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Un tren especial, contratado exclusivamente para un grupo de importantes empresarios, desaparece misteriosamente en medio de un trayecto rutinario. La prensa y el público claman por respuestas, pero la policía está completamente perpleja. Sherlock Holmes y su fiel compañero, el Dr. Watson, siguen una serie de pistas que los llevan a descubrir un plan de sabotaje cuidadosamente planeado. A lo largo de esta investigación, Holmes debe aplicar toda su habilidad deductiva y su profundo conocimiento de la naturaleza humana para resolver el caso antes de que el tren y sus pasajeros perezcan irreversiblemente.
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Seitenzahl: 271
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
El tren especial desaparecido
El bazar deportivo
El hombre de los relojes
De cómo Watson aprendió el truco
El caso Stonor
La casa del tío Jeremy
Notas
El tren especial desaparecido
Títulos originales: The Story of the Lost Special, 1898; The Field Bazaar, 1896; The Story of the Man with the Watches, 1898; How Watson Learned the Trick, 1924; The Stonor Case, 1910; Uncle Jeremy’s Household, 1887.
Traducción: M. Carmen Escudero Millán
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: julio de 2025
REF.: OBDO522
ISBN: 978-84-1098-384-7
Composición digital: www.acatia.es
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“MONSIEUR LOUIS CARATAL Y SU AMIGO”.
AGOSTO DE 1898
DE A. CONAN DOYLE
A CONFESIÓN hecha por Herbert de Lernac, que se halla en la actualidad sentenciado y condenado a muerte en Marsella, ha venido a arrojar luz sobre uno de los crímenes más inexplicables del siglo, sobre un suceso que, según creo, no tiene precedente alguno en los anales del crimen de ningún país. Aunque en los medios oficiales se muestran reacios a tratar del asunto, por lo que los informes entregados a la prensa son muy pocos, existen, no obstante, indicaciones de que la confesión de este archicriminal está corroborada por los hechos y de que hemos encontrado, al fin, la solución del más asombroso de los casos. Como el suceso ocurrió hace ya ocho años y una crisis política que en aquellos momentos tenía absorta la atención del público vino, hasta cierto punto, a quitarle importancia, convendrá que yo exponga los hechos tal como me ha sido posible conocerlos. Los he examinado comparando los periódicos de Liverpool de aquella fecha, las actas de la investigación realizada acerca de John Slater, maquinista del tren, y los archivos de la compañía de ferrocarril de Londres y la costa occidental, que han sido puestos cortésmente a mi disposición. Resumiéndolos, son como siguen:
El día 3 de junio de 1890, un caballero que dijo llamarse monsieur Louis Caratal pidió una entrevista con el señor James Bland, superintendente de la estación central de dicho ferrocarril en Liverpool. Era un hombre de corta estatura, edad mediana y pelo negro, cargado de espaldas hasta el punto de producir la impresión de alguna deformidad del espinazo. lba acompañado por un amigo, hombre de aspecto físico impresionante, pero cuyas maneras respetuosas y cuyas atenciones constantes daban a entender que dependía del otro. Este amigo o acompañante, cuyo nombre no se dio a conocer, era sin duda alguna extranjero y probablemente español o sudamericano, a juzgar por lo moreno de su tez. Se observó en él una particularidad. Llevaba en la mano izquierda una carpeta negra de cuero, de las de correos, y un escribiente observador de las oficinas centrales se fijó en que la llevaba sujeta a la muñeca por medio de una correa. Ninguna importancia se dio en aquel entonces a este hecho, pero los acontecimientos que siguieron demostraron que la tenía. Se hizo pasar a monsieur Caratal hasta el despacho del señor Bland, mientras le esperaba fuera su acompañante.
El negocio de monsieur Caratal fue solucionado rápidamente. Aquella tarde había llegado de un país de Centroamérica. Ciertos negocios de máxima importancia exigían su presencia en París sin perder ni un solo momento. El expreso de Londres ya había salido y necesitaba que se le pusiese un tren especial. El dinero no tenía importancia porque era un problema de tiempo. Si la compañía se prestaba a que lo ganase poniéndole un tren, él aceptaba las condiciones de la misma.
