El verdadero significado del Smekdía - Adam Rex - E-Book

El verdadero significado del Smekdía E-Book

Adam Rex

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Beschreibung

Desternillante novela de ciencia-ficción en la cual el humor sirve para trazar una imagen irónica de la condición humana y sus debilidades. Este sorprendente libro combina texto, historieta y extraordinarias viñetas, todo ello obra del premiado escritor-ilustrador Adam Rex. Una niña de 11 años llamada Gratuity Tucci –a quien todos conocen como "Tip"– debe escribir un ensayo para la escuela, el cual titula "El verdadero significado de Smekdía". Pero, ¿qué es Smekdía? Es el nombre con el que se conmemora la invasión extraterrestre ocurrida tiempo atrás. Los recién llegados han ocupado Estados Unidos, al cual rebautizaron como Smekland, en honor de su capitán Smek, obligando a los terrícolas a vivir en Florida. La novela ha sido adaptada a la gran pantalla por Dreamworks Animation.

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Para Steve Malk y para la señorita Jennifer López

Tipolina Tucci Escuela Secundaria Daniel Landry 2º curso

Tarea: escribir una redacción titulada El verdadero significado del Smekdía. ¿Qué es el Smekdía? ¿Cómo ha cambiado desde que se fueron los extraterrestres? Puedes inspirarte en tu propia experiencia durante la invasión extraterrestre para elaborar tus reflexiones. También puedes incluir dibujos o fotografías.

Todos los trabajos serán enviados al Comité Nacional de la Cápsula del Tiempo en Washington, D.C. El comité escogerá una redacción que será enterrada junto con la Cápsula Nacional del Tiempo, la cual será descubierta dentro de cien años.

Los trabajos deberán tener una extensión mínima de cinco páginas.

Tipolina Tucci Escuela Secundaria Daniel Landry 2º curso

EL VERDADERO SIGNIFICADO DEL SMEKDÍA

Era el Día de la Mudanza.

¿Eso va con mayúsculas? No lo habría puesto con mayúsculas antes, pero ahora el Día de la Mudanza es una efeméride nacional, así que creo que debe ir así.

Con mayúsculas.

En cualquier caso.

Era el Día de la Mudanza y todos estaban enloquecidos. Ustedes se acordarán. Era un caos: gente corriendo por todas partes con los brazos repletos de reliquias familiares, como vajillas y álbumes fotográficos, cargando comida y agua, cargando con sus hijos y con sus perros porque olvidaban que sus hijos y sus perros podían andar por sí mismos. Enloquecidos.

Recuerdo haber visto a una mujer con un espejo, y pensé: “¿Para qué guardar un espejo?”. Entonces la observé correr calle abajo con él en ambas manos y los brazos extendidos como si estuviera persiguiendo vampiros. También vi a un grupo de hombres vestidos como indios que estaban prendiendo fuegos y lanzando bolsitas de té por las tapas de las alcantarillas. Y un hombre que sostenía un tablero de ajedrez sobre su cabeza como si fuera un mesero, mientras miraba a su alrededor en el pavimento y gritaba: “¿Alguien ha visto un alfil negro?”, una y otra vez. Me acuerdo que Apocalipsis Hal estaba en la esquina de la lavandería. Hal era un predicador callejero del vecindario que trabajaba en el restaurante de pescado que había al lado. Llevaba una pancarta sobre su cuerpo con versículos de la Biblia y gritaba enojado a los transeúntes cosas como: “El fin de los tiempos está cerca” y “Cata de mariscos a $5.99”. Ahora su letrero sólo decía SE LOS DIJE, y parecía más ansioso que enojado.

—Tenía razón —me dijo mientras pasaba junto a él.

—¿Sobre el pescado o sobre el Apocalipsis? —le pregunté. Comenzó a seguirme.

—Sobre ambas cosas. Eso debe servir de algo, ¿no? ¿Que tuviera razón?

—No lo sé.

—No pensé que fueran a ser extraterrestres —murmuró—. Pensé que serían ángeles con espadas de fuego. Algo así. ¡Eh!, ¡quizá sí son ángeles! Se pueden hallar descripciones muy extrañas de ellos en las Sagradas Escrituras. En Revelaciones hay un ángel con tres cabezas y ruedas.

—Creo que sólo son extraterrestres, Hal —le dije—. Lo siento.

Apocalipsis Hal se detuvo, pero yo seguí andando. Después de unos segundos, me gritó.

—¡Oye, niña! ¿Necesitas ayuda para llevar tus cosas? ¿Dónde está tu hermosa mamá?

—¡Voy a buscarla ahora mismo! —grité y no miré atrás.

—¡Hace mucho que no la veo!

—¡Está bien! ¡Voy a buscarla! —añadí. Era mentira.

Estaba sola porque mamá ya había sido llamada por las naves a través de señales emitidas desde la verruga de su cuello. Sólo quedábamos mi gata y yo, y debo confesarles que no me sentía muy amigable con la gata. Había cargado con ella un rato, pero se revolvía como una bolsa llena de pescados, así que la dejé en el suelo. Cuando yo caminaba, ella me seguía, y se encogía cada vez que alguien corría cerca de nosotros o que sonaba un claxon, lo cual sucedía todo el tiempo. Era paso, paso, espasmo; paso, paso, espasmo, como si estuviera bailando la conga. En algún momento miré hacia atrás, luego a mi alrededor, y ya no la vi más.

—Bien —dije—. Nos vemos, Pig —y eso fue todo. Mi gata se llama Pig. Debí haber mencionado eso.

Lo raro de escribir para gente del futuro es que no sabes qué tanto debes explicar. ¿La gente aún tiene mascotas en su tiempo? ¿Aún tienen gatos? No estoy preguntando si los gatos todavía existen; ahora mismo tenemos muchos más gatos de los que podemos acomodar. Pero no estoy escribiendo esto para la gente de ahora.

Es decir, si alguien además de mi maestra alguna vez lee estas palabras, será porque gané el concurso y esta redacción estará enterrada en la cápsula del tiempo con fotografías y periódicos, y será desenterrada dentro de cien años, y entonces ustedes la leerán en sillas de cinco patas mientras comen planetas asados o algo así. Y me parece que ya deberían saber todo sobre mi tiempo para ese entonces, pero luego pienso en lo poco que sé yo sobre 1913, así que quizá debería aclarar algunas cosas. Esta historia comienza en junio de 2013, cerca de seis meses después de la llegada de los extraterrestres Buv. También han pasado seis meses desde que los extraterrestres se apoderaron de todo por completo, y cerca de una semana desde que decidieran que la raza humana sería más feliz si se mudara a un pequeño estado que no estorbara, en donde se pudiera mantener fuera de problemas. En ese momento yo vivía en Pensilvania. Pensilvania estaba en la costa este de Estados Unidos. Estados Unidos era un país grande en donde todos usaban camisetas divertidas y comían demasiado.

