El valle del terror - Arthur Conan Doyle - E-Book

El valle del terror E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

Un asesinato en una tranquila mansión inglesa, un mensaje cifrado y la amenaza del siniestro Profesor Moriarty. Sherlock Holmes se enfrenta a un caso que lo llevará desde los salones británicos hasta los rincones más oscuros del crimen organizado en América. Con su inigualable ingenio, Holmes deberá desentrañar una red de secretos y venganza que se remonta al pasado más violento de la víctima.

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Seitenzahl: 311

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

PRIMERA PARTE. LA TRAGEDIA DE BIRLSTONE

I. EL AVISO

II. SHERLOCK HOLMES RAZONA

III. LA TRAGEDIA DE BIRLSTONE

IV. OSCURIDAD

V. LOS PERSONAJES DEL DRAMA

VI. COMIENZA A HACERSE LA LUZ

VII. LA SOLUCIÓN

SEGUNDA PARTE. LOS CHIRRIONEROS

I. EL HOMBRE

II. EL GRAN MAESTRE

III. LOGIA 341, VERMISSA

IV. EL VALLE DEL TERROR

V. LA HORA MÁS NEGRA

VI. PELIGRO

VII. EDWARDS EL PAJARRACO CAE EN LA TRAMPA

EPÍLOGO

NOTA

El valle del terror

Título original: The Valley of Fear, 1914.

Traducción: Amando Lázaro Ros

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: julio de 2025

REF.: OBDO519

ISBN: 978-84-1098-381-6

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

“EL MENSAJE CIFRADO Y EL HOMRE QUE LO RESOLVIÓ”.

PRIMERA PARTE

LA TRAGEDIA DE BIRLSTONE

THE SHERLOCK HOLMES COLLECTION

SEPTIEMBRE DE 1914

El valle del terror.

DE A. CONAN DOYLE

CAPÍTULO I

EL AVISO

E INCLINO a pensar... —dije.

—Yo debería hacer lo mismo —comentó con gran impaciencia Sherlock Holmes. Me tengo por uno de los mortales más pacientes, pero confieso que esa burlona interrupción me molestó.

—La verdad, Holmes, hay veces que resulta usted un poco irritante —le contesté con severidad.

Holmes se hallaba demasiado ensimismado en sus propios pensamientos para contestar de inmediato a mi reconvención. Con la cabeza apoyada en la mano y el desayuno intacto delante, miraba fijamente la hoja de papel que acababa de sacar del sobre. De pronto acercó este a la luz y lo examinó con gran cuidado.

—La letra es de Porlock —dijo pensativo—. No me cabe duda de que es letra de Porlock, aunque solo he tenido ocasión de verla un par de veces antes. Esta «y», con su adornito en lo alto, es característicamente suya. Pero si la carta es de Porlock, el asunto debe de ser de primerísima importancia.

Holmes hablaba consigo mismo, más que dirigiéndose a mí, pero mi enfado se disipó en el interés que en mí despertaron sus palabras.

—Pero ¿quién es ese Porlock? —le pregunté.

—Porlock, Watson, es el nom de plume, una simple señal de identificación, tras la cual se esconde una personalidad escurridiza y evasiva. En una carta anterior me anunciaba con franqueza que ese nombre no era suyo, y me desafiaba a dar con él entre los millones de habitantes que bullen en esta gran ciudad. Porlock no tiene importancia por sí mismo, sino por el hombre extraordinario con quien está en contacto. Recuerde usted el pez piloto con el tiburón, el chacal con el león; lo insignificante, en fin, acompañando a lo formidable. No solamente formidable, Watson, sino también siniestro..., siniestro en el más alto grado. Ahí es donde cae dentro de mi jurisdicción. Me ha oído usted hablar del profesor Moriarty, ¿verdad?

—El célebre hombre de ciencia criminal, tan famoso entre los delincuentes...

—No me saque los colores, Watson —murmuró Holmes en tono de súplica.

—Iba a agregar «como desconocido del público».

—¡Buen golpe..., muy buen golpe! —exclamó Holmes—. Watson, está usted desarrollando una vena inesperada de sarcasmo, de la que tengo que aprender a protegerme. Pero llamar delincuente a Moriarty es, ante los ojos de la ley, cometer un acto de difamación, y eso es precisamente lo magnífico y asombroso de la situación. El más grande maquinador de todos los tiempos, el que organiza todas las fechorías, el cerebro que rige los bajos fondos; un cerebro que habría sido capaz de forjar o de hacer fracasar el destino de las naciones. Eso es Moriarty. Pero él se halla tan a cubierto de las sospechas del público (tan inmune se encuentra a toda crítica), lleva de modo tan admirable su dirección y su enmascaramiento, que podría llevarlo a usted ante los tribunales por esas palabras que ha pronunciado, y quedarse con su pensión anual para reparar el daño infligido a su buen nombre. ¿No es acaso el célebre autor de La dinámica de un asteroide..., libro que alcanzó alturas tan enrarecidas de la pura matemática que no hubo en la prensa científica hombre capaz de ponerle peros? ¿Se puede vituperar a un hombre así? Un médico difamador y un profesor difamado; tales serían sus respectivos papeles. Eso es ser un genio, Watson. Pero si yo escapo de otros personajes de menos altura, llegará con seguridad, más pronto o más tarde, nuestro día.

