El último cuervo - Selena Soro - E-Book

El último cuervo E-Book

Selena Soro

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Beschreibung

UN SECRETO QUE PUEDE EVITAR LA GUERRA. UNA ÚLTIMA BATALLA POR LA LIBERTAD. Y EL AMOR COMO ESTANDARTE.  La Orden Ministerial continúa gobernando la Tierra Oscura con puño de hierro. El tirano Kavega ha prohibido amar para controlar a la población. Sin embargo, bajo su estricta represión, Gala y Ciaran han logrado escapar y unirse a la resistencia. Ahora tienen una misión: encontrar la historia que podría cambiarlo todo y destapar el secreto de los poderes de Kavega.  Junto a Sarsa y Tim, una asesina y un esclavo, los dos amigos se enfrentarán al dolor y a la pérdida, pero también a la alegría de saber quiénes son y descubrir cómo es el mundo en el que quieren vivir. Ahora toca luchar por todo aquello que nos hace vivir.  Llega el desenlace de la bilogía de la Tierra Oscura, una historia que cautivará a los lectores de Laura Gallego o Suzanne Collins. 

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Seitenzahl: 534

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Título original catalán: L’últim corb.

La traducción de esta obra ha contado con el soporte financiero del Institut Ramon Llull.

© del texto: Selena Soro, 2024.

© de la traducción: Mireia Rué Gorriz, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.

Av. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona

www.rbalibros.com

Primera edición: marzo de 2025.

REF.: OBDO461

ISBN: 978-84-1098-187-4

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

Índice

Parte I. CIUDAD DADNARIS

1. Un océano de barro

2. Ciudad Dadnaris

3. Los cuervos

4. La manzana roja

5. El viaje

6. La fugitiva

7. Entre libros

8. Un espejo

9. Sangraris

10. Un oceáno de arena

11. Escóndete, Sarsa

12. La ratera

13. Un corazón salvaje

14. Los inmortales

15. Guerrera Karsa

16. En la niebla

17. Cia-ran

18. El águila y el cuervo

19. Un sol nocturno

20. El trato

Parte II. LENGUADEBRONCE

21. Lenguadebronce

22. La hija Melan de la niebla

23. El Juguetero

24. Un águila bicéfala

25. Jardines de Bronce

26. Una grieta

27. Una muchacha blanca como la luna

28. La última guerra

29. La casa de la colina

30. Un Aiax

31. Scherezia

32. Las raíces

33. De carne y huesos

34. La ingeniera

35. Las semillas

36. La desertora

37. El estanque azul

38. Los becópteros

39. Los recuerdos de una madre

40. Lucila

41. El arma oculta

42. Timotituertis

43. Cielo rojo

44. La Biblioteca de los Lenguadebronce

45. Brudos Avergavenny

46. Kavega y las hijas de la niebla

Parte III EL ALBOR DE LOS ARBIS

47. El Obelisco

48. Sarsa

49. Arbis del Norte y Arbis del Sur

50. La brújula Arbis

51. El ojo azul tras la máscara

52. La Zona de Piedra

53. Batallas pendientes

54. Adrien

55. El cuervo que voló

56. Flores de cerezo

57. La llama

58. Kavega

59. Nacido de las tinieblas

60. El Último Árbol

61. El albor de los Arbis

62. El último cuervo

63. Donde todo acaba y todo empieza

Unos años después

Agradecimientos

A ISAAC, POR CREER SIEMPRE QUE MINS ES REAL.

PARTE I

CIUDAD DADNARIS

1

Un océano de barro

Sarsa se despertaba cada día pensando que odiaba el barro. Era frío y húmedo y se escondía entre los pliegues de la piel hasta secarse y convertirse en una costra molesta, como una herida incurable. A veces le daba miedo despertarse y descubrir que el barro le había desdibujado las facciones, y acabar así olvidando que allí no tenía nombre, que allí no era nadie.

Pero al fin había llegado el día en que huiría y dejaría de ser una esclava.

Sarsa se incorporó en el tablón que le servía de cama y hundió los pies en el suelo; por un instante pareció que la cadena que los mantenía unidos desaparecía bajo el barro.

Había vuelto a soñar con el culpable de que estuviera allí. No podía olvidarlo. Lo veía al cerrar los ojos y también al abrirlos, cuando el sol se recostaba sobre los barracones excavados en la montaña y anunciaba la llegada de un nuevo día, exactamente igual que el anterior.

Hasta ese día.

—Eh, ¿qué haces aquí todavía? La selección ha empezado.

Un Vigilante de ojos oscuros la agarró del brazo y la arrastró hasta la plaza principal, donde los demás esclavos esperaban para ser cribados y cargados en uno de los dos vagones que la Orden Ministerial había preparado en la estación de la Zona de Barro.

Los trasladaban a todos, y la mina se cerraba. Los fuertes irían al ejército. Los débiles, a las minas de hierro. Ya nadie necesitaba barro para las casas. Lo que se necesitaba eran armas. O soldados.

Fuertes y débiles. Sarsa tenía muy claro a cuál de los dos grupos pertenecía.

El Vigilante encargado de la selección gritó su número: el 528.491.

Sin previo aviso, el hombre la golpeó con la vara. El primer impulso de Sarsa habría sido esquivar el golpe, pero lo recibió sin moverse y se desplomó en el suelo, gimoteando. Hacía años que no lloraba y no derramó ni una sola lágrima, pero el Vigilante no se dio cuenta.

La agarró sin contemplaciones y la levantó. Luego le puso una piedra en la mano y le tendió un pedazo de barro.

—Golpéalo con todas tus fuerzas —dijo el hombre.

Sarsa cogió la piedra con ambas manos y la descargó encima del barro. El impacto apenas dejó marca, como una pluma sobre la piel desnuda.

El Vigilante la miró disgustado y, después de estamparle un sello en la mano, la empujó hacia la izquierda para que otro Vigilante se la llevara.

D, leyó Sarsa. Débiles. Ni siquiera la habían mirado a la cara.

El Vigilante la hizo subir al vagón y la arrojó dentro de una jaula con media docena de esclavos más. El barro que habían arrastrado entre todos se le aferró a las piernas, como si supiera que pretendía escapar y no quisiera dejarla ir.

Pero el fango no podía hacer nada contra ella, esta vez no.

—Eres muy débil —le dijo el hombre que tenía sentado delante, vestido con harapos—. No sirves para soldado, pero tampoco aguantarás en las minas de hierro. Sí, demasiado débil; no dejes que lo vean o durarás menos que el crío sin pierna.

Sarsa miró al niño que señalaba el hombre. El desconocido tenía razón. Aquel mocoso no sobreviviría. Debía de tener unos siete u ocho años, y llevaba la cara llena de barro y mocos amarillentos alrededor de la nariz.

—No soy débil —aseguró Sarsa—. Soy más lista. ¿O acaso preferirías tener a los Vigilantes del otro lado?

Sarsa señaló el vagón de al lado, donde a los esclavos marcados con la F de fuertes los ataban por las manos a los barrotes de la jaula, mientras cuatro Vigilantes de aspecto feroz los observaban con varas cargadas de electricidad.

El hombre de los harapos puso cara de comprender. En su vagón solo había dos Vigilantes y no parecían muy preocupados por los hombres, mujeres y niños de aspecto misérrimo que esperaban dócilmente a ser trasladados.

—Ya veo —dijo el desconocido, divertido—. Muy lista. Así que quieres huir, ¿no? Buena suerte, muchacha; yo probablemente moriré allá adonde nos llevan. Espero que tu destino sea mejor.

Sarsa no respondió y cerró los ojos, dispuesta a esperar. Como siempre que la rodeaba la oscuridad, vio aparecer ante ella a la persona que la había llevado hasta allí. La odiaba, la odiaba con todas sus fuerzas, pero, después de tanto tiempo, era un odio casi tranquilo: sabía que, en algún momento, la tendría a su alcance. Lo sabía porque era lo único que le importaba en la vida, y no pararía hasta conseguirlo.