He vivido sola desde que mamá se marchó. No quería que nadie se enterara. Había aprendido a conducir distancias cortas amarrando latas de maíz a mis zapatos para alcanzar los pedales. Al principio cometía muchos errores, y a quien haya estado caminando en la banqueta de la Calle 49 y Pino por la noche el 3 de marzo de 2013, le debo una disculpa.

En algún momento me volví muy buena. Tan buena como un piloto de NASCAR. Así que mientras la mayoría de las personas se presentaba ante los cohetes buvianos para su traslado a Florida, yo pensaba en conducir hasta allá, sin la ayuda de nadie. Conseguí las direcciones en Internet, lo cual no resultaba tan fácil como antes, pues los Buv lo habían comenzado a controlar. Pero la ruta parecía sencilla. La página de Internet decía que me tomaría tres días, pero la mayoría de los conductores no eran tan buenos como yo, y no se alimentarían con tartas glaseadas y aguas de sabores para conducir sin parar. Me abrí camino entre montones de personas, pasé delante de una mujer con un bebé en un tazón de cristal y de un hombre cargando cajas desde las que se desparramaban tarjetas de béisbol por la calle, para llegar finalmente a las canchas de tenis, en donde había dejado el auto.

Era una pequeña camioneta, del tamaño y color de un refrigerador y apenas el doble de rápido, pero no gastaba mucha gasolina y yo no tenía mucho dinero. Había dejado en cero nuestras cuentas bancarias, y tenía menos de lo que me imaginaba en el fondo de emergencia que mamá guardaba en un cajón de ropa interior dentro de una cajita de pantis, y con un letrerito que decía ARAÑAS MUERTAS. Como si no supiera que estaba ahí. Como si no me hubiera gustado ver arañas muertas.

Eché la bolsa de la cámara y las mochilas en el asiento trasero y, repentinamente, sentí un peso muerto en el estómago debido a la soledad que me rodeaba. Volteé mi cabeza a un lado y al otro, y miré a través de la gente en pánico. Miré a través de un hombre con guantes para el horno que sostenía un estofado, ¡pero qué demonios!, disculpen mi lenguaje. No sabía qué o a quién estaba buscando. Definitivamente no a la gata. Pero le llamé de todas formas.

—¡Pig! —grité—. ¡PIIIIIIIIIIG!

Gritar “pig”1 en la calle suele atraer mucho la atención, pero esta vez nadie me hizo caso. De hecho, en mi tercer “Pig” un tipo se agachó, pero aún no estoy segura de por qué.

En cualquier caso, cuando estaba por subir al auto, una gata gorda y gris llegó disparada por la calle y brincó hacia el tablero. Se giró y me acercó una mejilla para que la acariciara.

—Oh —dije—. Muy bien, supongo que puedes venir. Pero tendrás que hacer tus necesidades en las paradas.

Pig ronroneó.

Para entonces yo pensaba que no estaría mal tener algo de compañía, ya que no esperaba ver a nadie más durante un par de días. Supuse que las carreteras estarían vacías, ya saben, prácticamente todo el mundo estaría subiéndose a los cohetes.

Tenía razón y no.

¿Sabían que a los gatos no les gusta viajar en auto? No les gusta, o al menos a la mía no. Antes de partir, reinicié el odómetro, así que sé que Pig se pasó los primeros treinta y seis kilómetros mirando por la ventana trasera, resoplando. Se aferró con las uñas al asiento del copiloto como un adorno de Halloween, con el lomo arqueado y esponjado.

—¡Tranquilízate! —grité mientras esquivaba autos abandonados en la carretera—. ¡Soy una muy buena conductora!

Dejó de resoplar y comenzó a gruñir, o algo parecido. Ya saben cómo gruñen los gatos. Como palomas que fuman demasiado.

—Te pude haber dejado en casa, traidora. Te podrías haber mudado con tu querido Buv.

Soy perfectamente capaz de mirar a un gato y conducir al mismo tiempo, pero por alguna razón el auto dio un brinco sobre un pedazo de llanta que había en la carretera, y Pig chilló y saltó del asiento, dio un par de vueltas frenéticas en el asiento trasero y se abalanzó contra la palanca de cambios para terminar hecha una bola debajo del pedal de freno.

—Oh, oh —murmuré. Pisé el freno lentamente, tratando de sacarla de ahí. Ella resopló y le dio un zarpazo a la lata de maíz que tenía debajo de mi zapato.

Miré a la carretera, esquivé una motocicleta sin conductor y luego miré hacia abajo.

—Vamos, Pig —dije, tratando de calmarla (mientras esquivaba una camioneta)—. Sal de ahí… (un tanque de gasolina)… ¡Te doy un premio!… (un auto deportivo. ¿Por qué todos habían abandonado sus autos?).

—¿Prrr? —dijo Pig.

—¡Eso es! ¿Quieres un premio? ¿Premio? ¿Premio? —canté una y otra vez como un jilguero.

Pig no se movía, pero yo tenía enfrente un tramo de camino despejado. Sólo estaba pendiente de un gran tráiler a la izquierda, en la distancia, y entonces vi que algo se movía. Colgaba en el aire sobre el tráiler, y se meneaba de arriba abajo perezosamente. Era una masa de burbujas, tal vez burbujas de jabón. Pero algunas eran del tamaño de una pelota de béisbol, y otras del de una de basquetbol, y todas estaban pegadas y entrelazadas formando una estrella del tamaño de una lavadora. Como esto:

No se movía con el viento, sólo bajaba y subía lentamente, como si estuviera atada al escape del gran tráiler con hilos invisibles. Y, cuando bajé la mirada al escape, vi algo más. O alguien más, en medio del camino.

—Hay un tipo ahí —dije, tanto a Pig como a mí misma. El tipo, o la mujer, o lo que fuera, tenía puesto algo anaranjado y brillante, fácil de ver, y quizás algún tipo de casco de plástico transparente, y pensé: “¿Un traje antirradiación?”, hasta que nos acercamos lo suficiente para comprobar que era uno de ellos. Un Buv.

—Está bien… Está bien —murmuré y conduje el auto lo más a la derecha que pude sin chocar con las barreras de contención.

El Buv se percató de mi acercamiento y giró su extraño cuerpo hacia mí. El sol se reflejaba en su casco, pero creo que levantó su brazo con la palma hacia afuera de una manera que debe ser reconocida por toda la galaxia como una señal de alto. Sin embargo, era difícil saberlo a ciencia cierta. Tenían las manos tan pequeñas.

No me podía detener, pero podía quitar mi pie del acelerador, así que fui perdiendo velocidad mientras acariciaba el costado del camino y dije un par de avemarías silenciosamente.

