El tungsteno - César Vallejo - E-Book

El tungsteno E-Book

César Vallejo

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Beschreibung

El tungsteno es una novela de César Vallejo con marcada pretensión social. La trama transcurre en las primeras décadas del siglo XX. La empresa norteamericana Mining Society es propietaria de las minas de tungsteno de Quivilca. Está decidida a extraer el mineral, ante la entrada inminente de los Estados Unidos en la Primera guerra mundial. Por esta razón se contratan peones y empleados indios de Colca. Estos y los directivos de la empresa, se asientan en un paraje cercano a las cabañas de los soras. En una comunidad indígena que siempre había vivido apartada. En el bazar de los hermanos Marino, se reúnen con frecuencia los directivos de la mina. En una de esas sesiones, José Marino entrega su amante Graciela («La Rosada») al comisario Baldazari para que se la «cuide» durante su viaje. Es un oscuro intercambio de favores. El encuentro termina con la violación y muerte de la joven, en medio de una orgía de alcohol y abuso. Aquí hay un giro dramático. Ante la huida de trabajadores de la minas. Dos jóvenes indios, Isidoro Yepez y Braulio Conchucos, son capturados y los llevan a rastras hasta Colca para comparecer. Debido a los maltrato sufridos, Braulio fallece ante todos. El crimen provoca un levantamiento popular reprimido por los gendarmes, con muertos y heridos. Varios indios van a los calabozos. El tungsteno termina con las reflexiones políticas entre dos personajes: Servando Huanca y Leonidas Benites. Hablan del movimiento revolucionario mundial y del día prometido en que todos los explotadores recibirán una justicia ejemplar y los obreros serán libres.

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Seitenzahl: 173

Veröffentlichungsjahr: 2010

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César Vallejo

El Tungsteno

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: El tungsteno.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9007-716-0.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-129-6.

ISBN ebook: 978-84-9007-652-1.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Tungsteno 9

El tungsteno 11

I 13

II 55

III 115

Libros a la carta 131

Brevísima presentación

La vida

César Abraham Vallejo Mendoza (Santiago de Chuco, 1892-1938, París). Perú.

Sus padres eran Francisco de Paula Vallejo Benítez y María de los Santos Mendoza Gurrionero. Fue el menor de once hermanos. Su tez mestiza se debe que sus abuelas fueron indias y sus abuelos sacerdotes gallegos. Sus padres querían dedicarlo al sacerdocio, lo que él en su primera infancia aceptó.

Vallejo estudió en el Centro Escolar No. 271 de Santiago de Chuco, y desde abril de 1905 hasta 1909 hizo la secundaria en el Colegio Nacional San Nicolás de Huamachuco. En 1910 se matriculó en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional de Trujillo y en 1911 viajó a Lima para estudiar en la Escuela de Medicina de San Fernando. Tras varios trabajos, Vallejo terminó en 1915 la carrera de Letras.

En 1916 frecuentó la juventud intelectual de la «bohemia trujillana» y se enamoró de María Rosa Sandoval. En 1917 conoció a «Mirto» (Zoila Rosa Cuadra), pero el romance duró poco y al parecer César intentó suicidarse tras un desengaño. Poco después se embarcó en el vapor Ucayali con rumbo a Lima donde conoció a lo más selecto de la intelectualidad limeña. Llegó a entrevistarse con José María Eguren y con Manuel González Prada, a quien los jóvenes consideraban un maestro y guía. Asimismo, publicó algunos de sus poemas en la Revista Suramérica.

En 1918 trabajó en el colegio Barros y tras la muere de su director, Vallejo se hizo cargo de la dirección del mismo. Luego, en 1919 fue profesor en el Colegio Guadalupe. Ese año ven la luz los poemas de Los heraldos negros, que muestran cierta influencia modernista.

Su madre murió en 1918 y al volver a Santiago de Chuco Vallejo fue encarcelado durante 105 días, acusado de haber participado en el saqueo de una casa. En la cárcel escribió la mayoría de los poemas de Trilce y en 1921 recibió la libertad condicional.

