Ella - Henry Rider Haggard - E-Book

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Henry Rider Haggard

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Beschreibung

Ella es la primera novela de H. Rider Haggard, e inicia una tetralogía cuya protagonista principal es Ayesha, “la que debe ser obedecida”. Según una encuesta contemporánea, fue considerada por el público la mejor novela fantástica del siglo XIX.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Índice

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XVIII

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo I

LA VISITA

Grábanse algunos acontecimientos en la memoria con sus más mínimos detalles y circunstancias, de tal modo, que no podemos olvidamos jamás de ellos por más que hagamos. Esto es lo que me pasó con la escena que voy a referir, y que ante mi mente surge ahora con tanta claridad como si ayer mismo se hubiera verificado. Hace como unos veinte años que, en este mismo mes precisamente, yo, Luis Horacio Holly, me encontraba sentado en mis habitaciones en Cambridge, batallando con ciertos problemas de matemáticas, no me acuerdo cuáles. Iba a presentarme dentro de una semana a hacer mis oposiciones para un internato, y tanto mi encargado como mi colegio tenía grandes esperanzas de que yo me distinguiría.

Cansado, al fin, del trabajo, tiré mi libro, levantéme, fui a la chimenea tomé una pipa de encima de ella y la llené. Sobre la repisa había una vela encendida y detrás un espejo largo y estrecho que reflejaba mi fisonomía mientras prendía mi pipa y al mirarme a mí mismo me quedé reflexivo. El fósforo ardió hasta quemarme los dedos; pero lo arrojé y seguí mirándome y reflexionando; al fin exclamé en alta voz: -Bueno... Comprendo que mis amigos esperen que haga yo algo con el interior de mi cabeza porque con el exterior, de seguro que no hará nada jamás en el mundo... Esta exclamación parecerá sin duda rara a cualquiera que la lea, pero hay que saber que yo aludía con ella a mis deficiencias físicas. La mayoría de los hombres a los veintidós años de edad, se ven más o menos favorecido por las gracias de la juventud; más esto a mí me fue negado.

Pequeño, trabado de estructura mal puestas, casi deformadas las costillas con los brazos larguísimos y musculares duras las facciones los ojos pardos hundidos allá dentro bajo una frente estrecha casi tapada por el pelo negro y recio de mi cabeza que parecía un estropajo, frente que era como trocha abandonada que el monte, va cubriendo de nuevo; tal era mi aspecto hace un cuarto de siglo, y tal es en el día con muy poca diferencia. Como Caín, sentíame marcado por la Naturaleza con el marchamo de una fealdad anormal, más dotado también por ella con una singular fuerza del cuerpo y grandes potencias intelectuales. Tan feo era yo, que los jóvenes elegantes de mi colegio en la Universidad, aunque citaban con orgullo mis hazañas de fuerza y resistencia corporal, ponían ciertos reparos en salir conmigo por las calles. Natural era pues que fuese algo misántropo, y hasta huraño; que viviera y trabajase solo, y que, no tuviera amigos íntimos... exceptuando uno, quizá. La Naturaleza me había construido aparte para que viviera aislado y no tuviera más consuelo que los que su propio seno materno me ofrecía Las mujeres se horrorizaban de verme. Hacía una semana que me había llamado monstruo una muchacha y añadió que mi aspecto la había convertido a la teoría darwiniana. Verdad es que en cierta ocasión una mujer me demostró algún interés, y que yo derroché en honor suyo todo el nativo afecto que por largo tiempo había estado ahorrando; pero una cantidad de dinero, que debía haber venido a mis manos, fue a parar a otra parte, y ella entonces me abandonó. Roguéla y suplíquela que no me dejara como no le he rogado a ninguna otra persona viva en el mundo, porque estaba enamorado de su linda cara porque la amaba de veras; más ella ser levantó de súbito y tomándome de la mano me llevó frente a un espejo y señalando a las dos imágenes me dijo: -Responde amigo mío: ¿te parece que con una cara como, la tuya pueda quererte de balde quien la tiene como yo?... Maldíjela y hui. Entonces tenía yo veinte años nada más... Y parado ahora de nuevo ante el espejo de mi chimenea me contemplaba y sentía una especie de amarga satisfacción en encontrar tan solitario, sin padre, madre, ni hermanos, cuando de súbito oí que llamaban a mi puerta Antes de abrirla me detuve un rato. Era cerca ya de la media noche y no me encontraba dispuesto a recibir a nadie tan tarde. No tenía más que un amigo en toda la Universidad, quizá en todo el mundo. ¿Sería él quien llamaba?... Tosió entonces la persona que, afuera esperaba y corrí abrir porque conocí la tos. Un hombre como de treinta años de edad, que parecía haber sido muy hermoso, entró precipitadamente, aunque con el andar vacilante, por el peso de un arca de hierro que traía sujeta por una agarradera con la mano derecha. Al colocar el arca sobre la mesa vióse acometido de un violento acceso de tos. Tosió y tosió hasta que el rostro se puso purpúreo y se echó luego en un sillón y escupió sangre. Puse un poco de whiskey en un vaso y se lo di a beber, con lo que se sintió mejor, más daba gran pena verlo. -¿Por qué me has tenido aguardando ahí afuera al frío, tanto tiempo? -me dijo, -bien sabes que las corrientes de aire me matan. -No, sabía quién llamaba -contesté, res un visitador rezagado. -Cierto que sí; más en verdad te digo que, esta será mi última visita –me dijo, tratando de sonreír. -¡Ya estoy roto, Holly, roto, del todo! Paréceme que no veré el día de mañana. -Déjate de tonterías -exclamé. -Aguarda un poco, que voy por el médico. Detúvome con vivo o imperioso ademán y agregó: -Tu consejo es prudente, pero no quiero médicos. He estudiado medicina y sé bien lo que me pasa. Los médicos no pueden salvarme: ya ha llegado mi hora. Hace un año, que estoy viviendo de milagro... Escúchame ahora como no has escuchado a nadie antes porque no podrás hacer que te repita mis palabras... Durante dos años hemos sido buenos amigos... Holly, vamos a ver... ¿qué sabes tú de mí? -Sé que eres rico, que has tenido el capricho de venir a la Universidad mucho después de haber cumplido la edad en que la mayoría la deja.

