El undécimo mandamiento - Jeffrey Archer - E-Book

El undécimo mandamiento E-Book

Jeffrey Archer

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Beschreibung

Connor Fitzgerald es un profesional entre profesionales. Medalla de Honor. Devoto hombre de familia. Siervo de su patria. El arma más letal de la CIA. Sin embargo, Fitzgerald lleva una doble vida desde hace 28 años. A falta de unos días para jubilarse de su puesto en la CIA, se cruza con un enemigo que ni él mismo puede manejar. Este enemigo es su propia jefa, Helen Dexter, la directora de la CIA, y tiene un único propósito: destruir a Connor. Mientras tanto, los Estados Unidos se enfrentan a un enemigo igual de formidable: el nuevo presidente ruso, resuelto a forzar un conflicto bélico entre las dos superpotencias. Desde el Despacho Oval en la Casa Blanca al lujoso escondrijo de un mafioso a las afueras de San Petersburgo, «El undécimo mandamiento» alcanza nuevas cotas de excelencia en la escritura de thrillers contemporáneos. Jeffrey Archer captura a sus lectores en el primer párrafo y no los suelta hasta el último. El ritmo, la inventiva, los giros, todo ello enhebrado en una emocionante historia de amor, demuestran una vez más que el autor británico de bestsellers está en todo lo alto de sus capacidades narrativas.-

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Jeffrey Archer

El undécimo mandamiento

Translated by Nieves Gamonal

Saga

El undécimo mandamiento

 

Translated by Nieves Gamonal

 

Original title: The Eleventh Commandment

 

Original language: English

 

Copyright © 1998, 2021 Jeffrey Archer and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726491982

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Para Neil y Monique

AGRADECIMIENTOS

Me gustaría dar las gracias a las siguientes personas por prestarme su ayuda durante la fase de documentación del libro:

Estados Unidos:

 

El Hble. William Webster, exdirector de la CIA y el FBI.

El Hble. Richard Thornburgh, exfiscal general de Estados Unidos.

El Hble. Samuel Berger, consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos.

Patrick Sullivan, miembro del Servicio Secreto de Estados Unidos (oficina local de Washington).

Agente especial J. Patrick Durkin, Servicio de Seguridad Diplomática de Estados Unidos.

Melanne Verveer, jefa de Gabinete de Hillary Rodham Clinton.

John Kent Cooke Jr, propietario de los Washington Redskins.

Robert Petersen, superintendente de la galería de prensa del Senado de Estados Unidos.

Jerry Gallegos, superintendente de la galería de prensa de la Cámara de Representantes.

King Davis, jefe de policía de Sierra Madre, California.

Rusia:

Mikhail Piotrovsky, director del museo del Hermitage y del Palacio de Invierno de San Petersburgo.

Dr. Galina Andreeva, encargada de los departamentos de pintura del siglo XVIII y XIX de la Galería Estatal Tretyakov de Moscú.

Aleksandr Novoselov, asistente del embajador en la Embajada de Rusia de Washington DC.

Andrei Titov.

Tres miembros de la mafia de San Petersburgo que se negaron a que sus nombres aparezcan citados.

 

Malcolm Van de Riet y Timothy Rohrbaug, Nicole Radner, Robert Van Hoek, Phil Hochberg, David Gries, Judy Lowe y Philip Verveer, Nancy Henrietta, Lewis K. Loss, Darrell Green, Joan Komlos, Natasha Maximova, John Wood y Chris Ellis.

 

Y, por último, un reconocimiento especial para Janet Brown, de la Comisión de Debates Presidenciales, y a Michael Brewer, de Brewer Consulting Group.

LIBRO 1

EL BUEN COMPAÑERO

CAPÍTULO 1

La alarma empezó a sonar en cuanto abrió la puerta.

Un error así era más propio de un principiante que de alguien tan respetado como Connor Fitzgerald; al fin y al cabo, sus compañeros lo consideraban el profesional por excelencia.

Había calculado que pasarían varios minutos hasta que la policía local respondiera a un aviso de robo en el barrio de San Victorino.

Todavía faltaban un par de horas hasta que el partido anual contra Brasil diera comienzo, pero sabía que la mitad de los televisores de Colombia ya estarían encendidos. De haberse colado en la casa de empeños en pleno juego, la policía no se habría puesto en marcha hasta que el árbitro pitara el final del encuentro. Era un secreto a voces que los criminales aprovechaban esa ventana de noventa minutos como quien consigue una tregua. Pero sus planes para aquellos noventa minutos harían que la policía diera vueltas desorientada durante días. Pasarían semanas, meses incluso, hasta que alguien descubriera la verdadera envergadura del robo vespertino de aquel sábado.

La alarma seguía sonando. Cerró la puerta trasera y se desplazó con brío por el pequeño almacén hacia el mostrador de la tienda. A su paso, ignoró las interminables hileras de relojes colocados en sus diminutos soportes, las esmeraldas cuidadosamente empaquetadas y los objetos de oro de todas clases y tamaños que reposaban sobre el expositor, protegidos por una fina rejilla. Todos estaban etiquetados con un nombre y una fecha para que sus arruinados dueños pudieran volver en menos de seis meses a reclamar sus reliquias familiares. Muy pocos conseguían llevárselas de vuelta.

Apartó la cortina de cuentas que separaba el almacén de la tienda y se detuvo tras el mostrador. Fijó la mirada en un maletín de cuero maltrecho posado en un estante del escaparate central. En la tapa podían leerse unas iniciales doradas, ya casi borradas: «D.V.R.». Permaneció inmóvil hasta que tuvo la certeza de que nadie estaba mirando.

Horas antes, cuando le había vendido aquella singular pieza de artesanía al comerciante, le había explicado que no tenía ninguna intención de volver a Bogotá: podía ponerla a la venta de inmediato. No se sorprendió de que ya estuviera colocada en el escaparate. No había otra igual en toda Colombia.

Estaba a punto de saltar el mostrador cuando un joven pasó por delante del escaparate. Se quedó inmóvil, pero el hombre ni siquiera le prestó atención: estaba demasiado concentrado en la pequeña radio que apretaba contra la oreja izquierda. Por lo que a él respectaba, Fitzgerald podría haber sido perfectamente un maniquí. Tras perderlo de vista, sorteó el mostrador y caminó hacia el escaparate. Miró a ambos lados de la calle para comprobar que no hubiera ningún testigo involuntario; todo estaba despejado. Con un solo movimiento, retiró el maletín de cuero del estante y volvió sobre sus pasos. Dejó atrás el mostrador y miró de nuevo hacia el escaparate para asegurarse de que ninguna mirada indiscreta hubiera presenciado el robo.

Se giró, retiró la cortina de cuentas y caminó hacia la puerta cerrada. Comprobó su reloj. La alarma llevaba sonando noventa y ocho segundos. Salió al callejón y escuchó atentamente. De haber oído el rumor de una sirena de policía, habría virado a la izquierda y desaparecido en el laberinto de calles que discurría tras la casa de empeños, pero no había más sonido que el de la alarma. Todo estaba tranquilo. Giró hacia la derecha y se dirigió hacia carrera Séptima con aire despreocupado.

Cuando Connor Fitzgerald llegó a la carretera, miró a izquierda y derecha, serpenteó entre el tráfico y, sin echar la vista atrás, cruzó hacia el extremo opuesto de la calle. Se perdió en el estruendo de un restaurante abarrotado; un grupo de hinchas estaba reunido en torno a una enorme televisión.

Nadie reparó en su presencia: estaban hipnotizados con las interminables repeticiones de los tres goles que Colombia había marcado el año anterior. Buscó una mesa en una esquina y se sentó. No tenía una vista directa de la pantalla, pero sí disfrutaba de una panorámica perfecta de la calle. El cartel descolorido de la tienda de empeños se agitó con la brisa de la tarde: «J. Escobar Monte de Piedad. Desde 1946».