El señor Bland tocó el timbre, mandó llamar al director de tráfico, el señor Potter Hood, y dejó arreglado el asunto en cinco minutos. El tren saldría tres cuartos de hora más tarde. Se requería tiempo para asegurarse de que la línea estaba libre. Se engancharon dos coches, con un furgón detrás para un guarda, a una poderosa locomotora conocida con el nombre de Rochdale, que tenía el número 247 en el registro de la compañía. El primer vagón solo tenía por finalidad disminuir las molestias producidas por la oscilación. El segundo, como de costumbre, estaba dividido en cuatro departamentos; un departamento de primera, otro de primera para fumadores, uno de segunda y otro de segunda para fumadores. El primer departamento, el delantero, fue reservado a los viajeros. Los otros tres quedaron vacíos. El jefe de tren era James McPherson, que llevaba ya varios años al servicio de la compañía. El fogonero, William Smith, era nuevo en el oficio.
Al salir del despacho del superintendente, monsieur Caratal fue a reunirse con su acompañante y ambos dieron claras señales de la gran impaciencia que tenían por ponerse en marcha inmediatamente. Pagaron la suma que se les pidió, es decir, cincuenta libras y cinco chelines, la tarifa correspondiente para los trenes especiales de cinco chelines por milla, y a continuación pidieron que se les condujese hasta el vagón, instalándose inmediatamente en el mismo, aunque se les aseguró que transcurriría cerca de una hora hasta que la vía estuviese libre. En el despacho del que acababa de salir monsieur Caratal ocurrió, mientras tanto, una coincidencia extraña.
El hecho de que en un rico centro comercial alguien solicite un tren especial no es cosa extraordinaria; pero que la misma tarde se soliciten dos de esos trenes ya era algo poco corriente. Eso fue, sin embargo, lo que ocurrió; apenas el señor Bland hubo despachado el asunto del primer viajero, cuando se presentó en su despacho otro con la misma pretensión. Este segundo viajero se llamaba Horace Moore, hombre de aspecto militar y porte caballeresco, que alegó una enfermedad grave y repentina de su esposa, que se hallaba en Londres, como razón absolutamente imperiosa para no perder un instante en ponerse de viaje. Eran tan patentes su angustia y su preocupación, que el señor Bland hizo todo lo posible para complacer sus deseos. No había ni que pensar en un segundo tren especial, porque ya el comprometido perturbaba hasta cierto punto el servicio corriente local. Sin embargo, quedaba la alternativa de que el señor Moore cargase con una parte de los gastos del tren de monsieur Caratal e hiciese el viaje en el otro departamento vacío de primera clase, si monsieur Caratal ponía inconvenientes a que lo hiciese en el ocupado por él y por su acompañante. No parecía fácil que pusiese objeción alguna a ese arreglo; sin embargo, cuando el señor Potter Hood le hizo esta sugerencia, se negó en redondo a tomarla ni siquiera en consideración. El tren era suyo, dijo, e insistiría en utilizarlo para su uso exclusivo. Cuando el señor Horace Moore se enteró de que no podía hacer otra cosa que esperar al tren ordinario que sale de Liverpool a las seis, abandonó la estación muy afligido. El tren en que viajaban el deforme monsieur Caratal y su gigantesco acompañante dio su pitido de salida de la estación de Liverpool a las cuatro y treinta y un minutos exactamente, según el reloj de la estación. La vía estaba en ese momento libre y el tren no había de detenerse hasta Mánchester.
“EL SEÑOR HORACE MOORE”.
Los trenes del ferrocarril de Londres y la costa occidental circulan por líneas pertenecientes a otra compañía hasta la ciudad de Mánchester, a la que el tren especial habría debido llegar antes de las seis. A las seis y cuarto se produjo entre los funcionarios de Liverpool una gran sorpresa, que llegó incluso a consternación tras recibir un telegrama de Mánchester, en el que se anunciaba que no había llegado todavía. Se preguntó a St. Helens, que se encuentra a un tercio de distancia entre ambas ciudades, y contestaron lo siguiente:
«A James Bland, superintendente, Central L. & W. C., Liverpool. El especial pasó por aquí a las 4:52, de acuerdo con su horario. Dowster, St. Helens».
