En brazos del amor - Nikki Benjamin - E-Book
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En brazos del amor E-Book

Nikki Benjamin

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Beschreibung

Merecía la pena luchar por el amor de aquel hombre... Hacía algunos años, el corazón de Leah Hayes se había roto cuando John Bennett se había enamorado de su hermanastra. Ahora el hombre al que ella seguía amando en secreto estaba destrozado por el dolor y luchaba por criar solo a su hija. Así que Leah acudió a Montana a echarles una mano. Aunque John no la recibió con los brazos abiertos precisamente, las pasiones prohibidas no tardaron en desatarse. Y mientras ofrecía consuelo al maltrecho corazón de John, la compasiva maestra descubrió al encantador hombre al que siempre había amado…

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Seitenzahl: 210

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Barbara Wolff

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En brazos del amor, n.º 6 - junio 2017

Título original: Loving Leah

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Este título fue publicado originalmente en español en 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9738-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

En su modesto sedán, Leah Hayes podría haber recorrido la distancia entre la casa de su padre y la de John Bennett en cuestión de minutos. A pesar de los ocho años que llevaba lejos de allí, las calles del vecindario, muy cerca del campus que la Universidad de Montana tenía en Missoula, aún le resultaban familiares. Sin embargo, como no sabía cómo iban a recibirla, prefirió tomarse su tiempo.

–¿Te has perdido, tía Leah? –le preguntó su sobrina de ocho años.

–No, Gracie. Me acuerdo perfectamente del camino a tu casa.

La pequeña pareció tranquilizarse un poco. Se parecía a Caro, su madre, que era a su vez la hermanastra de Leah, y a su padre. De Caro tenía el rostro ovalado y los rizos rubios y de John, su padre, los ojos grises y el gesto de determinación en la barbilla que Leah se había esforzado tanto por olvidar durante sus años de ausencia.

–Vas conduciendo muy despacito –comentó la pequeña.

–Voy admirando las flores, que son muy bonitas –mintió Leah–. Todo el mundo parece haberse esforzado mucho en sus jardines este año.

–Nosotros no –replicó la niña, muy desilusionada–. Lo único que tenemos en los macizos de flores son malas hierbas.

–Bueno, eso es algo que se puede arreglar mientras yo esté aquí. Si lo hacemos juntas, quitar malas hierbas y plantar flores no nos llevará nada de tiempo.

–Tal vez papá quiera ayudarnos. Antes de que mi mamá muriera siempre se aseguraba de que tuviéramos flores muy bonitas. Seguramente estará muy ocupado… Siempre está demasiado ocupado para hacer cosas conmigo y está demasiado triste. Echa mucho de menos a mi mamá. Sin embargo, ahora estás tú aquí, tía Leah. Tú harás muchas cosas conmigo, ¿verdad?

–Claro que sí, Gracie. Ahora estoy aquí y vamos a hacer un montón de cosas juntas este verano. Te lo prometo.

–¿Ves todas las malas hierbas que hay en los macizos de flores? –le preguntó su sobrina justo cuando llegaban a Cedar Street.

–Por supuesto –replicó Leah, tratando de ocultar su tristeza ante el aspecto de abandono y desolación de la bonita casa. No tenía nada que ver con las fotografías que Caro le había enviado hacía un par de años.

La miró con más cuidado bajo la luz de las farolas. Efectivamente, el jardín estaba muy descuidado y no se veían luces en las ventanas a pesar de que ya estaba empezando a oscurecer.

Había esperado que su padre y su madrastra estuvieran exagerando sobre el estado de ánimo de John. Parecía que había empezado a superar lo peor de su pena y que estaba dispuesto a seguir con su vida. Además, tenía responsabilidades que no podía ignorar, siendo Gracie la más importante de ellas, y había accedido a que ella lo ayudara a cuidar de su hija durante el verano.

–Ese es el todoterreno de tu padre, ¿verdad? –comentó Leah.

–Sí –respondió la niña–, pero eso no significa que esté en casa. Por la noche, se va a dar largos paseos.

¿Cómo podría haberse ido a dar un paseo sabiendo que su hija iba a volver a casa? El hombre al que ella había conocido ocho años atrás no lo habría hecho, pero John había cambiado después de la muerte de Caro de un modo que Leah jamás hubiera creído posible.

