El teléfono de Dios - Francesc Miralles - E-Book

El teléfono de Dios E-Book

Francesc Miralles

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Beschreibung

¿Te imaginas que te dieran el teléfono de Dios? ¿Qué le preguntarías?   Este es el punto de partida de un libro revelador. Su protagonista es un hombre común que pasa por un momento de tristeza y desconexión. Tras invitar a cenar a una desconocida en un restaurante solitario, obtiene el teléfono de Dios.    Al principio le cuesta creer que algo así pueda existir, pero cuando empieza a recibir llamadas en las que la voz al otro lado demuestra conocer todos los detalles de su vida, decide confiar y aprovechar esta oportunidad única para esclarecer todo lo que no entiende de la existencia.    ¿Por qué no tengo suerte en la vida, mientras otras personas prosperan con facilidad?    ¿Cuál es el motivo por el que no encuentro el amor?    ¿Hay un significado o propósito en la vida?    ¿Qué debería hacer para sentirme más feliz y conectado conmigo mismo?    ¿Dónde pedir ayuda cuando estás desesperado? ¿Sirve de algo rezar?    ¿Nos pueden ayudar los seres que no están aquí? ¿Existe la magia en el mundo? ¿Cómo puedo desatarla?    Esta novela inspiradora, que parte de una vivencia real, nos pone en hilo con las grandes cuestiones de la existencia. Este libro está llamado a iluminar y transformar la vida de millones de personas.    Con la colaboración de Adriana Hernández, a partir de una idea original de Marc Vives.

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Seitenzahl: 207

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Primera edición: noviembre 2025

 

Título: El teléfono de Dios

Del texto: ©Francesc Miralles, 2025

Corrección: Eva Permanyer e IKIBOOKS

Del diseño de la cubierta y del interior: Marta de Benito

Foto del autor de la solapa: Montse Campins

De esta edición: IKIBOOKS

IKIBOOKS

www.editorialvanir.com

Barcelona

 

ISBN: 979-13-87544-21-8

Depósito legal: B 16561-2025

 

Bajo las sanciones establecidas por las leyes quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro — incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet— y la distribución de ejemplares de esta edición y futuras mediante alquiler o préstamo público.

 

 

 

 

Entre miles de millones de probabilidades,

viniste tú a este mundo.

¿Cómo no vas a creer en la magia?

 

 

ÍNDICE

 

 

 

 

1. EL DILUVIO UNIVERSAL

2. DIOS TE LO PAGARÁ

3. LA LLAMADA

4. UNA MUERTE EN VIDA

5. EL INTERRUPTOR DE UNAHABITACIÓN A OSCURAS

6. PREGÚNTASELO A DIOS

7. ¿QUÉ HAY DEL AMOR?

8. EL ESPÍA, LA LECTORAY EL FIN DEL MUNDO

9. TRÁGATE ESE SAPO

10. EL AMOR VERDADERO

11. UNA POSTAL DE KEW GARDENS

12. EL HOMBRE EN SU CASTILLO

13. TÉ DE ROCA PARA TRES

14. EL OCÉANO DE LAS ALMAS

15. YUIMAARU

16. EL ESPEJO DE LA AMISTAD

17. MENSAJES DE ULTRATUMBA

18. LEYENDO A MARCO AURELIO

19. LOS MOLINOS DE VIENTO DE TU MENTE

20. LAS PALABRAS NO DICHAS

21. EL LORO QUE DECÍA «TE QUIERO»

22. MÁS MEDITACIONES

23. PAULA

24. EL LIBRO OLVIDADO

25. ¿ERES AUTÉNTICO?

