El usurpador de huellas - Joel R. Ferrer - E-Book

El usurpador de huellas E-Book

Joel R. Ferrer

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Beschreibung

Tres amigos, unidos por el misterio, sienten la llamada. El siniestro y atrayente reclamo de una víctima, incitando investigar su asesinato, sin resolver desde hace años. Pronto descubrirán que éste crimen es una sola pieza en el macabro rompecabezas de la muerte. Y quizá ellos, se conviertan en la última.

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El Usurpador de Huellas: Incursores

Joel R. Ferrer

ISBN: 978-84-19367-78-5

1ª edición, abril de 2022.

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

Prólogo

Diez de la mañana del 20 de junio de 1989.

Parroquia de Santa Joaquina de Vedruna, Sant Gervasi, Barcelona.

Un joven diácono se preparaba para anunciar el evangelio, cuando la figura de un hombre se recortó en la entrada de la iglesia. Su silueta, a contraluz por la claridad del día, se veía sombría, pero además era como si un aura lo acompañara, recalcándolo como la opción de negrita en una letra de imprenta.

El hombre se había detenido bajo el marco del portón y volvía el rostro a un lado y a otro suspicaz, como estudiando el lugar antes de inmiscuirse en éste. Después dio un paso capaz de chitar el característico eco de los templos, luego algunos más, cruzó entre los bancos y se paró frente al altar. Su mirada pasó sobre las figuras religiosas sin pausa, como el que solo ve madera, y finalmente se detuvo al encontrar los ojos del diácono. Este sintió necesidad de tragar saliva, como si lo hubieran atrapado dando sorbos a la botella que el sacristán guardaba en la rectoría. Como si aquel tipo supiese sus secretos, como el que había tenido con un amigo durante la secundaria.

El sujeto giró hacia la derecha adentrándose más allá de donde lo solía hacer la gente que iba a rezar o a confesarse.

En la sacristía, el sacerdote Ginés observaba una pared ennegrecida que había quedado a la vista tras retirar un armario que ahora estaba fuera de lugar en medio de la habitación.

El sujeto llegó a tiempo para evitar que el cura tocara la pared.

– Eso es moho tóxico – dijo – Por su salud no debería tocarlo –.

El sacerdote se volvió sorprendido por su presencia. No solía recibir a gente allí, pero supuso que aquel hombre debía ser el ingeniero que había requerido.

Aunque el interrogante se asomaba a sus ojos, el hombre prefirió escuchar su pregunta.

– ¿Es usted el ingeniero?

– Ingeniero de estructuras, Alex Bosch.

– Buenos días, soy el sacerdote Ginés –.

El cura se acercó asintiendo e invitándolo a pasar más de lo que ya lo había hecho.

– Hablamos por teléfono ayer por la tarde – dijo – Gracias a Dios que ha venido. Como verá tenemos un problema de humedad. Vino un fontanero, pero dijo que por tratarse de una pared maestra no podía perforarla, que debíamos avisar a un ingeniero, así que por eso le telefoneé –.

Alex Bosch se acercó a la pared que el cura había estado observando para estudiarla unos momentos.

– Tiene un problema mayor que la humedad.

– ¿Qué quiere decir?

– Hay una tubería rota en el interior de la pared.

– ¿Está seguro de eso?

– Tan seguro como su fe, padre –.

El sacerdote parpadeó un par de veces.

– La fuga de agua ha causado una expansión, cuando sea reparada y la humedad se evapore habrá una contracción. Entonces aparecerán grietas.

– ¿Grietas?

– Con suerte solo fisuras –.

El sacerdote abrió la boca asombrado.

– Pero eso no es lo peor. ¿Ve esta masa viscosa? – preguntó el ingeniero apuntando unas manchas color pardusco en la pared.

El padre Ginés frunció el ceño y acercó el rostro a la pared.

– No debería acercarse demasiado. Es tóxico.

– Creí que no eran más que hongos.

– Es Stachybotrys Chartarum, más conocido como moho tóxico negro. Sus esporas contienen micotoxinas que seguro ya se le están adhiriendo a la ropa y podrían causarle alergia y acarrearle serios problemas respiratorios.

– Entonces es serio… ¿Qué se puede hacer?

– Usted solo mantenerse al margen. Yo iré por unos guantes, mascarilla y las herramientas –.

Hasta escuchar la última palabra al padre Ginés le pareció que aquel ingeniero más parecía un cirujano.

– ¿Necesita que haga algo por usted?

– Tener paciencia, padre. Debo encontrar la fuga y repararla. Luego esperaré que seque para ver si aparecen grietas, tal vez un par de días. Y si las hay, las rellenaré. Luego usaré una aspiradora para succionar las micotoxinas. Finalmente limpiare la pared con bórax, y para la parte posterior del armario usaré aceite de árbol de té –.

El sacerdote volvió a asentir asombrado.

– Veo que ya se ha fijado en todo –.

No podía haberlo dicho mejor. Alex Bosch tenía, entre muchas otras peculiaridades, inhibición latente inusual. Eso le permitía apreciar las cosas del entorno con unos matices impropios en algo que se ve, pero no se mira.

– Todo lo que ha dicho que hará… Parece un arduo trabajo – dijo el sacerdote llevándose una mano a la frente. – En unos días se celebra el aniversario de Santa Joaquina, nuestra patrona. Me gustaría que todo esto tuviera mejor aspecto para cuando venga el obispo –.

El ingeniero le dedicó una sonrisa cómplice, que tenía algo extraño que Ginés no supo descifrar.

– Entonces debería dejarme trabajar.

– ¿Debo cerrar la parroquia?

El ruido de la obra hubiese sido incompatible con la misa y las oraciones, por lo que la parroquia tuvo que permanecer cerrada el resto del día. Pero después de reparar la Tubería, Alex Bosch dijo que el resto del trabajo sería silencioso.

A la mañana siguiente, estaba sentado en una silla, junto a la pared, cuando empezó a oír las voces. Al comienzo no supo de dónde venían, pero al deambular por la estancia se dio cuenta de que la pared que estaba reparando en la sacristía, era la misma junto a la que se encontraba el confesionario, al otro lado.

De haberle parecido normal, aquella voz no lo hubiera distraído, pero lo que llamó su atención fue el modo en que cuchicheaba. El ingeniero afinó el oído y descubrió que aquel susurro contaba cosas terribles, cosas que no parecían ir acorde con la voz del narrador, que sonaba desenfadada. Aquello lo desconcertó, y no menos alarmante resultó la respuesta del sacerdote.

– Dios no ha enviado a su hijo al mundo para condenarlo, sino para que el mundo sea salvado por él. Yo te absuelvo de todos tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo –.

Las bisagras de la pequeña puerta del confesionario chirriaron cuando ésta se abrió. El joven salió.

Alex Bosch se inclinó hacia atrás sobre el respaldo de la silla, y a través de una fina línea en la puerta entreabierta de la sacristía pudo ver que el joven se alejaba alegremente.

Quince minutos después, mientras el ingeniero revisaba las juntas de las tuberías y las sellaba con silicona, un anciano empezó a susurrar.

Alex Bosch dejó de usar el aplicador de silicona y volvió el rostro.

Los secretos se oían tan ligeros..., como si aquellas palabras se zafaran del peso de los actos. Sintió una súbita cólera como cuando veía a un niño malcriado tirando migas de pan a las palomas solo para tratar de patearlas. No creía que Dios fuera a perdonarlo, pero el sacerdote discrepó al otro lado del confesionario.

Las bisagras sonaron, y el abuelo salió rápidamente. Ni siquiera parecía tan viejo cuando abandonó la iglesia rumbo a su casa, donde tal vez trataría de jugar a esos juegos tan particulares y secretos con su nieta.

Alex Bosch volvió a aplicar sellante, pero este rebosó. Había quedado abstraído en sus pensamientos.

Cuando unos tacones resonaron en el suelo marmoleado de la iglesia, Alex deseó que los pasos quedaran allá, en los bancos. Pero las pisadas se acercaron, y pronto empezaron los susurros. El ingeniero había traído un ventilador para que la humedad de la pared secara antes, pero por alguna razón no lo enchufó. Acercó un oído muy cerca del moho tóxico, y las palabras llegaron, mezclándose con el hedor de los hongos repulsivamente. La voz era la de una joven señorita, tan dulce como una manzana envenenada. Era espantoso que el testimonio de algo tan fatal e irreversible durase apenas unos minutos. El perdón del sacerdote, al otro lado, llegó aburrido y somnoliento, como un termostato que se activa monótonamente.

Sonaron las bisagras.

Al parecer Dios la había perdonado, pero desde luego Alex Bosch no lo hizo.

Si un detective hubiera investigado asesinatos en serie cometidos por aquel sujeto, lo hubiese clasificado de esta forma en su informe.

- Radio..........Local (se mueve por Barcelona y alrededores)

- Procedimiento..........Organizado (estudia a la víctima y planea el crimen)

- Motivación..........Misionero (cree tener la misión de librar a la sociedad de personas indeseables)

Motivo económico..........No.

Planificación de crimen..........Sí.

Ataca a iguales..........Sí.

Conoce a la víctima..........No.

Tortura a la víctima..........No.

Impulsos sexuales..........No.

Sufre alucinaciones..........No.

(Probablemente sufre un trastorno disociativo que elimina sentimientos eventualmente para dejar al margen la consciencia durante los actos).

Obviamente un detective no hubiera podido saber que Alex Bosch era sinestésico. La sinestesia es una alteración en la percepción de los sentidos. Las sustancias químicas de los neurotransmisores de Alex recorrían su mapa cerebral de forma muy distinta al de un ser humano común. El tipo de sinestesia Tacto-Espejo que Alex padecía, le causaba actividades simultaneas en los receptores de sus sentidos. Un efecto similar al que produce el consumo de LSD. Siendo claro, era capaz de sentir sensaciones como dolor, angustia, sufrimiento de alguien sin conocerlo siquiera. Bastaba lo que otras personas hablaran de éste, como en el confesionario. Pudiendo identificarse casi con cualquiera. Si hubiera creído en Dios, posiblemente hubiese sufrido estigmas. Todo eso, sumado a un elevado coeficiente intelectual y a sus niveles de inhibición latente, hacía de él alguien superior a la mayoría.

