El verano que nos unió - V. M. Aguilar - E-Book

El verano que nos unió E-Book

V. M. Aguilar

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Durante el verano de 2006, en unas vacaciones en Santander, Juancar, Dani y Jesús, conocen a Rocío, María, Alba y Víctor, de la forma más divertida posible. Durante este verano se afianza una amistad que durará por años. Sexo, excesos, confesiones, viajes de locura, y muchos más momentos. Juntos descubrirán los caminos de la vida, que no siempre vienen como a uno le gustaría. Tras varias muertes, su amistad acabará mas unida, o quizás todo lo contrario.

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© V. M. Aguilar

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de cubierta: Rubén García

Supervisión de corrección: Celia Jiménez

ISBN: 978-84-1068-511-6

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

No todo es perfecto

Los padres de Juancar se habían separado hacía poco. Le pilló en plena adolescencia, lidiando una batalla interna propia. Quería decirles a sus padres que era gay, pero no encontraba el momento. Había una guerra abierta en su casa, por lo que la cosa no estaba para dar más noticias, y menos una así. En cualquier otro momento, no supondría nada; al principio, les chocaría un poco, pero nada que no pudiesen asimilar. En plena separación, Juancar pensó que era mejor no decir nada, no quería echar más leña al fuego.

Desde hacía algún tiempo, Pilar, la madre de Juancar, notaba algo extraño a su marido Gonzalo. Más distante, menos cariñoso con ella. Pilar sabía que algo pasaba en su matrimonio perfecto. No hay mayor ciego que el que no quiere ver.

Para Pilar, lo más importante era su familia; tenía que ser perfecta. El lado malo de Pilar era que, era una auténtica estirada, una zorra engreída; vivía a la sombra de su marido, y nunca quiso trabajar., Ni fuera de casa, pero ni —mucho menos— dentro de casa. La familia de Pilar vendió había vendido unas tierras, años atrás, por las que les pagaron muy bien, demasiado bien. Gonzalo era banquero, y ganaba muy bien tenía un salario más que digno. Eso le daba a Pilar la libertad parade no hacer nada de nada en su casa. Sí fuera de ella, y no con su marido precisamente. Tenían una persona para la limpieza, otra para el jardín, y no podía faltar otra persona para cuidar a los niños cuando fueron creciendo. Primero llegó Jimena, una niña preciosa; salió a la familia de Gonzalo: rubia, ojos claros. La segunda en nacer fue Carla; ella heredó genes de las dos familias, siendo morena de pelo con ojos claros. Por último, nació Juancar. Desde que nació, fue un clon del abuelo, su abuelo Ricardo: rubio, ojos azules y la misma cara. Una familia digna de salir en las portadas de las revistas. O eso le hubiera gustado a Pilar, pues siempre que podía dejaba bien claro la perfecta familia que eran.

Cada vez llevaba peor Juancar lo estirada y clasista que era su madre. Una noticia así para ella supondría un escándalo, no lo aceptaría fácilmente. Sin embargo, esperaba que su padre, ya que era un auténtico degenerado sexual —pero con su amante—, lo llevase mejor.

En esa casa, todos tenían algo que callar; los trapos sucios estaban en todos los cajones. No solo Gonzalo había sido infiel a Pilar, ella tampoco se había quedado corta. Durante los primeros años de noviazgo, Gonzalo siempre fue muy atento con ella. Pilar disfrutaba mucho de su compañía, pero no era de la única compañía de la que disfrutaba Pilar. Mientras salía con Gonzalo, a su vez estuvo años con otro chico, sin que ninguno de los dos lo supiera. Pilar vio en Gonzalo lo que no vio en el otro; trabajaba en un banco, ganaba muy bien, lástima que el otro no. Son esas cualidades las que la hicieron decantarse por él.

Pilar no era la única en guardar secretos, en llevar una doble vida a espaldas de su pareja. Gonzalo ya tenía una amiga especial antes de conocer a Pilar; una amiga con la que se divertía mucho, mucho más que con Pilar. A Pilar no le podía pedir ciertas cosas que la otra sí le hacía. Tenía una relación con una dominatriz. A Gonzalo, con tan solo 23 años, ya le gustaba el sexo duro, estar atado, sentirse humillado, que le measen, meterse en la boca una mordaza. Era muy improbable que Pilar hubiera estado por la labor de realizar con él dichas fantasías. En una ocasión, estuvo a punto de dejar a Pilar, pero, por desgracia para los dos, se quedó embarazada. Gonzalo se vio obligado a casarse con ella. No quería un escándalo en su vida, estaba ascendiendo muy rápido en su trabajo y la imagen de padre de familia, responsable, le hacía ganar puntos para ascender. Gonzalo era algo trepa, algo desalmado y no tenía ningún reparo en pisar a alguien si ello lo beneficiaba.

Juancar se enteró de todo gracias a su abuelo Ricardo, el padre de su madre. Después de esto, le entraron más dudas sobre si debía contárselo a sus padres, los cuales estaban más pendientes de cómo putearse el uno al otro que de sus propios hijos.

Las hermanas de Juancar se libraron de la bomba y el shock que supuso la separación de los padres. Carla, la mediana, estaba en la universidad en EE. UU.; comenzaba ese año y por nada del mundo iba a volver. Jimena, tras terminar la carrera de Derecho, se marchó a Londres a hacer un máster en Derecho Internacional. Se veía solo, sin el apoyo de sus hermanas, únicamente le quedaba su abuelo Ricardo para contarle todo.

—Juancar, la movida con tus padres no es cosa tuya, no tiene nada que ver contigo, ya arrastraban mucha mierda desde hace muchos años, desde que empezaron a salir casi.

—¿Cómo? ¿Tú sabes algo, abuelo?

—Yo sé más de lo que a tu madre le gustaría.

—No jodas… Cuenta, cuenta, por favor.

—Son cosas de mayores, Juancar, solo te diré que ni el bueno es tan bueno ni el malo tan malo. Ahí los dos tienen mucho que callar y poco que reprocharse. Y, si quieres, hablaré con tu madre, no quiero que te afecte esta locura de situación. Te vas a venir aquí unos días hasta que las aguas estén más calmadas.

—Muchas gracias, abuelo, no quiero estar en esa casa.

—Nos ha jodido el niño… Ni yo tampoco, ni ahora ni nunca. No comprendo cómo tu madre se ha vuelto tan gilipollas y engreída. Me jode porque es mi hija, pero lo digo. Es más, voy a llamarla y decírselo yo mismo.

Ricardo llamó a su hija y estuvo un rato hablando con ella. Le hizo ver que lo mejor para Juancar era quedarse unos días con él. Hasta que no estuvieran más tranquilos, no iría por casa.

—Piluca, hija, Juancar se va a quedar en mi casa unos días, el ambiente que hay por tu casa no le hace ningún bien.

—Pero, papá, Juancar tiene…

—Ni peros ni peras, se queda aquí. No voy a consentir que esté solo viendo cómo sus padres se sacan los ojos en un divorcio; un divorcio del que, tú y yo sabemos, Gonzalo no es el único culpable, pues tú, hija, no eres una santa, aunque te las des de ello. En el fondo, eres una estirada y una gilipollas. Ya está bien… Me duele, eres mi hija, pero no me gusta nada en lo que te has convertido, una estirada, clasista y engreída, y no me calles. Nunca he dicho nada y ahora me vas a escuchar, Piluca. Sé desde hace años lo tuyo con Miguel, tu madre me lo contó antes de que muriese la pobre. No teníamos secretos. Haz lo que te dé la gana con Gonzalo, siempre fue un trepa de mucho cuidado, pero ese trepa te ha dado una vida muy cómoda; demasiado, diría yo. Ahora te das cuenta de que lleva años engañándote… Pues te jodes, cómo tú lo has estado haciendo. No te vayas haciendo la víctima, la despechada, «qué malo es mi marido, es un degenerado», que lo será o no.

—Vale, papá, quédate unos días con Juancar, pero no tiene ropa en tu casa.

—Me da igual, se la compro si hace falta, o me paso por tu casa mejor y hablo contigo en persona, hay cosas que por teléfono no se dicen.

Juancar, sentado al lado de su abuelo, no daba crédito a todo lo que acababa de oír. Su madre tenía un amante, su padre otra. No eran la familia perfecta que ella vendía, más bien todo lo contrario. La engreída y estirada les había estado engañando a todos durante años. Ella siempre había criticado a las personas que eran infieles a sus parejas.

—Juancar, voy a pasar por tu casa, ¿qué quieres que te traiga de ropa?

—Quiero acompañarte, abuelo, así lo veo yo.

—Mejor no, prefiero que te quedes en casa hasta que vuelva. Si quieres llamar a tus amigos y os venís a echar la tarde, me parece bien.

—De acuerdo, abuelo, te espero en casa.

Ricardo salió de su casa dejando a Juancar solo allí. Se dirigió a casa de su hija; quería decirle en persona todo lo que ya le había dicho por teléfono y más. También le diría que Juancar necesitaba más que nunca a sus padres y, si ella no sabía estar a la altura, no lo volvería a ver nunca más.

Al llegar a casa de Pilar, ella estaba como loca tirando cosas de Gonzalo. El personal de servicio, asustado, de la cocina no se atrevía a salir. Pilar estaba metiendo en una bolsa enorme toda la ropa de su marido.

—¿Qué cojones estás haciendo, Piluca? ¿Te has vuelto loca? Deja de hacer el ridículo ya, anda.

—Déjame, papá, no quiero nada de ese ser en mi casa.

—Tu casa, tu casa… Para empezar, no es tu casa. Recuerda quién te dio una gran suma de dinero y quién la ha estado pagando. Tú precisamente no has aportado nada.

—Es mi casa, papá, y voy a tirar todas sus cosas, no quiero ver nada suyo aquí.

—Nunca os he puesto una mano encima, ni a ti ni a tus hermanas de pequeñas, pero estate quieta ya, tienes al personal del servicio acojonado, están atrincherados en la cocina. ¿Te has visto la cara? Estás como loca; bueno, sin el «como»: estás loca.

—Todos los hombres sois iguales, os apoyáis mutuamente. Yo soy la víctima, me ha estado engañando.

—Serás hipócrita, tú no te has quedado corta, llevas años follándote a Miguel . Teníais vidas paralelas los dos, no solo él. No estás en disposición de criticar a nadie, no eres una santurrona. Y a lo que venía…

—Sí, a por ropa para Juancar…

—No me cortes, Piluca, no solo he venido a por ropa para el niño. He venido para hablarte del niño. Juancar os necesita más que nunca, a ti y a Gonzalo. Necesita vuestro apoyo y no que estéis en plena guerra civil. No me extraña que nunca os haya contado nada, te veo y no te reconozco, ¿en qué te has convertido? Ni tu madre ni yo te criamos para que fueras así. Mírate bien, Piluca, a ver si te encuentras, porque yo no; dejé de ver a mi hija en ti hace muchos años. ¿Cómo se va a atrever a decir Juancar que es gay? Con semejante madre, yo no lo haría.

—¿Mi hijo es gay?

—Sí, lo es, y si hubieras prestado atención, lo hubieras visto, pero como has pasado de todos tus hijos, haciendo que los criasen otros por ti… Mira ahora, Carla en EE. UU., al fin ha logrado largarse de casa; Jimena, en Londres, otra que a la que ya no le ves el pelo. Te vas a quedar sola, nadie te aguanta. Juancar se queda en mi casa hasta que yo decida que es oportuno. Dame una maleta para que le lleve sus cosas. Olvídate de verlo hasta que no seas una persona normal.

—No puedes quitarme a mi hijo.

—No te lo he quitado, es él el que no quiere verte ni estar en esta casa. Primero arregla tu vida y, luego, ejerce de madre, si es que lo has hecho alguna vez.

Pilar le entregó una maleta. Ricardo pasó a la habitación de su nieto y le metió en ella la ropa que más le gustaba y los libros del instituto. Lo llamó a su casa, así sabría bien qué coger.

—Juancar, ¿qué vas a necesitar de tu casa?

—Abuelo, tráeme ropa, la mochila de clase y poco más.

—Vale, ¿llamaste a tus amigos? Llevo algo para cenar todos, si os apetece.

—No me apetece mucho, abuelo, pero gracias de todas formas.

—Ya sabes que mi casa es tu casa. Mientras no te montes una orgía…, ja, ja.

—Ja, ja, ja, qué basto eres, abuelo. Muchas gracias.

—Nada que agradecer, esto es algo que tenía que haber hecho hace mucho tiempo y nunca hice. Tú me has dado el empujón que necesitaba para ello. Gracias a ti.

Ricardo, de camino a su casa, paró en la sucursal donde trabajaba Gonzalo. Le había dicho las cosas claras a su hija, pero no le había dicho nada a su yerno y quería hablar con él. Juancar se iba a quedar en su casa y, como padre, Gonzalo tenía derecho a saber dónde iba a estar su hijo hasta que se calmasen las aguas.

—Gonzalo, ¿tienes un minuto?

—Hombre, Ricardo, me alegro de verte. Dame un minuto y estoy contigo.

»Ya estoy, dime, ¿en qué puedo ayudarte?

—Voy a ir al grano, sé la guerra que tenéis tú y Piluca. Me he llevado a Juancar unos días a casa, no quiero que esté en medio de vuestra absurda guerra. Me la suda si tú la has estado engañando o si ella también a ti. Para mí, lo primero es mi nieto. Cuando más os necesita, vosotros de guerra civil.

—¿Qué es eso de que Juancar nos necesita? Siempre lo voy a apoyar y querer.

—De eso no me cabe duda alguna, pero tienes que apoyarlo, os necesita. Lleva tiempo queriendo deciros que es gay, pero no se atreve. No quiero ningún reproche a mi nieto.

—Ricardo, es algo que, sinceramente, me lo esperaba. Quiero mucho a mi hijo y hay cosas que se ven venir. Por mi parte, tiene todo mi apoyo.

—Es todo lo que necesitaba oír de tu parte. Juancar va a estar bien, simplemente va a pasar unos días en mi casa. Yo lo llevaré a clase, no os preocupéis.

—Muchas gracias, Ricardo, cuida estos días de mi niño.

Montado en su coche, Ricardo recordó lo mucho que le gustan las pizzas a su nieto. Paró en la pizzería favorita de Juancar para llevarle una especial. La masa fina, crujiente, pollo ahumado, beicon, salsa de tomate, orégano y algún ingrediente secreto. Al llegar Ricardo a su casa, se encontró a Juancar sentado viendo la televisión.

—Ven, Juancar, vamos a cenar, he traído tu pizza preferida. Coge unos platos, yo voy a sacar algo para beber.

—Muchas gracias, abuelo, ¿hablaste con mis padres?

—Sí, con los dos, pero ya te contaré, lo importante es que te van a apoyar en todo.

—Gracias, abuelo.

Pasaron los días y abuelo y nieto se hicieron más amigos. Juancar le contaba todo a su abuelo, sus inquietudes y también le hablada de sus amigos, Jesús y Dani. Dani estaba fuera comenzando la carrera, ADE y Derecho. Sus padres le habían pagado la mejor universidad, pero no le hacía falta, era un cerebrito, siempre sacaba matrículas en clase. Jesús, por otro lado, era compañero de clase de Juancar. El hecho de ser los dos los maricones de la clase les unió. Los insultos de los niños y las burlas se llevan mejor en compañía. A ellos les daba todo igual. Se tenían el uno al otro, podían con todo y contra todos.

—Nada que el tiempo no cure —eso le decía Ricardo a su nieto—. Las palabras no hieren, solo lo hace quien tú quieres, no el que quiera humillarte. Si te llaman maricón, ¿qué hay de malo? Lo eres, con la cabeza bien alta. Tú diles: «¿Tratas de ofender? Ya sé que lo soy, pero ¿y tú con dos cervezas, sigues siendo hetero?». Verás como los callas.

Los días pasaron y Ricardo se comprometió a cuidar de Juancar hasta que sus padres hubieran arreglado sus problemas personales. Lo llevaba al instituto y lo iba a buscar. Pero no tardó Juancar en pedirle a su abuelo que lo dejara ir y venir solo; no quería ser una carga para él y así también aprendería a moverse por el metro y a coger autobuses. Juancar había crecido entre algodones al ser el pequeño de tres hermanos y en una casa donde para todo había alguien que lo hacía por él. Se sentía inútil, torpe, sin saber nada de la vida real fuera de las comodidades de su casa. Esta decisión le gustó mucho a Ricardo; de hecho, la tenía en mente: hacer de su nieto mal criado todo un hombre. Se adelantó a su deseo. Antes de soltar a su nieto solo por la jungla que es una gran ciudad, le explicó cómo sacarse un abono de transporte y cómo usar el metro y el autobús.

Una mañana, la primera en la nueva vida de Juancar, se montó por primera vez en el metro completamente solo. Decidió ir de casa de su abuelo hasta el centro. Había quedado con Jesús para dar una vuelta y hablar un rato. Desde que se mudó a casa de su abuelo, Juancar había dejado de ver a sus amigos; los veía lógicamente en el colegio, pero no era lo mismo. Echaba de menos las tardes que pasaban jugando en su casa o en la de Jesús. Eran muy buenos amigos. Como ellos decían: «Somos uña y mugre».

Sorprendentemente, no se perdió; llegó puntual y de una pieza. Jesús llegó al momento. Habían quedado en Callao. Primero, dieron una vuelta por Gran Vía, viendo tiendas. Les encantaba ir de tiendas, ver ropa y probarse cosas que no se pondrían ni muertos, pero ahí estaba la gracia, verse vestidos así. Tenían claro que no comprarían nada, pero el buen rato que pasaban los dos nadie se lo quitaba. De las tiendas de ropa salieron con alguna que otra bolsa; algo sí se compraron. Después, fueron a comer a una hamburguesería, a la plaza Santo Domingo.

—Bueno, Juancar, ¿cómo te va tu nueva vida?, ¿echas de menos a tus padres?

—Si te soy sincero, no, no les echo de menos. Antes no estaban, ahora tampoco, no hay gran diferencia. En mi casa, casi no veía a mi padre y a mi madre, con sus cosas, tampoco la veía. En casa de mi abuelo estoy mucho mejor. He aprendido a ser útil, a moverme en trasporte público.

—Ja, ja, para dos veces que te has montado en metro, ya te crees un profesional.

—Ja, ja, pues claro que sí, no es complicado. Mi abuelo me está enseñando a aprender a valorar las cosas. Eso nunca lo había hecho.

—Qué suerte has tenido de poder irte a casa con tu abuelo y no vivir en tu casa ahora. Justo cuando te animas a salir del armario, tus padres deciden comenzar una guerra civil.

—Mi abuelo fue a hablar con ellos, puso en su sitio a cada uno y les dijo que soy gay.

—¡No jodas! ¿Cómo se lo han tomado?

—Espero que bien, pero no les queda más que aceptarlo si me quieren volver a ver.

—Me dejas de piedra. Cómo se las gasta Ricardo. Me declaro fan número uno de él; bueno, número dos, que tú serás el primero, ja, ja, ja.

Al terminar de comer, se marcharon a seguir viendo tiendas por el centro. La verdad sea dicha, con la percha que tenían tanto Jesús como Juancar, todo les quedaba bien. Jesús, con su 1,80 metros, cuerpo fibrado sin haber pisado en su vida un gimnasio, pelo negro azabache, ojos color miel y una sonrisa perfecta. Juancar, al igual que Jesús, gozaba de un cuerpazo, sin pisar tampoco un gimnasio, algo más bajito que Jesús, pero no mucho, castaño claro —aunque de pequeño era rubio— y con ojos claros que, dependiendo del sol, se veían más azules o verdes. El carácter de los dos era muy parecido: extrovertidos, con don de gentes, siempre viendo el lado bueno de las cosas.

Verano de 2006

Jesús y Juancar pudieron coincidir para las vacaciones, aunque no mucho tiempo, apenas se fueron una semana a Santander. A los dos les gustaba mucho el norte de España; el sur también, pero, en verano, con el calor, preferían irse al norte. Se fueron en el coche de Jesús, un viejo Opel, pero muy grande, cómodo, y lo que más le gustaba a Jesús era el maletero tan grande que tenía «el trasto móvil», así lo apodó cariñosamente. Viejo, algo roída la tapicería, nada que unos parches no solventasen. Se llevaron de todo para una semana, pese a que sabían que era imposible ponerse toda la ropa que habían metido en la maleta. Pero, claro está, no podían faltar unas camisas para salir de fiesta, otras para ir a comer e incluso ir a cenar, pantalones, pantalones vaqueros, chinos y bañadores —un bañador distinto para cada día, eso de repetir bañador no estaba en sus mentes—. ¿Qué se puede esperar de dos niñatos de 20 años? Nada que el tiempo no curase; tiempo en el que aprenderían a ser prácticos y meter lo justo en la maleta. Eso lo aprendieron bien en dos ocasiones. La primera, de vuelta de Londres: el hombre que iba delante de ellos se pasó con el peso de la maleta y la gracia le costó 100 libras. Ellos, ante esto, abrieron las maletas, comenzaron a ponerse ropa, una encima de la otra, hasta que la maleta pesó lo justo para no pagar nada.

Los tíos de Jesús tenían un piso en Santander, en todo el centro; solamente se tenían que preocupar de llegar, aparcar el coche y pasarlo bien. El supermercado estaba en la puerta. Para dos niñatos de 20 años, ¿qué más se podía pedir?, piso gratis en Santander en la zona de fiesta y la playa al lado.

—Juancar, tío, vamos a llenar la nevera. Tus tíos son muy majos, pero está vacía, ni una triste cerveza han dejado. Entre esta nevera y la de una anoréxica no hay diferencia.

—Ja, ja. Sí, será mejor bajar a comprar algo, mucha bebida y poca comida, no se vaya a poner mala.

—¿Tú crees que con cuatro botellas de ron habrá suficiente? Mejor cojo cinco; total, si sobra, que lo dudo horrores, nos las llevamos para Madrid.

—Más vale siempre que sobre, pero no te vuelvas más loco.

—Que sí, que sí, papá, ja, ja. Luego, si falta, te toca ir a comprar a ti.

—Vamos a pagar todo, dejamos las cosas colocadas y nos vamos a la playa hasta la hora de comer.

—Me parece dabuti. Tengo que pensar en qué bañador me pongo hoy.

—Pero si te has traído uno para cada día, qué más dará cuál te pongas hoy, mientras no lo repitas el resto de los días…

—Cierto es, pero por alguno tengo que empezar.

Una vez en el piso, comenzaron a colocar las cosas. Surtieron bien la nevera de bebidas, alguna que otra pizza para comer, pero poca cosa más: bolsas de pipas, patatas…, la típica comida que hace que con 20 años no mueras de hambre. Cambiados, con el bañador puesto, las chanclas y la mochila preparada, con algo de picar, la toalla y unas latas frías, se dirigieron a la playa.

No tardaron nada en llegar. Buscaron un buen sitio, ni cerca ni lejos del mar; total, les daba lo mismo, la marea estaba bajando, de poco les valía esa referencia. Colocaron bien sus toallas. No hacía nada de aire, la temperatura rondaba los 23 grados. Sin embargo, había bastante gente; se notaba que era sábado, mucha gente venía de visita a Santander y se sumaban a los lugareños que pudieran bajar a la playa.

Estuvieron en la playa hasta la hora de comer. Se les pasó la mañana entre risas, baños, alguna cerveza que otra y mucha diversión. Estaban solos, no necesitaban a nadie más para pasarlo bien. Ellos solos se bastaban, llevaban la alegría allá donde estuviesen. Al regresar, Jesús metió la pizza al horno y, en poco más de 10 minutos, estaría preparada. Estando en esto, a Juancar le sonó el teléfono; era Dani, les estaba llamando.

—Dime, Dani, ¿qué te pasa?

—Juancar, me ha dicho Ginebra, digo, Jimena, ja, ja, ja, que estás con Jesús en Santander, ¿hasta qué día vais a estar ahí?

—Qué cabrón, mira que te gusta meterte con mi hermana… Estaremos una semana, luego toca volver.

—Dabuti. Estoy en Bilbao con unos amigos, pero se van ya para Madrid, ¿os importa que me sume?

—Claro que no, Dani, vente cuando tú quieras, no tenemos intención de movernos en toda la tarde. Te mando la dirección por mensaje.

—Gracias, Juancar, nos vemos esta tarde. Sobre las 17 horas creo que estaré allí.

—Oye, Jesús, se apunta Dani, está en Bilbao y sus amigos le dejan tirado, se vuelven a Madrid. Sobre las 17 horas estará por aquí.

—Pues me parece bien; eso sí, que no nos joda la siesta.

Dani era compañero de clase de la hermana mayor de Juancar. A pesar de que les sacaba cuatro años a los dos, siempre se habían llevado muy bien. En el colegio, Dani siempre los defendía de los abusones que se metían con ellos. Cuando salían los tres de fiesta, quien más ligaba era Dani; con sus 1,84 metros de altura, rubio, de ojos azules y cuerpo de gimnasio, pero tampoco muy exagerado; le gustaba mantenerse en forma, pero no parecer un gorila.

Terminaron de comerse la pizza y se echaron un rato a dormir la siesta. Dani había dicho que estaría allí sobre las 17 horas. Si, cuando llegase, quería descansar, tendría que tirarse en el sofá.

Dani había empezado a juntarse con Jesús y Juancar a primeros de año. Dani no los veía como unos críos; será que la diferencia entre los 20 y los 24 años de Dani tampoco era tanta. Además, tenían los mismos gustos musicales.

Cuando llegó al piso, Juancar y Jesús estaban durmiendo. Les despertó el telefonillo y dieron un salto del susto. Sabían que llegaba Dani, pero se habían quedado completamente fritos.

—Ya estoy aquí, mariquitas. Despertad, que ya he llegado. ¿Hay planes para esta noche?

—Dani, tío, estamos todavía con la legaña pegada a la cara. Déjanos un rato, es pronto todavía para hacer nada. Bájate a la playa si quieres.

—Eso, tío, Dani, bájate un rato, o al menos no molestes.

—Vaya dos, de vacaciones y metidos en el piso, con la tarde tan buena que hace. En fin, maricones, me voy a la playa, seguro que encuentro alguna chica que quiera tomarse algo conmigo, o lo que surja, ja, ja.

Dani se bajó a la playa; quería darse un baño a pesar de que había estado la semana de antes con sus amigos de la facultad en la playa y estaba un poco harto. En el fondo, aunque no lo reconociese, estaba deseando sentarse en el sofá y descansar. Así que el baño le duró poco; básicamente, tardó más en bajar a la playa y subir que el tiempo que estuvo en el agua metido. Recogió la toalla, se fue al piso y se sumó a la siesta, esa siesta que él había criticado. El que al cielo escupe en la cara le cae.

La siesta se les fue de las manos; abrieron los ojos a las 20 horas de la tarde. Ya la tarde la habían perdido durmiendo o, visto de otra manera, la habían invertido en descansar y recargar pilas para la noche que les esperaba. Todo varía en función de la forma en la que se mira. El punto de vista de cada uno influye mucho; para unos, la siesta de los tres fue una pérdida de tiempo; para otros, un descanso junto a una recarga de energía.

—Colegas, se nos ha ido de las manos la siesta… Dos horas. Al final no hemos hecho nada en toda la tarde.

—Anda ya, Jesús, necesitábamos descansar. Desde que llegamos esta mañana, no hemos parado, entre la compra, colocarla, bajar a la playa varias horas… Normal que necesitásemos una siesta.

—Tienes razón, Juancar. Qué cojones, estamos de vacaciones. Por otro lado, Dani, tú decías que pasabas de la siesta, pues menos mal, si no, amaneces mañana, cabronazo.

—Venga ya, mariquitas de playa, llevo ya varios días de fiesta sin parar, el cuerpo pide un descanso.

—Bueno, Dani, déjate de tus batallitas… Y Jesús, tú que eres el experto, prepárame un calimocho, así muy del norte.

—Juancar, a veces dan ganas de darte un puñetazo en la boca.

—Ja, ja, ja, seguramente, Jesús, pero mi boca levanta pasiones… y lo que no son pasiones.

—Habló el felador nato. Siempre que puedes, nos lo dejas claro, Juancar. Habría que preguntarles a tus rollos, a ver si es verdad que la chupas como dices.

—Dani, ya sabes, no hace falta preguntar a nadie, sácate la polla y lo compruebas tú mismo. ¿O te da miedo descubrir que eres marica como nosotros? Ja, ja.

—Juancar, tío, déjalo, me gustan las mujeres, no tengo intención de cambiar.

Tras varias tonterías más, decidieron salir a cenar fuera; les apetecía cenar comida china y, por desgracia, en el supermercado únicamente habían comprado pizzas, bebida, pipas, bolsas de patatas…, guarrerías varias. Uno a uno se fueron duchando; tocaba ponerse guapos. Salieron de casa con la idea de cenar y luego volver a casa, beber algo en el piso y, por último, salir de fiesta. La idea pintaba bien: una cena, alguna copa en el piso y fiesta después.

Llegaron al restaurante. En un principio, no había mucha gente, pero no tardó en llenarse. En cuestión de media hora, ya estaba completo. Los sentaron al fondo del salón y, cerca de ellos, había una mesa con tres chicas y un chico; un chico que llamó la atención de Juancar y Jesús.

—Juancar, tío, me juego contigo 50 euros a que ese moreno de la mesa es marica como nosotros.

—Ja, ja, ja, si tan seguro estás, Jesús, dile algo. Si le entras, te pago la primera copa esta noche. ¿O te faltan huevos?

—Pues si os hacéis al moreno, que me presente a sus amigas, están muy buenas.

—Mejor aún, Dani, si te haces a las amigas, nos presentas al chico y te invitamos a la cena.

—Sois unos cabrones, pero acepto. Con presentarme, basta; me mola el reto.

Los dos sabían que a Dani una apuesta le podía, pues se picaba con mucha facilidad y no tenía reparos en echarle morro a la vida. Sabía que era guapo, que estaba bueno y que tenía mucha labia para engatusar a cualquiera. Se pasó casi toda la cena intercambiándose miradas con la chica de la mesa de al lado. Parecía que la había engatusado con sus ojos azules, su cara de niño bueno, su puta sonrisa insuperable. Era la mezcla perfecta…, perfecta para conseguir ganar la apuesta. Lo que no sabían los tres amigos era que una de ellas los había oído hablar de la apuesta que tenían y no se lo iban a poner nada fácil; en todo caso, les iban a putear un poco. Si te lo ponen todo fácil, pierde la gracia.

En la otra mesa estaban Alba, Rocío, María y Víctor. Alba era la más baja de las tres amigas, castaña, con mechas rubias y ojos color miel. Su altura no era un problema, pues le encantaba andar siempre con tacones; rara vez se veía a Alba caminar con calzado plano. María era la más alta de las tres, morena, de ojos verde oscuro, parecían dos aceitunas. Rocío era con diferencia la que más llamaba la atención de las tres, no por ser la más alta, pero sí por sus ojos azules, su pelo rubio y su cuerpazo. Sus amigos la llamaban cariñosamente Tetanaguer, debido al tamaño de las tetas. Y Víctor, moreno, con ojos marrones, no muy alto, apenas llegaba a los 1,70 metros, pero, sin duda, era el más atrevido, descarado y sinvergüenza del grupo. A Rocío le había gustado mucho Dani y le estaba siguiendo el juego de las miradas. Lo que no sabía Dani era que ellas jugaban con ventaja; una ventaja que iban a saber usar sobre ellos. Víctor se interesó al instante por Juancar, sus ojos marrones lo habían cautivado. Víctor pasó al ataque: decidió levantarse, ir hasta la mesa y sentarse con ellos. Le echaba mucho morro a la vida, quería divertirse y lo iba a conseguir.

—Buenas noches, me llamo Víctor. Veo que no le quitas ojo a mi amiga, ¿quieres que te la presente? Está soltera y tanta mirada de una mesa a la otra…, ya va tocando presentarse, ¿o no?

—Encantado, Víctor, yo soy Dani, y sí, me encantaría conocer a tu amiga.

—Vamos a hacer una cosa, juntamos las mesas y así cenamos todos juntos, ¿os parece?

Tardaron poco los tres amigos en decir que sí. Sin saber cómo, Víctor acaba de presentarse e iba a hacer que todos cenasen juntos.

—Dani, mientras tus amigos juntan las mesas, ven aquí, que te presento a mi amiga Rocío.

—Rocío, te presento a Dani. Dani, te presento a mi amiga Rocío. Por cierto, Rocío, fíjate bien, está más bueno de pie que sentado, ja, ja.

—Sabes que eres un cabrón, un verdadero cabrón, Víctor. Te salva que soy tu amiga y te quiero.

El resto de la cena transcurrió entre conversaciones absurdas. Entre Dani y Rocío se notaba que había tensión, tensión sexual. En la otra esquina de la mesa estaban Juancar, Jesús y Víctor. No tardaron en ponerse a hablar; parecía que los gustos musicales eran parecidos y que a los tres les gustaban las mismas actividades. Era algo cantado que acabarían los tres por un lado, Rocío y Dani por otro y Alba y María por otro totalmente distinto. O esa idea tenían en la cabeza Dani, Juancar y Jesús. Al terminar la cena, María propuso tomar la primera copa en el restaurante; lo estaban pasando muy bien ahí sentados, ¿para qué irse a otro lado? A todos les pareció buena idea, así que pidieron una primera ronda de copas. Todos hablaban con todos, parecía que se conocían de toda la vida. El plan de las chicas estaba yendo a la perfección; les iban a dar un escarmiento a Dani y sus amigos. Ellos habían hecho una apuesta, pero ellas no se quedaron atrás. Víctor les dijo a sus amigas que le siguieran el rollo y ellos acabarían pagando toda la cena más las copas que se tomasen. Primero salieron Alba y María con la excusa de ir a fumar, sin levantar sospechas. Rocío, por su parte, le pidió a Víctor que la acompañase al baño que, casualmente, estaba cerca de la puerta. Se marcharon del restaurante dejando a los tres tirados, medio borrachos y con la cuenta por pagar. Al ver que tardaban en volver de fumar Alba y María, Jesús fue al baño en busca de Víctor o de Rocío. Pero no estaban, se habían ido.

—Colegas, estamos jodidos, nos han vacilado estas zorras y el mariconazo de su amigo. Se han marcado un simpa en nuestra puta cara, y nuestra costa.

—No jodas, Jesús… Venga ya, ¿que se han dado el piro?

—Ja, ja, me descojono. Qué hijas de puta y qué pedazo de cabrón, cómo nos ha engatusado para juntar las mesas. Verás tú ahora para pagar todo esto.

—Juancar, colega, sal a ver si las ves. Tú, Jesús, mira a ver si se han escondido en el baño y nos están gastando una broma. Yo iré a hablar con el encargado. Pero sí, ja, ja, ja, nos han jodido y bien.

Juancar, desesperado, bajó corriendo la calle en busca de ellas, mirando en los locales cercanos, en todos sitios. Miraba hasta detrás de los cubos de basura, quizás se hubieran escondido allí. Sin éxito en la búsqueda, regresó al restaurante. Mientras Juancar buscaba por la calle, Jesús miraba en los baños, incluso en el de las mujeres, pensando que estarían allí metidos riéndose de ellos. Dani, mientras tanto, le explicaba al encargado que les habían timado. Al encargado le daba igual, ellos fueron quienes juntaron las mesas, los que estuvieron cenando con las chicas, bebiendo con ellas. Ahora les tocaba pagar todo o llamaría a la policía.

—Empezad a sacar todo lo que tengáis, nos toca pagar la cuenta de todos.

—Qué hijas de puta y qué mariconazo, seguro que lo tenían todo preparado para cenar y beber por la puta cara.

—Bueno, vamos a terminarnos la copa y luego pagamos todas. Al menos dejad que me beba tranquilo la mía, ja, ja, ja… Me río por no llorar.

—Tráiganos la cuenta, por favor. Dani, Jesús, vamos a ver cuánto nos sale la gracia de la noche.

El encargado, viendo las caras de los chavales, les llevó la cuenta junto a una botella pequeña de licor de flores, así pasarían mejor el susto de los 300 euros que les iba a tocar pagar. Habían pedido varias botellas de vino espumoso, platos caros de la carta, no el típico pollo al limón o cerdo agridulce, sino que pidieron de todo y de todo lo más caro. Estaban jodidos, no habían calculado gastarse 100€ solo en la cena del primer día.

—Está claro, nos han jodido el presupuesto de las vacaciones. Nos vemos comiendo macarrones con tomate hasta que volvamos a casa.

—Ja, ja, no sé yo si nos dará la cosa para macarrones, y menos con tomate.

—Vamos a pagar y nos vamos a dar una vuelta, seguro que coincidimos en algún sitio, no se han podido esfumar sin más.

Los abuelos de María les habían dejado un piso que, casualmente, estaba enfrente del restaurante. Desde la ventana del salón les habían estado viendo todo el rato.

—Ja, ja, ja, te tengo que dar las gracias, Víctor, nos hemos reído mucho de estos pringados, pero habrá que bajar y hablar con ellos, ¿no?

—Sí, claro que sí, en cuanto paguen y salgan del restaurante, bajamos. Hay que tener cuidado con lo que se desea, se puede volver en tu contra.

—Ro, a ti te gusta Dani, ¿verdad? Anda, confiesa, zorra.

—Claro que sí, Alba, está tremendo, y me tengo que reír un poco más, pero ya va tocando bajar y hablar con ellos.

Las chicas comenzaron a bajar muertas de la risa; les habían dado donde más les duele, en el bolsillo. Al lado del portal, había una furgoneta y se escondieron detrás de ella hasta que salieron. Rocío fue la primera en salir, pero no vieron a la chica.

—¡Eh, rubiales!, ¿nos invitáis a una segunda ronda? Cuidado con lo que deseas, se puede volver en tu contra.

—Mírala, si están ahí. Sois unas hijas de puta, nos debéis una pasta.

—Ja, ja, tranquilos, os vamos a pagar nuestra parte. No somos tan hijas de puta como os pensáis. Chicas, salid ya, que nosotras sí hemos ganado la apuesta.

—¿Cómo? ¿Qué? ¿Hemos sido una apuesta, sin más?,

—En cierto modo, sí, Dani. Os escuchamos, apostasteis entre vosotros, pero, dicho sea, vuestras apuestas son aburridas, nosotras nos hemos reído mucho.

—¿Cuánto ha sido la cuenta? Juancar, no te enfades, pero os debíamos una.

—Víctor, eres un cabrón, qué mal rato nos habéis hecho pasar.

—Tengo la casa de mis abuelos justo enfrente, ¿seguimos la fiesta en ella o nos vamos de copas?

Se fueron los siete juntos a seguir tomando copas; copas que empezaron con miradas aún de resentimiento por la gracia de haberlos dejado tirados y obligarlos a pagar toda la cuenta. Luego, todos pagaron su parte. Con el paso de la noche, Víctor les confesó que fue idea suya. Les dijo que se había apostado con Alba que, si ellos pagaban todo, ellas les pagarían las copas de toda una noche.

La noche transcurrió con mucha tensión sexual entre Dani y Rocío. Sin embargo, Juancar y Jesús estaban todavía algo cabreados con Víctor. Había conseguido llamar la atención de los dos amigos. A los dos les gustaba Víctor, pero lo que más les gustaba, muy a su pesar, era la broma que les había gastado. Se pasaron la noche de bar en bar, de ruta por Santander. Alba y María sabían que Rocío acabaría yéndose con Dani y que Víctor se juntaría con alguno, o con los dos. No era la primera ni la segunda noche que Víctor se iba con alguno(s). María y Alba hicieron una «bomba de humo» y se marcharon. Al llegar al piso de la abuela de María, mandaron un mensaje avisando de que estaban bien y les desearon que lo pasasen incluso mejor.

Habían cerrado todos los sitios que a su paso encontraban abiertos. A las 4 de la mañana, decidieron todos marcharse ya a casa. Al llegar al piso, Dani y Rocío desaparecieron, se metieron en una habitación y no se les volvió a ver hasta las 10 de la mañana —aunque sí se les escuchó—. Las paredes eran viejas, finas como papel de fumar. Se quedaron en el salón los tres, Juancar, Jesús y Víctor; otros a los que se les notaba las ganas que tenían de devorarse mutuamente.

—Estos dos no van a parar en toda la noche de hacer ruido.

—¿Qué pasa, que te da envidia, Jesús? ¿Te gustaría también estar ahí dentro, gimiendo como una perra?

—Claro que sí, sí que me gustaría que nos hicieras gemir a Juancar y a mí.

—¿Cómo? ¿Nos montamos un trío? Por mí perfecto, ¿y por vosotros?

—Sin problemas. Jesús, ¿tú qué dices?

—¡Vamos al lío, cabrones!

Pasaron lo poco que le quedaba a la noche muy entretenidos, tanto los que estaban en la habitación como los que se habían quedado en el salón. Disfrutaron al máximo, lo gozaron y sí, también gimieron todos de placer. Ya bien entrada la mañana, se despertó primero Dani. Salió de la habitación y se encontró a sus dos amigos en el sofá cama, desnudos, abrazados entre ellos; en el otro sofá, también desnudo, Víctor dormía plácidamente. Menuda imagen, encontrarse antes de desayunar a los tres tirados en el salón en bolas. La noche, definitivamente, se les había ido a todos de las manos.

—¡A los buenos días! A despertarse ya y, sobre todo, poneos algo de ropa antes de que salga Rocío. Tanta testosterona seguro le asusta.

—No me jodas, Dani… Vete a la mierda un rato y déjanos dormir un poco más.

—Juancar, colega, puedes dormir lo que quieras, pero al menos vete a la otra habitación o tapaos las pollas.

—¿Os venís a la habitación a seguir durmiendo? ¿Jesús, Víctor?

—Venga, vale, que, si no, a Dani le va a dar envidia del tamaño. Ja, ja.

Rocío se despertó con las risas de los chicos. Todavía no daba crédito a la noche tan divertida que habían pasado sus amigas, pero, sin duda alguna, los que mejor se lo habían pasado eran Víctor y ella. De hecho, se lo estaban volviendo a pasar bien, de nuevo, en la habitación. Se vistió y fue al baño.

—Ro, ¿vas a querer un café?

—Sí, gracias, pero te invito en una cafetería muy chula que conozco cerca, así no molestamos a estos tres.

—Vale, me ducho, me pongo algo y nos vamos. ¿Te duchas conmigo?

—Si alguna vez te digo que no, méteme en un psiquiátrico.

Rocío y Dani, al terminar de ducharse, se fueron a desayunar fuera mientras que Juancar, Jesús y Víctor se quedaban dormidos juntos en la cama, casi no habían dormido nada. Seguro que tenían cosas mejores que hacer, más divertidas, y placenteras, ante todo. Rocío les escribió a sus amigas, María y Alba. Siendo la hora que era, ya estarían en la playa, tumbadas en una tumbona, junto a una sombrilla. Alba, al ver que Rocío daba señales de vida, en vez de contestar al mensaje, decidió llamarla.

—Dime que al menos te lo has follado, pedazo de lagarta, ja, ja.

—Joder, Alba, qué basta eres. Entre tú y unas bragas de esparto no hay diferencia.

—Ro, tía, estamos con el altavoz, te oímos las dos. Cuéntanos, nos tienes en ascuas. No te dejes detalle por morboso o escabroso que sea, ¡¡¡cuéntanos!!!

—Ja, ja, mira que sois las dos unas putas porteras; qué os gusta el cotilleo…

—Anda que no, será que tú no eres igual, ja, ja. Anda, no te hagas de rogar más, Ro, cuéntanos ya.

—No puedo ahora, estoy yendo a desayunar, luego os cuento todo. ¿Dónde estaréis dentro de una hora?

—A desayunar casi a la una del mediodía… Pues suerte, ya más bien un aperitivo, una caña o un calimocho, muy de la zona.

—No me levantéis más dolor de cabeza, sois como dos cacatúas, ja, ja. Nos vemos a las 14 horas en casa para comer los cuatro, que Víctor triunfó con los dos amigos de Dani; de hecho, aún seguía con ellos liados.

—Menudo golfo está hecho, pedazo maricón. Que lo pase bien, anda, te vemos luego.

Rocío y Dani fueron a tomar algo. La idea de desayunar casi a la 1 del mediodía no era factible, mejor tomar un pincho con una cerveza, como propuso Rocío.

Mientras tanto, en otra parte de Santander, Alba y María seguían en la playa. Conscientes de la hora que era, decidieron volver ya al piso y, mientras se iban duchando y arreglando, Rocío y Víctor llegarían. De camino al piso, decidieron llamar a Víctor; querían saber si seguía con Juancar y Jesús, pero, sobre todo, lo que más curiosidad les daba era saber si había follado con los dos.

—¿Dígame?

—Ja, ja, ¿cómo que dígame? Vamos a ver, maricón, ¿dónde andas?

—Coño, Alba, pues sigo en el piso de Juancar y Jesús. Lo que no sé bien es la localización del piso, pero bueno, cuando salga a la calle me entero.

—¡Golfa! A las 14 horas te vemos en casa, vamos a comer. Ro sigue con Dani «desayunando».

—¿Qué hora es?

—¿Para qué quieres el móvil…? Son las 13:30 horas, en media hora te queremos ver por casa. Por cierto, dales saludos a estos dos, son muy majos.

—Venga, vale, nos vemos en un rato. Me visto y salgo para allá.

Jesús escuchó la conversación de Víctor con sus amigas, pero Juancar seguía frito, era algo dormilón. Mientras Víctor buscaba su ropa, Jesús hacía lo mismo; el ruido acabó por despertar a Juancar. Se levantó, recogió un poco la habitación y se vistió también. Salieron al salón antes de que Víctor se marchase y se despidió de ellos.

—Me lo he pasado muy bien, pero me tengo que ir, estas petardas me reclaman, dicen que vamos a comer en algún sitio o que van a hacer algo, ni idea.

—Yo también me lo he pasado bien y, por la cara de Jesús, diría que él también.

—Sí, sí, ha estado muy bien la noche, menos con la puta gracia que nos hicisteis, qué mal lo pasé, cabrón.

—Llorón, anda, Jesús, si al final lo hemos pasado bien, es lo que cuenta. Yo veo que de aquí sale una bonita amistad.

Se marchó Víctor, dejando solos a Juancar y Jesús. Viendo cómo estaba la casa, se pusieron a recoger y limpiar; había restos de comida y vasos de copas por el salón. Abrieron las ventanas para que se airease la casa y entrase la brisa marina; ese olor tan peculiar del mar, ese olor que te hace saber que estás frente al mar, ese olor que a mucha gente le trae muy buenos recuerdos. Lo que peor estaba era la cocina; le urgía una limpieza y que se recogiera todo lo que habían dejado por medio: botellas, vasos, rodajas de limón. Se pusieron mano a mano y, en poco más de 30 minutos, dejaron todo limpio, reluciente; parecía el piso sacado de un anuncio de productos de limpieza.

Ya eran más tarde de las 14 horas y Dani aún no había vuelto al piso. Les parecía raro; se suponía que Roció a esa hora tendría que estar en casa de sus amigas. Estaban sin ganas de comer, prácticamente se habían levantado media hora antes. Jesús decidió llamar a Dani para saber si iba a volver al piso o si se había ido con Rocío y las chicas a su casa.

—¿Qué pasa, maricones? Anda que os vais a vestir después de follar…, he salido al salón y estabais abrazados en pelotas, ja, ja.

—Teníamos calor, sin más, ja, ja. Una cosa, ¿por dónde andas, vienes ya?

—Sí, sí, tranquilos, estoy llegando, Ro ha quedado con sus amigas. ¿Víctor sigue ahí o se ha ido con ellas?

—Se fue hace un rato ya, estamos solos y, por cierto, hemos recogido todo el piso, estaba que daba asco.

—Ahora cuando llegue os echo una mano con lo que quede.

No tardó ni 10 minutos en llegar. Dani, como les prometió por teléfono, se ofreció a echarles una mano para seguir limpiando, pero ya estaba todo limpio; bueno, todo menos la habitación donde habían dormido Dani y Rocío. Pasaron de limpiar ahí, eso le tocaba a Dani; él había estado ahí y le correspondía esa zona. Terminada la limpieza, sentados en el sofá, sin saber bien qué hacer, decidieron bajar un rato a la playa. La idea de estar metidos en el piso todo el día no les gustaba. Se pusieron los bañadores, cogieron las toallas y bajaron calle abajo hasta llegar al paseo marítimo. Acababan de abrir una terraza al lado del paseo, con sofás grandes, decoración exótica y, lo mejor para ellos, había cachimbas. La idea de la playa se esfumó; les apetecía mucho más entrar, pedirse un copazo y una cachimba. Al llegar a la puerta, vieron el horario: de 17:00 a 3:00.

—Vamos, no me jodas, si solo son las 15:30 de la tarde… Nuestro gozo en un pozo.

—Es normal que esté cerrado a estas horas, la gente normal, no nosotros, está terminando de comer o de sobremesa.

—¿Qué mejor sobremesa que esos sofás, una copa y una cachimba?

—Y que lo digas, Dani, pero nos jodemos hasta que abran. ¿Seguimos y bajamos a la playa o nos subimos al piso y bajamos a las 17:00?

—Tira para la playa, Juancar, ya que estamos aquí, nos damos un baño y ya iremos luego.

Los chicos acabaron en la playa pasando un buen rato, bañándose, jugando con las olas del mar, paseando. Lo bueno de haber bajado a esas horas era la ausencia de gente. Lo había dicho Dani: la sobremesa la pasa la gente en casa. A ellos les vino genial; la playa estaba casi desierta. Pasaron las horas volando entre juegos, risas y bromas entre ellos. Sin darse cuenta, habían pasado tres horas, las tres horas que quedaban hasta que abriese ese local al que tantas ganas tenían de ir. Decidieron recoger todo, guardar las toallas y dirigirse al piso. Fueron a ducharse y quitarse todo resto de arena que les pudiera quedar; es algo incómodo el salitre, y con el roce en ciertas partes más aún. Desde la ducha se oía a Juancar quejarse.

—Tengo arena de playa hasta en el ojete. Qué pereza de arena, acaba metida por todos lados.

—Ja, ja, espera que llame a Víctor para que te la quite a lengüetazos.

—Ja, ja, mejor tú, Dani, todavía no te he catado.

—Ni lo harás, mariconazo, ja, ja, me molan demasiado las tías. Termina ya, anda.

—Por cierto, Dani, ¿tienes el teléfono de Ro?

—Ja, ja, qué golfo eres, Jesús. ¿Quieres repetir con Víctor esta noche?

—No me importaría, la verdad, nos lo pasamos muy bien los tres.

—¿De qué habláis cabrones? Que no me entero.

—De lo bien que lo pasasteis los tres ayer, según Jesús, y que quiere repetir hoy.

—Ja, ja, esperad, coño, que ya salgo y seguimos hablando.

Uno a uno, se fueron duchando los tres amigos. Al terminar, decidieron bajar a la terraza nueva. Les apetecía mucho pasar lo poco de tarde que quedaba ya allí. Al llegar a la terraza, se sentaron al fondo, en una cama balinesa. La carta de bebidas era extensa, junto a la de las cachimbas.

—Creo que me voy a pedir un mojito original, ¿vosotros?

—Un Long Island para mí.

—Pues yo voy a querer otro, me ha gustado tu elección, Juancar.

—Venga, vale, que sean tres Long Islands, ja, ja. No quiero ser yo el rarito del grupo, ja, ja.

—Jesús, da igual lo que pidas, vas a seguir siendo rarito, ja, ja.

—Serás cabrón, Dani… ¿qué sabor pedimos para la cachimba?

—Mientras sea algo afrutado, un poco dulce, mejor.

—Lo dicho, tres Long Islands y la cachimba de fresa con mango, ¿os parece bien?

—Dabuti, Dani. Llama a la camarera y que nos tome nota cuando pueda.

—Buenas tardes, chicos, ¿qué os pongo de beber?

—Buenas, vamos a querer, tres Long Islands y una cachimba de fresa y mango, gracias.

—Marchando.