Sé también que has sido casado y que murió tu esposa. y finalmente, que eres el mejor, el único amigo quizá que tengo... --¿Sabías tú que tengo un hijo? -No. -Pues ahora lo sabes. Tiene cinco años de edad. -Me costó la vida de su madre, y por esto no he podido todavía mirarlo a derechas... Holly, si quieres aceptar el cargo, te dejará de único tutor del niño. Di un gran salto en la silla y exclamé: -¿A mí? -A ti, sí; no te he estudiado en vano durante dos años. Hace tiempo que yo sabía que concluiría pronto, y desde luego que me convencí de ello, he estado buscando a alguno a quien confiar el niño, y esa otra cosa -agregó dando un golpe con la mano en el arca de hierro. -Por fin, me he fijado en ti, Holly, porque como los árboles rugosos tienes fuerte, el corazón. Escucha: el niño es el vástago de una de las familias más antiguas de la tierra en todo cuanto la antigüedad de una estirpe puede asegurarse. Te reirás ahora quizá al oírme, pero algún día tendrás la prueba de que el fundador de mi raza mi 65º o 66º antepasado, fue un sacerdote egipcio de Isis, aunque era oriundo de Grecia que se llamaba Kalikrates o sea el Hermoso y Fuerte, o para ser más exacto aún, el Hermoso en su Fuerza. Su padre fue, según creo, uno de los mercenarios griegos empleados por Hakor, príncipe mendesiano de la XXIX dinastía. Por el año 389, antes de Cristo, precisamente cuando se realizó la decisiva caída de los Faraones este Kalikrates quebrantó sus votos de celibato y huyó de Egipto en compañía de una princesa de real estirpe que se había enamorado de él, y sufrió un naufragio en la costa de África por el punto, según creo, donde queda hoy la Bahía de Delagca o más al Norte, quizá. Él se salvó con su mujer, aunque todos los demás perecieron de un modo u otro. Allí, en tierra sufrieron grandes penalidades pero, al fin, fueron recibidos por la poderosa soberana de un pueblo salvaje, que era una mujer blanca de singularísima belleza y la que, en circunstancias que yo no puedo precisar ahora pero que tú conocerás algún día si es que vives acabó por asesinar a mi antepasado Kalikrates. Pudo escapar, sin embargo, su mujer, y llegó, no sé cómo a Atenas, donde dio a luz un hijo, póstumo de su marido, al que puso por nombre, Tisisthenes que quiere decir el Poderoso Vengador. Quinientos años o más, después de esto, la familia emigró a Roma en condiciones que ignoro, porque no quedan rastros, y aquí, probablemente con la idea de conservar el espíritu de venganza que empezó a infundirse a la prole desde Tisisthenes asumió regularmente el cognomen de Vindex, o sea, el Vengador. En Roma vivió la familia durante otros quinientos años hasta por los de 770, después de Cristo, cuando Carlomagno invadió la Lombardía donde estaba establecida y parece que el jefe de ella se agregó al séquito del gran Emperador y que, pasando les Alpes en su retirada se estableció, por último, en Bretaña Seis generaciones después, su descendiente, directo pasó a Inglaterra en el reinado de Eduardo, el Confesor, y alcanzó en tiempo de Guillermo el Conquistador, grandes honores y preeminencias. Desde este tiempo hasta la fecha puedo trazar mi descendencia con absoluta seguridad. Los Vincey, que así se corrompió el nombre, latino de la familia al establecerse en Inglaterra no se han distinguido históricamente; nunca se preocuparon de ello. Algunos fueron soldados, otros comerciantes, pero siempre conservaron la mayor respetabilidad en su medianía. Desde el tiempo de Carlos II hasta principios del siglo actual, fueron comerciantes. Allá por el año de 1790, mi abuelo hizo una gran fortuna fabricando cerveza y se retiró de los negocios; murió en 1821 y mi padre le sucedió, disipando casi toda su herencia hasta hace diez años que murió, dejándome una entrada libre como de dos mil libras al año. Entonces fue cuando yo emprendí una expedición relacionada con eso -y señaló a la caja -que terminó desastrosamente. Al volver, viajando por el mediodía de Europa llegué a Atenas, donde conocí a mi adorada esposa hermosísima mujer. Caséme allí, y ella murió al año. Paró un momento de hablas descansando la frente sobre la mano, y luego continuó:

-Mi matrimonio me había distraído de un proyecto que no puedo explicarte, ahora. No tengo tiempo para tanto, ¡ay, Holly! no tengo tiempo... si aceptas mi encargo, lo sabrás todo algún día. Cuando murió mi esposa volví a ocuparme de él. Mas, primero, era preciso, así lo creí al menos, que aprendiese perfectamente, los dialectos de la lengua árabe. Por eso vine aquí a facilitar mis estudios. Muy en breve, sin embargo, se desarrolló mi enfermedad, esta misma que acaba conmigo. Y como para darle mayor fuerza a sus palabras, sintióse acometido de otro terrible ataque de tos. Dile un poco más de whiskey, y prosiguió de este modo: No he vuelto a ver a mi hijo Leo desde que era un tierno niño. Nunca tuve fuerzas para mirarlo bien pero siempre me han dicho que es un niño muy vivo y lindo. Bajo este sobre –y sacó del bolsillo una carta en cuyo sobrescrito estaba mi nombre, -he anotado la dirección que, deseo se dé a le educación de mi hijo. Es algo peculiar, quizá. Por esto no podría tal vez, confiársela a un extraño... Y por última vez, Holly, ¿quieres encargarte de ella? -Antes debe, saber de qué he de encargarme contestó. -Has de encargarte de cuidar al niño Leo, de tenerlo a tu lado hasta que cumpla los veinticinco años. Entonces concluirá tu curatela y con estas llaves que te doy ahora –y las colocó sobre la mesa -abrirás esa arca de hierro y le harás ver y leer los contenidos, y que luego diga si quiere o no llevar a cabo la investigación que le confío. No es que yo le ponga en ninguna obligación. He aquí ahora las condiciones. Mi renta actual es de dos mil doscientas libras al año. La mitad de esa renta te la aseguro en mi testamento como usufructo vitalicio, si te encargas de la tutela y curatela; es decir, una remuneración de mil libras al año, porque tendrás que dedicar a ello tu vida y cien libras para la manutención del niño. Lo demás quedará acumulándose hasta que Leo cumpla los veinticinco años, para que pueda entonces disponer de una cantidad suficiente en caso de emprender las investigaciones a que me he referido.