Pasaron varios minutos hasta que un coche de policía frenó en seco justo delante del local. Esperó a que los dos agentes entraran al edificio, dejó la mesa, salió tranquilamente por la puerta trasera hacia otra calle de la que la calma se había apoderado aquel sábado y paró el primer taxi vacío que encontró.

—A El Belvedere, en la plaza de Bolívar, por favor —dijo con un marcado acento sudafricano.

El conductor se limitó a asentir, dejando claro que no tenía ninguna intención de mantener una charla distendida, y encendió la radio mientras Fitzgerald se hundía en el asiento trasero de aquel taxi ajado.

Volvió a comprobar su reloj: la una y diecisiete. Iba un par de minutos por detrás de lo planeado. El discurso ya habría empezado, pero solía extenderse bastante más de cuarenta minutos, así que todavía tenía tiempo de sobra para ocuparse del asunto que lo había traído a Bogotá. Se movió ligeramente hacia la derecha para que el conductor pudiera verlo a través del retrovisor.

Era esencial que, cuando la policía empezara a interrogar a los testigos, todos dieran la misma descripción: hombre caucásico de unos cincuenta años y algo más de seis pies de altura, alrededor de doscientas diez libras de peso, barba incipiente, pelo oscuro y desaliñado, con pinta de extranjero y un acento marcado de otro país, pero no estadounidense. Esperaba que al menos uno de ellos pudiera identificar el deje nasal del sudafricano. Siempre se le habían dado bien los acentos; en el instituto, imitar a los profesores lo había metido en más de un lío.

La radio del taxi siguió emanando las opiniones de un sinfín de expertos que intentaban predecir el resultado de la contienda anual. Fitzgerald desconectó de un idioma que no tenía ningún interés en dominar, aunque ya hubiera añadido «falta», «fuera» y «gol» a su limitado vocabulario.

Cuando el diminuto Fiat se detuvo frente a la puerta de El Belvedere diecisiete minutos después, sacó un billete de diez mil pesos, lo puso en manos del conductor y se escabulló del taxi antes de que pudiera darle las gracias por una propina tan generosa. A decir verdad, los taxistas de Bogotá tampoco eran conocidos por su carácter afable y agradecido.

Subió a toda prisa las escaleras del hotel, dejó atrás al botones y cruzó las puertas giratorias. Ya en el vestíbulo, fue directo hacia la zona de ascensores, que se encontraba justo en frente del mostrador de recepción. Apenas tuvo que esperar unos segundos hasta que uno de los cuatro volvió a la planta baja. Cuando las puertas se abrieron, entró, pulsó el 8 y, acto seguido, el botón de cierre: así evitaría tener compañía. En cuanto tuvo delante el suelo del octavo piso, recorrió la fina moqueta que llevaba a la habitación 807. Introdujo una tarjeta de plástico en la ranura y esperó a que la luz verde se encendiera antes de girar la manilla. En cuando se abrió, colgó el cartel de «No molestar» por fuera, entró y echó el cerrojo.

Volvió a comprobar el reloj: quedaban veinticuatro minutos para las dos. Calculaba que, a aquellas alturas, la policía ya se habría marchado de la tienda de empeños después de concluir que había sido una falsa alarma. Llamarían a la casa de campo del señor Escobar para informarle de que todo estaba en orden y le recomendarían que pasara a echar un vistazo cuando volviera a la ciudad el lunes para comprobar que no faltara nada. Lo que no sabían es que, para entonces, Fitzgerald ya habría reemplazado el ajado maletín de cuero del escaparate. Cuando llegara el día, los únicos objetos cuyo robo denunciaría Escobar serían varias bolsas con esmeraldas en bruto que la policía se había llevado antes de dejar el establecimiento. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que descubriera que había perdido algo más? ¿Un día? ¿Una semana? ¿Un mes? Había decidido dejar una extraña pista para acelerar el proceso.

Se quitó la chaqueta, la colgó de la silla más cercana y cogió el mando que estaba en la mesita de noche. Pulsó el botón de encendido y se sentó en el sofá, frente a la televisión. Un primer plano de Ricardo Guzmán conquistó la pantalla.

Sabía que Guzmán cumpliría cincuenta en abril, pero, con su elevada estatura, aquel frondoso cabello negro y tan buena forma física, podría haber jurado que todavía no había llegado a los cuarenta y su efusivo público se lo habría creído. Al fin y al cabo, muy pocos colombianos esperaban que los políticos dijeran la verdad sobre nada, en especial si se trataba de su edad.

Ricardo Guzmán, el candidato favorito para las elecciones presidenciales, también era el jefe del cártel de Cali. Controlaba el ochenta por ciento del tráfico de cocaína en Nueva York y generaba más de mil millones de dólares de beneficio al año. Fitzgerald no había leído esta información en ninguno de los tres periódicos nacionales de Colombia, probablemente porque el suministro de la mayor parte de la prensa del país lo controlaba el propio Guzmán.

—Como presidente, mi primera medida será nacionalizar cualquier empresa cuyos principales accionistas sean estadounidenses.

La muchedumbre que rodeaba las escaleras del edificio del Congreso en la plaza de Bolívar aclamó sus palabras. Los asesores de Ricardo Guzmán le habían repetido mil y una veces que dar un discurso el día del partido sería una pérdida de tiempo, pero había hecho todo lo posible por ignorarlos; según sus cálculos, millones de telespectadores cambiarían de canal en busca del fútbol y se cruzarían con su cara en pantalla, aunque fuera de forma fugaz. Esas mismas personas se sorprenderían al verlo una hora después abriéndose paso por el estadio abarrotado. A Guzmán, el fútbol le resultaba aburrido, pero sabía que su entrada triunfal justo antes de que la selección nacional saltara al campo desviaría la atención del público y haría que se olvidaran de Antonio Herrera, el actual vicepresidente colombiano y su principal rival de cara a las elecciones. Herrera se sentaría en el palco, pero Guzmán se mezclaría con la multitud, justo detrás de una de las porterías. Quería dejar claro que era un hombre de a pie.

Fitzgerald calculó que quedaban unos seis minutos de discurso. Había escuchado las palabras de Guzmán decenas de veces: en vestíbulos abarrotados, en bares medio vacíos, en las esquinas de las calles e incluso en una estación de autobuses en la que el candidato se había dirigido a la población desde la parte de atrás de un autocar. Cogió el maletín de cuero de la cama y lo puso en su regazo.

—Antonio Herrera no es el candidato progresista —siseó Guzmán—: es el candidato de Estados Unidos. No es más que un títere cuyas palabras ha escogido minuciosamente el hombre que se sienta en el despacho oval.

La multitud volvió a vitorearlo. «Cinco minutos», se dijo Fitzgerald. Abrió el maletín y contempló el Remington 700 que había perdido de vista durante tan solo unas horas.

—¿Cómo se atreven los estadounidenses a asumir que cumpliremos obedientes con lo que convenga en cada momento a su país? —gritó Guzmán—. Y todo por el todopoderoso dólar. ¡Al diablo con él!

El público enloqueció cuando el candidato sacó un billete de su cartera e hizo añicos la efigie de George Washington.

—¡Si de algo estoy seguro... —prosiguió Guzmán, lanzando los pequeños trozos de papel verde hacia la multitud como si fuera confeti.

—«... es de que Dios no es gringo» —sentenció Fitzgerald.

—... es de que Dios no es gringo! —rugió Guzmán.

Con mucho cuidado, extrajo del maletín de cuero la culata McMillan de fibra de vidrio.

—Dentro de dos semanas, los ciudadanos de Colombia podrán dejar claro lo que piensan al mundo entero —exclamó Guzmán.