26. UN PUZLE LLAMADO VIDA

27. DEPRIMIRSE CON KAVAFIS

28. CUATRO ESCALONES PARA REALIZARTE

29. EL FILÓSOFO Y OTRAS NOTICIAS

30. CUANDO EMPRENDAS EL VIAJE A ÍTACA

31. LA COMIDA BASURA DE LA MENTE

32. LAS PLAYAS DEL INCONSCIENTE

33. EL MAPA DE LOS SUEÑOS

34. MENSAJES Y DESEOS

35. LA OROPÉNDOLA

36. LOS PRIMOS DEL INCONSCIENTE

37. LA MEDIDA DEL EGO

38. LA OTRA ORILLA

39. LA RELATIVIDAD DEL TIEMPO

40. SALIR DE LA ADICCIÓN

41. EL SPA URBANO

42. TIRARSE A LA PISCINA

43. EN CASA DE KAFKA

44. ESTRELLAS SOBRE LA CIUDAD

45. CADA VEZ PODRÍA SER LA ÚLTIMA

46. MÁS ALLÁ

47. YA VIENE SANTA CLAUS

48. TRES CAMINOS IMAGINARIOS

49. LA LISTA DE LA COMPRA

50. UNA NUEVA CITA

51. UN ALMUERZO BESTIAL

52. LA VIDA ES UN LIENZO EN BLANCO

53. LOS PACTOS DEL AMOR

54. AUTOVIDA

55. ÚLTIMA CONVERSACIÓN CON DIOS

FIN (Y NUEVO INICIO)

EL ORIGEN DE ESTA HISTORIA

 

 

1. EL DILUVIO UNIVERSAL

 

 

 

 

Era aún noviembre cuando todo empezó. Desde que Teo tenía uso de razón, los domingos por la tarde le deprimían, pero aquel día la suave y constante ansiedad que solía acompañarle se había intensificado.

Quizás fuera porque se aproximaba a los cuarenta con la impresión de que, en adelante, su vida solo podía ir pendiente abajo.

Hacía casi cinco años de su última relación y no se podía decir que tuviera muchos amigos. Solía evitar a la gente. Tal vez porque hacía un trabajo anodino en una empresa de seguros, con un tiempo libre igual de anodino, estaba convencido de no tener nada que decir.

De hecho, las pocas veces que quedaba con alguien, le aburría escucharse a sí mismo.

¿Era aquello depresión o tedio existencial? Teo dudaba de que un psicólogo o coach pudiera darle respuesta; por eso, ni siquiera se había preocupado de buscar uno.

Estaba dando vueltas a estos pensamientos en su piso de cincuenta metros cuadrados, como una fiera enjaulada, mientras la brisa azotaba un platanero frente a su ventana.

De repente, sintió la necesidad de escapar de casa y se vio bajando las escaleras hacia la calle.

Al cruzar la puerta de cristal le abofeteó un viento helado que traía noticias del invierno. Ya había oscurecido cuando empezó a callejear en busca de un bar o un café que no estuviera cerrado. Aquel era un barrio residencial venido a menos con una población envejecida. Si había ya poca gente entre semana, el domingo era un verdadero desierto.

Tuvo que andar un buen trecho hasta hallar la primera persiana abierta. El local tenía el poco prometedor nombre de El Diluvio Universal, y no recordaba haberlo visto nunca. De hecho, había pasado varias veces por aquella calle ajardinada y no estaba en ese lugar.

Con todo, las lámparas polvorientas y el techo de madera revelaban que llevaba tiempo allí.

No quiso darle más vueltas y empujó la puerta, convencido de que en cuanto pusiera un pie dentro le dirían que el bar estaba cerrado. Al fin y al cabo, no había ni un alma.

Resignado a volver a casa, se sentó en una mesa arrimada a la ventana mientras esperaba a que apareciera Noé. El dueño de un local con ese nombre bien podía llamarse así, se dijo.

En medio de estas bromas privadas, apareció un tipo escuálido con gafas de alta graduación. Llevaba chaleco y pajarita, como los camareros de otra época. Se le quedó mirando fijamente, como si fuese un energúmeno difícil de clasificar.

Teo se disponía ya a levantarse para salir cuando Noé le habló con una voz suave y educada.

—Ahora le acerco una carta. La cocinera llegará en unos minutos.

