El verano del vikingo - Michelle Styles - E-Book
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El verano del vikingo E-Book

Michelle Styles

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Beschreibung

Tenemos el verano, Alwynn, tendremos que conformarnos… El mar lo dejó malherido en una playa de Northumbria y Valdar Nerison era un forastero en un país extranjero. Tenía un asunto pendiente en Raumerike, pero le debía la vida a su salvadora, la hermosa lady Alwynn, y antes tenía que saldar esa deuda. Alwynn recelaba de la promesa que le había hecho Valdar de protegerla; al fin y al cabo, los hombres siempre la habían traicionado. Además, a medida que el verano iba terminándose, Valdar tendría que elegir entre volver a su tierra para luchar por su honor o quedarse y luchar por ella...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Michelle Styles

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El verano del vikingo, n.º 586 - octubre 2015

Título original: Summer of the Viking

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7216-5

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Uno

Junio de 795 frente a la costa de Northumbria

La posibilidad de volver vivo a Raumerike y Sand era menos que remota. Después de sopesar las probabilidades, Valdar Nerison comprendió que no volvería a ver vivos a sus sobrinos ni a sentarse bajo las vigas de su residencia ni a respirar el aire de su tierra. Lo sabía en lo más profundo de su corazón. Lo había sabido desde hacía cinco noches, cuando los amotinados se levantaron en armas y mataron a sus amigos, al líder del felag entre ellos.

Girmir, el cabecilla del motín, atacaría antes de que el barco llegara a la costa de Raumerike, probablemente cuando empezaran a verse las casas, pero, en ese momento, lo necesitaban vivo para que navegara con la piedra solar. El error de Girmir era que daba por supuesto que el estaba tranquilo porque él le había dicho que era necesario, cuando solo pensaba en encontrar el momento más propicio para escaparse. Lo miraban como cuervos y le habían quitado todas sus armas. Se dobló sobre el remo mientras la lluvia y las olas lo azotaban. No servía de nada rechazar un plan tras otro. Cada día estaba más claro que los hombres creían a Girmir cuando decía que conseguirían cantidades inimaginables de oro y esclavos si lo seguían.

El temporal arreció y Girmir empezó a decir que había que hacer un sacrificio para aplacar a Ran, el dios de las tormentas, un sacrificio humano.

—Es preferible que muera un hombre a que muera toda la embarcación.

A Valdar se le heló la sangre y miró hacia la izquierda cuando un rayo iluminó el cielo. Vio la sombra de la costa a lo lejos. Por primera vez desde el motín, también vio un rayo de esperanza. Un verano, ya lejano, su hermano y él aprendieron a nadar y creía que recordaría las brazadas aunque hubiese pasado tanto tiempo.

—La tormenta arrecia. Ran y Thor están de muy mal humor —gritó cuando otro mazazo de Thor retumbó en el cielo—. Si dices en serio lo del sacrificio, hazlo antes de que la embarcación se llene de agua.

—¿Quieres convertirte en el líder? —Girmir se acercó y le puso en puñal en el cuello—. Ya sabes lo que les pasó a Horik el Joven y a Sirgurd cuando intentaron luchar.

—Ahora, la nave es tuya, Girmir, pero puedo dar mi opinión.

Valdar dejó de remar y miró al amotinado, quien había atacado de noche y había matado a Horik antes de que hubiese podido alcanzar su espada. Luego, obligó a Sirgurd a luchar cuando estaba mermado por la fiebre.

—Va a ser difícil sortear la tormenta. Deberíamos refugiarnos en la costa.

—La única manera de aplacar a los dioses es con una vida. Lo he visto antes —Girmir señaló con la cabeza al tripulante más joven, quien se encogió al lado de su remo—. Es muy noble entregar la vida a cambio de la de los amigos. Alguien debería presentarse voluntario.

La nave se quedó en silencio cuando todos los hombres dejaron de remar.

—¿Yo? —preguntó Valdar entre el aullido del viento.

—Te necesitamos por tus conocimientos de navegación, Valdar Sin Espada. Di mi palabra. Volverás a ver Raumerike.

—Si es algo tan noble, deberíamos echarlo a suertes.

Valdar sabía que Girmir lo asesinaría en cuanto vieran los acantilados de Raumerike, o antes si le convenía. Si alguien rompía un juramento una vez, podía romperlo mil veces más.

—Que decidan los dioses —añadió Valdar—. Salvo que temas su decisión...

Hasta los seguidores más fieles de Girmir asintieron con la cabeza. Girmir miró a izquierda y derecha para buscar algún apoyo, pero no lo encontró.

—¿Qué vamos a hacer? —insistió Valdar cuando otro rayo iluminó los rostros desencajados de los hombres—. ¿Qué complacerá más a Ran? ¿Tu decisión o la suya?

El otro hombre palideció levemente al darse cuenta, un poco tarde, de que había caído en una trampa.

—Aceptaré la decisión de los dioses.

—No te importará que yo sujete las fichas —comentó uno de los hombres.

—No —contestó Girmir—. Y que Valdar Sin Espada las prepare. No quiero que nadie me acuse de haber engañado a los dioses.

