El último aliento - Karin Slaughter - E-Book

El último aliento E-Book

Karin Slaughter

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Beschreibung

A los trece años, la niñez de Charlie Quinn llegó a un brusco y desolador final. Dos hombres, con asuntos pendientes con su padre, que era abogado, irrumpieron en su casa y después de esa terrible noche el mundo de Charlie no volvió a ser el mismo. Ahora que ella también era abogada, se había propuesto defender a aquellos de los que nadie se preocupaba nunca. Por eso, cuando Flora Faulkner, una adolescente huérfana, le pidió ayuda, Charlie se acordó de su pasado y no fue capaz de decirle que no. Pero la estudiante ejemplar Flora andaba metida en problemas más profundos de lo que Charlie había imaginado. Y llegado el momento esta tendría que preguntarse a sí misma hasta dónde estaría dispuesta a llegar para proteger a su cliente y, sobre todo, si podía confiar plenamente en lo que la joven le había contado.

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Seitenzahl: 190

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El último aliento

Título original: Last Breath

© 2017, Karin Slaughter

© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductora: Victoria Horrillo Ledesma

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Diego Rivera

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-197-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

8 de junio de 2004

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

1

 

—Venga ya, señorita Charlie. —La voz de Dexter Black sonaba rasposa a través del teléfono público de la cárcel. Tenía quince años más que ella, pero la llamaba «señorita» como muestra de respeto hacia sus posiciones respectivas—. Ya se lo he dicho, le pagaré la factura na más me saque de este lío.

Charlie Quinn giró los ojos con fastidio, tan bruscamente que se notó mareada. Estaba en el local de la YWCA, fuera del salón de actos lleno de girl scouts. No tendría por qué haber cogido la llamada, pero casi cualquier cosa era preferible a hallarse rodeada por una horda de adolescentes.

—Dexter, me dijiste exactamente lo mismo la última vez que te saqué de apuros y, en cuanto saliste de la clínica de desintoxicación, te gastaste todo el dinero que tenías en billetes de lotería.

—Podía haber ganao, y le habría pagao la mitad. No solo lo que le debo, señorita Charlie. La mitad.

—Eres muy generoso, pero la mitad de cero es cero.

Esperó a que él saliera con otra excusa, pero solo oyó el ruido de fondo del Centro de Detención para Hombres del Norte de Georgia. Rejas que se sacudían. Exabruptos. El llanto de hombres adultos llorando. Y guardias gritándoles que se callaran. Dijo:

—No voy a gastar más minutos de mi tarifa de móvil para que te quedes callado.

—Tengo una cosa —repuso Dexter—. Una cosa por la que me van a pagar.

—Espero que no sea nada de lo que no quieras que se entere la policía a través de una conversación telefónica grabada desde la cárcel. —Charlie se secó el sudor de la frente. El pasillo era como un horno—. Dexter, me debes casi dos mil dólares. No puedo ser tu abogada gratuitamente. Tengo una hipoteca y préstamos de estudios que pagar, y me gustaría poder comer de vez en cuando en un buen restaurante sin tener que preocuparme de que rechacen mi tarjeta de crédito.

—Señorita Charlie —repitió él—, me he dao cuenta de lo que ha hecho, cuando m’ha recordao lo de que graban las llamadas, pero le digo de verdad que tengo una cosa que a lo mejor le interesa a la policía.

—Pues deberías buscarte un buen abogado para que te represente en las negociaciones, porque no pienso ser yo.

—Espere, espere, no cuelgue —le suplicó Dexter—. Me estaba acordando de lo que me dijo hace la tira de años, cuando nos conocimos. ¿S’acuerda?

Charlie volvió a poner los ojos en blanco, con menos brusquedad esta vez. Dexter había sido su primer cliente cuando empezó a ejercer, recién salida de la facultad.

—Me dijo que pasaba de tener un trabajo de la hostia en Atlanta porque lo que usté quería era ayudar a la gente. —Dexter hizo una pausa para dar mayor énfasis a sus palabras—. ¿Ya no quiere ayudar a la gente, señorita Charlie?

