El valle del terror - Arthur Conan Doyle - E-Book

El valle del terror E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

Holmes y Wattson viajan al valle de Sussex, donde un caballero americano que reside en Inglaterra ha sido violentamente asesinado en su mansión, una antigua fortaleza aparentemente inexpugnable. En esta primera parte del libro, encontramos todas las características del género detectivesco: un muerto que plantea infinidad de interrogantes, un despacho repleto de sangre y de pistas desconcertantes, una servidumbre aterrada, una viuda y un amigo de confianza sobre los que recaen sospechas de infidelidad. El resultado de la investigación nos traslada al otro lado del Atlántico, a las minas de Pensilvania y a una sangrienta sociedad secreta... La segunda parte se desarrolla en Estados Unidos y en ella se explican los aspectos ocultos que motivaron el crimen hasta quedar ensambladas todas las piezas del argumento.

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Seitenzahl: 376

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Arthur Conan Doyle

El valle del terror

Traducción: Juan Manual Ibeas

Presentación y apéndice: Vicente Muñoz Puelles

Ilustración: Enrique Flores

 

Índice

Presentación: Arthur Conan Doyle

Primera parte: La tragedia de Birlstone

Capítulo I. El aviso

Capítulo II. Sherlock Holmes discurre

Capítulo III. La tragedia de Birlstone

Capítulo IV. En tinieblas

Capítulo V. Los personajes del drama

Capítulo VI. Comienza a brillar la luz

Capítulo VII. La solución

Segunda parte: Los batidores

Capítulo I. El hombre

Capítulo II. El gran maestre

Capítulo III. Logia 341, Vermissa

Capítulo IV. El valle del terror

Capítulo V. La hora más negra

Capítulo VI. Peligro

Capítulo VII. Edwards, el Pájaro, cae en la trampa

Epílogo

Apéndice: El caso de los hombres decapitados

Créditos

PRESENTACIÓN

ARTHUR CONAN DOYLE

Adrian, el hijo más joven de Arthur Conan Doyle, recordaba que a veces, después de recibir una visita perturbadora o una carta misteriosa, su padre se encerraba en el despacho durante uno o dos días. «Lo que le llevaba a recluirse de aquel modo —escribió— era la necesidad de abstraerse completamente, para rastrear la pista de algún misterio. Todo lo que ocurría durante el encierro, nuestras pisadas silenciosas, la bandeja con la comida que no había probado y que dejaba a la entrada de la habitación, la tensión que nos invadía, tanto a la familia como al servicio, eran el reflejo de la mente incansable de mi padre, quien, al otro lado de la puerta, estaba incubando algún relato inédito».

Debió de ser durante alguno de esos períodos cuando Conan Doyle urdió esta novela, El valle del terror, que es la última y la más larga de las cuatro que escribió sobre Sherlock Holmes, a quien, como todos los devotos lectores del personaje saben, dedicó también cincuenta y seis cuentos.

La novela se publicó en forma de episodios, como era costumbre, en la revista The Strand Magazine, desde septiembre de 1914, recién empezada la Primera Guerra mundial, hasta mayo de 1915. La primera edición estadounidense del libro es de marzo de 1915, y la primera edición inglesa, de junio de ese mismo año.

El público de su tiempo disfrutó con la claridad de la prosa y el diálogo trepidante de la novela, y pronto la consideró como una de las mejores descripciones de la relación entre Holmes y Watson, y una de las narraciones más brillantes de Conan Doyle.

Algunos críticos, sin embargo, lamentaron el desplazamiento del centro de la acción desde Gran Bretaña a los Estados Unidos, que tiene lugar en mitad de la historia, y especularon con la idea de que en realidad El valle del terror eran dos novelas engarzadas entre sí, y no una sola. A esa impresión contribuyen dos factores. En primer lugar, la estructura del libro, que está dividido en dos partes de igual número de capítulos y parecida extensión, además del imprescindible epílogo. En segundo lugar, que ambas partes, aunque en una aparece Holmes y en la otra no, son excelentes.

Un experto en Holmes, Bliss Austin, que durante un tiempo fue propietario del manuscrito de El valle del terror, afirmó una vez que Arthur Conan Doyle no había escrito sesenta grandes historias de detectives, esto es, los cincuenta y seis relatos y las cuatro novelas de Sherlock Holmes, sino sesenta y una, porque la segunda parte de El valle del terror, «Los batidores», podía figurar por sí sola como una de las mejores ficciones detectivescas jamás escritas.

Otro aliciente del libro es la reaparición del profesor James Moriarty, el mayor enemigo de Holmes, a quien él mismo calificó de «Napoleón del crimen». Algunos estudiosos de Holmes han señalado la incongruencia de que, en «El problema final», relato perteneciente a Las Memorias de Sherlock Holmes (1893), Watson le dice a Holmes que nunca ha oído hablar de Moriarty, mientras que en El valle del terror, cuya acción está situada años antes, el propio Watson se refiere a él como «el célebre hombre de ciencia criminal». Y es que, cuando Doyle escribió «El problema final», utilizó a Moriarty para asesinar a Holmes, personaje de cuya popularidad estaba harto, mientras que cuando escribió El valle del terror, ya se había reconciliado con el famoso detective, al que había resucitado, y necesitaba adjudicarle un rival de su talla. Cabe destacar que Moriarty solo aparece directamente en esos dos textos de Doyle, y, sin embargo, su figura y su capacidad para hacer el mal permanecen en nuestra memoria como si se enfrentase a Holmes en cada caso. «El mayor maquinador de todos los tiempos, el organizador de todas las maldades, el cerebro que rige los bajos fondos, un cerebro que habría sido capaz de forjar o de hacer fracasar el destino de las naciones. Eso es Moriarty». Así lo define Holmes al comienzo de esta novela memorable.

