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Una mujer capaz de iniciar una guerra. A Zafar Nejem lo habían llamado de muchas maneras: "jeque errante", "traidor", "bandido moderno"… Pero había llegado el momento de que lo llamaran "Su Majestad". Al subir al trono de As-Sabah, lo primero que hizo fue rescatar a una rica heredera americana, Analise Christensen, de quienes la habían secuestrado en el desierto. Como Ana estaba prometida al gobernante del país vecino, su presencia debía mantenerse en secreto hasta que Zafar pudiera explicar los motivos de la misma, ya que, en caso contrario, se arriesgaba a que estallara la guerra entre ambos países. Pero al igual que el sol se elevaba sobre las dunas de arena, el deseo prohibido entre Ana y Zafar iba en aumento, poniendo en peligro sus planes.
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Seitenzahl: 181
Veröffentlichungsjahr: 2014
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Maisey Yates
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
En el calor del desierto, n.º 2333 - septiembre 2014
Título original: Forged in the Desert Heat
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4555-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
EL JEQUE Zafar Nejem escudriñó el campamento. El sol le quemaba la escasa piel que llevaba al descubierto. Iba todo lo tapado que podía, tanto para evitar el duro clima del desierto como para evitar que lo reconocieran.
Sin embargo, era poco probable que alguien lo hiciera allí, a miles de kilómetros de cualquier ciudad. El desierto era su hogar, donde se había criado y se había convertido en el hombre más temible de As-Sabah.
Nada parecía fuera de lo normal. Ardían hogueras y oía voces procedentes de las tiendas. No se trataba de un campamento familiar, sino del de una banda de ladrones, de hombres fuera de la ley como él. Los conocía y le conocían. Habían llegado a una tregua provisional, pero eso no implicaba que confiara en ellos.
No se fiaba de nadie.
Sobre todo en aquellos momentos en que había motivos de inquietud, en que se habían producido reacciones airadas porque iba a ascender al trono.
El sitio que le correspondía.
La vuelta del jeque errante no había sido recibida con alegría, al menos en las zonas más civilizadas del país. Su tío se había encargado de arruinar su reputación para que nadie estuviera contento con su llegada al trono.
Y él no podía disipar los rumores acerca de su destierro, ya que eran ciertos.
Pero allí, en el desierto, entre quienes consideraba los suyos, entre quienes habían sufrido a manos de su tío, estaba la felicidad. Sabían que se había esforzado en expiar sus pecados. Examinó el horizonte. El siguiente sitio donde podría detenerse y buscar refugio estaba a cinco horas a caballo, y no le hacía gracia la idea de pasar más tiempo en la silla.
Desmontó y dio unas palmadas al caballo.
–Nos arriesgaremos –le dijo mientras le conducía a un corral improvisado donde había otros caballos.
Después se dirigió a la tienda principal, de la que ya salía un hombre a recibirlo.
–Jeque –le dijo inclinando la cabeza–. Qué sorpresa.
–¿En serio? Tenías que saber que volvía a Bihar.
–Puede que haya oído algo al respecto, pero hay más de un camino para llegar a la capital.
–¿Así que no tenías ganas de verme?
El hombre sonrió.
–Yo no he dicho eso. Esperábamos encontrarnos contigo o, al menos, con alguien con tus mismos medios.
–Mis medios siguen siendo limitados. Todavía no he vuelto a Bihar.
–Sin embargo, hallas el modo de adquirir lo que deseas.
Zafar miró al hombre de arriba abajo.
–Igual que tú. ¿No me invitas a entrar?
–Aún no.
Zafar se dio cuenta de que algo no iba bien. La tregua con Jamal y sus hombres era provisional. Podía poner fin a lo que la banda hacía en el desierto. No eran peligrosos. Todavía tenían conciencia, por lo que se hallaban al final de la lista de las preocupaciones de Zafar. Pero ellos creían que eran más importantes para él de lo que realmente eran.
–Entonces, ¿me vas a ofrecer regalos en lugar de hospitalidad? –preguntó Zafar en tono seco, refiriéndose a una costumbre del desierto.
–Te daré hospitalidad –respondió Jamal–. Y aunque no tenemos regalos, hay otras cosas que tal vez te interesen.
–¿Los caballos del corral?
–La mayoría están a la venta.
–¿Los camellos?
–Esos también.
–¿De qué me sirven los camellos? Creo que habrá un montón esperándome en Bihar, al igual que unos cuantos coches.
