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El verdugo de Sevilla es una comedia teatral del autor Pedro Muñoz Seca. Como es habitual en el autor, la pieza se articula en torno a una serie de malentendidos y situaciones de enredo contados con afilado ingenio y de forma satírica en torno a las convenciones sociales de su época. En este caso, la trama se articula en torno al personaje de Bonifacio, hombre desafortunado que empieza a trabajar de verdugo pensando que solo ha de matar conejos. Pronto descubrirá qué implica de verdad el puesto.
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Seitenzahl: 147
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Pedro Muñoz Seca
CASI SAINETE
en tres aotos y en prosa
Estrenado en el TEATRO DE LA COMEDIA de Madrid, la noche del 31 de Octubre de 1916
Saga
El verdugo de Sevilla Pedro Muñoz SecaCover image: Shutterstock Copyright © 1916, 2020 SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726508369
1. e-book edition, 2020
Format: EPUB 3.0
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Droits de representation, de traduction et de repro duc tion reservés pour tous les pays, y compris la Sue de, la Norvege ét la Hollande.
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Queda hecho el depósito que marca la ley.
Para Anselmo González (Alejandro Miquis) con la admiración y el cariño de
Los Autores.
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A El verdugo de Sevilla
Reir nos enoja, reir nos desfigura el rostro, reir no es elegante; he aquí la fórmula consagrada por ese pseudo-elegante snobismo que convierte a los autores más finos en maniquíes gesticulantes por el resorte de la pose y a los críticos más austeros en majaderos impenitentes... Flota en el ambiente esa fórmula; se va propagando por ahí como una consigna. Y así, cuando entrais en un Teatro, en noche de estreno, veis a los personajes de la sala, no del escenario, adoptando una actitud sustancialmente falsa: la actitud de hombres graves, disciplentes y superiores. Quien frecuente los teatros de Madrid podrá observarlo; la actitud de los espectadores es en la mayoría de los casos más histriónica que la de los figurantes. Vedles enfáticos, retrepados en su butaca, afectados en sus gestos, pretendiendo juzgar dogmática e inapelablemente de la obra estrenada. Se sientan en la butaca con la gravedad doctoral conque ocuparían una cátedra de Cánones. El público de los estrenos es el más recusable de todos; el éxito o el fracaso de una obra se decide al día siguiente de su estreno. La mitad de ese público está compuesto de hombres de letras y de prensa, enemigos mordaces del autor, que desearían desollarle vivo, y la otra mitad de profesionales del estreno... (Advierto a los lectores que no lo sepan que yo no he estrenado jamás, ni aún llevo rumbos de estrenar; mis frases no pueden ser hijas del despecho.)
Hay dos clases de espectadores indeseables: aquellos que creen que el pago de la butaca les da derecho a la protesta ruidosa, pedestre o abucheadora (como si el pago, no de una butaca, sino de doscientas butacas, diera ningún derecho a exteriorizar la mala educación), y aquellos otros solapados e hipócritas que ríen, ríen, durante una o dos horas, gozan al parecer con la obra cómica y luego incurren en el burdo sofisma de decir, despectivos: ¡Qué estupidez! ¡Qué gansada!
Si observais su facies, grave y dogmática, y el aire de suficiencia conque profieren estas frases, considerando la obra como cosa ligera y de poco momento, creeríaseles hombres doctos, versados en letras humanas y aun divinas, duchos en la experiencia del arte escénico y capaces de componer, si a ello se pusieran, el Hamlet Prince of Denmark o el Hernani, de Víctor Hugo; obras que marquen una época en la historia del teatro, obras revolucionarias e innovadoras. Pues no hay tal, mis amigos; son pobres diablos, muy honorables por lo demás, emanados de humildes y laboriosas clases mercantiles o de profesiones liberales que no tienen que ver con el teatro y son incapaces, no ya de concertar una escena teatral, sino aun de sacarse de la cabeza un retruécano cien veces inferior al nivel de los que esmaltan la obra. No habría sino hacer la prueba; cuando salen del teatro, sonriendo despectivamente de los autores, de su obra y hasta de todo el género teatral a que pertenece, debiera el autor surgir de una butaca como por ensalmo e invitarles amablemente a pergeñar una sola escena de una comedia futura.. «Ahora usted se va a casita (debiera decirles el autor) satisfecho por haber pasado bien el rato, pero convencido de que el autor es un ganso incapaz de nada serio; ¿por qué no prueba cualquiera de ustedes, en la soledad de su gabinete, a preparar una obrita que les pueda dar, si no honra, porque ya verá usted cómo le despellejan y torturan, a lo menos provecho, que es lo que a ustedes más puede interesarles...? Digo esto porque si yo visitara una fábrica de harinas de su propiedad o revisara los géneros de su almacén de coloniales, no se me ocurriría decir: Yo he pasado un buen rato admirando todas las maravillas de la industria y del comercio, pero ¡qué porquería todo lo que ahí hay! ¡Esas máquinas las monto yo mejor y esos géneros están todos averiados!...»