-¿Y suponiendo que yo muriese? –pregunté. -Entonces el niño caerá bajo la curatela de la Cancillería y será de él lo que Dios quiera. Ten únicamente cuidado de que en tu testamento pase a él el arca de hierro, ¡Pero, Holly, no me rehúses!... Créeme tu interés está en ello... Tú no sirves para mezclarte en el mundo, que no haría más que amargarte la existencia Dentro de algunas semanas serás profesor de tu colegio y la renta que por ello obtendrás unida a lo que, yo, te dejo, te permitirá llevar una vida cómoda dedicada al estudio y alternada con el sport viril a que eres tan aficionado... ¿Ves cómo te conviene? Detúvose mirándome con ansiedad... Yo vacilaba aún. Me parecía tan raro el compromiso... -¡Hazlo por mí, Holly!... Hemos sido buenos amigos, y ya no tengo tiempo para arreglar las cosas de otro modo... -Pues bien -dije, -haré lo que deseas, coja tal de que en este papel no haya nada que me obligue a cambiar de determinación; -y puse la mano sobre la carta que había puesto en la mesa junto a las llaves. -¡Gracias, Holly, gracias! Nada hay en el papel que te pueda hacer variar. Júrame por Dios, que serás un padre para el niño, y que cumplirás fielmente mis encargos. -¡Lo juro!.. -contestó solemnemente. -¡Bien está!... Recuerda que quizá algún día te pediré cuenta de tus juramentos, porque, aunque yo muera y sea olvidado, seguiré existiendo... ¡La muerte! ¡Ay, Holly! no hay tal cosa. no se verifica en nosotros por ella más que un cambio, como lo verás algún día probablemente... Y aun creo que ese cambio pudiera posponerse indefinidamente en ciertas condiciones... Vióse de nuevo atacado por uno de sus accesos de tos. Cuando le hubo pasado, agregó: -Debo marcharme ya Tienes en tu poder el arca y entre mis papeles se encontrará mi testamento, en cuya virtud te entregarán al niño. La remuneración es buena Holly, y yo sé que eres hombre honrado... Más ¡Por el Cielo! que, si faltas, a tu palabra yo te pediré cuenta de ello... No contesté nada: sentíame demasiado confuso para ello. Se levantó, tomó el candelero y se miró el rostro en el espejo. Su rostro habría sido antes bien hermoso, sin duda, pero la enfermedad lo demacraba mucho... –¡Pasto para los gusanos! -exclamó. -Es curioso pensar que dentro de algunas horas yaceré tieso y helado... rendida mi jornada y mi pequeño drama concluido... ¡Ay dé mí, Holly! la vida humana no vale la pena si no se ama. Esta es mi experiencia al menos. ¡Pero la vida de mi hijo valdrá más que la mía si es que él tiene fe!... ¡Adiós, amigo mío! -y en un súbito rapto de ternura me abrazó y besó en la frente, y se dispuso a salir. -Atiende Vincey -le dije, -si te sientes malo deberías dejar que, fuese a buscar al médico. -¡No, no! -replicó con energía -prométeme que no irás por él... Voy a morir, y quiero que sea solitariamente; como una rata envenenada Holly. -No pasará nada de eso, amigo mío. Sonrióse y se marchó murmurando: -¡Recuerda recuerda!... Al verme al fin solo, dejéme caer en un sillón, preguntándome si había soñado. Esta suposición, desde luego, era impertinente y la abandonó, para pensar si el pobre Vincey habría estado bebiendo aquella tarde. Sabía que él estaba bastante enfermo hacía tiempo, pero era imposible que tuviese la noción de que esa misma noche moriría A estar tan próxima su muerte, no hubiera podido andar, y menos cargando un arca de hierro tan pesada. Reflexionando más aún, concluí en que toda su historia era absolutamente increíble. Por entonces no había vivido yo lo bastante aún para saber, como luego he sabido, que en este mundo suceden muchas cosas rechazadas coma inverosímiles desde luego, por el sentido común de los hombres adocenados. Esta convicción la he adquirido desde hace muy poco. En tonces yo pensaba así: ¿Es probable que un hombre tenga un hijo de cinco años de edad, al que no haya visto más que una sola vez cuando acabó de nacer? No. ¿Es probable que pueda trazar su genealogía desde tres siglos antes de Jesucristo, y que así, tan de repente, confíe la tutoría y curatela de su hijo con la mitad de su gran fortuna a un camarada de la Universidad?... De seguro que no. ¿Es probable, además, que pueda nadie, predecir el momento de su muerte propia con tanta certeza?... Tampoco. Vincey, esto era claro, había bebido o se había vuelto loco... Pero después de todo ¿qué pensar de cierto?... ¿Qué estaría guardado en aquella misteriosa arca de hierro? Confuso y desorientado estaba Al fin, no pude aguantar más y decidí consultarlo, durmiendo, con la almohada. Tomé las llaves y la carta que me había dejado Vincey sobre la mesa y lo guardó todo en mi escritorio portátil; el arca la metí en un saco de viaje, y yo me colé entre mis sábanas, quedándome dormido al punto. Cuando me despertaron, parecíame que no había estado durmiendo más que unos cuantos mimitos. Incorporéme en la cama me restregué los ojos; era día ya bien claro, las ocho de la mañana, por cierto. -Y bien John, ¿qué se le ofrece a usted? -preguntéle al fámulo que nos servía a Vincey y a mí. -Tiene usted la cara de quien ha visto un muerto... -¡Pues sí, señor, lo he visto! -respondió el muchacho. -He ido como de costumbre a llamar a Mr. Vincey y allí está él en su cama todo tieso y muerto...