–Si tu padre no está en casa, podemos regresar a la del abuelo y esperar allí a que vuelva –sugirió Leah.

–Bueno –dijo la niña. Evidentemente, la sencilla solución que Leah le ofrecía parecía haber apaciguado todos sus temores.

Leah dejó el equipaje en el maletero del coche y se dispuso a ayudar a Gracie a bajarse. A la niña no le costaba mover la pierna que tenía lesionada, dado que solo la llevaba sujeta por una férula, pero aceptó la ayuda de Leah de todos modos. Le dio la mano a su tía y ambas se dirigieron hacia la puerta principal de la casa.

Al llegar al porche, Leah respiró profundamente antes de llamar al timbre. A pesar de que ya estaban en junio, la noche era fresca. Una brisa le revolvía el cabello castaño, lo que le hizo arrepentirse de no haberse puesto un jersey.

Los segundos fueron pasando hasta convertirse en minutos. Leah extendió la mano y volvió a llamar, apretando aquella vez el botón durante algunos segundos más que la primera ocasión. Pasaron dos minutos antes de que, para alivio de ambas, se oyera que alguien manipulaba la cerradura de la puerta.

–¡Está aquí! –gritó Gracie, con una mezcla de excitación y de incertidumbre, que Leah atribuyó al errático comportamiento del padre de la pequeña.

Se obligó a sonreír, tratando de no prestar atención a un escalofrío que le recorrió la espalda. Por fin, la puerta se abrió. Lo hizo con un movimiento que denotaba impaciencia, incluso irritación, por parte de la persona que la abría. En medio de aquella penumbra, el hombre que abrió presentaba un gesto asustado en el rostro, o al menos eso le pareció a Leah. Si no hubiera sabido que sería John el que abriera, jamás lo habría reconocido.

Tenía el oscuro cabello revuelto y desaseado, el rostro sin afeitar y los ojos cansados. La camiseta azul marino y los raídos vaqueros que llevaba puestos quedaban demasiado holgados sobre su alto y delgado cuerpo. En aquellos momentos, John Bennett era prácticamente un desconocido para ella. Un desconocido muy hostil que hizo que la sonrisa que ella había esbozado se le helara en el rostro.

–Hola, papá –dijo Gracie, soltándose de la mano de Leah y dando un paso hacia delante.

Inmediatamente, la expresión del rostro de John cambió completamente. El amor que sentía por la pequeña era tan evidente que resultaba casi palpable. Ese era el hombre que Leah recordaba. La hostilidad que rezumaba de él solo era fruto del profundo pesar que lo invadía por dentro.

–Hola, Gracie –respondió, inclinándose para tomar a la pequeña en brazos con mucho cuidado y cariño–. ¿Te has divertido en casa de los abuelos?

–Sí. Tenían una gran sorpresa para mí –respondió la niña, señalando a Leah–. Mira, papá. ¡Es la tía Leah! Te acuerdas de ella, ¿verdad? Por fin ha regresado para visitarnos y, ¿sabes qué? Se va a quedar aquí con nosotros todo el verano. ¡Estoy tan contenta, papá! ¿Y tú?

–Por supuesto que me acuerdo de tu tía. De hecho, la recuerdo muy bien –replicó John, mirando a Leah por fin–. Bienvenida a Missoula, Leah.

Ella trató de sonreír una vez más, pero la expresión que vio en el rostro de John se lo impidió. Aunque no era abiertamente hostil, sí resultaba algo antipática, tanto que la sorprendió completamente. Además, el hecho de que no fuera capaz de alegrarse junto con Gracie de que ella fuera a quedarse con ellos dejaba muy claro lo que sentía al respecto.

Leah había pensado que John no solo sabía lo que su padre y madrastra habían organizado para aquel verano, sino que también estaba de acuerdo con sus planes. Tenía que saber que ella era la persona que Cameron y Georgette habían escogido como niñera de la pequeña para el verano. Seguramente lo habían hablado con John y habían conseguido su aprobación antes de ponerse en contacto con ella…

Sin embargo, si John les había dado su aprobación, ¿a qué se debía tanta hostilidad?