Ya hace tiempo que hice esta observación, pero la he confirmado en estos días con motivo del estreno de El Verdugo de Sevilla en el teatro de la Comedia. La obra es sencillamente un modelo del género cómico; una obra donde toda la comicidad brota de la situación misma—lo que es el secreto y el ideal del género cómico.—Los actores no necesitan hacer cabriolas ni piruetas, ni hay un viejo general que salta por un montante para delicia de unas muchachitas, ni una cocinera que brinca en paños menores para delicia de los muchachitos... como en otras obras pseudo-cómicas.
Los personajes se producen discreta y sobriamente; son todos directamente arrancados de la realidad; la patrona (Papel que desempeña discretamente la señora Cortés) es una clásica patrona madrileña con sus dos o tres historias indispensables; el usurero es un usurero como hay tantos, trazado en cuatro rasgos; Talmilla (tan sentido y tan bien interpretado por el señor González) es el cómico de provincias, afectado y envidioso; y Bonilla—del que el colosal Bonafé ha hecho una de sus más indiscutibles creaciones—es un tipo definitivo de «pobre diablo.» La acción no puede ser más verosímil; nada hay en ella forzado ni fantástico; un pobre hombre, un inventor ilusorio, una especie de Silvestre Paradox en el teatro, viviendo de fantasías industriales y de crédito amatorio que le otorga noblemente D.a Nieves, un pobre hombre mísero y bonachón como vemos mil en las calles de toda gran ciudad, a quien un usurero que quiere cobrarle «aquel piquillo» (y que por cierto se lo recuerda muy oportunamente, y definiendo su tipo, al final del primer acto) le vende el favor de gestionarle una credencial; esta credencial pertenece (¿habrá quien diga que es inverosímil que haya credenciales en Gracia y Justicia?) al ramo de Gracia y Justicia y tiene por misión la de ser ejecutor de la última en Sevilla. ¿No tiene que desempeñar alguien la plaza de «ejecutor de la justicia?»... ¿Y no es muy verosímil, dentro de la ironía, con que la Providencia ha dispuesto las cosas, que se dé en la realidad, no ya en la escena, el caso de un pobre hombre bondadoso, de instintos tan poco sanguinarios como Bonilla, que sea obligado a aceptar este papel tan ingrato por atender a su sustento?
Luego hay en la obra de los Sres. García Alvarez y Muñoz Seca algo que no ha visto crítico alguno; una enseñanza ética que «va por dentro», que se desliza discretamente a través de la obra, para que solo un espectador avisado lea entre líneas, la descubra... Esta enseñanza consiste en hacer palpable la paradoja y contradicción que existe entre la fruición con que la sociedad y la magistratura hacen justicia y el desprecio y el descrédito con que esa misma sociedad ¡y aun esa misma magistratura! miran al ejecutor de esa justicia. Hay una frase en el segundo acto, que vale por toda una tésis; es cuando Bonilla dice amargamente, al relatar su llegada a Sevilla: «Lo que más me choca es que el Presidente de la Audiencia me recibió muy fríamente...» Notad que repite la frase para que el espectador la rumie bien; pero el espectador no se hace cargo de ella. ¡Ah, si la frase estuviese en una obra de tesis, de esas que a ciencia y paciencia del espectador se estrenan todos los días por esos teatros de Dios!... Pero, claro está que García Alvarez y Muñoz Seca no incurren en la cursilería de hacer tesis, de lanzar deblateraciones contra la justicia histórica. ¡Oh, no, y Dios les libre de tamaño infortunio! Pero discretamente, y así al vuelo, al pasar, ponen frente a la sociedad un caso cónico... que, cuando se medita bien al salir del teatro, hace llorar. La Condesa de Pardo Bazán ha hecho en La Piedra angular un estudio austero, una tesis novelesca, de la misma paradoja que los autores cómicos señalan entre burlas y veras.