—¡Y ojalá que esté yo presente para verlo! —exclamé con devoción—. Pero de quien estaba usted hablando era de ese individuo, Porlock.

—¡Ah, sí! El tal Porlock es un eslabón de la cadena que se halla a corta distancia del gran enlace. Porlock no es un eslabón sólido, dicho sea entre nosotros. Hasta donde yo he podido tantear la cadena, es el único punto débil de esta.

—Pero la resistencia de una cadena se mide por su eslabón más débil...

—Exactamente, mi querido Watson. De ahí la extremada importancia de Porlock. Llevado de una especie de aspiraciones rudimentarias hacia lo justo y lo recto y estimulado convenientemente por ocasionales billetes de diez libras enviados a él por vías indirectas, me ha proporcionado en un par de ocasiones ciertos informes que me han sido de utilidad; de la clase de utilidad más elevada, de la que se anticipa al crimen y lo evita, no de la que lo castiga. No me cabe duda de que si poseyésemos la clave nos encontraríamos con que esta carta pertenece a esa clase a la que me refiero.

De nuevo Holmes alisó el papel encima del plato, que aún estaba intacto. Me puse en pie y, adelantando el busto por encima de mi amigo, me quedé contemplando la curiosa inscripción, que decía así:

534 C2 127 36 4 17 21 41

DOUGLAS 109 293 5 37 BIRLSTONE

26 BIRLSTONE 9 127 171

—¿Qué saca usted en limpio, Holmes?

—Se trata, evidentemente, de un intento de transmitirme informes reservados.

—¿Y para qué sirve un mensaje cifrado sin tener la clave?

—En este caso, para nada.

—¿Por qué dice usted «en este caso»?

—Porque son muchos los escritos en clave que soy capaz de leer con la misma facilidad que leo los apócrifos en las columnas de anuncios. Recursos tan elementales sirven de distracción a la inteligencia, sin cansarla. Pero esto es distinto. Se ve claramente que hace referencia al texto de una página determinada de algún libro. Mientras no se me comunique cuál es esa página, estoy desarmado.

—Pero ¿por qué razón Douglas y Birlstone?

—También está claro que son palabras que no se encuentran en la página en cuestión.

—¿Por qué, pues, no ha indicado el libro?

—Querido Watson, su congénita agudeza y la astucia natural que hacen el deleite de sus amigos le impedirían sin duda alguna meter dentro del mismo sobre la clave y el mensaje en clave. Si se extraviase, estaría usted perdido. Al enviarlos por separado, tendrían que ir ambos sobres a parar a malas manos para que se ocasione algún perjuicio. El segundo correo debería haberse repartido ya, y grande será mi sorpresa si no nos trae o una carta con más explicaciones o, lo que es más probable, el volumen mismo a que estos números se refieren.

Los cálculos de Holmes se cumplieron puntualmente con la aparición de nuestro botones, Billy, portador de la carta que estábamos esperando.

—La misma letra —dijo Holmes, al abrir el sobre—. Y esta viene firmada —agregó con acento jubiloso al desdoblar la carta—. Vamos progresando, Watson.

Pero al recorrer el texto de la carta frunció el ceño.

—¡Santo cielo, esto es muy decepcionante! Me temo, Watson, que todas nuestras esperanzas queden reducidas a nada. Ojalá que no le haya sobrevenido ningún daño a este individuo Porlock. «Querido señor Holmes —dice—, no sigo adelante con este asunto. El peligro es demasiado grande. Él recela de mí. Estoy viendo que recela de mí. Se me presentó de una manera inesperada cuando ya tenía escrita la dirección en este sobre con el propósito de enviarle la clave del mensaje cifrado. Conseguí taparlo. De haberlo visto él, yo lo hubiera pasado mal. Pero leí en sus ojos el recelo. Haga el favor de quemar el mensaje cifrado, que de nada puede servirle ya. Fred Porlock.»

Holmes permaneció durante algunos momentos retorciendo la carta entre sus dedos y frunciendo el ceño, al mismo tiempo que tenía la vista clavada en el fuego. Por último, dijo:

—Después de todo, quizá no sean reales sus temores y se trate solo de su conciencia culpable. Tal vez, reconociendo su propia traición, haya leído la acusación en los ojos del otro.

—Supongo que el otro será el profesor Moriarty.

—Ni más ni menos. Cuando alguno de los de esta cuadrilla habla de él, puede usted sobrentender de quién hablan. Para todos ellos existe un él preponderante.

—Pero ¿qué puede hacer él?

