El vínculo que nos une - Hugo Egido Pérez - E-Book

El vínculo que nos une E-Book

Hugo Egido Pérez

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Beschreibung

Esta novela reflexiona sobre los arquetipos y los modelos a seguir que la propia modernidad crea. Modelos basados en la superficialidad en las relaciones y los sentimientos, la caducidad de las creencias. Un paradigma alimentado en el consumo masivo, el materialismo, el egocentrismo y la atomización del individuo. Un ser humano que se siente aplastado por el devenir, por la rapidez en la que se materializan y evaporan las noticias, por la evanescencia de los compromisos y de los lazos de solidaridad que construimos. Todos somos clientes y potenciales consumidores de la nada. Y esa "nadería" es la que nos sirve, en muchos casos, como referente de éxito social. Frente a esta desolación existe una oportunidad, "entender el sentido profundo de lo que hacemos, confiriendo sentido a nuestra propia vida". Siguiendo el pensamiento de Viktor Frankl, los lectores de esta novela acompañarán en un viaje de búsqueda a su protagonista, Paula Blanco, en su deseo de entender que los sentimientos puede que nos hagan vulnerables, pero sin duda nos hacen más humanos.

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EL VÍNCULO

QUE NOS UNE

UNA NOVELA PARA BUSCADORES DEL SENTIDO DE LA VIDA

HUGO EGIDO

Título original: El vínculo que nos une

Primera edición: Febrero 2020

© 2020 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Hugo Egido

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos

Maquetación: Lucía Alfonsín Otero

ISBN: 978-84-18263-06-4

Impreso en España

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

A Paul Naschy, que amaba el cine fantástico.

A Sergio Molina, que lo amaba a él.

A la memoria de Chris Tarlton.

A mi familia.

A los enfermos de Alzheimer y a sus familias.

Algunas cuestiones previas

Siguiendo la estela de pensamiento del sociólogo Zygmunt Bauman en el marco de sus teorías sobre la modernidad tardía y su definición de la modernidad líquida, lo que antes era duradero… religión, empleo, familia, ideologías, pasa a ser efímero. En esta novela he querido reflexionar sobre los arquetipos de éxito social y los modelos a seguir que la propia modernidad tardía crea. Modelos basados en la superficialidad en las relaciones y los sentimientos, en la caducidad de las creencias. Un paradigma alimentado por el consumo masivo, el materialismo, el egocentrismo, que cuenta con un canal de divulgación infinito en las redes sociales y la atomización del individuo. Un ser humano que se siente aplastado por el devenir, por la rapidez con la que se materializan y evaporan las noticias, por la evanescencia de los compromisos y los lazos de solidaridad que construimos. Todos somos clientes y potenciales consumidores de la nada. Y esa «nada» es la que nos sirve en muchos casos como referente de éxito social.

Frente a este páramo, frente a esta desolación, existe una oportunidad: «entender el sentido profundo de lo que hacemos, confiriendo sentido a nuestra propia vida». Siguiendo el pensamiento de Viktor Frankl, los lectores de esta novela acompañarán en un viaje de búsqueda a su protagonista, Paula Blanco, en su deseo de entender que los sentimientos puede que nos hagan vulnerables pero sin duda nos hacen más humanos. Siempre podemos elegir con qué actitud afrontamos el devenir de nuestra propia vida. Las circunstancias no podemos elegirlas, pero sí la actitud con la que las afrontamos.

1. Paula conoce a Tom

Lo primero en lo que reparó al entrar en el bar del hotel fue en el bello efecto que producía la luz al filtrarse a través de los imponentes ventanales. Generaba en el espacio un halo de irrealidad que le gustó. Un solícito maître atrajo su atención hacia la sala. Con una indicación de su mano le ofreció pasar a la zona de restauración situada junto a los ventanales que regalaban al comensal una impresionante vista de Tokio.

–No, gracias –aclaró en un perfecto inglés–; prefiero pasar a la zona de bar.

–¡Cómo no! –y con otro gesto de su mano el maître volvió a indicar al cliente dónde estaba el bar.

Al llegar pudo distinguir el familiar hilo musical que ya lo había acompañado en noches precedentes. Al acercarse un poco más a la inmensa barra, observó como el camarero que lo había atendido la noche anterior lo saludaba con un leve gesto de cabeza.

–Buenas noches, señor Newman –dijo con un inglés matizado con aromas orientales.

–Buenas noches, Akihiko.

El camarero mostró en su rostro relajado una amplia sonrisa cómplice; estaba claro que le había gustado que su cliente también recordase su nombre. Además de esa primera e íntima revelación, y en el transcurso de una noche sin mucho trabajo, solitaria, Akihiko había compartido con su cliente el significado de su nombre, «príncipe resplandeciente».

–¿Lo de siempre? –preguntó.

–Sí, por favor.

Newman estaba observando la forma mecánica y eficiente de proceder en la elaboración de su gin-tonic con cierto sabor cítrico del eficiente Akihiko cuando levantó ligeramente la vista para fijarse en el resto de ocupantes de la barra del bar. A su derecha, un cincuentón calvo y con evidentes problemas de sobrepeso. Más allá, una atractiva chica de treinta o treinta y cinco años con acento ruso. Ese tipo de personas, pensó Newman, que no tienen ningún pudor en compartir una conversación telefónica privada con el resto de la audiencia de la sala. Muy probablemente porque están tan centradas en lo suyo que el resto del mundo les importa un bledo.