Leah se dio cuenta de que jamás les había preguntado a Cameron o a Georgette la opinión de John sobre todo aquello ni ellos se la habían mencionado. Se habían limitado a explicarle que John había cambiado un poco desde la muerte de Caro, algo que Leah había comprendido perfectamente. No obstante, si hubiera sabido lo mucho que parecía disgustarle el hecho de tenerla viviendo en su casa, Leah jamás habría accedido a regresar a Montana.

Comprendió que había dado muchas cosas por sentado debido al amor que sentía por Gracie. Cameron había insistido en que John estaba aún demasiado inmerso en su pérdida como para darle a la niña la atención que necesitaba y los comentarios de Gracie lo habían verificado. Además, por supuesto, estaba la inevitable llama de la esperanza, junto con el repentino despertar de sueños que llevaban mucho tiempo dormidos, ante la posibilidad de volver a su querido amigo después de ocho largos y solitarios años.

No había esperado que John compartiera sus sentimientos. No había pasado ni siquiera un año desde la muerte de Caro y él jamás amaría a nadie tanto como la había querido a ella. Sin embargo, Leah jamás habría imaginado tanta frialdad al verla.

–La habitación de la niñera está al otro lado de la cocina –dijo él, sacándola así de su ensoñación–. Ponte cómoda –añadió con una expresión fría y distante. A continuación, se dirigió a Gracie con un tono de voz mucho más suave y amable–. Estoy seguro de que habrás cenado en casa de la abuela, ¿verdad?

–Sí, mi plato favorito: hamburguesa con patatas fritas.

–Muy bien. Entonces, subamos a tu habitación para que te pongas el pijama. Ya deberías estar en la cama, jovencita.

Gracie rodeó el cuello de su padre con los brazos y comenzó a reír. Por el contrario, Leah observó cómo John empezaba a subir la escalera muy lentamente con la niña en brazos. Sintió el impulso de enfrentarse a él y pedirle explicaciones sobre su actitud, pero sabía que no podía hacerlo mientras la niña estuviera delante. No obstante, tenía derecho a saber lo que le pasaba a John. Resultaba evidente que su padre y su madrastra solo le habían dado la información justa, y más positiva, sobre la situación, confiando seguramente en que Leah sería capaz de tratar con John y proporcionarle un hogar estable a Gracie. Además, con su experiencia como profesora en un colegio particular de Chicago, podría ayudar a la niña a ponerse al día en sus estudios después de todas las clases que había perdido por su lesión.

Se arrepintió de todo lo que podría haberles preguntado a Cameron y a Georgette. Demasiado tarde recordó que ellos habían descrito a John como un hombre amargado, que no se parecía en nada al que había sido, descripción que Leah había preferido ignorar. Incluso habían comentado que John había echado a dos niñeras en los últimos meses, comentario sobre el que ella debería haber indagado un poco más y que, por supuesto, no había hecho.

Mientras regresaba al coche por su maleta, sintió el impulso de marcharse. Nadie podría culparla por hacerlo, pero ¿quién cuidaría de Gracie si lo hacía? Cameron y Georgette se marchaban al día siguiente a Europa debido al ciclo de conferencias que su padre iba a dar. No había nadie más que pudiera cuidar de la pequeña. Por lo tanto, tendría que quedarse… o tener que vivir con más culpabilidad de la que su conciencia era capaz de soportar. Sin embargo, no pensaba tolerar la abierta animosidad que John Bennett mostraba hacia ella. Él había sido su amigo, su mejor amigo, y Leah estaba allí por una muy buena razón. Se prometió que se lo recordaría en cuanto tuviera oportunidad de armarse de valor y enfrentarse a él.

Capítulo 2

 

–¿Estás enfadado con la tía Leah, papá? –le preguntó la niña, frunciendo el ceño.

John se maldijo en silencio por haber disgustado a su hija en la primera noche que pasaba en casa. La abrazó con fuerza y le dio un beso en la mejilla.

–No, Gracie. No estoy enfadado con tu tía Leah –respondió, mientras subían por la escalera.