Hacía tiempo que no conducía. Era imposible con su modo de vida. La idea de un coche casi le resultaba propia del extranjero, como la mayor parte de las comodidades modernas.
Jamal sonrió.
–Tengo algo mejor, una oferta que esperamos que te apacigüe.
–Pero no es un regalo.
–No se puede regalar algo tan único y valioso.
–Eso tendré que decidirlo yo.
Jamal dio un grito y dos hombres salieron de la tienda con una mujer rubia entre ellos. Ella lo miró con los ojos muy abiertos y enrojecidos. No estaba sucia ni mostraba señales de maltrato. Tampoco trataba de escapar porque, teniendo en cuenta donde se hallaban, carecía de sentido.
–¿Me habéis traído a una mujer?
–Una posible esposa, o alguien para pasar el rato.
–¿Os he dado algún motivo para creer que me dedico a comprar mujeres?
–Pareces un hombre que no dejaría abandonada a una mujer en mitad del desierto.
–¿Y tú, sí?
–Sin lugar a dudas.
–¿Por qué iba a importarme una mujer occidental? Debo pensar en mi país.
–Creo que la comprarás, y por el precio que pedimos.
Zafar se encogió de hombros.
–Pide un rescate por ella. Estoy seguro de que su familia pagará mucho más de lo que puedo pagar yo.
–Pediría un rescate por ella, pero no tengo intención de iniciar una guerra.
–¿Cómo?
–Una guerra, jeque. No me conviene que esos canallas shakaríes me invadan el desierto.
Shakar era el país vecino de As-Sabah y las relaciones entre ambas naciones estaban a punto de romperse debido al tío de Zafar.
–¿Qué tiene que ver esta mujer con Shakar? Es occidental.
–Sí, evidentemente. Y si hay que creer lo que nos ha contado desde que la capturamos, es Analise Christensen, la heredera americana. Supongo que habrás oído hablar de ella. Es la prometida del jeque de Shakar.
En efecto, había oído hablar de ella.
–¿Y qué pinto yo en todo esto? ¿Qué queréis de ella?
–Podemos comenzar una guerra o acabarla, depende de ti. Incluso, si nos la compras, podemos ponerte en una situación comprometida si hablamos con las personas adecuadas. ¿Cómo es que estás con ella, con la futura esposa de un hombre que se rumorea que es enemigo de Al Sabah? Tienes las manos atadas, Zafar.
En realidad, este no había pensado dejar a la mujer con ellos, pero lo que Jamal pretendía era chantajearlo, que era lo único que le faltaba. Bastantes problemas tenía ya.
«Cómprala y déjala en el primer aeropuerto», se dijo.
Podía hacer eso. No llevaba mucho dinero encima, pero no creía que los ladrones pretendieran poner un precio muy alto, sino buscar protección. Al fin y al cabo, Zafar estaba a punto de subir al trono y conocía todos los secretos de Jamal y sus compinches.
Miró a la mujer. Sus ojos brillaban de rabia. No se la veía derrotada, pero era inteligente y guardaba sus energías para más tarde.
–¿Le habéis hecho daño? –preguntó Zafar con un nudo en la garganta ante semejante posibilidad.
–No le hemos puesto ni un dedo encima, salvo para atarla para evitar que huyera. ¿Qué valor tendría, dónde estaría nuestra protección si la hubiéramos hecho daño?
Zafar entendió que le estaban ofreciendo la oportunidad de devolver a la mujer como si nada hubiera pasado. Si hubieran abusado de ella, sería evidente que los culpables fueran As-Sabah y su nuevo y malvado jeque.
Y la guerra sería inminente.
Les ofreció todo el dinero que tenía.
–No voy a regatear. Es mi única oferta.
Jamal lo miró con expresión seria.
–De acuerdo.
Le tendió la mano y Zafar no pensó ni por un momento que fuera porque quisiera estrechar la suya. Sacó un monedero pasado de moda.
Pero él llevaba quince años desconectado de su tierra y su cultura, por lo que no era de extrañar.
Se echó las monedas en la mano, la cerró y extendió el puño.
–Primero, la mujer –dijo.
Uno de los hombres la llevó hasta él y Zafar la agarró del brazo. Ella permaneció inmóvil, sin mirarlo.
Zafar dio las monedas a Jamal.
–Creo que no me quedaré a pasar la noche.
–¿Estás deseando probarla?
–En absoluto. Como has dicho, no habría forma más segura de declarar la guerra.