Entonces fue admitido otra vez en el Colegio Guadalupe. Con un dinero que le debía el Ministerio de Educación se marchó a Europa en el vapor Oroya el 17 de junio de 1923 y llegó a París el 13 de julio.

En París hizo amistad con Juan Larrea y Vicente Huidobro; y tuvo contacto con Pablo Neruda y Tristán Tzara.

En 1926 conoció a Henriette Maisse, con quien convivió hasta octubre de 1928. Fundó junto al poeta español Juan Larrea una revista mientras colaboraba con Variedades y Amauta, la revista de José Carlos Mariátegui. Por entonces profundizó en sus estudios de marxismo. En 1927 conoció a Georgette Marie Philippart Travers y ese año viajó a Rusia.

Hacia 1929 mantiene sus colaboraciones con Variedades, Mundial y el diario El Comercio. En 1930 el gobierno español le concedió una modesta beca para escritores. Poco después viajó a la Unión Soviética para participar en el Congreso Internacional de Escritores Solidarios con el régimen soviético. Tras su regreso a París se casó con Georgette Philippart en 1934 y se integró en el Partido Comunista del Perú fundado por Mariátegui. En 1937 Vallejo y Neruda fundaron en España el Grupo Hispanoamericano de Ayuda a España, en plena Guerra Civil.

En 1938 trabajó como profesor de Lengua y Literatura, pero en marzo sufrió un agotamiento físico. El 24 de marzo fue internado padeciendo una enfermedad desconocida y murió en París el 15 de abril de 1938.

Tungsteno

El tungsteno es una novela de marcada pretensión social. La trama transcurre en las primeras décadas del siglo XX. La empresa norteamericana Mining Society propietaria de las minas de tungsteno de Quivilca, decide extraer el mineral, ante la entrada inminente de los Estados Unidos en la Primera guerra mundial. Por esta razón se contratan peones y empleados indios de Colca (capital de Quivilca). Estos y los directivos de la empresa, se asientan en un paraje cercano a las cabañas de los soras, una comunidad indígena que siempre había vivido apartada.

En el bazar de los hermanos Marino, se reúne con frecuencia el grupo directivo de la mina que incluye a los administradores, Mr. Taik y Mr. Weiss. En una de esas sesiones, José Marino entrega su amante Graciela («La Rosada») al comisario Baldazari para que se la «cuide» durante su viaje, en un oscuro intercambio de favores. El encuentro termina con la violación y muerte de la joven, en medio de una orgía de alcohol y abuso.

Ante la huida de trabajadores de la mina, los hermanos Marino solicitan al Subprefecto Luna que envíe policías, para hacerles cumplir los contratos. Dos jóvenes indios, Isidoro Yepez y Braulio Conchucos, son capturados y llevados a rastras hasta Colca para comparecer ante la Junta Conscriptora Militar. Debido a los maltrato sufridos, Braulio fallece en presencia de todos. Un herrero, Servando Huanca, protesta en público contra la injusticia y provoca un levantamiento reprimido por los gendarmes, con muertos y heridos. Varios indios son apresados, acusados de subversión; y los Marino solicitan al subprefecto que de entre ellos se escojan a algunos para que trabajen en las minas.

El relato termina con las reflexiones políticas entre Servando Huanca, el apuntador de la mina y el agrimensor Leonidas Benites. Mientra el herrero Huanca les habla del movimiento revolucionario mundial en que todos los explotadores serán vencidos y los obreros serán liberados.

El tungsteno

I

Dueña, por fin, la empresa norteamericana «Mining Society», de las minas de tungsteno de Quivilca, en el departamento del Cuzco, la gerencia de Nueva York dispuso dar comienzo inmediatamente a la extracción del mineral.