No más de lo que lo había estado con cualquiera que hubiera tratado de interferir en su vida, sin contar a Gracie, por supuesto. Desde el momento en que nació, la pequeña se había convertido en la niña de sus ojos.

–Pues te mostraste algo brusco cuando hablaste con ella, papá.

–¿Brusco, eh? –repitió él con una sonrisa.

Le había divertido la elección de palabras de su hija, lo que lo había ayudado a liberarse en cierta medida de la extraña mezcla de emociones que llevaba experimentando toda la tarde. Desde que el padre de Leah le había dicho a primera hora de aquel mismo día que ella era la niñera que le habían encontrado para que cuidara de Gracie durante el verano, John se había sentido enojado, irritado y, para su consternación, también algo intranquilo.

Estaba acostumbrado a la ira. Lo había acompañado mano a mano con el dolor que había experimentado al perder a Caro de un modo tan trágico e inesperado. El resentimiento también había sido su más íntimo amigo desde la muerte de su esposa. No quería compasión, porque, a su juicio, no la merecía. Él, y solo él, había sido responsable de la muerte de Caro. Se merecía todos y cada uno de los momentos de dolor que había vivido desde aquella fatídica noche.

Sin embargo, la intranquilidad con la que llevaba batallando desde hacía unas cuantas horas era algo completamente diferente, un sentimiento por el que no quería dejarse llevar, especialmente en lo que se refería a Leah Hayes.

Había experimentado una profunda tensión solo con pensar que tendría que ver a Leah a diario. Entonces, cuando abrió la puerta y se encontró cara a cara con ella por primera vez desde hacía ocho años, sintió el impulso incontrolable de tomarla entre sus brazos y confesarle sin tapujos los muchos pecados que había cometido. Era una suerte que simplemente hubiera parecido «brusco».

–Sí, papá, muy brusco –afirmó la niña, cuando llegaron frente a la puerta del cuarto de baño–. Podemos volver a la casa de los abuelos si necesitas estar solo más tiempo, pero tendremos que regresar mañana porque otra persona va a estar allí mientras ellos están de viaje.

John se agachó delante de su hija y le acarició delicadamente los rizos rubios.

–Me alegro mucho de que vuelvas a estar en casa, Gracie, aunque no haya parecido así cuando abrí la puerta. De ahora en adelante, vas a estar aquí conmigo. Ya he estado suficiente tiempo solo como para seguir queriendo estarlo.

–¿Y la tía Leah? ¿Te alegras de que ella esté aquí también?

–¿Te alegras tú, Gracie? –replicó John, para no mentir a la pequeña.

–Sí, papá. Me alegro mucho.

–Entonces, yo me alegro también. Ahora, lávate la cara y las manos y ponte el pijama mientras yo te abro la cama, ¿de acuerdo?

–De acuerdo, papá. ¿Me vas a leer un cuento? –añadió, tímidamente.

–Por supuesto que sí. ¿Alguno en especial?

–Esta noche eliges tú.

Tras dejar a la niña en el cuarto de baño, John se dirigió a la habitación de la pequeña. Al contrario del resto de la casa, todo estaba allí muy ordenado. Caro se había encargado de la impecable decoración del cuarto de su hija. Desgraciadamente, por culpa de John, Caro no podría ver cómo Gracie se convertía en una mujer.

Cuando fue a cerrar las persianas, vio a Leah sacando su maleta del coche. Con los años que habían pasado, se había olvidado de lo encantadora que era. El cabello oscuro le caía suavemente por los hombros y, como siempre, los ojos verdes le brillaban de inteligencia. El alto y esbelto cuerpo, había dejado de ser el de una niña para convertirse en el de una mujer. Además, no parecía haber perdido su belleza interior, un firme corazón que complementaba la serenidad de su alma.

Era una pena que no hubiera valorado todo lo que ella era cuando él podría haber sido digno de su atención. En aquellos momentos…

En aquellos momentos lo único que John esperaba era que no se acomodara en su casa, especialmente dado que no se iba a quedar mucho tiempo. Había demasiadas cosas que prefería que ella no supiera sobre él, cosas que le costaría mucho ocultarle si le permitía que entrara en su vida.