—¡Hum! Esa es una pregunta de mucho alcance. Las posibilidades son infinitas cuando se tiene de adversario a uno de los primeros cerebros de Europa, respaldado por todos los poderes de las tinieblas. En todo caso, es evidente que el ánimo ha hecho perder la cabeza al amigo Porlock. Tenga usted la bondad de comparar la letra de la carta con la del sobre que, según nos dice, fue escrito antes de aquella visita de mal agüero. La de este es clara y firme, la de aquella es apenas legible.

—¿Y por qué la escribió? ¿Por qué no se limitó a dejar de lado el asunto?

—Porque temió que, de haber optado por esto último, yo hiciese algunas averiguaciones al respecto, ocasionándole posibles dificultades.

—Sin duda que es eso —dije yo, con el mensaje original cifrado en mi mano, e inclinando sobre el mismo mi frente ceñuda—. La verdad es que resulta exasperante hasta la locura pensar que pueda haber un secreto importante en esta hoja de papel, y que no hay facultad humana capaz de descifrarlo.

Sherlock Holmes había apartado de sí el desayuno intacto y encendido su maloliente pipa, compañera de sus meditaciones más profundas. Se recostó en el respaldo y clavó la mirada en el cielo raso, diciendo:

—Bueno, la verdad es que quizás existen algunos detalles que han escapado a su maquiavélica inteligencia. Estudiemos el problema a la luz de la pura razón. Este hombre hace referencia a un libro. Ese debe ser nuestro punto de partida.

—Resulta algo vago.

—Veamos si conseguimos reducir el campo de posibilidades. Conforme concentro en el mismo mi atención, lo veo menos impenetrable. ¿Qué indicaciones se nos dan acerca de ese libro?

—Ninguna.

—Bueno, bueno, seguramente el asunto no se presenta tan desastroso. El mensaje cifrado empieza con un gran 534, ¿no es cierto? Tomemos como hipótesis de trabajo el que ese 534 es la página a la que se refiere el mensaje cifrado. Tendremos entonces que se trata de un libro voluminoso, y ya con eso hemos adelantado algo. ¿Qué otras indicaciones tenemos acerca de la índole de este libro? El signo siguiente es C2. ¿Qué le sugiere?

—Capítulo segundo, desde luego.

—Difícilmente, Watson. Convendrá usted conmigo en que, una vez dado el número de la página, huelga dar el del capítulo. Y también en que, si el capítulo segundo llega a la página quinientas treinta y cuatro, la extensión del primero habrá resultado intolerable.

—¡Columna! —exclamé.

—Magnífico, Watson. Esta mañana está usted brillante. Debe de significar columna, o yo estoy muy equivocado. Fíjese, pues, en que empezamos a representarnos un libro muy voluminoso, impreso a doble columna, de gran altura, ya que una de las palabras del documento está señalada con el número doscientos noventa y tres. ¿Hemos llegado con esto a los límites de lo que puede proporcionarnos el razonamiento?

—Me temo que sí.

—No se hace usted justicia a sí mismo. Ea, Watson, un detalle más. Venga otra onda cerebral. Si se hubiese tratado de un libro poco común, me lo habría enviado seguramente. En lugar de eso, y antes de que sus planes se malograsen, tuvo el propósito de enviarme la clave en un sobre. Lo dice en su carta. Esto parece dar a entender que se trata de un libro que él creyó que no me resultaría difícil de encontrar. En una palabra, Watson, que estamos hablando de una obra muy corriente.

—Eso que usted dice suena verosímil.

—Hemos reducido, pues, el campo de nuestras investigaciones a un libro grande y voluminoso, impreso a dos columnas y de uso corriente.

—¡La Biblia! —exclamé en tono triunfal.

—¡Bien, Watson, bien! Pero quizá no lo suficientemente bien. Aun en el caso de que yo diese por bueno el cumplido que eso supondría para mí, es difícil citar otro libro que sea menos probable que lo tenga al alcance de su mano un asociado de Moriarty que la Biblia. Además, las ediciones de las Sagradas Escrituras son tan numerosas, que difícilmente podía él suponer la existencia de dos ejemplares con la misma compaginación. El libro que nos incumbe tiene que estar estandarizado. Ese hombre sabe con seguridad que su página quinientos treinta y cuatro coincidirá exactamente con mi página quinientos treinta y cuatro.

—Son muy pocos los libros en los que eso ocurre.

—Exactamente, y en eso estriba nuestra salvación. Nuestra búsqueda se ha estrechado hasta quedar reducida a ciertos libros estandarizados que se supone que están en manos de cualquiera.

—¡El Bradshaw!

—Existen varias dificultades, Watson. El vocabulario del Bradshaw es conciso, pero limitado. Difícilmente se prestaría a que se seleccionasen en el mismo palabras como para enviar mensajes de tipo general. Eliminaremos el Bradshaw. Por idéntica razón, creo que es también inadmisible el diccionario. ¿Qué nos queda, pues?

—Un almanaque.

