Unidos por el amor - Nikki Benjamin - E-Book

Unidos por el amor E-Book

Nikki Benjamin

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Beschreibung

Los denodados intentos de Charlotte Fagan por quedarse embarazada habían provocado la ruptura de su matrimonio. Pero entonces recibieron aquella llamada; les concedían la adopción. Aun habiéndose separado, su marido, Sean, accedió a fingir que seguían siendo un matrimonio feliz, con la condición de que una vez que les hubieran garantizado la adopción, Charlotte le concediera el divorcio. Sean Fagan seguía queriendo a Charlotte lo suficiente como para ayudarla una última vez, pero después todo habría terminado… al menos eso creía hasta que realizaron aquel viaje al extranjero para visitar la agencia de adopción y volvió a descubrir lo maravillosa que era su esposa…

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Seitenzahl: 228

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Barbara Wolff

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Unidos por el amor, n.º 1723- septiembre 2018

Título original: The Baby Bind

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-615-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DURANTE largo tiempo Charlotte Fagan permaneció sentada sola en el interior de su pequeño y elegante deportivo. Una fría lluvia de enero golpeaba con fuerza el techo de lona y caía por el parabrisas, empañándole la vista. Pero la tormenta que resonaba en el exterior no era nada comparada con la que bullía en su corazón.

No había estado segura de hacer lo correcto al marcharse de la pequeña ciudad de Mayfair, Louisiana, casi tres horas antes, cuando inició el largo trayecto hasta Nueva Orleans. Y en ese momento, con la vista clavada en la alta casona situada en el centro del Barrio Francés, seguía sin estarlo.

En el pasado, le habría pedido cualquier cosa a su marido sin la más ligera vacilación… eran tiempos en que había podido confiarle sus necesidades más profundas e íntimas. Y con amor y ternura, él le había dado todo lo que había estado a su alcance. Sin embargo, en ese momento sabía que convencer a Sean de que la ayudara iba a representar un desafío. Separados por una distancia física de trescientos kilómetros y la distancia emocional de vivir separados la mitad del año, estaba segura de que las probabilidades de ganárselo eran de cero.

Sin saberlo, Sean tenía la posibilidad de hacer que su sueño se hiciera realidad, tenía en las manos la oportunidad de que ella fuera feliz. Pero por primera vez desde aquel verano de diez años atrás, cuando le había prometido amarla y cuidarla para siempre, no estaba segura de que fuera a ofrecérsela.

Había visto el todoterreno rojo durante su primera pasada por la calle. También había detectado unas débiles rendijas de luz entre las persianas de madera que cubrían las largas y estrechas ventanas frontales que había a cada lado de la puerta también alta y estrecha de la entrada.

¿Estaría solo?

Nunca en el pasado Sean le había dado motivos para creer que no le sería fiel. Pero esa distancia entre ellos se había vuelto tan grande últimamente, que ya no podía estar completamente segura de él en ningún sentido.

Recogió al abultado sobre marrón que había dejado sobre al asiento del acompañante menos de cinco minutos después de recibirlo en su buzón de Mayfair y pasó un dedo por la dirección del remite.

Después de abrirlo y ver el contenido, se había quitado de la cabeza continuar por la entrada de grava a su antigua casa colonial que Sean y ella habían rehabilitado con tanto amor a comienzos de su matrimonio. Sólo había querido mostrarle los documentos a su marido y saber que sentía el mismo entusiasmo y júbilo que había florecido en su alma al leer con rapidez los diversos papeles.

En más de una ocasión durante el trayecto por la autopista había pensado en dar la vuelta y regresar a casa. La tormenta había hecho que la conducción fuera lenta y tediosa. Y aunque era poco probable que el Barrio Francés pudiera inundarse, la ponía nerviosa viajar por el resto de la ciudad después del huracán Katrina.

Su impulso inicial de compartir con su marido lo que había sido una buena noticia para ella también se había desvanecido, llevándose el aleteo de esperanza de su corazón y la sensación de urgencia que había acompañado a dicha esperanza.

Otra vez pragmática, había reconocido que los documentos y la foto que contenía el sobre que en ese momento tenía en las manos no guardaban ningún elixir mágico que pudiera remediar todo lo que había ido mal en su matrimonio. Pero también albergaba la promesa de un sueño que al fin podía hacerse realidad y con él la oportunidad para otra clase de felicidad… al menos, la suya.