Valdar sacó unas fichas de su baúl, enseñó a todo el mundo la única piedra negra, las metió en una bolsa cerrada y se la entregó al hombre que la había pedido. Después de días de inactividad y humillación, le gustaba hacer algo. De alguna forma, recuperaría la dignidad antes de morir. Había vivido demasiado tiempo con ese animal hambriento devorándole las entrañas, diciéndole que debería haber hecho caso a Horik y que debería haberse quedado con él esa noche. Debería haberse despertado antes de que asesinaran a Horik el Joven, antes de que le arrebataran su propia espada. Debería haber desoído todos sus años de formación, debería haber seguido su instinto y haberse implicado antes de que todo se le fuera de las manos.

Si la nave se hundía, no intentaría salvar a ningún hombre, menos al muchacho. Todos tenían las manos manchadas con la sangre de Horik. Todos habían apuñalado el cuerpo de Horik para demostrar lealtad a Girmir. Cuando él dio una puñalada solo simbólica al cuerpo sin vida de Horik, vio que el rostro de Girmir se crispaba y supo que su suerte estaba echada.

—Adelante, Girmir, ¡tú eres el jefe!

Unas gotas de sudor aparecieron en su frente.

—¡Ja! ¡Una ficha blanca!

Uno a uno, todos los integrantes del felag fueron sacando sus fichas. El más joven palideció cuando sacó una ficha más oscura que las otras. Valdar le tomó la mano.

—Abre la mano y enseña la piedra. Solo crees que es negra.

El muchacho hizo lo que le había pedido Valdar.

—La piedra es blanca por este lado, pero yo creía...

—Sí, es algo muy curioso.

Valdar miró hacia los acantilados mientras sopesaba la bolsa en la mano. Podía conseguirlo. Sabía nadar. Se le tensó el cuerpo. Era preferible morir luchando que como un cordero en el matadero. ¿Había engañado a los dioses al quitarle la piedra negra al muchacho? Quizá, pero ellos lo habían abandonado hacía cinco noches.

—Los dioses quieren mi pellejo —dijo mientras enseñaba la piedra negra.

Esperó mientras los otros hombres se miraban, pero la expresión de alivio del muchacho le compensó. Girmir se encogió de hombros.

—Los dioses han decidido. Te ataré las manos, Nerison, pero Ran prefiere las víctimas vivas y no te cortaré el cuello. Dejaré que él lo haga.

Valdar cerró los ojos. Debería haber esperado ese sadismo de Girmir. Si no podía soltarse las muñecas, tendría que bastarse con las piernas, pero podría llegar a la costa.

—Como quieras, pero sabrás que algún día habrá un juicio y que los dioses castigarán a quienes hayan incumplido sus promesas.

—Tu sacrificio apaciguará a los dioses. Podrás recuperar tu espada. Te has comportado con honor y podrás morir con honor.

Valdar se colgó la espada de la cintura y le entregó la piedra solar al muchacho.

—Hazte cargo de la navegación. Empléala bien, como te enseñé.

—¿Sabe navegar? —preguntó Girmir con los ojos como platos.

—No querrás perder otro navegante, Girmir. ¿Cómo ibas a volver a casa?

—Siempre te he admirado, Valdar —el muchacho se sonrojó—. Sé lo que has hecho por mí.

—Entonces, átame las manos —Valdar tomó la mano del muchacho. ¿Lo harás por mí?

—Sí, lo haré —contestó el muchacho abriendo mucho los ojos.

—Buen chico.

—Cuando vuelvas, la piedra solar estará esperándote. Pregunta por Eirik, el hijo de Thoren, y encontrarás mi casa. Mi madre va mucho de un lado a otro —susurró el muchacho—. Los dioses no han acabado contigo. Lo sé en el fondo del corazón.

—Van a sacrificarme —Valdar dejó un espacio entre las muñecas—. ¿Cómo es posible que no vayan a cortar el hilo que me une a la vida?

—Mi madre siempre dice lo mismo —el muchacho ató las cuerdas con cierta holgura—. Los dioses son quienes deciden cuándo cortar el hilo, no tú.

—¡Daos prisa! —gritó Girmir por encima del estruendo de un trueno—. Thor está enfadándose más.

Valdar asintió con la cabeza y se subió al oso que formaba el mascarón de proa. Intentó pensar en todo lo que había hecho y en todo lo que había dejado sin hacer, pero solo podía pensar en lo acantilados blancos que divisaba a lo lejos. Existía la leve posibilidad de que pudiera llegar, de que los dioses lo quisieran vivo, de que pudiera hacer justicia a los muertos con su espada y con el oro que tenía en la bolsa. Escuchó las palabras rituales y saltó. Entró en el agua gélida y empezó a descender hasta que los pulmones fueron a estallarle. Entonces, agitó las piernas y ascendió. Asomó la cabeza entre las olas y retorció los brazos hasta que el nudo cedió. La nave ya había desaparecido de su vista y todo estaba negro. Se dio la vuelta, vio lo que parecía una playa blanca y se dirigió hacia allí. Fue recordando la técnica para nadar con cada patada que daba. Algún día habría un juicio y Girmir pagaría todo lo que había hecho. Era un motivo para vivir tan bueno como cualquier otro.