Capítulo II

PASA EL TIEMPO

Causó, por supuesto, una gran perturbación en nuestro colegie la muerte, repentina del pobre, Vincey, pero como ya se sabía que estaba muy enfermo, y como allí era cosa fácil dar una certificación facultativa la justicia nada tuvo que hacer en el asunto. En aquella época no se preocupaba la gente tanto como hoy de las informaciones judiciales en esos casos; no gustaban mucho, a la verdad, por el escándalo que siempre producen. Y yo por mi parte, como no tenía ningún interés tampoco en presentarme ofreciendo un testimonio, que no me pedían, sobre nuestra última entrevista no dije, sino que había estado a verme aquella noche en mis habitaciones como hacía a menudo. El día del entierro vino de Londres un abogado que acompañó al sepulcro los restos de mi pobre amigo, y que se marchó otra vez llevándose sus papeles y efectos, exceptuando, naturalmente, el arca de hierro que bajo mi custodia había quedado. Pasé luego una semana entregado en absoluto a la preparación de mis ejercicios de oposición que también me habían impedido asistir al entierro y conocer al abogado. Pero salí por fin de mis exámenes y al volver a mis habitaciones echéme en un sillón poseído del dichoso sentimiento de haber salido de ellos muy satisfactoriamente. A poco, sin embargo, mi pensamiento, libre ya de la única presión a que había estado sometido durante los últimos días, volvió por sí propio a fijarse en los hechos ocurridos la noche de la muerte, de mi amigo, y de nuevo me preguntó a mí mismo, como debía explicámelo, si recibiría más noticias del asunto y caso de no recibirlas qué me aconsejaba mi deber que hiciera con el arca de hierro que en mi poder tenía. A fuerza de meditar estas cosas, entróme cierta inquietud. La misteriosa visita la profecía de la muerte de Vincey tan a prisa cumplida; el solemne juramento que yo había prestado, de que me anunció que me pediría estrecha cuenta en un mundo, distinto a éste, eran bastante para intranquilizar a cualquiera ¿Se habría suicidado Vincey? Así parecía... Y ¿qué investigación sería esa de que había hablado? Por más que no fuera yo un hombre nervioso, ni propenso a alarmarme de lo que tuviera visos de sobrenatural, lo cierto es que esos hechos eran tan peregrinos que no alarmaron algo, y empecé a lamentar el verme mezclado en ello... Y aun ahora después que han pasado veinte años, lo lamento todavía Sentado estaba pues en mi habitación meditando, cuando sentí que llamaron, y luego me trajeron una carta con un gran sobre azul. A punto vi que era una carta de abogados, y el instinto me advirtió que la carta se relacionaba con mi juramento a Vincey. Aún tengo en mi poder esa comunicación, que así decía: «Muy señor nuestro. El difunto Mr. L. Vincey, nuestro cliente, que falleció el del corriente, mes en el Colegio de, de Cambridge, ha dejado un testamento, la copia del cual verá usted inclusa y cuyos ejecutores somos nosotros. Por dicha copia se enterará de cómo le corresponde a usted una mitad casi de la renta de la propiedad de aquel caballero difunto, invertida hoy en títulos consolidados de la deuda inglesa si acepta usted la tutoría de su único hijo Leo Vincey, que es actualmente un niño de cinco años de edad. Si nosotros mismos no hubiéramos redactado el documento, en obediencia a las instrucciones claras y terminantes del finado Mr. Vincey, tanto escritas como verbales y si no nos hubiera asegurado que tenía muy buenas razones para obrar de este modo; por lo desusado de sus disposiciones se lo confesamos, lo hubiéramos elevado al conocimiento del Tribunal de la Chancillería para que dispusiese lo que a bien tuviera ya contestando la capacidad del testador, o ya otra providencia referente a la salvaguardia de los intereses del niño heredero. Pero como nos consta que el testador era persona de inteligencia superior y de mucha penetración, y que no tenía ningún pariente, ni deudo vivos a quienes confiar la guarda del niño, no nos sentimos autorizados a tornar esa determinación. »Aguardando, pues las instrucciones que usted se servirá mandarnos en lo que se refiere a la entrega del niño, y al pago de su cuota correspondiente de los dividendos que se le deben quedamos de usted, afmos. SS. SS.-Geoffrey y Jordán» Como esta carta no me informaba de nada nuevo, ni tampoco, a la verdad, me ofrecía ninguna excusa racional a la aceptación del cargo que le había ofrecido a mi querido amigo, hice lo único que en esta situación me era dado: contestarle a los señores Geoffrey y Jordán, expresándoles mi voluntad de aceptar la guarda del niño, para lo cual, les pedí un plazo de diez días. Hecho esto, me dirigí a las autoridades universitarias, y habiéndoles comunicado lo que creí conveniente de esta historia que no era mucho por cierto, conseguí de ellas después de algún trabajo, que en el caso de obtener mi plaza de interno, lo que no dudaba a fe, que me permitiesen tener conmigo al niño. Pero fue con la condición de que desocupara mis habitaciones del colegio, y me alojase fuera de él. Así lo hice, y