Un Vigilante ordenó cerrar la jaula: el vagón estaba lleno y, al cabo de unos minutos, partirían hacia el centro de la Tierra Oscura. Sarsa notó un pinchazo de emoción. Allí encontraría su venganza. Sabía desde hacía tiempo que no le importaría morir una vez conseguido su objetivo o mientras lo conseguía. De todos modos, por dentro ya estaba muerta.

—Quiero ir contigo.

Sarsa abrió los ojos, molesta por la interrupción. El mocoso sin pierna se había acercado a ella y la miraba con unos ojos grandes, muy abiertos, como espejos.

—Quiero ir contigo. ¿Puedo? —le dijo, y se pasó la mano por la nariz, dejando un rastro de mocos en su mejilla manchada de barro—. Te he oído antes, cuando has llegado. ¿Puedo ir contigo?

—No, no puedes —le respondió Sarsa—. No tienes pierna. No sobrevivirías. Además, estás lleno de mocos.

El niño sonrió e inspiró con fuerza, con un ruido que a Sarsa le pareció casi tan desagradable como el que hacía el barro bajo sus pies. El mocoso se levantó y se fue al otro extremo de la jaula, saltando sobre su única pierna. Rebuscó entre el barro y regresó a su lado. Se sentó allí y dijo:

—Me caes bien. ¿Cómo te llamas? Yo soy Tim.

—Déjame en paz, ¿vale? Tú a mí no me caes bien. Estás sucio.

—Tú también estás sucia, pero no me importa.

Sarsa le dio la espalda y cerró los ojos de nuevo. Odiaba estar sola, lo odiaba incluso más que el barro. Pero ahora era la única forma de sobrevivir. No confiar en nadie, no preocuparse de nadie. Encontrar al culpable de que hubiera acabado en aquella jaula, una de tantas. Vengarse por lo que le había hecho y por el tiempo que le había robado. Lo demás no le importaba.

Ni siquiera un niño sin pierna y lleno de mocos, por muy evidente que fuera que lo único que necesitaba era a alguien que le diera un poco de amor antes de morir, cosa que probablemente ocurriría más pronto que tarde.

—¿Tienes comida?

Sarsa volvió a abrir los ojos, exasperada. ¿Es que ese puñetero vagón no iba a arrancar nunca?

—No, no tengo comida, y aunque la tuviera no te la daría.

El pequeño sonrió otra vez. ¿Acaso no se daba cuenta de que no lo quería a su lado?

—Yo sí tengo. Toma, para ti.

El niño le tendió una tela sucia cubierta de barro. Sarsa la ignoró: estaba harta de patatas hervidas. Pero él retiró la tela, y debajo apareció una manzana, roja y reluciente.

Sarsa abrió unos ojos como platos y se le hizo la boca agua. Solo había probado aquella fruta una vez en su vida, y de eso hacía ya muchos años.

—¿De dónde la has sacado? —preguntó, y de inmediato se arrepintió de haberle hecho esa pregunta, porque el niño sonrió y se sentó a su lado, feliz de haber captado por fin su atención.

—Tengo mis recursos —respondió con el pecho henchido de orgullo—. Toma, para ti.

—Ya te he dicho que no la quiero. No puedes venir conmigo, y no me comprarás con una manzana.

—Vale, no me importa. Te la puedes quedar. De todos modos, yo ya me he comido una.

Sarsa meneó la cabeza, pero al final pensó: «¡Qué carajo!», así que cogió la manzana y le hincó el diente. Era dulce y ácida a la vez. Deliciosa. El pequeño le mostró una gran sonrisa.

—Sí, me caes bien —dijo, y se acomodó a su lado.

Sarsa lo miró de reojo y, mientras masticaba la manzana, dijo:

—No debería caerte bien.

—¿Por qué no?

Bajó la voz, y su rostro se ensombreció.

—Porque soy una asesina —respondió—. Y es mejor que no confíes en una asesina, créeme.

El mocoso abrió mucho los ojos, pero no pareció asustarse.

—¿Has matado a alguien?

—Todavía no, pero lo haré. Pronto. Cuando lo encuentre. Él es el culpable de que me atraparan. Es un cobarde y un ladrón. Un ladrón de libros, y esos son los peores.

Se dio cuenta de que la manzana la había puesto de buen humor y le había soltado la lengua, y se reprobó por su actitud. Pero, al fin y al cabo, decidió, aquel era el día en que huiría. Podía permitirse un poco de buen humor.

—¿Cuando lo encuentres? ¿No sabes dónde está? —preguntó el pequeño.

—Solo sé su nombre. Pero tengo un objeto para encontrarlo. —Sarsa notó el envoltorio del instrumento que llevaba escondido en la cintura.

—¿Cómo se llama? Me gustaría que se llamara Filiberto o Señor Gato. Me parecen buenos nombres para un malo.

—No, no se llama Filiberto, ni Señor Gato —replicó Sarsa, muy seria—. Se llama Ciaran. Ciaran. Alguien con un nombre tan ridículo tiene que ser fácil de matar, ¿no te parece, mocoso?

—¡Y que lo digas! —respondió Tim, mientras se sorbía los mocos—. Muy fácil. Como robar una manzana.

Entonces la vagoneta se puso en marcha y Sarsa sonrió. Al cabo de menos de veinticuatro horas sería libre y, si todo iba bien, en el tiempo que un mocoso tardaba en robar una manzana, su cuchillo se clavaría en el gaznate de aquel muchacho de ojos verdes y mirada cobarde.

«Ciaran —se repitió una vez más—. Estés donde estés, pronto estarás muerto».

2

Ciudad Dadnaris

Gala nunca habría imaginado que le gustaría tanto volar. El mundo se veía diferente a lomos de un águila gigante. Los bosques parecían nubes negras de tormenta y los ríos, los rayos que las atravesaban. Todo era tan pequeño que costaba creer que allí pudiera haber algo oculto que quisiera hacerle daño. Pero, aunque no lo viera, Gala sabía que estaba ahí. La Orden Ministerial gobernaba la Tierra Oscura bajo las órdenes de Kavega, y el tirano no descansaría hasta haber eliminado a todos los inmorales: así llamaba él a las personas que amaban.

Gala era una inmoral de pies a cabeza. Volaba agarrada a la cintura de su hermana mayor, Arna O’Ren, líder de los rebeldes, a quien había conocido con el nombre de Amarna y por la que se había convertido en una guerrera. Pero lo que realmente la hacía una inmoral era el muchacho de ojos verdes que volaba a su lado, agarrado a una guerrera pelirroja y concentrado en las montañas frondosas que desfilaban bajo sus pies.

—Eh, Ciaran. ¿Cómo va el mareo?

Él la miró y sonrió. Desde que la había conocido, cada día era distinto al anterior, y aunque eso a veces era algo bueno, otras veces significaba sufrir vértigo y volar a lomos de un águila gigante.

—Creo que ya me he acostumbrado.

—¿Sabes que mientes de pena? —La muchacha llevaba el cabello recogido en dos moños desgreñados, uno a cada lado de la cabeza, y sus ojos parecían hechos de miel espesa.

El gato Taru asomó la cabeza fuera de la capucha de la capa de Gala, y la luz del atardecer iluminó su carita redonda.

—¿Qué puedo decir? Si hubiera nacido para volar, sería un pájaro —dijo Ciaran.

—Sí, un cuervo: estoy segura de que a tu tío le habría encantado.