Este telegrama se recibió a las 6:40. A las 6:50 se recibió desde Mánchester un segundo telegrama.
«Sin noticias del especial anunciado por usted».
Y diez minutos más tarde un tercer telegrama, todavía más desconcertante:
«Suponemos alguna equivocación en horario indicado para el especial. El tren regional procedente de St. Helens, que debía seguir al especial, acaba de llegar y no sabe nada de este último. Sírvase telegrafiar. Mánchester».
El caso estaba adquiriendo un aspecto por demás asombroso, aunque el último de los telegramas aportó en ciertos aspectos un alivio a los directores de Liverpool. Parecía difícil que si al especial le había ocurrido algún accidente, pudiera pasar el tren regional por la misma línea sin haber advertido nada. Pero ¿qué otra alternativa quedaba? ¿Dónde podía encontrarse el tren en cuestión? ¿Lo habían desviado a algún apartadero, por alguna razón desconocida, para permitir el paso del tren más lento? Esa explicación cabía dentro de lo posible, en el caso de que hubiesen tenido que llevar a cabo la reparación de alguna pequeña avería. Se enviaron sendos telegramas a todas las estaciones intermedias entre St. Helens y Mánchester, y tanto el superintendente como el director de tráfico permanecieron junto al transmisor, presas de la máxima expectación, en espera de que fuesen llegando las respuestas que habían de informarles con exactitud de lo que le había ocurrido al tren desaparecido. Las contestaciones fueron llegando en el mismo orden de las preguntas, es decir, en el de las estaciones que venían a continuación de la de St. Helens.
«Especial pasó por aquí a las 5:00. Collins Green».
«Especial pasó por aquí 5:05. Earlstown».
«Especial pasó por aquí 5:10. Newton».
«Especial pasó por aquí 5:20. Kenyon Junction».
«Ningún especial pasó por aquí. Barton Moss».
Los dos funcionarios se miraron atónitos.
—No me ha ocurrido cosa igual en mis treinta años de servicio —dijo el señor Bland.
—Es algo absolutamente sin precedentes e inexplicable, señor. Algo le ha ocurrido al especial entre Kenyon Junction y Barton Moss.
—Sin embargo, si la memoria no me falla, no existe apartadero entre ambas estaciones. El especial debe haber descarrilado.
—Pero ¿cómo es posible que el tren ordinario de las cuatro cincuenta haya pasado por la misma línea sin verlo?
—No queda otra alternativa, señor Hood. Tiene por fuerza que haber descarrilado. Quizás el tren regional haya observado algo que arroje alguna luz sobre el asunto. Telegrafiaremos a Mánchester pidiendo más informes, y a Kenyon Junction le daremos instrucciones de que salgan inmediatamente a revisar la vía hasta Barton Moss.
“LOS DOS FUNCIONARIOS SE MIRARON ATÓNITOS”.
La respuesta de Mánchester no se hizo esperar:
«Sin noticias del especial, desaparecido. Maquinista y jefe del tren regional afirman de manera terminante que ningún descarrilamiento ha ocurrido entre Kenyon Junction y Barton Moss. La vía, completamente libre, sin ningún detalle fuera de lo corriente. Mánchester».
—Habrá que despedir a ese maquinista y a ese jefe de tren —dijo, ceñudo, el señor Bland—. Ha ocurrido un descarrilamiento y ni siquiera se han fijado. No cabe duda de que el especial se salió de los raíles sin estropear la vía, aunque eso es superior a mis entendederas. Pero no tiene más remedio que haber ocurrido así y ya verá usted cómo no tardamos en recibir telegrama de Kenyon o de Barton Moss anunciándonos que han encontrado al especial en el fondo de un barranco.
Pero la profecía del señor Bland no estaba llamada a cumplirse. Transcurrió media hora y llegó, por fin, el siguiente mensaje enviado por el jefe de estación de Kenyon Junction:
«Sin ningún rastro del especial desaparecido. Con seguridad absoluta que pasó por aquí y que no llegó a Barton Moss. Desenganchamos máquina de tren mercancías y yo mismo he recorrido la línea, que está completamente libre, sin señal alguna de que haya ocurrido accidente».