Nos estábamos acercando mucho, lo suficiente como para ver ese desastre horrible de patas que el Buv tenía bajo su cuerpo, y su cabeza ancha y plana dentro del casco. Hizo su gesto de nuevo, ahora con más fuerza, y era, definitivamente, de alto. Yo levanté mi mano y sonreí y saludé y mantuve la mirada en el camino. No quería volver a mirarlo, así que casi no me percaté cuando el otro brazo del Buv bajó a su costado y subió de nuevo con algo en su mano. Pronto reconocí lo que era por lo que había visto en televisión: una de esas horribles armas que mostraban con frecuencia cuando aún intentábamos luchar contra ellos. Armas terribles que ni siquiera emitían sonido o luz. Simplemente te apuntaban y tu cuerpo desaparecía en un abrir y cerrar de ojos.

Y bueno, lo que sí podía hacer era pisar el acelerador. Me agaché y lo presioné con fuerza, y el auto se echó con violencia al frente, aunque no lo suficientemente rápido, rayando la barrera de contención y haciendo saltar chispas como si se celebrara el Cuatro de Julio.

El Buv gritó algo que no pude escuchar ni comprender. Traté de volverme un blanco difícil, zigzagueando y mirando justo a tiempo para esquivar una camioneta. Miré al espejo derecho y vi que había sido destrozado por la barrera de contención, así que observé por el retrovisor y me di cuenta de que la mayor parte de la camioneta ya no estaba ahí, se había deshecho como una bola de helado, así que intenté mirar por el espejo izquierdo, pero tampoco estaba ahí. Volteé y vi al Buv perdiéndose en la distancia, ahora estaba lejos. Ya no me perseguía.

—Vaya, Pig —dije suavemente, y Pig salió de debajo del pedal como si no importara si estuviera ahí o no.

Un momento después me detuve a la orilla del camino y examiné el auto. El arma del Buv había desintegrado mi espejo y había un agujero en la ventana trasera izquierda por donde había entrado el rayo. Vi que había un agujero aún mayor en el parabrisas trasero, por donde salió el rayo. Los agujeros eran perfectos, como los que dejan los moldes de galleta en la masa.

—Los odio —dije—. Los odio. Tuvimos mucha suerte, Pig.

Pero Pig no me escuchaba. Estaba estirada en el asiento del acompañante, dormida.

¿Por qué disparó el Buv? No lo sé; lo único que yo estaba haciendo era conducir a Florida, como ellos querían. Pero en el kilómetro setenta y siete descubrí por qué no había nadie más en la carretera: ya no había carretera.

Estábamos tomando una curva cuando el auto se sacudió sobre un bache. Mi cinturón de seguridad se tensó mientras yo brincaba de arriba abajo, con un dolor que me retorcía el cuello. Pig rodó del asiento, se despertó brevemente en el suelo y se volvió a quedar dormida ahí mismo.

Esquivé varios pedazos de asfalto y rodeé algo que parecía más una piscina vacía que un bache. Luego otra curva, y la carretera había desaparecido. Mi pequeño auto cayó desde una plataforma de pavimento hacia un cráter de tierra y alquitrán, y yo sacudí el volante mientras estrellaba mi pie de lata de maíz contra el freno. Derrapamos y nos abrimos paso a través de florituras de metal retorcido que alguna vez fueron una barrera de contención, y luego nos deslizamos hacia un terraplén, dimos dos vueltas y nos detuvimos abruptamente en un estacionamiento de MoPo.

El aire alrededor del auto estaba anaranjado por el polvo. Me aferré al volante como a un salvavidas. Pig estaba de espaldas en el espacio que hay entre el parabrisas y el tablero. Nos miramos a los ojos y me lanzó un pequeño resoplido.

Así que era eso. Nadie tomaba sus autos porque los Buv habían destruido las carreteras. Y ya lo creo que lo habían hecho.

Me desabroché el cinturón con cansancio y caí fuera del auto. Pig hizo lo mismo, se estiró y salió corriendo detrás de un insecto.

Casi vomité. ¿Puedo decir eso en un trabajo para la escuela? ¿Que vomité? Porque cuando digo “casi”, lo que de verdad quiero decir es “repetidamente”.

Mientras estaba encorvada noté que se nos había reventado una llanta. No sabía si teníamos repuesto, pero no importaba mucho porque no sabía cómo cambiarla. Todo lo que mamá me había enseñado de mecánica era el número telefónico de un camión remolcador para llamarle en caso de que el auto dejara de avanzar.

Aunque era una locura, pensé que debía intentar llamar a alguien. No parecía probable que obtuviera respuesta, pero ya estábamos demasiado lejos de casa para caminar. Abrí la guantera y encontré el celular de emergencia que sólo tenía una hora para hablar y, como decía mi madre, NO ERA UN JUGUETE. Lo abrí, presioné el botón de encendido, y cobró vida. Unas voces extrañas murmuraban al otro lado de la línea.

—Si ni siquiera he marcado —dije en voz baja y las voces se detuvieron—. ¿Hola? —pregunté.

Las voces regresaron en balidos y golpeteos, como un cordero pisando papel burbuja. Se volvieron más fuertes, más agitadas.

Rápidamente presioné el botón de apagado y cerré el celular. Parecía algo grotesco y alienígena en mi mano, así que lo metí de nuevo en la guantera y le puse el manual del auto encima.

“Manual del auto”, pensé. Quizás ahí diga cómo cambiar la llanta. No. Después. Eso puede esperar.

Me senté. El cielo estaba despejado de nuevo, y azul. A lo lejos había un pueblo pequeño que no conocía. El edificio más alto era una iglesia de piedra, y tenía un agujero bien delineado en el campanario. Cerca de ahí se veían postes de teléfono rotos colgando como marionetas cojas. Ya había estado sentada el tiempo suficiente.

—Quizás haya algo de comida en el MoPo —dije animadamente mientras buscaba a Pig.

Para su información, personas de la cápsula del tiempo, un MoPo era algo a lo que llamábamos “tienda de autoservicio”, como ésas que anuncian “los refrescos están a su disposición justo al lado de las rosquillas y los boletos de lotería”. Quien quiera comprender cómo la raza humana fue conquistada tan fácilmente debe estudiar estas tiendas. Prácticamente todo lo que hay en ellas está lleno de azúcar, queso o consejos para bajar de peso.

El interior estaba oscuro, pero era lo que me esperaba. Pig me siguió hasta la puerta, que se abrió con una campanilla, y entró en la tienda. Los estantes estaban casi vacíos, probablemente saqueados, con excepción de algunos panes mohosos y unas golosinas saludables de yogur llamadas Barras NutriZona-Extrema-FitnessPlus con Calcio. También había una bolsa y un par de latas de comida para gato, lo cual estaba muy bien. Me senté en el suelo frío de linóleo y me comí una de las barras de yogur, y Pig se comió una lata de comida Capitán de Mar.

—No creo que lleguemos a Florida —dije.

—¿Miau?

—Florida. Es a donde vamos. Un estado grande lleno de naranjas.

Pig regresó a su comida y yo le di otra mordida a lo que me comenzaba a parecer un borrador gigante.

—Quizá nos podamos quedar aquí, estamos bastante lejos de la ciudad. Los Buv ni se darán cuenta.

—Miau.