Y aunque el trayecto a través de toda Nueva Orleans en ese momento parecía tonto, no deseaba regresar a Mayfair sin antes hablar con Sean. No sólo tenía noticias importantes que compartir con él y que afectaban a ambos, sino el deber de hacerlo sin más demora.

Le expondría los hechos con sencillez, luego expresaría la necesidad que tenía de que la ayudara y, a cambio, esperaría al menos cierta consideración de su parte.

Pero después de medio año separados, quedaban pocas cosas que supiera con certeza acerca de lo que sentía su marido por algo o alguien, incluida ella.

El paraguas plegable que tenía bajo el asiento resultó prácticamente inútil en la batalla que libró contra el clima por la acera resbaladiza y los tres escalones que llevaban hasta la puerta de la casa de ladrillo. Después de unos pasos, sus pies, enfundados en zapatos de piel, estaban empapados.

De pie en el pequeño porche de piedra, con las manos embotadas por el frío y la humedad, estuvo a punto de perder el paraguas debido a otra fuerte y súbita ráfaga de viento.

Lamentó no haber sacado los guantes del bolso al proteger el sobre en su interior. Y recogerse los bucles del cabello castaño que le llegaba hasta el hombro tampoco habría sido una mala idea. Habría preferido no parecer una loca esa noche, pero ya había poco que pudiera hacer al respecto.

Al tocar con dedo tembloroso el timbre de latón, se recordó que su aspecto no importaba. Sean la había visto en peor estado en el pasado, claro que en esas ocasiones la había amado…

Sin previa advertencia, la puerta de la casa se abrió. No preparada para la presencia grande y súbita de su marido en el umbral, dio un paso sobresaltado atrás.

En el mismo instante, el tacón de su zapato derecho resbaló sobre la piedra mojada y otra ráfaga de viento le dio la vuelta al paraguas. Desequilibrada, lo soltó y, mientras el paraguas se perdía en la noche, ella volvió a tropezar y comenzó a caer.

Soltó un grito breve y asustado. Entonces, con la misma rapidez con que había empezado a caer, se encontró sujeta por los brazos de su marido. Con un movimiento fluido, éste la alzó y la acunó a salvo contra el pecho.

Mirándolo consternada, la fuerza plena de la lluvia abatiéndose sobre su pelo, su cara y su abrigo, al igual que la cara, el pelo y la camisa blanca de él, se vio abrumada por el impulso desconcertante de… soltar una risita. La situación en la que se había metido era tan repentina y ridícula, que a pesar de la expresión severa y desaprobadora de la cara de Sean, no pudo evitar reírse.

Esa irreverente e incontenible carcajada que primero le provocó lágrimas de hilaridad, en un giro súbito hizo que las lágrimas que afloraron a sus ojos fueran dolorosas lágrimas salidas de su alma.

Sean giró en redondo con ella aún en brazos y regresó al interior de la casa, cerrando la puerta con el pie. Protegida en esos brazos firmes pero gentiles, Charlotte apoyó la cabeza en su hombro y sollozó igual que una niña exhausta y con los nervios a flor de piel.

Como ajeno al hecho de que los dos estaban empapados, Sam cruzó el vestíbulo, los zapatos resonando en el parqué, y luego atravesó la alfombra oriental, exquisita y antigua, del salón hasta sentarse sobre otro exquisito y antiguo sofá de piel marrón.

A medida que sus sollozos comenzaban a mitigarse, le habló en un tono mezcla de exasperación, furia y reproche, de un modo que le era muy familiar.

—Realmente te agradecería que me contaras, exactamente, qué está sucediendo, Charlotte. ¿Te encuentras bien?

Su voz profunda y con un delicioso aire sureño la envolvió.

Ya no recordaba cuándo había sido la última vez que había estado bien. Vivir durante seis meses días largos y solitarios y noches aún más largas y solitarias, la había dejado marcada.

Pero sabía que Sean no se refería a eso y que si respondía en ese sentido, no obtendría ninguna muestra de simpatía.

No cuando ella había estado contenta de verlo marcharse aquella soleada tarde de domingo, justo días antes de haber celebrado su décimo aniversario. Cuando tampoco él había hecho esfuerzo alguno por ocultar los sentimientos que lo embargaban.

—Estoy bien, de verdad… bien… —incapaz de mirarlo, absorbió su fragancia.

—No sonabas bien hace unos minutos —señaló él.