El señor Bland se mesó los cabellos, lleno de perplejidad, y exclamó:
—¡Esto raya con la locura, Hood! ¿Es que puede en Inglaterra esfumarse un tren en el aire a plena luz del día? Esto es absurdo. Locomotora, ténder, dos coches, un furgón, cinco personas..., y todo desaparecido en la vía despejada de un ferrocarril. Si no recibimos alguna noticia concreta, iré yo personalmente a recorrer la línea dentro de una hora en compañía del inspector Collins...
Al fin ocurrió algo concreto, que adquirió la forma de otro telegrama procedente de Kenyon Junction.
«Lamento informar que cadáver de John Slater, maquinista tren especial, acaba de ser encontrado entre matorral aliagas a dos millas y cuarto de este empalme. Cayó de la locomotora, rodó barranco abajo y fue a parar entre arbustos. Parece muerte debida a heridas en la cabeza que se produjese al caer. Examinado cuidadosamente terreno alrededores, sin encontrar rastro de tren desaparecido».
He dicho ya que el país se encontraba en el hervor de una crisis política, contribuyendo todavía más a desviar la atención del público las noticias sobre sucesos importantes y sensacionales que ocurrían en París, donde un escándalo colosal amenazaba con derribar al Gobierno y desacreditar a muchos de los dirigentes de Francia. Esta clase de noticias llenaban las páginas de los periódicos y la extraña desaparición del tren despertó una atención mucho menor que la que se le habría dedicado en momentos de mayor tranquilidad. Además, el suceso presentaba un aspecto grotesco, que contribuyó a quitarle importancia: los periódicos desconfiaban de la realidad de los hechos tal como venían relatados. Más de uno de los diarios londinenses trató el asunto de ingeniosa noticia falsa, hasta que la investigación del juez acerca de la muerte del desdichado maquinista (investigación que no descubrió nada importante) convenció a todos de que era un incidente trágico.
El señor Bland y el inspector Collins, decano de los detectives al servicio de la compañía, se dirigieron aquella misma tarde a Kenyon Junction. Dedicaron todo el siguiente día a investigaciones que obtuvieron solo un resultado negativo. No solo no existía rastro del tren desaparecido, sino que resultaba imposible formular una hipótesis que pudiera explicar lo ocurrido. Por otro lado, el informe oficial del inspector Collins (que tengo ante mis ojos en el momento de escribir estas líneas) sirvió para demostrar que las posibilidades eran mucho más numerosas de lo que habría podido esperarse. Decía el informe:
«En el trecho de vía comprendido entre estas dos estaciones, la región está llena de fundiciones de hierro y de explotaciones de carbón. Algunas de estas se hallan en funcionamiento, pero otras han sido abandonadas. No menos de una docena cuentan con líneas de vía estrecha, por las que circulan vagonetas hasta la línea principal. Desde luego, hay que descartarlas. Sin embargo, existen otras siete que disponen, o que han dispuesto, de líneas propias que llegan hasta la principal y enlazan con esta, lo que les permite transportar los productos desde la bocamina hasta los grandes centros de distribución. Todas esas líneas tienen solo algunas millas de longitud. De las siete, cuatro pertenecen a explotaciones carboníferas abandonadas o, por lo menos, a pozos de mina que ya no se explotan. Son las de Redgauntlet, Hero, Slough of Despond y Heartsease, mina esta última que era hace diez años una de las más importantes del Lancashire. Es posible también eliminar de nuestra investigación estas cuatro líneas, puesto que sus vías han sido levantadas en el trecho inmediato a la vía principal, para evitar accidentes, de modo que en realidad no tienen ya conexión con ella. Quedan otras tres líneas laterales, que son las que conducen a los siguientes lugares:
“EL SEÑOR BLAND Y EL INSPECTOR COLLINS SE DIRIGIERON AQUELLA MISMA TARDE A KENYON JUNCTION”.
a) A las fundiciones de Carnstock;
b) A la explotación carbonífera de Big Ben;
c) A la explotación carbonífera de Perseverance.
