ELLA NO DEBÍA ENAMORARSE - Guillermo J. Mejía - E-Book

ELLA NO DEBÍA ENAMORARSE E-Book

Guillermo J Mejía

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 Gutiérrez y Martínez en una carrera contra el tiempo y contra sí mismos en este desconcertante caso policíaco Cuatro años después de la muerte del fotógrafo, su primer caso juntos, el sargento Gutiérrez y el detective Martínez deben enfrentarse a la pareja del zodiaco, su primer caso de asesinato serial, que deja como huella de sus crímenes una carta del tarot, una peluca rojiza y los zapatos desaparecidos de las prostitutas a las que les arrebatan la vida. La situación se complica cuando Gutiérrez despierta en su cama junto a su novia muerta, pero en el apartamento no hay ningún signo de violencia o indicio del hecho, lo que lo deja como el principal sospechoso. La investigación a cargo de Martínez, se debate entre la amistad que ha construido con su jefe y las señales que parecen implicarlo como el culpable de lo sucedido.

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©️2023 Guillermo Mejía

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Abril 2024

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7631-97-7

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado

Editor: Diego Santamaría

Corrección de estilo: Alejandra Ortega

Corrección de Planchas: Johan Merchan

Maquetación e ilustración de cubierta: David Avendaño

Diagramación: David Avendaño

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

A la memoria de Estrella.

1

Antes de cruzar la puerta, ya la había desnudado. La arrojó sobre la cama, sin violencia. Hundió su cara entre sus cabellos, en la búsqueda del cuello y la boca. La besó con avidez, entrelazaron sus lenguas, luchaba por quitarle el pantalón y le arrancaba la blusa. Bajó entre sus pechos hasta alcanzar los muslos. Cuando la sintió húmeda, se sacó el pantalón y la penetró. Se movía lento dentro de ella para retrasar su propio disfrute, mediante la espera. En los tres meses que llevaban juntos, había aprendido a darle placer.

Bésame.

La besó, mordió suavemente sus labios. La sintió gritar, sonrió y aceleró sus movimientos, hasta estallar. Empezó a dormitar. Se sentía algo ebrio. Aunque no era un gran bebedor, nunca dos o tres tragos lo hicieron sentir tan mal como hoy. Ella, al recuperar el aliento, se arrodilló entre sus piernas y tomó su pene con la boca hasta hacerlo endurecer.

¿No vas pedirme que me volteé?

Él se colocó detrás de ella y con suavidad la penetró de nuevo. Tú sabes cómo adoro tu culo.

Se durmió. Soñó con voces, gritos y peleas.

Al despertar, las cortinas estaban corridas y el cuarto oscuro. No se acordaba de haberlas cerrado. Ahora que lo pensaba, no recordaba mucho. Había un agujero en su memoria y la cabeza le dolía, como en los años jóvenes, cuando acostumbraba a pasarse de copas, pero no hizo caso: estaba contento. Se levantó a tientas, sin encender las luces para no molestarla. Sabía que no le gustaba despertarse temprano.

Fue a la cocina y silbando en silencio, coló café al estilo tradicional y se tomó dos tazas, negras, sin azúcar. Prescindió de los cigarrillos porque no recordaba dónde los había dejado y no era momento de hacer bulla. Lavó la loza; a ella le disgustaba el desorden. Se duchó con agua fría. Si bien había instalado un calentador para ella, él no lo usaba. Se cepilló los dientes y, aunque era domingo, se afeitó; costumbre del oficio. Se vistió en la oscuridad. Limpió el baño porque a ella le molestaba encontrarlo sucio. Sin dejar de silbar, preparó el desayuno: huevos, tostadas, frutas y queso. Jugo para ella y más café para él. Despejó la mesa, acomodó las carpetas con sus casos más recientes sobre una silla, y lo sirvió. Cuando terminó, fue a despertarla. En silencio, se paró junto a la cama. Le gustaba observarla mientras dormía. Una suave brisa movió las cortinas y el rayo de luz que entró le mostró lo avanzada que estaba la mañana y también una pequeña mancha en la comisura de los labios de su amada. La trató de limpiar y la sintió húmeda, pegajosa. Intrigado, corrió la cortina con la mano izquierda. A pesar de sus años de experiencia, gritó.