—Estoy perfectamente. Sólo necesito… hablarte de algo —dijo, moviéndose al final en su abrazo para poder encontrarse con su mirada de curiosidad.

Su aspecto no había cambiado mucho en el tiempo en que habían vivido separados. Su cara, definida por unos pómulos altos, una mandíbula cuadrada y una nariz aguileña, seguía siendo tan atractiva como siempre. Pero su pelo corto, denso y negro como el plumaje de un cuervo, exhibía unas vetas de plata que no recordaba.

También sus pálidos ojos grises irradiaban cierto cansancio y más que cautela, además de frialdad.

—Debe de tratarse de algo serio, de lo contrario no habrías recorrido trescientos kilómetros bajo la tormenta y por la noche —comentó—. Creo recordar que no te gusta ir por la carretera con mal tiempo y que tu carga de trabajo en el instituto rara vez te da una noche libre.

Sean tenía razón. Siempre que era posible, evitaba conducir con tormenta. Y también era muy escrupulosa con su trabajo en el Instituto de Mayfair. Teniendo sólo tres asesores, estaba muy ocupada durante el semestre de primavera, cuando los estudiantes de último curso enviaban las solicitudes a las universidades y se ponían a buscar trabajo para el verano.

—Sí, es serio, al menos para mí —repuso—. Muy serio…

—Doy por hecho que no se trata de una cuestión sencilla… algo que habríamos podido tratar por teléfono —titubeó, mirándola con un primer indicio de alarma—. ¿Estás enferma, Charlotte? Todos esos tratamientos de fertilidad… ¿te han causado algún problema de salud?

Le acarició la mejilla con las yemas de los dedos, recordándole la calidez y la ternura que en el pasado le había mostrado tan abundantemente.

La esperanza de que no todo estaba perdido entre ellos después de tantos meses separados se reavivó en el corazón de Charlotte. Era evidente que Sean no había dejado de interesarse completamente por ella, a pesar de que le había dado buenos motivos para ello durante las últimas semanas antes de marcharse.

Aunque él había sido el primero en poner un alto definitivo a lo que con mucha falta de tacto había bautizado su «persecución del bebé». Y él había sido el que había afirmado con convicción que quizá estaba bien que no pudieran tener el bebé que habían ansiado durante tanto tiempo. No podría haberle dicho algo más hiriente ni aunque lo hubiera querido.

Charlotte siempre había creído que estaba destinada a ser madre. Su madre y su abuela, fallecidas ambas, se lo habían dicho muchas veces. Pero no había podido estar a la altura del legado de esas dos mujeres fuertes que habían dedicado la vida a criarla después de la muerte de su padre. Había logrado todo lo que se había propuesto en la vida; menos concebir un hijo. En ese momento quizá tuviera la última oportunidad para alcanzar la maternidad, aunque debía jugar bien sus cartas.

—No tengo ningún problema de salud —le respondió con una leve sonrisa que quiso tranquilizarlo. Luego, en un intento por aligerar la atmósfera, añadió—: Aunque es posible que termine con un gran constipado antes de que acabe la semana si no me quito pronto esta ropa mojada —se apartó un mechón de pelo húmedo de la frente—. ¿No tendrás algún chándal y calcetines que puedas prestarme?

Con un metro setenta de estatura, apenas era ocho centímetros más baja que Sean, y con su silueta esbelta y juvenil, también podía ponerse la misma ropa que él, algo que ya había hecho en el pasado.

—Claro —aunque no le devolvió la sonrisa, las líneas sombrías de las comisuras de sus labios se suavizaron un poco—. También me gustaría sugerir que cada uno se dé una ducha y que nos reunamos en la cocina para comer unos sándwiches y tomar café. No sé tú, pero yo llevo sin comer desde el mediodía.

—Es una idea excelente —convino—. Yo tampoco he comido.

Apartando la vista, se levantó del regazo de Sean como mejor pudo, teniendo en cuenta que sus movimientos se veían entorpecidos por la ropa mojada. También intentó soslayar el recuerdo de aquellas noches en que se habían duchado juntos.

Él la imitó, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón del traje y con expresión de cierta incomodidad.

—Hay toallas limpias, jabón y champú en el cuarto de baño de la primera planta. Iré a buscarte la ropa y te la dejaré en la habitación de invitados —dijo él, girando para abrir el camino hasta la estrecha escalera que había en el recibidor.