—¡Muy bien dicho, Watson! O mucho me equivoco, o ha dado usted en el clavo. ¡Un almanaque! Veamos qué razones pueden abogar en favor del Almanaque Whitaker. Es de uso general. Tiene el número de páginas requerido. Está impreso a dos columnas. Si bien es cierto que en los comienzos de ese libro su vocabulario es limitado, si mal no recuerdo, adopta hacia el final un estilo más locuaz —Holmes echó mano al volumen que estaba encima de su mesa—. Aquí está la página quinientos treinta y cuatro, columna dos, que forma un macizo bloque de letras de imprenta que trata, según veo, de las industrias y de los recursos de la India británica. Copie las palabras en un papel, Watson. La número trece es Mahratta. No es muy prometedora para empezar, creo yo. La número ciento veintisiete es Gobierno, que tiene por lo menos sentido junto con la anterior, aunque no tenga ninguna relación con el profesor Moriarty y con nosotros. Vamos con otra. ¿Qué hace este Gobierno de Mahratta? ¡Malo! La palabra siguiente es cerdas. ¡Aquí morimos, mi querido Watson! Se acabó.

Holmes se expresaba en tono de broma, pero la contracción de sus tupidas cejas delataba desengaño e irritación. Yo permanecía sentado, mirando el fuego, con un sentimiento de desamparo y desolación. El largo compás de silencio fue roto por una repentina exclamación de Holmes, quien se precipitó hacia un armario, del cual salió con otro volumen de cubiertas amarillas en la mano.

—Sufrimos, Watson, el castigo de vivir demasiado al día —exclamó—. Nos adelantamos a nuestro tiempo y lo pagamos con el castigo corriente. Como estamos en el día siete de enero, hemos buscado, como era lógico, en el nuevo almanaque. Es más que probable que Porlock haya tomado su mensaje del viejo. Nos lo habría dicho, si hubiese llegado a escribir la carta explicativa. Veamos ahora qué es lo que nos reserva la página quinientos treinta y cuatro. La palabra número trece es Un, que resulta más prometedora. El número ciento veintisiete es peligro... Un peligro... —los ojos de Holmes centelleaban de excitación, y sus dedos delgados y nerviosos temblaban mientras iba contando las palabras— puede. ¡Ajajá! ¡Magnífico! Escríbalo, Watson. «Un peligro puede... sobrevenir... muy... pronto... cierto...» Ahora viene la palabra «Douglas»..., «rico... provincias... vive... ahora... Birlstone... House... Birlstone... confidencias... es... apremiante.» ¡Ya lo tenemos, Watson! ¿Qué me dice usted ahora del puro razonar y de sus frutos? Si el verdulero vendiese coronas de laurel, mandaría a Billy a comprar una.

Yo no quitaba la vista del sorprendente mensaje que había garabateado en un folio sobre mis rodillas, a medida que Holmes lo iba descifrando.

—¡Qué manera más curiosa e imperfecta de dar a entender lo que quiere! —dije yo.

—Al contrario, lo ha hecho extraordinariamente bien —dijo Holmes—. Si usted solo dispone de una columna para sacar de ella palabras con que expresar lo que se propone, es difícil que encuentre todas las que necesita. Tiene forzosamente que dejar algo a la inteligencia del destinatario. La finalidad está perfectamente clara. Algo se trama contra cierto señor Douglas, sea este quien sea, que reside en tal sitio y que es un caballero rico de provincias. Ahí tenemos nuestro resultado, que podemos calificar de pequeño análisis muy hábil.

“SUS DEDOS DELGADOS Y NERVIOSOS TEMBLABAN MIENTRAS IBA CONTANDO LAS PALABRAS”.

Holmes sentíase poseído del gozo sin egoísmo del verdadero artista en las obras que le salían perfectas, del mismo modo que se entristecía profundamente cuando quedaba por debajo del alto nivel al que aspiraba. Aún seguía riéndose entre dientes por su éxito cuando Billy abrió la puerta e hizo pasar al inspector McDonald, de Scotland Yard.

Esto ocurría a finales del decenio de los ochenta, cuando Alec McDonald tenía que andar aún mucho para alcanzar la celebridad nacional de que actualmente goza. Era un miembro joven, pero merecedor de confianza, del detectivismo oficial, que se había distinguido en varios casos que le habían sido encomendados. Su figura alta y huesuda delataba una fuerza física excepcional, mientras que su cráneo voluminoso y sus ojos hundidos y brillantes proclamaban, con no menor claridad, la viva inteligencia que se proyectaba desde detrás de sus pobladas cejas. Era un hombre callado y preciso, obstinado y con un fuerte acento del norte de Escocia. En dos ocasiones le había ayudado ya Holmes en su carrera para conseguir el éxito, considerándose él mismo premiado con el gozo intelectual del problema. Por esta razón sentía el escocés un afecto y un respeto profundos hacia su colega aficionado y se los demostraba con su franqueza al acudir a Holmes cuando surgían dificultades. Los hombres mediocres no reconocen a nadie por encima de ellos, pero los de talento reconocen enseguida al hombre genial. McDonald tenía inteligencia suficiente como profesional para comprender que no existía humillación alguna en buscar la ayuda de quien era ya una personalidad única en Europa, tanto por su ingenio como por su experiencia. Holmes no era un hombre inclinado a la amistad, pero sí era tolerante con el grandullón escocés, y sonrió al verlo.