con alguna dificultad encontré y alquilé muyo buenas habitaciones junto a la entrada de mi colegio. Echéme, después a buscar quién manejase al niño. Para ello había decidido que no fuese una mujer, evitando de este modo que me robasen su afecto. El muchacho tenía ya bastante edad para no necesitar de la asistencia femenina. Solicité, pues un Ayudante varón, y afortunadamente, pude ocupar a un joven de redonda cara y muy respetable apariencia que, había estado empleado en un establo de caza pero que por pertenecer, según decía a una familia de diecisiete hermanos, estaba hecho a andar con niños y muy dispuesto a encargarse del joven Leo, apenas llegase a Cambridge. Llevé después el arca de hierro a la ciudad y con mis propias manos la deposité en casa de mi banquero; compré algunos libros que trataban de la salud de los niños y del modo de criarlos; leílos yo primero para mi propio gobierno y luego en alta voz a Job -así se llamaba el joven asistente, -y esperó tranquilo los acontecimientos. Hízose muy en breve, el niño, el favorito del colegio, porque como lo esperaba conseguí la plaza de interno; en él andaba siempre el chiquillo entrando y saliendo, a pesar de todas las órdenes y reglamentos en contrario: era una especie de intruso privilegiado en cuyo favor toda legislación se quebrantaba. Eran innumerables los ex-votos consagrados a sus aras, y por él tuve una grave disidencia de opiniones con un viejo profesor, residente del colegio, que tenía la reputación de ser el hombre más majadero de la Universidad, y que se horrorizaba hasta de ver un muchacho. Descubrí, sin embargo, gracias a la exquisita vigilancia de Job, despertada por ciertas perturbaciones de la salud de Leo, que este anciano, violando todos sus principios sobre la materia tenía la costumbre deplorable de atraer al chiquillo a sus habitaciones para hartarlo allí de dulces después de exigirle la promesa del más absoluto silencio. Echóle Job en cara su lea conducta –¡Debiera usted avergonzarse de sí mismo! –le dijo. -¡Qué necesidad tiene usted de enfermar al muchacho, cuando podría usted, a su edad, ser abuelo, si hubiera hecho lo que Dios manda! Job quiso decirlo con esto, que debió haberse casado a su tiempo. Esto, por supuesto, produjo cierto movimiento en la casa El niño se hizo muchacho, y el muchacho hombre, conforme volando fueron los implacables años, y según crecía y se desarrollaba su cuerpo, aumentaba también su hermosura y la bondad de sus sentimientos y de su inteligencia. Cuando llegó a los quince llamáronle la Bella en el colegio, y a mí la Bestia. Teníamos la costumbre diaria de salir juntos, a paseo, y el contraste de nuestras figuras confirmaba la oportunidad de los apodos. Pero una vez Leo atacó al fornido mozo de un carnicero, dos veces más grande que él, que nos gritó estos motes y le dio una buena zurra. Yo seguí andando, haciéndome el desentendido, hasta que, arreciando demasiado el combate, volví atrás, pero sólo para aplaudir la victoria del mancebo. Era en aquella época Leo, lo más, malo que en el colegio había, pero yo no podía remediarlo. Cuando creció un poco más, los compañeros nos pusieron nuevos apodos: a mí me llamaron Caronte, y a Leo el dios griego. Diré sobre mi apodo, que no, fui nunca hermoso, y que tampoco con los anos mejoraba mi fisonomía, pero del de Leo diré que le convenía perfectamente. Cuando cumplió los veintiún años podía haberse ofrecido de modelo para una estatua de Apolo. Ninguno conocí que se le comparase en hermosura o que no se admirase al contemplarlo. Diré en cuanto a su inteligencia que era perspicaz y brillante, aunque no fuera la del humanista profundo; para serlo, faltábale el aplomo mental necesario. En su educación, seguíamos bastante estrictamente, las instrucciones de su padre, y el resultado, sobre todo en las lenguas griega y árabe, fue muy satisfactorio. Yo aprendí esta última lengua para ayudar a enseñarla, pero a los cinco años la sabía tan bien como yo, casi tanto como nuestro común profesor. Siempre he sido un gran sportsman, es mi única pasión; y todos los otoños salíamos por ahí de caza o pesca unas veces a Escocia otras a Noruega y en una ocasión hasta Rusia Soy un buen tirador de armas de fuego, pero él hasta en esto me ha vencido. Cuando cumplió los dieciocho años, volví a ocupar mis habitaciones dentro del colegio, en donde le hice ingresar a él también. A los veinte, tomó su grado, un grado bastante respetable, aunque no muy elevado. Entonces fue cuando le contó algo de su propia historia y del misterio futuro que ante sí tenía y por supuesto que su curiosidad fue mucha y que yo tuve que convencerle de que por entonces era imposible de satisfacer. Aconsejéle para distraerse que se matriculase en la Facultad de Leyes lo que hizo, estudiando en Cambridge, y yendo a practicar en Londres donde también comía en el restaurant. Y así transcurrió el tiempo, hasta que por fin cumplió los veinticinco años, en el día de cuya fecha da verdadero principio esta historia extraña y tremebunda también, quizá.

Capítulo III

EL TIESTO DE AMENARTAS

El día antes de cumplir Leo los veinticinco años de edad, fuimos juntos él y yo a Londres y sacamos el arca de hierro del Banco, en que veinte años atrás la había yo depositado. Recuerdo que nos la trajo el mismo empleado que la había recibido. Él se acordaba perfectamente de cuándo la recibió, y a no ser por esto, nos confesó, trabajo le habría costado encontrarla tan cubierta como estaba toda de telarañas. Por la tarde volvimos a Cambridge con nuestra preciosa carga y me parece que, si nosotros dos hubiéramos decidido pasamos sin dormir la noche aquella no habríamos velado mejor. Al romper el alba aparecióse Leo en bata en mi habitación, pretendiendo que, desde luego, procediéramos a la Operación de abrir el arca; más a ello me negué, porque eso demostraría una vergonzosa curiosidad. -El arca ha aguardado durante veinte años, a que la abran -díjele; -bien puede aguardarse ahora a que almorcemos. A las nueve, pues nueve horas bien adelantadas por cierto, almorzamos, y tan preocupado me hallaba yo también, que siento decir que puse un poco de mantequilla en el té de Leo, figurándome que era un terrón de azúcar. Job, asimismo, a quien habíamos contagiado, llegó hasta quebrar el asa de mi taza de porcelana de Sevres idéntica según me dijo el vendedor de quien la obtuve, a la en que Marat había bebido poco antes de ser apuñaleado en su balo. Levantáronse por fin, los manteles del almuerzo, y Job, por orden mía trajo el arca y la puso sobre la mesa con cierta expresión de desconfianza en el rostro. Iba a marcharse luego de la habitación, pero yo exclamé: -¡Aguarde un momento, Job!.. Si mister Leo no se opone, desearía yo que, el acto fue presenciado por un testigo desinteresado en el asunto y que sepa callarse sobre cuanto vea mientras que no se le permita que hable -Me parece muy bien tío Horacio -contestó Leo. Tío me llamaba él porque yo se lo había rogado; pero a veces no quería y me llamaba viejo faltándome al respeto, o bien: pariente avuncular... Job se tocó la cabeza por no tener puesto el sombrero. -Cierre usted la puerta Job, y tráigame el escritorio. Obedeció, y yo saqué del escritorio portátil las llaves que el pobre padre de Vincey me había dado la noche de su muerte. Eran tres: la mayor, era un llavín relativamente moderno; la segunda excesivamente antigua y la tercera un objeto que a todo se asemejaba menos a una llave; parecía estar formada de una hojuela de plata maciza llena de recortes con una barrita cruzada como para manejarla. Sería quizá, un modelo de los ferrocarriles antidiluvianos. -¡Vamos! ¿Ya están ustedes listos? -pregunté como si se tratara de volar una mina Nadie, contestó. Tomé entonces la más grande de las llaves restregué un poco de aceite de almendras en la guarda y después de dos o tres tentativas, porque mi mano temblaba un poco, conseguí colocarla bien y hacer que cediese la cerradura Leo se inclinó, y agarrando la maciza tapa con las dos manos, con un esfuerzo muscular porque los goznes estaban oxidados, la levantó. Dentro, vimos otra caja cubierta de polvo. La sacamos sin dificultad de la de hierro y le quitamos con un cepillo de ropa la basura que sobre ella habían acumulado los años. Era o parecía ser de ébano, o de otra madera de color y grano parecido, y estaba toda reforzada por fajas de hierro que se cruzaban. Mucha debía ser su antigüedad, porque la madera tan dura y pesada comenzaba ya en algunas partes a deshacerse en polvo. -A ésta ahora -dije colocando la segunda llave. Job y Leo se inclinaron sobre ella sin respirar casi. La llave giró. Alcé rápidamente la tapa y todos lanzamos una exclamación de asombro al ver dentro un magnífico cofrecillo de plata como de doce pulgadas de ancho y largo, por ocho de altura. Parecía labor egipcia: las cuatro patas estaban formadas por esfinges y la combada tapa tenía otra encima y aunque el metal estuviese muy abollado en partes y deslustrado por los años, por lo demás se conservaba perfectamente. Saqué afuera el cofrecillo y lo coloqué sobre la mesa y en medio del más completo silencio, introduje en su cerradura la rarísima llave tercera. Después de empujar un poco para aquí y para allá, cedió aquélla también, y abierto quedó ante nosotros. Lleno estaba hasta los bordes de un material oscuro y picado, que más bien que de papel parecía componerse de alguna sustancia vegetal, pero cuya verdadera naturaleza no he podido averiguar nunca. Quitándolo, vi que ocupaba hasta una profundidad como de tres pulgadas, y que debajo había una carta encerrada en un sobre moderno de los corrientes cuya dirección escrita de mano de mi difunto amigo Vincey, decía:

Para mi hijo Leo.

Paséle la carta al joven que la examinó bien y colocándola sobre la mesa me hizo la señal de que continuase el escrutinio. Había después un pergamino cuidadosamente arrollado. Desarrollélo, vi que también estaba escrito de la mano de Vincey, y que tenía este título:

Traducción de la escritura uncial griega que está en el tiesto.

Puse el pergamino junto a la carta sobre la mesa. Después encontramos otro rollo de pergamino antiguo que con la edad se había tornado amarillento y rugoso, y también lo desarrollé. Era otra traducción del mismo original griego, pero hecha en latín y escrita en los caracteres anglo-góticos que, según me pareció por su estilo, parecían ser del final del siglo XV, ó, quizá, de los mediados del XVI.

Inmediatamente debajo de este rollo había algo que era duro y pesado, envuelto en tela amarilla y que descansaba sobre otra capa del material fibroso. Lenta y cuidadosamente desenvolvimos la tela amarilla y descubrimos un gran fragmento de vaso de barro cocido, de una antigüedad indubitable y de un sucio color amarilloso. Ese tiesto, a mi ver, debió haber formado parte de un ánfora ordinaria de mediano tamaño. Medía unas once pulgadas de largo por diez de ancho, y tenía el grueso de un cuarto de pulgada. Por la parte convexa que yacía contra el fondo, del cofrecillo, estaba densamente cubierto de una escritura del carácter griego, uncial, borrada a trechos, pero perfectamente legible en su mayor parte. Se conocía que esta escritura había sido hecha con el mayor cuidado y por medio de una pluma de junco, muy usada entre los antiguos. No debo dejar de apuntar también que, en algún tiempo, muy remoto, este fragmento curioso debió haber sido roto en dos partes y luego, unido de nuevo con alguna mezcla pegadiza y con ocho largos remaches. También por la parte interior o cóncava del tiesto, había muchas inscripciones, pero todas de formas distintas, irregularmente puestas, como si se hubiesen trazado por manos diferentes y en varias épocas. De éstas, hablaremos luego. -¿No hay más? -preguntó Leo en voz baja y conmovido. Tanteando un poco entre el material picado del fondo, encontró alguna cosilla dura metida en un saquito de tela. Abrí éste y de él sacamos primero una bella miniatura pintada sobre marfil, y después uno de esos sacraboeus pequeños, de color chocolate, marcado así: un sol sobre un cisne y luego una pluma en jeroglíficos egipcios. Símbolos que, según luego nos confirmaron, significan «Suten Se Ra»; lo que, descifrado, vale tanto como Real Hijo de Ra o del Sol. La miniatura era la de la dama griega madre de Leo, una hermosa mujer de ojos negros. Detrás, de ella estaban escritas estas palabras con la letra del pobre Vincey: -«Mi adorada mujer murió en mayo de 1856» -Ya no hay más -dije.