Ella masculló un par de tacos que sin duda harían las delicias de los encargados de monitorizar las llamadas del centro de detención.

—Carter Grail —dijo, dándole el nombre de otro abogado.

—¿Ese viejo borrachín? —preguntó Dexter en un tono puntilloso poco apropiado para un hombre que vestía mono naranja de presidiario—. Señorita Charlie, ¿no puede por favor…?

—No firmes nada que no entiendas. —Charlie cerró su móvil y se lo guardó en el bolso.

A su lado pasó un grupo de mujeres con mallas de ciclista. A media mañana, el local de la YWCA estaba poblado principalmente por jubiladas y madres jóvenes. Se oía el zum, zum, zum lejano de la música en una clase de gimnasia. El aire olía al cloro de la piscina cubierta y por la ventana de doble hoja entraba el ruido sordo de los raquetazos de las pistas de tenis.

Charlie se apoyó contra la pared. Repasó mentalmente la llamada de Dexter. Otra vez estaba en prisión. Otra vez por un asunto de drogas. Seguramente se le había ocurrido delatar a algún camello o a algún yonqui colega suyo a cambio de que sobreseyeran su caso. Pero, si no tenía un abogado que negociara el trato con la oficina del fiscal del distrito, más le valía resignarse y seguir comprando billetes de lotería.

Charlie sentía su situación, pero no tanto como para arriesgarse a no poder pagar la siguiente letra del coche.

Se abrió la puerta del salón de actos. Belinda Foster parecía al borde de la histeria. Tenía veintiocho años (la misma edad que Charlie), una hija pequeña en casa, un bebé en camino y un marido del que hablaba como si fuera un niño intratable. Ofrecerse como monitora de las girl scouts no había sido la mayor estupidez que había hecho ese verano, pero se hallaba entre las tres primeras.

—¡Charlie! —Belinda se tiró del pañuelo de punto que llevaba enrollado al cuello—. Si no vuelves ahí dentro ahora mismo, me tiro por la ventana.

—Solo conseguirías romperte el cuello.

Belinda abrió la puerta y esperó.

Charlie esquivó el vientre abultado de su amiga. En el salón de actos no había cambiado nada desde que el sonido de su móvil le había brindado la oportunidad de escabullirse. Una veintena de girl scouts de entre quince y dieciocho años, de cara fresca y risa fácil, absorbía todo el oxígeno de la habitación. Charlie intentó no estremecerse. Solo les sacaba diez años (como mínimo) a aquellas chicas, pero reconocía algo familiar en todas y cada una de ellas.

Las empollonas obsesionadas con las matemáticas. Las futuras licenciadas en filología inglesa. Las animadoras. Las Divinas. Las góticas. Las bobaliconas. Las frikis. Las genios de la informática. Intercambiaban entre sí las mismas sonrisas crispadas, sabedoras de que en cualquier momento una de ellas podía asestar la puñalada proverbial: un corte de pelo que podía parecer ridículo, un color de uñas desacertado, unos zapatos poco a la moda, unas mallas nada favorecedoras, una palabra dicha a destiempo y de pronto estabas fuera, con la nariz pegada al cristal.

Charlie aún recordaba lo que suponía verse atrapada en esa especie de limbo exterior. No había nada más torturante, ni más solitario, que sentirse rechazada por una pandilla de adolescentes.

—¿Tarta? —Belinda le ofreció una ración de tarta tan fina como papel.

—Umm —acertó a decir Charlie.

Tenía el estómago revuelto. No podía evitar que sus ojos vagaran por la sala escasamente amueblada. Todas las chicas eran jovencísimas, delgadas y poseedoras de una belleza que Charlie no había sabido apreciar cuando se contaba entre ellas. Minifaldas cortísimas. Camisetas ceñidas y blusas con varios botones desabrochados. Parecían tan seguras de sí mismas que casi daban miedo. Se reían agitando sus largas melenas teñidas de rubio. Entornaban los ojos hábilmente maquillados mientras escuchaban. Llevaban los fajines torcidos, los chalecos desabrochados. Algunas infringían gravemente el reglamento indumentario de las scouts.