Una avalancha de peones y empleados salió de Colca y de los lugares del tránsito, con rumbo a las minas. A esa avalancha siguió otra y otra, todas contratadas para la colonización y labores de minería. La circunstancia de no encontrar en los alrededores y comarcas vecinas de los yacimientos, ni en quince leguas a la redonda, la mano de obra necesaria, obligaba a la empresa a llevar, desde lejanas aldeas y poblaciones rurales, una vasta indiada, destinada al trabajo de las minas.

El dinero empezó a correr aceleradamente y en abundancia nunca vista en Colca, capital de la provincia en que se hallaban situadas las minas. Las transacciones comerciales adquirieron proporciones inauditas. Se observaba por todas partes, en las bodegas y mercados, en las calles y plazas, personas ajustando compras y operaciones económicas. Cambiaban de dueños gran número de fincas urbanas y rurales, y bullían constantes ajetreos en las notarías públicas y en los juzgados. Los dólares de la «Mining Society» habían comunicado a la vida provinciana, antes tan apacible, un movimiento inusitado.

Todos mostraban aire de viaje. Hasta el modo de andar, antes lento y dejativo, se hizo rápido e impaciente. Transitaban los hombres, vestidos de caqui, polainas y pantalón de montar, hablando con voz que también había cambiado de timbre, sobre dólares, documentos, cheques, sellos fiscales, minutas, cancelaciones, toneladas, herramientas. Las mozas de los arrabales salían a verlos pasar, y una dulce zozobra las estremecía, pensando en los lejanos minerales, cuyo exótico encanto las atraía de modo irresistible. Sonreían y se ponían coloradas, preguntando:

—¿Se va usted a Quivilca?

—Sí. Mañana muy temprano.

—¡Quién como los que se van! ¡A hacerse ricos en las minas!

Así venían los idilios y los amores, que habrían de ir luego a anidar en las bóvedas sombrías de las vetas fabulosas.

En la primera avanzada de peones y mineros marcharon a Quivilca los gerentes, directores y altos empleados de la empresa. Iban allí, en primer lugar, místers Taik y Weiss, gerente y subgerente de la «Mining Society»; el cajero de la empresa, Javier Machuca; el ingeniero peruano Baldomero Rubio; el comerciante José Marino, que había tomado la exclusiva del bazar y de la contrata de peones para la «Mining Society»; el comisario del asiento minero, Baldazari, y el agrimensor Leónidas Benites, ayudante de Rubio. Este traía a su mujer y dos hijos pequeños. Marino no llevaba más parientes que un sobrino de unos diez años, a quien le pegaba a menudo. Los demás iban sin familia.

El paraje donde se establecieron era una despoblada falda de la vertiente oriental de los Andes, que mira a la región de los bosques. Allí encontraron, por todo signo de vida humana, una pequeña cabaña de indígenas, los soras. Esta circunstancia, que les permitiría servirse de los indios como guías en la región solitaria y desconocida, unida a la de ser ese el punto que, según la topografía del lugar, debía servir de centro de acción de la empresa, hizo que las bases de la población minera fuesen echadas en torno a la cabaña de los soras.

Azarosos y grandes esfuerzos hubo de desplegarse para poder establecer definitiva y normalmente la vida en aquellas punas y el trabajo en las minas. La ausencia de vías de comunicación con los pueblos civilizados, a los que aquel paraje se hallaba apenas unido por una abrupta ruta para llamas, constituyó, en los comienzos, una dificultad casi invencible. Varias veces se suspendió el trabajo por falta de herramientas y no pocas por hambre e intemperie de la gente, sometida bruscamente a la acción de un clima glacial e implacable.