-Bueno -contestó Leo, dejando sobre la mesa la miniatura que había estado contemplando cariñosamente; -leamos ahora la carta. -Rompió el sello con viveza y leyó en voz alta lo que sigue: «Hijo mío, Leo: Cuando abras ésta si es que vives hasta que puedas abrirla habrás, alcanzado, ya la edad viril, y hará mucho tiempo que yo habré muerto para que ya me hayan olvidado absolutamente casi todos, los que me conocieron. Recuerda empero, al leerla que yo he existido, y que por estas mismas letras, por algo que sabrás que aún existe, te estrecho tu mano con la mía a través del abismo de la muerte, y mi voz te habla desde el inefable silencio del sepulcro. Aunque yo haya muerto y no quede ninguna memoria mía en tu mente, yo estoy contigo, sin embargo, en esta hora en que, me estás leyendo. Desde que naciste hasta la fecha apenas si te he visto el rostro. Perdóname por ello. Tu vida le costó la suya a quien yo amaba mucho más de lo que a las mujeres se las ama y la amargura de esa pérdida la siento todavía. Si yo hubiera podido vivir más, probablemente habría llegado a vencer ese necio sentimiento; pero no estoy a vivir destinado. Mis penas, físicas y mentales son mayores de lo que puedo sufrir, y cuando haya acabado de disponer lo que me parezca propio, para tu futuro bienestar, pondré término a mis dolores. ¡Si hago mal, que Dios me lo perdone! Por lo demás, y aun en las mejores condiciones yo no puedo vivir un año más...» -¡De modo, que se mató por su mano!.. -exclamé. -Ya me lo figuraba… Sin contestar mi observación, Leo siguió leyendo: «Ya he hablado bastante de mí mismo. Lo que por decir me resta te pertenece a ti, que vives: no a mí que he muerto, y que estoy tan olvidado como si no hubiera existido nunca. Mi amigo Holly, a quien es mi intención confiarte, si quiere aceptar el cargo, te habrá dicho algo ya sobre la antigüedad de tu estirpe. Bastantes pruebas de ello encontrarás en los contenidos del cofrecillo. La extraña leyenda que verás inscripta por tu remota antepasada sobre el tiesto de ánfora me la comunicó mi padre en su lecho de muerte, y me quedó profundamente impresa en la imaginación. Cuando no tenía más que diecinueve años, determiné, de igual modo que hizo, para desgracia suya uno de nuestros abuelos del tiempo de la Reina Isabel de Inglaterra investigar lo que de cierto hubiera en ello. No puedo describirte todo cuanto me pasó. Más sí te diré lo que vi con mis propios ojos. En la costa de África en una región hasta hoy inexplorada a cierta distancia al norte de la desembocadura del Zambese existe un cabo en cuyo extremo se alza un picacho que tiene la forma de la cabeza de un negro, parecido a lo, que se dice en la escritura. Allí desembarqué, y supe de boca de un indígena errante, que había sido desterrado de su pueblo por un crimen que cometió, que allá, muy tierra adentro, había grandes montañas de forma de tazas, con cavernas, en medio de pantanos inmensos. También supe que el pueblo que, allí habita habla un dialecto arábigo y está gobernado por una hermosa mujer blanca que rara vez contemplan sus súbditos y que dicen que tiene autoridad sobre todas las cosas vivas y muertas. A los dos días que supe esto, murió el indígena de la fiebre que le había dado al cruzar los pantanos y yo me vi obligado por la falta de provisiones y por los síntomas que se me presentaron de la enfermedad que después me ha postrado, a refugiarme en mi barco de nuevo. »No tengo necesidad de contarte las aventuras que corrí después de esto. Naufragué en la costa de Madagascar y me salvó un barco inglés que me llevó a Aden de donde salí para Inglaterra con la intención de emprender otra vez la investigación malograda tan pronto como pudiera prepararme para ella. Detúveme en Grecia de camino, y allí, omnia vincit Amor, conocí a la que después fue tu madre, que tanto adoré; allí me casé, naciste tú y ella murió. Entonces me sentí acometido de mi postrera enfermedad, y volví a Inglaterra a morir. Más, aun en contra de la esperanza yo esperaba y púseme a estudiar el árabe con la intención, caso de que pudiera volver a la costa de África de resolver el misterio cuya tradición durante tantos siglos se ha conservado en nuestra familia... Mi salud no mejoró, y ya la historia en lo que a mí concierne, ha concluido.

»Mas, para ti, hijo mío, debe comenzar ahora y yo te entrego los resultados de mis trabajos, junto con las pruebas hereditarias de tu origen. Cuido, de que no te sean conocidas hasta que no estés en edad de juzgar por ti mismo si debes o no investigar ese arcano, que si resulta cierto será el más grande del mundo, y si no, se verá que no es más que una necia fábula que produjo el cerebro trastornado de una pobre mujer. »Yo no creo, empero, que sea una fábula Yo creo que, existe, y que no hay más que descubrirlo, un lugar en donde se ostentan visiblemente las potencias vitales del mundo. Si la vida existe, ¿por qué no han de existir también los medios de conservarla indefinidamente? Mas, no quiero preocupar tu mente en el asunto, Leo, y juzga por tu propia cuenta. Si te inclinas a emprender la investigación, todo lo he dispuesto para que no te falten los medios. Si, al contrario, estás convencido de que todo ello es una locura destruye de una vez, te lo suplico, el tiesto y todas esas escrituras, para que tales causas de perturbación desaparezcan por siempre, y no sean la obsesión de nuestra descendencia. Quizá fuera esto lo más prudente. Lo desconocido se concibe generalmente como algo terrible y esto no es debido a la inherente superstición humana débese a que en verdad, es terrible. Quien pretende enredar con las inmensas y arcanas potencias que animan al mundo, puede muy bien caer víctima de ellas. ¿Y si por último se alcanzara la victoria?... ¿si tú salieras, al fin, de la prueba conquistando la perpetua juventud y hermosura; retando al mal y al tiempo; superior a la decadencia natural de la carne y del intelecto; podrá aun entonces decirse que fue para tu dicha tan tremebunda variación?... ¡Hijo mío, escoge!... y que la potencia que regula todas las cosas, y que dice: «¡De aquí no pasarás! ¡Esto no más sabrás!, dirija tu elección de modo que en dicha propia tuya redunde y en la del mundo, que regirás ciertamente, si la victoria obtienes por la pura fuerza de la acumulada experiencia… ¡Adiós!» Así concluía abruptamente esta carta que no tenía fecha ni firma.