Alwynn se protegió los ojos del resplandor del sol y observó la playa. La tormenta de la noche anterior había arrastrado una buena cantidad de algas, maderas y carbón marino, pero no había rastro de cuerpos o barcos hundidos, como los hubo el año anterior, cuando la tormenta de san Cuthbert los salvó de la invasión. Esa vez había mucho que limpiar, pero no había cadáveres por todos lados. Sacudió un poco a cabeza. Prefería no pensar lo que habría dicho su madre de ella, una mujer con sangre real en la venas, si la hubiese visto limpiando la playa de residuos marinos. En el mundo de su madre, las mujeres de su linaje bordaban tapices para su casa o la iglesia y administraban haciendas bien ordenadas, pero jamás se manchaban las manos con carbón marino. Su madre no había tenido que sobrevivir después de que su marido muriera repentinamente dejando un montón de deudas. Sin embargo, ella había tenido que vender todo lo que había podido para conseguir conservar parte de la hacienda y la residencia.

—¡Hago lo que tengo que hacer! ¿Cómo voy a pedírselo a otros si no lo hago yo misma?

Alwynn se inclinó, tomó desafiantemente un trozo de carbón marino y lo dejó en una cesta. Si la cosecha era buena y todo el mundo pagaba su renta a tiempo, sus problemas habrían terminado y podría dejar el carbón marino a otros. Incluso, en su debido momento, Merri podría tener una dote aceptable y la posibilidad de encontrar un marido digno. Ella solo quería que la dejaran tranquila para cultivar su huerto. Quería tener la libertad de poder elegir a su marido e, incluso, si se casaba o no... o si entraba en un convento. Sin embargo, por el momento, necesitaba cada trozo.

—¡Lo ves! ¡Yo tenía razón!

Merewynn se acercó corriendo y dejó dos trozos enormes de carbón marino en la cesta. Los rizos rubios se le escapaban del tocado que se había empeñado que llevara su hijastra. Merewynn cumpliría diez años en otoño y ya iba siendo hora de que empezara a portarse como una jovencita y no como una asilvestrada que vagaba por los páramos.

—Hay muchos restos después de una tormenta de verano. Incluso podríamos encontrar un tesoro y ya no tendrías que preocuparte del tributo que le debes al rey. Es increíble que no hayamos venido antes. ¡Es divertidísimo!

—No te alejes, Merri, y no rescates animales. Nuestra residencia nueva ya está abarrotada.

—Si lo buscamos, seguro que podemos encontrar un poco de sitio —replicó Merewynn haciendo una mueca—. Un ratón no ocupa mucho sitio, ni un cuervo. Siempre he querido tener un cuervo y ya no está el padre Freodwald para quejarse del desorden.

Alwynn se mantuvo inexpresiva. El sacerdote se había quejado mucho y había sido un alivio cuando se marchó a otra casa comunal. Otros tendrían que darle las grandes cantidades de cerveza, dulces y troncos crepitantes en la chimenea que exigía como si se le debieran. Había sido una sorpresa porque el sacerdote anterior había sido completamente distinto.

—El obispo le tiene una gran estima.

—Pero no le gustan los cuervos, el pájaro de san Osvaldo. ¿Puedes creértelo? Decía que picaban los dedos y lo desordenaban todo.

—Que quede claro —Alwynn se puso en jarras—. Hemos venido a buscar cosas prácticas, no más animales para tu colección. No voy a entregar más tierra. Tienes que tener una dote aceptable cuando llegue el momento. El día de mi boda prometí cuidarte como si fueses mía.

Merri suspiró profundamente.

—Me gustaba más cuando no tenías que ser práctica, madrastra. Algunas veces se tarda un poco en darse cuenta de que se necesita algo y entonces... —Merri chasqueó los dedos—. Se puede entrenar a un cuervo para que lleve mensajes. Si el norte intenta atacarnos, podríamos soltarlo para que volara hasta el rey Athelfred y él podría rezar a san Cuthbert para que mandara otra tormenta y...

—Le pides mucho a ese cuervo desconocido.

—Los cuervos son así y quiero estar preparada por si acaso los hombres del norte vienen a asesinarnos en nuestras camas —Merri fingió un escalofrío.

—Después de la tormenta del año pasado, tardarán un tiempo en intentar atacarnos otra vez. Perdieron muchos barcos y a su jefe. Acuérdate de lo que dijo el rey.

—A lo mejor encontramos un halcón con un ala rota —siguió Merri—. Podría pertenecer a un príncipe y todos viviríamos felices. Incluso podrías llegar a ser reina.

—Oyes demasiadas historias, Merri. El rey es mi primo lejano y le deseo una vida muy larga.

—El príncipe podría venir de otro reino, de uno sin un buen rey.

—¡Merri!

—Bueno... —la niña esbozó una sonrisa desvergonzada—. Podría pasar.

Alwynn se miró el vestido de lana. Tenía tres remiendos y la falda estaba sucia, pero no iba a pensar en la oferta indecente de Edwin para que se convirtiera en su amante después de que el rey lo confirmara como gobernador de esa zona. Estaba hecho de la misma madera que su difunto marido, le interesaba más su prosperidad personal que el bienestar de los demás. Se estremeció al pensar que de joven le había rogado a su padre que la dejara casarse con Theobald. Le había parecido amable y apuesto con su hija pequeña en brazos.

—¿Qué puedo ofrecer a alguien y, sobre todo, a un futuro rey?

—Tienes el pelo oscuro y unos ojos como la hierba en primavera. Además, eres inteligente. Sabes mucho sobre hierbas curativas y cantas como un ángel. ¿Por qué no cantas algo, madrastra?

—Un príncipe necesita algo más que una cara hermosa como esposa. Los príncipes necesitan esposas que sepan hacer política y llevarlos al trono. Prefiero estar en mi huerto que en la corte.

Alwynn no hizo caso de la petición para que cantara. La música no le complacía desde que descubrió la traición de Theobald, su difunto marido. La voz se le tensaba cada vez que lo intentaba. Eso era lo que más le dolía haber perdido.

—Algunas veces tienes que creer que llegarán días mejores —Merri apretó los puños—. Tú me lo dijiste después de que papá muriera y todo se estropeara, y yo lo creo. Algún día, todo se arreglará para nosotras dos.

Alwynn hizo un esfuerzo para sonreír. Quizá Merri tuviese razón, quizá hubiese estado demasiado seria durante los meses pasados, pero era difícil estar contenta cuando lo había perdido casi todo. Todo empezó con la muerte de Theobald en una cacería. Estaba borracho y un jabalí lo hirió con los colmillos. Ni ella ni ningún monje pudieron hacer nada para salvarlo. Entonces se supo la verdadera dimensión de sus deudas y ella tuvo que hacerles frente.

—La muerte de tu padre... alteró las cosas.

La niña asintió con la cabeza.

—Lo sé, pero hay momentos en los que me gustaría que todavía viviéramos en la gran residencia con un establo lleno de caballos.

—La residencia nueva no tiene nada de malo. Mi abuela se crio ahí y tiene cosas fantásticas, como un huerto muy grande de hierbas medicinales.

—Si te gustan las plantas... —replicó Merri arrugando la nariz.

—No necesitamos un príncipe. Conseguiré conservar esta residencia.

—Sé que mi madre verdadera nos mira desde el cielo, pero ¿desde dónde nos mira mi padre? —preguntó Merri en voz baja.

Alwynn miró las pequeñas olas que bañaban las rocas. No se parecían nada a las olas gigantescas que debieron de golpear contra la playa la noche anterior.

—Nos mira desde otro sitio. Tenemos que llenar la cesta con carbón marino antes de que el sol se eleve más. Tengo una lista tan larga como mi brazo de cosas que hay que hacer hoy. Gode se ha ido a ver a su sobrina y los peones han ido a ayudar a esquilar las ovejas. Además, hay que arreglar una rueda del molino.

Alwynn no dijo que no tenía ni idea de cómo arreglar el molino ni hacer otras mil cosas prácticas. Además, no tenía oro para pagar a un administrador, aunque pudiera encontrar uno en el que pudiera confiar. Sin embargo, sobrevivirían de alguna manera.

—Sí —aceptó Merri—. Es más fácil ahora que Gode tiene su casa propia. Siempre intenta evitar que haga las cosas interesantes de verdad solo porque fue tu niñera y le haces caso.

—También encontraremos algo para tu colección, una pluma o una concha, pero nada de cuervos o halcones. Ya tenemos demasiadas bocas que alimentar.

Merri le tiró de la manga.

—¿Qué es eso que hay ahí, madrastra? ¿Es un hombre?

Alwynn contuvo un grito. El cuerpo de un hombre yacía sobre la señal de la marea alta. Una cuerda le colgaba de un brazo y el pelo dorado resplandecía al sol de la mañana, pero lo que captó su atención fueron sus anchas espaldas y su cintura estrecha. Por un instante, se preguntó cómo habría sido cuando estaba vivo. Era uno de esos hombres que te paraban el pulso.

Sacudió la cabeza. Estaba peor que Merri. Después de haber conocido a Theobald, debería saber que un rostro hermoso no garantizaba un buen corazón. Tenía que ser pragmática y dura de corazón, en vez de ser la soñadora que había sido antes. Quizá tuviera oro, plata o algo útil. Otra persona no dudaría en buscarlo. No iba a servirle de nada si estaba muerto.

—Lo habrá traído la tormenta.

—¿Está...? —Merri tragó saliva y no terminó la pregunta.

—¿Crees que alguien podría haber sobrevivido a la tormenta en el mar? Sabes que hay rocas.

—¿Qué hacemos? ¿Llamamos a lord Edwin? Ya sabes lo que dice; nadie debería seguir vivo si aparece arrastrado en la orilla.

Alwynn agarró con más fuerza la cesta. Lo que menos le apetecía era ver a Edwin y su sonrisa jactanciosa. Se quedaría con todos los tesoros que tuviera ese cuerpo. Había jurado que se moriría de hambre antes que ceder a ese hombre. Si bien no se morían de hambre, reunir el oro exigido le había costado casi todo lo que poseía.

—Todavía no. Ya tendremos tiempo más tarde. Solo hará preguntas sobre... sobre la cesta de carbón marino.

—Perfecto —Merri asintió con la cabeza—. No me cae bien.

—Como a casi nadie.

Alwynn tragó saliva. Le espantaba haber llegado a eso, a robar a los muertos. Tomó una bocanada de aire y apretó los puños. Podía hacerlo. Se recordó la promesa que se había hecho cuando descubrió hasta dónde había llegado la traición de Theobald; ella sobreviviría y Merri se casaría bien. La infidelidad de un hombre no estropearía más vidas.

—Quédate aquí, Merri —le pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja—. Así podrás decir que no tuviste nada que ver con el cadáver.

—Cada día te pareces más a Gode.

—Créeme. No te conviene acercarte —Alwynn se arrodilló para ponerse a la altura de Merri—. Si alguien dice algo, tú serás inocente.

—Estoy implicada —Merri se dio la vuelta y dio una patada a una piedra—. Sé lo que hizo mi padre. Si acaso, yo debería estar protegiéndote. Él te engañó y te dejó con un montón de deudas. Todo el mundo lo dice a tus espaldas.

Alwynn le puso una mano en el hombro y rezó para que no supiera la mayoría; la petulancia, el juego y las prostitutas que habían disparado las deudas.

—Eso es el pasado, Merewynn. Estoy concentrándome en el presente.

—Si el guerrero está vivo, ¿lo salvarás o lo golpearás en la cabeza como ha ordenado lord Edwin que haga todo el mundo?

—Estará muerto —aseguró Alwynn inexpresivamente.

—Lord Edwin se equivoca. Debería saberse si un hombre es culpable antes de matarlo. Si no, te conviertes en un asesino, como los hombres del norte.

—Tienes razón. Si está vivo, lo curaremos.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo, cariño —Alwynn le tomó las manos—, pero no te hagas ilusiones.

—Si está muerto, ¿puedo quedarme su espada? Puedo ver cómo reluce a su lado. Podría empezar a aprender a usarla. ¡No quiero ser una monja!

—¡Merri!

La niña sonrió sin arrepentirse y Alwynn suspiró. Merri sabía cómo conquistarla. Lo había sabido desde la primera vez que se vieron. Había sido la única luz de su matrimonio y no la habría querido más si hubiese sido suya.

—Si quieres que no me acerque al cuerpo, tienes que prometerme algo —Merri se golpeó la boca con los dedos—. No soy buena sin un motivo.

—Sé buena conmigo y esta noche cenaremos algo decente.

—¿Algo que no sea el guiso de ayer? —preguntó Merri con un brillo en los ojos.

—Lo prometo. Haré uno de esos pasteles que te gustan tanto.

—Pero también quiero la espada. Vendiste todas las espadas de mi padre. ¿Cómo vamos a conservar la hacienda sin una espada? La gente quiere un señor poderoso. Si no, es posible que no nos paguen lo que nos deben.

—¿De qué gente hablas?

—Ya sabes, oigo rumores.

—No deberías escuchar las habladurías de los sirvientes.

La abrazó por la cintura e intentó olvidarse de los problemas que la habían atosigado durante los meses pasados. Podían esperar hasta que hubiese examinado el cadáver. Ningún hombre podría haber sobrevivido a esa tormenta y le espantaba robar a los muertos, pero estaba segura de que podía ver el brillo mate del oro en uno de sus dedos. Nadie lo dudaría un segundo. Además, después de haberlo registrado, le organizaría un entierro decente. Era más de lo que haría la mayoría, pero no le facilitaba las cosas. La sensación de estar siendo sucia se adueñaba de ella.

—Si tiene una espada, le venderemos. Las espadas no son para jovencitas de buena familia. Las señoras se convierten en apaciguadoras y engatusan con delicadeza.

Merri se sentó en el suelo y apoyó la barbilla en las rodillas.

—Entonces, será mejor que esté vivo porque no voy a ser una apaciguadora. Voy a aprender a luchar y recuperaré la fortuna que perdió mi padre.

Alwynn, en vez de contestar, se dirigió hacia el cuerpo. De cerca, era más magnífico todavía. La túnica mojada se le había pegado al torso y podía ver los músculos de la espalda. Era un hombre que podía dejarte sin respiración, o partirte el corazón.

—Bueno, voy a darte la vuelta.

Se agachó y le tocó el hombro. Él alargó una mano y le agarró el tobillo. Alwynn sofocó un grito, se soltó y retrocedió un paso. No era un cadáver, el hombre estaba vivo. Ella podría estar dispuesta a robar a un muerto, pero no a alguien que estaba vivo y respiraba. Además, también sabía que no podía hacer lo que había ordenado lord Edwin. Era sanadora, no una asesina.

—Tranquilo, no voy a hacerte nada.

Le puso una mano en el hombro y notó que los músculos se tensaban, pero se relajaron enseguida. Él dejó escapar un ligero gruñido mientras ella lo ponía de espaldas.

—¿Me entiendes? Quiero ayudarte.

Lo miró a la cara. Era la cara de un guerrero curtida por el tiempo, pero seguía siendo atractiva. Prefería no pensar todo lo que habría tenido que pasar la noche anterior en el temporal. Tenía varios moratones en la cara y los brazos estaban en carne viva por los cortes que le habían hecho las rocas. No había señales visibles de que tuviera daños internos, pero los labios lívidos indicaban que estaba cerca de la muerte. Sus increíbles ojos marrones tenían un atractivo mudo. Se le encogió el corazón. Quería salvarlo y no solo porque se lo hubiese prometido a Merri. Podía pasarse días mirando esos ojos. Sacudió la cabeza para aclarársela. No tenía sentido. Ese hombre era un forastero.

—Quiero ayudar —siguió ella con delicadeza—. Quiero llevarte a algún sitio donde estés a salvo. Si te quedas aquí, morirás, y creo que quieres vivir.

Dos

Alwynn se sentó en los talones. El guerrero estaba vivo y necesitaba ayuda urgentemente, pero no allí, en esa playa. Merri y ella estaban solas, pero pronto llegarían otros buscadores de restos y ellos cumplirían las órdenes de Edwin, no la ayudarían a salvar la vida de un guerrero forastero. Lo sabía por intuición. Sintió un escalofrío en la espalda. Llegarían enseguida y cuando lo descubrieran, alguien haría algo... salvo que ella lo hiciese primero.

—Merri, ayúdame. Tienes que ser muy valiente y obedecerme sin preguntar nada.

Merri llegó a su lado en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Está vivo? ¿Es un príncipe?

Alwynn le colocó bien el tocado.

—Creo que es un guerrero, seguramente extranjero, pero próspero. La espada tiene incrustaciones de plata y lleva brazaletes.

—¿Un hombre del norte? —preguntó Merri con los ojos muy abiertos—. No irás a decirme que te deje para que puedas atravesarlo con su espada, ¿verdad? Prometiste que le salvarías la vida. No puedes ser como todos los adultos.

Alwynn negó lentamente con la cabeza. Quizá debería serlo, pero había algo en lo más profundo de su ser que se rebelaba ante la idea de matar a un inocente.

—No hay restos de una nave ni más personas. Los hombres del norte viajan en grupos. Lo aprendimos en Lindisfarne y en la incursión del año pasado.

—¡Ni más cadáveres! —exclamó Merri sin disimular satisfacción—. Si hubiese una nave, habría más cuerpos en la playa. Dicen que el año pasado aparecieron docenas en la playa y que les cortaron la cabeza a los que no se ahogaron.

—¡Merri! ¿Quién te ha contado eso? ¡No estuvimos en la playa! ¡Mandé al administrador!

—Oswald, el hijo de Oswy el molinero. Él sabe esas cosas —contestó Merri golpeándose los labios con un dedo—. ¿Por qué se habría caído este guerrero de su barco?

Alwynn tragó saliva e intentó dominar el nudo que se le había formado en el estómago. Sus padres le habrían dicho que se lo dijera a las autoridades. Lord Edwin era la nueva autoridad en esa parte de Northumbria y ella sabía cuál sería su respuesta. Sin embargo, ¿cuándo le había proporcionado alguna felicidad seguir las normas? Lo que menos quería era que la muerte de ese hombre recayera sobre su conciencia.

—¿Desde cuándo los hombres del norte viajan solos o se caen de sus barcos?

Alwynn se limpió las manos en el delantal. Lo sabía todo sobre los hombres del norte. Uno de sus primos había sobrevivido al ataque de Lindisfarne y ella había oído que los hombres del norte atacaban sin avisar y sin provocación previa. Además, no tenían piedad con nadie, y menos con los servidores de Dios. Si ese hombre fuese un hombre del norte, inocente o no, no tendría dudas, pero...

—No, será de otro sitio. Le concederemos el beneficio de la duda hasta que lo sepamos con certeza.

—No me da miedo —Merri asintió con la cabeza—. Tiene una barbilla benévola.

—La benevolencia se conoce por los hechos, no por las apariencias.

Alwynn oyó la voz de su madre en cuanto dijo esas palabras. Ella siempre había dicho que sería distinta, pero ya estaba diciendo frases sin sentido. Su madre lo había hecho con maestría, decía algo ingenioso que parecía profundo mientras esperaba que los demás hiciesen el trabajo arduo. Aun así, Merri puso una expresión de obstinación.

—Sigo creyendo que es uno de los guerreros más hermosos que he visto.

Alwynn la miró con seriedad.

—Ahora, vamos a salvar su vida y no diremos nada. Lo llevaremos a la cabaña de Gode. Con un poco de suerte, él se habrá marchado cuando ella vuelva.

—¿Quién crees que es? ¿Podría ser un príncipe?

—No tengo ni idea, pero es alguien distinguido. Un marinero normal y corriente no llevaría anillos de oro.

—Si le salvas la vida, te recompensará y ya no tendremos que preocuparnos por las deudas que acumuló mi padre. También se enamorará instantáneamente de ti.

—Hoy tengo poco tiempo para oír tus historias, Merri.

Alwynn miró por encima del hombro. El sol estaba más alto y sentía su calor en la espalda y el cuello. La playa se llenaría enseguida de buscadores de tesoros o de cualquier cosa.

—Cuanto antes nos marchemos de la playa, mejor —añadió Alwynn.

—¿Qué hacemos con la cesta de carbón marino? No podemos acarrearlo todo.

—Las personas son más importantes que las cosas, siempre.

Alwynn rodeó los hombros del guerrero con un brazo e intentó levantarlo. Él se dobló y dejó escapar un chorro de agua del mar.

—Mejor fuera que dentro —murmuró ella mientras las rodillas se le doblaban por el peso—. Ponte al otro lado y ayúdame a sujetarlo.

Merri los rodeó apresuradamente y le rodeó la cintura con un brazo.