—Cuatro minutos —murmuró Fitzgerald mientras levantaba la vista hacia la televisión e imitaba la sonrisa del candidato. Sacó el cañón Hart de acero inoxidable de su funda y lo atornilló con firmeza a la culata. Encajaba como un guante.

—En las próximas cumbres mundiales, Colombia volverá a estar sentada en la mesa de negociación, en lugar de limitarse a leer sobre lo ocurrido en la prensa del día siguiente. En un año, conseguiré que los estadounidenses nos traten de igual a igual y no como a un país del tercer mundo.

El público jaleó sus palabras al mismo tiempo que Fitzgerald levantaba la mira telescópica Leupold de 10x y la encajaba en las dos pequeñas ranuras de la parte superior del cañón.

—Dentro cien días, seréis testigos de cambios en nuestro país que Herrera no habría creído posibles ni en cien años. Porque cuando me convierta en vuestro presidente...

Se colocó con cuidado la culata del Remington 700 sobre el hombro. Era como si llevaran juntos toda la vida. Y con razón: las piezas estaban fabricadas a mano, siguiendo cuidadosamente todos y cada uno de sus requisitos.

Levantó la mira telescópica hacia la imagen del televisor y alineó la retícula Mil-Dot hasta centrarla una pulgada por encima del corazón del candidato.

—... acabaré con la inflación...

Tres minutos.

—... acabaré con el desempleo...

Fitzgerald exhaló.

—... y, por consiguiente, acabaré con la pobreza.

Fitzgerald empezó la cuenta atrás: tres, dos, uno... Y entonces, con mucha suavidad, apretó el gatillo. Apenas pudo escuchar el chasquido, que quedó silenciado por el clamor de la multitud.

Bajó el rifle, se levantó del sofá y volvió a colocar el maletín vacío donde estaba. Pasarían otros noventa segundos hasta que Guzmán condenara la labor del presidente Lawrence, como había hecho tantas veces antes.

Extrajo una de las balas de punta hueca de la pequeña ranura de cuero que había en el interior de la solapa del maletín. Abrió la culata y deslizó la bala hacia la recámara. Después, cerró el cañón con un firme movimiento ascendente.

—Esta será la última oportunidad que tendrán los colombianos de enmendar los errores del pasado —aulló Guzmán, alzando la voz con cada palabra—. Así que debemos asegurarnos de una sola cosa.

—Un minuto —murmuró Fitzgerald.

Podía reproducir palabra por palabra los últimos sesenta segundos del discurso de Guzmán. Apartó la vista del televisor y cruzó lentamente la habitación hacia las puertaventanas.

—No debemos desperdiciar esta oportunidad.

Fitzgerald retiró la cortina de encaje que lo ocultaba del mundo exterior y centró la atención en el extremo norte de la plaza de Bolívar, justo hacia el último escalón del Congreso, desde el que el candidato a la presidencia se dirigía a sus seguidores. Estaba a punto de dar el golpe de gracia.

Esperó con paciencia. Si estás a la intemperie, nunca te expongas más de lo necesario.

—¡Viva Colombia! —gritó Guzmán.

—¡Viva Colombia! —coreó la multitud enloquecida, aunque muchos de ellos no eran más que meros lacayos a quienes habían pagado para colarse entre el público.

—¡Amo mi país! —confesó el candidato.

El discurso acabaría en treinta segundos. Fitzgerald abrió las ventanas; lo recibieron los vítores de las masas, repitiendo cada palabra que salía de la boca de Guzmán. El candidato bajó la voz y la convirtió casi en un susurro.

—Quiero que tengan una cosa clara: ese amor por mi patria es lo único que me empuja a querer convertirme en su presidente.

Por segunda vez, Fitzgerald se colocó lentamente la culata del Remington 700 sobre el hombro. El candidato acaparaba todas las miradas.

—¡Dios guarde a Colombia!

El ruido se volvió ensordecedor cuando alzó ambos brazos para avivar el clamor de sus partidarios, que gritaban «¡Dios guarde a Colombia!» al unísono. El discurso acabó igual que tantos otros antes: las manos triunfantes de Guzmán quedaron suspendidas en el aire varios segundos. Y, como de costumbre, también permaneció inmóvil durante un breve lapso de tiempo.

Fitzgerald alineó la retícula del rifle hasta centrarla una pulgada por encima del corazón del candidato y exhaló mientras estrechaba los dedos de la mano izquierda alrededor de la culata.

—Tres, dos, uno... —dijo para sí, justo antes de apretar con suavidad el gatillo.

Guzmán aún sonreía cuando la afilada bala le atravesó el pecho. Un segundo después se desplomó como una marioneta sin hilos; fragmentos de huesos, músculos y tejidos volaron como proyectiles en todas las direcciones. La sangre salpicó a los espectadores más próximos. La última imagen del candidato que tuvo Fitzgerald fueron sus brazos extendidos, como si se estuviera rindiendo ante un enemigo desconocido.

Bajó el rifle, abrió la culata y cerró a toda prisa las puertaventanas. Su misión había terminado. Su único problema ahora era asegurarse de que no incumplía el undécimo mandamiento.

CAPÍTULO 2

—¿Debería enviar mis condolencias a su mujer y el resto de su familia? —preguntó Tom Lawrence.

—No, señor presidente —respondió el secretario de Estado—. Creo que es mejor que le deje esa tarea al subsecretario de Estado de Asuntos Interamericanos. Parece que Antonio Herrera será el próximo presidente de Colombia, así que tendrá que tratar con él.

—¿Irás al funeral en mi representación? ¿O debería enviar al vicepresidente?

—Aconsejaría que no fuéramos ninguno de los dos. Nuestro embajador en Bogotá sería una buena elección. El funeral tendrá lugar este fin de semana, nadie esperará que estemos disponibles con tan poca antelación.

El presidente asintió. Se había acostumbrado al enfoque pragmático de Larry Harrington. Lo aplicaba a todo, incluso a la muerte. No dejaba de preguntarse qué haría Larry si alguien se propusiera asesinarlo.

—Si dispone de unos minutos, creo que sería conveniente que le informara al detalle de nuestra política actual en lo que respecta a Colombia, señor presidente. Es muy probable que los medios quieran preguntarle sobre la implicación de...

El presidente estaba a punto de interrumpirlo; en ese preciso instante, Andy Lloyd llamó a la puerta y entró en la habitación.

Lawrence calculaba que serían las once en punto. No llevaba reloj desde que nombró a Lloyd como su jefe de Gabinete.

—Dejémoslo para otro momento, Larry —dijo el presidente—. Estoy a punto de hacer unas declaraciones sobre la Ley de Reducción de Armas Nucleares, Biológicas, Químicas y Convencionales. Dudo mucho que a los periodistas les interese tanto la muerte de un candidato a la presidencia de un país que, siendo sinceros, la mayoría de los estadounidenses sería incapaz de situar en un mapa.

Harrington no respondió. Pensó que no era su responsabilidad recordarle que, pese a todo, la mayoría de sus conciudadanos tampoco serían capaces de localizar Vietnam. Desde el momento en que Andy Lloyd entró en la habitación, Harrington supo que solo el estallido de una guerra mundial lo habría convertido en una prioridad. Saludó a Lloyd con un breve cabeceo y salió del despacho oval.

—¿En qué estaría pensando cuando decidí nombrarlo a él? —preguntó Lawrence, mirando fijamente hacia la puerta.

—Larry fue capaz de asegurarnos Texas cuando nuestras encuestas internas mostraban que la mayoría de los habitantes del sur creían que era usted un pelele del norte que no dudaría en nombrar jefe del Estado Mayor Conjunto a un homosexual, señor presidente.

—Y lo haría —contestó Lawrence—, si fuera la persona adecuada para ostentar el cargo.