»La de Big Ben es una vía que no tiene más de un cuarto de milla de trayecto y que muere en un gran depósito de carbón que espera ser retirado de la bocamina. Allí nadie había visto ni oído hablar de ningún tren especial. La línea de las fundiciones de hierro de Carnstock estuvo, durante el día 3 de junio, bloqueada por 16 vagones cargados de hematites. Se trata de una vía única y nada pudo pasar por ella. En cuanto a la línea de Perseverance, se trata de una doble vía por la que tiene lugar un tráfico importante, debido a que la producción de la mina es muy grande. Ese tráfico se llevó a cabo durante el día 3 de junio como de costumbre; centenares de hombres, entre los que hay que incluir una cuadrilla de peones del ferrocarril, trabajaron a lo largo de las dos millas y cuarto del trayecto de esa línea y es inconcebible que un tren inesperado haya podido pasar por ella sin llamar la atención de todos. Para terminar, se puede hacer constar el detalle de que esta vía ramificada se encuentra más próxima a St. Helens que el lugar en que fue hallado el cadáver del maquinista, por lo que existen toda clase de razones para creer que el tren había dejado atrás ese lugar antes que le ocurriese ningún accidente.
»Por lo que se refiere a John Slater, ninguna pista se puede sacar del aspecto ni de las heridas que presenta su cadáver. Lo único que podemos afirmar, con los datos que poseemos, es que halló la muerte al caer de su máquina, aunque no nos sentimos autorizados para emitir una opinión acerca del motivo de su caída ni de lo que le ocurrió a su máquina con posterioridad».
En conclusión, el inspector presentaba la dimisión de su cargo, pues se encontraba muy irritado por la acusación de incompetencia que se le hacía en los periódicos londinenses.
Transcurrió un mes, durante el cual tanto la policía como la compañía ferroviaria prosiguieron en sus investigaciones sin el más pequeño avance. Se ofreció una recompensa y se prometió el perdón en caso de no tratarse de un crimen; pero nadie aspiró a una cosa ni a otra. Los lectores de los periódicos abrían estos diariamente con la seguridad de que estaría por fin aclarado aquel enigma tan grotesco; pero fueron pasando las semanas y la solución seguía tan lejana como el primer día. En la zona más poblada de Inglaterra, en pleno día y en una tarde del mes de junio había desaparecido con sus ocupantes un tren, lo mismo que si algún mago poseedor de una química sutil lo hubiese volatilizado y convertido en gas. Desde luego, entre las distintas hipótesis que aparecieron en los periódicos, hubo algunas que afirmaban en serio la intervención de fuerzas sobrenaturales o, por lo menos, preternaturales y que el deforme monsieur Caratal era, en realidad, una persona a la que se conoce mejor con otro nombre más siniestro. Otros atribuían el maleficio a su acompañante, aunque nadie era capaz de formular en frases claras de qué recurso se había valido.
Entre las muchas sugerencias publicadas por distintos periódicos o por individuos particulares, hubo una o dos que ofrecían la suficiente credibilidad para atraer la atención de los lectores. Una de ellas, la aparecida en el Tim es, con la firma de un aficionado a la lógica que por aquel entonces gozaba de cierta fama, abordaba el problema de una manera analítica y semicientífica. Será suficiente con mostrar aquí un extracto; pero los curiosos pueden leer la carta entera en el número correspondiente al día 3 de julio. Venía a decir:
«Uno de los principios elementales del arte de razonar es que, una vez que se haya eliminado lo imposible, la verdad tiene que encerrarse en el residuo, por improbable que parezca. Es cierto que el tren salió de Kenyon Junction. Es cierto que no llegó a Barton Moss. Es sumamente improbable, pero cabe dentro de lo posible, que el tren haya sido desviado por una de las siete vías laterales existentes. Es evidentemente imposible que un tren circule por un trecho de vía sin raíles; por consiguiente, podemos reducir los casos improbables a las tres vías en actividad, es decir, la de las fundiciones de hierro Carnstock, la de Big Ben y la de Perseverance. ¿Existe alguna sociedad secreta de mineros de carbón, alguna camorra inglesa, capaz de destruir el tren y a sus viajeros? Es improbable, pero no imposible. Confieso que soy incapaz de apuntar ninguna otra solución. Yo aconsejaría, desde luego, a la compañía que concentrase todas sus energías en estudiar esas tres líneas y a los trabajadores del lugar en que estas terminan. Quizás el examen de las casas de préstamos del distrito sacase a la luz algunos hechos significativos».