—Gracias, Sean… muchas gracias —murmuró Charlotte mientras lo seguía arriba.

Continuó sola por el pasillo de la primera planta hasta el ordenado cuarto de invitados mientras su marido proseguía subiendo las escaleras sin siquiera mirar atrás.

¿Se había acostumbrado de tal forma a vivir solo desde que estaban separados que ya no la echaba de menos? ¿O se había alegrado tanto de alejarse de la turbulencia que sacudió su matrimonio durante esas terribles semanas antes de marcharse, que en realidad jamás había llegado a echarla de menos?

Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Se miró en el espejo oval que había sobre el lavabo flotante. Por fortuna, no tenía tan mal aspecto como había imaginado, aunque tampoco se veía especialmente bien.

Sin rastro del maquillaje, tenía la cara más pálida de lo que le habría gustado. Las ojeras que parecían haber adoptado una residencia permanente bajo sus ojos grandes y castaño dorados sobresalían de forma llamativa. Y el pelo, por lo general ondulado, se veía completamente pegado a su cara, lo que le daba un aspecto de alguien desolado.

Lo que no era y se negaba a ser con Sean.

De hecho, era una mujer fuerte, independiente e inteligente que sólo se había empapado durante una tormenta. Lo último que quería despertar en su marido era compasión, y lo mejor para evitarlo era recobrarse y exhibir una cara feliz lo antes posible.

Abrió el agua de la ducha, se quitó la ropa con rapidez y la dobló lo mejor que pudo sobre la cesta de mimbre. En cuanto la tuviera seca, la colgaría, pero por el momento su principal objetivo era erradicar el frío de sus huesos.

Sintiéndose infinitamente mejor, al fin decidió salir de la ducha. Se envolvió el pelo en una toalla blanca y esponjosa y empleó otra para secarse el cuerpo. Recogió su ropa mojada y regresó al cuarto de invitados, lo colgó todo en las perchas forradas que encontró en el armario y se puso el chándal gris y los calcetines blancos que Sean le había dejado en la cama tal como le prometiera.

Dedicó unos segundos a secarse un poco más el pelo y a ponerle algo de orden con los dedos. Luego, recobrada parte de su autoconfianza, abrió el bolso y sacó el sobre marrón. Respiró hondo y extrajo los papeles para echarles una última ojeada antes de volver a guardarlos.

Sonriendo para sus adentros, salió del dormitorio y avanzó en silencio por la mullida alfombra, y sintió que se le hacía la boca agua al captar el aroma de los sándwiches de carne asada y queso típicos de Nueva Orleans que se calentaban en el horno. No había tomado ninguno desde la última vez que Sean y ella habían estado juntos.

Aquella noche también había dado por hecho que compartían la esperanza de que no tardaría en estar embarazada. Pero, tristemente, tres meses más tarde había descubierto que se había equivocado con esa suposición.

Al parecer, su amado marido sólo le había estado siguiendo la corriente. Cansado de los dos años que llevaba fingiendo, había dejado bien claro cuáles eran los deseos que tenía, y cuando ella no había sido capaz de coincidir con lo que él quería, había hecho las maletas para trasladarse a la casa de Nueva Orleans sin el menor atisbo de pesar.

Se había quedado tan destrozada por su traición, que casi se había alegrado de verlo marcharse. Durante bastante tiempo después, en realidad tampoco lo había echado de menos.

Con sus esperanzas y sueños de tener un hijo arrancados de cuajo, apenas había podido seguir adelante. La única forma en que creía que podría ser madre era con la cooperación de Sean, y él se había negado a ofrecérsela.

La situación no había cambiado, desde luego. Pero en ese momento a Sean sólo le costaría un poco de su tiempo.

Al bajar la escalera, quiso creer que su marido no había endurecido el corazón hacia ella tanto como para retenerle ese pequeño regalo. Por desgracia, no tenía mucho que ofrecerle a cambio. Pero quizá, sólo quizá, la promesa de que nunca más en la vida le pediría algo bastara para convencerlo de que al final los dos terminarían ganando.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SEAN se había dado una ducha rápida adrede, vistiéndose luego con unos vaqueros viejos y un jersey negro de cachemira antes de regresar abajo. Había necesitado un poco de tiempo a solas en la pequeña y moderna cocina mientras los sándwiches de carne que había comprado de camino a casa desde la oficina se calentaban en el horno.