Akihiko depositó de forma imperceptible el gin-tonic frente a Newman, listo para tomar, junto a un platito repleto de distintas bolitas de chocolate, cada una de ellas con un número que informaba sobre el nivel de pureza e intensidad del cacao. «El cacao marida bien con el sabor cítrico del gin-tonic», pensó Newman.

Newman estaba absorto en ese tipo de reflexiones, por lo que no reparó en que a su izquierda se sentaba una mujer. Al verla se sobresaltó. Hacía muchos años que eso no le ocurría. En su dilatada vida de playboy, con miles de encuentros casuales durante sus viajes de trabajo a diferentes partes del mundo, Newman había aprendido distintas técnicas de seducción que desplegaba con precisión quirúrgica. Ya no tenía que emplear más energía de la precisa. Hasta ese punto había llegado su magisterio. Pero ese estado de certidumbre tenía una contrapartida desagradable. Newman había perdido el apetito, el hambre que la propia esencia del juego de la seducción despierta en cualquier ser humano y donde no siempre la balanza se inclina a favor de uno. Hacía años que esto ya no le ocurría a Newman en sus noches de «cacería», como le gustaba llamarlas.Todo resultaba hasta cierto punto predecible. Siempre terminaba llevándose a la cama a la mujer que se proponía. Sin dudas, sin vértigos o sobresaltos. Eso en sí mismo le había provocado cierta apatía. ¿Por qué seguía haciéndolo? Era algo que todavía no tenía claro. Eso cambió en una décima de segundo en el momento en que sus ojos se posaron sobre las felinas líneas de la extraña mujer que se había materializado junto a él. Bella, enigmática, salvaje.

Paula cruzó su mirada con aquel atractivo hombre que la observaba con una extraña mezcla de asombro y deseo. Todo en él resultaba familiar, salvo su mirada. Parecía limpia, curiosa, como la de un niño que observa algo con la inocencia de la primera vez.

–Hola, soy Tom –dijo Newman con un hilillo de voz.

–Hola Tom. Ese gin-tonic tiene muy buena pinta. ¿Me lo recomiendas?

–Sí. Akihiko es un gran barman; prepara uno de los mejores gin-tonics que he probado nunca, y te aseguro que he probado muchos.

–Pues tendré que probarlo yo entonces. Póngame un gin-tonic como el de Tom, por favor –ordenó ella con una sonrisa pícara que cambiaba la expresión de su cara y le hacía parecer algo más joven.

–¡Estás en deuda conmigo! –le soltó de repente Newman a la bella mujer.

–Bueno, primero déjame que lo pruebe, ¿no crees? Puede que mi nivel de exigencia con los gin-tonics sea un poco más elevado de lo que crees.

–No, no me refiero a eso. Tu nombre… Tú sabes el mío y yo todavía no sé el tuyo –aclaró Newman esgrimiendo una de sus estudiadas medias sonrisas que sabía que solía encantar a las mujeres.

–Es lógico, no te lo he dicho. Soy Paula –dijo ella y sonrió con sus rojos y hermosos labios carnosos. Tan sensuales que Newman tuvo que reprimir el impulso animal que le atraía a besarlos en ese mismo instante.

Una sensación por tiempo dormida reaparecía para invadir su cuerpo como un purificador aguacero que da nueva vida a un campo yermo. Mientras Newman sentía esto, ella lo contemplaba con esos endiablados ojos. Pese a que en tres ocasiones intentó furtivamente descifrar su color, no lo tenía claro todavía. Parecía una extraña y perfecta combinación de verde y azul con matices pardos.

Newman llevaba tantos años en el juego de la seducción ocupando el puesto más alto de la cadena trófica que volver a tener un lugar secundario le excitó sobremanera. De darse el encuentro –y la noche prometía– ocuparía el lugar que ella le asignase. Ni más ni menos.

–¿Estás aquí, Tom? –preguntó Paula rescatándolo de sus ensoñaciones.

–Sí… claro. ¿De dónde eres, Paula? Por tu acento no termino de concretar tu procedencia.

–Soy española. De Madrid, más concretamente. ¿Conoces España?

–Sí, conozco prácticamente toda Europa. Es cierto que ahora el trabajo me está llevando más por esta zona del mundo, pero hubo una época en la que tuve que viajar mucho por toda Europa. Yo soy inglés –reconoció Newman.

–¡No me digas! –exclamó juguetona Paula–. ¡Nunca lo hubiera dicho!

–¡Ya! Pues yo nunca hubiera dicho que eras española. Entiéndeme, la mayoría de tus compatriotas tienen muy buena gramática, pero el acento..., uff, suele ser horrible. No sé, es como si les costase pronunciar, como si hacerlo con esfuerzo resultase una impostura para ellos.

–Sí, he de darte la razón sobre lo que comentas del acento de los españoles cuando hablamos inglés. En mi caso, toda mi formación se ha desarrollado en países angloparlantes, y el resto se debe a que tengo que utilizar el inglés a diario por mi trabajo.