Tal sugerencia despertó un considerable interés por proceder de una reconocida autoridad en esa clase de asuntos y levantó también una furiosa oposición de los que la calificaban de libelo absurdo en perjuicio de una categoría de hombres honrados y dignos. La única respuesta que se dio a estas censuras fue un reto a quienes las formulaban para que expusiesen ellos públicamente otra hipótesis más verosímil. Esto provocó efectivamente otras dos, que aparecieron en los números del Tim es correspondientes a los días 7 y 9 de julio. Apuntaba la primera de ellas la idea de que quizás el tren hubiese descarrilado y se hubiese hundido en el canal de Lancashire y Staffordshire, que corre paralelo al ferrocarril en un trecho de algunos centenares de yardas. Esta sugerencia quedó desacreditada al publicarse la profundidad que tiene el canal, que no podía, ni mucho menos, ocultar un artefacto de semejante volumen. El segundo corresponsal llamaba la atención sobre la cartera que constituía el único equipaje que los viajeros llevaban consigo, apuntando la idea de la posibilidad de que llevasen oculto en su interior algún nuevo explosivo de una fuerza inmensa y pulverizadora. Pero el absurdo evidente de suponer que todo el tren hubiera podido quedar pulverizado y la vía del ferrocarril no hubiese sufrido el menor daño, colocaba semejante hipótesis en el terreno de las burlas. En esa situación sin salida se encontraban las investigaciones, cuando ocurrió un incidente nuevo y completamente inesperado.
El hecho es, nada más y nada menos, que haber recibido la señora de McPherson una carta de su marido, James McPherson, el mismo jefe de tren que había ido en el especial desaparecido. La carta, con fecha de 5 de julio de 1890, había sido enviada desde Nueva York y llegó a destino el 14 del mismo mes. Se puso en duda su autenticidad, pero la señora McPherson confirmó la veracidad de la caligrafía; además, el hecho de que la carta fuera acompañada de cien dólares, en billetes de cinco dólares, bastaba para descartar la idea de que no se tratase de una añagaza. El remitente no daba dirección alguna y la carta era como sigue:
«Mi querida esposa: Lo he meditado muchísimo y me resulta insoportable el renunciar a ti. Y también a Lizzie. Por más que lucho contra esa idea, no puedo apartarla de mi cabeza. Te envío dinero, que podrás cambiarlo por veinte libras inglesas, que serán suficientes para que tú y Lizzie crucéis el Atlántico. Los barcos de Hamburgo que hacen escala en Southampton son mejores y más baratos que los de Liverpool. Si vosotras vinieseis y os alojaseis en la Johnston House, yo procuraría avisaros de qué manera podríamos reunirnos, pero de momento me encuentro con grandes dificultades y soy poco feliz, porque me resulta duro renunciar a vosotras dos. Nada más, pues, por el momento, de tu amante esposo,
James McPherson».
Se pensó durante algún tiempo que con seguridad esta carta conduciría al esclarecimiento total del caso, sobre todo porque se consiguió el dato de que en el buque de pasajeros Vistula, que cubría la ruta Hamburgo-Nueva York, y que había zarpado el día 7 de junio, figuraba como pasajero un hombre de gran parecido físico con el jefe de tren desaparecido. La señora McPherson y su hermana, Lizzie Dolton, embarcaron para Nueva York, siguiendo instrucciones, y permanecieron alojadas durante tres semanas en la Johnston House, sin recibir noticia alguna del desaparecido. Es probable que ciertos comentarios indiscretos aparecidos en la prensa advirtiesen a este que la policía las utilizaba como cebo. Sea como sea, lo cierto es que nadie les escribió ni se acercó a ellas y que las mujeres acabaron por regresar a Liverpool.
“LA SEÑORA DE MCPHERSON RECIBIÓ UNA CARTA DE SU MARIDO, JAMES MCPHERSON”.