—Soy más fuerte de lo que parece.

Alwynn asintió con la cabeza y empezó a avanzar. El hombre arrastró los pies, pero el movimiento pareció espabilarlo y volvió a mirarla con sus profundos ojos marrones.

—Anda —le ordenó ella—. Anda o morirás.

Valdar pasó de la oscuridad que lo mecía apaciblemente a la luz deslumbrante. El reflejo del sol en la arena casi lo cegó. El tono insistente de esa mujer lo había sacado de la penumbra que lo había abrazado desde que había arrastrado su cuerpo a la arena, pero sabía algunas cosas. Primero, que estaba vivo y que pensaba seguir estándolo. La madre del muchacho tenía razón cuando dijo que los dioses decidían cuando morían los hombres. Segundo, que los pulmones le abrasaban y que tenía náuseas por toda al agua salada que había tragado mientras nadaba desesperadamente. Si hubiese habido unos metros más de agua, no habría salido vivo del mar. Sin embargo, también sabía lo peligroso que era estar medio ahogado. Su hermano mayor había muerto por eso. Lo sacaron del puerto cuando su bote volcó, pareció que estaba bien, pero se desplomó unas horas después. Necesitaba agua potable que sustituyera el agua de mar que había tragado. Tercero, y quizá más preocupante, sabía que estaba en Northumbria. El acento era inconfundible, lo había oído en distintos mercados a lo largo de los años. Northumbria era el sitio donde menos quería estar. El rey de Northumbria había declarado que todos los hombres del norte tenían que morir. Ningún habitante de esa tierra debería tratar con un hombre del norte. El ataque a Lindisfarne habría proporcionado oro para los detestados vikingos, pero también había hecho que a los demás les costase más comerciar. En realidad, habían sido responsables en parte del motín. Aislados de sus mercados habituales, Girmir había exigido que atacaran Northumbria para llevarse su oro, como hicieron los vikingos. Horik se había opuesto porque no tenía nada contra los habitantes de Northumbria y sabía lo que había pasado con otra incursión de hombres de Viken el año anterior; los habían aniquilado. Horik había querido encontrar mercados nuevos más al sur, algo con lo que él había estado de acuerdo, pero a Girmir le dio miedo llegar al fin del mundo.

Tenía que ir al norte de allí. Ash Hringson, su amigo y paisano, tenía pensado acudir ese otoño al mercado de Orkney con su hijo. Él podría volver a su tierra desde allí y declarar que Girmir había roto el juramento. Sin embargo, antes tenía que reponerse lejos del peligro. Los pictos, o los gaélicos, podrían ser más acogedores que los habitantes de Northumbria... si conseguía llegar allí.

Miró a la mujer que lo sujetaba. No estaba en la flor de la juventud, pero el brillo de sus ojos verdes y la forma de su babilla lo dejaban sin respiración. Era la personificación de una valquiria. Captó el olor a flores de su pelo. Sabía que, al sacudirlo, lo había sacado de las tierras oscuras, pero la belleza podía ser traicionera y no tenía motivos para pensar que iba a protegerlo, sobre todo, cuando supiera quién era él. No, ella estaba vedada. Había aprendido hacía mucho la lección sobre las mujeres y Kara resultó ser como todas. La había amado con fervor y ella lo había utilizado. No iban a utilizarlo nunca más y nunca más iba a amar más a una mujer.

—Agua... —pidió él con un gruñido gutural—. Agua, necesito agua, por favor —pidió otra vez.

Sintió otra náusea y supo que la arena del tiempo se le escapaba. El recuerdo del rostro de su hermano ahogado lo obsesionaba.

—¿Entiendes? Agua...

La mujer ladeó la cabeza y lo miró como un pájaro inquisitivo. Él intentó hacer el gesto de beber y ella asintió lentamente con la cabeza.

—Cuando estemos a salvo, te daré algo para que bebas, pero, ahora, tenemos que andar.

Él intentó formar las palabras para explicárselo, pero el esfuerzo hizo que se le agrietara la piel que tenía alrededor de la boca. La sal seca le dolió como el pinchazo de mil agujas. El cuerpo le dolía como si mil gigantes lo hubiesen pisoteado. La boca tenía un regusto a mar. Intentó tomar aire, pero se le mezcló con el agua de mar. Quiso pasarlo por alto, pero el pecho le oprimía.

—Necesito agua ahora o moriré.

—No entiendo lo que dices —replicó ella sacudiendo la cabeza.

—¡Agua o muerte! —gritó él—. ¡Tú eliges!

—No hace falta que grites.

Él levantó las manos en un gesto de súplica.

—Mi garganta. Demasiada agua de mar. Agua potable o moriré.

Ella asintió con la cabeza y le dijo algo a la niña, quien fue corriendo a sacar una jarra de agua de una cesta. La mujer se la tendió.

—Toma. Bebe. Luego, anda.

—Gracias.

Valdar la vació y se deleitó con el sabor. No era agua, era una infusión de menta.

—Más.

—No. Enfermarás. Pronto.

Había desaparecido algo del sabor a mar, pero seguía sintiéndose seco por dentro.

—Necesito más. Consígueme más.

—Pronto, pero antes tienes que andar.

—Lo intentaré —dijo él librándose del brazo de ella.