—No me acuerdo de qué hablábamos cuando teníamos su edad —comentó Charlie.

—De que las Culpepper eran un hatajo de zorras.

Charlie hizo una mueca al oír el nombre de sus torturadoras. Le quitó el plato a Belinda, por tener algo en lo que ocupar las manos.

—¿Por qué no preguntan nada?

—Nosotras nunca preguntábamos —respondió Belinda, y Charlie lamentó de inmediato haberse burlado de las mujeres que iban a darles charlas sobre sus carreras profesionales cuando ella era jovencita y estaba en las girl scouts.

Le parecían todas tan viejas… Pero ella no era vieja. Todavía tenía en casa su fajín lleno de insignias, guardado en algún armario. Era una abogada estupenda. Tenía un marido adorable. Y estaba en mejor forma que nunca. Aquellas chicas deberían mirarla con admiración. Deberían estar acribillándola a preguntas sobre cómo había conseguido tener una vida tan maravillosa, en vez de ponerse a cuchichear en grupitos, seguramente para debatir cuánta sangre de cerdo pondrían en el cubo que le echarían por la cabeza.

—Es alucinante cómo van maquilladas —dijo Belinda—. Mi madre me restregó tan fuerte los ojos una vez que me puse rímel e intenté escabullirme que casi me arranca los párpados.

La madre de Charlie había muerto cuando ella tenía trece años, pero recordaba más de un sermón de Lenore, la secretaria de su padre, acerca de los peligros que entrañaban los vaqueros demasiado ceñidos. Aunque poco había podido hacer Lenore para impedir que se los pusiera.

—No pienso educar así a Layla —dijo Belinda refiriéndose a su hija de tres años, que estaba resultando ser un ángel, a pesar de la afición inveterada de su madre por la cerveza, los chupitos de tequila y los moteros en paro—. Estas chicas son un encanto, pero no tienen vergüenza. Se creen que todo lo que hacen está bien. Y no hablemos ya de sexo. Las cosas que cuentan en los encuentros… —Soltó un bufido, como si prefiriera callarse para no escandalizar a Charlie—. Nosotros no éramos así.

Charlie había visto todo lo contrario, sobre todo si había una Harley de por medio.

—Supongo que lo que pretende el feminismo es que puedan elegir por sí mismas, no que hagan justo lo que nosotras creemos que deben hacer.

—Bueno, puede ser, pero nosotras tenemos razón y ellas no.

—Estás hablando como una madre. —Charlie cogió un poco de la crema de chocolate de la tarta con el tenedor. La notó pastosa en la lengua. Le devolvió el plato a Belinda—. A mí me daba terror decepcionar a mi madre.

Belinda se acabó la tarta.

—A mí me daba terror mi madre, punto.

Charlie sonrió y se llevó la mano al estómago, donde el chocolate había empezado a dar vueltas como un trozo de madera en un tsunami.

—¿Estás bien? —preguntó Belinda.

Charlie levantó la mano. La náusea fue tan repentina que ni siquiera pudo preguntar dónde estaba el baño.

Belinda conocía aquella expresión.

—Está al fondo del pasillo a la…

Charlie salió corriendo de la sala. Se tapó la boca con la mano mientras probaba a abrir puertas. Un armario. Otro.

Una scout de rostro lozano estaba saliendo por la última puerta que probó.

—¡Ay, qué susto! —exclamó la chica levantando las manos y retrocediendo.

Charlie se metió corriendo en el reservado más cercano y vomitó en el váter. Las arcadas eran tan fuertes que se le saltaron las lágrimas. Se agarró a los bordes de la taza con las dos manos. Emitía unos gruñidos que no querría que oyera ningún ser humano.

Pero alguien los oyó.

—¿Señora? —preguntó la adolescente, lo que empeoró aún más las cosas, porque Charlie no tenía edad para que la llamaran «señora»—. Señora, ¿se encuentra bien?

—Sí, gracias.

—¿Está segura?

—Sí, gracias. Puedes irte.