Así quedaron las cosas, sin más novedad hasta ahora. Por increíble que parezca, durante los últimos ocho años nada ha trascendido que arrojase la más pequeña luz sobre la extraordinaria desaparición del tren especial en el que viajaban monsieur Caratal y su acompañante. Las minuciosas investigaciones que se realizaron acerca de los antecedentes de los dos viajeros pudieron únicamente establecer el hecho de que monsieur Caratal era muy conocido en América Central como financiero y agente político y que en el transcurso de su viaje a Europa exteriorizó una ansiedad extraordinaria por llegar a París. Su acompañante, que figuraba en el registro de pasajeros con el nombre de Eduardo Gómez, era un hombre con un historial violento, con fama de bravucón y matón. Sin embargo, existían pruebas de que servía con honradez y abnegación los intereses de monsieur Caratal y de que este último, hombre de cuerpo desmedrado, se servía de él como guardián y protector. Puede agregarse a esto que de París llegaron informes acerca de las finalidades que monsieur Caratal perseguía probablemente en su precipitado viaje.
En el anterior relato están comprendidos todos los hechos que se conocían sobre este caso hasta que los diarios de Marsella publicaron la reciente confesión de Herbert de Lernac, que se encuentra actualmente en la cárcel, sentenciado a muerte por el asesinato de un comerciante de apellido Bonvalot. He aquí la traducción literal del documento:
«No doy a la publicidad esta información por simple orgullo o jactancia; si quisiera darme ese gusto, podría relatar una docena de hazañas mías más o menos espléndidas. Lo hago con el propósito de que ciertos caballeros de París se den por enterados de que yo, que puedo dar noticias del fallecimiento de monsieur Caratal, estoy también en condiciones de contar en beneficio y a petición de quién se llevó a cabo ese hecho, a menos que el indulto que estoy esperando me llegue muy rápidamente. ¡Mediten, señores, antes de que sea demasiado tarde! Ya conocen ustedes a Herbert de Lernac y les consta que es tan presto para la acción como para la palabra. Apresúrense, porque de lo contrario están completamente perdidos.
»No citaré nombres por el momento. ¡Qué escándalo si yo los diese a conocer! Me limitaré a exponer con qué habilidad llevé a cabo la hazaña. En aquel entonces fui leal a quienes se sirvieron de mí y no dudo de que también ellos lo serán conmigo ahora. Lo espero y, hasta que no me convenza de que me han traicionado, me reservaré esos nombres, que producirían una conmoción en Europa. Pero cuando llegue ese día... Bien; no digo más.
“EDUARDO GÓMEZ, ERA UN HOMBRE CON UN HISTORIAL VIOLENTO, CON FAMA DE BRAVUCÓN Y MATÓN”.
»Para no andar con rodeos diré que en el año 1890 hubo en París un célebre proceso relacionado con un monstruoso escándalo de políticos y financieros. Hasta dónde llegaba la monstruosidad del escándalo únicamente lo supimos ciertos agentes confidenciales como yo. Estaban en juego la honra y la carrera de muchos de los hombres más destacados de Francia. Mis lectores habrán visto sin duda un grupo de nueve bolos en pie, todos muy rígidos y muy firmes. De pronto llega rodando la bola desde lejos, y a este le doy y a este también, pop, pop, pop, los nueve bolos ruedan por el suelo. Pues bien: represéntense a algunos de los hombres más destacados de Francia como a estos bolos, que ven llegar desde lejos a este monsieur Caratal, que hacía de bola. Si se le permitía llegar a París, todos ellos, pop, pop, pop, rodarían por el suelo. Se decidió que no llegase.
»No los acuso de tener clara conciencia de lo que iba a ocurrir. Ya he dicho que estaban en juego grandes intereses financieros y políticos. Se formó un sindicato para poner en marcha la empresa. Hubo algunos de los que se suscribieron al sindicato que no llegaron a comprender cuál era su finalidad. Otros sí que tenían una idea clara de la misma y pueden estar seguros de que yo no me he olvidado de sus nombres. Mucho antes de que monsieur Caratal embarcase en Sudamérica, tuvieron ellos noticia de su viaje y supieron que las pruebas que traía con él equivalían a la ruina de todos ellos. El sindicato disponía de una suma ilimitada de dinero; una suma ilimitada, en toda la extensión de la palabra. Buscaron un agente capaz de manejar con seguridad aquella fuerza gigantesca. El hombre elegido tenía que ser fértil en recursos, decidido y adaptable; es decir, de los que se encuentran uno entre un millón. Se decidieron por Herbert de Lernac y reconozco que acertaron.