Una de las razones por las que Tom Lawrence había ofrecido el puesto de jefe de Gabinete de la Casa Blanca a su viejo amigo de la universidad era que, tras treinta años de relación, no había secretos entre ellos. Andy hablaba sin tapujos, sin ninguna sombra de engaño o de malicia. Esta entrañable cualidad lo convertía en el rival más improbable del mundo y era garantía de que nunca aspiraría a tener una responsabilidad como la suya.

El presidente abrió la carpeta azul marcada como «Urgente» que le había dejado Andy aquella mañana. Sospechaba que su jefe de Gabinete se había pasado la noche en vela preparándola. Empezó a repasar la lista de preguntas que surgirían con casi toda seguridad en la conferencia de prensa de ese mediodía. «¿Cuántos impuestos cree que podrá ahorrarles a los ciudadanos con esta medida?».

—Supongo que Barbara Evans será la primera en preguntar, como de costumbre —dijo Lawrence, levantando la mirada—. ¿Nos hacemos una idea de por dónde pueden ir los tiros?

—No, señor —respondió Lloyd—. Pero teniendo en cuenta que lleva presionándolo para que apruebe una ley de reducción de armas desde que derrotó a Gore en New Hampshire, no creo que tenga mucho a lo que oponerse ahora que está listo para hacerla realidad.

—Cierto, aunque eso no implica que no sea capaz de hacer alguna pregunta incómoda.

Andy asintió para mostrarle que estaba de acuerdo; mientras, el presidente repasó la siguiente pregunta. «¿Cuántos ciudadanos perderán su empleo a causa de esta decisión?». Lawrence levantó la mirada.

—¿Quieres que evite a algún periodista en concreto?

—A toda la puñetera sala —contestó Lloyd con una sonrisa maliciosa—. Eso sí, cuando acabe, diríjase a Phil Ansanch.

—¿Ansanch? ¿Por qué?

—Ha apoyado la ley desde el principio y estará entre sus invitados en la cena de esta noche.

El presidente sonrió y asintió mientras hojeaba la lista de posibles preguntas. Se detuvo en la séptima. «¿No cree que esta ley es una señal más de que Estados Unidos está perdiendo el rumbo?». Miró a su jefe de Gabinete.

—Viendo cómo han reaccionado algunos congresistas a esta ley, a veces parece que sigamos viviendo en el salvaje Oeste.

—Estoy de acuerdo, señor presidente, pero, como sabe, el cuarenta por ciento de los estadounidenses sigue pensando que Rusia es nuestra mayor amenaza y casi el treinta por ciento cree que llegaremos a entrar en guerra con ellos mientras viva.

Lawrence soltó una maldición y deslizó la mano por su denso y prematuramente encanecido cabello antes de devolver su atención a la lista de preguntas. Se detuvo de nuevo en la decimonovena.

—¿Dejarán de preguntarme alguna vez por cuando quemé mi cartilla militar?

—Es probable que sí, cuando ya no esté sentado en esa silla —respondió Andy.

El presidente soltó un bufido y pasó a la siguiente pregunta. Volvió a levantar la mirada.

—Es imposible que Victor Zerimski se convierta en el próximo presidente de Rusia, ¿no?

—Lo dudo mucho —dijo Andy—, aunque ha subido hasta el tercer puesto en intención de voto. El primer ministro Chernopov y el general Borodin siguen sacándole una gran ventaja, pero su posición firme contra el crimen organizado está empezando a hacer mella en sus oponentes, probablemente porque gran parte de los ciudadanos rusos cree que la campaña de Chernopov está financiada por la mafia rusa.

—¿Y el general?

—Ha perdido bastante terreno, la mayoría de los miembros del ejército ruso llevan meses sin cobrar. Según la prensa local, los soldados están vendiendo sus uniformes a los turistas en plena calle.

—Tenemos suerte de que todavía queden un par de años para las elecciones. Si el fascista de Zerimski tuviera el menor atisbo de éxito y pudiera convertirse en el próximo presidente de Rusia, la ley de reducción de armas no pasaría de la primera fase en ninguna de las dos cámaras de representación.

Lloyd asintió mientras Lawrence pasaba a otra página. Su dedo siguió una a una las preguntas del documento. Se paró en la vigesimonovena.

—¿Cuántos miembros del Congreso tienen fábricas de armas e instalaciones o bases militares en sus distritos? —preguntó, devolviendo la mirada a Lloyd.

—Setenta y dos senadores y doscientos once congresistas —respondió él sin consultar sus documentos—. Tendrá que convencer al menos al sesenta por ciento de que lo apoyen para conseguir la mayoría en ambas cámaras. Asumiendo que podamos contar con el voto del senador Bedell, claro.

—Frank Bedell ya reclamaba una ley integral de reducción de armas cuando yo todavía estaba en el instituto en Wisconsin —apuntó el presidente—. Apoyarnos es su única opción.

—Puede que esté a favor de la ley, pero sin duda cree que no ha hecho usted lo suficiente. Acaba de pedirle que reduzca más de la mitad de nuestro gasto en defensa.

—¿Y cómo espera que consiga semejante cosa?

—Saliendo de la OTAN y permitiendo que los europeos se defiendan solos.

—No está siendo realista —dijo Lawrence—. Hasta la Americans for Democratic Action se opondría.

—Ambos sabemos que tiene razón, diría que incluso nuestro buen amigo el senador es consciente de ello, pero ahí lo tiene, en cada cadena desde Boston a Los Ángeles, afirmando que una reducción del cincuenta por ciento del gasto en defensa solucionaría de un plumazo los problemas con la sanidad pública y las pensiones.

—Ojalá Bedell pasara el mismo tiempo preocupándose por la salud de los ciudadanos que por la defensa de la nación —dijo Lawrence—. ¿Qué respondo?

—Elogie su incansable y notable defensa de los intereses de la tercera edad, pero aclare inmediatamente después que, mientras usted sea el líder de la nación, Estados Unidos jamás reducirá sus defensas. Su prioridad siempre será asegurar que sigamos siendo la nación más poderosa del mundo y... Ya sabe cómo seguir. Así conseguiremos que Bedell mantenga su voto e incluso podríamos rascar el de un par de conservadores.

El presidente miró su reloj antes de pasar a la tercera página. Exhaló un largo suspiro cuando llegó a la trigésimo primera pregunta.

«¿Cómo espera promulgar esta ley cuando los demócratas ni siquiera tienen mayoría en ninguna de las dos cámaras?».

—Vale, Andy, ¿qué respondemos a eso?

—Debe explicar que ciudadanos de todos los estados están dejando bien claro a sus representantes que este tema les preocupa, que esta ley llega tarde y que es una cuestión de sentido común.

—Ese argumento ya lo utilicé la última vez con la Ley de Sustancias Controladas, ¿te acuerdas?

—Sí, lo recuerdo, señor presidente. Y nuestros ciudadanos lo apoyaron hasta el final.

Lawrence volvió a suspirar antes de responder.

—Qué no daría por gobernar una nación que no celebre elecciones cada dos años, sin la persecución constante de unos medios convencidos de que ellos lo harían mejor que los representantes elegidos democráticamente.

—Hasta los rusos se están teniendo que acostumbrar a los cuerpos de prensa —respondió Lloyd.

—Vivir para ver —dijo Lawrence, revisando atentamente la última pregunta de la lista—. La intuición me dice que si Chernopov prometiera a los votantes rusos convertirse en el primer presidente en invertir más en sanidad que en defensa, se aseguraría la victoria.

—Es posible —respondió Lloyd—. Pero también puede tener clarísimo que si Zerimski saliera electo, empezaría a reconstruir el arsenal nuclear ruso mucho antes de plantearse abrir ni un hospital más.

—Sin duda —dijo el presidente—, pero, como bien has apuntado, es imposible que ese fanático llegue al puesto...

Lloyd se mantuvo en silencio.

CAPÍTULO 3

Fitzgerald sabía que los siguientes veinte minutos decidirían su destino.