Por ello dicha ficha nunca existió.

Ni la policía de Barcelona ni la de ningún otro lugar, sospecharon jamás crimen alguno cometido por Alex Bosch.

1

Cualquiera se hubiera sentido frágil e insignificante. Sostener la mirada al bosque en una noche como esa y en un lugar como aquel era un juego de temerarios. Joe estaba tan a la vista, un blanco perfecto sobre el montículo de piedras. La torre del campanario, a su espalda, era lo único más alto. Sonó el silbato de Charly, tímido pero audible. Joe descendió del montículo perdiendo el duelo con la mirada tras el antifaz de ramas, que no dejó de acribillarlo hasta que se perdió entre los muros y las ruinas.

Al sentir el haz de luz de la linterna de Joe, Charly giró el rostro. Estaba algo pálido pero sereno, como cabía esperar en él.

– ¿Dónde estabas? – preguntó.

– Comprobando el perímetro desde un punto más alto.

– ¿Escuchaste el silbato?

– ¿Silbaste varias veces?

– Eso hubiera sido una alerta, no una llamada.

– Entonces si te he oído –.

Joe echó un vistazo a lo que Charly estaba armando en el suelo de la ermita.

– ¿Cómo vas con eso?

– Estoy tratando de encontrar algo para proteger el colchón del viento, de lo contrario la corriente podría apagar las velas cuando tengamos las linternas apagadas. Eso no sería agradable... ¿No te parece?

– Sobre todo para Oscar – respondió Joe con picardía. Luego quedó ensimismado contemplando los restos del colchón quemado. Charly también bajo la mirada. Había colocado velas blancas que creía ayudarían a purificar el ambiente, pero eso no impidió que ambos la imaginaran ahí... calcinada.

– Lleva aquí veinte años – dijo Charly – Y nadie ha osado tocarlo. Y ahora nosotros vamos a hacerlo –.

Joe miró a su amigo y respondió:

– Somos los primeros en tener una buena razón para ello, Charly. Si logramos la respuesta que la policía no fue capaz de hallar seremos algo más que...

– ¿Cazafantasmas? – preguntó Charly tímidamente –.

Años corrigiendo a la gente que se refería a ellos de esa forma... Tal vez era el momento de empezar a aceptar las cosas.

– ¿Lo estamos haciendo por ella? – Preguntó Charly – ¿Por sus padres...? Tal vez nunca sabremos quienes fueron –.

Joe descolgó la mochila que llevaba a la espalda, sacó una grabadora de cassette y oprimiendo el REC dijo:

– Preguntar a la víctima acerca de su familia –.

Charly volvió a sonreír tímidamente. No había pautas, todo era tan improvisado en el grupo que nunca bastaba con un plan A y B. El abecedario se quedaba corto.

– ¿Alguna vez hemos sabido el porqué, socio? -.

No lo sabían, eran tres tipos de distintas familias y generaciones, unidos por el incomprensible afán de entrar en los lugares más inhóspitos del mundo en noches como ésta. Los Incursores no saben quién emite la llamada, solo la sienten y acuden a ella –.

Charly recuperó algo de color, como si le asombrara descubrir en lo que se había convertido ese chico reservado que pasaba inadvertido durante el recreo en el colegio.

El claxon del coche los sobresaltó, y las velas ondearon. Ambos se volvieron.

Oscar sacó la mano por la ventanilla de la puerta del copiloto, haciéndoles señas. Parecía indicar hacia el camino.

– Parece agitado – comentó Joe.

– Será mejor que vayamos a ver que le sucede.

– ¿Y esto? – preguntó Joe señalando las velas y el colchón.

– Dejémoslas encendidas por el momento –.

Oscar apremiaba por la ventanilla del coche, mientras Charly y Joe corrían hacia él.

Asomando la cabeza por la ventanilla dijo:

– ¡Acercaos!

– ¿Qué ocurre?

– Mirad eso – dijo Oscar señalando hacia el camino.

Charly y Joe miraron hacia el bosque, y vieron unos destellos.

– ¿Qué es? – preguntó Joe.

– A mí me parecen los faros de un coche entrecortados por los troncos de los árboles.

– Sí – afirmó Oscar – eso es. Un coche se acerca por el camino… Y ya sabéis donde termina éste.

– Justo aquí – dijo Joe – Oscar tiene razón, no puede dirigirse a ningún otro lugar.

– Vi una masía cuando veníamos. Tal vez sea…

– No – interrumpió Oscar impaciente – Esa masía estaba bastante antes, y ese coche ya está muy cerca.