—Es usted un pájaro madrugador, señor Mac —le dijo—. Le deseo suerte para atrapar a su gusano. Me temo que esto quiere decir que ha ocurrido algo malo.

—Si en vez de decir me temo, hubiera usted dicho espero, creo, señor Holmes, que habría andado usted más cerca de la verdad —contestó el inspector con una sonrisa comprensiva—. Bien, quizás un trago serviría para echar fuera el crudo frío de la mañana. No, fumar no, gracias. Tendré que seguir rápidamente mi camino, porque las primeras horas de un caso resultan preciosas, como nadie mejor que usted sabe. Pero..., pero...

El inspector se calló de pronto y clavó la mirada, atónito, en una hoja de papel que había encima de la mesa. Era la misma en la que yo había garabateado el enigmático mensaje.

“EL INSPECTOR CLAVÓ LA MIRADA, ATÓNITO, EN UNA HOJA DE PAPEL QUE HABÍA ENCIMA DE LA MESA”.

—¡Douglas! —tartamudeó—. ¡Birlstone! ¿Qué significa esto, señor Holmes? ¡Santo cielo, esto es cosa de brujería! Por todo lo más sagrado, ¿de dónde ha sacado usted esos nombres?

—Es un mensaje cifrado que el doctor Watson y yo hemos tenido ocasión de solucionar. Pero ¿qué tienen de malo esos nombres?

El inspector nos miró primero al uno y luego al otro, con asombro desconcertado, y dijo:

—Nada más que esto: el señor Douglas, de la casa solariega de Birlstone, ha sido horriblemente asesinado esta mañana.

CAPÍTULO II

SHERLOCK HOLMES RAZONA

QUEL FUE uno de los momentos dramáticos para los que vivía mi amigo. Sería exagerar decir que aquella asombrosa noticia le produjo una sorpresa dolorosa, ni siquiera agitación. Sin que en su singular temperamento entrase ni siquiera un matiz de crueldad, su largo vivir en un constante sobreestímulo había endurecido sin duda su sensibilidad. Pero si sus emociones estaban amortiguadas, sus percepciones intelectuales eran extraordinariamente activas. No aparecía en Holmes ni un vestigio del horror que a mí me había producido aquella concisa manifestación de McDonald, sino que su rostro mostraba la tranquilidad e interesada compostura del químico que contempla cómo los cristales de una solución sobresaturada caen al fondo.

—¡Es notable! ¡Es notable! —exclamó.

—No parece que le cause sorpresa.

—Me interesa, Mac, pero no llega a sorprenderme. ¿Por qué habría de sorprenderme? Recibo una comunicación anónima de una procedencia que me consta que es importante previniéndome del peligro que amenaza a determinada persona. Una hora después me entero de que ese peligro se ha convertido en realidad y que esa persona ha muerto. Me interesa, pero, como usted ve, no me sorprende.

Holmes explicó en breves frases al inspector todo lo referente a la carta y al mensaje cifrado. McDonald le escuchaba con la barbilla apoyada en las manos y con sus grandes cejas rubias fruncidas en amarilla maraña.

—Yo me marchaba esta mañana a Birlstone —dijo—, y había venido para preguntarle si tenían inconveniente en acompañarme, usted y el doctor. Pero, por lo que me dice, quizá sería más útil nuestro trabajo en Londres.

—No lo creo —dijo Holmes.

—¡Al diablo todo, Holmes! —exclamó el inspector—. Dentro de un par de días los periódicos vendrán llenos de noticias del misterio de Birlstone; pero ¿dónde está el misterio, si hay en Londres una persona que anunció el crimen antes de que ocurriese? Solo tenemos que echarle el guante a ese hombre y lo demás vendrá por añadidura.

—Sin duda, Mac; pero ¿de qué manera se propone usted echarle el guante al llamado Porlock?

McDonald examinó la carta que Holmes le había entregado.

—Echada al correo en Camberwell; con eso no adelantamos mucho. Con nombre supuesto. Tampoco es gran cosa para empezar. ¿No dijo usted que le había enviado dinero?

—En dos ocasiones.

—¿De qué manera?

—En cartas dirigidas a la oficina de Correos de Camberwell.

—¿Se tomó usted alguna vez la molestia de ver quién las retiraba?

—No.

El inspector pareció sorprendido y algo molesto.

—¿Por qué no?

—Porque yo siempre soy leal a mi palabra. La primera vez que me escribió, le prometí que no intentaría seguirle la pista.

—¿Cree usted que hay alguien detrás de él?

—Sé que hay alguien.

—¿Quizás ese profesor del que le he oído hablar?

—Exactamente.