Los golpes en la puerta de entrada al apartamento lo sacaron del trance. Policía, ¡abran!

2

Sentado en su oficina, el sargento Gutiérrez, jefe de homicidios de la Policía, leía el diario matutino acompañado de la tercera taza de café del día. El aire aún conservaba el aroma húmedo de la lluvia de la noche anterior, pero el olor de la comida preparada en el restaurante contiguo empezaba a saturar el ambiente.

En la página tres, encontró una fotografía de los negociadores de la guerrilla, que se reunirían con el gobierno para acordar un cese al fuego, como antesala a las nuevas conversaciones de paz. Aunque miró los rostros con detalle, solo al leer el pie de foto pudo reconocer que el tercero, de izquierda a derecha, era el que consideraba el mejor amigo de su vida. Después de él había tenido otros, no tan íntimos ni tan queridos, quizá solo amigos. Los recuerdos lo golpearon. A pesar de que las nuevas órdenes del teniente Silva, su jefe, prohibían fumar dentro del edificio, encendió un cigarrillo y se volteó para lanzar el humo por la ventana.

Años antes de pensar en la carrera de detective de homicidios, cuando recién terminé mis cursos básicos en la escuela de cadetes, me gradué como alférez y esperaba mi primera asignación, fui llamado a la oficina del jefe de inteligencia. Muchos de mis compañeros ya habían sido destinados a zonas con problemas de orden público por la guerrilla comunista, en diferentes partes del país. Por eso me sentí confundido al recibir la citación. No entendía qué podía pasar.

Yo era hijo de unos campesinos analfabetos, dueños de una pequeña parcela cafetera, que llegaron al norte del Valle del Cauca desplazados por la violencia partidista de los años cincuenta. Era el tercero de cinco hermanos, cuatro hombres y una mujer. Gracias a que la situación económica de mi familia mejoró con las últimas cosechas y al programa de becas de la alcaldía local, pude terminar mis estudios secundarios en el colegio que los jesuitas tenían en la zona. Mi madre siempre esperó que la influencia de mis maestros me motivara a seguir la carrera eclesiástica, mientras mi padre deseaba que permaneciera en el pueblo para ayudarlo con el manejo de la heredad, ya que mis dos hermanos mayores se habían casado y formado sus propios hogares. Pero yo, desde que jugaba con mis amiguitos a los «policías y ladrones», siempre soñé con ser policía, decisión que reforcé después de prestar el servicio militar obligatorio, donde conocí y me enamoré de las armas, la disciplina y el ejercicio de la autoridad. Por eso, contra los deseos de mi familia, viajé a la fría Bogotá para estudiar en la Escuela de Cadetes de Policía General Santander.

¡Gutiérrez! ¡Alférez Gutiérrez!

La voz me sacó del sopor que me acompañaba en esa lluviosa mañana, después de dos horas de espera en ese corredor, parado, sin poder sentarme.

Presente, mi subteniente. Saludé poniéndome en posición de firmes.

Sígame.

Entramos en la oficina de la Jefatura de Inteligencia de la Policía Secreta. El teniente Pérez, a cargo de la unidad, me saludó y me ordenó sentarme, mientras revisaba un expediente. Estaba asustado, pero eso no me impidió enterarme de que los documentos bajo escrutinio eran los míos. Seguramente solo pasaron uno o dos minutos, pero a mí me parecieron casi diez veces más.

Gutiérrez, su expediente es sobresaliente. Está usted entre los diez mejores de su promoción.

Gracias, mi teniente.

¿Ha pensado que quiere hacer usted dentro de la Institución?

Mi teniente, yo hago lo que se me ordene. Miré hacia el frente, adopté una posición rígida, tal como me habían enseñado.

Bien, Gutiérrez. Pero si usted tuviera la oportunidad de permanecer en Bogotá antes que ir a una zona de orden público, ¿qué preferiría?

Mi teniente, yo prefiero lo que la Institución me ordene.

Pérez sonrió y cerró el expediente. De acuerdo, Gutiérrez. Entonces lo que la Institución necesita es que usted se convierta en agente infiltrado.