Leo había estado, y estaba excitado evidente mente: boquiabierto, como quien respira con dificultad; me preguntó por fin. -Y ¿qué piensas tú de esto, tío Holly?... Hemos estado deseando un misterio, y me parece, que acabamos de hallar ahora uno muy notable... -¿Qué es lo que pienso?... Pues pienso que tu pobre padre no tenía sana la cabeza... Me figuré esto mismo aquella noche hace veinte años; al verlo entrar en mi cuarto... -Así es la verdad, señor -agregó Job solemnemente. Job era el ejemplar más práctico de una especie social que es muy práctica -Bien está -replicó Leo, -pero de todos, modos veamos lo que dice el tiesto. Tomó la traducción escrita con letra de su padre y leyó lo que sigue: «Yo, Amenartas, de la real casa de Hakor, Faraón de Egipto, esposa de Kalikrates (el Fuerte y Hermoso, o el Hermoso en su Fuerza), sacerdote de Isis, a quien los dioses aman y los demonios obedecen; encontrándome próxima a la muerte: A mi hijito Tisisthenes, El Poderoso vengador. Yo huí con tu padre del Egipto en los días de Nekht-nebf, obligándole a que por mi amor quebrantara los votos que había hecho. »Huimos en dirección al Sur a través de las aguas, y anduvimos errantes por el espacio dos veces doce lunas en la costa de Lybia que mira hacia el sol naciente, por donde cerca de un río, existe, una gran peña labrada como la cabeza de un etíope. Cuatro días navegamos y a la boca de un gran río fuimos echados náufragos; algunos de los nuestros se ahogaron, y otros murieron de enfermedad. Pero unos hombres salvajes nos llevaron cruzando pantanos y desiertos, por donde las aves marinas cubren con sus bandadas, a veces el cielo, y al cabo de diez jornadas llegamos a una montaña hueca donde había existido, y arruinádose luego una gran ciudad, y donde hay cuevas cuyos términos el hombre no vio nunca y nos condujeron ante la reina que coloca vasijas, sobre la cabeza de los extranjeros, y que es una maga que posee el conocimiento de las cosas todas, y una existencia y belleza que son imperecederas. Y ella puso miradas de amor sobre tu padre Kalikrates y me habría matado y tomádolo por esposo; mas él me amaba a mí y a ella le temía y no consintió en ello. Entonces ella nos tomó, nos condujo por tremendas vías, por arte de magia negra hacia donde el gran pozo se encuentra junto, a cuyo brocal yace muerto el filósofo antiguo, y nos mostró el Pilar de la Existencia que gira y que no muere, y cuya voz es como la del trueno, y se colocó en medio de las llamas, y de ellas salió sin hacerse daño y más hermosa aún. Juró entonces que haría a tu padre inmortal, como lo es ella si sólo me quisiera matar y entregarse a ella; pues ella misma matarme no podía por la magia que de mi propia patria yo poseo, y que hasta aquel punto me había salvado de ella. Entonces él tapóse los ojos por no ver su gran hermosura y a todo se negó. Entonces en su despecho, ella lo hirió con su magia y él cayó muerto; más ella lloró sobre su cadáver, y se lo llevó de allí entre lamentos, y muy temerosa envióme a la desembocadura del gran río adonde los barcos acuden y uno de estos me llevo lejos, donde yo te di a luz, y luego, después de mucho vagar, a Atenas, donde estoy. Y ahora Tisisthenes yo te digo, hijo mío: busca a esa mujer y aprende el secreto de la existencia y si tú puedes ver la manera de matarla hazlo por tu padre Kalikrates; más si temes o no tienes suerte en ello, esto mismo digo a todos los que de ti nazcan, hasta que, por fin, salga de tu descendencia un hombre valeroso que se bañe en el fuego y tome asiento en el trono de los Faraones. De cosas hablo, que, si no son de creerse yo las vi, empero, porque yo no miento» -¡Que Dios la haya perdonado por ello! -murmuró Job, que había oído la traducción con el mayor azoramiento.

Yo no dije, nada por mi parte. Mi primer idea fue que mi pobre amigo, demente, lo había compuesto todo el mismo: por más que era improbable que nadie, pudiese inventar historia semejante. Era demasiado original. Para salir de dudas tomó el tiesto y comencé a leer los estrechos caracteres unciales y era a la verdad demasiado pura y bella la redacción griega para que fuese de una egipcia. Después, pude convencerme de que la traducción inglesa era tan exacta como elegante. Además de la escritura uncial de la parte convexa veíase también en ella pintado de rojo obscuro, hacia la parte superior del tiesto, en lo que había sido el reborde del ánfora el mismo cartouche que ya mencionamos al hablar del scaraboeus que sacamos del cofrecillo. Sin embargo, los caracteres estaban invertidos, como si se hubieran sacado en cera del mismo escarabajo para estamparse luego en el tiesto. No sé si este cartouche pertenecía a Kalikrates o a algún príncipe o Faraón de quien descendiese su mujer Amenartas, ni tampoco puedo decir si fue grabado sobre el tiesto cuando se escribió la inscripción uncial, o si esto se hizo en época posterior por algún miembro de la familia Mas, esto no era todo. Al pie del escrito, y pintado del mismo color rojo obscuro, estaba el dibujo de una esfinge, bastante rudo, por cierto, que aparecía dotada de dos plumas, símbolos de majestad; estas plumas, son comunes en las efigies de los dioses y toros sagrados, pero era ésta la primera vez que yo las veía sobre una esfinge. Sobre esta misma superficie y del lado derecho, pintado oblicuamente de un vivo color encarnado, aprovechando un espacio que no ocupaba la inscripción uncial y firmada con letras de tinta azul, leíase la siguiente rara inscripción de caracteres ingleses del Renacimiento:

En la tierra el cielo y mar cosas raras se suelen dar.

Hoc fecit: DOROTHEA VINCEY