—Claro que sí. Podríamos vivir en casa de alguien. O en un hotel. Y probablemente el pueblo esté repleto de comida enlatada.

—¿Miau, miau?

—Muy bien, si eres tan lista dame una razón por la que no funcionaría.

—Miau.

—Oh, siempre dices eso.

Pig ronroneó y se acomodó para tomar una siesta. Me recosté en un cajero automático y cerré los ojos contra el sol que se ponía. No recuerdo haberme quedado dormida, pero estaba oscuro afuera cuando desperté con una barra de pan debajo de mi cabeza y escuché la campanilla de la puerta.

Tomé aire y me escondí debajo de un estante. Más tarde me acordé de Pig, que no estaba por ninguna parte. Algo se movía por la tienda, sus pasos eran como un redoble de tambor.

Vete, vete, decía en mi cabeza a lo que estaba segura que era un Buv. Pasó delante de los estantes y vi un racimo de pequeñas patas de elefante envueltas en un traje de caucho azul. Buv. Probablemente lo habían enviado a buscarme.

Después, el redoble se detuvo. Una voz húmeda, nasal, dijo:

—Hola, gatito.

Pig.

—¿Cómo te metiste en este MoPo?

Escuché a Pig ronronear fuertemente, la desgraciada. Probablemente se estaba frotando contra cada una de sus ocho patas.

—¿Alguien… te dejó pasar, hum?

El corazón me latía fuertemente. Como si Pig pudiera decir: “Sí, fue Tipolina. Pasillo cinco”.

—Tal vez estás siendo hambriento —le dijo el Buv a Pig—. ¿Te gustaría compartir un frasco de jarabe para la tos conmigo?

El redoble se reanudó. Se movían de nuevo. Saqué la cabeza del estante para verlos atravesar una puerta con la leyenda SÓLO EMPLEADOS. Me deslicé y corrí, sin pensarlo, hacia la puerta. La abrí de un empujón y escuché el repiqueteo, y pensé, oh sí. La campana. Miré atrás de mí rápidamente y salí corriendo. Aceleré hacia el auto, agarré mi mochila y me fui hacia una hilera de arbustos que llevaban al estacionamiento. Estaba a salvo detrás de ellos mirando por un agujero entre las hojas, justo a tiempo para ver al Buv asomarse desde el MoPo. Él, eso, se apretujó entre las puertas y miró de lado a lado, escudriñó el estacionamiento en busca de lo que hubiera sido tan tonto como para olvidar que la puerta tenía una campanilla. Después, dio un brinquito cuando vio mi auto y sonrió a Pig. Podía verla a través de la puerta con sus patas delanteras apoyadas en el vidrio.

—¿Hola, hum? —gritó el Buv. Miró hacia la carretera y silbó con la nariz.

Intenté hacerme lo más pequeñita posible, traté de que mi corazón dejara de palpitar, o que la sangre no retumbara en mis orejas. El Buv correteó a través del asfalto hacia algo nuevo, algo que no había notado antes.

En la esquina del estacionamiento había una cosa de apariencia extraña, como un carrete de hilo con cuernos gigante. Era todo de plástico, tenía color azul y estaba suspendido en el aire, como a medio metro del suelo.

—Yo no lastimarte —gritó el Buv de nuevo—. ¡Si querer ser huésped, hay suficiente jarabe para la tos y galletitas para todos!

Eso, él, lo que sea, subió su cuerpo enano al gran carrete de hilo, anclándose a los bordes con sus pequeñas patas de elefante. Sus bracitos de rana se levantaron y agarraron los cuernos y, después de algunos giros y vueltas, la cosa de plástico azul se elevó poco menos de un metro y navegó por la montaña de roca y hierba hacia la carretera.

—¡Aló! —gritó mientras se alejaba—. ¡No hay que temer! ¡Los Buv ya no comemos gente!

El extraño scooter del Buv desapareció sobre la cresta de la montaña y yo salí corriendo hacia la tienda. ¿Para qué? ¿Para agarrar a Pig? Probablemente habría preferido quedarse con el Buv. Pero era todo lo que tenía, y el auto no avanzaría con una llanta reventada, y mi único pensamiento era desvanecerme en este pequeño pueblo y esperar que los Buv no se esforzaran mucho por encontrarme.

—Hora de irnos, Pig —dije al entrar al MoPo, con las tripas tintineando como un timbre nervioso. Trató de salir por la puerta detrás del extraterrestre, supongo, pero la alcé en brazos.

—Estúpida gata.

Metí toda la comida de gato y las barras energéticas en mi mochila y corrí hacia el auto. Quería asegurarme de que tenía todo lo necesario, y luego salir de ahí. Al llegar a la puerta del copiloto recordé el celular y me pregunté si debería recuperarlo, y entonces se me ocurrió una idea malvada.

Pig se retorcía en mis brazos.

—Miiiiaaauuuuuuu —dijo.

Me reí.

—No te preocupes. No vamos a ningún lado. Sólo entraremos a la tienda y esperaremos a que tu amigo regrese.

Pig resopló silenciosamente para sí misma.

Permítanme decirles cómo pensé que sucedió la siguiente parte. Supuse que el Buv sobrevolaría alrededor de la vieja carretera durante un rato, dum de dum, pensando vaya espero ser encontrando a Tipolina o quienquiera ser eso, o me la como o la soy llevada de regreso o la lanzo a Florida o algo así, después el Buv quizá revisó el MoPo y después mi auto, y después pensó: Ho hum, quizás ello ser sólo mi imaginación, no ninguna chica o lo que sea, yo seguro ser estúpido, sonido de carnero, papel burbuja, papel burbuja.

Después, el Buv estacionó su carrete con cuernos y regresó al MoPo y se preguntó dónde estaba Pig, y cuando la puerta dejó de tintinear, escuchó algo. Así que pensó, ¿Qué ser eso? y fue a investigar. Y mientras se acercaba a la sección de comida congelada, quizá se dio cuenta de que eran las voces de otros Buv, a pesar de ser tan estúpido. Y vio que había un congelador abierto que no estaba abierto antes, así que fue hacia allá y se asomó e hizo un sonido de oveja. Quizás en ese momento se percató de que todos los estantes del congelador estaban en el piso al lado de mi celular, pero no importaba, porque fue justo entonces cuando pateé su extraterrestre trasero hacia adentro y cerré la puerta con un palo de escoba atravesado.

El Buv brincó arriba y abajo, y se giró a mirarme. Yo estaba feliz de verlo tan asombrado, o asustado, y presionó su gorda cara contra el vidrio para mirar bien a su captor. Yo hice un pequeño baile.

—¿Para qué eres hacer esto? —dijo. Creo que eso es lo que dijo. Era difícil escuchar a través del vidrio. Me pregunté, de repente, si se quedaría sin aire en algún momento. Eso me inquietó y tuve que acordarme de la situación en la que me encontraba.

—Bien —susurré—. Espero que se quede sin aire —deseaba que tuviera mucho frío ahí dentro también, pero no había electricidad.