Cruzó la habitación con paso decidido y miró al televisor. La multitud huía de la plaza hacia todas las direcciones. Los vítores orgullosos se convirtieron en caos y pánico en cuestión de segundos. Dos de los consejeros de Ricardo Guzmán se inclinaron sobre lo que quedaba de su cuerpo.

Fitzgerald extrajo el cartucho usado y lo reemplazó por uno nuevo en el compartimento interior del maletín de cuero. ¿Notaría el dueño de la tienda de empeños que una de las balas se había disparado?

Al otro lado de la plaza, el inconfundible sonido de las sirenas de policía se abrió paso entre los gritos de la muchedumbre. Esta vez, la respuesta había sido mucho más rápida.

Retiró el visor y lo colocó en la funda, perfectamente ajustado. Desatornilló el cañón, lo situó en su posición habitual y, por último, cambió la culata.

Echó un vistazo a la pantalla por última vez y vio como la policía local llegaba en tropel a la plaza. Cogió el maletín de cuero, se guardó en el bolsillo la caja de cerillas que reposaba en el cenicero situado encima del televisor, cruzó la habitación y abrió la puerta.

Miró a ambos lados del pasillo vacío y caminó a paso decidido hacia el ascensor de servicio. Pulsó el pequeño botón blanco de la pared varias veces. Había logrado abrir la ventana que llevaba a la salida de emergencias poco antes de salir hacia la tienda de empeños, pero sabía que si tenía que recurrir a su plan de contingencia, una cuadrilla de policías uniformados lo acabaría rodeando al final de la desvencijada escalera metálica. No habría un helicóptero esperándolo como en una película de Rambo; ni rastro del zumbido de las hélices, ofreciéndole una salida gloriosa mientras las balas pasaban rozándole la cara, volando en todas las direcciones pero sin acertarle. Esto era el mundo real.

Cuando las pesadas puertas del ascensor empezaron a abrirse con lentitud, se encontró frente a frente con un joven camarero; llevaba una chaqueta roja y una bandeja repleta de comida. Era obvio que había sacado la pajita más corta y había perdido la oportunidad de disfrutar de una tarde libre para ver el partido.

El camarero no pudo ocultar su sorpresa al ver a un huésped justo a la salida del ascensor de carga.

—No, señor, perdone, no puede entrar —intentó explicar mientras Fitzgerald lo dejaba atrás.

Pasó rozándolo. Ya había pulsado el botón de la planta baja y las puertas se cerraron mucho antes de que el joven pudiera decirle que ese ascensor en particular llevaba a la cocina.

Cuando llegó a la planta baja, se movió con pericia entre las mesas de acero inoxidable cubiertas de hileras de canapés que esperaban a los comensales y de botellas de champán que solo se descorcharían si ganaba el equipo local. Al alcanzar el final de la cocina, se abrió paso a través de las puertas batientes y desapareció mucho antes de que el personal vestido de blanco pudiera decir nada. Corrió por un pasillo mal iluminado —se había encargado de quitar la mayoría de las bombillas la noche anterior— hacia una puerta pesada que conducía al aparcamiento subterráneo del hotel. Sacó una llave grande del bolsillo de la chaqueta y la cerró.

Fue directo hacia un pequeño Volkswagen negro estacionado en un rincón oscuro. Sacó una segunda llave más pequeña que la anterior del bolsillo del pantalón, abrió la puerta del coche, se deslizó tras el volante, colocó la funda de cuero debajo del asiento del copiloto y arrancó. El motor se encendió al momento, a pesar de llevar tres días parado. Pisó el acelerador durante unos segundos antes de cambiar la marcha a primera.

Maniobró sin prisa entre las filas de automóviles estacionados, subió por la empinada rampa que daba a la calle y se detuvo al final de la pendiente. La policía estaba abriendo un coche aparcado y ni siquiera miró en su dirección. Giró a la izquierda y se alejó lentamente de la plaza de Bolívar.

Entonces escuchó las sirenas a su espalda. Miró el espejo retrovisor y vio a los dos policías que se acercaban hacia él en sus motos, con las luces encendidas y parpadeando sin parar. Se detuvo a un lado de la carretera para dejar paso a los escoltas y la ambulancia que transportaba el cuerpo sin vida de Guzmán.

Tomó el siguiente desvío a la izquierda por una calle lateral y comenzó una larga y sinuosa ruta hacia la casa de empeños, deshaciendo una parte del camino en varias ocasiones. Veinticuatro minutos después, entró en un callejón y aparcó detrás de un camión. Sacó el maltrecho maletín de cuero de debajo del asiento del copiloto y salió del coche, pero no cerró con llave. En menos de dos minutos debía estar de nuevo tras el volante.

Echó un vistazo a ambos lados. No había ni un alma.

Una vez más, la alarma se disparó en cuanto entró en el local, pero esta vez no estaba preocupado por la presurosa llegada de una patrulla de la zona. La mayoría de los efectivos estarían ocupados tanto en el estadio, donde el partido daría comienzo en apenas media hora, como arrestando a cualquiera que siguiera en un radio de una milla de la plaza de Bolívar.

Fitzgerald cerró la puerta trasera de la tienda de empeños nada más entrar. Por segunda vez en un solo día, se deslizó por el almacén, retiró la cortina de cuentas y se detuvo tras el mostrador. Comprobó que no hubiera ningún transeúnte antes de devolver el maletín de cuero al sitio que le correspondía en el escaparate.

Cuando Escobar volviera a la tienda el lunes por la mañana, ¿cuánto tiempo tardaría en descubrir que una de las seis balas Magnum con base troncocónica se había disparado y que solo quedaba el cartucho? Incluso aunque lo hiciera, ¿se molestaría en informar a la policía?

Tardó apenas noventa segundos en volver a estar al volante del Volkswagen. Todavía podía escuchar la incesante alarma a su espalda mientras conducía por la avenida principal y seguía las señales hacia el aeropuerto de El Dorado. Nadie mostró el más mínimo interés en él. No le sorprendía: el encuentro estaba a punto de empezar. Además, ¿qué relación podría tener el sonido de la alarma de una casa de empeños en el distrito de San Victorino con el asesinato de un candidato presidencial en la plaza de Bolívar?

Cuando llegó a la autopista, se mantuvo en el carril central, sin exceder el límite de velocidad. Varios coches de policía pasaron disparados por su lado en el trayecto hasta la ciudad. Aunque lo hubieran parado para revisar su documentación, habrían podido comprobar que todo estaba en orden. La maleta del asiento trasero no resultaría llamativa en un hombre de negocios que estaba de viaje en Colombia para vender equipos de minería.

Dejó la autopista cuando llegó a la salida del aeropuerto. Después de un cuarto de milla, giró bruscamente a la derecha y entró en el aparcamiento del hotel San Sebastián. Abrió la guantera y sacó un pasaporte repleto de sellos. Usó la caja de cerillas que se había llevado de El Belvedere para prender fuego a Dirk van Rensberg. Cuando estaba a punto de quemarse los dedos, abrió la puerta del coche, dejó caer los restos del pasaporte en el suelo y apagó las llamas con el pie, asegurándose de que el escudo de Sudáfrica aún fuera reconocible. Dejó las cerillas en el asiento del pasajero, tomó su maleta de la parte trasera y cerró la puerta de golpe, dejando las llaves en el contacto. Se dirigió hacia la entrada del hotel y tiró los restos del pasaporte de Dirk van Rensberg y una llave grande y pesada a la papelera situada junto a las escaleras.

Cruzó las puertas giratorias tras un grupo de empresarios japoneses y los siguió de cerca mientras los conducían hacia un ascensor abierto. Fue el único en bajar en el tercer piso. Se dirigió directamente a la habitación 347; una vez allí, sacó otra tarjeta de plástico para abrir otra habitación reservada a otro nombre. Lanzó la maleta sobre la cama y miró el reloj. Una hora y diecisiete minutos hasta el despegue.

Se quitó la chaqueta y la arrojó sobre una solitaria silla. Después, abrió la maleta, sacó un neceser y desapareció hacia el baño. Pasaron unos segundos antes de que el agua estuviera lo suficientemente tibia para poner el tapón del lavabo. Mientras esperaba, se cortó las uñas y se lavó las manos a conciencia, como un cirujano antes de una operación.

Tardó veinte minutos en eliminar todo rastro de su barba de una semana. Hicieron falta varias tandas de champú y unos cuantos aclarados bajo la cálida ducha para que el pelo volviera a su estado natural, ondulado y de color terroso.

Se secó lo mejor que pudo con la única y finísima toalla que le había proporcionado el hotel, volvió al dormitorio y se puso unos calzoncillos limpios. Se acercó a la cómoda que había al otro lado de la habitación, abrió el tercer cajón y buscó hasta que encontró el paquete pegado al fondo de la gaveta superior. Aunque hacía varios días que no se alojaba en la habitación, estaba seguro de que nadie más habría encontrado su escondite.

Abrió el sobre marrón y comprobó el contenido. Un pasaporte más, con otro nombre distinto. Quinientos dólares en billetes usados y la reserva de un asiento en primera clase para Ciudad del Cabo. Los asesinos fugitivos nunca viajan en primera. Cinco minutos después, salió de la habitación 347; dejó toda su ropa esparcida por el suelo y el cartel de «No molestar» colocado en la puerta.

Usó el ascensor y volvió a la planta baja. Confiaba en que nadie prestaría especial atención a un hombre de cincuenta y pocos con camisa vaquera, corbata a rayas, chaqueta deportiva y pantalones grises. Salió del ascensor y cruzó el vestíbulo sin pararse en el mostrador para registrar su salida. Había pagado la habitación en efectivo y por adelantado ocho días antes, a su llegada. El minibar estaba intacto, no pidió servicio de habitaciones, no hizo llamadas al exterior y, por supuesto, no vio ninguna película de pago. Aquel huésped no dejó gastos pendientes en su cuenta.

Solo tuvo que esperar un rato a que el autobús llegara a la entrada. Miró el reloj. Cuarenta y tres minutos para el despegue. No estaba en absoluto preocupado ante la perspectiva de perder el vuelo 63 de AeroPerú a Lima: sabía que todo funcionaría con retraso aquel día.

Cuando el autobús lo dejó en el aeropuerto, se dirigió lentamente hacia el mostrador de facturación; no lo sorprendió saber que habían retenido su vuelo durante casi una hora. Vio a varios policías navegando por el caos del abarrotado vestíbulo de salidas del aeropuerto, mirando con recelo a todos los pasajeros en busca de actitudes sospechosas. Aunque lo pararon e interrogaron varias veces y dos agentes distintos registraron su maleta, pudo acceder sin problemas a la puerta 47.

Redujo la marcha al ver al personal de seguridad del aeropuerto arrastrando a un par de mochileros y se preguntó cuántos inocentes caucásicos sin afeitar pasarían la noche sufriendo interrogatorios entre rejas como consecuencia de lo que había hecho él.

Cuando se unió a la cola que conducía al control de pasaportes, repitió su nuevo nombre en voz baja. Era el tercero en un solo día. El funcionario de uniforme azul que se encontraba al otro lado del pequeño cubículo abrió el documento de identidad neozelandés y observo con detenimiento la fotografía del interior: el parecido con el hombre que tenía frente a él era innegable. Le devolvió el pasaporte y permitió que Alistair Douglas, un elegante ingeniero civil de Christchurch, se dirigiera tranquilamente a la sala de espera. Tras sufrir otro retraso, la tripulación comenzó el embarque. Una azafata guio al señor Douglas hasta su asiento en primera clase.

—¿Le apetece una copa de champán, señor?

Fitzgerald negó con la cabeza.

—No, gracias. Mejor un vaso de agua sin gas —respondió estrenando su acento neozelandés.

Se abrochó el cinturón de seguridad, se recostó y fingió leer la revista de a bordo cuando el avión comenzó a avanzar poco a poco sobre la pista, que estaba repleta de baches. La cola de aviones listos para el despegue era tan larga que Fitzgerald tuvo tiempo de sobra de elegir el menú que comería y la película que vería mucho antes de que el 727 comenzara a acelerar para emprender el vuelo. Cuando las ruedas por fin se elevaron, empezó a sentir las primeras pinceladas de alivio en todo el día.

En cuanto el avión alcanzó la altitud de crucero, se deshizo de la revista, cerró los ojos y se puso a pensar en lo que debía hacer cuando aterrizase en Ciudad del Cabo.

—Estimados pasajeros, les habla el capitán —dijo una voz lúgubre—. Debo anunciarles algo que sé que será duro para algunos de ustedes.

Fitzgerald se irguió como un resorte. El único contratiempo que no había contemplado era tener que volver a Bogotá.

—Lamento informarles de la tragedia nacional que ha sufrido Colombia en esta triste jornada.

Se agarró ligeramente al reposabrazos del asiento y se concentró en respirar en intervalos regulares. El capitán dudó unos segundos.

—Queridos compatriotas —prosiguió con solemnidad—, Colombia ha sufrido un golpe inesperado. —Hizo una pausa—. Nuestra selección ha perdido dos a uno contra Brasil.

Un lamento unánime recorrió la cabina, como si chocar contra la montaña más cercana hubiera sido una opción preferible. Fitzgerald dibujó una tímida sonrisa.

La azafata volvió a acercarse.

—¿Le preparo algo ahora que estamos en camino, señor Douglas?

—Muy amable —respondió él—. Creo que al final sí me tomaré esa copa de champán.

CAPÍTULO 4

Cuando Tom Lawrence entró en la abarrotada sala de prensa, los corresponsales se pusieron en pie.

—Y ahora doy paso al presidente de Estados Unidos —declaró el secretario, por si hubiera algún extraterrestre en la sala que no supiera a quién tenía delante.

Lawrence subió el único escalón que lo separaba del estrado y colocó en el atril la carpeta azul que le había entregado Andy Lloyd. Saludó a los periodistas con un gesto ya consabido por todos, que indicaba que era el momento de volver a tomar asiento.

—Me complace anunciar —comenzó el presidente con tono relajado— una proposición de ley para el Congreso, que estaba entre mis promesas electorales y que compartí con el pueblo estadounidense durante mi campaña.

Apenas ninguno de los corresponsales veteranos de la Casa Blanca que se sentaban frente a él anotó una sola palabra; la mayoría sabía que si iba a haber una historia que valiera la pena publicar, era mucho más probable que llegara durante la sesión de preguntas y respuestas que en medio de una intervención preparada. Además, como siempre, el discurso de apertura del presidente estaría incluido en el kit de prensa que les entregaban al salir de la sala. Los profesionales más curtidos solo recurren a esa clase de textos cuando necesitan algo de relleno para alargar sus columnas.

Eso no impidió que el presidente les recordara que la aprobación de un proyecto de ley de reducción de armas le permitiría reorientar los presupuestos para mejorar la atención sanitaria a largo plazo y, con ella, el nivel de vida de los estadounidenses de edad más avanzada durante su jubilación.

—Estoy convencido de que este proyecto de ley será bien recibido por cualquier ciudadano que se considere decente y empático, y estoy orgulloso de ser el encargado de llevarlo al Congreso.

Lawrence levantó la vista y sonrió esperanzado, sintiéndose satisfecho de que al menos su discurso de apertura hubiera salido bien. Los gritos de «¡Señor presidente!» llegaron desde todas las direcciones cuando abrió la carpeta azul y miró las treinta y una preguntas que podían surgir durante la rueda de prensa. Levantó la vista y lanzó una sonrisa a una cara conocida que esperaba en primera fila.