Se mordió el labio para no ponerse a maldecir como a un perro a la pobre criatura. Buscó a tientas su bolso. Lo había dejado caer fuera del reservado. Su cartera, las llaves, un paquete de chicles y algo de calderilla estaban desparramados por el suelo. La tira del bolso se extendía como una cola sinuosa por las baldosas grasientas. Hizo amago de cogerla, pero desistió al notar otra náusea. Solo alcanzó a sentarse en el suelo sucio del retrete, se levantó el pelo de la nuca y rezó por que su malestar gástrico solo afectara a un extremo del circuito.

—¿Señora? —repitió la chica.

Le entraron unas ganas tremendas de decirle que se fuera al infierno, pero no podía arriesgarse a abrir la boca. Esperó con los ojos cerrados, a la espera de oír el ruido de la puerta cuando se marchase la chica.

Oyó que se abría un grifo y que empezaba a correr el agua del lavabo. La chica extrajo unas toallas de papel del dispensador.

Charlie abrió los ojos. Accionó la cadena del váter. ¿Por qué diablos se encontraba tan mal?

No podía haber sido la tarta. Tenía intolerancia a la lactosa, pero Belinda siempre utilizaba ingredientes artificiales en sus tartas. Y las cremas pasteleras eran pura química, así que no solían sentarle mal. ¿Sería el pollo de General Ho’s que había cenado anoche? ¿El rollito de primavera que había sacado a hurtadillas del frigorífico antes de irse a la cama? ¿El fiambre que había engullido a toda prisa antes de irse a correr por la mañana? ¿El burrito que había comprado en Taco Bell de camino allí?

Cielo santo, comía como un adolescente de dieciséis años.

El grifo se cerró.

Debería al menos haber abierto la puerta del retrete, pero desistió al ver el estado en que se encontraba. Tenía la falda azul marino subida. Una carrera en las medias. Y unas manchas en la blusa de seda blanca que seguramente no saldrían nunca. Y lo peor de todo era que se había arañado la puntera de los zapatos nuevos, unos de tacón alto, también azules, que le había ayudado a escoger Lenore para cuando tenía que comparecer en los tribunales.

—¿Señora? —preguntó de nuevo la adolescente, y le tendió una toalla de papel mojada por debajo de la puerta del reservado.

—Gracias —dijo Charlie. Se aplicó la toallita fresca a la nuca y volvió a cerrar los ojos. ¿Tendría un virus intestinal?

—Puedo traerle algo de beber si quiere —se ofreció la chica.

Estuvo a punto de vomitar otra vez al acordarse del ponche que había hecho Belinda para la reunión. Ya que la chica no parecía tener intención de marcharse, al menos podía hacer algo útil.

—Tengo dinero suelto en la cartera. ¿Te importaría traerme un ginger-ale de la máquina?

La chica se arrodilló en el suelo. Charlie vio su fajín caqui repleto de insignias. Fidelización del cliente. Planificación empresarial. Marketing. Educación financiera. Vendedora destacada. Por lo visto la chica sabía vender galletitas.

—Los billetes están en el bolsillo interior —dijo Charlie.

La chica abrió la cartera. Su permiso de conducir estaba en la funda de plástico transparente.

—Creía que se apellidaba Quinn.

—Y me apellido así, cuando trabajo. Ese de ahí es mi apellido de casada.

—¿Cuánto tiempo lleva casada?

—Cuatro años y medio.

—Mi abuela dice que a partir de los cinco empiezas a odiarlos.

Charlie no se imaginaba odiando a su marido. Claro que tampoco se imaginaba manteniendo una conversación como aquella a través de la puerta de un retrete. Notó un picor en la garganta, un cosquilleo, como si otra vez tuviera ganas de vomitar.

—Es usted la hija de Rusty Quinn —dijo la chica, de lo que cabía deducir que no era una recién llegada.

El padre de Charlie era muy conocido en Pikeville debido a los clientes a los que defendía: atracadores de tiendas, traficantes de drogas, asesinos y delincuentes de todas clases. La opinión que la gente tenía de él solía depender de si algún miembro de su familia había necesitado alguna vez de sus servicios.