—¿Qué? —dijo el Buv débilmente—. ¿Dijiste qué? —sus ojos iban de un lado a otro como pequeños peces. Sus dedos de rana tamborileaban contra el cristal.

—¡Dije que esto es lo que te mereces! ¡Ustedes secuestraron a mi mamá, así que ahora yo lo hago con uno de ustedes!

—¿Qué?

—¡Ustedes secuestraron a mi mamá!

—¿Mimama?

—¡MI… MAMÁ!

El Buv pensó sobre esto un segundo y sus ojos se iluminaron:

—¡Ah! ¡“Mi mamá”! —dijo alegremente—. ¿Qué pasa con ella?

Grité y pateé el vidrio.

—Ajá —el Buv asintió como si hubiera dicho algo importante—. Entonces, ¿puedo salir hacia el afuera ahora?

—¡No! —le grité—. No puedes salir hacia el afuera. ¡Nunca podrás salir hacia el afuera de nuevo!

Ante esto, el Buv se mostró genuinamente sorprendido y asustado.

—Entonces… entonces… ¡yo tendré que hacer disparar con mi pistola!

Di un salto hacia atrás con las manos arriba. Con toda la conmoción, no pensé en eso. Puse mi mirada donde deberían estar sus caderas, si hubiese tenido. Fruncí el ceño.

—¡Ni siquiera tienes tu pistola!

—¡Sí! ¡SÍ! —gritó, asintiendo furiosamente, como si de alguna manera hubiera probado su parecer—. ¡NO TENGO PISTOLA! Así que tendré que… que…

Su cuerpo entero tembló.

—… ¡DISPARAR LOS RAYOS LÁSER DESDE MIS OJOS!

Me caí en una hilera de estantes. Esto era nuevo para mí.

—¿Lanzar los rayos láser?

—¡LANZAR LOS RAYOS LÁSER!

—¿Puedes hacer eso?

El Buv dudó. Sus ojos temblaron. Después de unos segundos, gritó:

—¡Sí!

Entorné los ojos.

—Bueno, si disparas los rayos láser de tus ojos, entonces no me quedará otra opción más que… HACER EXPLOTAR TU CABEZA.

—Los humanos no pueden hacer explot…

—¡Sí podemos! ¡Claro que sí! Sólo que no lo hacemos muy a menudo. Nos parece una falta de educación.

El Buv pensó esto durante un momento.

—Entonces… estamos necesitando una… tregua. Tú no explotar cabeza, y yo no hacer mis DEVASTADORES RAYOS LÁSER.

—Muy bien —dije—. Tregua.

—Tregua.

Pasaron unos segundos en el silencio profundo de la tienda.

—Entonces… ¿puedo salir hacia el afuer…?

—¡No!

El Buv señaló mi cabeza y dio un golpecito en el vidrio con su dedo.

—Yo poder arreglar tu auto. Vi que está enrrotado.

Me crucé de brazos.

—¿Qué puede saber un Buv sobre arreglar autos?

Bufó.

—Yo soy el Jefe Buv de Mantenimiento. Puedo ser arreglar todo. Seguramente puedo arreglar primitivo autohumano.

No me gustó ese comentario sobre mi auto, pero sí que necesitaba ser reparado.

—¿Cómo sé que no intentarás escapar? Probablemente llamarás a tus amigos y me enviarán a Florida.

El Buv frunció lo que podría haber sido su frente.

—¿No querer tú ir a Florida? Es donde tus gentes han de estar. Todos humanos decidieron ir a Florida.

—¡Eh! No creo que hayamos decidido nada —respondí.

—¡Sí! —contestó el Buv—. ¡Florida!

Lancé un suspiro y me puse a caminar por el pasillo. Cuando miré de vuelta al congelador, vi que el Buv había recogido mi celular.

—Podría hablar con ellos —dijo con gravedad—. Podría llamarlos ahora mismo.

Era verdad. Podía hacerlo.

Quité el palo de escoba de la puerta y la abrí. El Buv se lanzó hacia el frente y de inmediato me sentí arrepentida, pero me di cuenta de que no me estaba atacando. Debió haber sido un abrazo, no se me ocurre mejor palabra para definirlo.

—¿Ves? —dijo—. Los Buv y Humanidad pueden ser amigos. ¡Siempre digo!

Le di unas palmaditas en la espalda.

Suena a locura, lo sé, pero de repente yo estaba buscando provisiones en el pequeño pueblo mientras el Buv trabajaba en mi auto. Creo que no tengo que aclarar, a estas alturas, que Pig se quedó con él.

Fui a cinco tiendas abandonadas y encontré galletas, leche de dieta, malteadas, agua embotellada, bagels muy duros, cereales con miel, salsa de tomate, pasta, una cubeta de algo llamado “Tubi” que venía con una cuchara y Mordiscos de Choconilla Light, que rompieron mi regla de no comer nada con faltas de ortografía. El Buv me había dado una lista de cosas que le gustaban, así que me llevé una caja de pastillas de menta, harina de maíz, levadura, cubitos de consomé, hilo dental de menta y papel para máquina de escribir.

—¡Eh, Buv! —grité a mi regreso. Podía verlo debajo del auto dando golpes. El auto, debo mencionarlo, ahora exhibía tres antenas nuevas. Los agujeros ya no estaban ahí. Había tubos y mangueras conectando algunas partes del auto a algunas otras partes del auto, y un par de lo que sólo puedo describir como aletas. Parecían estar hechas de metal que el Buv había sacado de la tienda. Una de ellas tenía una foto de una bebida congelada y la palabra VELICIOSO escrita.

Había una caja de herramientas abierta, y las herramientas estaban por todas partes, todas ellas muy extrañas.

—Parece mucho problema para una llanta reventada —dije.

—¿Llanta?

Lo miré sorprendida durante un segundo y luego caminé al otro lado del auto. La llanta seguía reventada.

—¡El auto, ahora debe volar mucho mejor! —dijo contento.

—¿Volar? —contesté—. ¿Volar mejor? ¡No volaba para nada antes!

—¿Hum? —dijo el Buv mirando hacia abajo—. ¿Así que por eso es que las ruedas están sucias?

—Probablemente.

—Entonces, ¿es de rodar?

—Sí —dije secamente—. De rodar. En el suelo.

El Buv pensó en esto durante un largo par de segundos.

—Pero… ¿cómo rodaba con esta llanta reventada?

Dejé la canasta en el suelo y me senté.

—No importa —dije.

—Bueno —replicó el Buv—. Volar va requetebién ahora. Usé partes desde mi vehículo.

Me sorprendió que utilizara la palabra “requete”. Era muy coloquial. Algo que no esperaba que conociera. Y ni siquiera se usaba. Ya nadie lo decía. Nadie salvo mi mamá, y a veces yo. Supongo que me recordó a mamá, y supongo que me hizo enojar un poco.

—Cómete tu hilo dental, Buv —dije y pateé la canasta hacia él. No pareció importarle e hizo lo que le dije, chupando pedazos de hilo como espagueti.