Los soras, en quienes los mineros hallaron todo género de apoyo y una candorosa y alegre mansedumbre, jugaron allí un rol cuya importancia llegó a adquirir tan vastas proporciones, que en más de una ocasión habría fracasado para siempre la empresa, sin su oportuna intervención. Cuando se acababan los víveres y no venían otros de Colca, los soras cedían sus granos, sus ganados, artefactos y servicios personales, sin tasa ni reserva y, lo que es más, sin remuneración alguna. Se contentaban con vivir en armoniosa y desinteresada amistad con los mineros, a los que los soras miraban con cierta curiosidad infantil, agitarse día y noche, en un forcejeo sistemático de aparatos fantásticos y misteriosos. Por su parte, la «Mining Society» no necesitó, al comienzo, de la mano de obra que podían prestarle los soras en los trabajos de las minas, en razón de haber traído de Colca y de los lugares del tránsito una peonada numerosa y suficiente. La «Mining Society» dejó, a este respecto, tranquilos a los soras, hasta el día en que las minas reclamasen más fuerzas y más hombres. ¿Llegaría ese día? Por el instante, los soras seguían viviendo fuera de las labores de las minas.

—¿Por qué haces siempre así? —le preguntó un sora a un obrero que tenía el oficio de aceitar grúas.

—Es para levantar la cangalla.

—¿Y para qué levantas la cangalla?

—Para limpiar la veta y dejar libre el metal.

—¿Y qué vas a hacer con metal?

—¿A ti no te gusta tener dinero? ¡Qué indio tan bruto!

El sora vio sonreír al obrero y él también sonrió maquinalmente, sin motivo. Le siguió observando todo el día y durante muchos días más, tentado de ver en qué paraba esa maniobra de aceitar grúas. Y otro día, el sora volvió a preguntar al obrero, por cuyas sienes corría el sudor:

—¿Ya tienes dinero? ¿Qué es dinero?

El obrero respondió paternalmente, haciendo sonar los bolsillos de su blusa:

—Esto es dinero. Fíjate. Esto es dinero. ¿Lo oyes?...

Dijo el obrero esto y sacó a enseñarle varias monedas de níquel. El sora las vio, como una criatura que no acaba de entender una cosa:

—¿Y qué haces con dinero?

—Se compra lo que se quiere. ¡Qué bruto eres, muchacho!

Volvió el obrero a reírse. El sora se alejó saltando y silbando.

En otra ocasión, otro de los soras, que contemplaba absortamente y como hechizado a un obrero que martillaba en el yunque de la forja, se puso a reír con alegría clara y retozona. El herrero le dijo:

—¿De qué te ríes, cholito? ¿Quieres trabajar conmigo?

—Sí. Yo quiero hacer así.

—No. Tú no sabes, hombre. Esto es muy difícil.

Pero el sora se empecinó en trabajar en la forja. Al fin, le consintieron y trabajó allí cuatro días seguidos, llegando a prestar efectiva ayuda a los mecánicos. Al quinto, al mediodía, el sora puso repentinamente a un lado los lingotes y se fue.

—Oye —le observaron—, ¿por qué te vas? Sigue trabajando.

—No —dijo el sora—. Ya no me gusta.

—Te van a pagar. Te van a pagar por tu trabajo. Sigue no más trabajando.

—No. Ya no quiero.

A los pocos días, vieron al mismo sora echando agua con un mate a una batea, donde lavaba trigo una muchacha. Después se ofreció a llevar la punta de un cordel en los socavones. Más tarde, cuando se empezó a cargar el mineral de la bocamina a la oficina de ensayos, el mismo sora estuvo llevando las parihuelas. El comerciante Marino, contratista de peones, le dijo un día:

—Ya veo que tú también estás trabajando. Muy bien, cholito, muy bien. ¿Quieres que te «socorra»? ¿Cuánto quieres?

El sora no entendía este lenguaje de «socorro» ni de «cuánto quieres». Solo quería agitarse y obrar y entretenerse, y nada más. Porque no podían los soras estarse quietos. Iban, venían, alegres, acesando, tensas las venas y erecto el músculo en la acción, en los pastoreos, en la siembra, en el aporque, en la caza de vicuñas y guanacos salvajes, o trepando las rocas y precipicios, en un trabajo incesante y, diríase, desinteresado. Carecían en absoluto del sentido de la utilidad. Sin cálculo ni preocupación sobre sea cual fuese el resultado económico de sus actos, parecían vivir la vida como un juego expansivo y generoso. Demostraban tal confianza en los otros, que en ocasiones inspiraban lástima. Desconocían la operación de compraventa. De aquí que se veían escenas divertidas al respecto.