Era hora de tomar una copa y recuperarse para estar listo antes de hablar con Charlotte con cierta dosis de calma.

Había sido la última persona a la que había esperado ver de pie en el porche de su casa esa noche tormentosa de enero. No sólo por el motivo de que no le gustara conducir con mal tiempo, sino también por la distancia emocional que había adquirido unas dimensiones enormes en el medio año que llevaban viviendo separados.

Charlotte se había mostrado visiblemente contenta de que se marchara de la casa de Mayfair seis meses atrás, y desde entonces, no había parecido en absoluto interesada en que regresara al hogar.

Ni siquiera sabiendo que él era su única familia, o lo había sido hasta que la furia, la fatiga y la frustración lo obligaran a pedir un tiempo muerto en su matrimonio de diez años.

Cierto que podría haberlo hecho con más consideración. Pero en su momento, la tensión había sido tan alta entre ellos, que no había pensado con claridad. Lo único que había sabido de verdad en aquellos últimos días en que habían estado juntos, era que estaba muy cerca de perder a su esposa de forma definitiva. Marcharse por decisión propia le había parecido una idea mucho más apropiada que ella se lo pidiera o se lo mandara.

Su intención había sido que la separación sólo fuera temporal. Había estado convencido de que un breve tiempo separados sería bueno para ambos… con el fin de poder adaptarse y aceptar la perspectiva de un futuro diferente juntos. En particular porque el futuro alternativo que había tenido en mente podía ser tan satisfactorio como el que una vez habían esperado disfrutar.

Pero, de algún modo, lo había estropeado al expresar lo que con toda sinceridad había llegado a creer. Que un montón de parejas no tenían hijos, a menudo por decisión propia, y continuaban felizmente casadas.

¿Tan terrible había sido reconocer que en lo concerniente a él, no necesitaban tener un hijo con el fin de estar satisfechos con la vida que habían establecido juntos?

Ninguno de los dos se había sentido enaltecido por el consistente fracaso en concebir un hijo. ¿Cuánta agonía había esperado Charlotte que tuvieran que soportar? ¿Por qué no había visto, como él, que tal vez no estaban destinados a ser padres?

Durante los últimos meses en que habían estado juntos, ella se había centrado tan por completo en la concepción del bebé, que él había experimentado una sensación de exclusión. Y había empezado a sospechar que podría esperarle una suerte incluso peor en cuanto el niño se añadiera a la mezcla cada vez más insatisfactoria que era su matrimonio.

Su padre había estado casi todo el tiempo fuera por trabajo y apenas le había servido como modelo. Charlotte también había crecido sin padre. Pero a diferencia de él, no daba la impresión de haber experimentado una sensación de pérdida o de haber echado de menos la presencia de un hombre en la casa. Podía imaginar que algún día se entregaría tanto a querer y cuidar a un niño, como a ella la habían querido y cuidado la madre y la abuela, que terminaría por no echar en falta la presencia de un marido.

Poner fin a los tratamientos de fertilidad y a los métodos in vitro para que pudieran revaluar la situación, le había parecido mejor idea que continuar con el intento de concebir un bebé con la tremenda incertidumbre que le carcomía el corazón. Pero de haber comprendido que su brusca decisión de irse de la casa de Mayfair, aunque temporalmente, causaría un abismo entre Charlotte y él, jamás lo habría hecho.

A cambio, habría tratado de convencerla de que podían ser felices juntos como una pareja sin hijos, tal como lo habían sido durante los ocho años compartidos antes de que ella insistiera en que ya era hora de tener un hijo. Mientras añadía hielo al whisky que se había servido, se recordó que ese intento habría sido inútil.

Su determinación de no continuar con la posibilidad de la paternidad había creado un punto muerto que nunca habían tenido en su matrimonio. Y la negativa de Charlotte a tratar de entender, mucho menos aceptar, su razonamiento, sólo había servido para empeorar las cosas.

Todo lo cual lo llevaba a la misma conclusión que había alcanzado entonces.

A pesar de la falta de confianza que tenía en ser padre, había complacido el deseo de Charlotte de tener un bebé porque la había amado lo suficiente como para respetar sus deseos y necesidades. Pero cada intento de concebir había terminado en fracaso.

Tal como le había dicho antes de trasladarse a Nueva Orleans en junio, hasta que no fuera capaz de mostrar el mismo respeto por sus deseos y necesidades, estaban mejor separados.