—Tú no decirlo bien —dijo al fin.

—¿Decir qué?

—“Buv”. Como lo dices es muy corto. Debes hacerlo más, como si fuera un gran suspiro: “Bu-u-uv”.

Después de un momento, me tragué el enfado y lo intenté.

—Bu-uv.

—No: Bu-u-uv.

—Bu-u-u-u-uv.

El Buv frunció el ceño.

—Ahora suenas como oveja.

Sacudí la cabeza.

—Bueno, ¿cuál es tu nombre? Te llamaré así.

—Ah, no —dijo el Buv—. Para una niñahumano decir mi nombre correctamente necesita dos cabezas, pero he elegido J. Lo como mi nombre humano.

Ahogué una carcajada.

—¿J. Lo? ¿Tu nombre en la Tierra es J. Lo?

—Ah, ah —me corrigió J. Lo—, no “Tierra”, “Smekópolis”.

—¿Cómo que “Smekópolis”?

—Eso es como hemos llamado a este planeta, Smekópolis. Es un tributo a nuestro glorioso líder, el Capitán Smek.

—Espera un momento —negué con la cabeza—. ¡Basta! No pueden cambiarle el nombre a un planeta como si nada.

—Gentes que descubrir planetas les toca ponerles nombre.

—Pero se llama Tierra. Siempre se ha llamado Tierra.

J. Lo sonrió condescendientemente. Quería golpearlo.

—Humanos vivir mucho en el pasado. Nosotros llegamos a Smekópolis hace mucho tiempo.

—¡Llegaron la Navidad pasada!

—Ah, ah. No “Navidad”, “Smekdía”.

—¿Smekdía?

—Smekdía.

Y bueno, fue así como aprendí el verdadero significado del Smekdía. Este Buv llamado J. Lo me lo dijo. A los Buv no les gustaba que celebráramos nuestros días festivos, así que los reemplazaron con otros nuevos. La Navidad fue renombrada por el Capitán Smek, su líder, quien había descubierto un Nuevo Mundo para los Buv, la Tierra. Quiero decir, Smekópolis.

Lo que sea. Fin.

1 Seguro que debe atraer mucho la atención que se le llame así a una gata, pues pig significa cerdo en inglés.

Tipolina:

Interesante estilo en general, pero me temo que no cumpliste con el objetivo del trabajo. Cuando los jueces del Comité Nacional de la Cápsula del Tiempo lean nuestras historias, estarán buscando qué significa el Smekdía para nosotros, no para los extraterrestres. Recuerda: la cápsula será desenterrada dentro de cien años y la gente del futuro no sabrá cómo era la vida durante la invasión. Si tu redacción gana el concurso, lo leerán para averiguarlo.

Quizá podrías comenzar antes de la llegada de los Buv. Aún hay tiempo para mejorar tu trabajo antes de que los enviemos. Si quieres intentarlo de nuevo, lo tendré en cuenta para un punto extra.

Calificación: 7.5

Tipolina Tucci Escuela Secundaria Daniel Landry 2º curso

EL VERDADERO SIGNIFICADO DEL SMEKDÍA

SEGUNDA PARTE

O cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar al Buv

Muy bien. Comienzo antes de que llegaran los Buv. Creo que en realidad necesito retroceder casi dos años atrás. Esto fue cuando a mamá le salió la verruga en el cuello. Fue cuando la abdujeron.

Yo no vi cuándo sucedió, naturalmente. Así sucede con estas cosas. A nadie lo abducen durante un partido de fútbol, o en la iglesia, o justo después de que Kevin Frompky te tire todos los libros de las manos entre clase y clase, y todos te miran y se ríen y no te queda otra opción más que darle un puñetazo en el ojo.

O lo que sea.

No, la gente siempre es abducida cuando conducen en una carretera vacía por la noche, o en su recámara cuando están durmiendo, y es devuelta antes de que alguien se dé cuenta de que ya no están. Esto me consta, he estado ahí.

Así sucedió con mamá. Entró a mi cuarto una mañana, con los ojos como platos, el cabello hecho un espanto, y me dijo que mirara su cuello.

Me quité el sueño de un parpadeo y miré donde me dijo. Lo hice sin preguntar porque apenas hacía unos días me había despertado para decirme que Tom Jones estaba en la tele o que en el periódico había un “requetebuén cupón” para protectores de ropa.

—¿Qué estoy buscando? —pregunté amodorrada.

—La verruga —dijo mamá—. ¡La verruga!

Miré. Definitivamente había una verruga, color café y arrugada como una burbuja en una pizza. Estaba justo en el centro de su cuello, en su columna vertebral.

—Tabuenísima —dije, bostezando—. Gran verruga.

—No lo entiendes —dijo mamá volteando, y la mirada en sus ojos me hizo despertar un poco más—. ¡Me la pusieron ahí anoche!

Parpadeé un par de veces.

—¡Los extraterrestres! —terminó frenéticamente.

Ahora sí que estaba despierta. Miré más cerca. La toqué con el dedo.

—No creo que debas tocarla —dijo rápidamente mamá y se quitó—. Tengo una sensación muy muy fuerte de que no deberías tocarla.

Había algo extraño en la voz de mamá. Algo plano y seco.

—Está bien —respondí—. Lo siento. Y… ¿a qué te refieres con “extraterrestres”?

Mamá se levantó y caminó por el cuarto. Su voz sonaba normal ahora, quizás un poco ansiosa. Me explicó que la habían despertado la noche anterior, dos de ellos, y le habían inyectado algo en el brazo. Me lo enseñó y definitivamente había algo como un punto rojo detrás de su codo derecho. Sabía que la habían llevado afuera, pero se había quedado dormida un momento para después despertar en un cuarto grande y brillante.

—Espera —le dije—. ¿Te quedaste dormida? ¿Cómo te pudiste quedar dormida en medio de todo esto?

—No lo sé —contestó mamá, sacudiendo la cabeza—. No tenía miedo, Tortuguita. Simplemente, no tenía miedo. Estaba llena de tranquilidad.

Tenía mi propia teoría acerca de qué más estaba llena, pero me la guardé para mí.

Mamá me explicó que los extraterrestres, que ya eran un montón, la habían subido a su nave para doblar algo de ropa. Se comunicaban no con palabras, sino con complejos gestos con las manos, y estaban muy impresionados con sus habilidades para doblar ropa. La llevaron a una mesa atiborrada de trajes brillantes y plastificados con pequeñas mangas y demasiadas patas. Así que se puso a trabajar. Mientras doblaba, notó que había otro humano, un hombre de origen hispano, dijo, lejos, en el otro extremo del cuarto. Lo tenían abriendo frascos de pepinillos. Pensó que debía decirle algo, decirle “hola”, pero había demasiado qué doblar, y de repente sintió un dolor caliente en la nuca y se desmayó. Cuando despertó, era de mañana.

—Lo pusieron en mi cuello, con alguna especie de pistola de verrugas —dijo mamá, y asintió con la cabeza.

—Pero, ¿por qué? —pregunté—. ¿Por qué una raza de… de… seres muy inteligentes viajarían por la galaxia sólo para ponerles verrugas a las personas?

Mamá parecía un poco ofendida.

—No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? ¡Pero ayer no la tenía! Tienes que aceptar que no estaba ahí ayer.

La miré, tratando de recordar. ¿Pero quién se acuerda de las verrugas?

—Tortuguita, ¿me crees, verdad?

Permítanme decirles lo que no dije. No dije que había sido una pesadilla. No dije que había estado trabajando muy duro y comiendo demasiado queso antes de dormir. No le dije, por quincuagésima vez, que ojalá no tomara esas pastillas para dormir.

Lo que dije fue que le creía, porque así funcionaban las cosas en casa. Cuando regresaba de la tienda en donde trabajaba con un paquete de carne echada a perder que había rescatado del basurero, le decía que se veía deliciosa. Después la tiraba. Cuando regresaba de la escuela para encontrarme con que se había gastado nuestros ahorros en una aspiradora de ochocientos dólares que le había comprado a un vendedor de puerta en puerta, le decía que estaba genial. Después tomaba el teléfono y conseguía que nos devolvieran el dinero. Así que le dije que creía lo de los extraterrestres.

—Gracias, Tortuguita, mi dulce niña —me abrazó con fuerza—. Sabía que lo harías.

Quizá debería explicar esto de “Tortuguita”. Al parecer es un apodo de familia que tengo desde hace mucho tiempo. Mi acta de nacimiento dice “Tipolina Tucci”, pero mamá me llama Tortuguita desde que se enteró de que “tipolina” no significa lo que ella pensaba. Mis amigos me dicen Tip.2

Supongo que les cuento todo esto para explicarles más cosas sobre mi mamá. Cuando me preguntan sobre ella, digo que es muy guapa. Cuando me preguntan si es tan lista como yo, digo que es muy guapa.

—Dulce niña —suspiró mamá, meciéndose. Yo la abracé también, con la cara a unos centímetros de la verruga.

Hay empresas que se jactan de fabricar tarjetas de felicitación para cualquier ocasión. Si alguna está leyendo esto, tengo que decirle que no pude encontrar ninguna de “Lamento que tus amigos te hayan abandonado después de tu secuestro extraterrestre”, cuando la necesitaba.

Y pobre mamá, no se podía quedar callada. Le contó su historia a todo el mundo en la tienda. Incluso lo de doblar la ropa. Especialmente lo de doblar la ropa, como si hubiera sido un detalle verdaderamente importante. Ahora me pregunto si los extraterrestres no hacían cosas así a propósito, como pretender que sus víctimas parecieran locas.

Me secuestraron unos extraterrestres y me hicieron doblarles la ropa.

Fui abducida y los extraterrestres me hicieron limpiar sus canaletas.

¿Ven a lo que me refiero?

Así que la gente dejó de hablar con ella. Mamá y las otras mujeres de la tienda solían salir los miércoles a tomar enormes cocteles servidos en sombreros de barro. Pero, una por una, fueron encontrando excusas, y mamá se quedó de repente con los miércoles libres. Una semana me hizo su espía y rondé el lugar de tacos donde solían ir y me asomé por las ventanas. Claro, las mujeres de la tienda estaban ahí, dándoles sorbos a los sombreros mexicanos y riendo juntas. Puedo jurar que se notaba que se reían de mamá.

—¿Estaban ahí? —me preguntó cuando regresé al auto—. ¿No las viste, verdad?

Me dejé caer en el asiento.

—No —mentí.

Fue un miércoles, de hecho, cuando noté que la verruga había cambiado. Sé que era miércoles porque era “Noche de brownies y películas en las que los chicos se quitan la camisa”, que es lo que había reemplazado a la “Noche de los cocteles”, cuando se volvió evidente que las mujeres de la tienda tendrían o citas con el dentista o emergencias familiares inexplicables cada semana hasta el Fin de los Tiempos.

El Fin de los Tiempos, por supuesto, estaba a unos meses de distancia para ese entonces. Aun así, son demasiadas citas con el dentista.

En cualquier caso.

Hicimos los brownies y el protagonista acababa de quitarse la camisa para nadar, yo estaba jugando con el cabello de mamá cuando la vi. La verruga. Era, fácilmente, el doble de grande, y de un extraño color purpúreo.

Perdí el aliento.

—¿Cuándo… pasó esto? —pregunté.

—¿Hum?

—¿Cuándo se puso… así?

Mamá se dio la vuelta para mirarme.

—¿Cuándo se puso así qué, Tortuguita?

—Tu verruga. Está más grande —dije y la presioné con el dedo.

—Mamá saltó del suelo con la cara tiesa y apretada.

—No debes tocarla —dijo secamente—, no es un juguete.

Me quedé un poco ofendida.

—Ya sé que no es un juguete. Claro que no lo es. Es asqueroso. ¿Quién querría un juguete asqueroso? Bueno, quizá los chicos, pero eso no me…

—Únicamente no la toques —espetó mamá y corrió a la cocina. Y fue entonces cuando vi, mientras se alejaba, que la verruga brillaba. Fue sólo un instante. Era un brillo rojo, como una luz de Navidad.

—¡Eh! —grité—. ¡Espera! —corrí a la cocina y mamá se giró hacia mí.

—Está bien, nena —dijo —, no estoy enojada, sólo que…

—¡Calla! —le dije—. Déjame…

—No me digas que me calle. Cállate TÚ.

—Mamá…

—No me gusta esta actitud. Estás comportándote muy rara… mente. Raramente. ¿Se dice “rara” o “raramente”?

—Mamá, tienes que quitarte esa verruga —le dije.

—¿Qué? ¿Por qué? —dijo, confundida—. ¿Qué?

—Está más grande y cambió de color —dije—. Las verrugas que crecen y cambian son señales inequívocas de cáncer.

Mamá sacudió vigorosamente la cabeza.

—No voy a ir a que un matasanos me corte en pedacitos —dijo.

—¡Pero hace un segundo la vi brillar!

Un silencio profundo cayó sobre la cocina. Mamá me miró como si me estuvieran creciendo pies en la cabeza.

—Las verrugas que brillan son definitivamente cancerosas —añadí. Estaba segura de que esto era falso, pero odio perder en las discusiones.

Mamá dudó. Después tocó la verruga cuidadosamente. No le gustó lo que sintió, supongo, porque quitó la mano rápidamente y comenzó a mover la cabeza de nuevo, violentamente, como si tuviera agua en el oído. Como si quisiera sacudirse un pensamiento.

—Yo soy el adulto, tú la niña —dijo finalmente y salió de la cocina. Así terminaba la mayoría de nuestras discusiones. Aunque esta vez no.