El inspector McDonald sonrió y parpadeó al volverse a mirar hacia mi lado.

—No le ocultaré, Holmes, que en el D. I. C.1 opinamos que tiene usted una cierta chifladura con ese profesor. Yo mismo hice algunas pesquisas sobre este asunto. Parece que se trata de un hombre por demás respetable, docto y de talento.

—Me felicito de que haya llegado usted hasta el punto de reconocer el talento del profesor Moriarty.

—No tuve más remedio. Después de oírle expresarse a usted, me creí en el deber de ir a visitarlo. Charlamos un rato de eclipses (sin que yo me explique cómo la conversación se desvió por ese camino) y él sacó una linterna y una esfera y me lo aclaró todo en un minuto. Me prestó un libro, pero no tengo inconveniente en declarar que lo encontré algo por encima de mi intelecto, a pesar de que he recibido una buena educación en Aberdeen. Ese hombre habría podido ser un estupendo ministro, con su rostro enjuto, sus cabellos grises y su solemnidad al hablar. Al despedirnos, me puso la mano sobre el hombro, igual que un padre que bendice a su hijo antes de que este salga a vivir al mundo frío y cruel.

Holmes se rio entre dientes y se frotó las manos, al tiempo que decía:

—Estupendo. Estupendo. Dígame, amigo McDonald: y esa entrevista tan grata y conmovedora, ¿tuvo lugar en el estudio del profesor?

—Así es.

—Hermosa habitación, ¿verdad?

—Hermosísima, hermosísima de veras, Holmes.

—¿Estuvo usted sentado delante de su mesa escritorio?

—Precisamente.

—¿Dándole a usted el sol en los ojos y él con la cara en la sombra?

—Bueno, la entrevista se celebró ya oscurecido, pero recuerdo que la luz de la lámpara se proyectaba sobre mi cara.

—Naturalmente. ¿Y no se fijó usted en un cuadro que colgaba justo encima de la cabeza del profesor?

—No son muchas las cosas que se me escapan, Holmes. Quizá lo haya aprendido de usted. Sí, vi el cuadro, que representa a una mujer joven con la cabeza apoyada en las manos, mirando de soslayo.

—Es un cuadro pintado por Jean-Baptiste Greuze.

El inspector se esforzó por parecer interesado en el valor de la pintura.

—Jean-Baptiste Greuze —prosiguió Holmes, juntando las yemas de los dedos y apoyándose en el respaldo de su asiento— es un artista francés que floreció entre los años mil setecientos cincuenta y mil ochocientos. Me refiero, como es natural, a los años en que desarrolló sus actividades de artista. La crítica moderna ha ratificado hasta con exceso la elevada opinión que de él tuvieron sus contemporáneos.

La mirada del inspector McDonald pareció ensimismarse, y dijo:

—¿No haríamos mejor en...?

—Lo estamos haciendo —le interrumpió el detective—. Todo esto de lo que hablo tiene una relación directa y vital sobre lo que usted ha llamado el misterio de Birlstone. A decir verdad, y en cierto sentido, podría decirse que es el centro mismo de ese misterio.

McDonald sonrió débilmente y me dirigió una mirada suplicante.

—Holmes, sus pensamientos se mueven con una rapidez un poco excesiva para mí. Deja usted fuera uno o dos eslabones y yo no puedo saltar ese boquete. ¿Qué relación puede existir entre aquel pintor ya fallecido y este asunto de Birlstone?

—Todos los conocimientos le son útiles a un detective —contestó Holmes—. Hasta el detalle insignificante de que en mil ochocientos sesenta y cinco se pagó una suma no inferior a cuatro mil libras por un cuadro de Greuze titulado La jeune fille à l’agneau en la subasta de Portalis; hasta ese detalle, digo, puede servir de punto de arranque en su cabeza a una serie de reflexiones.

Fue evidente que sirvió, porque el inspector pareció hondamente interesado.

—Podría recordarle que el sueldo del profesor puede comprobarse recurriendo a varios libros de consulta. Es de setecientas libras al año.

—¿Cómo entonces pudo comprar...?

—Efectivamente, ¿cómo?

—¡Sí que es algo notable! —exclamó el inspector, pensativo—. Siga hablando, Holmes. Le estoy tomando gusto. Está muy bien.

Holmes sonrió. Cualquier expresión admirativa sincera era recibida por él con profundo agrado; rasgo característico del artista genuino.

—¿Qué me dice de Birlstone? —preguntó.

—Aún nos queda tiempo —dijo el inspector, consultando su reloj—. Tengo un coche esperando a la puerta y no invertiremos más de veinte minutos hasta la estación Victoria, pero, a propósito de ese cuadro, yo creo haberle oído decir, Holmes, que no había hablado usted nunca con el profesor Moriarty.

—Y es cierto.

—¿Cómo, pues, conoce usted sus habitaciones?