Vicente MUÑOZ PUELLES

Primera parte

La tragedia de Birlstone

Capítulo I

El aviso

—Me siento inclinado a pensar... —dije.

—Yo que usted lo haría —comentó Holmes, en tono impaciente.

Me tengo por uno de los mortales con más aguante que existen, pero reconozco que me molestó aquella interrupción sarcástica.

—De verdad, Holmes —dije muy serio—, a veces se pone usted un poco cargante.

Él estaba demasiado absorto en sus propios pensamientos para dar una respuesta inmediata a mi protesta. Tenía la cabeza apoyada en una mano, el desayuno sin tocar delante, y la mirada clavada en la hoja de papel que acababa de sacar de un sobre. A continuación, cogió el sobre, lo acercó a la luz y examinó con mucha atención tanto el exterior como la solapa.

—La letra es de Porlock —dijo, pensativo—. No me cabe duda de que es la letra de Porlock, aunque solo la había visto dos veces antes de ahora. Esta «e» de estilo griego, con un floreo en lo alto, es característica. Pero, si es de Porlock, tiene que tratarse de algo de primerísima importancia.

Hablaba consigo mismo, más que conmigo, pero el interés que despertaron sus palabras disipó mi enfado.

—¿Quién es ese Porlock? —pregunté.

—Porlock, Watson, es un nom de plume1, un simple seudónimo, pero tras él se oculta una personalidad astuta y evasiva. En una carta anterior ya me decía con franqueza que no era su verdadero nombre, e incluso me desafiaba a dar con él entre los millones de personas que hormiguean en esta gran ciudad. Porlock es importante no por sí mismo, sino por el gran personaje con el que está en contacto. Piense en el pez piloto2 que acompaña al tiburón, en el chacal que sigue al león..., en cualquier ser insignificante que va en compañía de otro formidable. No solo formidable, Watson, sino siniestro..., siniestro en el más alto grado. Eso es lo que le hace caer dentro de mi jurisdicción. ¿Me ha oído hablar del profesor Moriarty?

—El famoso científico criminal, tan conocido entre los delincuentes como...

—Me hace ruborizar, Watson —murmuró Holmes en tono de reproche.

—Iba a decir «como desconocido por el público».

—¡Un golpe con estilo! —exclamó Holmes—. Watson, está usted desarrollando una inesperada vena de humor socarrón contra la que voy a tener que protegerme. Pero, a los ojos de la ley, al llamar criminal a Moriarty, está usted cometiendo difamación, y esto es precisamente lo grandioso y asombroso del asunto. El mayor intrigante de todos los tiempos, el organizador de toda clase de fechorías, el cerebro que controla el hampa..., un cerebro capaz de forjar o destruir el destino de naciones enteras. Ese es Moriarty. Pero se encuentra tan a cubierto de las sospechas del público, tan inmune a las críticas, tan admirablemente organizado y enmascarado que, por esas palabras que acaba usted de pronunciar, podría llevarle a los tribunales y quedarse con su pensión de un año como indemnización por su honor dañado. ¿Acaso no es el ilustre autor de La dinámica de un asteroide, un libro que asciende a tan vertiginosas alturas de pura matemática que se dice que no había nadie en la prensa científica capaz de criticarlo? ¿Se puede calumniar a un hombre así? El médico deslenguado y el profesor difamado: esos serían sus respectivos papeles. Eso es genio, Watson. Pero si no me lo impiden hombres de menos talla, estoy seguro de que ya llegará nuestro día.

—¡Y ojalá esté yo allí para verlo! —exclamé con entusiasmo—. Pero me estaba hablando de ese Porlock.

—Ah, sí. El llamado Porlock es un eslabón de la cadena, situado a poca distancia del gran punto de fijación. Aquí entre nosotros, Porlock no es un eslabón muy fuerte. Es el único punto débil de la cadena, al menos hasta donde yo he podido tantearla.

—Y la fuerza de una cadena se mide por su eslabón más débil.

—Exacto, querido Watson. De ahí la extrema importancia de Porlock. Empujado por alguna rudimentaria tendencia al bien, y estimulado por el juicioso incentivo de algún que otro billete de diez libras que se le envía por caminos tortuosos, me ha proporcionado en una o dos ocasiones información anticipada que ha resultado muy útil: de esa clase de utilidad que es la más elevada que existe, porque anticipa y evita el crimen en lugar de castigarlo. No me cabe duda de que, si dispusiéramos de la clave, comprobaríamos que este comunicado pertenece a esa categoría que le digo.

Una vez más, Holmes extendió el papel sobre la bandeja que no había utilizado. Me puse en pie y miré por encima de él la curiosa inscripción, que decía lo siguiente:

534 C2 13 127 36 31 4 17 21 41

DOUGLAS 109 293 5 37 BIRLSTONE

26 BIRLSTONE 9 127 171

—¿A usted qué le parece, Holmes?

—Evidentemente, es un intento de transmitir información secreta.

—¿Pero de qué sirve un mensaje en clave sin la clave?

—En este caso, de nada.

—¿Por qué dice «en este caso»?

—Porque hay muchos escritos en clave que yo leería con la misma facilidad con que leo los mensajes ocultos de la sección de anuncios personales. Esos artificios tan toscos sirven de entretenimiento a la inteligencia sin fatigarla. Pero esto es diferente. Está claro que se trata de una referencia a las palabras de una página de algún libro. Hasta que no me digan qué página y qué libro, no puedo hacer nada.

—¿Y eso de «Douglas» y «Birlstone»?

—Está claro que se trata de palabras que no figuraban en la página en cuestión.

—¿Y por qué no le indica el libro?