—Véndeme una llama para charqui.

Entregado era el animal, sin que se diese y ni siquiera fuese reclamado su valor. Algunas veces se les daba por la llama una o dos monedas, que ellos recibían para volverlas a entregar al primer venido y a la menor solicitud.

***

Apenas instalada en la comarca la población minera, empleados y peones fueron prestando atención a la necesidad de rodearse de los elementos de vida que, aparte de los que venían de fuera, podía ofrecerles el lugar, tales como animales de trabajo, llamas para carne, granos alimenticios y otros. Solo que había que llevar a cabo un paciente trabajo de exploración y desmonte en las tierras incultas, para convertirlas en predios labrantíos y fecundos.

El primero en operar sobre las tierras, con miras no solo de obtener productos para su propia subsistencia, sino de enriquecerse a base de la cría y del cultivo, fue el dueño del bazar y contratista exclusivo de peones de Quivilca, José Marino. Al efecto, formó una sociedad secreta con el ingeniero Rubio y el agrimensor Benites. Marino tomó a su cargo la gerencia de esta sociedad, dado que él, desde el bazar, podía manejar el negocio con facilidades y ventajas especiales. Además, Marino poseía un sentido económico extraordinario. Gordo y pequeño, de carácter socarrón y muy avaro, el comerciante sabía envolver en sus negocios a las gentes, como el zorro a las gallinas. En cambio, Baldomero Rubio era un manso, pese a su talle alto y un poco encorvado en los hombros, que le daba un asombroso parecido de cóndor en acecho de un cordero. En cuanto a Leónidas Benites, no pasaba de un asustadizo estudiante de la Escuela de Ingenieros de Lima, débil y mojigato, cualidades completamente nulas y hasta contraproducentes en materia comercial.

José Marino puso el ojo, desde el primer momento, en los terrenos, ya sembrados, de los soras, y resolvió hacerse de ellos. Aunque tuvo que vérselas en apretada competencia con Machuca, Baldazari y otros, que también empezaron a despojar de sus bienes a los soras, el comerciante Marino salió ganando en esta justa. Dos armas le sirvieron para el caso: el bazar y su cinismo excepcional.

Los soras andaban seducidos por las cosas, raras para sus mentes burdas y salvajes, que veían en el bazar: franelas en colores, botellas pintorescas, paquetes polícromos, fósforos, caramelos, baldes brillantes, transparentes vasos, etc. Los soras se sentían atraídos al bazar, como ciertos insectos a la luz. José Marino hizo el resto con su malicia de usurero.

—Véndeme tu chacra del lado de tu choza —les dijo un día en el bazar, aprovechando de la fascinación en que estaban sumidos los soras ante las cosas del bazar.

—¿Qué dices, taita?

—Que me des tu chacra de ocas y yo te doy lo que quieras de mi tienda.

—Bueno, taita.

La venta, o, mejor dicho, el cambio, quedó hecho. En pago del valor del terreno de ocas, José Marino le dio al sora una pequeña garrafa azul con flores rojas.

—¡Cuidado que la quiebres! —le dijo paternalmente Marino.

Después le enseñó cómo debía llevar la garrafa el sora, con mucho tiento, para no quebrarla. El indio, rodeado de otros dos soras, llevó la vasija lentamente a su choza, paso a paso, como una custodia sagrada. Recorrieron la distancia —que era de un kilómetro— en dos horas y media. La gente salía a verlos y se morían de risa.

El sora no se había dado cuenta de si esa operación de cambiar su terreno de ocas con una garrafa, era justa o injusta. Sabía en sustancia que Marino quería su terreno y se lo cedió. La otra parte de la operación —el recibo de la garrafa— la imaginaba el sora como separada e independiente de la primera. Al sora le había gustado ese objeto y creía que Marino se lo había cedido, únicamente porque la garrafa le gustó a él, al sora.