Los dos amigos rieron. Si ella era una inmoral, Ciaran todavía lo era más. Era el sobrino del General Kron, jefe del ejército de la Orden Ministerial, y, antes de conocer a Gala, siempre había creído que las personas como ella, las personas que amaban, habían provocado la niebla que cubría la Tierra Oscura y que absorbía la alegría de un mundo que agonizaba. Ciaran había cambiado de bando: en contra de la vida que le habían planificado, ahora él también era una persona que amaba, un rebelde.

—Paciencia, Ciaran —dijo Amarna—. Te aseguro que las tres veces que has vomitado habrán valido la pena cuando lleguemos a Ciudad Dadnaris.

—¿Sabes qué, Ami? Hasta que no la vea con mis propios ojos, seguiré pensando que la ciudad secreta de los Arbis solo existe en las leyendas. Hace días que volamos y solo hemos visto bosques —dijo Gala.

—Entonces ábrelos bien, hermanita —repuso la líder de los rebeldes—, o te perderás el espectáculo.

Amarna hizo una señal a los guerreros que los seguían, y las águilas gigantes cambiaron bruscamente de dirección. Gala se agarró con fuerza a la cintura de su hermana, y una oleada de vértigo le recorrió el estómago.

—¡Amarna!

Las águilas habían plegado las alas y caían en picado hacia un bosque tan espeso que parecía imposible de atravesar. Gala y Ciaran gritaron y se protegieron la cara con los brazos, preparados para el impacto. En el último segundo, como empujadas por una ráfaga, las copas de los árboles se abrieron y el bosque engulló a las águilas y a los guerreros que las montaban.

Degrun y Nugred, los gemelos Arbis que habían volado con ellos durante los últimos tres días, se acercaron con una expresión divertida en sus rostros idénticos.

—Tranquilos, a todos se nos pone cara de idiota la primera vez.

—Algunos hasta la conservan para siempre, ¿verdad, Degrun? —dijo Nugred.

—En cuestiones de estupidez, como si no fuéramos gemelos, hermano —le espetó el otro.

Gala y Ciaran respondieron con una media sonrisa, todavía pálidos por la impresión. Era evidente que las águilas conocían bien el camino hasta la ciudad secreta de los rebeldes: solo así se explicaban los dos amigos cómo aquellas aves esquivaban con tanta seguridad y elegancia todos los árboles, sin que siquiera una rama les rozara la piel.

—Si nos seguía alguien, debe de habernos perdido —murmuró Gala, solo para Ciaran.

Rodeada de aquellos árboles frondosos, por fin se sintió segura: las sombras que los perseguían desde que habían huido de la Orden Ministerial, llevándose consigo algunos de sus secretos más valiosos, no los encontrarían en aquel lugar.

—¿Preparada, hermanita? Aquí es donde te he esperado los últimos diez años...

Gala se agarró con fuerza a la cintura de Amarna cuando las águilas dieron un último giro y se elevaron entre hayas de un verde brillante. Finalmente, Ciudad Dadnaris, refugio de los inmorales, apareció ante sus ojos.

—Por toda la miel... —consiguió articular Gala.

La ciudad de los rebeldes se alzaba en un claro, cubierta por un cielo de árboles extraordinariamente altos. Encima de las ramas más bajas, retorcidas y gruesas, había casas de todas las formas y tamaños, con puertas y ventanas iluminadas por farolillos amarillos. Las casas estaban unidas entre ellas por pasarelas y puentes colgantes que sobrevolaban las lagunas naturales que se formaban entre las rocas y se perdían entre las raíces.

Y en el centro de todo aquello...

—¡El Último Árbol! —exclamó Gala, casi sin aliento.

Desde pequeña, Gala había oído miles de historias sobre el roble gigante que cada día mostraba los colores de una estación diferente y que, al caer la noche, brillaba con hojas rojizas y doradas. En aquellos momentos, bajo el cielo del atardecer, el árbol se mostraba tan mágico y deslumbrante como en las leyendas.

—Si todavía queda luz en el mundo, es porque el Último Árbol sigue en pie —dijo Amarna mientras giraban en torno al roble, perdiendo altura.

Al llegar por fin a tierra firme, Gala y Ciaran desmontaron de las águilas y alzaron la mirada hacia el Último Árbol, maravillados. Su forma de agitarse, con las hojas más brillantes allí donde el cielo se oscurecía, les indujo a pensar que latía con vida propia, como si en su interior hubiera algo capaz de sentir dolor y alegría. Ciaran, educado bajo los preceptos de la Orden Ministerial, comprendió enseguida por qué los rebeldes habían sacrificado tanto para proteger el árbol: aquel estallido de luz era una ofensa para la oscuridad impuesta por el tirano.

—Según dice la leyenda, el Último Árbol custodia el amor del mundo, y la niebla llegó a la Tierra Oscura el día en que Kavega consiguió cortarlo. —Amarna les enseñó un corte hecho con un hacha, una boca roja en la base del tronco—. Desde entonces, los Arbis, los guerreros del Último Árbol, nos hemos encargado de protegerlo, pero el odio que se escapa de la herida abierta cubre de niebla los límites de nuestro mundo. Algunos dicen que, cuando sopla el viento, todavía se oyen las voces de los primeros guerreros: «El hacha olvida, el árbol recuerda». No hemos olvidado. Por lo que respecta a la niebla... ya lo sabéis. No desaparecerá hasta que no lo haga el sufrimiento de la Tierra Oscura.

Gala y Ciaran intercambiaron una mirada. No solo habían visto lo que Kavega y la Orden Ministerial habían hecho con aquella tierra que un día había sido libre, sino que también lo habían sufrido en sus carnes: algunas cicatrices se veían y otras eran invisibles.

—Suerte que os tenemos a vosotros, las hijas de la niebla —dijo Ciaran, con la mirada clavada en Gala y Amarna—. Los primeros Arbis os ocultaron para que un día pudierais derrotar a Kavega, ¿verdad? Es lo que decía la profecía.

—Así es: los Arbis nos ocultaron por unas palabras susurradas al viento, pero las hijas de la niebla no podemos derrotar a la Orden Ministerial solas. Gala sintió el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. Los Arbis habían ocultado a los bebés nacidos bajo la niebla y que la habían sobrevivido, pero, en los últimos diez años, las únicas que habían escapado de la Orden Ministerial habían sido ella y su hermana. Las demás criaturas estaban muertas o ni siquiera sabían que el destino las había marcado.

—¿Cómo lo haremos? —preguntó Gala—. ¿Cómo derrotaremos a Kavega?

—Con las personas a las que amamos —dijo Amarna con convicción. Después puso una mano sobre el Último Árbol, y pareció que sus hojas se estremecían—. Se acerca una guerra, hermanita: pronto tocará luchar por lo que nos hace vivir. Pero los Arbis tenemos un plan. Mataremos a Kavega antes de que pueda poner un pie en nuestro bosque

—Ya... ¿Y cómo se mata a alguien inmortal? —preguntó Ciaran.

—Kavega no siempre fue inmortal —respondió Amarna—. Hay alguien que conoce su secreto y nuestra misión será encontrarlo.

Bajo el cielo de Ciudad Dadnaris, con Amarna y Ciaran a su lado, Gala sintió por un momento que acabar con la Orden Ministerial y la tiranía de Kavega no era un sueño imposible.

Era el sueño que había tenido su madre, Ca, que la había mandado fuera de su pequeño pueblo de Mins con el encargo de encontrar a los Arbis, justo antes de morir con los pulmones encharcados de humedad. Deshacerse de la niebla que hacía del mundo un lugar gris sería cumplir con la voluntad de la persona que más la había querido.

Ahora que había encontrado a los Arbis, después de pasar casi un año infiltrada en las filas de la Orden Ministerial, solo le faltaba derrocar al tirano.

El día en que la Tierra Oscura fuera libre...

Mientras Gala pensaba en todo lo que haría con Ciaran, Marine, la guerrera de cabellos azules que siempre iba descalza, se le acercó a la carrera. Había volado con ellos desde la Tierra Oscura, pero una sombra nueva le cubría la frente.