Agarró a la mujer con más fuerza y fue con ella al corral. Estaba demasiado callada, por lo que se preguntó si se hallaría en estado de shock. La miró a los ojos creyendo que expresarían confusión o pesar, pero ella estaba mirando a su alrededor haciendo cálculos.
–No merece la pena, princesa –le dijo en inglés–. No hay sitio adonde ir y, a diferencia de esos hombres, no tengo intención de hacerle daño.
–¿Y espera que me lo crea?
–De momento –abrió la puerta del corral y sacó el caballo–. ¿Puede montar? ¿Está herida?
–No quiero montarlo –contestó ella con voz monótona.
Él soltó un largo suspiro, la tomó en brazos y se montó con ella en el caballo, situándola delante de él.
–Pues lo siento, pero he pagado mucho para dejarla aquí.
Puso el caballo al trote y se alejaron del campamento.
–¿Me ha comprado?
–Creo que he hecho una buena compra.
–¿Una buena compra?
–No le he mirado los dientes. Creo que se han aprovechado de mí –no estaba de humor para hablar con una mujer, histérica o no.
Supuso que debería compadecerla o algo así. Pero ya no sabía cómo hacerlo.
–¿Quién es usted?
–¿No habla árabe?
–No el dialecto en el que han hablado ustedes. He entendido algunas palabras, nada más.
–Los beduinos de aquí tienen un dialecto propio. A veces, las familias muy extensas tienen una variante propia, pero no suele ser habitual.
–Gracias por la lección, tomaré nota. ¿Quién es usted?
–Soy el jeque Zafar Nejem, y creo que su salvación.
–Me parece que me habría ido mejor si hubiera ardido en el desierto.
Ana se aferró al caballo mientras galopaba por la arena. El aire comenzaba a ser más fresco y había dejado de quemarle la cara. Así debía de sentirse alguien en estado de shock: insensible y sin ser consciente de nada, salvo del calor en la espalda procedente del hombre que iba detrás de ella y del sonido de las pezuñas del caballo en la arena.
Él había dejado de hablar, el hombre que afirmaba ser el jeque de As-Sabah, que llevaba la cara cubierta, salvo los negros ojos. Pero antes de que la hubieran secuestrado, y estaba segura de que solo hacía dos días de ello, quien gobernaba el país era Faruk Nejem.
–Zafar Nejem... No conozco ese nombre. No lo recuerdo. Creía que Faruk...
–Ya no –respondió él con voz dura y profunda.
El caballo redujo el paso. Ana miró el paisaje yermo que la rodeaba tratando de adivinar por qué iban a detenerse. No había nada más que arena. Por eso no había intentado huir: hubiera firmado su sentencia de muerte.
El guía del grupo con el que estaba haciendo una excursión en camello por el desierto se lo había dicho muchas veces. Ella había querido divertirse con sus amigos antes de hacer oficial su compromiso con Tarik. Pero aquello había dejado de ser divertido y le había confirmado lo que siempre había temido: saltarse las normas podía desembocar en un desastre.
Era impensable, por tanto, salir corriendo. Pero que fueran a parar la puso muy inquieta. Había tenido mucha suerte por el hecho de que sus secuestradores no la hubieran tocado debido al valor que tenía para ellos. Pero no las tenía todas consigo con su nuevo acompañante.
Respiró hondo y le dolieron los pulmones. El aire era tan seco que el simple hecho de estar allí suponía un esfuerzo.
Tenía que estar tranquila y controlarse, ya que no era dueña de la situación.
Su captor desmontó y le ofreció la mano. Ella la aceptó.
–¿Dónde estamos?
–En un lugar en el que hay que detenerse.
–¿Por qué? ¿Dónde? ¿Cómo va a ser esto un lugar para detenerse?
–Lo es porque quiero parar. Llevo ocho horas a caballo.
–¿Por qué no tiene usted coche si es jeque? –preguntó ella enfadada.
–No es práctico. Vivo en el desierto, por lo que obtener gasolina sería un problema.
Claro, la gasolina. El petróleo siempre era un problema. Lo sabía bien porque era la hija de uno de los magnates del petróleo más ricos de Estados Unidos. Su padre tenía facilidad para encontrar oro negro. Y nunca se cansaba de buscarlo.
Y así había conocido ella al jeque Tarik y había acabado primero en Shakar y después en As-Sabah.
Se apartó de Zafar. No se parecía en nada a Tarik. Para empezar, sus ojos no eran cálidos ni risueños, pero eran cautivadores.