Yo no estaba seguro de qué quería decir eso y permanecí callado. El teniente me explicó que sería asignado a la policía secreta para trabajar como detective encubierto: Se matriculará como estudiante de la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional. Debe introducirse en los grupos de izquierda y reportar sobre las personas que los conforman, en especial, sobre los líderes que tienen relación con los grupos guerrilleros.

Golpes en la puerta. Con movimientos rápidos aplastó el cigarrillo y guardó el cenicero en el cajón del escritorio. Agitó las manos para espantar el pertinaz humo. Siga. Los golpes se repitieron y entonces recordó que, desde que debía fumar a escondidas, prefería permanecer bajo llave. Un momento. Encendió el ventilador que descansaba en un rincón de la oficina, para acabar de despejar el humo. Era un artefacto viejo y ruidoso, comprado de segunda o tercera mano de su propio bolsillo, que de inmediato desocupó el escritorio y llenó la habitación de papeles voladores. Los golpes se repitieron. Maldijo en voz baja, mientras con una mano abría la puerta y con la otra desconectaba el ventilador.

Jefe, ¿qué pasa aquí? Martínez colocó las dos tazas de café que traía sobre el escritorio.

Gutiérrez no contestó. Malhumorado se agachó y empezó a recoger el desorden. El detective se arrodilló para ayudar. Al terminar de recolectar el desorden se sentaron.

El sargento, visiblemente agitado, tomó la taza de café, sorbió y la regresó a la mesa. Dígame, Martínez ¿qué es tan importante que casi tumba la puerta?

Jefe, ¿fumaba?, ¿y la orden del teniente? La mirada de Gutiérrez lo hizo arrepentirse de su intromisión. Perdón, señor. ¿Leyó el reportaje de la página quince? Señaló el desordenado ejemplar de La Jornada que estaba sobre la mesa. Gutiérrez, que no había pasado de la tercera, negó con la cabeza. El detective tomó el diario y buscó: ¿Nueva limpieza social? titulaba a cuatro columnas el periodista Javier Valdez para hacer referencia a los dos cadáveres de indigentes, o habitantes de calle, cómo los llamaban en el artículo, que habían aparecido baleados y quemados.

Cuando terminó de leer, buscó la taza de café, bebió un trago largo y explotó: ¡Mierda! Se levantó y miró por la ventana.

¿Qué vamos a hacer?

Nada.

¿Nada?

El teniente me ordenó no dedicar recursos a esa investigación. «Al final nadie los va extrañar y seguro están mejor así», dijo.

Martínez iba a protestar, pero el timbre del teléfono se interpuso. Habla Gutiérrez. Escuchó en silencio. En el desorden del escritorio buscó un bolígrafo, como no lo encontraba, Martínez le prestó el suyo. Mientras sostenía el auricular con la mano izquierda, anotó la dirección en el borde del periódico. Avisen a Suárez. Colgó. Se levantó y agarró el sombrero y la pistola que descansaban sobre el archivador. Vamos, tenemos trabajo.

3

En medio del caótico tráfico de la mañana, Gutiérrez manejaba su Impala del sesenta y siete, color plata, con la parsimonia habitual: respetaba todas y cada una de las señales de tránsito y cedía el paso a quien lo solicitara, vehículo o peatón. Martínez movía la pierna como si quisiera acelerar por su jefe.

Señor, ¿a dónde vamos?

A los antiguos talleres del ferrocarril. Encontraron una mujer muerta.

¿Y por qué no usamos la sirena?

¿Para qué? ¿Acaso el cadáver está de prisa? Encendió la radio en la emisora de música clásica que le gustaba y subió el volumen. Martínez sabía que era una orden que implicaba silencio.

La dirección correspondía a una calle estrecha, ciega y sin pavimento, detrás de las antiguas bodegas dónde, muchos años atrás, funcionaron los talleres del ferrocarril. Al fondo se observaban dos autopatrullas y un vehículo de la prensa. Gutiérrez observó los charcos y el barrizal dejados por la fuerte lluvia de la noche anterior y tras retroceder, estacionó sobre el andén. Martínez iba a protestar, caminar por ese fangal iba a ser desagradable, por decir lo menos, pero sabía que era inútil, el sargento prefería que se ensuciaran ellos antes que el auto.