—Amarna: tenemos que sacar a Gala y a Ciaran de aquí —dijo.

—¿Cómo? ¡Pero si acabamos de llegar! —protestó Gala.

—Ciudad Dadnaris ya no es un lugar seguro.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Amarna.

El miedo que la guerrera llevaba grabado en el rostro no mentía.

—La Orden Ministerial nos ha encontrado.

3

Los cuervos

—Venid, os lo enseñaré.

Marine cogió a Amarna de la mano, y Gala y Ciaran siguieron a las dos guerreras Arbis por las pasarelas que conectaban Ciudad Dadnaris. Lo único que esperaban era no haber tenido nada que ver con el descubrimiento del refugio secreto de los rebeldes por parte de la Orden Ministerial.

Avanzaron en silencio, cautivados por las cascadas que caían sobre sus cabezas y los cubrían con una película de gotas diminutas. Algunos rebeldes los observaban desde las casas construidas en los árboles, y Gala se dio cuenta de que muchos ojos se detenían en sus cicatrices.

A menudo se olvidaba de que las tenía. Le recorrían los brazos, la cara y las piernas, pero hacía ya mucho tiempo que había dejado de odiarlas, a pesar de sus formas ridículas, parecidas a un cielo nocturno con estrellas, cometas y otros astros que le surcaban la piel sin orden aparente. Si alguien le preguntaba, solo decía que formaban parte del planeta Gala, y omitía que se las había hecho cuando no era más que una joven patosa que vivía en Mins, un pueblo oculto por la niebla en el que había matado las horas siguiendo a su gato por todas partes.

Solo una de las cicatrices seguía provocándole escalofríos cuando la miraba. En el dorso de la mano tenía una marca negra en forma de ala de cuervo. Si la Orden Ministerial no la hubiera capturado y marcado con aquel símbolo, Gala habría llegado mucho antes a la ciudad de los rebeldes: claro que, en ese caso, nunca habría conocido a Ciaran.

Casi le parecía que la habían marcado en otra vida.

Y tal vez había sido así. Hubo una época, pensó Gala, en la que no le temía a nada. Pero las cosas habían cambiado, porque antes no tenía nada y ahora lo tenía todo, y eso la asustaba más que cualquier otra cosa en el mundo.

—Ya estamos. Arriba, deprisa.

Marine la sacó de sus pensamientos al instarlos a subir por una escalera hecha de cuerdas que se encaramaba por un árbol tan alto que la copa se perdía en las alturas. Cuando finalmente llegaron arriba, Gala y Ciaran se encontraron en el centro de una atalaya desde donde se divisaba toda Ciudad Dadnaris y los bosques que la rodeaban.

Marine y Amarna los esperaban agarradas a la barandilla.

—¿Qué problema hay? —preguntó Gala, mientras se acercaba a ellas con una bola dura y pesada en el estómago.

Lo vio antes de oír el grito ahogado de Ciaran.

A kilómetros y kilómetros de la atalaya, miles de árboles más allá, allí donde terminaban los bosques de Ciudad Dadnaris, una forma blanca y espesa se aproximaba lenta pero inexorable. Inmediatamente, el cuerpo del gato Taru se tensó en el interior de la capucha de la muchacha.

—¡Humo! ¡El bosque se está quemando! —exclamó Ciaran.

Una oleada de terror recorrió el cuerpo de Gala.

—No es humo —dijo. Conocía demasiado bien aquel olor—. Es niebla. La niebla ha llegado a Ciudad Dadnaris.

—¡Imposible! —soltó Ciaran.

—No es solo la niebla —dijo Marine mientras les tendía un catalejo de ámbar—. Mirad en su interior.

Gala se acercó el instrumento a los ojos y se le detuvo el corazón. Bajo los remolinos de niebla se distinguían cientos, tal vez miles de personas, detenidas ante las puertas de Ciudad Dadnaris, como si esperaran algo.

Por encima de sus cabezas, entre la niebla, Ciaran vio cuervos de alas largas y ojos oscuros que volaban mientras lanzaban al cielo sus graznidos estridentes.

—Es la Orden Ministerial —confirmó Amarna, casi como si lo hubiera estado esperando—. Nos han encontrado y han plantado un ejército a las puertas de nuestra ciudad.

Gala y Ciaran se miraron, aterrados.

De vez en cuando, un Cuervo Ministerial levantaba el vuelo y rasgaba la nube de niebla. El mar brumoso se deshacía antes de atrapar de nuevo los cuerpos de los pájaros, que serpenteaban y caían en picado.

Gala pensó que casi parecía un baile. Un baile mortal.

—¿Cómo es posible? —preguntó la joven—. Creía que Ciudad Dadnaris estaba protegida contra la niebla.

Se sabía la teoría de memoria. La niebla había nacido del sufrimiento que afligía la Tierra Oscura y se instalaba allí donde todavía había esperanza. Por eso, en Mins, el pueblo donde habían crecido Amarna y ella, había niebla a rebosar. Pero Ciudad Dadnaris era diferente. Ciudad Dadnaris estaba protegida por la magia atávica del Último Árbol; aquellas hojas rojas y doradas que Gala y Ciaran habían visto brillar eran como un faro, un faro que alejaba la niebla en lugar de atraerla.

Amarna meneó la cabeza. Tenía una sombra de preocupación en la frente, pero en sus ojos solo había determinación.

—Sabíamos que algún día llegaría este momento, Gala. La niebla nos ha atrapado porque ya no queda ningún lugar donde haya esperanza.

—¿Quieres decir que..., que toda la niebla de la Tierra Oscura está aquí? —preguntó Ciaran, agarrándose con fuerza a la barandilla para que nadie viera que le temblaban las manos.

El muchacho, por supuesto, había oído hablar de la niebla, pero nunca la había visto. Sabía que no era una niebla convencional, y, aunque no siempre mataba a las personas, sí les arrancaba las ganas de vivir. La Orden Ministerial y su tío, el General Kron, lo habían mantenido protegido de todo aquello hasta hacía un año, y le habían contado que en realidad eran los rebeldes —los inmorales— los que habían provocado la niebla al decidir amar, con el argumento que la tiranía del amor no acarreaba más que sufrimiento.

Todavía se sentía estúpido por haberlos creído. Claro que... ¿qué podía saber él del amor? Había estado ciego, y su único consuelo era que ya no lo estaba.

«Ahora tengo los ojos bien abiertos», se dijo, y en el estómago notó aquel calorcillo nuevo y tierno, pero también un poco extraño.

—Aún no, pero pronto llegará —respondió Amarna—. La nube que veis se hará cada vez más grande hasta alcanzar todos nuestros árboles y coronarlos con hojas de hielo.

—Eso, si el ejército que hay debajo no acaba antes con nosotros —dijo Marine, que había recuperado el catalejo y observaba las figuras que se intuían bajo la niebla—. Lo habríamos visto si hubiéramos volado desde el sur. ¡Malditos cuervos!

Un ejército a las puertas de Ciudad Dadnaris... Gala y Ciaran tampoco se lo explicaban. La Orden Ministerial no sabía dónde se encontraba la ciudad, y cuando los dos amigos por fin habían logrado huir del General Kron, su localización seguía siendo un secreto. Algo había cambiado durante las semanas que habían pasado con los Arbis.

—Que los cuervos estén aquí solo puede significar una cosa —dijo Ciaran, con la voz ronca por el miedo.

—Que los Aiax no tardarán en llegar a Ciudad Dadnaris —respondió Gala.

La marca en forma de cuervo que ambos tenían en la mano les mordió la piel durante unos segundos. Era el símbolo de los que se habían entrenado como Aiax, los guerreros más temidos y poderosos de Kavega.

Gala y Ciaran habían adquirido sus poderes y después habían huido, pero habían pagado un precio muy caro. En el fondo de sus corazones todavía latía la furia caliente y espesa de los dos guerreros a los que la Orden Ministerial había bautizado como Koa y Kiaros. Afortunadamente, aquellos dos guerreros dormían.

—¿Creéis que saben que estamos aquí? —preguntó Gala—. Tal vez solo hayan seguido la niebla. Todavía nos separan miles de árboles. Quizá nunca nos encuentren.

—Saben dónde estamos —dijo Marine, mientras le tendía el catalejo—. Mira hacia allí. ¿Ves aquel punto negro?

Entonces Gala lo vio. En uno de los límites del bosque había un becóptero suspendido en medio del cielo: era imposible. ¡Para funcionar, aquellos aparatos metálicos en forma de pico de cuervo tenían que conocer su destino!

—Estos becópteros son nuevos —observó Ciaran, sin apartar la vista del horizonte—. Fíjate. Tienen una forma un poco más plana. Y los han equipado con armas. ¿Ves las cuatro salidas que tienen debajo? Me juego lo que quieras a que escupen fuego. Lo que no entiendo es... ¿cómo han sabido que estamos aquí? ¿Crees que es culpa nuestra?

—No lo sé.

Gala se estremeció. Hacía un mes, los becópteros tampoco tenían armas, y era imposible saber qué otros secretos les habría ocultado la Orden Ministerial.

—Escupen hierro... y fuego —dijo Marine—. También han traído máquinas serradoras. Al parecer, esta mañana han tratado de quemar algunos árboles, pero la primera capa del bosque está impregnada con una sustancia ignífuga que los protege de las llamas, así que han empezado a talarlos.

Gala vio los aparatos: eran sierras con forma de engranaje apoyadas sobre unas plataformas móviles. Daban miedo, pero las palabras de Marine la tranquilizaron.

—¡Así podrían tardar meses en llegar hasta aquí! —dijo.

Pero Amarna negó con la cabeza.

—Somos muy pocos, Gala. Cuando consigan avanzar lo suficiente con esa serradora, se encontrarán con los árboles que ya no están protegidos contra el fuego, y podrán quemar todo el bosque. Ordenaré cubrir con savia tantos árboles como sea posible, pero me temo que no será suficiente.

A Gala se le removió el estómago cuando por fin lo comprendió. Tal vez tardarían días o quizá semanas, pero no cabía duda de que la Orden Ministerial y su ejército acabarían llegando a Ciudad Dadnaris. Y, con ellos, los cuervos.

—Tenemos que irnos. Tenemos que irnos y pararle los pies a Kavega y a la Orden Ministerial antes de que sea demasiado tarde —dijo Ciaran, y Gala asintió, desasosegada—. Hay que encontrar el secreto de su inmortalidad.

En caso contrario, pensó, todas las personas a las que amaba morirían. Su gato, Amarna, Ciaran... y también aquel árbol de hojas rojas y doradas que custodiaba el amor del mundo. No podía romper la promesa que le había hecho a su madre: tenía que hacer del mundo un lugar donde la oscuridad quedara relegada a la noche.

—¿Irnos? —dijo Amarna, clavando en los dos amigos su intensa mirada color avellana—. Ya no podéis iros, Ciaran. ¿No lo entendéis? Ya no tenemos tiempo para desvelar secretos. Ahora solo podemos ir a la guerra. Tenemos que defender la ciudad.

Gala recuperó el catalejo y, esta vez, al ver la imagen que le devolvía, casi se le cayó de las manos.

—¿Qué pasa? —le preguntó Ciaran, al adivinar su tensión.

—El maestro Krahnan y el Burócrata Avergavenny. —Gala tragó saliva y sintió un cosquilleo en la marca oscura que tenía en la mano—. Están aquí.

Aquellos hombres..., aquellos hombres habían querido convertirla en una asesina, y lo último que quería Gala era que aquella asesina despertara.

4

La manzana roja

Con la espalda apoyada en los barrotes del vagón, Sarsa veía alejarse la montaña de barro que había sido su cárcel. Desde la distancia, los barracones de los esclavos parecían dientes de un monstruo deforme. Y, en cierto modo, aquel lugar era eso. Se tragaba sin piedad a las personas y las obligaba a subir y bajar por aquel rostro que, en días de sol intenso, se deshacía bajo los pies descalzos, atrapando en su interior a los cuerpos de los más débiles. Con el barro de los cubos que cargaban hacían ladrillos; con el resto, ni siquiera eso: solo servía para mantenerlos ocupados, atrapados en los intestinos de aquel monstruo que siempre estaba hambriento.

En realidad, a Sarsa no le daban miedo los monstruos; solo temía a los hombres y a las mujeres. Temía a aquellos hombres y mujeres que, desde sus torres de metal, proclamaban que todas las personas eran iguales, pero que algunas eran más iguales que otras. Sarsa no era estúpida; había leído sobre esos gobernantes en sus libros, con otros nombres y en otros universos.

No siempre había sido una esclava y también sabía algunas cosas sobre los rebeldes. La idea que se había formado de ellos le parecía bastante elaborada: eran unos hipócritas. Se llenaban la boca de palabras bonitas, pero solo ayudaban a cuatro elegidos que debían alzarse como falsos héroes. Si dependiera de ella, gobernantes y rebeldes arderían juntos bajo un sol ardiente hasta que el barro los engullera a todos.

No, el mundo no tenía salvación, y la única rebelión en la que creía Sarsa era la individual.

Por eso la fastidiaba tanto que aquel crío de una sola pierna, con la cara llena de mocos, no dejara de mirarla, como si todavía albergara la esperanza de que se lo llevaría con ella. No lo haría. Estar sola era terrible, pero la soledad la había hecho más fuerte, y pensaba seguir siéndolo hasta hacer justicia.

—¿Quieres dejar de mirarme? —le dijo, irritada.

—Perdona, es que me gusta mirar a las personas. La mayoría nunca quieren hablar conmigo, pero sus caras me dicen cosas.

—¿Ah, sí? ¡Pues míralas a ellas! —replicó Sarsa—. Haz el favor de mirar a las demás personas de este vagón, y a mí déjame tranquila.

—Ya lo he hecho —dijo el niño—. Las he mirado a todas. Pero no son muy interesantes. Son chofudos.

Sarsa estuvo a punto de preguntar qué eran los chofudos, pero afortunadamente supo morderse la lengua. Lo último que necesitaba era darle alas a ese crío.

Mientras la montaña de barro desaparecía en el horizonte, Sarsa cerró los ojos y se concentró en el nombre del muchacho culpable de que la atraparan, y que encima le había robado su último libro: Ciaran, Ciaran, Ciaran...

—Tú, por ejemplo, tienes esas pecas en la nariz. —Sarsa oyó al niño, pero no abrió los ojos y trató de ignorarlo—. Te ha tocado el sol en la cara, pero nunca se te ha quemado tanto como para que te salgan ampollas. A mí sí me ha pasado, y duele un montón. Eso quiere decir que siempre has cargado con tus cubos y nunca te han atado a las cruces. Eso quiere decir que eres fuerte.

—Lo mismo podría decirse de la mitad de los esclavos —observó Sarsa y, sin abrir los ojos, señaló a las almas en pena que llenaban el vagón, todas marcadas con la D de débiles—: No esta mitad, claro.

Enseguida se arrepintió de lo que había dicho. ¿Por qué demonios le respondía? No podía perder la concentración; faltaba muy poco para el momento que había elegido para huir. «Ciaran, Ciaran, Ciaran...», se repitió.

—Puede, pero la mayoría también son chofudos, aunque sean fuertes. Pero tú... Todo el rato tienes esa línea vertical entre las cejas. —Sarsa frunció aún más el ceño—. Sí, esta línea me habla todo el rato...

Sarsa abrió un ojo: el crío había callado, pero seguía mirándola. ¿Qué demonios debía de ver en ella? Por un segundo, se preguntó si vería también a sus padres y lo que les había ocurrido por su culpa. Se preguntó si vería también sus miedos y sus anhelos.

«Solo es un crío estúpido», se dijo. Un crío estúpido y molesto, con la cara llena de mocos y una sola pierna. Sarsa se levantó y se alejó de él. Ya se había hartado.

—¡Tú! —le gritó el Vigilante—. ¿Quién te ha dado permiso para levantarte? Vuelve a tu sitio si no quieres salir de aquí con un sol nocturno en esa piel tan blanca.

Sol nocturno. Así era como los Vigilantes se referían a los golpes de vara. Bajo el barro, los morados no se veían, pero estaban ahí, y el dolor, también. Y la piel de Sarsa no era blanca; lo era el barro que hacía horas que se había secado.

Irritada, Sarsa regresó a su sitio al lado de aquel niño, que sonrió, satisfecho.

—Otro chofudo —susurró, y se encogió de hombros, como si quisiera darle ánimos.

Mientras se sentaba, Sarsa identificó una de las señales-aviso del paisaje. El corazón le dio un vuelco. Las señales-aviso eran los elementos que el viejo esclavo de la barraca 24 le había descrito para que supiera cuándo escapar del vagón. El anciano lo había intentado una vez, durante un traslado similar. A cambio de la información, ella había tenido que cargar con sus cubos durante tres días seguidos. Lo habría hecho durante toda una semana si hubiera sido necesario, incluso durante un mes. Era un precio bajo por su libertad.

La señal-aviso era un árbol con tres ramas chamuscadas por tres rayos distintos. Allí, el terreno empezaba a ser más abrupto y los vagones se veían obligados a reducir la velocidad. Era el momento perfecto para saltar. Claro que antes había que abrir la puertecita entre los barrotes. Sarsa lo tenía todo previsto. Había dos Vigilantes, y ninguno de los dos se esperaría la fuerza de sus músculos entrenados, ocultos bajo capas de barro. Por supuesto, aquello no era lo único que Sarsa escondía entre los pliegues de la ropa y el cinturón. No era estúpida. No tanto como los Vigilantes de aquel vagón.

Pero en cuanto la máquina entró en el primer tramo que el anciano de la barraca 24 le había indicado, el Vigilante se levantó y señaló a una de las esclavas, una mujer con pocos dientes y unos cuantos soles nocturnos medio ocultos bajo el barro.

—Tú —la instó—. Si alguien intenta hacer alguna estupidez, te doy permiso para matarlo. Y si hoy no escapa nadie, o si alguien muere, me aseguraré de que allá adonde vayas te traten bien.

Y entonces le tendió una daga, no muy afilada, pero sí lo bastante para desangrar a alguien si a la mujer le daba por clavarla con suficiente determinación.

Sarsa no se sorprendió, pero se maldijo con todas sus fuerzas por no haberlo previsto y se removió incómoda sobre el suelo sucio de fango. En las minas, no era extraño que, de vez en cuando, algún Vigilante pusiera a un esclavo a cargo del resto. Con aquel poder en sus manos y la promesa de una recompensa, casi siempre era incluso peor que los mismos Vigilantes.

—No hay perro más obediente que el que han matado de hambre, si el dueño sabe cuándo dejarle caer algunas migas de pan —solía decir la esclava con la que Sarsa compartía barracón, una mujer que había muerto de vieja hacía seis meses.

«No pasa nada», se dijo Sarsa. En lugar de enfrentarse solo a dos Vigilantes, tendría que lidiar además con una esclava hambrienta... ¿Podría conseguirlo? Tenía sus dudas, pero, si debía elegir, elegiría morir intentándolo.

«De todos modos, ya estás medio muerta...», se recordó, y aquel pensamiento acabó de decidirla. El vagón ya avanzaba a menos velocidad, y aquel tramo no duraría eternamente. Cuando se disponía a levantarse, el crío estúpido la agarró del brazo con su manita sucia y cubierta de mocos.

—Este es un trabajo para dos —le dijo en un susurro—. Yo te puedo ayudar. Los Vigilantes para ti; yo me encargo de la chofuda.

Sarsa se irritó.

—¿Un trabajo para dos? Ni siquiera tienes pierna.

Casi nunca se dejaba llevar por la irritación, pero aquel crío le estaba agotando la paciencia. No parecía darse cuenta de que, incluso con ella, tampoco sobreviviría.

—No tengo pierna —replicó el mocoso, y, con una sonrisa inocente, le mostró el pie sano—. Pero tampoco tengo cadenas.

Era cierto, pero eso no cambiaba nada. Seguía teniendo solo una pierna y no era más que un niño pequeño con una habilidad especial para sacarla de quicio.

—Deja que yo me encargue de ella —insistió el crío—. La distraeré, y tú podrás ocuparte de los Vigilantes. Después saltaremos los dos.

Sarsa frunció el ceño.

—Vamos, ¿por qué no? —insistió el niño—. Eres fuerte, pero tres personas podrían contigo, y seguramente te caerían todas las cosas que llevas escondidas en el cinturón y los pliegues de la ropa.

Sarsa abrió los ojos como platos. ¿Cómo se había dado cuenta? Nadie lo notaba nunca. Por primera vez desde que había salido el sol aquel día, pensó que, después de todo, tal vez aquel crío no fuera tan estúpido. ¿Cómo demonios se llamaba? Le había dicho su nombre aquella mañana, pero no se había molestado en memorizarlo.

«Tim, se llama Tim», recordó sin querer.

Entornó los ojos y, en la lejanía, vio la segunda señal-aviso: un grupo de cactus con flores rosas y violáceas. Dos minutos, y el momento habría pasado.

—De acuerdo —concedió al final—. Haz lo que tengas que hacer. Pero si la cagas, morirás antes de poder volver a decir «chofudo».

Como si de repente fuera el niño más feliz del mundo, Tim asintió y, con un pequeño bulto en las manos, avanzó a saltitos hacia la esclava sin dientes. Cuando lo vio, uno de los Vigilantes enseguida se le acercó y le gritó:

—¡Eh, tú, mocoso, vuelve a tu sitio si no quieres perder la otra pierna! ¿Qué escondes ahí?

El crío puso cara de inocente, apartó el trapo y mostró una manzana roja y reluciente.

—Solo quería darle esta manzana. Quizá con esa daga podría cortarla para repartírnosla a pedacitos.

Sarsa se sorprendió e indignó por igual. ¿Sería posible? ¡Aquella era la misma cara que le había puesto a ella toda la mañana!

Pero, al parecer, el crío sabía muy bien lo que se hacía, porque todos los rostros del vagón se volvieron hacia él, hacia la mujer desdentada y hacia el Vigilante. El otro soldado de la Orden Ministerial frunció el ceño, pero, aunque no perdía detalle de lo que ocurría, no se apartó de la puerta. Era el momento perfecto; no iba a tener una oportunidad mejor.

Sarsa se levantó de un salto, se descosió de un tirón el pliegue de la manga y notó el tacto frío y afilado de la hoja que había escondido dentro.

El Vigilante de la puerta ni siquiera la vio venir. Y cuando lo hizo, Sarsa ya le había clavado la hoja en el vientre y lo había dejado inconsciente con su propia vara. El grito del hombre quedó ahogado antes de que le saliera por la boca, y Sarsa golpeó el candado de la puerta con la vara hasta que lo hizo saltar. En ese momento, el otro Vigilante se dio cuenta de lo que ocurría, y la mujer desdentada aprovechó para coger la manzana de Tim y llevársela a la boca.

La puerta estaba abierta y, al cabo de treinta segundos, cuando el vagón llegara al tramo en el que recuperaría su velocidad, saltar ya sería demasiado peligroso. Sarsa comprendió que podía hacer dos cosas: dejar inconsciente al otro Vigilante, tirar de la mano del crío y abandonar el vagón con él, o aprovechar el momento perfecto, sin nadie que le bloqueara el paso y ningún peligro para sus posesiones, para saltar hacia la libertad.

Volvió a mirar al niño y, en el último momento, decidió saltar. Habría jurado que se le rompía el corazón mientras rodaba por el suelo y veía el rostro desencajado del muchacho, que desaparecía agarrado a los barrotes de la vagoneta con la nariz llena de mocos y aquellos ojos grandes como espejos.

Pero era imposible que su corazón se rompiera, porque aquel órgano inútil había dejado de funcionar hacía ya mucho tiempo.

Y ahora lo único que latía en su interior era un runrún que le susurraba: «Ciaran, Ciaran... Ya estoy más cerca».

5

El viaje

Las luciérnagas bailaban alrededor del Último Árbol cuando, con el corazón encogido ante la visión de los cuervos, Gala y Ciaran se unieron al grupo de Arbis que Amarna había convocado con urgencia. Todo el mundo sabía ya que la Orden Ministerial había localizado la ciudad y que la niebla se acercaba con su velo de olvido blanco.

A pesar de ello, en aquellos momentos Gala veía más rabia que miedo en los rostros de los rebeldes. Su hermana se había puesto la máscara invisible de Arna O’Ren, líder de los inmorales. Se movía con elegancia entre los Arbis y hablaba con la misma seguridad y determinación que, diez años atrás, la había llevado desde Mins hasta su destino, hasta convertirse en la reina que era ahora. Una reina sin corona ni súbditos, solo con guerreros leales, pero reina al fin y al cabo.

—Hace diez años llegué a esta ciudad con el encargo de liderar la resistencia de los inmorales y proteger el Último Árbol. Durante diez años hemos luchado en la clandestinidad, boicoteando las infraestructuras de la Orden Ministerial y buscando a las hijas de la niebla. Kavega las ha perseguido y asesinado desde que la profecía llegó a nuestros oídos, y también a los suyos, con el objetivo de impedir que cumplan con su propósito: acabar con la oscuridad que solo el Último Árbol y los inmorales mantenemos a raya. Pero las personas que amamos somos muchas, y algunas se ocultan donde menos te lo esperas...

Una sombra oscura cruzó la frente de Arna O’Ren. Gala enseguida supo que un recuerdo doloroso mezclado con cierta esperanza había atravesado el pecho de su hermana.

—Como muchos debéis de saber, he necesitado unos días para recuperarme de mi paso por la cárcel de Bargül. La Orden Ministerial me encerró allí con el objetivo de robarme los recuerdos. Habría muerto si Gala y Ciaran no me hubieran encontrado. Pero mientras me pudría en aquella celda húmeda pasó algo que la Orden Ministerial no tenía previsto. Una prisionera me reveló una parte de la profecía que desconocíamos. Las hijas de la niebla nacieron para derrotar a Kavega, sí, pero hay una..., hay una que nació para hacerlo inmortal. La clave para encontrarla, el secreto de la inmortalidad de Kavega, se esconde en el País de los Lenguadebronce, un lugar que antiguamente habitaban los cuentacuentos y que la Orden Ministerial proscribió hace años.

»Sé que muchos de vosotros desconfiáis de la palabra de los Lenguadebronce y cuestionáis mi decisión de ir en su busca. Pues bien, las noticias no son buenas, porque ya no tenemos tiempo de perseguir historias. La guerra está a las puertas de casa, y ahora toca tensar los arcos y hacer volar las flechas.

Se oyeron gritos de apoyo, y Gala y Ciaran intercambiaron una mirada de incomodidad. Sabían que los Aiax tenían sed de guerra, pero ver a los Arbis también entusiasmados era una pequeña sorpresa...

—Ahora más que nunca debemos cumplir el objetivo para el cual nacimos: proteger el Último Árbol y asegurarnos de que el amor del mundo siga vivo —retomó Amarna—. Hemos perdido a amigos y hermanos por el camino. Algunos, como Towanda y Abenforth, siguen desaparecidos desde la noche de Bargül, y no hemos tenido tiempo de llorarlos. Se acercan momentos difíciles, amigos, pero recordad: nacimos para sernos fieles. Si eso significa ser inmoral, inmoral será nuestro grito de guerra.

Los Arbis aplaudieron las palabras de Arna O’Ren. Julaia, la joven pelirroja que había volado con Ciaran, la besó con pasión, y Gala oyó que la llama de la resistencia se encendía a su alrededor.

—¡Inmorales, inmorales, inmorales!

Los cánticos Arbis llenaron el bosque, y a Gala casi le pareció percibir el olor a fuego y tierra de la batalla. No era esto lo que había imaginado cuando había pensado en Ciudad Dadnaris. Sabía que era una ciudad de guerreros, pero también de sabios.

Miró a Ciaran, que parecía tan inquieto como ella.

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

—Si lo que piensas es que estoy muerto de miedo..., sí —respondió Ciaran.

—No... Bueno, sí, claro que tengo miedo, pero... ¿no crees que es un error no ir en busca del secreto de Kavega?

—Ya has oído a Amarna. No hay ni tiempo ni Arbis suficientes para la expedición.

—Podemos ir solos.

Ciaran la miró, entre asustado y sorprendido.

—¿Tú y yo? Pensarán que somos unos cobardes. Pensarán que huimos de la guerra.

Gala frunció el ceño.

—¡Me da igual lo que piensen! Si encontrar una historia nos permite evitar miles de muertes, deberíamos intentarlo. No todas las guerras se ganan en el campo de batalla, Ciaran.

—Tu hermana no dejará que nos vayamos.

—Entonces habrá que convencerla. Imagínatelo. Imagina que podemos hacer caer a Kavega antes de enfrentarnos a su ejército. E imagina que lo hacemos, no con mi vara o con tu hacha, sino con una historia: descubriendo su secreto. Y si Amarna no nos deja, ¿qué...? ¿Acaso no somos también rebeldes?

De repente, los ojos de Ciaran brillaron, y Gala supo que lo había convencido: el muchacho era un inmoral de pies a cabeza.

—Vale —dijo Ciaran, con el pulso acelerado por la adrenalina—. ¿Y tú qué opinas, Taru? ¿Vendrás con nosotros?

El gato de ojos verdes agitó la cola con forma de interrogante en el interior de la capucha de Gala y los bigotes le temblaron ligeramente.

—Eso es un sí —dijo Gala—. Un sí clarísimo.

Los dos amigos tuvieron que esperar hasta la hora de la cena para acercarse a Amarna. Se la encontraron con las piernas apoyadas sobre la larguísima mesa que los Arbis habían colocado bajo el Último Árbol. Charlaba con Julaia y dos guerreros de aspecto feroz.

—Amarna, ¿podemos hablar contigo? —dijo Gala.

—Claro —repuso la líder de los Arbis mientras se levantaba y se los llevaba a unos metros de la mesa—. ¿Va todo bien?

Gala se dio cuenta de que habían empezado a sudarle las manos. Admiraba a su hermana más que a nadie en el mundo, y ahora tenía que decirle que creía que se equivocaba. Habría preferido enfrentarse a un ejército de cuervos.

—En realidad..., no. No va todo bien. —Gala respiró hondo e hizo acopio de valor—. Ciaran y yo creemos que es un error renunciar a encontrar el secreto de la inmortalidad de Kavega.

La guerrera los miró sorprendida, pero Gala no dejó que la interrumpiera. Tenía que soltarlo de un tirón, o perdería la seguridad.

—¿En cuántas guerras se ha tenido la oportunidad de vencer gracias a las palabras? Cuando dentro de miles de años se hable de cómo defendisteis el Último Árbol, si es que queda alguien vivo, se hablará de los muertos y las pérdidas que hubo en los dos bandos. ¿Y si no tuviera que ser así? ¿Y si por una vez se hablara de aquella guerra que se ganó gracias a una historia perdida?

»Amarna, Ciaran y yo queremos ir a buscar la historia de Kavega. Danos tres días para preparar los mapas que necesitamos para llegar al País de los Lenguadebronce, como teníamos previsto, y traeremos a Ciudad Dadnaris el secreto del tirano. Queremos tu apoyo, hermana, pero si no nos lo das..., iremos de todos modos.

Amarna se quedó en silencio. Una arruga profunda había aparecido entre sus cejas y, por un segundo, Gala creyó que estaba realmente enfadada.

—¡Julaia...! —gritó su hermana, dirigiéndose a la guerrera pelirroja—. Esta vez yo afilaré todas tus flechas. ¡Has ganado la maldita apuesta!

A unos pocos metros de allí, Julaia hizo la señal de la victoria, y Gala y Ciaran intercambiaron una mirada de desconcierto.

—Había apostado con Julaia que mañana os ofreceríais para ir al País de los Lenguadebronce: ella ha dicho que lo haríais antes de que llegara la noche —dijo Amarna mientras miraba a los dos amigos con orgullo—. Un discurso muy convincente, Gala... Serías una buena líder.

—Un momento... ¿No te parece mal? —preguntó Gala—. Entonces, ¿por qué has dicho a los Arbis que toca concentrarse en la guerra?

—Es complicado, hermana. La mayoría de los Arbis no veían con buenos ojos el viaje al País de los Lenguadebronce —respondió Amarna—. Y, después de mi paso por Bargül, algunos han puesto en entredicho mi estado mental.

—Pero tú crees en el poder de esta historia, ¿verdad?

—Claro que sí. Pero la verdad es que la inminencia de la guerra cambia algunas cosas. Ya no puedo ofreceros la compañía de los Arbis como había previsto. No puedo pediros que arriesguéis vuestra vida de este modo, pero sí aceptar vuestra voluntad, y confiaba en que fuera esta.

»Ahora debo liderar un ejército, Gala. Ese es el papel que me ha tocado. Pero tú... Tú puedes demostrar a estos rebeldes que no todas las guerras se ganan con sangre, y que los arcos y las hachas no son nuestro único recurso. Id, y hacednos sentir orgullosos de ser rebeldes.

Gala se emocionó. Conseguiría que su hermana estuviera más orgullosa de ella que nunca. Y entonces tomó conciencia de lo que significaba ir al País de los Lenguadebronce: dejarlos solos, con una guerra a punto de estallar.

Se le retorció el estómago al pensar en todo lo que podría salir mal.

—Amarna... ¿Qué vais a hacer con los Aiax? Nosotros tenemos los mismos poderes curativos que ellos, y su control mental no nos afecta como a los demás. Podemos bloquear la Mente Gris porque también sabemos utilizarla. Pero los Arbis...

—No debes sufrir por nosotros, Gala. Hace ya una década que nos enfrentamos a la Orden Ministerial sin tener ningún poder especial. Además, Filius Avergavenny y Bella Sneffels vienen de camino desde el Bosque de los Guardianes. La señora Sneffels ha preparado un remedio que nos protegerá de los poderes mentales de los Aiax. Así que ya lo ves..., estaremos bien, hermanita; hacía tiempo que se avecinaba esta guerra y no estamos indefensos.

—¿Y qué pasa con el Burócrata Avergavenny? —preguntó Gala—. Lo hemos visto ahí fuera, al frente del ejército. Es la mano derecha de Kavega, y Ciaran lo conoce mejor que nadie. ¿A que sí, Ciaran?

Ciaran miró a su amiga, hecho un mar de dudas. Había vivido con él desde que se había quedado huérfano, pero no sentía que realmente lo conociera. Solo era el hombre que le daba órdenes, un hombre gris y aburrido que nunca había tenido ningún gesto de afecto o de ternura con él.

Al contrario, a veces sentía que era el responsable de todos sus miedos, además de su tío, el General Kron. Pero el General Kron, con su ojo verde y su ojo azul, estaba loco. El Burócrata Avergavenny, en cambio, sabía muy bien lo que hacía. Brudos Avergavenny le había llenado la cabeza de fantasmas que no existían, solo para mantenerlo entre los muros tras los que, según decía, lo protegía.

No, no estaba seguro de conocer a ese hombre. Pero antes de que tuviera tiempo de responder nada, Amarna dijo:

—Gala, sé muy bien por qué me haces estas preguntas. No nos estás abandonando a nuestra suerte.

Gala se sintió un poco estúpida. Por supuesto que su hermana lo tenía todo controlado: era la líder de los Arbis. La verdad era que no le apetecía en absoluto encontrarse con el Burócrata Avergavenny, y mucho menos con el maestro Krahnan, uno de los Aiax más peligrosos. Pero eso no significaba que estuviera dispuesta a dejar a los suyos con dos de los hombres más inteligentes de la Orden Ministerial.

—Tened cuidado con el maestro Krahnan —insistió—. Él nos entrenó para que fuéramos guerreros Aiax. No lo conocéis como nosotros, ni siquiera Filius Avergavenny lo conoce.

—La última vez que hablamos de vuestro maestro no sabíais si era un enemigo o un amigo, ¿verdad? —dijo Amarna—. Quizá tengamos a un aliado en la Orden Ministerial.

En eso su hermana tenía razón. Durante semanas había odiado a aquel hombre con todas sus fuerzas, pero el odio había ido desapareciendo cuando se había dado cuenta de que la estaba fortaleciendo, la estaba haciendo crecer. «Deja de mirarte las cicatrices, Gala de Mins. Son feas, sí, pero te distraen de los músculos que hay debajo», le había recordado el Aiax a diario.

—De todos modos..., no lo perdáis de vista.

Al fin y al cabo, el maestro Krahnan la había hecho fuerte, sí, pero también la había roto por dentro y la había convertido en una asesina que durante un tiempo solo quería destruirlo todo. Si eso era ayudarla...

—Has tomado la decisión correcta, Gala. Además —Amarna bajó la voz para que solo la oyera ella—, en la Tierra Oscura solo quedan dos hijas de la niebla: no podemos correr el riesgo de que acaben con ambas, ¿no te parece?

Y entonces Gala lo supo. Su hermana la prefería lejos de la guerra porque tampoco creía que los Arbis pudieran enfrentarse al ejército de la Orden Ministerial solo con la fuerza de sus guerreros.

Una oleada de miedo recorrió todo su cuerpo: por eso era tan importante encontrar a la hija de la niebla y el secreto de la inmortalidad de Kavega.

Arna O’Ren tenía que liderar un ejército. Gala y Ciaran... tenían que salvarlo.

6

La fugitiva

Había anochecido, y la luna brillaba llena y delatadora en medio del cielo. Sarsa levantó cuatro dedos delante del rostro y su mano proyectó una sombra.

—¡Mierda! —murmuró.

El barro blanquecino que le cubría brazos y piernas resplandecía, como también la tierra que tenía bajo los pies: si alguien hubiera pasado por aquel paraje desierto, sin duda la habría visto entre los arbustos y la hierba seca, como un espectro deambulando en la noche. Afortunadamente para ella, allí no había nadie que pudiera verla.

Y en realidad no deambulaba. Seguía un rumbo, solo que era un rumbo un poco incierto.

—¡Maldito trasto inútil! —exclamó, y se detuvo bajo un enebro del desierto, cuyas ramas blancas y retorcidas proyectaban sombras sobre sus brazos—. ¡Funciona ya de una vez!

Dio varios golpecitos al instrumento, inútilmente, pues la aguja seguía temblando insegura en la esfera.