–¿Dónde estamos? –volvió a preguntar.
–En mitad del desierto. Le puedo dar las coordenadas, pero no creo que signifiquen nada para usted.
Ella frunció los ojos para tratar de ver a través de la calima. El sol había desaparecido tras las lejanas montañas.
–¿Cuánto tardaremos en llegar a la civilización? ¿Cuánto hasta que pueda ponerme en contacto con mi padre o con Tarik?
–¿Quién le ha dicho que vaya a permitírselo? Tal vez la haya comprado para mi harén.
–¿No iba usted a ser mi salvación?
–¿Ha vivido en un harén? Puede que le gustara.
–¿Tiene usted uno?
–No, por desgracia. Pero acabo de empezar a ser jeque, por lo que ya habrá tiempo de formarlo.
El miedo se apoderó de ella.
–Estoy perdida en un desierto desconocido...
–No es desconocido.
–No lo será para usted.
–Continúe.
–Estoy perdida en medio del desierto con un desconocido que afirma ser un jeque que me ha comprado. Y se permite bromear sobre mi futuro. No lo soporto.
Ya no podía soportar nada más. Tenía dos opciones: enfadarse o tirarse al suelo y romper a llorar. Y llorar nunca era su opción preferida. Las escuelas a las que había ido después de la muerte de su madre eran privadas, muy caras y muy estrictas. En ellas le habían enseñado que la contención y la compostura lo eran todo: a no correr cuando se podía caminar, a no gritar cuando se podía hablar. Y había aprendido que, en la vida, las lágrimas no servían para nada. No cambiaban nada y, desde luego, no le habían devuelto a su madre.
Así que decidió inclinarse por la ira.
El hombre frunció el ceño y la miró con ojos brillantes. Tiró de la tela que le cubría para mostrar sus labios, que esbozaron una sonrisa despectiva.
–¿Y cree usted que a mí me resulta fácil soportarlo? Esos hombres están jugando a iniciar una guerra entre dos países simplemente para poder seguir robando. Tratan de comprar mi lealtad chantajeándome porque saben que, si su querido Tarik se entera de que la han secuestrado ciudadanos de As-Sabah o, Dios no lo quiera, de que el jeque de As-Sabah la ha retenido contra su voluntad, la frágil tregua que hay entre nuestros países se hará pedazos.
Ella sintió que se mareaba.
–¿Voy a ser la causa de que se declare una guerra?
–No si juego bien mis cartas.
–Supongo que introducirme en su harén no contribuirá a calmar los ánimos.
–Así es. Por eso, tal vez prefiera la guerra.
–¿Cómo?
–No estoy seguro.
–¿Cómo puede no estarlo?
–Es muy sencillo. Tengo que examinar los documentos que dejó mi tío. Apenas he tenido contacto con palacio desde que me enteré de que iba a gobernar el país.
–¿Por qué?
–Probablemente tenga que ver con el hecho de que mi primera disposición, aunque tuve que adoptarla a distancia, fuera despedir a todos los que trabajaban para mi tío. Los cambios de régimen son difíciles.
–¿Es legal el cambio?
–Sí, soy el heredero. Mi tío ha muerto.
–Lo siento.
–Yo no. Mi tío ha sido lo peor que le ha pasado a As-Sabah en toda su historia. Solo ha traído pobreza y violencia a mi país. Y ha provocado tensiones entre los países vecinos y el nuestro. Usted ha tenido la desgracia de convertirse en un peón dentro del cambio, y debo decidir cómo voy a moverlo.
DURANTE unos segundos, Zafar estuvo a punto de sentir algo semejante a la compasión por la pálida mujer que estaba frente a él.
Pero no tenía tiempo para esa clase de emociones. Más aún, estaba seguro de haber perdido la capacidad de experimentarlas.
Llevaba media vida alejado de la sociedad y de la familia. Hacía quince años que no tenía vínculos emocionales con nadie. Su vida era guiada por un propósito que trascendía los sentimientos, las comodidades, el hambre y la sed: la necesidad de proteger a los más débiles de su pueblo y de que se hiciera justicia.
Incluso a expensas de la felicidad de aquella mujer.
Por suerte para ella, devolvérsela a Tarik era la forma más sencilla de mantener la paz, pero debía hacerlo con delicadeza.
Y la delicadeza no era su fuerte.
–Esa idea no me hace ninguna gracia –dijo ella–. No estoy dispuesta a que usted me mueva como un peón. Quiero irme a casa –la voz se le quebró en la última palabra. Tal vez fuera una grieta en su helada fachada, o tal vez el shock le estuviera desapareciendo.
Él conocía ese estado: un gozoso refugio contra la cruel realidad de la vida. Sí, recordaba muy bien ese estado.
Si ella tenía suerte, el shock seguiría aislándola y protegiéndola. Si no, se vendría abajo ante sus ojos.
–Me temo que eso es imposible. Voy a montar la tienda. No se aleje.
–No quiero morir. No voy a ponerme a caminar por el desierto de noche, ni tampoco de día. ¿Por qué cree que no me he escapado?
–¿Cómo la capturaron? –preguntó él mientras agarraba la tienda que llevaba enrollada en la silla de montar.
–Estaba haciendo una excursión por el desierto en la frontera entre Shakar y As-Sabah.
–Entonces, ¿mi gente entró en Shakar para capturarla?
–Sí.
–Ha tenido mucha suerte de que supieran quién era.
–El anillo que llevaba me delató. Formaba parte de las joyas de la corona shakarí –dobló los dedos desnudos–. Me lo quitaron, como es lógico. Por algo eran ladrones.
–Fue una suerte que lo llevara. Es extraño que no me lo enseñaran como prueba de quién es usted.
Ella lo miró con ojos de pánico.
–Pero tiene que saber quién soy. Seguro que sabe que Tarik iba a casarse pronto.
–Una unión, según creo, que tiene una base política.
–Sí. Y, además, Tarik me quiere.
–No me cabe la menor duda –dijo él en tono seco.
–Me quiere. No soy estúpida: sé que mi familia tiene que ver con nuestra unión. Hace años que nos comprometimos a distancia, pero hemos pasado tiempo juntos.
–¿Y usted lo quiere?
–Sí –afirmó ella levantando la barbilla y mirándolo desafiante–. Con todo mi corazón. Estoy deseando que nos casemos.
–¿Cuándo va a celebrarse la boda?
–Dentro de unos meses. Me tiene que conocer el pueblo y debemos representar el noviazgo ante los medios de comunicación.
–Pero el noviazgo ya ha tenido lugar.
–Sí, pero hay que guardar las apariencias. Y, para hacerlo, usted no va a llevarme directamente a Shakar, ¿verdad? No quiere que Tarik sepa que su pueblo o usted han tenido que ver en esto. Y no quiere parecer débil –ella asintió con la cabeza como si se hubiera convencido a sí misma–. Eso desempeña un papel importante, ¿no es así?
–Todavía no he pasado un solo día en palacio. No quiero convertirme en el centro de un escándalo por haber secuestrado a la futura esposa del jeque de un país vecino. Así que tiene usted razón.
–Esto le supone una amenaza personal.
–No soy muy popular en As-Sabah, por decirlo así, lo cual es un problema a la hora de gobernar el país.
¡Era el eufemismo del año! Si le hubieran reconocido en la capital mientras gobernaba su tío, su vida habría corrido peligro. Después de que su tío lo enviara al destierro, Zafar no había hecho nada para mejorar su situación, sobre todo ante las personas leales a su tío.
Era leal a los beduinos. Había tratado de que no sufrieran bajo el gobierno de su tío y, si él no hubiera intervenido, lo habrían hecho. Carecían de cualquier clase de asistencia sanitaria y de cualquier tipo de servicios. Su tío los había dejado en manos de la ayuda extranjera al tiempo que les cobraba unos impuestos muy elevados.
Se habían convertido en el pueblo de Zafar.
Y había llegado el momento de subir al trono y unir a todos los habitantes de As-Sabah, de redimirse a ojos de los habitantes de las ciudades sin perder a los moradores del desierto.
–Voy a montar la tienda –dijo él–. Así no tendremos que dormir al aire libre.
–¿Cree que voy a dormir con usted en la tienda?
–En efecto. La alternativa es que uno de los dos duerma sin ningún tipo de protección, y no voy a ser yo. Supongo que usted tampoco querrá hacerlo. No se imagina la cantidad de bichos que salen por la noche.
Ana se estremeció. No quería dormir al aire libre, pero la idea de dormir con aquel desconocido la seducía aún menos.
Su único consuelo era que él no deseaba iniciar la guerra.
Tal vez debería decirle que era virgen y que Tarik lo sabía. Así que, si intentaba algo, se descubriría y habría guerra.
Decidió callárselo de momento.