—Ese es un asunto distinto. He estado tres veces en ellas; en dos ocasiones estuve esperándole con distintos pretextos y me marché antes de que él llegase. Una de las veces...; pero esto no debería contarlo a un detective oficial. Fue durante mi última visita cuando me tomé la libertad de registrar sus papeles, con sorprendentes resultados.

—¿Descubrió usted alguna cosa comprometedora?

—Nada en absoluto. Eso fue lo que me dejó atónito. Sin embargo, ahora ya conoce usted ese detalle del cuadro. Demuestra que es un hombre muy rico. ¿Cómo adquirió su riqueza? Es soltero. Tiene un hermano más joven, que es jefe de estación en el oeste de Inglaterra. Su cátedra le proporciona setecientas libras al año. Y posee un Greuze.

—¿Qué hay de raro en eso?

—Salta a la vista.

—¿Usted quiere decir, verdad, que tiene grandes ingresos, y que estos no pueden ser de procedencia legal?

—Exactamente. Eso sin contar con que tengo otras razones para pensarlo; docenas de tenues hilos que conducen de una manera vaga hacia el centro de la tela de araña en que acecha el venenoso animal; si he traído a colación lo de Greuze ha sido para situar el tema dentro del alcance de su propia visión.

—Pues bien, Holmes: reconozco que eso que dice resulta interesante. Más que interesante, asombroso. Pero veamos si puede usted concretar un poco más el asunto. ¿Falsificador, monedas falsas, ladrón de casas? ¿De dónde procede ese dinero?

—¿No ha leído usted nada referente a Jonathan Wild?

—El nombre me suena. Algún personaje de novela, ¿verdad? A mí me interesan poco los detectives de las novelas. Son hombres que hacen las cosas sin permitir ver a uno cómo se las arreglan para hacerlas. Eso es inspiración, no profesionalidad.

—Jonathan Wild no era detective y tampoco es un personaje de novela. Era un consumado criminal que vivió en el siglo pasado, allá por el año mil setecientos cincuenta.

—No me sirve entonces. Yo soy un hombre de sentido práctico.

—Mac, la cosa más práctica que podría hacer usted en toda su vida sería encerrarse por espacio de tres meses para leer durante doce horas al día los anales del crimen. Todas las cosas se producen en ciclos, hasta el profesor Moriarty. Jonathan Wild era la fuerza oculta de los criminales de Londres, a los que vendía su talento y su organización, cobrándoles una comisión del quince por ciento. La vieja rueda gira y vuelve a aparecer en alto el mismo radio. Todo ha sido hecho antes y todo se repetirá después. Voy a decirle una o dos cosas acerca de Moriarty que quizá le interesen.

—Con seguridad que sí.

—Da la casualidad de que yo conozco el primer eslabón de la cadena; una cadena en uno de cuyos extremos se encuentra este Napoleón maleado, mientras que en el otro nos encontramos con un centenar de luchadores desconectados, carteristas, chantajistas, fulleros y demás, que abarcan toda la gama del crimen. El jefe de estado mayor es el coronel Sebastian Moran; tan aislado, bien defendido e inaccesible a la justicia como el propio profesor. ¿Cuánto cree usted que este le paga?

—Me gustaría saberlo.

—Seis mil al año. Con ello le paga por su cerebro, ¿me comprende? Es el principio de los negocios de los norteamericanos. Me enteré de ese detalle por pura casualidad. Cobra más que el primer ministro. Eso le dará a usted una idea de las ganancias que tiene Moriarty y de la escala en que opera. Otro detalle. No hace mucho me propuse seguir la pista a algunos de los cheques de Moriarty; todos ellos, cheques inocentes, con los que paga las facturas de su casa. Habían sido girados contra seis bancos diferentes. ¿No le produce eso ninguna impresión?

—Es curioso, desde luego. Pero ¿qué conclusiones saca usted?

—Que él no quiere que se hable de su riqueza. No debe existir nadie que sepa la fortuna que posee. No me cabe duda alguna de que tiene abiertas por lo menos una veintena de cuentas bancarias, con el grueso de su capital colocado en el extranjero, muy posiblemente en el Deutsche Bank o en el Crédit Lyonnais. Por si dispone usted alguna vez de uno o dos años libres, le recomiendo que los dedique al estudio del profesor Moriarty.

A medida que avanzaba la conversación, el inspector McDonald se iba interesando cada vez más en el tema, hasta el punto de dejarse absorber por el mismo. Pero su inteligencia práctica de escocés le hizo retroceder de golpe al problema que tenía entre manos.

—En todo caso, puede esperar —dijo—. Nos ha apartado usted de nuestro camino con sus interesantes anécdotas, Holmes. Lo verdaderamente importante en este momento es que el profesor tiene alguna relación con el crimen de ahora, lo que se deduce del aviso que usted recibió del tal Porlock. ¿Podemos ir más lejos para atender nuestras necesidades actuales?