Lo miró con curiosidad, pero él se puso recto y ella se apartó.

—Merri, suéltalo.

Él intentó avanzar, pero las rodillas le flaquearon. Estaba más débil que un potrillo recién nacido. Dio un paso, pero la tierra osciló y la oscuridad quiso envolverlo otra vez.

—Por favor...

Ella le rodeó la cintura con un brazo. Su cabeza morena no le llegaba ni a los hombros y sus ojos verdes tenían un brillo plateado.

—Es posible que la próxima vez me hagas caso.

Él volvió a zafarse, se puso las manos en las rodillas e intentó inhalar el aire que le faltaba.

—Déjame. Déjame que respire. Trae agua.

—El tiempo pasa. Tenemos que marcharnos de esta playa —replicó ella haciendo el gesto de andar con los dedos.

Valdar negó con la cabeza. El acento de ella era agradable y se dio cuenta de que, si se concentraba, podía entenderla bastante bien. Sin embargo, el esfuerzo hacía que la cabeza le diese vueltas.

—¿Dónde hay para beber más?

—Hablas mi idioma.

—He viajado por muchos mares —él se agarró el cuello—. Después de beber, la cabeza se aclara. Puedo hablar menor... mejor.

—¿De dónde eres? —preguntó ella con el ceño fruncido.

—De un sitio tan lejos y pequeño que no habrás oído hablar, créeme.

Él esperó a ver si aceptaba su palabra. Si decía que de un país del norte, ella podría hacerse una idea equivocada. Los habitantes de Northumbria no diferenciaban los países del norte. No soportaba depender de ella, pero los dioses lo habían salvado por algo.

—¿De dónde?

—Sand, Raumerike.

—Tienes razón —ella esbozó una sonrisa—. No tengo ni idea de dónde está.

—¿Hasta dónde quieres que ande?

Ella se mordió el labio inferior hasta que se puso rojo.

—Fuera de la playa, hasta la hierba alta. Podemos cobijarnos hasta que haya pasado el peligro.

La hierba alta estaba a toda una vida de distancia.

—¿Qué temes? ¿Qué hay en esta playa?

Ella miró por encima del hombro y vio sombras.

—Tengo mis motivos, créeme.

Se miraron a los ojos. ¿Qué podía hacer? No soportaba depender de alguien.

—Después del agua y el cobijo —ella frunció el ceño y él siguió inmediatamente—. Poco tiempo. Yo... yo quiero marcharme en paz. Paz, ¿lo entiendes?

Ella hizo un gesto de impaciencia.

—Por favor —añadió él.

Alwynn dejó de fruncir el ceño.

—Conozco una cabaña vacía donde puedes descansar... antes de que sigas el viaje.

El alivio se adueñó de él. La suerte había cambiado. Los dioses lo habían salvado por algo.

—No lo lamentarás.

—Más me vale.

El sol le había secado la túnica, que estaba completamente rígida. La sal le quemaba en la espalda en carne viva, pero eso no era nada en comparación con el dolor de las piernas. Lo mejor que podía decir era que seguían unidas al cuerpo. No sabía cuánto tiempo había nadado ni hasta dónde lo había arrastrado la marea. Luego, las olas lo habían empujado contra las rocas y había salido vivo por muy poco. Tembló de los pies a la cabeza y extendió un brazo para mantener el equilibrio.

—Ayúdame... por favor.

Ella suspiró y lo agarró de la cintura. El mero contacto hizo mucho para equilibrarlo.

—Le gente viene a recoger carbón marino y ninguno de nosotros quiere encontrársela.

—Despacio, sí.

Aunque no entendía algunas de las palabras, sí entendía la urgencia del tono. Asintió con la cabeza y empezó a moverse. Tenía que hacer un esfuerzo para levantar los pies y mantenerse erguido y al tercer paso cayó de rodillas. Dejó escapar un grito y se maldijo para sus adentros por haber mostrado debilidad delante de una mujer. La niña hizo una mueca, lo agarró del brazo y lo sujetó.

—Si te caes, las cosas se complicarán.

—¿Es tu hija? —preguntó él.

—Mi hijastra Merewynn. Yo soy Alwynn de Yoden —ella hizo una pausa y frunció el ceño por la concentración—. Un sitio tan pequeño que tampoco habrás oído hablar de él.

Él miró las dunas cubiertas de hierba. ¿Qué hombre mandaría a su esposa a la playa, donde sabía que había peligro? ¿Los buscadores de carbón estarían emboscados?

—¿Tu marido...?

—Muerto —contestó ella sin mirarlo.

Su respuesta lo explicaba todo, y nada... Para las viudas de Northumbria tenía que ser igual de complicado conservar los bienes que para las de Raumerike. Alguien la había expulsado de su residencia y estaba obligada a buscar cosas que llegaban a la playa. Los habitantes de Northumbria proclamaban que los hombres del norte eran unos bárbaros por haber atacado Lindisfarne, pero ellos eran unos bárbaros por no cuidar mejor a sus mujeres.

—Pero vivirás en algún sitio... —insistió él.

Las mujeres tan hermosas no tardaban mucho en encontrar un protector.

—Sigue, no te pares. Estamos cerca de un sitio donde podemos cobijarnos. Quiero mantenerte vivo.