Miró su reloj. Aún no eran las siete de la tarde y no había previsto cenar fuera, pero no quería desairar a aquel camarero.

Echó un vistazo a las hojas plastificadas. Le pareció sorprendente la variedad de platos para un local en el que nunca había reparado y donde no había nadie.

¿Sería quizás que se llenaba más tarde?

Como Teo apenas salía de casa, no podía saberlo, así que decidió elegir entre los principales un plato que no complicara más de la cuenta sus digestiones ya difíciles.

Justo entonces se abrió la puerta.

Por el aspecto desaliñado, incluso desesperado de aquella chica, supo enseguida que no era la cocinera.

 

 

2. DIOS TE LO PAGARÁ

 

 

 

 

Tendría poco más de veinte años, y sus ojeras oscuras y profundas revelaban una salud muy deteriorada. Probablemente era drogadicta. Embobada en medio del local, como si no supiera dónde sentarse, parecía haber entrado allí por casualidad. Como Teo. Otra alma descarriada en El Diluvio Universal.

Tras salir de su encantamiento, la chica caminó lentamente hasta una mesa contigua a la suya. El camarero de las lentes enormes —debía de tener más de doce dioptrías— le entregó una carta.

Teo se había inclinado ya por un lenguado a la naranja, pese a saber que el pescado sería congelado y la naranja, con toda probabilidad, de conserva. Mientras esperaba a que Noé le tomara nota, espió a la yonqui parapetado tras la carta, como los detectives de las películas.

De no estar demacrada, sería una joven verdaderamente bella, se dijo Teo, que se preguntaba dónde estarían sus padres y cómo habría llegado a esa situación.

Sus ojos claros subían y bajaban por el menú con expresión grave, como si leyera la Biblia en verso.

Saltándose el orden de llegadas de la clientela, Noé la atendió antes que a él.

—¿Ya sabes lo que quieres?

El hecho de que la tuteara era signo de que la conocía, pensó Teo. Quizás viviera en un cajero y de vez en cuando recalaba en El Diluvio Universal para calentarse un poco.

Su voz sonó más débil y quebradiza de lo que él se esperaba: —La verdad es que no tengo dinero.

El camarero se limpió las gafas con un trapo, como si pensara las palabras exactas con las que echarla del local —y no por primera vez— cuando las cuerdas vocales de Teo vibraron ajenas a su voluntad:

—Póngale lo que pida. Corre de mi cuenta.

Un instante después, ya no sabía por qué lo había dicho. Él no era conocido por su generosidad. En sus pocas relaciones siempre se había considerado un equilibrador: solo daba a quienes le habían dado, en una proporción parecida a lo recibido.

En todo caso, ya estaba hecho y no podía echarse atrás.

A la joven se le iluminó el rostro y juntó las manos para darle las gracias. Luego pidió al camarero el plato más económico de la carta: un pincho de tortilla con pan y una copa de vino tinto.

Teo pidió el lenguado y un vino blanco, a disgusto con la situación que él mismo había creado. Tal vez porque no se sentía nadie, le gustaba pasar desapercibido. La extrañeza que notaba en los ojos miopes del camarero y la gratitud en los de la chica le incomodaban.

Cuando Noé sirvió los vinos y la yonqui se levantó para sentarse a su mesa, Teo volvió a arrepentirse de su gesto.

—Dios te lo pague —dijo ella mirándole a los ojos—. Mejor dicho, Dios te lo pagará.

Seguidamente, chocó su copa con la suya, que seguía sobre la mesa.

—¿Cómo me lo pagará? —le preguntó Teo con frialdad.

—Él sabrá cómo recompensarte. Tengo su teléfono, solo tienes que llamarle.

Dio un sorbo a su vino blanco mientras estudiaba a aquella pobre chica. Además de drogadicta, estaba loca, pensó.

—Tengo el teléfono de Dios —insistió ella abriendo mucho los ojos—. ¿No me crees? Ahora lo verás.

Su mano delgada agarró una servilleta de papel y, con un bolígrafo casi gastado que había sacado de su bolso, anotó nueve cifras. Luego se levantó para regresar a su mesa con la copa.