—Barbara —dijo, señalando a la veterana periodista de United Press International, que, como decana de corresponsales, tenía derecho a hacer la primera pregunta.

Barbara Evans se levantó con tranquilidad.

—Gracias, señor presidente. —Hizo una pequeña pausa antes de preguntar—: ¿Podría corroborar que la CIA no participó en el asesinato del candidato presidencial colombiano, Ricardo Guzmán, el pasado sábado en Bogotá?

Un rumor se extendió por toda la sala. Lawrence contempló las inútiles treinta y una preguntas y respuestas, deseando no haber rechazado con tanta ligereza la oferta de Larry Harrington de programar una sesión informativa para tratar aquel tema en profundidad.

—Me alegra que me hagas esa pregunta, Barbara —respondió sin perder el ritmo—, porque quiero que sepas que, mientras sea presidente, algo así no podría ni llegar a sugerirse. Este gobierno no interferiría bajo ninguna circunstancia en el proceso democrático de otro estado soberano. De hecho, esta misma mañana he solicitado al secretario de Estado que llamara a la viuda del señor Guzmán y le transmitiera mi más sincero pésame. —Lawrence sintió un gran alivio cuando Barbara Evans mencionó el nombre del fallecido; de lo contrario, no habría sido capaz de recordarlo—. También te interesará saber que ya le he pedido al vicepresidente que acuda al funeral en mi representación. Según tengo entendido, tendrá lugar este fin de semana, en Bogotá.

Pete Dowd, el agente del Servicio Secreto a cargo de la División de Protección Presidencial, salió inmediatamente de la sala para avisar al vicepresidente antes de que lo hiciera la prensa.

Barbara Evans no parecía convencida, pero antes de que pudiera insistir con una segunda pregunta, el presidente ya se había girado para dar la palabra a un hombre que estaba de pie en la última fila y que probablemente no tendría el más mínimo interés por las elecciones presidenciales en Colombia. En cuanto aquel lanzó su pregunta, Lawrence deseó haber puesto sus esperanzas en otra persona.

—¿Qué posibilidades hay de que su proyecto de ley de reducción de armas se apruebe cuando parece que Victor Zerimski podría convertirse en el próximo presidente ruso?

Durante los siguientes cuarenta minutos, Lawrence respondió a varias preguntas sobre la Ley de Reducción de Armas Nucleares, Biológicas, Químicas y Convencionales, pero se colaron varios ruegos para que explicara el papel de la CIA en Sudamérica y cómo lidiaría con Victor Zerimski de convertirse en el próximo presidente de Rusia. Al hacerse patente que Lawrence no sabía mucho más sobre ninguno de los dos temas que cualquiera de los periodistas de la sala, los tiburones acudieron al olor de la sangre y empezaron a acribillarlo a preguntas relacionadas con ellos, ignorando cualquier otro asunto, incluido el proyecto de ley.

Cuando Lawrence recibió al fin una pregunta compasiva de Phil Ansanch, le devolvió una extensa y elocuente respuesta. Después, sin previo aviso, sonrió a los periodistas y dio por concluida la rueda de prensa.

—Gracias, señoras y caballeros. Ha sido un placer, como siempre.

Sin mediar palabra, se giró, salió rápidamente de la sala y se dirigió hacia el despacho oval. En cuanto Andy Lloyd lo alcanzó, refunfuñó en voz baja:

—Necesito hablar con Larry Harrington ahora mismo. En cuanto lo localices, llama a Langley. Quiero a la directora de la CIA en mi oficina dentro de una hora.

—Señor presidente, ¿no cree que sería mejor...? —comenzó el jefe de Gabinete.

—Dentro de una hora, Andy —lo interrumpió sin mirarlo—. Si descubro que la CIA tuvo algo que ver con ese asesinato en Colombia, quiero la cabeza de Dexter en una pica.

—Le pediré al secretario de Estado que se reúna con usted de inmediato, señor presidente —respondió Lloyd.

Desapareció en una oficina lateral, cogió el teléfono más cercano y llamó a Larry Harrington, del Departamento de Estado. Incluso por teléfono, el tejano fue incapaz de disimular la satisfacción que le producía que el tiempo le hubiera dado la razón. No esperaba que fuera a ocurrir tan rápido.

Cuando colgó el teléfono, Lloyd regresó a su oficina, cerró la puerta y se sentó en silencio ante el escritorio. En cuanto tuvo claro qué iba a decir, marcó un número que solo una persona podía responder.

—Al habla la directora.

Esas fueron las únicas palabras de Helen Dexter.

 

Connor Fitzgerald entregó su pasaporte al oficial de aduanas australiano. Habría sido irónico que lo hubieran parado con aquel documento: era la primera vez en tres semanas que usaba su nombre real. El agente uniformado anotó todos los datos, comprobó la pantalla del ordenador y pulsó algunas teclas más.

No apareció nada inesperado, así que selló el visado de turista y dijo:

—Espero que disfrute de su visita a Australia, señor Fitzgerald.

Connor le dio las gracias y caminó hacia la zona de recogida de equipajes. Se sentó frente a la cinta inmóvil y esperó a que apareciera su maleta. Siempre evitaba ser el primero en pasar por aduanas, aunque no tuviera nada que declarar.

Cuando aterrizó en Ciudad del Cabo el día anterior, su viejo amigo y colega Carl Koeter lo estaba esperando en el aeropuerto. Carl se pasó las siguientes dos horas poniéndolo al día y disfrutaron de una larga sobremesa en la que hablaron de su divorcio y sobre cómo estaban Maggie y Tara. La culpable de que Connor estuviera a punto de perder su vuelo a Sídney había sido la segunda botella de un Rustenberg Cabernet Sauvignon de 1982. Eligió los recuerdos para su mujer y su hija a toda prisa en la tienda del aeropuerto, todos con su correspondiente sello de calidad: «Fabricado en Sudáfrica». Hasta su pasaporte estaba libre de cualquier indicio de que hubiera llegado a Ciudad del Cabo pasando por Bogotá, Lima y Buenos Aires.

Mientras esperaba a que la cinta se pusiera en marcha en la zona de recogida de equipajes, empezó a pensar en la vida que había llevado aquellos últimos veintiocho años.

 

Connor Fitzgerald se había criado en una familia dedicada a una misma causa: la de la ley y el orden.

Su abuelo paterno, Oscar, que también llevaba el nombre de un poeta irlandés, había emigrado a Estados Unidos desde Kilkenny a principios de siglo. Pocas horas después de aterrizar en Ellis Island se había dirigido directamente a Chicago para unirse al departamento de policía en el que trabajaba su primo.

Durante los tiempos de la ley seca, Oscar Fitzgerald fue uno de los poquísimos policías que se negaron a aceptar sobornos de la mafia. Como consecuencia, jamás pasó del rango de sargento. Lo que Oscar sí tuvo fueron cinco hijos temerosos de Dios, y solo se rindió cuando el sacerdote de la parroquia local le dijo que era la voluntad del Todopoderoso que él y Mary no fueran bendecidos con una hija. Su esposa agradeció las sabias palabras del padre O'Reilly: criar a cinco muchachos con el sueldo de un sargento ya era todo un reto. Eso sí, si Oscar hubiera traído a casa alguna vez un centavo más de lo que le correspondía por su paga semanal, Mary habría querido saber hasta el último detalle sobre su procedencia.

Tras acabar la secundaria, tres de sus hijos se unieron al departamento de policía de Chicago, donde se ganaron en seguida el ascenso que su padre habría merecido. Otro tomó los hábitos, cosa que contentó a Mary, y el más joven, el padre de Connor, estudió justicia penal en De Paul y se especializó en la ley de ayuda para la educación de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial. Después de graduarse, se unió al FBI. En 1949 se casó con Katherine O'Keefe, una muchacha que vivía a dos puertas de su casa en South Lowe Street. Solo tuvieron un hijo y lo bautizaron con el nombre de Connor.