Y en esta misma forma siguió el comerciante apropiándose de los sembríos de los soras, que ellos seguían, a su vez, cediendo a cambio de pequeños objetos pintorescos del bazar y con la mayor inocencia imaginable, como niños que ignoran lo que hacen.

Los soras, mientras por una parte se deshacían de sus posesiones y ganados en favor de Marino. Machuca, Baldazari y otros altos empleados de la «Mining Society» no cesaban, por otro lado, de bregar con la vasta y virgen naturaleza, asaltando en las punas y en los bajíos, en la espesura, en los acantilados, nuevos oasis que surcar y nuevos animales para amansar y criar. El despojo de sus intereses no parecía infligirles el más remoto perjuicio. Antes bien, les ofrecía ocasión para ser más expansivos y dinámicos, ya que su ingénita movilidad hallaba así más jubiloso y efectivo empleo. La conciencia económica de los soras era muy simple: mientras pudiesen trabajar y tuviesen cómo y dónde trabajar, para obtener lo justo y necesario para vivir, el resto no les importaba. Solamente el día en que les faltase dónde y cómo trabajar para subsistir, solo entonces abrirían acaso más los ojos y opondrían a sus explotadores una resistencia seguramente encarnizada. Su lucha con los mineros sería entonces a vida o muerte. ¿Llegaría ese día? Por el momento, los soras vivían en una especie de permanente retirada, ante la invasión, astuta e irresistible, de Marino y compañía.

Los peones, por su parte, censuraban estos robos a los soras, con lástima y piedad.

—¡Qué temeridad! —exclamaban los peones, echándose cruces—. ¡Quitarles sus sembríos y hasta su barraca! ¡Y botarlos de lo que les pertenece! ¡Qué pillería!

Alguno de los obreros observaba:

—Pero si los mismos soras tienen la culpa. Son unos zonzos. Si les dan el precio, bien; si no les dan, también. Si les piden sus chacras, se ríen como una gracia y se la regalan en el acto. Son unos animales. ¡Unos estúpidos! ¡Y más pagados de su suerte!... ¡Que se frieguen!

Los peones veían a los soras como si estuviesen locos o fuera de la realidad. Una vieja, la madre de un carbonero, tomó a uno de los soras por la chaqueta, refunfuñando muy en cólera:

—¡Oye, animal! ¿Por qué regalas tus cosas? ¿No te cuestan tu trabajo? ¿Y ya te vas a reír? ¿No ves? Ya te vas a reír...

La señora se puso colorada de ira, y por poco no le da un tirón de orejas. El sora, por toda respuesta, fue a traerle un montón de ollucos, que la vieja rechazó, diciendo:

—Pero si yo no te digo para que me des nada. Llévate tus ollucos.

Luego la asaltó un repentino remordimiento, poniéndose en el caso de que fuesen aceptados por ella los ollucos, y puso en el sora una mirada llena de ternura y de piedad.

En otra ocasión, la mujer de un picapedrero derramó lágrimas, de verles tan desprendidos y desarmados de cálculo y malicia.

Les había comprado una cosecha de zapallos ya recolectados, por los que, en vez de darles el valor prometido, les había dicho a última hora, poniendo en la mano del sora unas monedas:

—Toma cuatro reales. No tengo más. ¿Quieres?

—Bueno, mama —dijo el sora.

Pero como la mujer necesitase dinero para remedios de su marido, cuya mano fue volada con un dinamitazo en las vetas, y viese que todavía podía apartar de los cuatro reales algo más para sí, le volvió a decir, suplicante:

—Toma mejor tres reales solamente. El otro lo necesito.

—Bueno, mama.

La pobre mujer cayó aún en la cuenta de que podía apartar un real más. Le abrió la mano al sora y le sacó otra moneda, diciéndole, vacilante y temerosa: