En defensa del cuerpo. Dispositivos de control escolares en Cuba 1793-1958 - Yoel Cordoví Núñez - E-Book

En defensa del cuerpo. Dispositivos de control escolares en Cuba 1793-1958 E-Book

Yoel Cordoví Núñez

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  • Herausgeber: RUTH
  • Kategorie: Bildung
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2024
Beschreibung

Esta obra es un invaluable aporte a los estudios sobre la escuela y la sociedad en la Cuba de los siglos XIX y XX, así como a la historia de la práctica pedagógica y del pensamiento especializado en estos menesteres. Es fruto de una extensa labor iniciada hace ya algunos años, donde se han puesto en evidencia cuestiones tales como las proyecciones nacionalistas del profesorado cubano, el patriotismo en la escuela o el justo reconocimiento del papel desempeñado por los maestros humildes, tanto urbanos como rurales. Se ponen en relieve en este libro aristas desconocidas de la historia cubana y es capaz de suscitar más de un debate.

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Edición: Natalia Labzovskaya

Diseño interior y cubierta: Yisell Llanes Cuellar

Corrección: María de los Ángeles Navarro González

Composición digital: Madeline Martí del Sol Conversión a e-book: Amarelis González La O

© Yoel Cordoví Nuñez, 2022

© Sobre la presente edición:

Editorial de Ciencias Sociales, 2022

ISBN 9789590624520

Estimado lector, le estaremos muy agradecidos si nos hace llegar su opinión, por escrito, acerca de este libro y de nuestras ediciones.

INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO

Editorial de Ciencias Sociales

Calle 14, no. 4104, entre 41 y 43, Playa, La Habana,Cuba

[email protected]

www.nuevomilenio.cult.cu

Índice de contenido
Prólogo
Introducción
CAPÍTULO I La seap y los enfoques sobre el sistema disciplinario en las escuelas gratuitas
La sinrazón del castigo en las escuelas: las ordenanzas disciplinarias de José Agustín Caballero
Azotar o no azotar: enfoques disciplinarios en la SEAP
Regulación del sistema de premios y castigos: Reglamentos disciplinarios de maestros y celadores
CAPÍTULO IILos dispositivos de control físico en los grandes planteles privados (1830-1850)
Los grandes colegios privados en el espejo de una sociedad vigilada
Espacios disciplinarios
Las privaciones: horarios de recreos y alimentos
Los funcionarios del orden
Vigilantes “sin rostros”: Libros de controles y cuadros de honor
CAPÍTULO III El arte de endulzar la copa
Las habilidades del buen maestro
Disciplina escolar y método en el texto de lectura graduada
El código de legislación preventiva de José de la Luz
CAPÍTULO IV De los castigos a las penitencias (1850-1880): las polémicas alrededor de los correctivos físicos
La infancia: viejas preocupaciones, nuevos conceptos
Los dispositivos de control físico se sofistican.
Los nuevos saberes facultativos
La polémica de El Siglo
CAPÍTULO V Cuerpos que importan a las ciencias (1880-1898)
La intervención de la conducta desde la sociología y la psicología de Enrique José Varona y María Luisa Dolz
La intervención médica del organismo y la corporalidad infantiles
La intervención pedagógica en los controles infantiles fuera del aula
La disciplina escolar en la pedagogía de Manuel Valdés Rodríguez
CAPÍTULO VI Construyendo al buen ciudadano
La “disciplina liberal”. Primeras orientaciones
¿Qué ciudadano formar en las escuelas públicas?
La “distinción” del ciudadano
La moral religiosa y la instrucción cívico-nacionalista en los dispositivos disciplinarios preventivos
CAPÍTULO VII La psicopedagogía del conductismo y la higiene física en los medios disciplinarios indirectos (1899-1930)
La psicología del conductismo en los basamentos disciplinarios pedagógicos
La higiene física en el tratamiento conductual
Las “tácticas” escolares
CAPÍTULO VIII La psicopedagogía activa y la higiene fisiológica en los medios disciplinarios indirectos (1930-1958)
Hacia una nueva filosofía de la conducta escolar: el von Kinde auf! escolanovista
Dispositivos disciplinarios indirectos: la higiene fisiológica
La higiene, la fisiología del sistema nervioso y la autodisciplina escolar
Bibliografía
Fuentes periódicas
Fuentes documentales
Fuentes inéditas
Fuentes orales
Entrevistas del autor
Datos de autor

Correo Habanero, año I, no. VI, La Habana, 6 de diciembre de 1863.

Prólogo

En 1979, la banda Pink Floyd dio a conocer el álbum The Wall, especie de ópera rock en la que se destacaba el personaje de Pink, basado en las vivencias de Roger Waters, integrante de la agrupación y principal compositor de los temas del disco. En esta obra musical, Waters describía el proceso de depauperación mental de una estrella del rock marcada, entre otras experiencias, por el ambiente opresivo en el que transcurriera su educación.

We don’t need no education,

We dont need no thought control,

No dark sarcasm in the classroom,

Teachers leave them kids alone.1

Con este llamado a la rebelión contra los dogmas y la disciplina impuesta por las autoridades escolares empieza “Another Brick In The Wall” (“Otro ladrillo en el muro”), el tema más conocido del larga duración. El texto alude, casi en las postrimerías del siglo xx, a la necesidad de sacudirse de una enseñanza dogmática y opresiva. La problemática del control y de la libertad está inscrita en la filosofía de esta canción; no en balde su creador la interpretó en el concierto conmemorativo del primer aniversario de la caída del muro de Berlín.

El poderío del sistema educativo y su capacidad para fabricar sujetos homogéneos y dóciles en detrimento de su progreso individual, parece ser la moraleja que deja entrever la pieza ejecutada por el grupo más representativo del llamado rock psicodélico. Las escuelas, la disciplina establecida en ellas, así como su inserción en aquel engranaje mayor que es la sociedad, han constituido (y constituyen) motivos de interés para estudiosos y académicos, sobre todo a partir de los últimos años, cuando, a raíz de los credos posmodernos, ciertas vertientes de las ciencias sociales se han desmarcado de esa visión optimista y algo ingenua que contemplara a la escuela como mero mecanismo de educación e instrucción.

Desde Pierre Bourdieu hasta Michel Foucault, las lecturas acerca de las implicaciones de no pocas instituciones (entre ellas la escuela) como instauradoras de ciertos mecanismos de dominación o legitimadoras del status político, han proliferado en determinadas zonas de la producción historiográfica del mundo, incluyendo América Latina; sin embargo, en nuestro país carecíamos, hasta hace poco, de este tipo de estudios.

Salvo excepciones, en los estudios históricos sobre la escuela cubana han primado dos perspectivas casi siempre desconectadas; la primera de ellas se relaciona con la historia de la escuela desde lo institucional o desde el pensamiento pedagógico, mientras la otra enfatiza el lado especifico de la cuestión educativa (desarrollo de planes, programas y métodos de enseñanza, características de la docencia según las asignaturas y niveles de aprendizaje, etc.). A esta última tendencia han contribuido fundamentalmente los pedagogos.

De tal modo, la historiografía nacional ofrecía abundantes referencias acerca de sus instituciones pedagógicas, del contexto en que estas desplegaran su actividad, así como de los rasgos sobresalientes de los arquitectos del sistema escolar, pero apenas aludía a la escuela como complejo relativamente autónomo de relaciones sociales y de poder, estructura que no solo pone de manifiesto las características de una sociedad dada, sino que, además, contribuye a moldearla.

El mayor mérito que posee En defensa del cuerpo. Dispositivos de control escolares en Cuba, 1793-1958, obra del doctor Yoel Cordoví Núñez, es precisamente el de conciliar las historias puramente técnicas con aquellas donde priman lo cronológico y lo institucional.

Como valor añadido, hay que destacar el entronque de los análisis de Cordoví con los presupuestos gnoseológicos que nutren las agendas académicas contemporáneas, así como con aquellas teorías pedagógicas que influyeron históricamente en la organización del sistema escolar. En esa dirección el autor no se limita, como han hecho otros, a enunciar el dogma que animara cierta proyección educativa a nivel individual o social, sino que trata por todos los medios de explicarla y de mostrar su nexo con la práctica pedagógica concreta.

En defensa del cuerpo… es un texto apreciable por la variedad de literatura utilizada para reconstruir el universo escolar cubano, bibliografía que va desde reglamentos especializados, textos de pedagogía y documentos de archivo, hasta el uso de la literatura, las tesis doctorales recientes y los trabajos teóricos de moda. Esta variedad de registros bibliográficos es usada con habilidad y gran capacidad de asociación para demostrar cómo cambian sucesivamente los modelos disciplinarios en la escuela cubana a partir de momentos clave para la historia de Europa y América, con el influjo del pensamiento ilustrado y la llegada de la era moderna.

A la vez, sin ningún tipo de maniqueísmo, se nos va revelando la dinámica entre pensamiento pedagógico y sociedad, de modo que al lector le será fácil advertir tanto el cariz premonitorio de las propuestas elaboradas por pensadores e instituciones culturales y pedagógicas cubanas, como la necesidad de la intelligentsia insular de proponer modelos eduacionales que respondiesen a los procesos económicos y técnicos que se estaban gestando en la Isla. Así, por ejemplo, los afanes renovadores de José Agustín y José de la Luz y Caballero, del padre Varela, de Manuel Valdés Rodríguez y de entidades como la Sociedad Económica de Amigos del País a fines del Siglo de las Luces y a lo largo de la siguiente centuria, no se conciben al margen de la necesidad de renovación económica y tecnológica a la que estaba abocada la Isla, tras la extensión de la economía azucarera. De igual manera, la necesidad de construir y preservar la República nacida en 1902 y de modelar a sus futuros ciudadanos generó nuevos discursos.

Otro logro de este volumen radica en su peculiar nexo con la bibliografía; de hecho, el investigador está consciente de que para comenzar las investigaciones sobre la disciplina en las escuelas de Cuba se requiere, en primera instancia, indagar en lo que estipularan los reglamentos emitidos por los pedagogos, las instituciones especializadas de la Isla y la burocracia colonial. Sin embargo, dada la carencia de mayor número de legajos y testimonios, el estudioso no se compromete a reflejar todas las consecuencias que en la práctica pudieron haberse derivado de la implantación de los cánones disciplinarios establecidos en la Isla, sobre todo en el período colonial, que es donde escasean los registros archivísticos y bibliográficos. No obstante, hay momentos en los que Cordoví logra rebasar esas limitaciones y termina por brindarnos un panorama lo más completo posible de la cuestión de la disciplina escolar y su adecuación a las prácticas escolares cotidianas, tal y como aparece en el capítulo tercero de la investigación que, a mi juicio, es uno de los más logrados.

En esencia, este texto analiza los niveles de sofisticación que va alcanzando, dentro del pensamiento pedagógico, la cuestión del control y de las penalidades a las que son sometidos los alumnos en medio de la modernización cubana. Según Cordoví, el criterio de la disciplina lograda gracias al castigo físico va siendo sustituido por otros, donde el énfasis radica en el control del tiempo, el espacio y el cuerpo del alumno; a dicha vigilancia se le incorporan variables de corte higienista y de salud, consecuencia del vertiginoso avance científico y tecnológico ocurrido en el siglo xix. Al parecer, el cuerpo del estudiante sigue siendo el blanco de atención de los reformadores en materia educativa, aunque paulatinamente comienzan a abrirse brechas que insinúan la sustitución (en el plano epistemológico, por supuesto) de cierto tipo de enseñanza de corte psicologista, como el propuesto por la pedagoga María Luisa Dolz, que avizora la entrada de la escuela y de la sociedad cubana en una nueva fase.

Otro indiscutible acierto del libro es su excelente redacción e inteligente estructura expositiva, que contribuyen no solo a la comprensión de las tesis fundamentales del proyecto, sino también a su disfrute. Esta es probablemente la obra que más refleja la madurez intelectual del joven historiador y donde mejor se aprecia la fusión entre el caudal teórico del que hace gala y un profundo trabajo de campo.

Yoel Cordoví hace un aporte esencial a los estudios sobre el funcionamiento de la escuela y la sociedad cubanas de los siglos xix y xx, así como a la historia de la práctica pedagógica y del pensamiento especializado en estos menesteres. Este trabajo es fruto de un extenso camino iniciado hace algunos años, donde ha puesto en evidencia cuestiones tales como las proyecciones nacionalistas del profesorado cubano o el reconocimiento del rol desempeñado por los maestros humildes.

Este libro, sugerente y provocador, es capaz de mostrar aristas desconocidas de nuestra historia y de promover más de un debate; me permito felicitar a su autor y proponer su obra como material indispensable para maestros, historiadores y especialistas en ciencias sociales y también, por qué no, funcionarios del sistema de educación y a padres o familiares de los alumnos, con el ánimo de propulsar una modalidad de enseñanza heterodoxa, emancipadora, democrática y respetuosa de las diferencias, aspiración a la que no debemos renunciar.

Ricardo E. Quiza Moreno

1 No necesitamos educación, /No necesitamos control del pensamiento, /Ni oscuros sarcasmos en el aula, / Maestros, dejen a los chicos en paz.

Introducción

El 7 de noviembre de 1841, el alumno Farías se suicidó lanzándose del balcón del Colegio Hispano, institución escolar habanera donde había sido matriculado por el teniente coronel Pedro P. Cruzes, a cargo de su tutela. Las pesquisas arrojaron que la causa de ese desenlace fueron los golpes físicos que le había infligido su maestro, Vicente González Valís. La investigación del caso estuvo a cargo del eminente bibliógrafo Antonio Bachiller y Morales por orientación del pedagogo José de la Luz y Caballero. No se trababa de un hecho aislado en la Cuba decimonónica. En cartas, informes, expedientes judiciales, así como entre otros documentos, se evidenciaban los conflictos de poder que venían suscitándose en la cotidianidad de las instituciones escolares y los múltiples enfoques alrededor del tratamiento a la corporalidad de la infancia escolarizada.

¿Por qué las representaciones históricas del cuerpo de los escolares y sus correspondientes controles como materia de estudio? Suele desconocerse la corporalidad en los análisis de los hechos y procesos educativos. La escuela, al efecto, se presenta como espacio generador de conocimientos curriculares, divorciada de la construcción deliberada de subjetividades en el orden de las prácticas corporales. Salvo aquellas líneas de investigación orientadas al estudio de la educación física, la gimnasia, la higiene, los trabajos manuales,1 los historiadores de la educación por lo general soslayan las implicaciones de lo que Michel Foucault denominó el descubrimiento del cuerpo “como objeto y blanco de poder” en escenarios educativos.2

En modo alguno el filósofo francés se refería a una categoría inmutable; la entendía como construcción histórica sujeta a múltiples y variables conflictos según los contextos y las circunstancias históricas, es decir, el cuerpo como materia simbólica, objeto de representaciones y producto de imaginarios sociales. G. Vigarello, por su parte, apeló a la noción metafórica de “punto fronterizo” entre el “envoltorio individualizado” de la entidad biológica y la “experiencia social” de su entorno, con la finalidad de advertir el espesor cambiante de los significados socioculturales concebidos alrededor de las prácticas y los imaginarios corporales.3

En ese devenir de representaciones y regulaciones de comportamientos corporales (incluidos los castigos físicos), y junto con la extensión de la “niñez escolarizada” en el decurso del siglo xix, la pedagogía moderna se nutrió de los avances acontecidos en otras ramas de la ciencia con el objetivo de intervenir conductas no deseadas, sin recurrir a la violencia despiadada. Tales discursos encontraron en las tempranas racionalidades de la fisiología y la higiene portentosas aliadas para la legitimación de los controles en ámbitos de confluencia infantil. La sofisticación de los dispositivos de vigilancia y sometimientos al orden previamente consensuado encubría los resortes ideológicos de la propia dominación, amparados en las verdades de la ciencia.

Más que el significado de las tradicionales historias de las ideas pedagógicas en el plano político-filosófico, con toda su carga axiológica, el interés fundamental de este libro radica en aprehender los factores diversos que condicionaron las maneras de pensar e implementar los dispositivos de control disciplinarios, como parte de las relaciones de poder en la cotidianidad de las aulas. Cada período demarcado en el texto, entre 1793, fecha de surgimiento de la Sociedad Económica de Amigos del País (SEAP) en La Habana,4 y el triunfo de la Revolución cubana, en 1959, contempla diferentes maneras de concebir la naturaleza de la corporalidad infantil, no como elemento inmutable, sino como construcción histórica condicionada según los diferentes contextos económicos, políticos, sociales y culturales.

Desde el propio título se anuncia la indagación en tales construcciones solo en un sector de la niñez: el escolarizado. No es casual. La concepción y extensión de la escolarización, particularmente en los sistemas públicos modernos, traían aparejadas la definición de esquemas normativos de incidencia masiva, espacios de concertación adulto-niño con posibilidades de conexión e incidencia en prácticas individuales y sociales, susceptibles de transformarse, en tanto no deseadas, por las diferentes instancias de poder, incluidas la escuela y la familia.

La selección de las regulaciones en espacios escolarizados no significa que se desconozca la existencia de múltiples entretejidos de normativas que procuraban incurrir en universos infantiles desescolarizados, mucho más amplios y heterogéneos, lo cual implicaba otros tipos de representaciones sobre sus cuerpos y comportamientos: “niños esclavos”, “niños expósitos”, “niños anormales”, “niños delincuentes”, “niños escolarizados”, y cuantas categorías —diseñadas por adultos— buscaban moldear, distribuir y controlar disímiles comportamientos en dependencia de los contextos históricos.5

En ese devenir de representaciones y regulaciones de comportamientos corporales (incluidos los castigos físicos), y junto con la extensión de la “niñez escolarizada”, la pedagogía se nutrió de los avances operados en otras ramas de las ciencias, con posibilidades de aportar una visión anatomofisiológica más certera y útil en la implementación de los controles en ámbitos de confluencia infantil relativamente extensos. De forma explícita, Foucault ya nos alertaba sobre la relación poder-saber. Lejos de estorbar, el poder produce saber. Es decir, para el intelectual francés, los mecanismos de poder, más que expresarse en términos jurídicos con su carga gnoseológica negativa (exclusión, recha­zo, barrera, negaciones, ocultaciones), constituían esquemas tecnológicos, en términos de táctica y es­trategia.

Desde luego, adentrarse en el estudio de las potencialidades del cuerpo infantil no significa únicamente hurgar en actos que pudieran sugerir una voluntad de poder sobre un gesto o una postura, sino la exploración en una trama de sentidos que trasciende la escuela y el niño. Desde la sociología, Le Breton afirma: “El cuerpo desaparece total y permanentemente en la trama de la simbología social que le proporciona su definición y que erige el conjunto de las etiquetas de rigor en las diferentes situaciones de la vida personal y colectiva”.6

Una simbología que se afinca en múltiples territorios discursivos, en racionalidades que retoman los avances de las ciencias, sobre todo médicas, psicológicas, fisiológicas e higiénicas. Desde el modelo de formación humana ideal regulado desde “el saber” saldrían las coordenadas y definiciones del tipo de hombre que debía formarse y su función a desempeñar en la sociedad, bien como súbdito de la Corona, durante la etapa colonial, o como ciudadano de la república en el decurso de la primera mitad del siglo xx.

En ese recorrido, el historiador dispone, además de discursos, artículos e informes pedagógicos, de reglamentos escolares, manuales, almanaques del maestro, cuentos para la infancia y cuantos documentos estuvieran dirigidos a normar los gestos, pausas, movimientos somáticos, así como las ubicaciones espaciales de maestros, alumnos, cuadros de honor y deshonor, libros de controles, relojes de pared, integrados todos en el complejo proceso de intercambio de significados. Estamos en presencia de códigos de comunicación, verbales y no verbales, establecidos en toda relación humana, los cuales no deben interpretarse divorciados de las concepciones referidas al papel del individuo a formar en un contexto económico y social determinado, como tampoco de la cultura material de una época. Al decir del historiador español Escolano Benito, “[…] las escuelas son lugares donde se construyen culturas materiales y tecnologías específicas ordenadas a la comunicación pedagógica y al control de la vida ordinaria de las instituciones educativas”.7

Además, en el amplio campo de estudio que comprenden los fenómenos disciplinarios, tienen cabida, no solo lo estatuido y regulado en reglamentos y manuales escolares, sino también los elementos subterráneos, tácitos e imperceptibles de la vida cotidiana en las escuelas, la organización del espacio y el tiempo, las relaciones maestros/alumnos, extensibles a otros ámbitos sociales, así como los dispositivos de control disciplinarios, violentos o sutiles. Es decir, todos aquellos factores que intervienen en la construcción e intercambio de significados y conductas dentro y fuera de la institución escolar.

Al lector, cualquiera que sea su edad, seguramente muchas de las páginas de este libro le traerán más de un recuerdo; esas vivencias de nuestro paso por las escuelas que jamás se olvidan. Por su parte, maestros y pedagogos podrán mirar hacia atrás, como el ángel de la historia que nos cuenta el historiador y filósofo británico del siglo xx Walter Benjamin, para atisbar los modos en que se pensaron y aplicaron las regulaciones disciplinarias en nuestro país desde la colonia. Luego, estaremos en mejores condiciones de creer y de sentir que, más allá de la legendaria frase “la letra con sangre entra”, existen el humanismo y el respeto en el diálogo entre quienes educan y quienes aprenden. A fin de cuentas, en el acto sublime de formar hombres y mujeres plenos, la letra solo con amor entra.

1 Ángela Aisenstein: “Cuerpo, escuela y pedagogía. Argentina 1820-1940”, Iberoamericana. América Latina-España-Portugal, no. 10, Madrid, 2003; Lucía Martínez Moctezuma: “Representaciones del cuerpo infantil en los libros de texto mexicanos, 1880-1940”, Pro-Posiҫões. Revista Quadrimestral da Facultade de Educaҫao-Unicamp, no. 3 (66), (set./dez., 2011); Pablo A. Scharagrodsky: “Curriculum y Educación Física escolar (1884-1940)”, Historia de la Educación Físicay sus instituciones: continuidades y rupturas, Miño y Dávila, Buenos Aires, 2011; Paola Dogliotti: “Educación del cuerpo, higiene y gimnástica en la conformación de la educación física escolar en el Uruguay (1874-1923)”, Historia de la educación. Anuario. no. 2, Buenos Aires, julio-diciembre 2012.

2 Michel Foucault: Vigilar y castigar, nacimiento de la prisión, Siglo XXI Editores, México, 1993, p. 198.

3 George Vigarello et al.: Historia del cuerpo. Del Renacimiento al siglo de las luces, vol. I, Taurus Historia, Madrid, 2005, p. 20.

4 En 1816, fue establecida la Sección de Educación, haciéndose cargo de las funciones relativas a la instrucción pública que antes ocupaba la clase de Ciencias y Artes. La Sección estaba integrada por 31 socios y su primer presidente fue el intendente general del Ejército y la Real Hacienda, Alejandro Ramírez. La sección contaba, además, con figuras del prestigio de Tomás Romay, Juan Bernardo O´Gavan, fray Manuel de Quesada, entre otros.

5 La publicación del texto pionero de Philippe Ariès, El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, publicado en Francia en 1960, desbrozó el camino a un conjunto de enfoques relativos al tratamiento de la niñez, a partir de la propia noción que sobre la infancia existía en las sociedades premodernas. En ese debate se insertan obras también importantes como la de Lloyd de Mause: Historia de la infancia, Alianza Editorial, Madrid, 1982 (1.a ed., 1974) y Los niños olvidados: relaciones entre padres e hijos de 1500 a 1900, FCE, México, 1990, de Linda A. Pollock.

6 David Le Breton: La sociología del cuerpo, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 2002, p. 33.

7 Agustín Escolano Benito: “La cultura material de la escuela”, en La cultura material de la escuela. En el centenario de la Junta para la Ampliación de Estudios, 1907-2007, CEINCE, Berlanga de Duero, 2007, p. 18.

CAPÍTULO ILaseapy los enfoques sobre el sistema disciplinario en las escuelas gratuitas

La sinrazón del castigo en las escuelas: las ordenanzas disciplinarias de José Agustín Caballero

Los primeros cuestionamientos de las concepciones disciplinarias vigentes en las escuelas de Cuba aparecieron a finales del siglo xviii, y fueron la Sociedad Económica de Amigos del País (SEAP), fundada en Santiago de Cuba (1787) y su homóloga habanera, establecida seis años después, las instituciones que agruparon a la generación de intelectuales ilustrados, abanderada de reformas educativas llamadas a socavar las bases del esquema escolástico pedagógico hasta entonces imperante.

La creación y las reformas de instituciones como el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, el Papel Periódico, el Real Consulado de Agricultura y Comercio y las referidas sociedades patrióticas en la última década de la decimoctava centuria, fueron algunas de las expresiones de los cambios que se operaban en la sociedad criolla. Según calificativos de Medardo Vitier, se pasaba de la “época orgánica” a la “época crítica”, transición marcada en el plano filosófico por la búsqueda electiva de un método que permitiera la interpretación de la compleja realidad insular, con la consecuente apertura al conjunto de corrientes filosóficas y pedagógicas debatidas en Europa.

La crítica a la autoridad y la duda metódica se infiltraban —al decir de Roberto Agramonte— a través de la teoría gnoseológica y de la práctica pedagógica.1 La autoridad era la fuerza que asfixiaba las potencialidades humanas; el ethos autoritario del poder colonial que se imponía en los estrechos y arbitrarios moldes que contenían la esencia ideológica del imperio colonial. Su basamento ideológico radicaba en la filosofía escolástica, cuerpo teórico que preconizaba el acatamiento de la autoridad, ya fuera divina, eclesiástica o profesoral. La primera emanaba de las Sagradas Escrituras; la seguían las otras dos, consideradas también formas de revelación de la verdad. Cualquier violación del ordenamiento escolástico del conocimiento y de su jerarquización, aunque se debiese a la mera incapacidad del alumno de someterse felizmente al agotador esfuerzo memorístico, conducía al ejercicio del mando mediante la aplicación de los más severos castigos corporales.

Un artículo del periódico villareño La Alborada daba cuenta, en editorial publicado bien entrado el siglo xix, de la violencia aplicada en las escuelas conventuales del clero regular, sobre todo la sostenida por la orden de San Francisco, para mantener la disciplina y “hacer entrar” los estudios. La “corrección de los alumnos” y el control de la disciplina en los planteles franciscanos se basaba en la aplicación del principio “la letra con sangre entra”, pues

[…] el profesor traía y ostentaba diaria y constantemente una vara o cuje con cuyos golpes castigaban toda especie de delitos, excepto de los muy graves. Para estos conservaban los reverendos padres una disciplina de 5 ramales, de cáñamo y alambre retorcido, que usaban con tal frecuencia, que a cada rato las había nuevas.2

Las nuevas ideas, contrarias a la flagelación corporal practicada en muchas de las preponderantes instituciones educativas regenteadas por el clero regular y secular, pero también por los preceptores de las escuelas públicas y las llamadas “escuelas de migas” o “amigas”, permearon el panorama intelectual en Europa y llegaron también al grupo de intelectuales españoles abanderado del despotismo ilustrado de la dinastía borbónica. En la esfera jurídica la necesidad de reformar el derecho penal medieval en la Península motivó la publicación de obras como las de Alfonso Azevedo, Gaetano Filangieri y Cesare Bonesana, contrarios al empleo del “tormento” en la legislación criminal.3

La corporalidad dejaba de ser “belleza maldita” (pulchritude maledicta) según la concepción tomista, mientras se invocaba al renacimiento del quattrocento con el descubrimiento del individuo, el gusto por lo sensible, más allá de la contemplación divina y la conquista del cuerpo y la figura humana por el naturalismo florentino.4

El pensamiento ilustrado, imbuido por la filosofía del humanismo y las corrientes sensualistas y racionalistas con centro en Inglaterra y Francia, pasaba a redefinir las potencialidades de la naturaleza humana. De ahí la importancia que comenzó a ocupar en la pedagogía el estudio de la educación corporal y estética en su enfrentamiento al ascetismo medieval con la renuncia a la laceración de los cuerpos. Más allá de las diferencias existentes entre sensualistas y racionalistas, corrientes fundamentales de la filosofía moderna, ambas reconocían la capacidad analítica del individuo; su entendimiento. El sapere aude5 enfrentaba la ideología clerical feudal y su interpretación del hombre como ser pasivo y subordinado a un mandato invariable, predeterminado por el orden divino.

En Cuba, el presbítero José Agustín Caballero figuró entre los abanderados más tempranos y radicales de la proscripción de los castigos corporales en ámbitos escolares. En 1792, en las páginas del Papel Periódico de la Havana, publicó el artículo “Pensamiento sobre los medios violentos de que se valen los maestros de escuela para educar a los niños”. En su texto delineaba nueve preceptos en los que enfrentaba las prácticas disciplinarias al uso:

Cuidado, no lastiméis a algunos de estos parvulitos. De la Biblia.A más de ser inhumanidad golpear seres delicados, es necesario hacer comprender a los maestros de escuelas que la férula es un castigo poderoso, que produce debilidades y temblores de manos que lastiman el pecho.Los bofetones hacen contraer un vicio de pronunciación, que algunas veces dura toda la vida, y acarrean la apoplejía y el frenesí.Los tiramientos de orejas reiterados les inducen sordera o les causan un zumbido perpetuo.La costumbre del azote establecida en todas las escuelas, a más de lastimar el pudor y la decencia, tiene un inconveniente, que los institutores puede ser que no lo conozcan, y en esto deben consultar a los fisiólogos. Estos aseveran, todos a una voz, que el tal castigo es muy propio para manifestar en los órganos una disposición peligrosa a las costumbres, y que el ejercer en los jóvenes la vergonzosa flagelación es disponerlos al libertinaje.A la verdad, no se puede ver sin indignación que reine todavía el azote en el santuario de la educación.Es cierto que es más fácil y más pronto para el educador castigar a un niño que cogerle por el honor de que es susceptible aún en la tierna edad, o hablarle a la razón; pero la gloria de educar por este último medio es más brillante.Es de observación que los castigos vergonzosos que se emplean en las escuelas hacen detestar las artes a un jovencito, que tiene una centella de genio, o alguna elevación del alma.Los sabios no ignoran que hay un cierto modo en las cosas. ¡Qué lástima que no sean sabios los maestros de escuela!

Nótese la relación establecida por Caballero entre el castigo físico y las consecuencias fisiológicas en el infante, aspecto muy novedoso en el tratamiento del tema, no solo en Cuba, sino también en Hispanoamérica. Así, por ejemplo, en México, que junto a Perú estaba a la cabeza de los proyectos de renovación pedagógica entre las colonias hispanas, tales enfoques apenas se vislumbran en los discursos y las legislaciones escolares. Si bien las regulaciones disciplinarias aztecas prohibían los correctivos corporales, en ningún momento llegaban a establecer esa interrelación orgánica. Por el contrario, disponían de sanciones que tendían a las afectaciones fisiológicas como la privación de parte de la comida, del paseo o diversión, e incluso la reclusión, el cepo, e incluso, el ayuno a pan y agua cuando lo pidiese el delito.6

A los argumentos fisiológicos empleados por Caballero en su enfrentamiento a los castigos físicos, se añadía una consideración filosófica de esencia, con base en su racionalismo: la distinción entre la razón y el “amor propio”, conceptos retomados posteriormente por el presbítero Félix Varela. Para el autor de Philosophia electiva el amor propio era “la aspiración a la felicidad, la inspiración humana” de todo hombre sociable, racional y político. Esta búsqueda, sin embargo, debía tener un límite, una norma que evitara la conversión del intento en impulso “fantástico y maquinal”, capaz de convertir al individuo en un “hipocondríaco eterno”. Para ello existía la razón, en tanto “gobierno” contra los impulsos; solo dentro de los límites racionales podía el hombre consolidar sus poderes efectivos.7

Dos años después de publicado el artículo sobre la violencia escolar, y también de la mano de Caballero, ahora como socio de la SEAP habanera, llegaron las primeras regulaciones de la enseñanza elemental en Cuba. A fin de establecer y organizar las mencionadas escuelas, primer paso importante dado por la sociedad, se eligió una comisión encargada de formalizar un plan general para su gobierno.8 De ese esfuerzo surgieron las “Ordenanzas para las escuelas gratuitas de la Havana”, el primer plan para la organización de la enseñanza primaria realizado en Cuba y la primera regulación de la disciplina escolar en sus planteles.

De su contenido pueden inferirse determinadas prácticas tradicionales aplicadas en los colegios de la época. En la parte referida a las obligaciones de los maestros, el documento los exhortaba a que se ganaran la voluntad de los alumnos y a “[…] sobrellevar con paciencia las faltas propias de la edad, absteniéndose de llamarlos con apodos y no usando de palabras que los hagan despreciables a los otros”,9 razón esta que deja entrever el empleo de motes y términos lascivos en las prácticas escolares cotidianas.

En el centro de la nueva concepción disciplinaria estaba la vigilancia, indispensable para ejercer el control, cuyos fundamentos y dispositivos fueron perfeccionándose en las décadas siguientes. La apelación a la sujeción de los cuerpos mediante el empleo de normativas estaba acompañada de disposiciones regulatorias para el ejercicio eficaz de los controles.

El primer factor introducido con funciones de vigilancia en las escuelas públicas fue el “curador” o inspector escolar. En los estatutos de la sociedad habanera quedó establecida la existencia de un curador, padre de familia con la misión de velar por las buenas costumbres, el aseo y la aplicación de la juventud, con la consecuente notificación a los maestros de las deficiencias detectadas.10 De acuerdo con las “Ordenanzas”, seis socios de la Sociedad Patriótica ocuparían plazas de curadores para la inspección.

A su vez, los vigilantes, cual centinelas audaces, estarían apertrechados de disímiles registros, en particular los libros de controles, concebidos como soportes en los que se plasmarían tanto la calidad académica como las conductas de los escolares. Los maestros, según orientaciones de las “Ordenanzas” “[…] llevarán un libro en que asienten los nombres de los discípulos, los días de sus entradas y salidas, los premios que se le asignaran en los exámenes, el tiempo en que pasan de una clase a otra”.11

En la organización del espacio escolar radicaba un dispositivo esencial. En el caso de la escuela “de leer”,12 el documento estipulaba la adopción por el maestro de 20 o 30 alumnos a quienes dispondría en dos líneas “y pareará de suerte que cada uno tenga su competidor”. El control de cada alumno era ejercido mediante la asignación de puestos específicos en la clase y la delimitación previa de sus movimientos.

Eran los primeros procedimientos dirigidos a la protección del cuerpo del infante, para lo cual se imponía superponer el examen y la vigilancia del escolar a su flagelación despiadada. De ahí el llamado de Caballero a que los maestros regentearan sus propias aulas, sin “jurar ciegamente por Aristóteles”, cuyo reinado prevalecía en las universidades españolas.13 Así “conocerían la configuración del cuerpo humano para saber curar con tino y circunspección sus enfermedades”.14

Muy vinculado a las condiciones funcionales de los inmuebles y muebles se encontraban las regulaciones precisas de las gestualidades del cuerpo infantil. En el contexto operatorio del buen gesto, las “Ordenanzas” incidían en las rutinas escolares, con vistas a alcanzar los resultados deseados a partir de la disciplina corporal. Del encauzamiento útil y controlable de los movimientos del escolar dependería la obtención de una “buena letra”, tal como rezaba en el documento: “lo primero que deben aprender los niños es la postura del cuerpo, la de la mano, la del papel, y el manejo de la pluma”. Todo un esquema anatómico que recuerda las posturas “cómodas y sólidas” que practicaba Juan J. Rousseau en su Emilio. Al igual que el pedagogo francés, Caballero colocaba el centro de la atención del saber pedagógico en el cuerpo del infante:

El brazo y mano del que escribe se debe dejar caer naturalmente, de modo que el codo quede algo separado del cuerpo, y aun salga fuera de la mesa tres o cuatro dedos para que tenga libertad. Pónganse los dedos tendidos sin violencia, en especial los tres primeros que llevan la pluma, el cuarto algo encogido, de suerte que descanse sobre el más pequeño o auricular, que es el que en sí recibe todo el peso de la mano, y el que la guía. El cuerpo y cabeza están rectos y erguidos. Finalmente, el papel mire con el ángulo inferior de la izquierda al medio del pecho del que escribe.15

Entre los dispositivos de control más novedosos regulados en las “Ordenanzas” aparecía el que asignaba a la familia un papel crucial en la vigilancia de la prole. El 20 de marzo de 1791, coincidiendo con la crítica de Caballero a los medios violentos empleados por los maestros, el presbítero, bajo el seudónimo El Amante del Periódico, sacó a la luz el artículo “Carta sobre la educación de los hijos”. En el texto se ponía sobre el tapete un tema que fue objeto de debate por científicos de las más diversas ciencias durante los siglos xix y xx. En esa controversia se delimitaban tres enfoques principales en relación con las causas de las conductas agresivas en los humanos: los factores biológicos o innatos, los del aprendizaje social y los que concebían el nexo entre las tendencias genéticas y las tendencias ambientales.16

Llama la atención el pensamiento avanzado de Caballero en su temprana toma de posición, cuando advierte: “Las costumbres del bien o el mal, no tanto se transfunden con la sangre, como por el ejemplo que es la más poderosa educación”.17 La influencia familiar en las conductas de violencia, observables tanto en niñas como en varones que asistían a las escuelas, queda ejemplificada por el autor al introducir una pregunta que remite a determinadas construcciones del habla popular de la época: “Quién no ha oído a los padres decirles muchas veces a sus hijos, porque han entrado llorando de la calle sobre riñas con otros niños ‘¿Y que no le rompiste a ese perro la cabeza? ¿Ha creído ser mejor que tú? Mira, como otra vez te dexes [sic] sobar de ninguno sin que le acabes la vida, ya verás qual [sic] te arranco el pellejo a azotes’ […]”. Y concluía el presbítero:

Así crece [el niño] sin conocer más política ni cultura que un salvaje del Canadá […] lástima causa ver multitud de mozos holgazanes, cruzando calles, y estudiando el modo de estafar al pueblo. Ya se ve los malos hábitos contrahidos [sic] desde la infancia, forman unas gruesas cadenas que los sujetan al imperio del vicio escriben un papel y son más los yerros que las letras, siendo lo peor que están bien hallados con sus defectos.18

En esta relación entre los contextos familiares y las conductas escolares, Caballero traía a colación la incidencia de la servidumbre doméstica en la crianza de los hijos de familias aristocráticas. En dos artículos, al parecer de su autoría, titulados “Carta escrita a la sociedad sobre el abuso de que los hijos tuteen a sus padres” y “Amas de leche. Segunda carta de Filomates sobre la educación”, publicados en el Papel Periódico entre enero y febrero de 1792, el autor, con el seudónimo Eustaquio Filomates, aducía la existencia de cierta complicidad social entre los hijos y los esclavos domésticos en hogares de la más rancia oligarquía criolla.

En el primer artículo referido, el autor preguntaba: “¿Por qué hemos de acostumbrar a los hijos a que hablen a su madre en el mismo tono que a su esclava, y a que no distingan a su padre de su calesero?”19 A su modo de ver, tales prácticas cotidianas implicaban un resquebrajamiento de la autoridad paterna. En el segundo texto citado, Clarisa, la hija de Filomates, convivía todo el tiempo con la negra María, su ama de leche: “María viste a la muchachita, la lleva a la cocina, al lavadero, a la calle, a la pulpería, y donde quiera”. Esa libertad, según Caballero, “suele ser fatal a la inocencia de los niños: que están rozándose solo con la gente de esa realeza, se familiarizan con sus modales groseros y aprenden y adoptan todas las llanezas que entre sí practican los esclavos”. El autor no dejaba de criticar a las madres que aceptaban tales relaciones, de ahí que enfrentara también a su suegra Democracia, pues en vez de impedir que sus hijos se entregaran a los bailes “indecentes” de los esclavos, los justificaba al aseverar que “así se estila”.20

Otros artículos publicados en el Papel Periódico insistieron en estas relaciones, estableciendo parámetros idóneos para una buena nodriza. Las familias, en tal sentido, debían tener en cuenta criterios de selección como “buena dentadura, las encías encarnadas y que no despidan fetidez en sus sudores”. Asimismo, los pechos de la morena deberían estar “bien formados” sin que se mostraran imperfecciones en el resto de su cuerpo. La dieta fue otro elemento importante: preferentemente vegetariana: “[…] la leche de la mujeres herbívoras es más dulce y más saludable que la de las carnívoras”.21 Asimismo, la nodriza se abstendría de ver a su esposo mientras estuviera en sus funciones y siempre debía estar de buen humor.

Los criterios de Caballero y de otros redactores del periódico eran el reflejo de las contradicciones en que se encontraba inmersa esta primera generación de ilustrados. El vertiginoso incremento demográfico que generó la inmigración forzada de negros africanos, como fuerza de trabajo esclava, repercutió no solo en el plano económico, sino también en las expresiones cotidianas de la vida familiar y social en general, estuviesen o no vinculadas directamente a la plantación esclavista. La esclavitud aportó la mano de obra que requería el grupo de la oligarquía criolla en condiciones de impulsar el modelo plantacionista, pero también introdujo un conglomerado de culturas de seres considerados propensos a la rebeldía, la desobediencia, y cuyos modos de pensar su propia realidad en modo alguno quedaban enclaustrados en los sórdidos barracones y tampoco se eliminaban por los azotes.

Una práctica cotidiana que para nada asombraba en su tiempo. El azote merodeaba a diario los más diversos espacios, tanto públicos como privados. Los partidarios de las corrientes filosóficas y pedagógicas más modernas no estaban al margen del impacto que esta realidad producía en el mantenimiento de centenarias prácticas educativas basadas también en la laceración del cuerpo, de ahí que se apresuraran a establecer límites estamentales en dichas prácticas. De hecho, la SEAP habanera prohibió, desde sus inicios, el sostenimiento de escuelas que aceptaran a niños negros, pero existió asimismo una diferenciación entre los modos de asumir los castigos en los colegios privados, con matricula mayoritariamente de hijos de familias de la aristocracia insular, y las escuelas públicas, también de niños blancos, pero procedentes de grupos y capas pobres de la sociedad.

Claro está, en el complejo escenario transicional de finales del siglo xviii, coexistían, en franco forcejeo, las tendencias contrarias a los castigos físicos y las aferradas al innatismo medieval y a la aplicación de los correctivos corporales.

Azotar o no azotar: enfoques disciplinarios en la SEAP

En el seno de la SEAP los criterios difirieron en cuanto a la aplicación de los castigos corporales. La homogeneidad de posiciones mostradas por los socios integrantes de la Sección de Educación, en cuanto al rechazo del sistema de premios basado en los denominados falsos imperios, contrastaba con la diversidad de enfoques mostrada en relación con los castigos.

Por una parte, se encontraban los abanderados de cambios sustanciales en los procedimientos correctivos, a tono con la línea de pensamiento que encabezaba el padre Caballero. Entre ellos descollaba la figura de Nicolás Ruiz Palomino, uno de los más preclaros exponentes de la crítica a los castigos físicos en ambientes escolares. En informe dirigido a la SEAP, el 18 de octubre de 1817, calificó el empleo de “la férula y el azote” de absurdo recurso disciplinario “que debería desterrarse de nuestras escuelas”.

En 1801, pasados siete años de la presentación de las Ordenanzas y a pesar de los esfuerzos de Caballero y de los buenos propósitos de otros muchos “amigos del país”, poco había avanzado la enseñanza elemental. En esas condiciones la Sociedad pidió al rector de la Universidad de La Habana, fray Manuel de Quesada, la elaboración de un informe sobre los requisitos que debían exigirse a los aspirantes a maestros primarios. El trabajo, concluido ese mismo año, reveló un discreto aumento de 21 escuelas y de 270 niños en La Habana de intramuros, mientras en las zonas rurales y extramuros la situación se presentaba más delicada.

Quesada reconoció que predominaban las escuelitas de “amigas” que, a pesar de sus limitaciones, no podían eliminarse debido a la imposibilidad de encontrar alternativas.22 Las “amigas”, casi siempre “de color” libres, enseñaban en sus propias casas doctrinas religiosas, algo de lectura y escritura, y un poco de costura a las niñas a cambio de una remuneración, la cual podía ser en especie, pero apenas suficiente para la subsistencia. Eran mujeres de confianza, y de ahí el calificativo, que podían mitigar su hambre atendiendo a niños que entretenían, a la usanza de España, México y otras partes, “cantando el catecismo o memorizando algunas jaculatorias y rimas” y con el ejercicio adicional para las niñas, de “labores propias del sexo”.23

En el informe de fray González, socio de número de la Sociedad Económica de Amigos del País, salía a relucir un conjunto de problemas detectados en las 32 escuelas de mujeres visitadas por él. En solo tres de ellas, las “amigas” ejercían ese oficio desde su juventud y vivían de la docencia; “las demás lo son por casualidad, porque la parienta, la conocida, o la vecina le encargó su niño y se han ido agregando otros. Estas mujeres tienen sus ocupaciones de que viven, y aunque tuvieran capacidad y genio, no pueden atender a la educación de los niños”.24

Aunque no contamos con información acerca de las prácticas disciplinarias en estos humildes establecimientos, pudiera inferirse la existencia del castigo corporal entre los métodos disciplinarios más corrientes, sobre todo en aquellos locales donde la profesión la ejercieran “amigas”, o los denominados doctrineros o maestros de enseñanza ambulante, de mayor escasa formación pedagógica y cultural. Por supuesto que tampoco estaríamos ante un indicador de precisión irrevocable como para sostener criterios inflexibles.

Tales escuelas no fueron privativas de La Habana. En junta ordinaria de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, de Santiago de Cuba, con fecha del 6 de abril de 1788, su censor, Pedro Valiente, al referirse al ramo de la industria, advertía las ventajas de las escuelas de niñas asignadas por la Sociedad: “Muchas madres, porque sus hijas no caminen dos cuadras más, o por los varios caprichos de que suelen dejarse poseer, se contentaran con ponerlas en una casa en que quieran recibirlas con todos los resabios del consentimiento sin sacar más provecho que el imaginario de que están en la Escuela”.25

No obstante, la aplicación de castigos corporales trascendió el ámbito de las mayoritarias “amigas” para formar parte de la cotidianidad punitiva de los establecimientos donde se impartía enseñanza. Entre las personalidades que testimoniaron sobre el sistema de castigos imperante en esos primeros años del siglo xix se encontraba José Antonio Saco (1797-1879), quien debió cursar la primaria en alguna escuelita de su natal Bayamo hacia 1803. En su autobiografía, escrita poco antes de morir, recordaba los consejos de sus padres para que aprendiera a leer. El niño, con lágrimas en los ojos, replicaba: “[…] no me mienten escuela, porque me muero”. ¿A qué se debía semejante aversión por el colegio?, se preguntaba Saco, y él mismo respondía: “[…] creo que mi repugnancia no era a las letras, sino a la escuela en que ellas se enseñaban; pues yo sabía que allí a veces se azotaba a los niños, y no quería que conmigo se emplease semejante castigo”.26

Otra de las víctimas del maltrato fue Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño, alumno de un plantel primario de Puerto Príncipe. Décadas después rememoraba su niñez y recordaba que solo alcanzó a recibir las lecciones de esos maestros de “gran palmeta y rebenque, de a la capa y pan de sábado”.27 Por cierto, nunca olvidó una de esas experiencias en la escuelita elemental donde cursó la primaria alrededor de 1809. Al maestro le habían regalado una fuente de arroz con leche. Los más grandes de la escuela se comieron el dulce y juraron “matar a trompadas” al que los delatara. Cuando el dómine indagó “se armó de un descomunal garrote a cuya extremidad había empatado tres gruesos ramales de pita de corojo […] Y como nadie respondiese, arremetió contra nosotros, y al mismo tiempo que gritaba: quien calla otorga, quien calla otorga […] Excusado es decir que los más chiquiticos comimos menos y llevamos más latigazos”.28

Las páginas del citado periódico La Alborada, de Villa Clara, cubrieron también el testimonio de la vida en los “centros de aflicción” escolares de la ciudad y los medios empleados para los correctivos físicos:

En unas partes los cocotazos y los coscorrones estaban á la orden del día; en otras imperaba la correa, en otras se dejaban crecer las uñas los maestros i solían corregir sus educandos á estrujones i pellizcos de gavilán, en que el pobre niño soltaba a veces los chorros de sangre. Otros maestros tenían la comparecencia de poner a los inquietos o revoltosos en cruz, sosteniendo en cada mano i por largo tiempo una piedra de 2 o 3 libras de peso, y á menudo á los molondros, para avivarlos, los vapuleaban.29

El mayor logro del informe presentado por Nicolás Ruiz Palominofue ofrecer un conjunto de orientaciones al magisterio de la Isla. En primer orden ubicaba las cualidades básicas del preceptor. No todos podían ejercer el oficio: “[…] necesita el que ha de dedicarse a la profesión de maestro, un gran conocimiento del corazón humano, mucha experiencia y sensibilidad, y sobre todo un fondo inagotable de paciencia”.30

Para seleccionar a los maestros idóneos, sugirió la adopción de un “Reglamento fijo e invariable”, que impidiera las pretensiones de quienes “aspiran a tan noble profesión solo como medio de subsistencia”.31

A su juicio, el magisterio mantenía las mismas concepciones disciplinarias de los siglos anteriores, proclives a concebir al educando como ente inmóvil, atento a las lecciones de las autoridades y presto a memorizarlas. La más mínima violación de este presupuesto colocaba al infractor en condiciones de ser castigado con las penas más severas. Los estudios que hiciera Ruiz de los reglamentos internos de las escuelas arrojaron como resultado el predominio de una tendencia al mantenimiento de la rigidez escolástica, sin que se redefinieran los métodos acordes al tipo de sujeto que se requería formar a inicios de la centuria Si la sociedad había cambiado, los patrones formativos deberían también ajustarse a las nuevas realidades. En ningún modo podía pensarse en el hieratismo escolar, según Ruiz había que “promover la aplicación, el amor al trabajo, la actividad, el ejercicio corporal, el aseo y la salud”.32

Por mi parte confieso, que jamás he podido ver sin indignarme la práctica indecente que se acostumbra en las escuelas, de la flagelación […] ¡Ah! Dejadlos, dejadlos gozar de la época más dichosa de su vida; no los tiranizeis, [sic] no los hagáis desgraciados con vuestro rigor mal entendido; respetad su inocencia y su debilidad.33

A diferencia de las concepciones filosóficas predominantes en los siglos anteriores, basadas en la naturaleza pecaminosa del cuerpo y en su flagelación como imperativo para la salvación del alma, en este primer momento de redefinición, el cuidado corporal con los primeros atisbos de irrupción de la higiene comenzó a ocupar el centro de atención de científicos y pedagogos. Como apuntara Ruiz, encerrados los alumnos en el aula, sin atender las condiciones higiénicas del local, “la respiración corrompe el aire que los rodea y si cualquiera padece algún mal, lo adquieren los otros fácilmente”.34

Era evidente la influencia del naturalismo rousseauniano en el autor: “[…] la intención de la naturaleza es que el cuerpo se fortifique antes que ejerza el espíritu sus funciones. Los niños están siempre en movimiento, una vida aplicada y sedentaria les impide crecer; ni su cuerpo ni espíritu pueden sobrellevar la sujeción: encerrados continuamente en un cuarto y rodeados de libros”.35 Pero cualquier transformación en ese sentido implicaría, para comenzar, un cambio en los métodos de enseñanza vigentes, a los que calificaba de “malísimos”, en tanto no permitían ejercer el entendimiento: “[…] no se le da explicación alguna, ni un punto de comparación; en una palabra, porque todo se espera de su memoria y poco o nada de su entendimiento”.36 De ahí que anunciara: “Voy a proponer un método enteramente nuevo, que tal vez no será del agrado de los maestros, pero bien ejecutado, contribuirá a facilitar a los niños la adquisición de la lectura: sistema de explicación”.37

El fracaso de la introducción del método pestalozziano en Cuba y la vigencia en los planteles primarios del innatismo, de las verdades reveladas por medio de autoridades con la concepción de una disciplina rígida, permiten comprender el interés de Nicolás Ruiz por el diseño de un sistema de lectura explicada, que estuviera aparejado con la introducción de libros de lectura apropiados para la infancia, como el Plutarco de la Juventud y las Tardes de la granja: “Son lecturas cortas, en que encuentran pábulo a su curiosidad natural, reciben máximas saludables, útiles consejos y avisos oportunos, para ellos infinitamente más enérgicos que las frías y superficiales doctrinas de sus maestros”.38

Al igual que Caballero, Ruiz advertía el papel de la familia en el comportamiento del escolar en las aulas, aunque introdujo también otras aristas sociológicas de este problema, relacionadas con la predisposición que infundían los padres hacia la escuela. En tal sentido, el espacio escolar se presentaba como escenario de castigo y represión por las faltas en las que incurrían sus hijos, incluso las cometidas en el hogar. Tales acciones, según Ruiz, acarreaban consecuencias fatales: “el vil temor, la desconfianza, el odio a sus maestros, el disgusto, y la pereza que precisamente ha de ser el efecto más directo”.39 Para contrarrestar esas ideas procedentes del hogar, el autor aconsejaba a los maestros que reunieran a sus discípulos el primer día de clase “y en su presencia le hiciese una acogida agradable, sin autoridad ni ceño”. Más que tratar de imponerse por la violencia al conglomerado infantil, había que estudiarlo y conocerlo, de forma tal que mediante la aplicación de “los resortes más pequeños y al parecer insignificantes” pudieran esos sujetos “ser gobernados”.40

Las ideas acerca de la “curiosidad natural” y de la “gobernabilidad” de Ruiz podían estar influenciadas por los preceptos del considerado fundador de la pedagogía científica, el alemán Juan Federico Herbart (1776-1841),41 cuyas concepciones impactaron de manera notable en la pedagogía de la época.

Herbart y su escuela alemana introdujeron ideas esenciales como la del “interés”, en tanto estímulo para la acción, y la de “gobierno”, momento de la actividad educativa diferente a la “disciplina”. El gobierno se dirigía a la conservación del orden, a la conducta externa del niño, para lo cual el medio más importante era mantenerlo ocupado, sin olvidar la necesidad de la autoridad, la vigilancia e incluso el castigo. La disciplina, por su parte, concernía a la formación del carácter y de las ideas morales. Esta distinción favoreció la difusión del método herbartiano, pues conciliaba la tradicional tendencia al orden con la aspiración a la autonomía moral defendida por la escuela kantiana, también alemana.

Ruiz no se limitó a advertir sobre la importancia del gobierno en las aulas, sino que ofreció también variantes para su aplicabilidad en los colegios cubanos en sustitución del castigo físico, con lo cual se alejaba de los presupuestos herbartianos que aceptaban, en última instancia, los correctivos corporales. En lugar de las prácticas flageladoras del cuerpo estableció una escala correctiva que contenía determinados pasos en dependencia de las reiteraciones de las faltas:

Amonestación privada, “con dulzura”, que buscara convencer al alumno de su falta y animarlo para su enmienda.Presentación de ejemplos de niños con buenas conductas.Amonestación frente a dos o tres condiscípulos, “con seriedad, pero sin incomodidad” y “encargándole a los testigos que guardasen el secreto”.Por último, “colocando al reo en un lugar visible revelaría su falta, mezclando en la reprensión total la severidad de maestro y la convicción de la amistad”.42

El informe de Nicolás Ruiz mostraba originalidad en el tratamiento del sistema de premios. Ciertamente sustentaba determinadas prácticas que el Reglamento de maestros de 1809 ya rechazaba, como la del otorgamiento de cetros y falsos imperios. No obstante, Ruiz fue más allá al proponer iniciativas que prevalecieron en las concepciones pedagógicas en el decurso del siglo xix. Entre las variantes de premios sugirió la entrega de libros y las fiestas mensuales dirigidas a la premiación de los escolares aplicados: “La fiesta podía reducirse a un día de vacante, una buena comida y a salir a pasear con el maestro”. Como parte del estímulo, los homenajeados serían presentados a la Sección de Educación de la SEAP “para recibir de ellos el elogio público”. Entendía, empero, que el recurso más efectivo era la emulación: “[…] la emulación y el amor propio son casi exclusivamente los resortes que recomiendo para excitar los niños a la aplicación y al trabajo”.43

Para la selección de los premiados por aplicación, Ruiz introdujo un procedimiento original. Los propios alumnos llevarían sus récords de comportamientos, consistentes en cuentas particulares de rayas “de acierto” y de rayas “malas”. Al finalizar cada clase el maestro revisaba el cómputo: por cada 10 rayas positivas se colocaba la letra A, mientras que por 10 rayas negativas el estudiante recibía una X. Al concluir el mes, los estudiantes habían ejercido la autoevaluación mediante una escala de comportamiento, un sistema que volvería a retomarse con mayor rigor en pleno siglo xx.

Junto con la emulación, Ruiz retomó la noción de “amor propio”, concepto desarrollado por Caballero y que encontró en el presbítero Félix Varela a uno de sus más importantes teóricos en la Isla. El profesor de filosofía del Seminario de San Carlos, influido por el sensualismo que recibiera de su profesor de filosofía Juan Bernardo O’Gavan, partía de la existencia del amor propio como primera inclinación del hombre compulsado por dos razones esenciales: la conservación de la existencia humana o “vida orgánica”, caracterizada por su constancia y uniformidad, y la búsqueda del placer y el rechazo del dolor. En esta última dirección el filósofo advertía mayor número de variaciones, pues “ciertas sensaciones apacibles para unos mortifican a otros. La edad y el diverso estado de salud hacen variar la naturaleza de los placeres y de las penas”.44

En el tratamiento de la filosofía dualista cuerpo-alma, la noción de corporalidad en Varela se distanciaba también de la asumida por la escolástica. En sus Lecciones de Filosofía, refutaba el principio del padecimiento del alma y no del cuerpo: