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Un mundo donde está prohibido sentir. Una joven que esconde un secreto sin saberlo. Un tirano que persigue a los rebeldes entre la niebla. Gala perdió a su hermana entre la espesa niebla y nadie volvió a verla. Sin embargo, la revelación de un secreto la llevará a seguir su rastro más allá de Mins, el pequeño pueblo oculto entre las montañas en el que ha crecido. Tras la bruma, bajo el cruel y estricto mando de la Orden Ministerial, el gobierno de Kavega ha prohibido amar o sentir. El tirano da caza a los rebeldes que luchan contra la represión y Gala, acompañada de Ciaran y una hermandad de feroces guerreras, deberá escoger: enfrentarse al miedo a ser ella misma para restaurar la libertad o dejar que gobierne la oscuridad. «Nací para ser fiel a mí misma, si eso significa ser inmoral, inmoral será mi grito de guerra». Con una pluma delicada, Selena Soro nos adentra en la Tierra Oscura en una novela trepidante, ideal para fans de Los Juegos del Hambre y la serie Divergente.
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Seitenzahl: 683
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Título original catalán: Misteris de la boira.
La traducción de esta obra ha contado con el soporte financiero del Institut Ramon Llull.
© del texto: Selena Soro, 2020.
© de la traducción: Mireia Rué Gorriz, 2024.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición: octubre de 2024.
ref: obdo379
isbn: 978-84-1132-842-5
aura digit • composición digital
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
PARTE I. UN MAR DE NIEBLA
1. Un mar de niebla
2. Ojos de miel
3. La orden 4.475
4. La leyenda de los Arbis
5. La Orden Ministerial
6. «Guindis guindaes»
7. El cementerio flotante
8. Rebeldes
9. La ciudad en ruinas
10. Ciaran
11. Águilas y cuervos
12.
Encyclopaedia Nefarius
13. La Fragua
14. Dragones de metal
15. Los inmorales
16. Aiax
17. La Tierra Oscura
18. Minseños
PARTE II. AIAX
19. Odix
20. La Fuente del Olvido y del Recuerdo
21. El mundo al revés
22. Melandre y Lunaris
23. Una Arbis a medianoche
24. Un Aiax después de medianoche
25. Koa y Kiaros
26. La Mente Gris
27. Sangraris
28. Lenguadebronce
29. El cuervo y el gato
30. La torre más alta
31. Promesas
32. La fuga
PARTE III. ARBIS
33. Montañas
34. Hija de la niebla
35. Sol de Mediodía
36. Avergavenny
37. Amarna
38. Dos águilas
39. Arbis
40. Trazadores
41. Becópteros
42. Bargül
43. Gala y Koa
44. El recuerdo más triste y el más feliz
45. El retorno de los Arbis
46. Un gusano infecto y una pústula de rata
Agradecimientos
Cubierta
Portada
Créditos
Dedicatoria
Índice
Comenzar a leer
Agradecimientos
Notas
a mis madres, que me lo han dado todo.
La niebla nunca había sido tan espesa. Hacía años que nadie recordaba ya las montañas que rodeaban el valle de Goon, pero todo el mundo coincidía en que el mar de nubes que cubría el pueblo de Mins avanzaba un poco más con cada día que pasaba, colándose por las ventanas e impregnando las sábanas de humedad. La niebla era lo primero que habían visto los minseños al venir al mundo y, probablemente, sería lo último que vieran al abandonarlo. Allí nadie tenía una vida larga. Los niños nacían con la piel gris y los viejos morían con la punta de los dedos arrugada.
Una mañana de invierno, un gato de ojos verdes y pelaje atigrado se paseaba por una de las callejuelas estrechas del pueblo. Era pequeño, tenía las patas cortas y rechonchas, y una cola en forma de interrogante que agitaba como un plumero cuando localizaba una presa. Carecía de nombre, pero era el dueño y señor del pueblo, brincaba por los tejados cuando salía el sol y lo veía ocultarse antes que nadie. Era el único a quien no preocupaba que la noche fuera cada vez más oscura, y para él los quebraderos de cabeza de los aldeanos eran insignificantes comparados con la importancia de expulsar bolas de pelo y llevar las garras bien afiladas.
Cada noche al acostarse y cada mañana al desperezarse, tres detalles le anunciaban las seis casas que seguían habitadas: el primero era el humo que salía, incansable, de las chimeneas ennegrecidas; el segundo, las flores a rayas blancas y grises que adornaban los jardines; y el tercero, las huellas en la nieve de la entrada. Las vallas de madera que delimitaban cada parcela, antaño blancas, habían perdido toda la pintura y, desde hacía ya algún tiempo, las puntas de las tablas habían empezado a doblarse, ablandadas por la humedad.
Sin embargo, lo que el gato se pasaba más horas contemplando eran los árboles de piedra que se elevaban entre las calles, medio difuminados por la niebla, desnudos, como si siempre fuera invierno a su alrededor. Los primeros habitantes de Mins los habían esculpido al llegar al pueblo, y, desde entonces, habían sido el símbolo que los identificaba como un enclave cantero. Hacía ya años que los minseños no necesitaban construir nada, y los árboles de piedra, desde sauces hasta olmos y abedules, permanecían ahí como un recuerdo de tiempos lejanos. De sus ramas, cada día más negras, habían empezado a colgar unos velos blancos, cortinas de hilos fríos como el hielo que caían hasta fundirse con el suelo nevado.
Al gato le gustaban porque —a excepción de una sola persona en el pueblo— era el único que podía trepar por ellos. Desde la copa del más alto, un tejo que emergía del lago y se inclinaba por encima de sus aguas negras, alcanzaba con la mirada el humo gris de la taberna, al norte, y, al oeste, la ermita, olvidada desde hacía tiempo. Nadie recordaba ya para qué servía, y los aldeanos la utilizaban como almacén. Para el felino, era una fuente irregular de ratones y lagartijas, su única contribución a la prosperidad de un pueblo que desaparecía poco a poco, engullido por un mar de niebla.
El día en que empieza esta historia, en cuanto enfiló la calle principal, el gato ya supo que no tendría que perseguir ningún ratón. El tabernero había abierto los postigos de la taberna más temprano de lo habitual y, antes de que el gato se pusiera a maullar, el hombre ya le había arrojado unas migajas de pan. Satisfecho, el animal se relamió los bigotes y se quedó observando al hombre desde la ventana, mientras una fina capa de nieve empezaba a cubrir las flores rayadas que crecían bajo sus garras.
El tabernero se llamaba Billian y era la persona más vieja de Mins. Tenía unos ojos grises y serenos, que solo las despedidas habían rodeado de arrugas. Era bajito, pero enérgico y robusto. Limpiaba la cocina que tanto amaba —la mesa dispuesta en el centro, el armario donde guardaba las especias y la estufa de leña— casi como si hablara con ella.
Como él, la taberna, desde la cocina hasta la despensa, apenas empezaba a acomodarse al nuevo día. En el salón principal, los troncos crepitaban en la chimenea y teñían de rojo los sofás, los mismos que, al llegar la noche, se llenarían de vecinos, después de una cena dilatada en la mesa rodeada de butacas que ocupaba el centro de la sala.
Cuando anochecía, los habitantes de Mins, que apenas tenían ya novedades que contarse, se inventaban historias y jugaban partidas de Prets, un juego de fichas que había ideado el tatarabuelo del tabernero y que cada año tenía reglas nuevas. La norma preferida de los minseños, la única que no había cambiado nunca, era la última: las partidas solo podían terminar cuando se consumía la cera de las velas.
Y, mientras, el tabernero era feliz llenándoles el estómago de sopas, pasteles, estofados… «La vida es incierta, Billie. Por si acaso, empieza siempre por el postre», le había dicho su tatarabuelo, y él procuraba no fallarle. Por supuesto, todo se había complicado cuando los árboles habían dejado de dar frutos y los animales habían dejado de sobrevivir al nacer. Las cabras y las abejas eran las únicas que habían resistido aquella niebla, y los vecinos a duras penas podían abastecerse de leche, carne, cera y miel, la perdición de todos los minseños.
Por fortuna, el tabernero disponía de otros recursos. A pesar de ser una de las personas más apreciadas del pueblo, Billian, que había nacido en Mins y no había salido nunca, tenía un secreto. Llevaba más de veinte años ocultándolo y había decidido que aquella noche iba a revelarlo. Tardó más de dos semanas en escoger el menú que serviría (un estofado de patatas con leche de cabra y un ingrediente secreto que había reservado para la ocasión) y, por fin, lo soltaría todo.
Mientras pelaba los tubérculos bajo la mirada atenta del gato, el tabernero se dio cuenta de que el tiempo no había pasado en balde desde aquel día que ya nunca podría olvidar: las arrugas surcaban sus manos como las marcas de un viejo roble mellado. Aun así, en su cabeza todo estaba tan claro como el primer día y, cuando pensaba en lo ocurrido, casi le parecía ver la piel de sus manos tan lisa como entonces.
Aquella noche de hacía veinte años, mientras retiraba las cenizas de la chimenea, le pareció oír un aullido procedente de la mina de piedra que había detrás de la taberna, justo en el límite del bosque. Billian conocía las voces y los andares de todos los vecinos, y estaba convencido de que aquel sonido no era cosa de ellos. Sonaba, pensó, como si alguien hubiera abierto una habitación sellada desde hacía años y el aire se hubiera escapado con una succión prolongada.
Los dos minutos a pie que lo separaban de la mina los recorrió armado con un atizador. No es que creyera que fuera a encontrar a alguien ahí dentro. Sabía que lo único que quedaba en la mina era la puerta de madera de la entrada, ya podrida, y, detrás, un agujero inhóspito en el que nadie se atrevía a poner los pies: allí la niebla era más espesa que en ningún otro lugar. Pero alguien había entrado. Porque allí, entre la bruma, encontró un saco de tela negra, con un sobre cerrado encima.
—Por toda la miel… —murmuró el tabernero, confuso.
Se agachó por intuición y palpó las vías que surcaban el suelo: estaban calientes. Era evidente que alguien había estado allí hacía unos pocos minutos. Pero ¿quién?
El sobre no iba dirigido a nadie y como único remitente aparecía una inicial grabada: K. En el saco encontró una caja de madera con fruta, harina, mantequilla y cerveza, el ingrediente secreto que serviría aquella noche.
Billian se lo había llevado todo a la taberna y, después de cerrar bien la puerta, había leído la carta, escrita con una tinta metálica que no había visto nunca:
Querido Vigilante:
Le adjuntamos el lote suplemínico C-34 y lo instamos a cumplir con las instrucciones siguientes, correspondientes a la orden número 4.234 de la Ley de la Peligrosidad. El no cumplimiento de la citada orden puede afectar gravemente los niveles de supresión.
Mes cuatro del Primer Año Triunfal
Orden Ministerial
Billian no había sabido qué pensar y se quedó petrificado durante casi una hora, dándole vueltas. Como todos sus vecinos, había crecido con la idea de que no existía nada fuera de Mins. De que la niebla se lo había tragado todo. Y, de repente, se había encontrado una carta que no lograba entender con unas instrucciones que le parecían ridículas. ¿Ley de Peligrosidad? En Mins solo conocían tres leyes: no robar la miel del vecino, no cerrar los ojos antes de que se extinguiera la cera de las velas, y nunca, jamás, adentrarse en la niebla.
Pero tampoco pensaba desaprovechar aquel hallazgo.
Durante veinte inviernos, Billian había regresado a la mina cada vez que había oído aquel aullido. En una ocasión, incluso se había quedado despierto junto a la puerta, armado con su atizador. Lo que descubrió, sin embargo, lo desconcertó todavía más: al final del túnel, apareció una vagoneta sin tripulante y dejó caer el paquete que cargaba para volver a marcharse por el mismo lugar, rápida y diligente.
Sorprendentemente, a pesar de que el tabernero había ignorado las órdenes 4.234 a 4.475, los sacos con alimentos habían seguido llegando, y también las instrucciones, pero las obvió por incomprensibles: por ejemplo, la prohibición de la Orden Ministerial de reunirse sin permiso expreso —correspondiente a la orden 4.325 del octavo mes del Segundo Año Triunfal—, la lista de palabras que se desterraban del vocabulario oficial —orden 4.402 del Décimo Año Triunfal— y que prohibía vocablos como azúcar o chiribita, o la 4.418, que fijaba un código de vestimenta adecuado para el «hombre recto». En aquella ocasión, en la carta había un dibujo de unos modelos enfundados en túnicas negras que al tabernero le habían parecido totalmente ridículos.
Con el tiempo, Billian había dejado de leer las cartas. Quemaba las instrucciones y guardaba en la despensa la fruta, la mantequilla y la cerveza. No tenía remordimientos, y si algún día había llegado a sentirlos, enseguida habían quedado enterrados bajo la admiración de sus vecinos. Cómo elogiaban sus platos y los rebañaban hasta la última miga… De haber podido, Billian habría guardado el secreto durante otros veinte años.
Pero entonces llegó un paquete que no contenía manzanas, ni mantequilla, ni cerveza. Un paquete que le heló la sangre. Y cuando leyó la carta que lo acompañaba, la primera que no quemaba después de muchos años, comprendió que había cometido un error y que había llegado el momento de revelar a todos los vecinos la existencia de aquellos mensajes —extraños, sí, pero hasta entonces inofensivos, a su parecer—. Aquel día solo abriría la taberna por la noche. Necesitaba tiempo para elegir bien las palabras que emplearía.
Con un pinchazo de culpabilidad en el pecho, cogió las patatas peladas y las echó en la olla. Se pasó toda la mañana arriba y abajo, bregando con los fogones y limpiando las telarañas de las butacas ajadas del comedor.
Cuando todavía faltaba un poco para que oscureciera, alguien que no estaba invitado llamó a la puerta.
Billian miró el reloj de madera que estaba colgado en la pared, encima de la chimenea. La mujer a la que había amado se lo había regalado hacía más de treinta años, poco antes de morir con los pulmones anegados de niebla. Los números estaban dibujados con una caligrafía ya difusa, pero elegante y delicada.
Frunció el ceño, contrariado: todavía era temprano. En la cocina, impregnada del olor dulce del estofado, la olla hervía y seis boles aguardaban a ser servidos, uno para cada cabeza de familia de Mins. En el pueblo era costumbre que la persona más anciana de cada casa asistiera a las reuniones y se encargara de tomar la decisión más adecuada en nombre de todos los que convivían con ella; sin embargo, había una norma que debían respetar: eligiesen lo que eligiesen, debían hacerlo con el estómago lleno.
Solo una persona no había estado nunca de acuerdo con aquella tradición minseña y en aquellos momentos esperaba impaciente detrás de la puerta.
—Ya voy, ya voy —dijo Billian. Seguro que era el viejo relojero, que, como siempre, llegaba antes de hora, pensó.
Pero, al abrir la puerta, sus ojos se encontraron con una muchacha de unos trece años. La niebla había depositado gotitas de humedad en sus pestañas y la luz cálida que salía de la taberna resaltaba su nariz cubierta de pecas, en la que se derretía un copo de nieve.
Tenía los cabellos castaños y los llevaba recogidos en dos moños medio deshechos a cada lado de la cabeza. De uno de ellos, colgaban dos hojas y una ramita, y no habría resultado extraño ver asomar de su interior una araña minúscula. Sus ojos tenían el color de la miel, y era alta y de aspecto desmañado, como un arbusto silvestre que no supiera dónde tenía las hojas y dónde las raíces.
Cuando la vio, el mal humor de Billian se disipó ligeramente, pero por nada del mundo iba a dejar pasar la ocasión de jactarse de estar atareado —en un pueblo como Mins, tener trabajo era todo un privilegio y un orgullo—, así que exclamó:
—Gala, ¿qué haces aquí? ¿No sabes que tenemos una reunión? Ahora no puedo atenderte, ¡tengo mucho trabajo! ¡Ni te lo imaginas! Sea lo que sea, mejor vuelve mañana —dijo.
—Uy, ya lo sé… No me queréis en vuestras reuniones. Todavía no soy lo bastante vieja ni sé suficientes cosas —respondió ella, aburrida. En los brazos llevaba una caja cubierta con un pañuelo a cuadros que mostró al tabernero—. Solo venía a traerle un poco de miel y algunos ungüentos. Ca ha insistido.
—¿Ca ha dejado que tú cargases con los tarros de miel? —exclamó Billian, algo desconcertado—. ¡Diantre! ¿Acaso se ha vuelto loca?
—¡Pero si hoy no he roto ninguno! —replicó la muchacha, ofendida, y alzó bruscamente la caja para demostrárselo.
De pronto, la caja chocó por un extremo con el pomo de la puerta, se inclinó y dos tarros de ungüento cayeron y rodaron por el suelo hasta detenerse al otro lado de la habitación. La muchacha se encogió de hombros.
—Lo siento —dijo mecánicamente.
El tabernero le dio unos golpecitos en el hombro y, con un gesto, le indicó que pasara.
—No se ha roto nada: eso ya es un avance. Déjalo en la despensa y ve con cuidado.
La muchacha avanzó hasta la despensa, enfadada consigo misma. «Estúpida, estúpida. ¿Acaso quieres delatarte?».
Cuando algún adulto le clavaba la mirada en la espalda, a la espera de que tropezase o rompiese algún jarrón inútil, ella siempre lo intuía. No era culpa suya que las cosas cayeran a su alrededor cuando sabía que alguien la observaba.
Tenía muy mala suerte, eso era un hecho. Cuando se miraba de cerca en el espejo, todavía distinguía en la ceja izquierda aquel corte en forma de estrella que se había hecho persiguiendo al gato por el interior de una cueva, o, bajo la mandíbula, aquella marca en forma de cometa del día que se había golpeado contra una roca. La cicatriz más ridícula era la media luna que tenía en la nalga, de aquella vez que se había caído de culo en la chimenea, al tropezarse con la cola del gato.
Su cuerpo conservaba todas las marcas de aquella mala suerte, como un mapa del tesoro hecho de cicatrices. «Eres el negativo del oro, acéptalo», se decía. Un trébol de dos hojas, el hueco bajo la escalera, los añicos de un espejo roto… La lista era larga. Su madre se refería a las cicatrices de una forma más amable; las llamaba constelaciones del planeta Gala. «¿Algún problema en el planeta Gala?», le preguntaba. Y ella respondía: «Hoy solo una astilla en la mano», y le mostraba el punto redondo como una luna llena que tenía en la palma.
El planeta Gala. Su madre siempre le decía que era un planeta perfecto en su caos, pero ella se lo imaginaba un poco perdido, solitario en medio de la niebla, con un gato tarado como único habitante. Ese planeta no andaba sobrado de virtudes, y no era ni por asomo perfecto. De acuerdo, podía hacer aquello de los árboles, pero eso era distinto. Aquello le resultaba fácil, era natural.
Y también inútil.
—Misión superada, Billian. Tu despensa está intacta —murmuró Gala mientras se despedía del tabernero después de haber dejado la caja de los ungüentos.
—Muy bien, Gala. Adiós, adiós —respondió el hombre desde la cocina, con aire distraído.
Gala esbozó una sonrisa y el cometa de la mandíbula se alargó. Había llegado el momento que había estado esperando todo el día. Fingió salir de la taberna y, después de dar un portazo, corrió a esconderse en la despensa, entre unos sacos de patatas.
Los olores de la habitación, a la vez extraños y familiares, se le subieron a la cabeza. No sabía por qué le pasaba, pero siempre le producían el mismo efecto, como si le trajeran recuerdos que no eran suyos, y, de repente, se veía rodeada de viejos amigos, en un lugar que no se parecía en nada a Mins.
Aquello era imposible, claro.
A lo largo de sus trece años de vida solo había tenido dos amigos, si es que podía llamarlos así: su hermana mayor, que ya había muerto, y el gato. Un gato arisco y orgulloso, encima, pero era mejor eso que hablar sola con las piedras y los árboles.
«Es esto o morirme de asco», pensaba. En Mins la vida era terriblemente monótona y aburrida. Por eso no podía perderse la reunión de aquella noche.
Llevaba todo el día oyendo hablar a su madre con los vecinos, en la puerta de casa, y, aunque todos habían tratado de bajar la voz, Gala había logrado captar las palabras que necesitaba saber: Reunión. Peligro. Niebla. Lo poco que oyó bastó para convencerla de que, aunque no estaba invitada, no podía perderse la cita. Ya tenía trece años y se merecía que la tratasen como una adulta: tal vez fuera patosa, pero siempre había sabido cómo espabilarse.
—Billian, no tiene sentido que en un pueblo tan pequeño tomen todas las decisiones seis personas. ¿Qué hay de mis intereses? —se quejaba a menudo al tabernero.
—¿Tus intereses? No lo has entendido, Gala: es el único modo de mantener a los viejos con vida, y tú todavía no lo necesitas.
Pero sí lo necesitaba. Y además desesperadamente.
Desde que su hermana había fallecido, sospechaba que le ocultaban cosas. Hacía tiempo que se había percatado de que cuando preguntaba algo a un adulto, no siempre le respondían la verdad. Por eso los observaba a escondidas, aunque fuese una actitud de niña pequeña: así es como supo que las galletas de miel y romero del tabernero estaban saladas porque se le escapaban las lágrimas cuando las preparaba, o que su madre nunca miraba las fotografías de Amarna en días de lluvia.
Ella, en cambio, las miraba a diario para contarle al rostro inmóvil de su hermana todo lo que sus ojos habían visto a escondidas.
Cuando era pequeña y los vecinos criticaban sus manos sucias o sus moños desgreñados, su madre decía: «Gala no tiene tiempo de bañarse, está ocupada descubriendo qué secreto le oculta hoy el mundo. Dejadla en paz». No sabían que lo seguía haciendo, porque la alternativa era pasar el rato contemplando los días, como ellos.
Gala estaba convencida de que Mins ocultaba unos cuantos secretos, y algo le decía que ninguno era tan gordo como el que podía descubrir aquella noche.
Se adormiló y, al cabo de una hora, el ruido de golpes en la puerta de la entrada la despertó. Vio pasar a cinco cabezas de familia, uno detrás de otro, y se incorporó nerviosa en su escondite: por fin había llegado la hora.
La última en aparecer fue su madre, Ca. Los cabellos, largos y canos, caían sobre su vieja capa amarilla, recogidos en una trenza. Gala se dio cuenta de que había tratado de disimular sus ojeras con un pellizco de polvo de pétalo, pero ni siquiera la miel de aquellas flores podía hacer desaparecer la niebla de sus pulmones. Su madre estaba enferma, y en aquel pueblo moribundo nadie podía hacer nada para remediarlo.
Aquella noche todos estaban demasiado intrigados para entretenerse en dejar las capas y los chalecos en el colgador, como solían hacer siempre; solo Ca, con un gesto reposado y discreto —mientras escrutaba prudentemente la habitación y detenía los ojos unos segundos en la despensa—, colgó la capa en su sitio.
—Estofado de patatas con leche de cabra, tomillo y mondadura de manzana tostada. No os podéis quejar —dijo Billian, mientras se abría paso cargado con una olla humeante.
La madre de Gala tosió y la vela que tenía delante se apagó. Ocurría a menudo, y ella decía que solo era la niebla, que se había extendido un poco por el «planeta Ca». Gala sospechaba que era más grave de lo que su madre quería reconocer, pero todo el mundo prefería ignorarlo. Incluida su madre.
Billian encendió la vela sin decir nada y fue a buscar dos más, que iluminaron la sala con una luz cálida.
—Ya era hora —protestó Raco, el viejo relojero del pueblo, mientras cogía su plato tras haberse zampado dos pastelitos de manzana para abrir boca—. ¡Ya creía que nos tendrías esperando toda la noche!
—Vamos, vamos, Raco. ¿Acaso tienes algo mejor que hacer? —lo pinchó Jada, la joven carpintera de Mins.
Acababa de cumplir treinta y tres años, pero ya era la más vieja de su casa y se había ganado un puesto en el consejo. A Gala le recordaba un poco a su hermana Amarna: con los labios rojos y las cejas negras, la carpintera parecía salida de uno de sus cuentos, más que del pueblo frío y aburrido que era Mins.
Raco se volvió hacia la chica, socarrón. Hacía tiempo que había dejado de ver la belleza a su alrededor.
—Pues sí, señorita. Resulta que estoy muy ocupado —mintió—. Lo habrías sabido de no haber tenido todo el día la nariz enterrada en el serrín.
Gala soltó un resoplido. El relojero era como un viejo reloj de cuco destartalado que, en lugar de dar las horas, refunfuñaba. No estaba demasiado ocupado, y se pasaba el día dando paseos por el pueblo, imprecando a Gala cada vez que se la encontraba encaramada en lo alto de un árbol, sobrevolándole la calva con su sombra. «¡Me traerás la desgracia!», le gritaba, a lo que ella respondía con silencio.
—Este para Gala —dijo en voz baja el tabernero, mientras le servía a Ca dos boles de estofado y apartaba uno a un lado con disimulo—, por los ungüentos y la miel. Gracias, Caelina.
—¿Cómo dices? —preguntó Ca, distraída.
Gala se tensó, pero Billian le guiñó el ojo a su madre y regresó a la cocina sin delatarla.
Por suerte, no había ningún indicio de que nadie la hubiera visto, e incluso Lot, el anciano apicultor, estaba hablador. Era hombre de pocas palabras, pero a Gala le caía bien porque siempre le dejaba probar la miel que acabada de recolectar, la mejor, y porque sus movimientos lentos y titubeantes la hacían sentir una persona ágil y estable.
Gala todavía tuvo que esperar una hora hasta que los vecinos dejaron los platos bien rebañados. Al fin, Billian reclamó su atención golpeando la mesa con un tenedor:
—Bueno, bueno, bueno… No hay nada mejor que un estómago lleno en una noche de invierno, ¿verdad, amigos? O, como decía mi tatarabuelo, ¡que truene todo lo que quiera mientras llueva en mi barriga!
—El día en que nos cuentes podqué tus ádboles sí dan manzanas, entonces disfutademos —se rio Moida, la vieja granjera de Mins, a la que habían bautizado como Moira hacía ochenta y tres años, antes de que se supiera que tenía un problema para pronunciar las erres y le cambiaran el nombre.
El tabernero esbozó una sonrisa y alzó un dedo amenazador que quedó suspendido en el aire:
—Cuidado con lo que desees, Moida. Corres el riesgo de que se haga realidad.
Algunos vecinos se rieron. En el pueblo se decía que Billian recogía las manzanas antes incluso de que el árbol supiera que las tenía. Gala tampoco las había visto nunca, pero se llevaba una alegría cada vez que el tabernero preparaba su pastel especial de manzana y calabaza. Aunque no siempre había sido una buena experiencia: la última vez, Gala se había tragado una pepita que se le había quedado atascada en la garganta. Había sido horrible, pero no lo bastante como para dejar de comerlo, claro: si algún día permitía que su mala suerte la detuviera, ese sería el día en que moriría. Seguramente de aburrimiento.
—De hecho —dijo el tabernero muy despacio mientras observaba a su público—, si hoy os he reunido aquí es para contaros por qué todavía hay manzanas en mi despensa.
Billian hizo una pausa y Gala contuvo la respiración:
—Y debo confesaros algo: mis manzanos dejaron de dar frutos hace ya más de ocho años.
Los minseños soltaron exclamaciones de sorpresa. ¡Imposible! Gala contempló los tarros de confitura que llenaban la despensa y las cajas cargadas de manzanas frescas, al fondo. Si los árboles de Billian habían dejado de dar frutos, ¿de dónde salía todo aquello? El corazón empezó a latirle con fuerza por la emoción.
—Nos tomas el pelo —exclamó Moida.
Raco parecía el más incrédulo de todos, pero, aun así, se volvió hacia Jada y masculló:
—Lo sabía, lo sabía. Sus manzanos están tan marchitos como los míos. Viejo mentiroso…
Ca frunció el ceño y, por un segundo, a Gala le pareció ver que dirigía la mirada hacia la despensa. Se acurrucó un poco más entre los sacos de patatas y cruzó los dedos deseando que no la hubiera descubierto.
—¿Estás seguro de que quieres que lo sepamos, Bill? —le preguntó Ca.
—¿Qué quieres decir? —repuso él, sorprendido.
—Los magos que desvelan sus trucos pierden la magia.
Gala miró a su madre. Pero ¿qué estaba diciendo? ¡Por supuesto que querían saberlo!
Afortunadamente, Billian negó con la cabeza:
—Ya he esperado demasiado, Caelina. No estoy orgulloso de haberlo ocultado durante tanto tiempo, creedme —dijo—. Muchas noches he estado a punto de confesároslo todo, claro que sí. Muchas. Pero, al final, diantre…, siempre encontraba una buena excusa para no hacerlo: «Hoy no es un buen día, Billian, la niebla es demasiado espesa». O: «Hoy ya se ha hecho tarde, mira la hora que es, deben de estar cansados». O: «Fíjate, viejo egoísta, ¿no ves lo felices que se les ve hoy? Les vas a estropear el día»…
—Pues a mí me parecen razonamientos la mar de acertados —dejó caer Caelina.
Desde la despensa, Gala no podía estar menos de acuerdo y pensó que la fiebre debía de haber afectado el buen juicio de su madre. «¿Se puede saber qué te pasa? Déjalo hablar, mamá, yo también quiero saberlo», quería gritarle.
Pero el tabernero sacudió la cabeza y, algo más seguro de sí mismo, prosiguió:
—Supongo que nunca es un buen momento para dar malas noticias, ¿verdad? Y todavía menos si son tan extrañas como estas. No, se han acabado las excusas…
—Entonces, ¿a qué esperas? Suéltalo ya de una vez, Bill —protestó Raco.
En esta ocasión, Caelina no lo interrumpió. Era evidente que el tabernero estaba decidido a hablar y el resto de vecinos, a escucharlo.
Cuando Billian empezó a explicar que, una noche de invierno de hacía veinte años, una vagoneta había llegado a Mins, Gala no sintió ningún miedo. Ni tampoco cuando llegó a la parte de las instrucciones que prohibían palabras y reuniones sin la autorización de la Orden Ministerial, fuera eso lo que fuera. Ni siquiera se asustó cuando supo que las vagonetas habían seguido llegando de forma ininterrumpida hasta hacía un par de semanas. No. Para ella, todas y cada una de las palabras que había dicho Billian conducían a la misma conclusión: había algo fuera de Mins. ¡Era maravilloso!
«¿Maravilloso?», le dijo enseguida la parte racional de su cerebro. Si en Mins tropezaba con las piedras y se atragantaba con las semillas de calabaza, ¿qué podía pasarle en un mundo todavía más grande?
Gala se dio cuenta de que todos los vecinos estaban muertos de miedo, pero eso no la sorprendió. Solo su madre, inmóvil, había adoptado una expresión que Gala no sabía cómo interpretar. Debía de ser la noticia más excitante que había oído en toda su vida. ¿Por qué entonces estaba tan silenciosa?
—Tiene que sed un edod. Más allá de Mins ya no queda nada —musitó Moida con labios temblorosos.
—Pero ¿la mina no había dejado de funcionar hace ya años? —preguntó Jada.
—Claro que sí —respondió la madre de Gala, rompiendo al fin su silencio—. La mina lleva décadas sin funcionar. ¿Seguro que no era una broma, Bill? Porque debo decirte que no tiene ninguna gracia.
Una sombra cruzó la frente del tabernero.
—Ya me gustaría, Caelina —dijo—. Pero me parece que mientras nosotros creíamos que más allá de Mins no quedaba nada…, allá fuera estaba surgiendo algo.
—¿Algo? —murmuró Moida, asustada—. ¿Pedo qué, Billian?
Billian dudó durante unos segundos.
—Nos han estado trayendo comida, ¿no? —replicó Raco—. Quizá deberíamos alegrarnos por ello, quizá nuestra mala suerte haya cambiado de una puta vez.
—Eso creía yo… hasta que he recibido la última carta —replicó el tabernero—. Este, amigos míos, es el motivo por el que os he hecho venir esta noche.
Billian se sacó un papel medio arrugado del bolsillo y lo contempló con indecisión.
—A ver cómo os lo explico… Al principio me pareció otro paquete más, igual que el primero o que el anterior. El mismo saco negro, el mismo sobre… Salvo que esta vez no había manzanas, ni mantequilla, ni cerveza. Lo que encontré… Diantre, será mejor que lo veáis con vuestros propios ojos.
El tabernero desplegó encima de la mesa una manta gruesa que había guardado a sus pies durante toda la velada, y Gala se incorporó para observarla mejor. Cuando vio lo que contenía, ahogó un grito.
Gala parpadeó, confusa. De repente, la mesa estaba repleta de armas. Había hachas, espadas y mazas, dagas y cuchillos, y también otros instrumentos que ni siquiera sabía qué eran, pero que parecían tan afilados que se le helaba la sangre solo de mirarlos. El metal brillaba bajo la luz de las velas y los vecinos murmuraban, muertos de miedo.
Billian carraspeó y leyó el contenido del papel arrugado que tenía en las manos:
Por mandato de la orden 4.475 se requiere que todos los habitantes de Mins se reúnan delante de la estación número M-345. Los ciudadanos llamados a filas que no comparezcan serán considerados desertores. Adjuntamos el lote armamentista X-34 para la protección de los Vigilantes ante posibles incidentes.
Primer Mes del Vigésimo Año Triunfal. La victoria será nuestra.
Orden Ministerial
En la sala se impuso el silencio. La emoción por la reunión había volado como un puñado de cenizas. La madre de Gala se había quedado muda, y esta vez también ella parecía un poco sorprendida.
Gala estaba inquieta. Ninguno de los libros que había leído (la mayoría de su madre, sobre hierbas curativas, historias de aventuras y poemas) decía nada de ningún Año Triunfal. Sabía qué eran los desertores, porque lo había leído en uno de esos libros: soldados a los que mataban por negarse a ir a la guerra. Pero, que ella supiera, hacía siglos que en el pueblo no se libraba ninguna batalla, desde que supuestamente la niebla había empezado a comérselo todo y no había dejado nada por lo que luchar.
Al ver todas aquellas armas encima de la mesa sintió un escalofrío y se abrazó las rodillas en la oscuridad. ¿Qué mundo había ahí fuera? La emoción que había sentido al principio titiló como la llama de una vela, pero no llegó a apagarse.
—¿Y bien? —preguntó el tabernero muy despacio—. ¿Qué me decís?
—¿Y bien? —La madre de Gala parecía decepcionada—. Oh, Billian… Deberías habérnoslo contado hace tiempo. ¡Armas, en Mins!
Cuando el tabernero cubrió las armas con la manta, Gala se sintió un poco mejor.
—Tenéis todo el derecho a estar enfadados, Caelina. Todo el derecho —concedió—. Diantre… ¡Yo también me enfadaría! Pero en mi defensa diré que esta es la única carta que he abierto en los últimos dieciocho años, y hasta ahora no ha pasado absolutamente nada, ¿verdad? ¿Sabéis qué opino yo? Que todo esto ha llegado aquí por error. Ha sido un malentendido… Exacto, un terrible malentendido.
—Pedo ahí pone Mins, en cada cadta pone Mins —observó Moida, nerviosa.
—Es cierto —opinó Raco—. Pone Mins. ¿Eso cómo lo explicas, Billian?
El tabernero no respondió.
—¿Qué has hecho con las otras cartas, Billian? —quiso saber Jada.
—¿Las otras cartas?
—Sí, ¿dónde están? —repitió la joven, con el tono de voz más dulce del que fue capaz.
—Las quemé, por supuesto —respondió el tabernero.
—Oh, perfecto. Ahora sí estamos completamente a ciegas —exclamó Ca, y su aliento volvió a apagar la vela que tenía delante.
A Gala no le pasó por alto que los vecinos miraban a su madre con algo de miedo. Ca era una gran médica, y no había herida ni enfermedad que se le resistiera (a excepción de la niebla, claro). Sin embargo, tenía una extraña costumbre que en el pueblo nadie más compartía —ni siquiera Gala— y que los ponía a todos nerviosos: Ca miraba el horizonte. Para los minseños, aquello tenía tan poco sentido como esperar que saliera la luna de día y el sol, de noche, pero a menudo la encontraban inmersa en sus pensamientos, con las manos apoyadas en la verja del jardín, cubierta por la niebla y con la mirada fija en un punto lejano.
Gala creía que se trataba de otra de las muchas peculiaridades de su madre: era inteligente y amorosa, pero siempre le había parecido un poco distinta al resto de minseños.
Bueno, realmente muy distinta, para qué engañarse. «No hagas caso de los vecinos que te llaman patosa, Gal —le decía cuando los veía cuchichear—. Tú no tienes miedo. Ellos tienen mucho, y eso los paraliza mucho más que a ti las piedras con que tropiezas».
Ellos eran el «planeta Mins» y su madre, el «planeta Ca», del mismo modo que ella era el «planeta Gala». Pero todos avanzaban juntos hacia un futuro incierto.
La voz áspera de Raco la sacó de sus pensamientos.
—De todos modos, ¿por qué debería preocuparnos que sepan que estamos aquí? —soltó—. En Mins ya no hay nacimientos y cada vez morimos más jóvenes. ¿O acaso alguien recuerda el sol sin el filtro de esta puñetera niebla? Porque yo no, y soy el más viejo del pueblo, ¡si contamos la edad por los pelos de la cabeza! Si queréis que os sea sincero, no me importaría darme un paseo por el otro lado de la mina. Esto es lo que pienso.
Gala vio pasar por la mirada de Raco el recuerdo de su hijo, del mismo modo que en los ojos de los demás transitó el recuerdo de aquellos de los que se habían tenido que despedir: madres, hermanos, sobrinos. Todos habían sucumbido a las manos frías de la niebla.
Desde el otro extremo de la mesa, Jada replicó:
—No sabemos quiénes son, ni tampoco qué hay ahí fuera, Raco. A mí todo esto no me da muy buena espina. ¿Por qué alguien querría prohibir la palabra chiribita? ¡Es ridículo! Prefiero morir en Mins antes que hacerlo en un sitio en el que desaparecen las palabras.
Gala se irguió para poder ver bien a Jada. La mujer volvía a tener las mejillas rojas y los ojos encendidos. Era feliz en Mins. Todos lo sabían. La primera vez que Gala había sido testigo de ello era aún pequeña, y no le había hecho falta esconderse en ninguna despensa.
Encaramada en un roble, junto a la mina, mientras se imaginaba que viajaba de polizona en un barco, vio un animal que salía de un matorral. Casi de inmediato, el bicho se desplomó en el suelo. Gala se descolgó del árbol y, muy despacio, se acercó a él. A primera vista, no reconoció de qué especie era, pero luego se llevó las manos a la boca: era un gato, como los que había visto en el libro Flora y fauna de las montañas del este de Trunia. No sabía qué hacer. El animal respiraba con dificultad, tenía una pata rota y el cuerpo, cubierto de arañazos. Enseguida se dio cuenta de que no era un gato, sino una gata, y estaba embarazada. Ca sabría qué hacer con ella.
Gala echó a correr, pero a medio camino tropezó con una raíz y fue a chocar con Jada, que estaba recogiendo leña en el bosque. Se apresuró a contarle lo que había visto y juntas fueron al encuentro del animal herido. La muchacha cogió a la gata y la llevó a su casa. Con dedos hábiles y delicados, le construyó un cabestrillo de madera. Siri, la joven de ojos sabios que vivía con ella, le limpió las heridas con agua tibia, y Gala le aplicó uno de los ungüentos de hierbas de Ca, a quien no habían conseguido localizar por ninguna parte.
Al final no pudieron hacer nada por salvarle la vida y, una semana después, la gata murió durante el parto.
—Ha sido por mi culpa, le he traído mala suerte —aseguró Gala, y nadie la contradijo.
Las dos muchachas habían hecho todo lo posible para salvar al animal. Tampoco eran como el resto de minseños. No del todo. La mayoría de las casas de Mins no tenían encanto, pero la de aquellas dos jóvenes era diferente. Su casa, con muebles de madera y olor a miel, parecía el hogar de un mundo en el que seguramente la niebla no existía y los pájaros trinaban de buena mañana. El día en que Gala le hizo esa observación, Jada le recitó su poema preferido: «Cuando dos se quieren, una cabaña es un palacio».
Gala se había quedado a dormir dos noches en aquella casa. La primera, el día en que habían encontrado la gata, y la segunda, el día en que la gata había dado a luz. Tres de los cachorros, atigrados, habían nacido muertos. El cuarto nació con la cola torcida, en forma de interrogante, pero vivo, toda una sorpresa en Mins. Gala lo alimentó con la ayuda de un trapo empapado con leche hasta que hubo crecido lo bastante como para espabilarse solo. Al principio los vecinos lo miraban con recelo, pero pronto se acostumbraron a verlo caminando por los tejados con un paso orgulloso y displicente. Para Gala había sido un amigo y —esto muy pocos lo sabían— también un maestro.
La voz indecisa de Lot la devolvió a la despensa.
—Raco tiene razón. Quien haya dejado estas órdenes, sea quien sea, nos ha estado trayendo comida, ¿no? —dijo el apicultor—. Tal vez no quieran perjudicarnos… Quizá quieren ayudarnos.
—Sí, y teniendo en cuenta nuestra situación, no estamos en condiciones de rechazarlos —coincidió Raco.
La madre de Gala levantó la mirada:
—Pero ¿es que no lo veis? ¡Nos convocan a la guerra! Abrid los ojos. Nadie está más cansado que yo de esta niebla que nos mata, pero por mucho que queramos salir de aquí… —Calló y rectificó—: Por mucho que a veces sea duro, nuestro deber es proteger a nuestros hijos y, si allí fuera hay algo… Si allí fuera hay una guerra, debemos quedarnos aquí.
Se hizo el silencio.
—¿Qué hijos, Caelina? ¿Los que mueren antes de nacer o los que desaparecen entre la niebla? —preguntó Raco.
Algunos vecinos protestaron, y a Gala se le revolvió el estómago.
—¡Raco, por favor! —se quejó Jada, con las mejillas en llamas.
Aquello no estaba bien. Reprocharle a su madre lo que había pasado con Amarna no estaba nada bien. No había sido culpa de nadie, y menos de ella.
Su hermana desapareció entre la niebla, pero eso ya había ocurrido antes. Los vecinos murmuraban que la joven se había arrojado a la niebla adrede, que había ido directa al lago y que los últimos días había actuado de forma extraña. Gala no podía saberlo. Solo tenía seis años cuando aquello ocurrió, y Ca nunca quería hablar de ello.
Su madre miró a Raco con frialdad, pero no dijo nada: se limitó a cerrar los ojos despacio, como si estuviera muy cansada.
—Calma, por favor, calma —pidió el tabernero—. Es evidente que todo esto ha sido culpa mía. Caelina tiene razón… Si ahí fuera hay una guerra, y, por lo que dice la carta, eso es lo que parece…, mi propuesta es cerrar el acceso a la mina. Tapiar la entrada y cortar todo contacto con esa gente, sean quienes sean. ¡Diantre, yo nunca he estado en una guerra, y ya soy demasiado viejo para vivir una!
—¿Y actuar como si nada ocurriera ahí fuera? —preguntó Raco, con la calva arrugada.
—Eso es exactamente lo que propongo —replicó Billian.
—Pues votemos —dijo la madre de Gala.
Billian recorrió a todos los vecinos con la mirada.
—Que levante dos dedos quien crea que tenemos que tapiar la mina y evitar cualquier contacto con esa gente. Que levante tres dedos quien quiera seguir como hasta ahora e ignorar todos los mensajes. Y que levante cuatro quien quiera adentrarse en la mina e intentar saber algo más sobre quien nos ha estado escribiendo.
Todos alzaron las manos. Caelina y Billian mostraron dos dedos, igual que Moida, Jada y Lot. Solo Raco levantó cuatro dedos al aire, huraño.
—Pues decidido. Esta misma madrugada tapiaremos la mina y no hablaremos de esto nunca más —sentenció el tabernero después de contar los votos.
—Un momento —lo interrumpió Jada cuando los vecinos ya empezaban a levantarse de la mesa—. Si Raco quiere irse, debería tener derecho a hacerlo.
—El consejo ha votado, Jada —repuso Raco—. Me quedaré en Mins. Pero esto no significa que no crea que hayáis cometido un error terrible. Un error que solo el tiempo sabe cuánto nos costará…
Gala tuvo que esperar a que el último de los cinco cabezas de familia abandonara la taberna para salir de la despensa. Escapó por la puerta aprovechando que Billian trajinaba en la cocina, y corrió a casa, poniendo toda su atención en no resbalar con la nieve. Cayó de culo una vez, y luego se subió de un salto al árbol que crecía bajo su ventana.
Cuando aterrizó en la habitación, se le paralizó el corazón. Su madre la esperaba de pie bajo la puerta, con el rostro iluminado por la luz de una vela.
—¿De verdad creías que no te iba a ver, Gal? —le dijo Ca, con una sonrisa triste—. Supongo que ha llegado el momento de que te cuente qué hay fuera de Mins. Pero tendrás que guardar el secreto.
—Espera… —dijo Gala, confusa—. ¿Tú sabes qué hay fuera de Mins?
Ca asintió. Se cruzó de brazos e inclinó la cabeza, con los ojos cerrados. Gala le leyó el pensamiento: estaba un poco enfadada con ella por haberse colado en la reunión sin haberle dicho nada.
—No me la podía perder, mamá, y lo sabes…
—Ya lo sé —la interrumpió Ca, y bajó los brazos—. De todas formas, sabía que un día iba a llegar este momento. Pero no tan pronto, la verdad. Para serte sincera, creía que Billian se llevaría el secreto a la tumba. Si al menos se lo hubiera guardado un año más… Si hubiera esperado a que fueses un poco mayor…
—¿Un poco mayor para qué? —preguntó Gala, intrigada, y algo molesta por el comentario. Tenía trece años, pero se consideraba bastante más espabilada que la mayoría de sus vecinos.
Ca apartó la vista y miró por la ventana de la habitación, donde la niebla se agitaba tras los cristales, impaciente. Gala la notó terriblemente cansada y, por un instante, deseó no haberse escondido en la taberna. ¿Por qué siempre tenía que meterse en problemas? Bastantes quebraderos de cabeza tenía ya su madre, no necesitaba las preocupaciones de un planeta errático.
En la calle, se oyeron las voces de los vecinos, que cuchicheaban mientras se acercaban a la casa.
—Te prometo que te lo contaré todo, hija —le dijo su madre—, pero ahora no. Mañana. Ahora debo asegurarme de que nadie cambie de opinión y decida meter las narices en la mina.
—¿Qué pasaría? —preguntó Gala, despacio, como si Ca fuera de porcelana y su curiosidad pudiera romperla—. ¿Qué pasaría si alguien entrara en la mina?
Su madre parpadeó.
—Que la Orden Ministerial podría descubrir que estamos aquí —dijo.
Dicho eso se acercó a Gala y le acarició la cara.
—Mañana, te lo prometo —aseguró—. ¿De acuerdo? Duerme un poco, muy pronto necesitaré que seas muy valiente.
Desapareció por la puerta y Gala se quedó allí, con un palmo de narices. ¿Cómo pretendía que se durmiese después de lo que le había dicho? ¿Valiente? Podía ser valiente, pues claro que podía, pero eso nunca había cambiado nada,: su mala suerte siempre ganaba la partida.
Se aproximó a la ventana y vio que los vecinos enfilaban el camino que conducía a la mina, seguidos de Ca, envuelta en la capa amarilla. Empezaron a caer algunos copos de nieve, gordos y perezosos. «La Orden Ministerial podría descubrir que estamos aquí», pensó, sin saber por qué de repente aquello la inquietaba tanto. ¿Y si el planeta Gala no estaba solo? ¿Y si vivía rodeado de monstruos que se lo querían zampar?
Esperó durante dos horas a que su madre regresara, pero lo único que vio fue la silueta del gato recortada contra la oscuridad. Lo vio desaparecer por el camino que llevaba al lago, y un recuerdo regresó a su mente, antes de desvanecerse entre la niebla.
Se dejó caer en la cama y cerró los ojos, solo un instante. Mañana, le había prometido Ca. Mañana, pensó mientras caía en un sueño profundo y lleno de visiones extrañas.
Al día siguiente, cuando Gala se levantó, Ca estaba dormida en el sofá. Se acercó a ella tratando de no despertarla, y se le encogió el corazón. Su madre tenía los ojos cerrados y el rostro cubierto de polvo. Cuando le tocó la frente, le ardía la piel.
—Mamá… —musitó.
Ca abrió los ojos muy despacio y murmuró:
—Descansaré un poco, ¿vale, pequeña? Solo necesito descansar un rato… Un ratito y ya estaré bien…
—No te preocupes, mamá —le respondió, y tuvo que hacer un esfuerzo para que la preocupación no le tiñera la voz—: Iré al bosque a buscar un poco de muraje, ¿vale?
No podrían hablar de la Orden Ministerial hasta que Ca mejorase, así que Gala enfiló hacia la parte más alta del bosque. Los tallos de muraje más sabrosos se ocultaban debajo de la nieve, y de camino aprovecharía para hacer otra cosa que probablemente su madre no habría aprobado.
Mientras avanzaba sentía a sus espaldas la presencia del lago y de la niebla que crecía allí, amenazante. Había algo que no conseguía quitarse de la cabeza desde la noche anterior. Tenía que ver con lo que había descubierto en la taberna, pero no solo con eso. El recuerdo que regresaba a su mente desde que se había acostado se remontaba al día en que había empezado a pensar que los vecinos de Mins tal vez no estuvieran solos; una sospecha que la acompañaba desde los siete años, cuando un misterioso suceso que Ca atribuyó a su imaginación depositó en su interior una semilla que no dejó de crecer desde entonces.
El primer recuerdo que tenía de aquel día era que llovía. Llevaba más de una hora bajo el cobijo de la copa de un árbol, a la espera de que pasara la tormenta, después de haber jugado a lanzar piedras en la superficie del lago. El agua se extendía unos metros a lo lejos hasta que, entre las sombras, la niebla impedía distinguir nada más.
Gala recordaba que, mientras contemplaba cómo las gotas agujereaban el agua, allí donde empezaba la niebla más espesa, vio moverse una silueta que avanzaba lentamente hacia la oscuridad. Intrigada, se agarró al tronco y trepó hasta la rama más larga. Durante unos minutos fue incapaz de distinguir qué era, pero, poco a poco, la silueta se fue acercando y su contorno, recortado contra la niebla, se definió cada vez más. ¿Era un animal? ¿O solo un tronco que flotaba en el agua?
Casi resbaló del susto cuando la vio: una mujer de cabellera larga y blanca remaba dentro de una barquita. La figura había vuelto la cabeza de repente para mirar hacia el árbol, donde se encontró con los ojos brillantes de Gala. La mujer se había llevado un dedo a los labios en señal de silencio y había sonreído antes de desaparecer entre la niebla. Lo último que pudo ver Gala fue su capa, en la que lucía una hoja bordada.
Se bajó presurosa del árbol y se adentró unos metros en el lago. Gritó una y otra vez: «¡Eh! ¡Eh!», pero la mujer había desaparecido sin dejar rastro, y ella perdió el equilibrio y se cayó de culo en el agua. Empapada, echó a correr hasta casa, con el corazón desbocado.
—Pequeña, ¿qué te ha pasado? —exclamó su madre, que leía junto a la chimenea.
Balbuceando y con más palabras de las necesarias, Gala le explicó lo que había visto. Ca no dijo nada hasta al cabo de unos segundos. Cuando finalmente reaccionó, su expresión no fue de sorpresa, sino de enfado. De forma casi imperceptible, durante apenas unos segundos, la mirada de su madre se endureció y se ensombreció. Después, a la misma velocidad con que se habían oscurecido, sus ojos recuperaron su habitual color grisáceo y Ca sonrió:
—Oh, bonita. Eso te ocurre por quedarte hasta tan tarde escuchando las historias de Billian y Jada. Eres demasiado pequeña para distinguir entre realidad y fantasía, y me temo que esta vez la imaginación te ha jugado una mala pasada. Vamos, sé buena y tráeme unos cuantos troncos de la leñera, que parece que el fuego se está apagando.
Gala dudó. ¿Había sido cosa de su imaginación? Tal vez sí, porque ¿qué sentido tenía que alguien rondara por el lago de Mins y se atreviera a adentrarse en la niebla, cuando todo el mundo sabía que eso podía ser mortal? Era una estupidez.
Había salido de casa con el cesto de la leña, y, de no haber hecho saltar el resorte de la puerta hacía unos días y de no haberse cerrado esta un segundo más tarde, Gala no habría podido ver lo que vio.
En ese último segundo, antes de que la puerta se cerrara del todo, atisbó por la rendija a su madre dejando caer el libro al suelo, mientras una profunda arruga de preocupación le surcaba la frente.
Aquella noche de hacía ya tantos años, Gala llegó a tres conclusiones. La primera: no cabía ninguna duda de que lo que había visto era una mujer. Y no solo la había visto, sino que le había pedido que guardara silencio. La segunda: la idea de que más allá de la niebla ya no quedaba nada era una gran mentira. Y la última, y tal vez la que más la incomodaba: su madre también lo sabía, pero, por alguna razón que no comprendía, se lo ocultaba.
A pesar de que ninguna de las dos volvió a mencionar nunca más el incidente, Gala se guardó aquel recuerdo en algún rincón escondido de la mente, como si fuera la pieza de un rompecabezas que tarde o temprano debería resolver.
Y ahora tenía una nueva pieza.
Su madre sabía lo que había fuera de Mins, y lo sabía desde hacía tiempo. Además, estaba lo de aquellas cartas que alguien había estado dejando en la mina, llenas de instrucciones sin sentido. Se preguntó qué debía de estar pasando más allá de las fronteras del pueblo para que quien fuera que mandara las cartas también les hiciera llegar armas. Una parte de ella se moría de ganas de saberlo; la otra, más razonable, se preguntaba si tal vez no sería mejor correr a esconderse allí donde nadie pudiera encontrarla.
Lo cierto es que nunca se le había dado muy bien eso de escuchar la voz de la razón, y probablemente por eso tuviera el cuerpo lleno de cicatrices.
Al final, llegó a la parte más alta del bosque. Conocía el camino como si fuera un libro que hubiera leído demasiadas veces, pero tenía la sensación de que las piedras y los hoyos, ocultos bajo el grosor de la nieve, cambiaban cada día de lugar solo para molestarla.
Miró hacia arriba y, en un par de saltos, trepó al árbol con las mejores vistas de la mina, un viejo roble esculpido en piedra helada. En la rama más alta había aparecido una grieta húmeda y negra, pero Gala sabía cómo colocarse para no partirla.
No recordaba muy bien cómo había aprendido a caminar por los árboles. Solo sabía que un día había visto al gato trepando por uno y que, al llegar a la rama más alta, el animal la miró con sus ojos verdes, como si la retara a imitarlo. Gala nunca se había fiado de la tierra, pero, ahí arriba, en las alturas, había descubierto que podía ser otra persona. Los árboles la arropaban con sus brazos arrugados, y saltaba de una rama a otra como si una fuerza extraña la impulsara, sin caerse nunca. Ahí arriba casi se sentía poderosa, y solo cuando bajaba volvía a ser la muchacha patosa de la que nadie, ni siquiera ella, esperaba gran cosa.
Y eso no era nada malo, sencillamente era así. ¿Para qué engañarse? Todo resultaba mucho más fácil si aceptabas quién eras y no te tomabas demasiado en serio. Sobre todo cuando eras un desastre. Eso era lo que Gala se repetía constantemente.
Todavía subió unas cuantas ramas más arriba y se sintió llena de vida cuando el aliento frío de la niebla le acarició las mejillas. Lo que vio ante sí, no obstante, la molestó: la entrada a la antigua mina no era más que una cicatriz en la piedra, y ni siquiera tenía forma de astro. Los vecinos la habían hecho desaparecer sin miramientos. ¿De qué tenían tanto miedo?
—¿Qué escondes…? —susurró, como si los árboles tuvieran la respuesta.
Sabía que los minseños enseguida se olvidarían de aquel asunto, y eso la ponía muy nerviosa.
—Cuando algo no te gusta o no lo entiendes, solo puedes hacer dos cosas: lo aceptas o lo olvidas —decía a menudo el tabernero, repitiendo un viejo lema del pueblo, y en la taberna todos asentían.
Los vecinos casi siempre elegían olvidar. Gala, sin embargo, prefería aceptar, y en todo aquel tiempo solo había olvidado una cosa, un tanto estúpida: el nombre que le había puesto al gato.
—Eh, gato, ven —le decía—. Eh, gato, ¿por qué ya no me haces caso? ¿Es porque me he hecho mayor? —le preguntaba, y tampoco obtenía respuesta.
Pero eso no tenía importancia, claro. Lo que olvidaban los vecinos era mucho más grave.
Saltó del árbol y, antes de regresar a casa, arrancó algunos brotes de muraje de entre las raíces heladas.
Encontró a su madre en su habitación, dormida. La estancia se había quedado helada y Gala echó un tronco a la chimenea. Las llamas lamieron la madera con voracidad y la sala se iluminó.
Había libros por todas partes: en la butaca, delante de la chimenea, en los estantes, encima de la cama… El único espacio sin libros, de hecho, era el tocador, donde una fotografía antigua de Gala y Amarna se escondía de la luz de las llamas, como si no quisiera ser vista.
La había hecho Ca, y, al fondo, todavía se veía el viejo manzano con los dos últimos frutos que había dado. Amarna llevaba los cabellos largos trenzados a un lado, y sus ojos, de un castaño intenso, miraban el horizonte. Tenía diecisiete años y solo faltaba uno para que desapareciera. Gala siempre había creído que la expresión de su hermana cambiaba cada día, según el humor que tenía. A veces parecía asustada, otras, inquieta, y en ocasiones no veía nada en su rostro: era sencillamente una muchacha que llevaba a su hermana pequeña de la mano.
En aquellos momentos, bajo la luz de las llamas, parecía que Amarna tuviese una sombra oscura en la frente.
—¿Qué te pasa, Ami? —le preguntó.
Ojalá hubiera podido preguntárselo antes. A veces pensaba que su suerte se había marchado con su hermana, para no estar con ella. En aquella época no tenía cicatrices, porque Amarna no permitía que se cayese.
«Preferiría que me cortaran un brazo antes de que tú te hicieras daño en un dedo, hermana», le decía siempre Amarna, con aquella voz clara y orgullosa que no había olvidado.
A Gala nunca se le había ocurrido decirle que también se habría dejado mutilar por ella. Era un desastre con dos brazos, así que ¿qué más daba tener solo uno? A veces pensaba que, en lugar de su hermana, tendría que haber desaparecido ella. Al fin y al cabo, la vida no le deparaba más que un par de moretones en el cuerpo y alguna cicatriz nueva. Hacía tiempo que lo tenía claro.