Quedamos, pues, en que la obra tiene un fondo moral innegable, no está sustentada a base de cabriolas y payasadas de los actores; los tipos son absolutamente realistas; aun los que más distantes parecen de nosotros por su cosmopolitismo, podemos observarlos a diario, como son la mujer de circo, tan primorosamente gesticulada y hablada por la gran actriz Adela Carbone, una de nuestras galas del teatro, que lo mismo se adapta a la elegante postura de condesa-cocotte en la Diane des Lys, de La Princesa Bebé, v. gr., que a esta pintoresca y alborotada Madame Perrín de El verdugo de Sevilla... o el tipo del domador Mr. Sansoni, en que sobresale la siempre acertada caracterización de Pedro Zorrilla.
La risa no brota en esta obra tampoco de los equívocos y retruécanos, a pesar de que haya algunos, muchos de ellos muy discretos, y alguno que otro de menor cuantía; la risa es suscitada pura y simplemente por las situaciones, que es el desideratum de toda obra cómica. Los Sres. García Alvarez y Muñoz Seca, consiguen mantener al auditorio en hilaridad constante; la situación del pobre Bonilla, desde el comienzo al fin, es motivo suficiente de hilaridad, si a ella no diese pábulo la vis cómica de Bonafé y el lenguaje engolado y grotesco de doña Nieves. ¡Ah, otro dato muy interesante: la obra está elegantemente hablada y ya quisieran muchos autores de tesis, de esos que titulan sus obras pomposamente La ironía del Padre Eterno, o Ya no hay justicia en el mundo, o La melancolía de la jornada de ocho horas, o Lo que nos traen y nos llevan los trenes, escribir en ese siempre sostenido tono de buen castellano...
Y, sin embargo, al terminar El verdugo de Sevilla, que es (repito) modelo de obras cómicas—y notad que por solo ser autor cómico fué Mr. Scribe a la Academia francesa—el público sale sonriendo despectivamente de la obra, considerándola como cosa de poco momento, juzgándola con suficiencia doctoral... Y esto es lo intolerable. ¿A qué obedece ese ambiente ambiguo del público? A la injusta actitud de la crítica, que no quiere apreciar lo sana y buena que es la risa franca, que no quiere convencerse de que el género cómico tiene tanto derecho a la estimación—¡y aun a veces a la inmortalidad!—como cualquier otro género teatral, y de que los Sres. García Alvarez y Muñoz Seca son tan dignos de aprecio en cuanto autores teatrales como el autor de La sombra del gato azul o El misterio de la alcoba malva, obras policíacas y cinematográficas y de mucho más aprecio que esos autorzuelos pretenciosos y cursis que emplean tres actos en contar las desventuras ridículas de una modistilla con un estudiante...
¿Hay alguna otra causa que contribuya a crear este ambiente a más de la notoria injusticia de la crítica, que reserva su vocabulario de adjetivos selectos para el estreno de Mimí Pinson que llora, Escuela y despensa o El contrato mínimo del trabajo?... Claro que la hay; la cursilería de cierto público pseudo-elegante que se cree defraudado con una obra que solo le haga reir, (¡no es poco, amigos míos, en estos días luctuosos!) y que si acaso, limita su aprobación a una sonrisa entre despectiva y burlona, entre suficiente y necia... ¡Ah!... Porque ya todos sabeis que reir no es elegante, y sobre todo, reir franca y estrepitosamente, a carcajadas, en obras que nos causen deliciosa impresión de jovialidad.
Andrés González-Blanco.