—Querido Watson: seguro que usted mismo, con su sagacidad innata, esa astucia congénita que tanto hace gozar a sus amigos, evitaría meter en el mismo sobre el mensaje y la clave. Si cayeran en malas manos, estaría usted perdido. De este modo, tendrían que extraviarse las dos cosas para que usted saliera perjudicado. Ya es hora del segundo reparto, y mucho me sorprendería que el correo no nos trajera una nueva carta de explicación o, lo que es más probable, el libro mismo al que hacen referencia estas cifras.

Las previsiones de Holmes se cumplieron a los pocos minutos, con la aparición de Billy, el recadero, que traía la carta que estábamos esperando.

—La misma letra —comentó Holmes—. Y esta vez viene firmada —añadió en tono alborozado al desdoblar la carta—. Vamos progresando, Watson.

Pero su ceño se frunció al pasar la vista por el texto.

—Vaya por Dios, esto es muy decepcionante. Me temo, Watson, que todas nuestras expectativas se han quedado en nada. Espero que no le suceda nada malo al tal Porlock. Dice:

«Querido señor Holmes: No voy a seguir adelante en este asunto. Es demasiado peligroso. Él sospecha de mí, se nota que sospecha. Vino a verme completamente de improviso cuando yo ya había escrito la dirección en este sobre con la intención de enviarle la clave del mensaje. Conseguí taparlo, pero si lo llega a ver, me habría ido muy mal. Aun así, pude advertir la sospecha en sus ojos. Por favor, queme el mensaje cifrado, que ya no le va a servir de nada.

Fred PORLOCK».

Holmes permaneció sentado un buen rato, estrujando la carta entre sus dedos y frunciendo el ceño, con la mirada fija en el fuego de la chimenea.

—Por otra parte —dijo por fin—, puede que no sea nada grave. Podría tratarse tan solo de su conciencia culpable. Como sabe que es un traidor, es posible que vea acusaciones en la mirada del otro.

—Supongo que «el otro» es el profesor Moriarty.

—Nada menos. Cuando uno de estos tipos habla de «él», ya se sabe a quién se refiere. Para todos ellos solo existe un «él» que importe.

—Pero ¿qué puede hacer?

—¡Hum! Esa es una pregunta muy amplia. Cuando tienes contra ti a uno de los mejores cerebros de Europa, respaldado por todos los poderes de las tinieblas, las posibilidades son infinitas. Sea como sea, está claro que el amigo Porlock está muerto de miedo. Haga el favor de comparar la letra de la carta con la del sobre, que, según nos dice, ya había escrito antes de la funesta visita. Esta es clara y firme; la otra, apenas se puede leer.

—¿Y por qué escribió la carta? ¿Por qué no se limitó a tirar el sobre?

—Por temor a que, en ese caso, yo hiciera algunas averiguaciones acerca de él que podrían ocasionarle complicaciones.

—Será eso, sin duda —dije yo, que había cogido el mensaje original en clave y lo miraba frunciendo las cejas—. La verdad es que resulta bastante exasperante pensar que en esta hoja de papel puede esconderse un importante secreto y que no hay poder humano capaz de descifrarlo.

Sherlock Holmes había apartado a un lado su desayuno sin haberlo probado, y encendió la maloliente pipa que le servía de compañía en sus más profundas meditaciones.

—¿Usted cree? —dijo, echándose hacia atrás y mirando al techo—. Tal vez haya detalles que han escapado a su maquiavélico intelecto. Consideremos el problema a la luz de la razón pura. Esto hace referencia a un libro. Ese es nuestro punto de partida.

—Algo impreciso es.

—Veamos entonces si podemos reducir las posibilidades. A medida que concentro la mente en ello, menos impenetrable me parece. ¿Qué indicaciones tenemos acerca de ese libro?

—Ninguna.

—Vamos, vamos, no puede estar tan mal la cosa. El mensaje en clave comienza por una cifra alta, 534, ¿no es así? Podemos tomar como hipótesis de trabajo que 534 es la página concreta a la que se refiere la clave. Con eso, nuestro libro se convierte en un libro extenso, con lo cual ya hemos ganado algo, qué duda cabe. ¿Qué otras indicaciones tenemos acerca de la naturaleza de este libro extenso? El siguiente signo es C2. ¿Qué le dice eso, Watson?

—Capítulo segundo, sin duda.

—Es poco probable, Watson. Seguro que estará de acuerdo conmigo en que, si nos dicen la página, no nos hace ninguna falta el capítulo. Y además, si la página 534 corresponde solo al capítulo segundo, la longitud del primero debe de haber sido verdaderamente insoportable.

—¡Columna! —exclamé.

—Magnífico, Watson. Esta mañana está usted fulgurante. O mucho me equivoco, o es columna. Pues bien, fíjese en que ya empezamos a visualizar un libro extenso, impreso a dos columnas, ambas de considerable longitud, ya que una de las palabras está numerada en el documento con el 293. ¿Hemos llegado a los límites de lo que puede revelarnos la razón?

—Me temo que sí.

—No se hace usted justicia a sí mismo. Un poco más de chispa, querido Watson. Un poco más de inspiración. Si el libro en cuestión fuera poco corriente, me lo habría enviado. En cambio, lo que se proponía, antes de que sus planes se frustraran, era enviarme la clave en este sobre. Es lo que dice en su carta. Esto parece indicar que se trata de un libro que él pensaba que yo no tendría dificultad en encontrar por mi cuenta. Él lo tiene, y suponía que yo también debería tenerlo. En resumen, Watson: se trata de un libro muy corriente.

—Desde luego, eso que dice parece verosímil.

—Y así, hemos reducido nuestro campo de investigación a un libro extenso, impreso a dos columnas y de uso corriente.

—¡La Biblia! —exclamé en tono triunfal.