»Quedó a mi cargo elegir a mis subordinados, manejar sin trabas de ninguna clase la fuerza que proporciona el dinero y asegurarme de que monsieur Caratal no llegase jamás a París. Me puse a la tarea que se me había encomendado con la energía que me es característica antes de que transcurriese una hora de recibir las instrucciones que se me dieron, y las medidas que tomé fueron las mejores que era posible idear para conseguir el objetivo.
»Envié sin tardanza a Sudamérica a un hombre de mi absoluta confianza para que hiciese el viaje a Europa junto con monsieur Caratal. Si ese hombre hubiese llegado a tiempo a su destino, el barco en que este señor navegaba no habría llegado jamás a Liverpool. Por desgracia, había zarpado antes de que mi agente pudiera alcanzarlo. Fleté un pequeño bergantín armado para cortar el paso al buque; pero tampoco me acompañó la suerte. Sin embargo, yo, como todos los grandes organizadores, admitía la posibilidad del fracaso y preparaba una serie de alternativas con la seguridad de que alguna de ellas tendría éxito. Nadie calcule las dificultades de mi empresa por debajo de lo que realmente eran, ni piense que en este caso era suficiente recurrir a un vulgar asesinato. No solo era preciso destruir a monsieur Caratal, había que hacer desaparecer también sus documentos y a sus acompañantes, si teníamos razones para creer que había comunicado a estos sus secretos. Téngase además presente que ellos vivían en alerta, sospechando vivamente lo que se les preparaba. Era una empresa digna de mí desde todo punto de vista, porque yo alcanzo la plenitud de mis facultades cuando se trata de empresas ante las cuales otros retrocederían asustados.
»Todo estaba preparado en Liverpool para la recepción que había de hacerse a monsieur Caratal, y mi ansiedad era todavía mayor porque tenía serias razones para creer que ese hombre había tomado medidas para disponer de una guardia considerable desde el momento en que llegase a Londres. Todo había de hacerse, pues, entre el momento en que él pusiese el pie en el muelle de Liverpool y el de su llegada a la estación terminal de la línea principal de la Costa Oeste, en Londres. Preparamos seis proyectos, cada uno más complejo que el anterior; de las andanzas del viajero dependería cuál de esos proyectos pondríamos en marcha. Lo teníamos todo dispuesto, hiciese lo que hiciese. Lo mismo si viajaba en un tren ordinario, que si tomaba un expreso o contrataba un tren especial, le saldríamos al paso. Todo estaba previsto y a punto.
»Ya se supondrá que me era imposible realizarlo todo personalmente, ¿Qué sabía yo de las líneas inglesas de ferrocarriles? Pero con dinero es posible procurarse agentes activos en todo el mundo y encontré muy pronto a uno de los cerebros más agudos de Inglaterra, que se puso a mi servicio. No quiero citar nombres, pero sería injusto que yo me atribuyese todo el mérito. Mi aliado inglés era digno de la alianza que establecí con él. Conocía a fondo la línea del ferrocarril en cuestión y tenía bajo su mando a una cuadrilla de trabajadores inteligentes y en los que podía confiar. La idea fue suya y yo solo tuve que contribuir en algunos detalles. Compramos a varios funcionarios del ferrocarril, siendo James McPherson el más importante de todos, porque nos cercioramos de que, tratándose de trenes especiales, era casi seguro que actuase de jefe de tren. También Smith, el fogonero, estaba a nuestras órdenes. Se tanteó asimismo a John Slater, maquinista; pero resultó un hombre demasiado terco y peligroso, por lo que prescindimos de él. No teníamos una certidumbre absoluta de que monsieur Caratal contratase un tren especial, pero nos pareció muy probable que lo hiciese, porque era cosa de la máxima importancia para él llegar cuanto antes a París. Realizamos, pues, preparativos especiales para hacer frente a esa eventualidad. Esos preparativos estaban a punto hasta en sus menores detalles mucho antes de que el vapor diese vista a las costas de Inglaterra. Quizá divierta al que lea esto saber que uno de mis agentes iba embarcado en la lancha del piloto que guio al vapor hasta el lugar en que tenía que atracar.