–¿A qué te dedicas, Paula? –preguntó Newman con sincera curiosidad.

–Soy directora de un fondo de inversión inglés.

–Buff, un fondo de inversión. Cada vez me das más miedo –reconoció Newman.

–Está claro que desde la quiebra de Lehman Brothers todo lo que huele a sector financiero es malo y ha de ser reducido a escombros.

–Bueno, yo no he dicho eso. Lo único que he dicho es que me siento temeroso e interesado a la vez –argumentó él y volvió a colocar en sus labios su infalible sonrisa.

–Sí, me he puesto un poco intensa y a la defensiva. Supongo que, bueno… es una tontería –contestó Paula y dio un profundo sorbo al gin-tonic.

–No, di. ¿Qué quieres decir?

–Nada, supongo que tiene que ver con las experiencias que vas acumulando a lo largo de la vida. Cuando yo le cuento a un hombre atractivo a qué me dedico o dónde trabajo, suele sentirse cohibido y ponerse a la defensiva. Suelen digerir mal la noticia. Supongo que es otra convención, otro estereotipo con el que solemos movernos por el mundo. Hacemos cajitas donde guardamos las cosas; eso sí, etiquetadas y codificadas con su código de barras.

Newman le guiñó el ojo como intentando, con ese gesto cómplice y un tanto infantil, rebajar el tono de la conversación.

–Y tú, Tom, ¿a qué te dedicas? Además de a estar por las noches en hoteles de cinco estrellas intentando seducir a mujeres.

–¿Estoy intentando hacer eso, Paula?

–Los dos sabemos que sí. Pero no eludas la pregunta.

–Soy director de servicios al cliente de una multinacional de marketing. Ya lo he dicho; ahora ya no querrás saber nada más de mí.

–No tengo en principio nada en contra del marketing. Es necesario conocer el mercado. Veo, además, que estás en buena forma física.

–Sí, la verdad. Intento sentirme bien con mi cuerpo. Pero solo hago gimnasia de mantenimiento. Quiero decir que no soy de esos tipos vigoréxicos que se toman el deporte como una especie de nueva religión. Ya me entiendes.

–Yo soy vigoréxica; necesito hacer deporte a diario para poder regularme. Llega un momento que es como una droga. Las hormonas que generamos al hacer deporte de forma regular son en cierto sentido adictivas.

–Tienes razón, pero me temo que para mí ya es tarde. Con mi gimnasia de mantenimiento tengo más que suficiente. –Y le sonrió, como volviendo a buscar otro resorte que hiciese de puente entre los dos.

Akihiko, con suma delicadeza les indicó que quedaba menos de media hora para cerrar el bar y que, si así lo consideraban, podían pedir una última copa.

En ese preciso momento Newman reparó en la llave que, oculta en el regazo de Paula, revelaba con su inconfundible color dorado que se alojaba en la última planta del exclusivo Conrad Tokyo Hotel. La belleza y el refinamiento de las suites del Conrad eran famosas en una ciudad que cuenta ya de por sí con un buen número de hoteles selectos. Esa información aumentó la excitación de Newman.

–¿Vienes? Te has vuelto a desconectar de la Tierra, ¿verdad? –preguntó con un semblante divertido Paula que, levantada, lo esperaba.

–Claro –contestó, casi dejándose caer del taburete–. Akihiko, apúntalo a mi habitación, por favor.

–Ya está abonado por la señorita, señor Newman. Lo siento –confesó incómodo el camarero.

–Está bien. Buenas noches.

Al levantarse pudo apreciar la proporcionalidad y belleza del cuerpo de Paula. El vestido negro de alta costura que llevaba le quedaba como una extensión ideal de su propia piel. Todo en ella, el pelo, la ropa, las proporciones simétricas de su estilizado y definido cuerpo, resultaba perfecto. Hasta su voz le pertenecía. Ningún otro tono de voz podría ser más adecuado para Paula que el suyo.

Ninguno de los dos volvió a hablar hasta estar dentro del elegante ascensor. Paula no consultó nada, ni siquiera lo miró, solo apretó el botón de su planta de la zona donde estaban las suites más exclusivas del hotel, sabedora de que si en algún momento de la noche ese hombre había albergado algún tipo de duda haría ya bastante que se habría evaporado en la noche y formaba parte de la atmósfera de la ciudad.

Tom tampoco intentó nada en el ascensor. La experiencia le había dado la calma suficiente como para saber analizar cada momento. Tenía claro que el instante todavía no había llegado.

Al llegar a su planta, Paula salió del ascensor acompañada por el elegante y atractivo inglés que, solícito, intentaba seguirle el paso. Se paró en mitad del pasillo frente a un cartel que anunciaba que estaban ante la suite presidencial del hotel.

«¡Cómo no!» pensó Newman, con la misma curiosidad de un niño que está a punto de abrir un regalo. La llave abrió la puerta por proximidad, sin necesidad de ser introducida en ningún sitio.

Al entrar en la suite, las luces, que podían ser programadas por el huésped o que estaban prediseñadas por el hotel en función de la hora del día, compusieron un hermoso y bello croma de tonos vaporosos, cercanos al color de la arena de la playa. Cálido y elegante.

Cuando Newman cerró la puerta, Paula giró su cuerpo con tal armonía que le pareció que en algún momento de su vida esa diosa perfecta debió haber sido bailarina.

–¡Ven! –le ordenó ella con tono imperativo.

Tom Newman recordaría aquella extraña y excitante noche el resto de su vida. Paula Blanco, no.

***

Sonó el despertador de su móvil. Su cerebro y su sentido de la responsabilidad la obligaron a levantarse; su cuerpo le pedía lo contrario, que permaneciera en la cama un poco más. Al final, como en tantas otras ocasiones, se levantó.

Al detectar movimiento, la luz de su suite presidencial se iluminó levemente, dejando apreciar los contornos de su espacioso cuarto. A través de los inmensos ventanales se podía atisbar la profundidad de una ciudad aún dormida.

La ducha le sentó bien. Bajó al vestíbulo del hotel y salió a la calle; el coche de su empresa le estaba esperando en la puerta.

Al entrar en la sala de reuniones de la filial de su compañía en la ciudad de Tokio vio que ya estaban todos sentados alrededor de una interminable mesa; solo había un sillón vacío en la cabecera… el suyo.

No se disculpó pese a haber llegado un poco tarde. Al otro extremo de la mesa, justo en la posición opuesta a la que ella ocupaba, se sentaba el director general de la delegación en Japón, Takeshi Tanaka.

«Parece un junco a punto de quebrarse» pensó Paula.

Tanaka realizó una especie de ligera reverencia con la cabeza, como solicitando permiso para hablar a su superior jerárquico. Paula respondió con la misma levedad.

–Buenos días. Quiero agradecer la presencia de todos los responsables de departamento, así como de los distintos asociados que tenemos en el país. Ya saben, por el briefing que preparamos hace meses y por los resultados de la due diligence que los corroboró, que la opción de compra sobre nuestros activos va a ser ejecutada por la empresa Fluid Investment. Los términos de la compra, el valor de cambio de las acciones, el plan de inversión y reestructuración de nuestra compañía está detallado en ellos. Nuestros accionistas y los distintos reguladores nacionales e internacionales han sido informados.

Tanaka elevó ligeramente la cabeza para mirar a cada uno de los miembros de la mesa. Era una forma de ganar tiempo y recuperar un poco el aliento.

–Han sido solicitadas una serie de aclaraciones por parte de la firma Ijitsu Takeda Investment, representada en este acto por el Sr. Takeda –Tanaka realizó una evidente y nada sutil reverencia para mostrar al resto de los presentes el importante estatus social que Takeda tenía dentro del grupo inversor–. Es evidente –continuó– que lo más conveniente para los distintos inversores que participamos en esta operación es que la misma se realice de forma, digámoslo así, amistosa. Para ello y sin más dilación paso la palabra al Sr. Takeda, para que él mismo pueda realizar sus alegaciones.

Tanaka se sentó e intentó descifrar la expresión neutra de la cara de Paula Blanco. No era un problema de la distancia que los separaba; todavía conservaba, pese a la edad, una vista felina. Era la expresión neutra, casi de estatua de cera, de aquella maldita mujer. «¡Y dicen que los latinos son expresivos!», pensó con cierto disgusto.

Takeda se levantó con elegancia. Pese a ser un hombre que ya cumpliría los sesenta, se notaba que estaba en plena forma. La otra diferencia evidente con su antecesor en el parlamento era el tono cálido y aterciopelado de su voz. Formaba parte de ese selecto grupo de voces que podían ser oídas durante horas, ya que resultan tan armoniosas, vibrantes y cautivadoras que el oído humano se enamora de ellas.

–Miss Blanco, quiero agradecer su presencia en esta sala. Sé que debe de resultar para usted un evento inesperado y molesto en su plan de venta de nuestro grupo a un tercero, pero debe usted saber que todavía no está todo hecho, pese a la aquiescencia de mis colegas –miró con cierto reproche al resto de los interlocutores que estaban sentados alrededor de la inmensa mesa.

–Prosiga, señor Takeda, tiene usted toda mi atención —contestó de forma marcial Paula. Su tono gélido quería provocar en su interlocutor el suficiente desconcierto como para poder observar su reacción.

La mirada furibunda que Takeda lanzó a Paula consiguió arrancar de sus labios algo así como el incipiente esbozo de una sonrisa. Takeda ya le había dado una valiosa información. Era rígido en sus planteamientos; en el momento en el que estos se trastocaban por cualquier motivo inesperado dejaba entrever sus sentimientos. Una información importante en caso de plantearse una dura negociación.

–Ustedes siguen viniendo a Japón como colonizadores. Lo que pretenden instaurar es una especie de nuevo régimen de esclavitud, descolonizar la imaginación de nuestro pueblo, desposeernos de nuestro ancestral orgullo. Usted, Miss Blanco, de forma hábil ha hecho creer a mis colegas, aquí presentes, que no existe otra posibilidad, que lo que usted nos presenta es nuestra mejor opción. Pero, créame, la imaginación lo puede todo, todo.

Takeda se sentó al terminar su parlamento y se quedó mirando a Paula de forma inquisitiva.

–Señor Takeda, socios de las distintas delegaciones. Lo primero que quiero dejar claro es que respeto a su pueblo y no pretendo imponer nada que la gran mayoría de ustedes no hayan analizado, visto o aprobado. No creo que debamos plantear esta negociación en términos de honor, señor Takeda. Cuando mi empresa participó de forma mayoritaria en su conglomerado de empresas aumentando su valor patrimonial, y por tanto su capacidad de compra, firmamos una cláusula que dejaba muy claro que en un escenario de adquisición de todo el negocio por un tercero, como es el caso que nos ocupa con la oferta formal realizada por Fluid Investment, todos ustedes estaban obligados a vender, todos…. Señor Takeda, sin excepción. Esa cláusula de arrastre a la venta del negocio se ha dado porque todos –Paula señaló con el dedo rápidamente a cada uno de ellos, generando un círculo imaginario– hemos multiplicado varias veces el valor nominal de nuestras acciones en origen generando una importante plusvalía. Así que por favor no me hable usted de colonialismo y de honor; eso no está dirimiéndose en esta mesa y sí la rentabilidad y el beneficio mercantil.

Takeda siguió porfiando y construyendo su argumentario con términos como el amor a sus empresas y sus trabajadores, el deshonor de vender a un tercero que no garantizase todos los puestos de trabajo de los empleados que en algunas de las empresas llevaban décadas trabajando para ellos. Paula se dio cuenta de que la mayoría de los colegas de Takeda lo escuchaban por respeto pero que hacía ya tiempo que habían tomado su propia decisión al respecto. Paula había ganado una vez más; la decisión estaba tomada.

Al llegar al hotel se fue al exclusivo spa. La completa sesión que se dio le sentó bien. Al subir a cenar al restaurante reparó en el barman, Akihiko. El recuerdo de Tom Newman permaneció un segundo en su mente antes de desvanecerse para siempre, como tantos otros. El maître, solícito, le ofreció esa noche de triunfo su plato preferido, Fugu, «pez globo», un manjar delicioso y en ocasiones mortal.

Entre los vapores de un profundo sueño, el obstinado sonido del móvil terminó por materializarse en algo concreto. Alterada se despertó. «¡Las cuatro de la mañana! ¿Quién en su sano juicio puede llamar a estas horas?» pensó.

Al colgar se quedó tumbada mirando al techo. Un millón de ideas y sentimientos se entremezclaron en ese mismo instante. Se sintió confusa y esa era una sensación que detestaba. Sabía que era buena analizando datos, cifras, porcentajes de beneficio, materializando ideas concretas o abstractas, pero era pésima a la hora de analizar sentimientos o emociones.

A la mañana siguiente cogió el primer vuelo para Madrid.

***

2. El instante en el que todo cambió

Al salir de la terminal internacional del aeropuerto, un coche la estaba esperando. No pasó por su apartamento de Madrid, como lo llamaba. Nunca le gustó utilizar el término «casa». Alguien que vive de forma regular entre dos o tres ciudades no tiene casa, tiene apartamentos. Sitios donde dejar sus cosas.

Al llegar al hospital se dirigió directamente a un mostrador de información donde una esforzada administrativa iba guiando a las personas por el no siempre fácil entramado de especialidades y especialistas que conforman un hospital de una gran ciudad.

–Necesito llegar a la sección de Neurología, por favor.

–Coja el ascensor que tiene a su derecha y suba hasta la segunda planta. Al salir tiene que tomar el pasillo a su derecha. Enseguida verá otrohall como este; pregunte a la compañera que hay en él para que le indique cómo llegar a la sección.

Estaba hablando por teléfono, por lo que no se fijó en la persona que se paró delante de ella. Al notar su presencia, levantó la mirada. Su tía Alba la observaba con expresión de disgusto. Pese a ello, no se precipitó a colgar la llamada.

–¿Has llegado hace mucho? –preguntó con un rintintín en la voz que a Paula no le gustó. Se propuso obviarlo; no era el momento de discutir.

–No, termino de entrar por la puerta. Era una llamada importante –se disculpó.

–Todas lo son, ¿no?

–¿Entramos? –propuso Paula con el objetivo de terminar de una vez la escalada de reproches más o menos velados.

Al entrar en el área de Neurología, Alba se dirigió directamente a la habitación número 241. En ella Paula vio a su padre tumbado en la cama. Enseguida se dio cuenta de que estaba de mal humor. «¡Genial!» pensó.

–¡La hija pródiga ha vuelto! Alba, debo de estar muriéndome para tener este honor.

–Hola, Luis; veo que estás en plena forma –dijo con ironía Paula y se acercó a la cama para darle un beso en la mejilla a su padre.

Pese a tener sesenta y seis años ya cumplidos, Luis Blanco seguía siendo un hombre muy atractivo y vital. Destacaba su poblada melena blanca que le caía a cada lado de la cara dejando ver sus inmensos ojos verdes y su característico hoyuelo en la barbilla. Él siempre contaba que en una ocasión, durante la entrega de unos premios internacionales de cine en París, dos mujeres que lo acompañaban aquella noche decidieron que su hoyuelo era más hermoso que el del propio Kirk Douglas, allí presente con él.

–¿Cómo estás, papá? –preguntó Paula sentándose junto a un sillón repleto de revistas y periódicos.

–Jodido –contestó Luis–. Nadie me dice nada. Llevo dos días en este hospital y todavía no tengo claro por qué demonios estoy aquí.

–Ya te lo han dicho, Luis. Teresa te encontró inconsciente en tu despacho –le aclaró su hermana Alba.

–¿Quién es Teresa? –preguntó Paula con inocencia.

–¡Hija! La persona que cuida de tu padre desde hace un año. Desde luego hay cosas que no cambian en esta familia.

–Déjala, Alba, ya sabes como es la chica. Tiene sus propios problemas. Además, no vive en Madrid desde hace años.

–Paula, me llamo Paula. No sé las veces que te he dicho que no me gusta que me llames «la chica». Tengo un nombre que supongo me pusiste tú o mamá, pero vamos, que no quiero que me llames así.

–Paula –pronunció el nombre con sumo cuidado y cierto tono irónico– tiene su vida, Alba. Donde quiera que esté. No tiene por qué saber quién cuida al viejo de su padre. Yo no la eduqué para que se entretuviera con estas estupideces.

–Tú sabrás cómo la educaste. Yo ya tengo suficiente con mi marido, mis tres hijos y mis cuatro nietos como para además juzgar la educación de mi sobrina.

–¡Hola…! –interpeló Paula con el objetivo de que la discusión entre los hermanos terminase–. ¡Que estoy aquí! Me resulta muy violento que tengáis este tipo de conversaciones haciendo ver que yo no cuento, como si no estuviesepresente.

–¡Alba! Hemos cabreado a «la chica».

–Bueno, yo me marcho, que tengo abandonada desde hace dos días a mi familia –aclaró la tía Alba levantándose del sofá que le había servido de cama durante la convalecencia de su hermano mayor.

Se acercó a la cama y le retiró el flequillo para besarlo en la frente.

–Mañana vengo a verte.

–Si no hay más remedio –dijo Luis con contundente ironía.

Al girarse para dar un beso a su sobrina, que permanecía sentada en el sofá, hizo un guiño con su ojo izquierdo antes de pronunciar las siguientes palabras:

–Anda, Paula, acompaña a tu vieja tía a la salida y luego vuelves, que hace siglos que no te veo.

–Ahora vengo, Luis –Paula se levantó y salió del cuarto tras ella.

Ya en el pasillo de la segunda planta del hospital, Alba agarró a su sobrina para indicarle que se sentase junto a ella en unas sillas vacías de una sala de espera.

–¿Qué pasa, tía? –preguntó con curiosidad Paula.

–¿Cómo que qué pasa? Lo primero de todo es que tu padre todavía no sabe que tiene Alzheimer, eso es lo que pasa.

–¿Cómo que no lo sabe? ¿Y los médicos?

–¿Los médicos? Pues los médicos están esperando a que llegues tú para decírselo, ya sabes lo aprensivo que es. No he conocido en este mundo un hombre más hipocondríaco.

–Buff –Paula abrió sus hermosos dedos y los utilizó a modo de peine, acariciando su cabello.

–Sí, buff, eso digo yo. Mira, Paula, te seré sincera. Ya sabes que desde la muerte de tu madre yo no he estado de acuerdo con el tipo de educación y contacto que has tenido con la familia. Tu padre es como es, siempre ha sido un niño, con talento pero un niño. Pero ahora las cosas tienen que cambiar. Yo, con las cargas familiares que tengo y con mis años, en fin, no me puedo encargar de él.

–Bueno, nadie te pide que lo hagas.

–¿Cómo? –dijo molesta.

–Perdona, tía. Llevo veinte horas sin dormir y sin ducharme. No quería ser grosera. Lo que digo es que habrá que llevarlo a un sitio donde lo traten. No sé mucho de la enfermedad, pero sé que llegado un momento las personas que la sufren no son capaces de poder valerse por sí mismas. Yo tengo dinero y... –la tía zanjó con un gesto el último argumento que Paula estaba fabricando en la boca.

–No se trata de eso, Paula. Tu padre tiene un patrimonio como para poder vivir varias vidas. Claro que tendrá que contar con gente especializada que le pueda cuidar. Pero no es eso lo que necesita en este momento. El especialista nos ha contado que en esta primera fase de la enfermedad es fundamental poder contar con toneladas de cariño a su alrededor. Que el entorno afectivo que supone la familia puede hacer que la fase más nociva de la enfermedad se retrase un tiempo, que durante unos años esté como aletargada.

–¿Qué esperanza de vida tiene? –preguntó Paula

–Depende de muchos factores, pero con la edad que tiene Luis ahora, de entre cinco a nueve años. Pero pueden ser más…

–Puede que en ese intervalo de tiempo la ciencia haya avanzado lo suficiente como para retrasar el desenlace.

–No niña, no. Eso no creo que vaya a pasar. Esta enfermedad es un mal compañero de viaje.

Las dos se levantaron y Paula acompañó a su tía a los ascensores. Al volver al cuarto pudo percibir la energía negativa que exhalaba el cuerpo de su padre. Parecía un oso enjaulado a punto de estallar en un brote psicótico.

–¿De dónde has venido esta vez? –preguntó Luis.

–De Tokio. Tenía que cerrar una operación.

–¿Y ha salido todo bien?

–Sí, ha salido todo bien.

–Qué maravilloso país es ese. Recuerdo como si fuera ayer los dos años que, con breves intervalos temporales, pasé trabajando en Japón rodando una película y varias series de televisión para la cadena estatal japonesa NHK, la Nippon Hoso Kyokai. ¡Qué medios técnicos y humanos! Aquí en Occidente todavía estábamos ensimismados con el stop motion y las maravillas que nos había regalado el bueno de Ray Harryhausen y en Japón ya eran capaces de realizar cromas y técnicas de postproducción con las que aquí éramos todavía incapaces de soñar.

–Lo veo un poco exagerado, Luis. Claro que en Occidente habíamos realizado cosas estupendas. Pero no quiero hablar de cine contigo ahora.

–Ah... Supongo que tienes que irte ya, ¿no?

–Sí, me gustaría pasar por mi apartamento a darme una ducha y coger algo de ropa. Me imagino que ese sofá no debe de ser muy cómodo –señaló el sofá de cuero cercano a la cama.

–No quiero que te quedes esta noche. Tú estarás incómoda y yo también. Estoy bien; fue un pequeño mareo, me han metido en esa maldita máquina. ¿Cómo se llama?

–Escáner, TAC...

–¡TAC! Se llama TAC. Un verdadero agobio; espero que nunca te lo tengan que hacer, es claustrofóbico, y además con ese maldito ruido. Estoy bien, de verdad. Mañana, si puedes, ven. ¿Cuándo te vuelves a marchar?

–Tengo que consultar mi agenda. Hay una reunión importante a finales de semana en Londres pero intentaré tenerla desde Madrid por videoconferencia.

–Como quieras. Durante el tiempo que has estado fuera con tu tía ese trasto no ha parado de vibrar –señaló el teléfono móvil que Paula había dejado junto a la mesilla de la cama–. Creo que si no lo atiendes en cualquier momento estallará.

–No te preocupes, lo tengo todo controlado.

Hablaron de algo más y después, con un beso frío y protocolario, Paula salió de la habitación. Al llegar a su lujoso apartamento de Madrid, el cansancio y la tensión acumulados comenzaron a colonizar su cuerpo, que en cuestión de segundos sucumbió en un profundo cansancio.

Se duchó, pidió comida y se abrió una botella de vino de su selecta bodega. Al fondo de sus cavilaciones se podía escuchar a Glenn Gould interpretando de forma magistral el aria de las «Variaciones Goldberg». Pese a la melancolía que siempre despertaban en ella, nadie más, ninguna otra pieza de Bach, podía arrebatarle el corazón como esa.

Salió a la terraza de su apartamento. El jardinero, al que pagaba estuviera o no en Madrid, había realizado bien su trabajo y las plantas aromáticas le regalaban su fragancia. Se sintió un poco abotargada; al volver a entrar al salón se dio cuenta de que se había bebido casi toda la botella. ¡Qué raro! Era la primera vez en su vida que no había sido consciente de algo así, de beber sin control casi sin darse cuenta.

Antes de caer noqueada por el cansancio y el vino pensó un segundo en su madre, como cada día. Hacía ya veinticuatro años que su madre había muerto, pero no había dejado de pensar en ella ni un solo día, ni uno. Aquel día que ya finalizaba tampoco sería una excepción.

***

Paula intentó averiguar por la expresión de su padre el impacto que la noticia le había producido. Luis parecía entero. Había hecho al jefe de Neurología del hospital una serie de preguntas del todo comprensibles para alguien que termina de tomar conciencia de que padece una enfermedad degenerativa y sin cura posible cuyo umbral de vida, siendo optimista, se sitúa entre cinco a quince años desde el diagnóstico. Cuando el doctor Montes estaba a punto de salir de la habitación, y después de respetar el turno de preguntas de su padre, Paula intentó concretar un poco más el proceso de la enfermedad con un par de aclaraciones más.

–Usted nos decía que la actitud del paciente, cómo afronte la enfermedad, resulta vital para retrasar al máximo las primeras fases, pero entiendo que dependerá mucho de cada paciente; es decir, no creo que la estadística clínica sea muy homogénea…

–Precisamente sí. Una de las cuestiones que parecen incontrovertibles es que la actitud del paciente y del entorno afectivo resultan vitales para conseguir retrasar al máximo las fases más lesivas de la enfermedad. Pero, como es obvio, la propia etiología de su padre, cómo evolucione la enfermedad, hará que tomemos unas u otras decisiones.

–Entiendo; es un proceso dinámico, y en cierto sentido único.

–No exactamente. Existe ya muchísima información y documentación sobre la evolución clínica de la enfermedad y su desenlace final. Lo que no está tan claro, y es sobre lo que podemos actuar, es cómo retrasar al máximo posible las fases más agudas. Es ahí donde cada paciente, por la naturaleza de su fisiología o por su entorno afectivo, puede retardar en mayor o menor medida el proceso. Debemos entender, señorita Blanco, que nos enfrentamos a una enfermedad que hoy día no tiene cura. Con el tiempo su padre caerá en un estado de falta de autonomía y no podrá cuidar de sí mismo, por lo que los cuidados de terceros serán vitales para conseguir la mayor calidad de vida posible. Cada fase de la enfermedad debe ser tratada y analizada cuidadosamente. Actuaremos y adaptaremos la terapia en función de las situaciones que nos vayamos encontrando.