Lo que hizo que volviera a preguntarse qué había llevado a su esposa a su casa del Barrio Francés una noche tan oscura y tormentosa.

La idea de que hubiera ido para presentarle en persona una petición de divorcio era demasiado dolorosa de contemplar.

Aunque también existía la posibilidad de que Charlotte deseara la reconciliación. Y quizá, sólo quizá, al fin había aceptado el pacto que tenía que realizar para que eso pudiera suceder.

Pero el súbito pensamiento de que Charlotte pudiera darle a su matrimonio otra oportunidad hizo que el corazón se le desbocara y que sintiera un nudo en el estómago.

Eso haría que pudiera desterrar la furia y la decepción que aún anidaban en su interior, acosándolo…

—O mis sentidos me están engañando o tienes un sándwich de carne asada en el horno.

La voz de Charlotte, quizá demasiado alegre, lo sacó de su ensimismamiento. Había estado junto a la encimera, con la vista clavada en el whisky, y no la había visto llegar por la puerta que conectaba el salón comedor con la cocina.

Al observarla vacilante a unos pasos de él, lamentó que su introspección lo dejara más vulnerable ante los considerables encantos de su esposa.

Al estudiarla, experimentó el mismo deseo físico que lo había sorprendido al tomarla en brazos en el porche. Incluso con un chándal holgado y calcetines, con el pelo mojado sobre su rostro demasiado pálido, le resultaba endemoniadamente sexy.

Le habría gustado echarle la culpa a los seis meses de celibato que había soportado, pero sabía que había mucho más que testosterona encendida. Ninguna otra mujer lo había atraído de la misma manera que su esposa.

Pero no era el momento de hacérselo saber. Hasta que supiera lo que quería de él, consideró mejor ocultar sus pensamientos y deseos íntimos detrás de una fachada de ecuanimidad antes que arriesgarse a que volviera a herirlo.

—Sí, hay unos sándwiches calentándose en el horno —confirmó con cortesía—. Los compré en el Mercado Central de camino a casa del trabajo.

Recuperado, resistió la tentación de devolverle la ligera sonrisa. No tenía sentido fomentar la clase de camaradería que una vez habían compartido. «No si va a pedirme el divorcio», pensó al ver el sobre marrón que ella aferraba con tanta fuerza contra el pecho.

—No como uno desde… desde la última vez que estuvimos juntos —comentó Charlotte con sonrisa melancólica.

Se acercó a la isla que servía como mesa en la cocina, se sentó en uno de los taburetes altos de esmalte negro y con cuidado dejó el sobre bocabajo delante de ella.

—El sándwich estará en unos minutos —Sean se volvió hacia el mostrador, dejó a un lado su copa y sacó la cafetera de su soporte—. Prepararé un poco de café.

—En realidad, lo que me gustaría tomar ahora, Sean, es un poco de whisky con hielo —dijo ella.

Así como Charlotte jamás había sido una bebedora, siempre había preferido una copa de vino a cualquier licor fuerte. Desde que dejó de beber incluso vino durante los dos años que había tratado de concebir, ni siquiera la había visto beber algo más fuerte que un refresco.

—Tengo un poco de vino… —comenzó, mirándola.

—Gracias, pero esta noche prefiero un whisky. Me quitará más rápidamente el frío de los huesos.

—Puedo subir el termostato, si tienes frío.

—Sólo dame el whisky, Sean —repitió con cierta exasperación—. Te prometo que no me pondré tonta contigo. Un ataque de risa y llanto histérico es suficiente por una noche, incluso para mí.

Cuanto más relajada estuviera Charlotte, más probable era que se dejara gobernar por sus emociones.

Y como ya había descubierto en más de una ocasión, eso haría que le fuera casi imposible tratar con ella de una manera racional.

Sacó una copa del armario, la llenó de hielo y en silencio le sirvió la medida más pequeña posible de whisky, luego la dejó delante de ella.

Ella lo miró con las cejas un poco enarcadas, lo suficiente como para dejarle ver que no era estúpida. Luego se llevó la copa a los labios y bebió un buen trago sin hacer una sola mueca de desagrado.

Durante un instante, Sean deseó alargar los brazos por encima de la isla, apoyar las manos en sus hombros y… ¿qué? ¿Sacudirla o abrazarla y besarla?

Que lo condenaran si lo sabía.