cómo te llamas?

–Irene, me llamo Irene.

Por un momento Alejandro recordó al abuelo cantando en italiano a casa d’Irene si canta, si ride, c’echente che viene, c’e gente che va y estuvo tentado de reírse.

–¿Por qué te sonríes? –preguntó Irene.

–No es nada. Tienes un bonito nombre.

–¿Eres de Santiago?

Al escuchar la pregunta, creyó que de seguro se veía como un provinciano.

–Sí. Nacido y criado en Santiago; igual no me resulta fácil hacerme de amigos.

–Yo también vivo aquí –le dijo ella, bajando los ojos–, cerca de la Plaza Ñuñoa. Estudié en un colegio chico, a lo mejor por eso me siento rara entre tanta gente desconocida.

–Igual que yo. ¿Nos sentamos?

Mientras el director de la escuela les daba la bienvenida y les insistía en la importancia de la sociología en esa época de cambios, él no paraba de mirarla. Ella a ratos le sonreía. Sonreía con los ojos que se achicaban y movían unas pestañas negras y largas como su pelo.

No se la pudo sacar de la cabeza y al comenzar las clases se paseó por toda la escuela tratando de ubicarla. La encontró haciendo la fila para inscribirse en las asignaturas de primer año. Tomaron los mismos cursos y desde esa mañana no dejaron de encontrarse todos los días. Él la esperaba en los jardines, siempre en el mismo escaño y bajo el mismo árbol, su árbol, como ella le diría después. Al entrar a clases se sentaban uno al lado del otro y él a veces podía sentir el calor de su pierna. Entonces no lograba pensar en nada más. Ya no había profesor, no había compañeros, no había ni un ruido; solo ella.

Juntos también iban a todas las reuniones y, cuando llegó el momento de elegir presidente de curso entre los mechones de sociología, fue Irene la que le tomó el brazo y se lo levantó para postularlo al cargo. Quiso negarse, pero no pudo y se tuvo que poner de pie para salir adelante a presentarse. No supo cómo lo hizo, pero de pronto estaba allí frente a todos sus compañeros, sintiendo los ojos de Irene clavados en su cara mientras él les hablaba sobre las razones por las que había entrado a estudiar esa carrera, razones que después de todo no eran tan diferentes de las que lo habían motivado a ingresar en el seminario, pensó en un momento.

Su principal contrincante fue José Antonio López, el Toño, un dirigente estudiantil de la Federación de Estudiantes Secundarios, quien en apariencia no podía conformarse con el cargo de vicepresidente para el que había sido elegido. Pero el que más destacaba dentro de la directiva era Manoel, un compañero de curso brasileño, algo mayor, que había llegado exiliado a Chile, y a quien todas sus compañeras miraban con devoción cuando lo escuchaban hablar y tararear samba. Incluso a veces en clases sus dedos morenos, nudosos, iban marcando el ritmo con pequeños golpes en la mesa hasta que el tamborileo se generalizaba y el profesor debía pedir silencio. Siempre a la siga de Manoel iba Arturo Benavente, el tesorero, quien con su contextura redonda trataba de imitarlo con pasitos cortos y movimientos de manos que le valieron el apodo de “el Foca”.

Alejandro no podía creer que toda esa gente que estaba ahí lo hubiera elegido presidente del curso. Ni tampoco que Irene lo estuviera mirando como lo miraba.

9

Los rayos del sol llegaban hasta su cama cuando despertó.

Al sentir que se abría la puerta, se puso contento. Pensó que era Patricia.

–Buenos días, don Alejandro. Estamos bien dormilones hoy. Mire la hora que es y recién viene abriendo los ojos. Es la tercera vez que vengo a verlo. Nos toca baño –le dijo la Clarita, mientras dejaba un lavatorio de metal encima del velador y luego lo llenaba con un jarro de agua–. Está tibiecita.

Echó toda la ropa de cama hacia atrás y empezó a frotarlo con una esponja que metía y sacaba del lavatorio.

–Una manito, ahora el brazo. El pecho... Ya, pues, no me mire así; tengo que jabonarlo entero para que su sobrina lo encuentre oloroso. Y también el curita que hoy vino a preguntar qué tal había amanecido; dijo que volvería más rato.

A él, como muñeco de trapo, no le quedaba más que escuchar el parloteo de la Clarita que iba nombrando cada una de sus presas.

Su sobrina. Ojalá viniera hoy. Y el cura… era raro que hubiera aparecido de nuevo cuando ni siquiera era domingo. Debía estar en las últimas, pensó.

Cerró los ojos y con satisfacción imaginó el recorrido de la esponja sobre sus piernas.

–Ya, pues, no se me quede dormido de nuevo, no ve que después le toca el almuerzo –dijo Clarita, mirando la bolsa junto a la sonda.