P. S.—Ayer me topó en la calle un autor que lleva veinte años queriendo estrenar y veinte años de perpetuas discordias conyugales. Veinte artos de mal casado y de incomprendido, por los empresarios y por su mujer. Se me lamentó amargamente de que yo dedicara mi brillante pluma—brillante, así dijo; a él le dejo la responsabilidad del epíteto—a comentar frivolidades como El verdugo de Sevilla; luego poniendo torvo ceño y faz lúgubre agregó: Ya sé, ya sé que se reía usted mucho el día que la vió usted en la Comedia. ¡Qué vergüenza! ¡Qué falta de seriedad!... Así está la crítica en España...
Interroguele al fin sobre sus planes de teatro y me narró emocionado cómo ¡al fin! después de veinte años de lucha el hombre podrá ver la luz de las baterías y su sueño será cumplido, estrenando una obra inédita, original ¡y tan original! y de gran actualidad. En ella hay toques de acerba censura para los males sociales de los tiempos «que corremos», dice él en muy mal castellano, y se dirigen certeros flechazos al presupuesto de reconstitución nacional. (El autor es de Valladolid y muy amigo de don César Silió). La originalidad del drama está en que para sustentar mejor su tesis y vigorizar sus aceradas diatribas, el dramaturgo hace que un actor lea en el escenario los Presupuestos generales del Estado para el ejercicio económico de 1917-1918. «¡Como usted comprenderá—me dijo al llegar aquí—el drama no es una de esas chirigotas burdas que se estrenan a diario!...» Pareciéndole poco expresivo un solo título, el autor le ha puesto dos y así rezará en los carteles dentro de muy pocos días: Lo imposible de la vida o la ley de Subsistencias.
Siendo el galardón de la Academia Española harto frívolo para espíritu tan austero, me ha dicho su autor en confianza, que si la obra tiene éxito,—como de fijo lo tendrá—piensa pedir el ingreso en el Instituto de Reformas Sociales.
Madrid, 10 Noviembre 1916.
Comedor de la casa de viajeros «La Locomotora.» Una casa de huéspedes barata, do manera que el mobiliario es sencillo y chapeado. Una mesa, como para ocho perdonas en el centro, sillas a granel, alguna butaca, si cabe; un aparador entro las dos puertas del fondo, un trinchero entre las dos puertas del lateral, derecha y un reloj antiguo de esos de caja entre las dos puertas de la izquierda. Como se ve hay seis puertas. La que simula conducir al recibimiento es la del fondo izquierda. La acción es en Madrid, en la épeca actual, en el mes de Abril y a la una y veinte de la tarde.
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(Al levantarse el telón estan sentados a la mesa y acabando de comer , sinapismo , un picador de toros andaluz y calvo; tressolls, un catalán como do cuarenta años, bien portado; ismael . joven abogado un tanto apurado de indumentaria, y jacobito , estu dianite de medicina. Sirve la comida, modesta , doncella agradable y apetitesa .)
Tres. (Enfadadísimo, dando a puño cerrado sobre la mesa .) ¡¡Refeliú!! ¡Esto ya no se puede tolerar! Llevamos mes y medio de sopas ligeramente semoladas, arroz con raspas de merluza, tortillas de camarones y unos filetes, que se los manda vosté a un amigo bajo sobre con un sello de quince... ¡y llegan!
Ism. (Con un filete en la mano .) Y que a simple vista parecen de linoleum, pero son más duros que el hormigón armado. Fíjense ustedes. (Golpea con el filete en la mesa y parece que golpea con los nudillos .)
Mod. Señorito, que va usted a romper el tablero.
Ism. Mira, toma, dile a doña Nieves que guarde estos filetes para echarle tapas a los tacones.
Jac. Sí, es lo mejor. (Devuelven los platos .)
Ism. ¿Qué postre hay?
Mod. Bizcochos borracho. (Los sirve.)
Tres. (Contrariadisimo. ) Vengan, hombre, vengan; ¡qué se le va a hacer! Llevamos catorce días de bizcochos borrachos.
Sin. (Por el que tiene en el plato .) No lo crea usté; a éste hace ocho días lo menos que se le ha pasao la tajá Esuna piedra pómez. (