Connor nació en el Hospital General de Chicago el 8 de febrero de 1951; antes de que tuviera la edad suficiente para asistir a la escuela católica local, ya era evidente que se convertiría en un jugador de fútbol excepcional. Su padre sintió un gran orgullo cuando se convirtió en el capitán del equipo del instituto Mount Carmel, pero su madre también lo mantenía ocupado hasta bien entrada la noche para asegurarse de que acabara todos sus deberes. «El fútbol no durará para siempre», le recordaba a menudo.

La combinación de un padre que se ponía en pie cada vez que una mujer entraba en la habitación y una madre que estaba al borde de la beatificación había hecho que Connor, a pesar de su destreza física, se sintiera totalmente cohibido ante la presencia del sexo opuesto. Varias chicas del Mount Carmel le habían dejado bastante claro lo que sentían por él, pero no perdió la virginidad hasta que conoció a Nancy, durante su último año. Fue una tarde de otoño, poco después de haber conseguido una victoria más para su instituto. Nancy lo llevó detrás de las gradas y lo sedujo. Si ella se hubiera quitado toda la ropa, aquella habría sido la primera vez que habría visto a una mujer desnuda.

Aproximadamente un mes después, Nancy le preguntó si quería probar con dos chicas a la vez.

—Ni siquiera lo he hecho con dos chicas distintas... y mucho menos juntas —respondió. Aquello no impresionó en absoluto a Nancy, que no tardó en pasar página.

Tras ganar una beca para la Universidad de Notre Dame, Connor decidió ignorar los mismos ofrecimientos que recibían todos los miembros del equipo de fútbol. Sus compañeros de equipo parecían estar muy orgullosos de poder grabar los nombres de las chicas que habían sucumbido a sus encantos en el interior de las taquillas. Cuando llegó el final del primer semestre, Brett Coleman, el pateador del equipo, ya tenía apuntados diecisiete nombres. La norma, según le explicó, era que solo contaba la penetración: «Las puertas de las taquillas no son lo suficientemente grandes como para incluir el sexo oral». Al final del primer año, «Nancy» seguía ocupando un lugar solitario en la de Connor. Una tarde, después del entrenamiento, comprobó las taquillas de sus compañeros y descubrió que ese mismo nombre aparecía en las de casi todos, en algunos casos entre paréntesis, junto al nombre de otra chica. El resto del equipo lo habría humillado sin piedad por conseguir tan pocas conquistas de no haber sido el mejor pasador de primer año de Notre Dame de la última década.

Todo cambió durante sus primeros días como estudiante de segundo.

Cuando llegó a la clase semanal del Irish Dance Club, ella se estaba poniendo los zapatos. No pudo verle la cara, pero eso no importaba demasiado: le habría resultado imposible apartar la mirada de aquellas piernas largas y esbeltas. Al convertirse en una estrella de fútbol, se había acostumbrado a que las chicas lo miraran, pero la única a la que quería impresionar no parecía reparar en su existencia. Por si fuera poco, se unió a Declan O’Casey en cuanto saltó a la pista, y Declan era una pareja de baile imposible de superar. Ambos mantenían las espaldas perfectamente erguidas y sus pies se movían con una ligereza que Connor nunca podría igualar.

Cuando el número llegó a su fin, Connor todavía no sabía su nombre. Para colmo, se había ido con Declan antes de conseguir que alguien se la presentara. Desesperado, decidió seguirlos de vuelta a los dormitorios de la residencia femenina, manteniéndose unas cincuenta yardas por detrás, agazapado entre las sombras, como su padre le había enseñado. Hizo una mueca al verlos cogerse de la mano y conversar animadamente. Al llegar a la entrada del Le Mans Hall, ella besó a Declan en la mejilla y desapareció. ¿Por qué, se preguntó, no se había concentrado más en el baile y menos en el fútbol?

Cuando Declan se marchó hacia los dormitorios de los chicos, Connor empezó a recorrer con disimulo la acera que quedaba justo debajo de las habitaciones, preguntándose si tenía alguna opción. Al cabo de un rato, pudo verla fugazmente: llevaba una bata y estaba echando la cortina. Se quedó allí unos minutos más hasta que decidió volver a su habitación a regañadientes. Se sentó en el borde de la cama y comenzó a escribir una carta para su madre, contándole que había visto a la chica con la que se iba a casar, aunque aún no hubiera cruzado ni una palabra con ella; ahora que lo pensaba, ni siquiera sabía su nombre. Mientras lamía el sobre para cerrarlo, Connor intentó convencerse de que Declan O’Casey no era nada más que una pareja de baile para ella.

Durante la semana siguiente trató de averiguar todo lo que pudo sobre aquella joven, pero no llegó muy lejos: solo descubrió que se llamaba Maggie Burke, que había conseguido una beca para el St. Mary's y que era estudiante de primero de Historia del Arte. Se maldijo por no haber entrado en un museo en su vida; de hecho, su mayor contacto con la pintura consistía en retocar la valla que rodeaba el pequeño patio trasero de South Lowe Street cuando su padre se lo pedía. Al parecer, Declan llevaba saliendo con Maggie desde su último año en la escuela, y no era solo el mejor bailarín del club: también tenía fama de ser el matemático más brillante de toda la universidad. Ya había recibido ofertas de otras instituciones para cursar un posgrado como becado incluso antes de que tuviera los resultados de sus exámenes finales. La única esperanza de Connor era que a Declan le ofrecieran un puesto irresistible lejos de South Bend lo antes posible.

Connor fue el primero en llegar a la pista de baile el jueves siguiente. Cuando Maggie salió del vestuario con una blusa de algodón color crema y una falda negra corta, la única pregunta que podía hacerse era si prefería mirar hacia arriba para encontrarse con sus ojos verdes o hacia abajo para contemplar sus largas piernas. Una vez más, Declan fue su pareja de baile durante toda la tarde. Connor estaba sentado en silencio en un banco, tratando de fingir que no les prestaba atención. Después del último número, ambos se escabulleron del local. Connor volvió a seguirlos hasta el Le Mans Hall, pero se dio cuenta de que esta vez no iban cogidos de la mano.

Después de una larga conversación y otro beso en la mejilla, Declan desapareció hacia los dormitorios masculinos. Connor se dejó caer en un banco frente a la ventana de Maggie y miró hacia el balcón del dormitorio de las chicas. Decidió quedarse hasta que la viera correr las cortinas, pero para cuando apareció en la ventana, se había quedado dormido.

Lo siguiente que recordaba era haberse despertado de un sueño muy real en el que Maggie estaba parada frente a él, vestida con un pijama y una bata.

Abrió los ojos sobresaltado, la miró con incredulidad, se levantó de un brinco y extendió el brazo.

—Hola, soy Connor Fitzgerald.

—Lo sé —respondió ella mientras le estrechaba la mano—. Yo, Maggie Burke.

—Lo sé.

—¿Hay sitio para mí en ese banco? —preguntó.

Connor no volvió a mirar jamás a otra mujer.

Aquel sábado, Maggie fue a un partido de fútbol por primera vez en su vida y presenció varias jugadas excepcionales frente a un estadio que para él ya estaba lleno solo con su presencia.

El jueves siguiente bailaron juntos toda la noche. Declan estaba sentado en un rincón, totalmente desolado. Terminó de hundirse cuando Connor y Maggie salieron del local cogidos de la mano. Al llegar a la altura del Le Mans Hall, la besó por primera vez, se arrodilló y le propuso matrimonio. Maggie se echó a reír, se puso roja como un tomate y entró corriendo al edificio. En el camino de vuelta hasta los dormitorios masculinos, Connor también soltó una carcajada al ver a Declan agazapado detrás de un árbol.