—¡Bien, Watson, bien! Pero no del todo, si me permite decirlo. Aun suponiendo que yo aceptara ese cumplido, sería difícil imaginar otra obra con menos probabilidades de encontrarse al alcance de la mano de un cómplice de Moriarty. Además, las ediciones de las Sagradas Escrituras son tan numerosas que difícilmente podría este hombre suponer que nuestros dos ejemplares tuvieran la misma paginación. Evidentemente, se trata de un libro de edición única. Nuestro hombre está seguro de que su página 534 coincide exactamente con mi página 534.

—Pero hay muy pocos libros que cumplan esas condiciones.

—Exacto. Y eso es lo que nos salva. Nuestra búsqueda queda reducida a libros de carácter general, que se supone que todo el mundo tiene.

—¡La Bradshaw!3.

—Hay inconvenientes, Watson. El vocabulario de la Bradshaw es inquieto y conciso, pero limitado. La selección de palabras se presta muy mal al envío de mensajes corrientes. Queda descartado la Bradshaw. Por la misma razón, me temo que el diccionario es inaceptable. ¿Qué nos queda, pues?

—Un almanaque.

—¡Excelente, Watson! O mucho me equivoco, o ha dado usted en el clavo. ¡Un almanaque! Vamos a considerar las posibilidades del Almanaque Whitaker4. Es de uso frecuente. Tiene suficiente número de páginas. Está impreso a dos columnas. Aunque en sus comienzos utilizaba un vocabulario reservado, en los últimos tiempos, si no recuerdo mal, se ha vuelto bastante florido —cogió el volumen de su escritorio—. Aquí está la página 534, segunda columna: una buena parrafada que trata, por lo que veo, sobre el comercio y los recursos de la India británica. Copie las palabras, Watson. La número trece es «Mahratta»5. Me temo que no es un comienzo muy prometedor. La número 127 es «Gobierno», que al menos tiene sentido junto con la otra, aunque no parece que tenga mucho que ver con nosotros ni con el profesor Moriarty. Sigamos probando. ¿Qué hace el gobierno de Mahratta? ¡Malo! La siguiente palabra es «cerdas». Estamos perdidos, querido Watson. Esto se acabó.

Hablaba en tono festivo, pero el temblor de sus tupidas cejas delataba su decepción y su fastidio. Me senté, impotente y desolado, y me quedé mirando el fuego. El largo silencio fue roto por una repentina exclamación de Holmes, que se precipitó hacia un armario, del que salió con un segundo volumen de tapas amarillas.

—Watson, este es el precio de vivir demasiado al día —exclamó—. Nos adelantamos a nuestro tiempo y sufrimos el castigo habitual. Como estamos a 7 de enero, hemos buscado en el almanaque nuevo, como debe ser. Pero es más que probable que Porlock sacara su mensaje del viejo. Seguro que nos lo habría advertido si hubiera llegado a escribir su carta explicativa. Veamos ahora lo que nos tiene reservado la página 534. La palabra número trece es «hay», que resulta mucho más prometedora. La número 127 es «mucho». «Hay mucho» —los ojos de Holmes brillaban de entusiasmo, y sus finos y nerviosos dedos temblaban al contar las palabras—. «Peligro». ¡Ajá! Esto va bien. Apunte esto, Watson: «Hay mucho peligro - puede - ocurrir - muy - pronto - a... aquí viene el nombre “Douglas”... rico - campo - ahora - en - Birlstone - Casa - Birlstone - en - situado - apremiante». ¡Ya está, Watson! ¿Qué me dice ahora de la razón pura y los frutos que da? Si el verdulero vendiera coronas de laurel, mandaría a Billy a por una.

Yo miraba fijamente el extraño mensaje que había ido garabateando, a medida que él lo descifraba, en un folio apoyado en mis rodillas.

—¡Qué manera más rara y enrevesada de expresarse! —dije.

—Por el contrario, lo ha hecho considerablemente bien —dijo Holmes—. Cuando buscas en una sola columna las palabras para tu mensaje, mal puedes esperar encontrar todas las que quieres. Algo tienes que dejar a la inteligencia del destinatario. El significado está perfectamente claro. Alguna maldad se trama contra un tal Douglas, quienquiera que sea, un rico caballero de provincias que reside donde aquí dice. Está seguro de que la situación es apremiante: «situado» es lo más parecido que encontró a «situación». Aquí tenemos el resultado, y podemos decir que ha sido un trabajito de análisis bastante meritorio.

Cuando le salían las cosas bien, Holmes sentía el gozo impersonal del verdadero artista, del mismo modo que se sumía en el más negro desconsuelo cuando quedaba por debajo del alto nivel al que aspiraba. Todavía estaba regodeándose en su éxito cuando Billy abrió de par en par la puerta e hizo entrar en la habitación al inspector MacDonald de Scotland Yard.

Esto ocurría en los viejos tiempos, a finales de los ochenta, cuando a Alec MacDonald le quedaba aún mucho camino para alcanzar la fama nacional de la que goza ahora. Era un joven pero prometedor miembro del cuerpo policial, que se había distinguido en varios de los casos que se le habían encomendado. Su figura alta y huesuda denotaba una fuerza física excepcional, y su voluminoso cráneo y sus ojos hundidos y brillantes proclamaban con no menos claridad la aguda inteligencia que destacaba tras sus pobladas cejas. Era un hombre callado y meticuloso, de carácter austero y con un fuerte acento de Aberdeen6. Holmes ya le había ayudado dos veces en su carrera, reservándose como única recompensa el gozo intelectual de resolver el problema. Por esta razón, el escocés sentía profundo afecto y respeto por su colega aficionado, y lo demostraba con la franqueza con que consultaba a Holmes siempre que tenía dificultades. La mediocridad no reconoce nada por encima de sí misma, pero el talento reconoce al genio al instante, y MacDonald poseía el suficiente talento profesional para darse cuenta de que no tenía nada de humillante procurarse la ayuda de un hombre que ya no tenía rival en Europa, ni en facultades personales ni en experiencia. Holmes no era hombre propenso a la amistad, pero se mostraba tolerante con el corpulento escocés y sonrió al verlo.