Al llegar, cuatro policías formaban corrillo sin prestar atención. Los detectives pasaron sobre la cinta que demarcaba la escena del crimen y se dirigieron al grupo.

¿Quién está a cargo? No hubo respuesta, excepto por los gemidos que salían del grupo. El sargento se acercó y, con rudeza, apartó a uno de los agentes. Los demás, sobresaltados, se separaron. ¿Quién está a cargo? Fijó la mirada en el policía que sostenía el teléfono móvil gemebundo.

Yo, señor.

Gutiérrez lo tomó por la camisa y leyó el nombre. Agente Molano, ¿me puede explicar qué pasa aquí?

Nada, señor. Lo esperábamos a usted.

¿Y el hombre que esta allá? Señalo a un fotógrafo que estaba inclinado sobre el cuerpo en la búsqueda de una foto de primer plano.

De la prensa, señor.

Gutiérrez miró a Martínez. Molano, ¿usted sabe que esta es la escena de un crimen?

Sí, señor. Por eso pusimos la cinta.

¿Y cuál es la función de la cinta?

Señalar el área a mantener libre para evitar que se altere la escena del crimen, señor. Respuesta textual del manual.

¿Y entonces?

Para el momento en que el agente comprendió, ya Martínez traía por el brazo al fotógrafo, que protestaba.

Gutiérrez y Martínez fumaban su segundo cigarrillo mientras esperaban que Suárez, el técnico en criminalista que el sargento tenía en el mejor concepto y con el cual prefería trabajar a pesar, o quizás por, su temperamento callado y recio, terminara su revisión preliminar del cuerpo y la escena del crimen. Ya habían intentado acercarse en dos ocasiones, pero Suárez los devolvió con malas palabras. Desde que llegó y vio el desorden, estaba molesto.

Parados uno al lado del otro, el sargento Gutiérrez y el detective Martínez, conformaban una pareja muy especial: los cuarenta y dos años, el metro con sesenta y cinco de altura y los casi noventa kilos de Gutiérrez, contrastaban con los veinticinco años, el metro ochenta y cinco y los escasos setenta y seis kilos del detective. El jefe, además, usaba sombrero para cubrir su ya no tan incipiente calvicie, mientras Martínez tenía una larga cabellera, la cual podía lucir hasta que el sargento lo obligaba a cortársela, algo que sucedía más a menudo de lo que el detective hubiera deseado. En cambio, ambos hombres vestían muy similar: traje completo negro, camisa clara, de preferencia blanca, y corbata de un solo tono. El detective se inclinaba por vestir ropa informal como sus compañeros, pero su jefe era inflexible en ese tema: «nosotros somos la imagen de la institución», repetía cada vez que podía. La única libertad que se le permitía eran los zapatos deportivos, más por la comodidad para perseguir a los maleantes que por aceptación de Gutiérrez. El sargento, en cambio, solo usaba zapatos de cuero, amarrados con cordón y siempre de color negro.

Quince minutos después, el técnico los invitó a acercarse, y sin preámbulos empezó con su informe: Mujer joven, unos veinte a veinticinco años, sin identificación. No quiero prejuzgar, pero por su ropa, parece una prostituta. Los detectives detallaron la vestimenta: falda negra muy corta, con tanga del mismo color; y blusa plateada sin tirantes y sin sujetador, que a lo mucho confinaba sus senos operados. Se nota que usaba abundante maquillaje, continuó, aunque se lo retiraron post mortem. Murió de un disparo a corta distancia, de un arma de calibre pequeño, tal vez del veintidós, sin orificio de salida y, aunque debe ser confirmado en la autopsia, tuvo relaciones sexuales violentas, consentidas o no, antes de morir. Martínez tomaba apuntes lo más rápido que podía. Aunque esto es un desastre, señaló los alrededores, podemos estar seguros de que la asesinaron en otro lugar. No encontramos casquillos ni manchas de sangre de la herida.

¿Cómo la trajeron aquí?

En un automóvil pequeño, aún se pueden ver las marcas de los neumáticos en esa zona, justo donde dieron la vuelta. Señaló.