—He oído decir que su padre ayuda a la gente —dijo la chica.

—Sí. —Aquello le recordó desagradablemente lo que había dicho Dexter: que había rechazado un trabajo de cientos de miles de dólares al año en Atlanta para dedicarse a defender a personas necesitadas. Si algo tenía claro Charlie era que no quería parecerse a su padre.

—Apuesto a que es muy caro. ¿Usted es cara? —preguntó la chica—. Quiero decir cuando ayuda a la gente.

Charlie se llevó otra vez la mano a la boca. ¿Cómo podía pedirle a la chica que por favor le llevara un ginger-ale sin ponerse a gritar?

—Me ha gustado su charla —añadió la chica—. Mi madre murió en un accidente de tráfico cuando yo era pequeña.

Charlie esperó a que le aclarara el contexto, pero la chica se quedó callada, sacó un billete de dólar de su cartera y por fin, afortunadamente, salió del aseo de señoras.

En medio del silencio que siguió, Charlie no pudo hacer otra cosa que intentar levantarse. Casualmente, se hallaba en el reservado para minusválidos. Se agarró a las barras de metal y, temblando todavía, consiguió ponerse en pie. Escupió en el váter un par de veces y tiró de la cadena. Cuando abrió la puerta, vio en el espejo a una mujer pálida y de aspecto enfermizo, vestida con una blusa de seda de ciento veinte dólares manchada de vómito. Tenía el pelo revuelto y los labios tirando a azules.

Se levantó el pelo y se hizo una coleta. Abrió el grifo del lavabo, se enjuagó la boca y, al inclinarse para escupir, vio otra vez su reflejo.

Los ojos de su madre, sus cejas arqueadas, la observaban desde el espejo.

«¿Qué pasa dentro de esa cabecita tuya, Charlie?»

Cuando su madre vivía, Charlie oía esa pregunta tres o cuatro veces por semana, como mínimo. Estaba sentada en la cocina haciendo los deberes, o en el suelo de su cuarto tratando de hacer algún trabajo de manualidades, y su madre se sentaba frente a ella y le preguntaba: «¿Qué pasa dentro de esa cabecita?»

No era una muletilla para trabar conversación. Su madre era una científica, una erudita. Nunca había sido muy dada a charlar por charlar. Le interesaba muchísimo saber qué ideas poblaban la cabeza de su hija de trece años.

Hasta que Charlie conoció a su marido, nadie más había expresado un interés tan vivo por lo que pasaba dentro de su mente.

Se abrió la puerta. Había vuelto la chica con el ginger-ale. Era guapa, aunque no de una manera convencional. No parecía casar del todo con sus compañeras, tan bien peinadas. Tenía el pelo largo, moreno y liso, recogido a un lado con un pasador plateado. Parecía muy joven, unos quince años quizá, y curiosamente no iba maquillada. Llevaba la tiesa camisa verde de las scouts remetida en unos vaqueros descoloridos, lo que a Charlie le pareció una injusticia: en sus tiempos, las obligaban a llevar rasposas camisas blancas y faldas de color caqui con calcetines hasta la rodilla.

No sabía qué era peor: si haber vomitado o haber empleado la expresión «en mis tiempos».

—Le guardo el cambio en la cartera —se ofreció la chica.

—Gracias. —Charlie se bebió parte del ginger-ale mientras la chica guardaba cuidadosamente en su bolso las cosas desparramadas por el suelo.

—Esas manchas que tiene en la blusa —dijo— se quitan mezclando una cucharada de amoníaco, un vaso de agua templada y media cucharadita de detergente. Hay que dejarlo en remojo en un barreño.

—Gracias otra vez. —No estaba segura de querer dejar nada a remojo en amoníaco pero, a juzgar por las insignias de su fajín, aquella chica sabía de lo que hablaba—. ¿Cuánto tiempo llevas en las scouts?

—Empecé de lobezna. Me apuntó mi madre. A mí me parecía un rollo, pero la verdad es que se aprenden un montón de cosas. A llevar un negocio, por ejemplo.

—A mí también me apuntó mi madre.