Era perfectamente capaz de cuidar de Gracie solo. Por supuesto, tendría que volver a ser el que era, pero ya iba siendo hora de que realizara el esfuerzo. La alternativa, que era tener a Leah en su casa durante los próximos tres meses, era el acicate que necesitaba.

–Papá, no has encendido la lámpara –dijo Gracie, cuando entró en el dormitorio.

–No esperaba que estuvieras lista tan pronto –replicó John, terminando de cerrar las persianas con un rápido movimiento de muñeca–. ¿Estás segura de que te has lavado bien las manos y la cara? –añadió con una sonrisa.

–Sí, muy bien –respondió la niña mientras encendía la lámpara de la mesita de noche–. Incluso he metido la ropa en la cesta de la colada. Y también me he lavado los dientes y me he cepillado el cabello.

–¿Necesitas ayuda para quitarte la férula de la pierna?

–No, puedo hacerlo sola –contestó Gracie, empezando a desabrocharse las cintas de velcro.

–En ese caso, supongo que lo mejor es que me ponga a elegir un cuento.

Gracie se había esforzado mucho por recuperarse de su lesión. Había trabajado mucho durante las sesiones de fisioterapia que siguieron a la operación en la que le reconstruyeron los huesos y los ligamentos rotos. Llevaba caminando con la pesada férula de metal desde hacía dos meses. Según el médico, su progreso había sido tan notable que muy pronto podría deshacerse de la prótesis.

Además, con la ayuda de un psicólogo y de sus abuelos, la pequeña había conseguido aceptar la finalidad de la muerte de su madre. Poco a poco, estaba volviendo a ser la niña sana y alegre que era hacía un año.

John deseó haber podido contribuir a su recuperación, pero la verdad era que había estado demasiado ocupado autocompadeciéndose y odiándose a sí mismo como para poder hacerlo. No volvería a ser así. Había llegado la hora de convertirse en el padre que Gracie se merecía.

Reconoció que también había llegado el momento de tratar de olvidar el modo en que Caro le había hablado en los últimos momentos que pasaron juntos y de lo que él le había hecho para hacerla hablar así. Todos aquellos recuerdos del pasado habían estado a punto de destruir su futuro.

–¿Qué te parece Buenas noches, osito? –le sugirió Gracie de repente, sacándolo así de sus pensamientos.

–Me parece una excelente elección –contestó él, tomando el delgado libro–. Te puedo leer también otro, a menos que tengas demasiado sueño.

–Esta noche sí, papá.

–Entonces, leeremos Buenas noches, osito y ya está. ¿Te parece bien?

–Sí, papá. Me gusta que estés así –comentó la niña, mientras se metía en la cama–. No me gusta cuando hablas con voz brusca.

–En ese caso, guardaré la voz brusca bajo llave en una caja.

–¿Y tirarás la llave?

–Bueno, podría necesitarla en alguna ocasión. Tal vez tenga que utilizarla con otras personas.

–Pero no conmigo, papá.

–No, Gracie. Jamás contigo.

–Ni con la tía Leah tampoco –le instruyó la niña. Entonces, bostezó y cerró los ojos.

John guardó silencio durante varios segundos, incapaz de mentir a la niña. Seguramente, tendría que mostrarse brusco con Leah para conseguir que ella se marchara de la casa, pero se aseguraría de que Gracie no estuviera presente. De hecho, tenía intención de ocuparse de Leah en cuanto Gracie estuviera dormida.

Inmediatamente, empezó a leer la historia. Se centró en las palabras que conocía prácticamente de memoria para olvidarse del resto de sus pensamientos. Por el momento, le bastaba con estar junto a su hija, a la que amaba más de lo que podía expresar con palabras.

 

 

En una mano, Leah llevaba la pequeña maleta que contenía los artículos que iba a necesitar para la primera noche en casa de John. En la otra, la de Gracie, que iba llena de ropa, libros y un peluche que se había llevado a casa de sus abuelos.

Vio que había una luz encendida en el segundo piso y dedujo que se trataba de la ventana del dormitorio de Gracie. No había razón alguna para que no pudiera aclarar algunas cosas con John, a excepción de su propio miedo a enfrentarse a él. A pesar de todo, era lo primero que debía hacer.