No volvieron a hablar en toda la cena. Ella tampoco le dirigió una sola mirada. Cuando hubo terminado su tortilla, zampándose hasta la última miga de pan, apuró el vino y se marchó con los ojos clavados en el suelo.

 

 

3. LA LLAMADA

 

 

 

 

Nada más regresar a casa, Teo se desplomó sobre el sofá y estuvo zapeando entre varios inicios de serie. Ninguna lograba captar su atención. Aliviado de que aquel domingo extraño tocara a su fin, se levantó con pesadez para arrastrarse hasta el baño y luego a la cama.

Siguiendo su costumbre, tras desnudarse dobló la ropa con cuidado y la dejó sobre una silla después de haber vaciado sus bolsillos. En el derecho del pantalón apareció la servilleta con el número de «el teléfono de Dios».

Teo lo contempló unos instantes, sin saber qué hacer. El sentido común mandaba arrojarlo a la papelera, pero por alguna razón no podía hacerlo.

Al igual que le había sucedido al invitar a la chica, sus dedos teclearon en el móvil como si tuvieran vida propia. La locura ya estaba hecha, así que se acercó el auricular al oído para escuchar la señal larga e intermitente.

Fueron cinco en total, luego saltó el pitido del contestador sin mensaje previo. En ese momento Teo decidió colgar.

«Dios no contesta ‹se dijo›. Eso ya lo sabía Bergman, que hizo varias películas sobre el silencio de Dios.»

Ahora sí, arrojó la servilleta a la papelera. Puso la alarma en el móvil para las 6:45, como cada día laborable, y lo dejó en la mesita de noche.

Cuando apagó la luz, ya dentro de la cama, se temía que no lograría conciliar el sueño, pero no fue así. Antes de que pudiera darse cuenta, se hundió en los parajes de la inconsciencia.

Serían las dos de la madrugada cuando sonó el móvil. Sobresaltado, primero se maldijo por no haberlo puesto en modo no molestar. Luego, al ver en la pantalla el mismo número que había marcado antes de acostarse, se preocupó.

Si la yonqui le había escrito un número al azar, guiada por su delirio, ahora él tendría que disculparse por su llamada nocturna.

—¿Quién es? —preguntó Teo tímidamente.

Esperaba recibir una bronca al otro lado de la línea, pero en vez de eso encontró una voz clara y suave.

—Lo sabes bien. Tú me has llamado.

Con el teléfono en la mano, Teo se dijo que debía de estar soñando. Para cerciorarse, encendió la lámpara de la mesita de noche y volvió a mirar el móvil. Seguía siendo madrugada, y aquella llamada estaba en línea.

Totalmente desorientado, se acercó de nuevo el móvil al oído y preguntó:

—¿Eres Dios?

En ese momento, la línea se cortó.

 

 

4. UNA MUERTE EN VIDA

 

 

 

 

Mientras subía en ascensor hasta la undécima planta, Teo sintió que la ansiedad se enroscaba en su vientre como una serpiente amenazadora, siempre al acecho. Al entrar en la oficina, aquel lugar ya de por sí impersonal y gris le pareció más opresivo que nunca.

Hizo cinco respiraciones largas y profundas, como había aprendido en un tutorial de YouTube, pero no se sintió mucho mejor.

Un ejército de muertos vivientes, como él, iban pasando por su lado sin siquiera saludarle.

Así empezaba una semana más.

Sentado en su cubículo frente al ordenador, Teo trató de concentrarse en las tareas pendientes. Sin embargo, su mente seguía regresando a la extraña llamada de madrugada.

¿Había sido solo una broma de mal gusto?

Aquella incertidumbre le siguió acompañando mientras revisaba un sinfín de pólizas y respondía a correos electrónicos.

Le embargaba una sensación extraña. Por una parte, su cuerpo estaba allí, haciendo la tarea por la que recibía un salario cada mes, pero su corazón y su mente se hallaban a años luz de aquella oficina demasiado iluminada donde se gestionaba la infelicidad.

El murmullo constante de conversaciones, que solían molestarle hasta el punto de ponerse auriculares de cancelación de sonido, ahora le sonaba tan lejano como el rumor de un mar al otro lado del desierto.

¿Qué le estaba pasando?

A mitad de la jornada, después de almorzar con prisas en la cantina del edificio, volvió a subir para continuar con su monótona labor.

No paraban de entrarle correos rebotados de otros departamentos, lo cual alimentaba la desesperante conciencia de no poder con todo. Si no quería salir a las tantas, no le quedaba otra que poner foco y concentrarse en el trabajo.

Como una máquina perfectamente diseñada para aquella actividad, Teo procesó formularios, calculó primas de riesgo y mantuvo un semblante serio en las reuniones de equipo. Pero una desazón más fuerte que nunca le envolvía como una mortaja en cada interacción y tarea.

Incluso las conversaciones triviales en las pausas para el café le parecían distantes y sin sentido.

Era ya de noche cuando salió de la oficina con el sentimiento de haber completado un capítulo más de lo que era una muerte en vida.

Una vez en el autobús, mientras con una mano se agarraba a la barra metálica, con la otra se encontró de nuevo contemplando aquel número desconocido en su teléfono.

Aunque sabía que no llamaría nunca más allí, su carácter metódico hizo que lo registrara en la agenda bajo el nombre «El teléfono de Dios». Luego guardó su móvil en el bolsillo y se puso a pensar en los platos congelados que tenía en la nevera para prepararse la cena.

 

 

5. EL INTERRUPTOR DE UNA

HABITACIÓN A OSCURAS

 

 

 

 

Pasaron dos semanas más sin que a Teo le sucediera nada remarcable, más allá de envejecer catorce días. Sus jornadas en la oficina rebasaban las seis e incluso las siete de la tarde, porque no podía permitirse que se le acumularan los expedientes. Eso solo dispararía aún más su ansiedad.

Era un jueves por la noche cuando, al regresar a casa, le vino a la mente un documental que había visto por televisión sobre el proceso creativo de David Bowie. Decía que a veces lo más heroico que puedes hacer es llegar al final del día.

Mientras cerraba la puerta, dio la razón al Duque Blanco, entre los muchos nombres que había recibido, cuyas canciones formaban la banda sonora de su juventud. Aunque todavía no hubiera cumplido los cuarenta, de eso parecía haber pasado una eternidad.

Sin encender siquiera las luces, se dejó caer sobre el sofá. Y entonces sucedió.

Como si se tratara de un acto sincronizado, nada más su trasero aterrizó en la superficie mullida, sonó el móvil.

Convencido de que se trataba de un comercial que quería endosarle un cambio de compañía eléctrica o cualquier otro servicio, lo sacó de su bolsillo, dispuesto a cortar por lo sano.

Sin embargo, lo que vio en la pantalla le paralizó.

 

El teléfono de Dios

 

Se había olvidado, incluso, de que lo había fichado así en la agenda.

El primer impulso de Teo fue esperar a que dejara de llamar para luego bloquear ese número. Tema zanjado. Sin embargo, la curiosidad le llevó a darle al botón verde para ver quién era.

Al otro lado de la línea, esa misma voz clara y misteriosa dijo:

—¿Por qué no enciendes la luz?

«Buen truco», pensó asustado. El hecho de que supiera que estaba a oscuras revelaba que, quien fuera que llamara, estaba vigilando su ventana. Al vivir en un segundo piso, podía verla incluso desde la calle, así que, con el teléfono en el oído, Teo se acercó al cristal.

Justo debajo había una pareja joven que se besaba. Por el ímpetu y la fuerza del abrazo, debían de estar en sus inicios.

Teo regresó al sofá y, siguiendo un acto reflejo, encendió una lámpara de pie. «Hágase la luz», pensó recordando el pasaje del Génesis.

—Eso ya está mejor —dijo la voz, lo cual aumentó aún más su inquietud—. Si estás en una habitación a oscuras, busca el interruptor. Parece obvio, pero a mucha gente le pasa por alto. Lo mismo sucede con el vacío que estás sintiendo ahora mismo.

—Pero… ¿de qué vacío me hablas? —preguntó Teo irritado.

—Del tuyo, ¿cuál va a ser? Del de la mayoría de las personas, de hecho. Y la solución es la misma que para la habitación a oscuras: el vacío que sientes es una invitación a llenarlo.

—Ya… pero ¿de qué?

—De algo o alguien que tenga sentido para ti —dijo la voz.

Teo se quedó pensando sin saber qué contestar. Más allá de si se trataba de un espía, de un acosador o del propio Dios, por extraño que pareciera, se sentía a gusto en esa conversación.

¿Tan profunda era su soledad?

—Ahora mismo, no hay nada ni nadie que tenga sentido para mí. De ahí mi vacío.

—Entiendo. Pero no te puedes quedar así, ¿cierto? Tendrás que hacer algo.

Teo permaneció en silencio, esperando a que la voz siguiera, cosa que sucedió con una pregunta directa:

—¿Te sientes solo?

—Sí, diablos.

—Pues eso tiene fácil arreglo, Teo.

—Espera… ¿cómo sabes mi nombre? —preguntó, tomando conciencia de nuevo de lo extraño y peligroso de la situación.

—Sé muchas cosas, eso lo irás comprobando a medida que conversemos. Pero no le des vueltas a lo que es insignificante. Un nombre es solo eso, un nombre. No hay que juzgar un libro por su título.

—Si yo aceptara que eres Dios, como me aseguró la pobre chica que me dio tu número, deberías saberlo todo.

—¡En absoluto! Dios solo puede saber y conocer lo que ya está creado, las obras terminadas.

—¿Y qué está inacabado o por crear? —preguntó Teo desafiante.

—Tu vida, por ejemplo. Solo tú puedes saber con qué llenarás ese vacío.

—Solo yo… —repitió, confundido— ¿Y si no sé por dónde empezar?

—Empieza por algo fácil. Antes me has reconocido que estás solo, ¿verdad? Pues llama a alguien y queda mañana para comer. ¿Eres capaz de hacer eso?

—Sí… —dijo Teo entre avergonzado y confundido.

—Pues eso es todo por ahora.

Dicho esto, cortó la llamada.

 

 

6. PREGÚNTASELO A DIOS

 

 

 

 

La conversación de la noche anterior debía de haber imprimido a Teo una eficiencia divina, ya que a las tres logró terminar sus expedientes y apagar el ordenador.

El viernes era el único día de la semana en el que —teóricamente— no se trabajaba por la tarde, así que había quedado con Lucrecia para comer a las tres y cuarto. A la única amiga que conservaba de la facultad de Derecho la veía de uvas a peras, tal vez porque sus vidas no podían ser más distintas.

De aspecto algo masculino con un ramalazo punk, trabajaba en una agencia de detectives y tenía más amantes simultáneos que días de la semana. Por supuesto, Teo nunca había entrado en sus quinielas. Su papel siempre había sido el de escuchar sus proezas sexuales, lo cual le hacía sentir aún más en una sequía sentimental.

Aquel día, sin embargo, no la había citado sin motivo. Más allá de seguir la recomendación de la voz del teléfono —se resistía a creer que era Dios—, tenía algo que pedirle.

Raro en ella, estaba ya en el restaurante de pescado donde había prometido invitarla.

—Te has olvidado de llegar tarde esta vez —le dijo Teo después de darle dos besos, mientras tomaba asiento.

—Sí… debe de significar que me hago mayor.

Luego ella le asestó un puñetazo en el pecho que pretendía ser cariñoso, pero que le dejó sin aliento por unos instantes.

Pidieron una botella de chablis blanco y el pescado del día con patatas al horno. Mientras chocaba su copa con la suya, Teo se dio cuenta de que estaba contento de verla. Y no solo porque necesitara pedirle ayuda.

Lucrecia escuchó con una sonrisa burlona su relato sobre El Diluvio Universal, la yonqui, el teléfono de Dios y su primera charla.

—Si no supiera que eres soso a morir, te preguntaría qué droga tomaste anoche al llegar a casa.

—No creas… —respondió Teo tras dar un trago al chablis, que estaba delicioso—. Yo tampoco estoy seguro de estar cuerdo. Por eso necesito que averigües a quién corresponde este número que ahora te mostraré. Tú tienes acceso a los registros de las compañías telefónicas, ¿me equivoco?

—A veces… —repuso mientras se llevaba un trozo de pescado a la boca.

—Entonces, ¿lo averiguarás?

—Haré todo lo posible, descuida. Aunque me dan ganas de llamarle para añadirlo a mi catálogo de conquistas.

—¿Te refieres a ligarte a Dios?

—¿Por qué no? —rio—. Hablando en serio, no creas que esta investigación te saldrá gratis —añadió ella tras apuntar el número en una libreta pequeña y arrancar una hojita donde había anotado otras nueve cifras.

Lucrecia la deslizó sobre la mesa y añadió:

—Quiero que le llames. Se llama Marcus.

—¿De quién se trata? ¿De uno de tus lovers? ¿Por qué tengo que llamarle?

—Recuerdo que en la facultad escribías por encargo.

—Sí… pero eso fue en el pleistoceno. Mientras estudiaba, escribía artículos para una empresa de marketing digital. Yo era lo que se llama un creador de contenidos.

—Ajá, pues Marcus tiene una historia que contarte. Quizás puedes ayudarle a escribirla, incluso.

Teo levantó la mano para frenarla, pero ella le detuvo.

—Solo quiero que le llames, igual que hiciste con Dios. Marcus también te devolverá la llamada. Y yo cumpliré mi parte del trato. Tienes suerte de habérmelo pedido hoy: están a punto de despedirme… Espero tener tiempo de mirarte esto.

—¿Qué dices? —se escandalizó Teo—. ¿Qué has hecho?

—Digamos que tengo una manera un tanto extraña de espiar a la gente… Me he enrollado con mi investigado, y el cliente se ha enterado, además de mi jefa.

—¿Y qué vas a hacer si te despiden?

—Aún no lo sé, dudo que sirva para otra cosa que no sea fisgonear. ¿O sí? Quizás puedas preguntárselo a Dios.

 

 

7. ¿QUÉ HAY DEL AMOR?

 

 

 

 

Cuando Teo llegó a su bloque hacia las seis de la tarde, con la cabeza nublada por el vino, la parejita de la noche anterior volvía a estar en el mismo lugar. Pero ahora no se comían a besos. Cogidos de las manos, parecían hacerse confidencias.

Reconoció al chico como un adolescente ruidoso que vivía en el ático. Había crecido y, al parecer, ahora tenía novia. Era una chica pequeña y graciosa que al sonreír mostraba unos dientes de conejo.

Aquella estampa romántica durante dos días seguidos, sumado a las conquistas de Lucrecia, le hizo sentir un fracasado.

Esta vez, Teo ni siquiera tuvo tiempo de alcanzar el sofá. Nada más entrar en casa, el teléfono vibró en su bolsillo. Y no tuvo duda de quién era.

—¿Por qué has puesto una detective a espiarme? —le preguntó la voz, que inmediatamente después se puso a reír—.

Bueno, yo en tu lugar habría hecho lo mismo.

—No sé cuál es mi lugar —replicó Teo.

—Te noto un poco resentido. ¿Qué te pasa? Estás empezando ya el fin de semana.

—Me pasa que veo a todo el mundo disfrutar del amor menos yo. Y eso se agrava el fin de semana, cuando no tienes con quién quedar.

—Eso tiene solución, como has comprobado hoy. También lo del amor.

—¿Ah, sí? ¿Cuál es la solución?

—Abre la puerta.