A Charlie nunca le había parecido un rollo. Le encantaban los proyectos y las acampadas y, sobre todo, comerse las galletas que hacía comprar a sus padres.

—¿Cómo te llamas?

—Flora Faulkner —contestó la chica—. Mi madre me puso Florabama porque nací justo en la frontera con Alabama. Pero todo el mundo me llama Flora.

Charlie sonrió, pero solo porque sabía que más tarde se reiría de todo aquello con su marido.

—Hay nombres peores.

Flora se miró las manos.

—A algunas chicas se les da de maravilla inventar cosas horribles.

Estaba claro que era una especie de confesión, pero Charlie no supo qué contestar. Trató de refrescar sus conocimientos sobre problemática adolescente, aprendidos en programas de televisión de media tarde, pero solo consiguió acordarse de una película en la que Ted Danson está casado con Glenn Close y ella descubre que él está abusando de su hija adolescente, pero, como ella es frígida, parece que la culpa es suya, así que van todos a terapia para aprender a sobrellevarlo.

—Señorita Quinn… —Flora puso su bolso en la encimera—. ¿Quiere que le traiga unos crackers?

—No, estoy bien así. —Y era cierto, curiosamente: estaba bien. No sabía qué había provocado las náuseas, pero ya se le había pasado—. ¿Qué te parece si me das un minuto para que me lave un poco y luego me reúno contigo en el salón de actos?

—De acuerdo —contestó la chica, pero no se movió.

—¿Querías decirme algo más?

—Me estaba preguntando…

Flora lanzó una ojeada al espejo de encima del lavabo y luego fijó de nuevo la vista en el suelo. Charlie reparó de pronto en que parecía muy delicada. Cuando la chica levantó la vista, estaba llorando.

—¿Puede ayudarme? ¿Como abogada, quiero decir?

La pregunta sorprendió a Charlie. Aquella chica no se parecía a los delincuentes juveniles con los que salía tratar, a los que detenían por vender marihuana detrás del instituto. Por su mente desfilaron los típicos problemas de las chicas blancas de clase media: embarazos, enfermedades de transmisión sexual, malas notas en la reválida. Pero, en lugar de hacer conjeturas, preguntó:

—¿Tienes algún problema?

—No dispongo de mucho dinero, por lo menos todavía, pero…

—No te preocupes por eso ahora. Solo dime qué necesitas.

—Quiero emanciparme.

Charlie sintió que su boca se redondeaba por la sorpresa.

—Tengo quince años, pero el mes que viene cumplo dieciséis y lo he buscado en la biblioteca. Sé que esa es la edad legal en Georgia para emanciparse.

—Si lo has mirado, entonces también sabrás cuáles son los requisitos.

—Tengo que estar casada o pertenecer al ejército y estar en servicio activo, o bien solicitar mi emancipación a través de los tribunales.

En efecto, se había informado.

—¿Vives con tu padre?

—Con mis abuelos. Mi padre murió. Una sobredosis, en prisión.

Charlie hizo un gesto afirmativo: sabía que aquello ocurría más a menudo de lo que la gente quería admitir.

—¿Hay algún otro familiar que pueda hacerse cargo de ti?

—No, solo quedamos nosotros tres. Quiero a mis abuelos, pero son… —Flora se encogió de hombros, pero Charlie intuyó que lo importante no eran sus palabras, sino ese encogimiento de hombros.

—¿Te maltratan? —preguntó.

—No, señora, nunca. Son… —Otra vez ese gesto—. Creo que no les gusto mucho.

—Muchos chavales de tu edad sienten lo mismo.

—No son personas fuertes —añadió la chica—. De carácter, digo.

Charlie se apoyó contra la encimera del lavabo. No había incluido el abuso sexual en su listado de problemas adolescentes.

—Flora, la emancipación es un asunto muy serio. Si quieres que te ayude, vas a tener que darme detalles.

—¿Alguna vez ha ayudado a alguien a emanciparse?

Charlie negó con la cabeza.

—No, así que si no te sientes cómoda…

—No, no pasa nada —contestó Flora—. Solo era curiosidad. Imagino que no es muy frecuente.