—Podemos formarnos alguna idea acerca de los móviles del crimen. Considerando sus primeras observaciones, deduzco que se trata de un crimen inexplicable o, por lo menos, inexplicado. Pues bien: dando por supuesto que la fuente de la que procede el crimen es la que sospechamos, los móviles pueden ser dos. Le diré para empezar que Moriarty gobierna a su gente con mano de hierro. La disciplina que impone es tremenda. Su código solo admite un castigo: la muerte. Pues bien: podemos suponer que este hombre asesinado (este Douglas, cuya muerte inminente era conocida por uno de los subordinados del archicriminal) ha traicionado al jefe de un modo u otro. Se siguió el castigo de tal modo que llegase a conocimiento de todos, aunque solo fuese para inspirarles el miedo a morir.

—Bien: ya tenemos ahí una de las dos sugerencias, Holmes.

—La otra es que se trata de un crimen organizado por Moriarty como uno de tantos a los que le obliga su negocio. ¿Hubo robo?

—Que yo sepa, no.

—Si lo ha habido, ello hablaría en contra de la primera hipótesis y en favor de la segunda. Pudo Moriarty prepararlo con la promesa de un tanto por ciento en el producto del negocio, o quizá le abonaron una suma concreta por llevarlo a cabo. Ambas cosas son posibles. Pero sea la que sea, o aunque se trate de otra combinación distinta, es en Birlstone donde debemos buscar la solución. Conozco demasiado bien a mi hombre como para suponer que ha dejado aquí pista alguna que pueda llevarnos directamente hasta él.

—Entonces, debemos ir a Birlstone —exclamó McDonald, saltando de su silla—. ¡Santo cielo, es más tarde de lo que yo creía! Caballeros, solo puedo darles cinco minutos para prepararse.

—Para nosotros resulta suficiente —dijo el detective, poniéndose en pie rápidamente y cambiando el batín por la chaqueta—. Mac, ya le pediré durante el trayecto que tenga la amabilidad de contármelo todo.

Aquel todo resultó un casi nada desilusionador, si bien fue suficiente para darnos la seguridad de que el caso que teníamos ante nosotros era digno de la más atenta investigación por parte del especialista. A medida que escuchaba los escasos, pero extraordinarios, detalles, Holmes se frotaba las manos, y la expresión de su rostro se iba iluminando. Dejábamos a nuestras espaldas una larga serie de semanas estériles, y se presentaba aquí, por fin, un objetivo adecuado para aquellas dotes extraordinarias que, como toda facultad especial, resultan molestas para su poseedor cuando no las ejercita. La inacción embotaba y ponía herrumbroso aquel cerebro, fino como una navaja de afeitar. Cuando escuchaba el toque llamándole al trabajo, los ojos de Sherlock Holmes brillaban, sus mejillas adquirían un color más vivo y sus facciones se encendían con una luz interior. Con el busto echado hacia delante dentro del coche, Holmes escuchaba con gran atención el esbozo que hacía McDonald del problema que nos esperaba en Sussex. El inspector había adquirido sus informes, según nos dijo, de un relato escrito que le llegó vía el tren de la noche, que llega a Londres a primera hora de la mañana. White Mason, el funcionario local, era amigo personal de McDonald, y por eso fue informado con mucha mayor rapidez de lo que es corriente en Scotland Yard cuando se solicita su ayuda desde provincias. Por regla general, el rastro de la pista está ya muy frío para cuando se lanza por ella al especialista londinense.

«Querido inspector McDonald —decía la carta que nos leyó—, en sobre aparte va la petición oficial de sus servicios. Esta carta es para que la lea usted solo. Telegrafíeme en qué tren de la mañana puede venir a Birlstone, y yo saldré a recibirle o enviaré a otra persona, si mis ocupaciones me lo impiden. Este caso será sonado. No pierda un momento en entrar en acción. Si le es posible conseguir que le acompañe el señor Holmes, hágalo, porque se encontrará con algo que parece hecho a la medida de sus gustos. Si en medio de todo no nos encontrásemos con un hombre muerto, se diría que todo se dispuso con la clara intención de producir un efecto teatral. ¡Palabra que será un caso sonado!».

—Por lo que veo, su amigo no es tonto —dijo Holmes.

—No, señor; si sirvo para juzgar a los hombres, White Mason es un hombre muy despierto.

—¿Tiene usted algo más que contarnos?

—Únicamente que él nos dará todos los detalles cuando salga a recibirnos.

—Pero bueno; ahí no habla del señor Douglas ni de que había sido horriblemente asesinado.

—Todo eso venía en el informe oficial que acompañaba a la carta. Tampoco lo calificaba de «horrible». En el léxico oficial no está aceptada semejante palabra. Mencionaba el nombre de John Douglas y decía que había sido herido en la cabeza por el disparo de una escopeta. Mencionaba también la hora en que se dio la alarma, que fue muy cerca de la medianoche pasada. Agregaba que se trataba sin duda de un asesinato, pero que no se había realizado ninguna detención, y que el caso ofrecía circunstancias extraordinarias y que causaban gran perplejidad. Eso es todo lo que ahora sabemos, Holmes.