—Es usted un pájaro madrugador, Mac —dijo—. Ojalá tenga suerte y atrape su gusano. Me temo que esto significa que algo malo se está cociendo.

—Creo, señor Holmes, que habría sido más sincero si hubiera dicho «espero» en lugar de «me temo» —respondió el inspector con una sonrisa de complicidad—. Bueno, quizás un traguito serviría para quitarse el frío de la mañana. No, gracias, no quiero fumar. Tengo que ponerme rápidamente en camino, porque las primeras horas de un caso son las más importantes, como sabe usted mejor que nadie. Pero... pero...

El inspector se había callado de golpe y estaba mirando con una mirada de absoluto asombro un papel que había sobre la mesa. Era la hoja en la que yo había garabateado el enigmático mensaje.

—¡Douglas! —balbuceó—. ¡Birlstone! ¿Qué es esto, señor Holmes? ¡Señor, esto es brujería! Por todo lo más sagrado, ¿de dónde ha sacado usted esos nombres?

—Es un mensaje en clave que el doctor Watson y yo hemos tenido ocasión de descifrar. Pero ¿por qué...? ¿Qué tienen de malo esos nombres?

El inspector nos miró primero a uno y luego a otro, atónito y desconcertado.

—Solo esto —dijo—: que el señor Douglas, residente en la mansión Birlstone, ha sido asesinado de un modo espantoso esta mañana.

1 Literalmente, «nombre de pluma», es decir, el nombre que adopta un escritor, o, como se explica en el texto, seudónimo. (En francés en el original.)

2 Diversos carángidos del género Naucrates, de color gris azulado, que viven en los mares cálidos; se denomina en especial peces piloto a los N. ductor, porque acompañan a los grandes escualos y a los barcos de marcha lenta, y se nutren de desperdicios.

3Bradshaw era la guía de ferrocarriles británicos, editada por George Bradshaw, que se empezó a publicar en 1839 y se siguió actualizando durante más de cien años.

4Whitaker era el almanaque británico de más difusión, similar al World Almanac de los Estados Unidos.

5 Confederación de caciques que, en la primera mitad del siglo XVIII, disponía del más poderoso ejército de la India. Tras diversos enfrentamientos, los británicos consiguieron, en 1818, anexionar su territorio a la presidencia de Bombay.

6 Ciudad y puerto del noroeste de Escocia, a orillas del mar del Norte, en la desembocadura del Dee.

Capítulo II

Sherlock Holmes discurre

Aquel fue uno de esos momentos dramáticos para los que vivía mi amigo. Faltaría a la verdad si dijera que se mostró sorprendido, o al menos excitado, por aquella asombrosa noticia. Aunque no existía ni una pizca de crueldad en su singular temperamento, no cabe duda de que estaba endurecido por la prolongada sobreestimulación. Pero aunque sus emociones estuvieran embotadas, sus percepciones intelectuales estaban extraordinariamente activas. No hubo en él ninguna señal del horror que yo había sentido al oír la brusca declaración; su rostro mostraba más bien la tranquila e interesada compostura del químico que ve cómo en una solución sobresaturada se forman cristales que van cayendo al fondo.

—¡Curioso! —dijo—. ¡Curioso!

—No parece usted sorprendido.

—Interesado sí, Mac, pero sorprendido no. ¿Por qué habría de sorprenderme? Recibo un comunicado anónimo de una fuente que me consta que es importante, advirtiéndome de que un peligro amenaza a cierta persona. Al cabo de una hora, me entero de que dicho peligro se ha materializado y que la persona en cuestión ha muerto. Me interesa, pero, como ve, no me sorprende.

En pocas y breves frases, explicó al inspector lo referente a la carta y el mensaje en clave. MacDonald estaba sentado con la barbilla apoyada en las manos y sus grandes cejas rubias formando una apretada maraña amarilla.

—Pensaba ir a Birlstone esta mañana —dijo—. Había venido a preguntarles si les gustaría venir conmigo..., a usted y a su amigo. Pero, por lo que me dice, tal vez trabajaríamos mejor aquí en Londres.

—Yo creo que no —dijo Holmes.

—¡Demonios, Holmes! —exclamó el inspector—. Dentro de uno o dos días, los periódicos no hablarán más que del misterio de Birlstone, pero ¿dónde está el misterio si hay un hombre en Londres que profetizó el crimen antes de que se cometiera? Lo único que tenemos que hacer es echarle el guante a ese hombre y el resto saldrá solo.

—No lo dudo, Mac, pero ¿cómo se propone echarle el guante al tal Porlock?

MacDonald examinó la carta que Holmes le había entregado.

—Franqueada en Camberwell...; eso no nos ayuda mucho. Y dice usted que el nombre es falso. No es gran cosa para empezar, la verdad. ¿No me ha dicho que le había enviado dinero?

—Dos veces.

—¿Y cómo?

—En cartas a la oficina de Correos de Camberwell.

—¿Y no se tomó la molestia de ver quién las recogía?

—No.

El inspector parecía sorprendido y un poco disgustado.

—¿Por qué no?

—Porque yo siempre cumplo mi palabra. Cuando me escribió por primera vez, le prometí que no intentaría seguirle la pista.

—¿Cree que hay alguien detrás de él?

—Me consta que lo hay.

—¿Ese profesor Moriarty del que le he oído hablar?

—Exacto.

El inspector MacDonald sonrió y sus párpados temblaron al mirar hacia mí.

—No le ocultaré, señor Holmes, que en el CID.7 pensamos que está usted un poquitín obsesionado con ese profesor. He hecho algunas investigaciones al respecto. Parece ser un hombre muy respetable, culto y de gran talento.

—Me alegro de que al menos le reconozca el talento.

—Hombre, es que es imposible no reconocerlo. Después de oír lo que usted opinaba, me propuse verlo. Tuve una conversación con él acerca de los eclipses..., aunque no me explico cómo nos pusimos a hablar de ello. Pero tenía un foco reflector y un globo terráqueo y me lo dejó todo claro en un minuto. Me prestó un libro, pero no me importa decir que está un poco por encima de mis conocimientos, a pesar de que recibí una buena educación en Aberdeen. El hombre habría podido ser un gran predicador, con esa cara delgada, ese pelo gris y esa manera tan solemne de hablar. Cuando me puso la mano en el hombro al despedirnos, era como un padre bendiciendo al hijo que se dispone a salir al mundo frío y cruel.

Holmes soltó una risita y se frotó las manos.

—¡Estupendo! —dijo—. ¡Estupendo! Dígame, amigo MacDonald; supongo que esa agradable y conmovedora entrevista tuvo lugar en el despacho del profesor.

—Así es.

—Bonita habitación, ¿verdad?

—Muy bonita. Elegante de verdad, señor Holmes.

—¿Se sentó usted delante de su escritorio?

—Exacto.

—¿Le daba el sol en los ojos, y el rostro de él quedaba en la sombra?

—Bueno, era ya tarde, pero recuerdo que la lámpara estaba orientada hacia mi cara.

—Seguro que sí. ¿Se fijó por casualidad en un cuadro que había sobre la cabeza del profesor?

—Se me escapan pocas cosas, Holmes. Puede que lo haya aprendido de usted. Sí, vi el cuadro: una mujer joven, con la cabeza apoyada en las manos, que te mira de soslayo.

—Es un cuadro de Jean-Baptiste Greuze8.

El inspector se esforzó por parecer interesado.

—Jean-Baptiste Greuze —continuó Holmes, juntando las yemas de los dedos y arrellanándose bien en su asiento— fue un artista francés que floreció entre los años 1750 y 1800. Me refiero, desde luego, a su carrera profesional. La crítica moderna ha respaldado con creces la elevada opinión que tenían de él sus contemporáneos.

La mirada del inspector estaba cada vez más perdida.

—¿No sería mejor que...? —dijo.

—Estamos en ello —le interrumpió Holmes—. Todo lo que estoy diciendo tiene una relación directa y vital con eso que usted ha llamado el misterio de Birlstone. En cierto modo, podríamos incluso decir que constituye el centro mismo del misterio.

MacDonald sonrió con desgana y me dirigió una mirada suplicante.

—Sus pensamientos, Holmes, corren con una rapidez un poco excesiva para mí. Omite usted uno o dos eslabones y yo no puedo llenar el vacío. ¿Qué clase de relación puede existir entre ese difunto pintor y el suceso de Birlstone?

—A un detective, todo conocimiento le resulta útil —contestó Holmes—. Incluso un dato trivial, como que en 1865 se subastara en la sala Portalis un cuadro de Greuze, titulado La Jeune Fille à l’Agneau, por el que se pagaron nada menos que cuatro mil libras, es capaz de iniciar en su cabeza toda una cadena de reflexiones.

Estaba claro que así era. El inspector ya parecía sinceramente interesado.

—Me permito recordarle —continuó Holmes— que el salario del profesor se puede averiguar consultando varios libros de toda confianza. Gana setecientas libras al año.

—Entonces, ¿cómo pudo comprar...?

—Efectivamente. ¿Cómo pudo?

—Sí, eso es muy curioso —dijo el inspector, pensativo—. Siga hablando, señor Holmes. Le estoy cogiendo gusto. Esto está muy bien.

Holmes sonrió. Siempre le agradaba la admiración sincera, como le ocurre a todo verdadero artista.

—¿Qué me dice de Birlstone? —preguntó.

—Aún tenemos tiempo —dijo el inspector, consultando su reloj—. Tengo un coche a la puerta, y no tardaremos ni veinte minutos en llegar a la estación Victoria. Pero siguiendo con ese cuadro..., me parece recordar, señor Holmes, que una vez me dijo que nunca había coincidido con el profesor Moriarty.

—Pues no, nunca.

—Entonces, ¿cómo es que conoce sus habitaciones?

—Ah, esa es otra cuestión. He estado tres veces en su casa: en dos de ellas le estuve esperando con diferentes pretextos y me marché antes de que él llegara. Y la otra..., bueno, lo de esa vez no puedo contárselo a un inspector de policía. En esta última ocasión me tomé la libertad de registrar sus papeles, con resultados completamente inesperados.

—¿Encontró algo comprometedor?

—Absolutamente nada. Eso fue lo que me sorprendió. Sin embargo, ahora ya sabe a qué venía lo del cuadro. Eso demuestra que es un hombre muy rico. ¿Cómo adquirió su fortuna? No está casado. Tiene un hermano más joven, que es jefe de estación en el oeste de Inglaterra. Su cátedra le proporciona setecientas libras al año. Y posee un Greuze.

—¿Y bien?

—Pues que la deducción está clara.

—¿Quiere usted decir que tiene grandes ingresos y que tiene que tratarse de ganancias ilegales?

—Exacto. Desde luego, tengo otras razones para pensar así. Docenas de sutiles hilos que conducen vagamente hacia el centro de la telaraña donde acecha inmóvil el monstruo venenoso. Solo he mencionado el Greuze para situar el tema en el contexto de lo que usted mismo ha observado.

—Bueno, señor Holmes, reconozco que lo que dice es interesante. Más que interesante: es fascinante. Pero acláreme un poco más las cosas, si es que puede: ¿hablamos de estafa, de falsificación de moneda, de robo? ¿De dónde sale el dinero?

—¿No ha leído nada sobre Jonathan Wild?

—Vaya, el nombre me suena. Un personaje de una novela, ¿no? No me interesan demasiado los detectives de novela. Son gente que hace cosas sin que tú veas nunca cómo las hacen. Eso es solo inspiración, no oficio.

—Jonathan Wild no era detective, y tampoco sale en ninguna novela. Era un genio del crimen, y vivió en el siglo pasado... hacia 1750, más o menos9.

—Entonces no me sirve de nada. Yo soy un hombre práctico.

—Mire, Mac, la cosa más práctica que podría hacer usted en su vida sería encerrarse durante tres meses y leer durante doce horas al día los anales del crimen. Todo ocurre en ciclos, incluso el profesor Moriarty. Jonathan Wild fue la fuerza oculta de los delincuentes de Londres, a los que vendía su talento y su organización por una comisión del quince por ciento. La vieja rueda sigue girando y vuelve a aparecer el mismo radio. Todo se ha hecho ya antes y se volverá a hacer. Le voy a contar una o dos cosas sobre Moriarty que tal vez le interesen.

—Ya lo creo que me interesan.

—Resulta que sé quién es el primer eslabón de su cadena. Una cadena en uno de cuyos extremos se encuentra este Napoleón descarriado; en el otro, centenares de luchadores derrotados, carteristas, chantajistas y fulleros; y entre medias, toda clase de delitos. Su jefe de estado mayor es el coronel Sebastian Moran, tan encubierto, protegido e inaccesible a la justicia como el propio Moriarty. ¿Cuánto cree que le paga este?

—Me gustaría saberlo.

—Seis mil al año. Le paga por su cerebro, ¿sabe usted? El principio norteamericano de los negocios. Me enteré de este detalle por pura casualidad. Gana más que el primer ministro. Esto le dará una idea de las ganancias de Moriarty y la escala a la que opera. Otro detalle: hace poco me propuse seguir la pista a algunos de los cheques de Moriarty. Cheques normales e inocentes, con los que paga sus facturas domésticas. Se cobraron en seis bancos diferentes. ¿No le produce esto ninguna impresión?

—Es raro, desde luego. Pero ¿qué deduce usted de ello?

—Que no quiere que corran rumores sobre su riqueza. No quiere que nadie sepa cuánto tiene. No me cabe duda de que tiene unas veinte cuentas bancarias, y el grueso de su fortuna debe de estar en el extranjero, probablemente en el Deutsche Bank o en el Crédit Lyonnais. Si alguna vez dispone usted de uno o dos años libres, le recomiendo que estudie al profesor Moriarty.

A medida que avanzaba la conversación, el inspector MacDonald se iba mostrando cada vez más impresionado. Estaba absorto, de puro interesado. Por fin, su inteligencia práctica de escocés le hizo volver de golpe al asunto presente.

—Bueno, eso puede esperar —dijo—. Nos ha distraído usted con sus interesantes anécdotas, señor Holmes. Pero lo verdaderamente importante es lo que ha dicho acerca de una conexión entre el profesor y este crimen, que usted deduce del aviso que ha recibido del tal Porlock. ¿Hay algo más que pueda ayudarnos en nuestro problema práctico actual?

—Podemos hacernos alguna idea sobre los móviles del crimen. Por lo que dijo al llegar, deduzco que se trata de un asesinato inexplicable o, al menos, inexplicado. Ahora bien, suponiendo que la fuente del crimen sea la que sospechamos, pueden existir dos móviles diferentes. En primer lugar, debo decirle que Moriarty gobierna a su gente con mano de hierro. Su disciplina es terrible, y en su código solo existe un castigo: la muerte. Pues bien, podríamos suponer que el asesinado, ese Douglas cuyo destino inminente era conocido por uno de los subordinados del archicriminal, había traicionado de algún modo al jefe. Y ha sufrido su castigo de manera que todos se enteren, aunque solo sea para infundirles un miedo mortal.

—Bien, esa es una hipótesis, señor Holmes.

—La otra es que su muerte fue planeada por Moriarty como parte normal de sus negocios. ¿Se ha robado algo?

—No, que yo sepa.

—De haber sido así, eso pesaría claramente en contra de la primera hipótesis y a favor de la segunda. Moriarty podría haberlo organizado porque le prometieran una parte del botín o bien porque le pagaran una cantidad fija por encargarse de ello. Las dos cosas son posibles. Pero tanto si se trata de una como de la otra, o de una tercera combinación, es en Birlstone donde debemos buscar la solución. Conozco demasiado bien a nuestro hombre como para suponer que haya podido dejar aquí algo que pueda conducirnos hacia él.

—¡Entonces, a Birlstone tendremos que ir! —exclamó MacDonald, saltando de su asiento—. ¡Caramba, es más tarde de lo que creía! Caballeros, puedo darles cinco minutos para prepararse y nada más.

—Nos sobra con eso —dijo Holmes, poniéndose en pie de un salto y cambiando apresuradamente su batín por una chaqueta—. Y mientras vamos de camino, Mac, voy a pedirle que tenga la amabilidad de contármelo todo.

«Todo» resultó ser decepcionantemente poco, y aun así había lo suficiente para convencernos de que el caso que teníamos delante bien merecía el atento escrutinio de un experto. Holmes se fue animando, frotándose las delgadas manos, mientras escuchaba los escasos pero extraordinarios detalles. Dejábamos atrás una larga serie de semanas estériles, y aquí, por fin, había material adecuado para ejercitar aquellas extraordinarias facultades que, como todos los dones especiales, se convierten en una molestia para su poseedor cuando no se utilizan. Aquel cerebro, afilado como una navaja de afeitar, se embotaba y oxidaba con la inacción. Cuando oía la llamada al trabajo, los ojos de Sherlock Holmes echaban chispas, sus pálidas mejillas adquirían un tono más cálido, y todas sus ansiosas facciones brillaban con una luz interior. Inclinado hacia delante en el coche, escuchó con gran atención el breve resumen que hizo MacDonald del problema que nos aguardaba en Sussex10. El inspector, según nos explicó, solo contaba con un informe escrito que le habían enviado en el tren que lleva la leche a primera hora de la mañana. White Mason, el jefe de policía del pueblo, era amigo personal de MacDonald, y por eso este fue informado con mucha más celeridad que la habitual en Scotland Yard cuando la policía de provincias necesita su ayuda. Por lo general, al experto de la capital se le pide que siga un rastro que ya está muy frío.

La carta que nos leyó decía:

«Querido inspector MacDonald:

En sobre aparte se envía la solicitud oficial de sus servicios. Esto es para que lo lea usted. Telegrafíeme en qué tren de la mañana puede venir a Birlstone, y yo iré a recibirle, o haré que alguien vaya si yo estoy demasiado ocupado. Este caso es una bomba. No pierda ni un minuto en entrar en acción. Si le es posible traer al señor Holmes, tráigalo, por favor, que se va a encontrar algo a la medida de sus gustos. Si no hubiera un muerto por medio, cualquiera pensaría que todo el asunto se ha montado para lograr un efecto teatral. Le doy mi palabra: es una bomba».

—Su amigo no parece nada tonto —comentó Holmes.

—No, señor. En mi opinión, White Mason es un hombre muy avispado.

—Bueno, ¿tiene usted algo más?

—Solo sé que él nos dará todos los detalles cuando le veamos.

—Entonces, ¿cómo sabe que hay un señor Douglas que ha sido asesinado de un modo espantoso?

—Eso venía en el informe oficial. Y no decía «espantoso». Ese no es un término oficialmente aceptado. Mencionaba el nombre de John Douglas y decía que había sido herido en la cabeza por un disparo de escopeta. También comunicaba la hora a la que se dio la alarma, que fue cerca de la medianoche pasada. Añadía que se trataba sin duda de un caso de asesinato, pero que no se había practicado ninguna detención, y que el caso presentaba algunas características muy desconcertantes y fuera de lo normal. Por el momento, eso es absolutamente todo lo que tenemos, señor Holmes.

—Entonces, con su permiso, vamos a dejarlo así, señor Mac. La tentación de elaborar hipótesis prematuras a partir de datos insuficientes es la ruina de nuestra profesión. Por el momento, solo veo dos cosas seguras: que hay un gran cerebro en Londres y un hombre muerto en Sussex. Y lo que vamos a buscar es la cadena que une las dos cosas.

7 Criminal Investigation Department, es decir, Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard.

8 Jean-Baptiste Greuze (1725-1805), pintor francés estimado actualmente más que por sus composiciones, por sus excelentes retratos, especialmente de mujeres y niños.

9 Jonathan Wild (1628-1725), criminal inglés, fue cabecilla de ladrones y salteadores de caminos. A los veinte años se estableció en Londres, donde llegó a controlar una impresionante red de malhechores, organizando las acciones de todos ellos. Los que se resistían a entrar o a colaborar en su organización eran delatados a la policía o acusados con falsos testimonios ante las autoridades. Tras quince años de fechorías, fue detenido por un delito de caráter menor, siendo condenado a la horca. Sherlock Holmes se equivoca al decir que vivió hacia 1750.

10 Región del sur de Inglaterra, junto al canal de la Mancha, dividida en dos condados: Sussex Occidental y Sussex Oriental.

Capítulo III

La tragedia de Birlstone

Y ahora, por un momento, me van a permitir que deje a un lado mi insignificante persona y describa los hechos que ocurrieron antes de nuestra llegada al escenario del crimen, a la luz de los conocimientos que adquirimos después. Solo de este modo puedo conseguir que el lector se forme una imagen de las personas implicadas y del extraño marco en el que se decidió su destino.

El pueblo de Birlstone es un pequeño y antiquísimo conglomerado de casas rurales de paredes entramadas, situado en la frontera norte del condado de Sussex. Durante siglos, se había mantenido inalterado, pero, en los últimos años, su aspecto pintoresco y su situación han atraído a un buen número de residentes acaudalados, cuyas mansiones asoman entre los bosques de los alrededores. En la región se supone que estos bosques constituyen el borde extremo del gran bosque de Weald11, que se va aclarando poco a poco hasta llegar a las tierras bajas calizas del Norte. Para atender las necesidades de la creciente población, se han abierto numerosas tiendas pequeñas, por lo que parecen existir posibilidades de que Birlstone deje pronto de ser una vieja aldea para convertirse en un pueblo moderno. Es el centro principal de una extensa zona rural, ya que Turnbridge Wells, que es la población importante más próxima, se encuentra a diez o doce millas al este, pasados los límites del condado de Kent12.

Aproximadamente a media milla del pueblo, en medio de un viejo parque famoso por sus enormes hayas, se alza la antigua casa solariega de Birlstone. Parte de este venerable edificio se remonta a los tiempos de la primera cruzada13, cuando Hugo de Capus construyó una fortaleza en el centro de las tierras que le había concedido el rey Rojo14. Esta construcción fue destruida por un incendio en 1543, y algunas de sus piedras angulares, ennegrecidas por el humo, se aprovecharon en la época jacobina15 para levantar una mansión rural de ladrillo sobre las ruinas del castillo feudal. La casa solariega, con sus múltiples tejadillos y sus ventanas pequeñas, acristaladas con vidrios rómbicos, seguía más o menos como la dejó su constructor a principios del siglo XVII