Tras dejar la bolsa de Gracie a los pies de la escalera, se dirigió a la habitación que iba a utilizar durante su estancia en la casa. Comprobó que el salón y el comedor no habían sido utilizados desde hacía mucho tiempo, dado que tampoco se habían limpiado, a juzgar por las telarañas y el polvo que se acumulaban en los muebles. No obstante, no estaba tan mal comparado con el desorden que reinaba en la cocina y en el cuarto de estar.

Su asombro se convirtió en desolación al ver lo que podría haber sido una cocina muy acogedora. Al ver el montón de platos sin fregar sobre la encima y las cajas de pizzas y comida china que se apilaban por todas partes, se echó a temblar. Sobre la mesa de la cocina se acumulaban libros y papeles, al igual que ocurría en la sala de estar.

Parecía evidente que aquel desorden era una de las razones por las que su padre y madrastra le habían pedido que fuera a echar una mano. Ayudar a las personas se había convertido en su especialidad a lo largo de los años. Recordó los años durante los cuales había tenido que cuidar de su padre tras la mujer de su madre y las veces que había escuchado cómo John se desahogaba durante el amargo divorcio de sus padres.

Cuando su padre conoció a Georgette, comprendió que su ayuda ya no era necesaria y había tomado un discreto segundo plano. Hizo lo mismo cuando se dio cuenta de que era Caro a la que John amaba lo suficiente como para casarse con ella. Y haría lo mismo a finales del verano, cuando su padre y su madrastra regresaran para poder volver a ocuparse de Gracie.

Sin embargo, aún quedaba mucho para agosto y ella parecía tener mucho trabajo que hacer. Se dirigió al dormitorio que se le había asignado durante su estancia allí.

Creía haber visto lo peor en la cocina y el cuarto de estar, pero el dormitorio que John había denominado como «el cuarto de la niñera» tenía aún más horrores que ofrecer. La cama tenía las sábanas, las mantas y las almohadas revueltas sobre el colchón, como si su anterior ocupante se hubiera marchado precipitadamente. Los cajones seguían abiertos y, en el cuarto de baño, las toallas usadas estaban tan rígidas como tablas.

–¿Qué ha estado ocurriendo aquí? –preguntó Leah, a nadie en particular–. Aparentemente, no demasiado en lo que se refiere a las tareas domésticas.

Abrió los armarios del cuarto de baño hasta que encontró toallas limpias. Entonces, se lavó la cara y las manos. Después, sintiéndose un poco mejor, regresó de nuevo hasta la escalera y, tras tomar la maleta de la pequeña, empezó a subir la escalera.

Por lo que Caro le había explicado sobre la casa y por la pequeña luminaria que relucía en una de las habitaciones, dedujo que aquella debía de ser la de Gracie. Para posponer su enfrentamiento con John un poco más se asomó por la puerta y observó cómo dormía su sobrina. Entonces, dejó la bolsa en el suelo y se dispuso a salir. Sin embargo, como si hubiera sentido su presencia, la pequeña se despertó y sonrió.

–No quería despertarte –dijo Leah, sentándose encima de la cama.

–No me has despertado. Estaba esperando que vinieras para darme las buenas noches.

–Bueno, entonces buenas noches, Gracie –susurró Leah antes de darle un beso.

–Buenas noches, tía Leah.

–Que duermas bien…

–He tenido una pequeña charla con mi padre –añadió la niña, antes de que Leah pudiera marcharse.

–¿Sí?

–Me ha prometido que no volverá a ser brusco.

–Bueno, me alegro de saberlo.

–Eso me había parecido –susurró la niña, cerrando los ojos–. ¿Te veré por la mañana?

–Cuenta con ello –prometió Leah. Pasara lo que pasara, no pensaba abandonar a su sobrina.

Salió del dormitorio de la pequeña y estaba a punto de regresar al suyo para hacerlo habitable cuando decidió que había llegado el momento oportuno de enfrentarse a John. Se dirigió al estudio y llamó a la puerta. Entonces, sin esperar a que le dieran permiso para entrar, la abrió.

John estaba de pie junto a una de las ventanas, de espaldas a ella. Con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros, miraba algo que solo él sabía.