La voz aterciopelada de Luis sacó a Paula de sus reflexiones.

–Yo llevo años viviendo solo. Y no quiero que ese maldito Alzheimer cambie eso. Soy libre, siempre lo he sido. Ya me ha costado tener que vivir con Teresa en casa.

El doctor Montes miró a Luis a través de sus pequeñas gafas de montura color naranja que le hacían parecer un joven rebelde recién salido de la facultad de Medicina.

–Vayamos poco a poco, Luis. Todavía hay que realizar un sinfín de pruebas, ver cómo actúa la medicación. No debemos precipitar las cosas. Contamos con un buen departamento que los asesorará cuando llegue el momento. No se preocupen. Además de ello, toda la terapia siempre va pautada con apoyo de psicología clínica.

–¡Buff! psicólogos –dijo casi vociferando Luis–, ¡la profesión más prescindible del mundo! Durante toda la maldita enfermedad de tu madre no fueron capaces de ayudarnos, ni a ti ni a mí.

El doctor Montes posó su mirada en los ojos de Paula con la típica expresión de estar perdiéndose algo importante y con la suficiente eficacia expresiva como para que Paula se viese en la obligación de explicar lo que decía su padre:

–Mi madre murió de cáncer cuando yo tenía trece años. Fue muy duro para todos.

–Entiendo –dijo de forma lacónica el doctor Montes–. Bueno, Luis. Mañana por la mañana comenzaremos con una serie de pruebas no invasivas que nos permitirán obtener información vital para determinar la situación actual de la enfermedad.

–El TEP… TAC, o cómo demonios se llame –dijo con cierto desdén Luis, arrastrando las palabras.

Paula acompañó al doctor Montes fuera de la habitación para poder tener un momento a solas.

–Me gustaría que pudiésemos hablar a solas una vez que tenga los primeros resultados. Entiéndame; como puede ver mi padre no es fácil de llevar, siempre ha hecho lo que le ha venido en gana, y todos estos cambios no creo que los lleve bien.

–Nadie los lleva bien, señorita Blanco.

–Llámeme Paula. Me hace sentir mayor.

–Los cambios nunca son bienvenidos, Paula. Esta es una enfermedad que no solo pone a prueba al enfermo, sino también a su entorno más cercano. Me decía usted del cáncer. En cierta medida es parecido, ya que los cánceres que no remiten, con fases de metástasis al final de la enfermedad, suponen un desgaste anímico, no solo para el enfermo, sino también para todo su entorno afectivo familiar.

Paula sintió que no era el momento de hacer saber al médico que su vida se desarrollaba en un avión, en tres apartamentos y en un sinfín de salas de reuniones por todo el mundo.

Al llegar a la oficina de Madrid, Berta, su asistente, le preparó un café. Después intentó ordenar sus ideas antes de la videoconferencia que tenía prevista con Londres con los dos principales socios de su fondo de inversión.

Antes de sentarse frente a la inmensa pantalla, en la principal sala de reuniones de la oficina una frase de su padre atravesó su mente como un rayo para estremecerla: «Esta maldita enfermedad te deja sin futuro, no sin antes ir borrándote el pasado».

***

Las imágenes de Noah Cohen y David Goldberg, principales socios y accionistas del fondo de inversión que gestionaba Paula, aparecieron nítidamente en la pantalla.

Noah Cohen era una mujer menuda y hermosa. No tendría más de treinta y cinco años cuando ya formaba parte de la élite financiera de La City londinense. Ahora, con más de sesenta y cinco, y pese a amasar uno de los patrimonios personales más importantes de Europa, seguía siendo una mujer enérgica, detallista y trabajadora. Nunca pensó en tener hijos, nunca tuvo eso que llaman «instinto maternal».

David Goldberg, su socio, era la parte creativa de un tándem casi perfecto. Imaginativo y osado, era, a sus sesenta y nueve años, el complemento ideal de Noah, ya que le aportaba el grado de audacia que a ella le faltaba. David tenía dos hijos producto de dos matrimonios fracasados. Daniel y Ethan eran sobradamente conocidos en la noche londinense por su facilidad para gastar libras en discotecas de moda y restaurantes con estrellas Michelín. Ambos disfrutaban de una vida de lujo y dispendio gracias al patrimonio amasado por su padre.

Este cóctel de imaginación, inteligencia, valor y profundo conocimiento del mercado, había permitido a los dos socios convertirse en un icono del sector financiero durante varias décadas. Paula Blanco había sido, desde que comenzó a trabajar para ellos, el perfecto reflejo de las cualidades de ambos. Desde su llegada al fondo de inversión habían monitorizado y tutelado su trayectoria. Los dos habían vivido como propios los triunfos de su pupila preferida. Y Paula había devuelto esa confianza con creces a base de conseguir pingües beneficios, cerrando operaciones muy rentables que habían sido referencia para el sector en la última década. En cierto sentido, Paula representaba para ambos la hija que no habían tenido o la que hubieran deseado tener.

–¿Cómo está tu padre, Paula? –preguntó de forma directa David.