¿Sabes a qué horas murió?

Eso es trabajo del médico forense. Lo que sí puedo confirmar es que la abandonaron después de las cuatro de la madrugada. Para el momento en que la dejaron aquí, ya había parado de llover.

¿Y la peluca?

No sé. Puede ser parte de su atavío de trabajo. Se ve nueva.

¿Algo más?

Esto. Mostró una bolsa transparente con una carta de baraja. Estaba entre sus senos. Martínez la fue a coger y Suárez la volvió a guardar: Después. Voy a buscar huellas.

¿Algo más?

Sí. Caminó alrededor del cuerpo. En medio de las huellas de la manada de elefantes que pasó por aquí, con un gesto apuntó al grupo de policías que de nuevo estaba reunido alrededor de los gemidos, encontré ésta. Corresponde a un zapato de mujer, y no veo a nadie por aquí con algo así. Los detectives tomaron nota de que la víctima estaba descalza.

¿Dices que la persona que acarreó el cuerpo fue una mujer?

No, la huella no muestra mucha profundidad, no cargaba peso.

¿Entonces eran dos personas las que dejaron abandonado el cuerpo?

Suárez se encogió de hombros. Gutiérrez agradeció y se dirigió al automóvil con paso rápido. Al llegar, abrió el maletero y se cambió los zapatos llenos de barro. Martínez se miró los suyos, no menos sucios, y trató de limpiarlos, golpeándolos y raspándolos contra el borde de la acera. El sargento movió la cabeza, buscó una bolsa plástica y se la ofreció: Con esa porquería no se puede subir.

En el camino de regreso, Martínez no habló. Se sentía molesto con los pies fríos y descalzos, mientras abrazaba la bolsa en la que llevaba sus zapatos y medias. Estacionaron en el sótano de parqueaderos de la Comisaría Central.

Prepare el informe, incluya una foto de la víctima para la prensa. Llame al forense para que nos espere mañana a primera hora.

Antes de que Martínez contestara, el sargento caminaba por la rampa de entrada y salida de vehículos. El detective sabía que se dirigía al quiosco de doña Leonor. Desde que empezó la prohibición de fumar dentro del edificio, ese era su refugio para su vicio mayor: un cigarrillo con una taza de café negro, grande, fuerte, sin azúcar. Antes Martínez no tomaba café, pero le había cogido el gusto y ahora también sabía que llegar con una taza en la mano, era la única manera de ser recibido con algo de amabilidad por su jefe.

4

Gutiérrez despertó con un fuerte dolor en la nuca, producido por la mala posición en que durmió sobre la silla. Casi siempre la prefería a su cama estrecha y de colchón duro. Apagó el televisor mudo, recogió los cuatro envases de cerveza y el cenicero lleno de colillas. En la cocina se preparó dos tazas de café que bebió una tras otra, acompañadas cada una de un cigarrillo. Después tomó una ducha fría y se afeitó, manejó con destreza la navaja barbera. Se vistió con el mismo traje del día anterior, una camisa blanca, limpia y bien planchada, y una corbata amarilla, algo decolorada y con mancha de huevo de un desayuno previo. Con paciencia limpió los zapatos y los brilló con abundante betún. Antes de salir miró el desorden de libros, ropas y trastos, en la cocina llena de platos sucios. Se prometió que el fin de semana lo organizaría todo. Hacía más de cuatro años que su mujer lo abandonó y aún no lo aceptaba. El estado de su vivienda, como si tan solo fuera un lugar de paso, era una muestra de ello.

A las ocho menos cinco de la mañana llegó a la morgue. El detective Martínez ya lo esperaba.