—No puedes ignorarlo —dije lenta y suavemente—. Debemos ser valientes e ir al doctor. ¿Te acuerdas del doctor Phillips? Pensabas que sería aterrador, pero todo salió…

—Por Dios, Tipolina, deja de hablarme así —dijo mamá, tratando de echarme de la habitación—. Se solucionará solo.

Bufé.

—Claro. ¿De la misma forma que todo se soluciona siempre por aquí? Sí, todo se soluciona solo y tú nunca tienes que preocuparte o pensar o hacer nada. ¿Pero sabes qué es diferente ahora? ¡Que yo no lo puedo solucionar!

—Oh, Tip… Tortuguita, no…

—Necesito que cooperes porque aún no soy médico y no puedo agarrar tu verruga y llevarla a que la examinen sin ti pegada a ella, así que necesito que hagas lo que te pido.

Mamá se quedó parada en el marco de la puerta un largo momento con una expresión de enfado, después de algo como tristeza, después nuevamente de enfado.

—¡Hablamos por la mañana! —dijo y dio un portazo. Nuestras puertas eran baratas y ligeras, tan buenas para ser cerradas de golpe como una pelota de ping-pong.

—Mamá… —murmuré—. Mamá. Estás…

La puerta se abrió y mamá caminó hacia el otro lado del pasillo.

—Ya sabía que era tu cuarto —balbuceó.

“La película del hombre sin camisa” ya había perdido claramente el interés, así que ambas nos acostamos temprano, pero yo me desperté tres horas más tarde por culpa de los doce vasos de agua que había bebido antes de irme a la cama. Después de unos minutos, estaba en la computadora.

La encendí. Olvidé que nuestra computadora es una de ésas que hace un sonido como de un coro diciendo “ahhh” cuando la pones en funcionamiento.

—¡Chis! —siseé, poniendo las manos sobre los altavoces—. Estúpida computadora.

Me asomé a la sala. Las luces seguían apagadas y no se oía nada de ruido. Me senté de nuevo, abrí el navegador y entré a Doc.com, una de esas páginas de medicina. Me mostró un reportaje sobre tos seca y un anuncio que me sugería preguntarle a mi médico si me convendría tomar Chubusil, y al final la parte en donde podía consultar los síntomas de mamá. Tecleé:

verruga que cambia de tamaño y color

Luego agregué:

brilla

Y presioné ENTER.

La búsqueda arrojó unos ciento cuarenta artículos con títulos como: “¿Tengo cáncer?” y “¡Oh, no! ¿Cáncer?” y “Muy bien, es cáncer, ¿y ahora?”

Emocionada, pulsé en el primer resultado y comencé a leer. Quizá las verrugas sí que brillan, pensé. Pero el primer artículo no lo mencionaba. Tampoco el segundo. Leí cinco artículos antes de darme cuenta de que la búsqueda sólo se había concentrado en las palabras “verruga”, “cambio”, “tamaño” y “color”, excepto una que mencionaba un “brillo saludable” en un ensayo sobre salones de bronceado. Ninguna mención a verrugas brillantes.

¿Saben cómo siempre hay un personaje que, en algún momento de la historia, piensa: apuesto a que no vi ningún fantasma en realidad. Apuesto a que era sólo una sábana. Con cadenas. Flotando por la cocina. Chillando. Seguro que era sólo mi imaginación? ¿Saben cómo siempre se odia a los personajes que piensan así? Los odias, y sabes que jamás deberías de ser tan estúpido como para no reconocer a un fantasma cuando lo ves, sobre todo si tu historia se llama El Espectro Chillón, ¡pero qué demonios!, disculpen mi lenguaje.

Ésta es esa parte de la historia.

Verán, el problema es que no sabes que estás en una historia. Crees que sólo eres una niña. Y no quieres creer en la verruga, o en el fantasma, o en lo que vaya a ser cuando te toque.

En ese momento decidí que la verruga no había brillado. Era un efecto de la luz, o una alucinación, o humo y espejos, o cualquiera de esas cosas que la gente dice que se supone que explican lo que pasó pero no lo logran.

En cualquier caso, dejé de creer que la verruga brillaba. Tenía que hacerlo.

Pero no importaba, porque aún creía que esa cosa había cambiado de tamaño y color, y eso ya era lo suficientemente escalofriante. Apagué la computadora y me deslicé con lentitud hacia la sala. Pig me siguió, ronroneando y zigzagueando entre mis piernas. Tal vez pensó que iba a desayunar temprano y cuando no le hice caso, maulló.

Por un momento pensé que me habían atrapado cuando escuché la voz de mamá en su cuarto. Me congelé y su voz siguió, una palabra, pausa, una palabra, pausa, como si estuviera jugando lotería. No pude evitar sentir curiosidad, así que me acerqué despacio a la puerta de su cuarto. Estaba entreabierta, puse mi oído en la abertura.

—Tractor —dijo mamá.

¿Tractor? Me asomé.

—Gorila —después continuó—: Arancia… Dominó… Emendare… Visión… Aparentemente… Ratón…

Estaba acostada boca arriba, hablando dormida. En inglés e italiano. Soñando con el listado telefónico más extraño del mundo.

Escuché un poco más, a la espera de que se detuviera o dijera algo con sentido. No sé mucho italiano, pero sí lo suficiente como para saber que el diccionario de italiano a inglés no me serviría de mucho para comprender lo que escuchaba.

—Lasagna —dijo mamá.

—Buenas noches —dije yo y regresé a la cama.

Al día siguiente concerté una cita para mamá con el dermatólogo. La enfermera dijo que podían verla dentro de un mes, y yo fui un poco grosera educadamente y, después de una conversación muy vigorosa, la adelantó a la semana siguiente.

La semana siguiente. La llevaré de alguna forma, pensé mientras colgaba el teléfono; no podía estar más contenta, porque no sabía que mamá ya no estaría dentro de cuatro días.

Permítanme adelantarme esos cuatro días, porque en realidad no hay nada que decir sobre ellos. Fueron días con muchas comidas, sueño y discusiones con mamá, como si no hubiera estado a punto de que se la llevaran, como si todo no hubiera estado a punto de cambiar. Fuimos de compras, envolvimos regalos, asistimos a misa, pusimos nuestro árbol de plástico blanco de Navidad. Si mi vida fuera una película, podrían esperar ver una de esas secuencias de imágenes con música en este momento, de las que los directores mediocres usan para mostrar que el tiempo pasa. Ya saben: un montón de escenas cortas y graciosas de mamá y yo en la tienda probándonos vestidos y sombreros chistosos; luego intentando hacer ponche, pero la tapa de la licuadora vuela y nos salpica a nosotras y a las paredes, y nos reímos; después hay un corte y aparecemos nosotras cantando villancicos afuera de alguna casa pero, ¡ups!, los dueños son judíos, y durante todo el tiempo se escucha de fondo “Jingle Bell Rock”, o algo así. Y lo siguiente que sucede es cuatro días más tarde. De hecho es Nochebuena, pero no quiero ahondar en eso. No es una historia de Navidad. Es una historia de Smekdía.