La morgue funcionaba en una edificación anexa al Hospital Municipal. Este edificio fue construido sesenta y dos años antes, por el arquitecto inglés Leonard Hamilton, desconocido en su país de origen, pero muy bien valorado en el nuestro. Tenía en su diseño original, paredes y pisos de mármol, grandes ventanales de vidrio, techos de doble altura en forma de cúpula, lámparas colgantes tipo araña y estaba rodeado de jardines y fuentes. Hoy día se cae a pedazos. La mayor parte de los ventanales fueron tapiados, y en los que subsisten se ha reemplazado casi todo el vidrio por plástico, que en algunos lugares está roto y deja pasar el silbante viento. Las lámparas no funcionan o solo disponen de uno o dos bombillos. Casi todos los jardines fueron pavimentados para convertirlos en parqueaderos y, los pocos que se conservan, están cubiertos de altos pastizales donde se libra una lucha, no siempre silenciosa, entre ratas y gatos. La morgue ocupa un semisótano al cual se llega a través de un pasadizo subterráneo, mal iluminado, sin ventilación y con el piso cubierto de grandes charcos del agua que se filtra por las paredes y el techo. Para acceder se debe abrir dos pesadas puertas de hierro, que exigen un esfuerzo mayor al normal, por la falta de lubricación de las bisagras.

Buenos días, Martínez. Entremos.

Buenos días, señor. El doctor Escobar no ha llegado, dice el guardia que siempre llega hacía las diez.

¿Acaso no le avisó que veníamos?

Lo hice, señor. Me prometió esperarnos. Recién lo llamé al móvil, pero no contesta. Gutiérrez se volteó para que su subalterno no lo viera perder el control. Jefe, mientras llega vamos a la cafetería de enfrente. Aprovecha y lee la carta de respuesta del teniente Silva al artículo de ayer. Le entregó la última edición de La Jornada.

Martínez pidió huevos revueltos con arroz y chocolate. Gutiérrez solo ordenó café. Mientras el detective devoró su plato y lo completó con otra bebida, pan y porción de queso, su jefe solo tomó dos sorbos de la taza, no solo por estar concentrado en la lectura, sino porque detestaba el café aguado.

Escobar, jefe forense, llegó diez minutos pasadas las nueve. Sin anunciarse, los detectives entraron a su oficina. Lo encontraron sentado, usaba una bata que alguna vez fue blanca, tras un escritorio lleno de papeles, carpetas, restos de comida y media docena de botellas de cerveza vacías. En una grabadora, colocada en un rincón sobre el piso, sonaba música salsa.

¡Carajo, Escobar! Lo hemos esperado durante más de una hora. El médico lo miró por encima de sus gafas de lentes redondos y gruesos, consultó el reloj y se encogió de hombros. ¿Qué tiene para nosotros? Escobar suspiró, se alisó el cabello con su mano regordeta que no parecía de cirujano, tomó una carpeta del montón de la izquierda y se levantó. Gutiérrez lo detuvo. No necesitamos su espectáculo. Solo denos el informe aquí. Tenemos afán.

El estómago de Martínez se estremeció y crujió al recordar el mal momento que su jefe y el forense lo hicieron pasar en su primer caso: lo obligaron a visitar el depósito de cadáveres, en momentos en que la refrigeración de las neveras había fallado. Ese día, el olor agrío de los cuerpos descompuestos mezclado con el formaldehído que absorbió por la nariz, lo obligo a regurgitar el desayuno. Desde entonces, cada vez que podían, lo sometían a la misma rutina. Y él no se acostumbraba.

Desencantado, el forense se sentó y abrió la carpeta: Mujer de unos veinte años, cincuenta y tres kilos de peso y uno sesenta de estatura. Estado de salud en general bueno, aunque hay señales de contusiones por golpes repetidos de varios días atrás, incluyen cicatrices de fracturas recientes en nariz y brazo izquierdo…

¿Violencia doméstica?

Lo más probable. Se acomodó las gafas con el índice izquierdo. Muerte por disparo de arma de fuego, a corta distancia, que perforó el pulmón izquierdo. Calibre del veintidós, arma de mujer…

¿Por qué dice eso?

Escobar se encogió de hombros y le entregó una pequeña bolsa con el proyectil recuperado del cuerpo. La víctima fue abusada de manera repetida. Por sus dos cavidades.

¿Tenemos ADN?

No. Usaron preservativo, hay restos de lubricante.

¿Señas personales?

Cesárea y aumento de busto.

¿Algo más?

El médico se retiró las gafas y las limpió con la bata de manera que quedaron más sucias que antes, revisó el resto del documento y, de nuevo, se encogió de hombros.

5

Camarada Manuel! ¡Camarada Manuel Gutiérrez!