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Jordi Ledesma

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El cojo Chúster —un juguete roto del fútbol— acaba de salir de la cárcel después de comerse un "marrón" de cinco años por no delatar a su jefe y amigo Francisco. Consciente de que le debe una, Francisco lo acoge nada más salir en su primer permiso y le propone un trabajito rápido y suculento para ese mismo fin de semana. Lo que debía ser un viaje tranquilo entre Madrid y Barcelona, acabará por convertirse en la noche más salvaje, donde Chúster jugará contra la muerte el derby de su vida. Una "crook story" deliciosa, un caramelo envenenado de Ledesma y Mañas, dos reconocidos cronistas de la calle que se han juntado aquí para firmar una extraordinaria novela negra.

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Jordi Ledesma (Tarragona, 1979). Es autor de Lo que nos queda de la muerte (Alrevés, 2016), con la que obtuvo el premio Pata Negra 2017 a la mejor novela del año por el Congreso de Novela y Cine Negro de la Universidad de Salamanca. También el premio Novelpol 2017 y la mención de «Imprescindible» de la biblioteca La Bòbila de L’Hospitalet de Llobregat. Anteriormente, ha publicado El diablo en cada esquina (Alrevés, 2015) y Narcolepsia (Alrevés, 2012). Ha participado con cuentos, artículos y poemas en diferentes antologías y en algunas publicaciones digitales. El conjunto de su obra y su prosa ha sido ampliamente alabado por figuras relevantes de la narrativa española como Antonio Soler o José Ángel Mañas.

José Ángel Mañas (Madrid 1971). Es autor, guionista ganador del Goya y licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad Autónoma de Madrid. En 1994 quedó finalista del premio Nadal con su primera obra, Historias del Kronen. La novela, seleccionada entre las 100 mejores obras españolas de todos los tiempos, fue llevada a la gran pantalla y recibió un Goya a mejor guion . Tras su publicación vivió durante varios años entre Madrid y Toulouse, aunque actualmente reside en la capital española. Su últimos libros son La última juerga, (Algaida, 2019), premio Ateneo de Sevilla 2019, y Una vida de bar en bar (Algaida,2021).

 

El cojo Chúster —un juguete roto del fútbol— acaba de salir de la cárcel después de comerse un "marrón" de cinco años por no delatar a su jefe y amigo Francisco. Consciente de que le debe una, Francisco lo acoge nada más salir en su primer permiso y le propone un trabajito rápido y suculento para ese mismo fin de semana. Lo que debía ser un viaje tranquilo entre Madrid y Barcelona, acabará por convertirse en la noche más salvaje, donde Chúster jugará contra la muerte el derby de su vida. Una "crook story" deliciosa, un caramelo envenenado de Ledesma y Mañas, dos reconocidos cronistas de la calle que se han juntado aquí para firmar una extraordinaria novela negra.

En el descuento

 

 

En el descuento

LEDESMA & MAÑAS

 

 

BARCELONA-2022

Primera edición: febrero del 2022

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ València, 241, 4.º

08007 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© 2022, Jordi Ledesma y José Ángel Mañas

© de la presente edición, 2022, Editorial Alrevés, S.L.

© de la fotografía de cubierta, 2022, Lluc Queralt

ISBN: 978-84-18584-27-5

Código IBIC: FF

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Viernes

Correr como un negro para vivir como un blanco.

SAMUEL ETO’O

CAPÍTULO UNO

Salir del trullo

Viernes, 4 de octubre, 17.14.

1

Era muy callado, bastante esquivo. Habrá quien diga que hasta huraño. Pero buena gente, la verdad. Aquí nunca fue de listo ni de nada. Siempre a lo suyo, y aunque nadie sabía bien por qué, los puretas lo respetaban. De modo que así empezó todo, al pasar esa puerta, el fin de semana en el que el Chúster obtuvo su primer permiso, al cabo de cuatro años de haberse comido el marrón por no delatar a Francisco.

Cuando volvió, era una puta leyenda.

No puedo decir que a ninguno de nosotros le extrañase que, conforme salía, hubiese un taxi esperando en la calzada con las luces de emergencia puestas, a un lado de la rotonda justo delante del centro penitenciario: era un Toyota híbrido de última generación. Y el Chúster, que acababa de dejar atrás el edificio que lo había tenido a la sombra durante las últimas cuatro primaveras, salió con su paso siempre renqueante por la cojera crónica. La novedad era tal que hasta cupo en su cabeza la idea de encorvar la espalda para acariciar el suelo con las yemas de los dedos y santiguarse después.

El Chúster era irrepetible, único.

El sol rebotaba en su calva cuando escuchó el claxon del taxi: este sonó al menos dos veces. Al verlo, se puso la mano en la frente a modo de visera, y esperó lo peor. Se frotó la calva, meditando si acudir o no. Se alisó el bigote con el índice y el pulgar de su mano diestra antes de echarse el petate a la espalda y caminar hacia el vehículo arrastrando la pierna mala.

De inicio, se le torció el gesto al comprobar que se trataba de Francisco. Lo vio ahí, en el asiento de atrás, sentado como en un trono sobre una tapicería de cuero impropia de un taxi común, pero nada en Francisco fue corriente, nunca.

Hubo un segundo de silencio antes de que el Chúster subiera al auto, durante el cual apartó la vista para fijarla en el conductor, al que no conocía, un tipo enjuto y muy moreno, de nariz chata y minúscula, de expresión antipática, que llevaba el cogote cubierto por una beisbolera, con la bandera de Honduras, de la que escapaban unas greñas grasientas de pelo fino que le cubrían la nuca. El menda tenía ojos saltones recorridos por decenas de vasos sanguíneos, y le devolvió la mirada expectante. Tras aspirar con fuerza por una de las fosas de la nariz y tragar saliva, habló con voz narigona dejando ver la piñata ennegrecida.

—Mis bendiciones, señor. Don Francisco cuenta maravillas de usted. ¿Quiere que abra el maletero, y deja la bolsa atrás?

—¿Quién es este tío, Francisco?

—Es Wilson, trabaja para mí. Venga, Chúster, mete eso aquí mismo y sube, no sea que estos hijos de puta se arrepientan y te devuelvan pa dentro. ¿Te imaginas, tío, que sale un picoleto y te vuelve a entalegar? Ja, ja. —El Cisco se rio a boca abierta. Una carraspera de fumador amplificó sus adentros poniendo al descubierto, más si cabe, toda la lobreguez de su entraña—. Dale, Wilson, vamos al Topless —dijo.

—¿Entro por Castellana, don Francisco?

—Eso es. Por el Norte. Y que Madrid reciba a este hombre como merece, ¡coño! —respondió eufórico el patrón. Y a continuación palmeó la entrepierna tiesa de Chúster—. Esa zurda, coño. ¿Qué me dices, rey? La primera vez que ves la calle después de años. Estarás contento. Este abogado es bueno, ya te dije. El otro era un cepo, hostias. Este me está saliendo por un pico…, sus muertos… Pero es bueno de cojones. Al hijo del jefe de los moldavos lo libró de haberse cargado a dos tíos en un restaurante, en Getafe, tronco, abarrotao el local. Cuatro tiros, pim-pam, pim-pam, delante de toda la basca. Y va este tío, y absuelto… ¿Qué pasa, socio?, ¿te molesta que haya venido a buscarte?

—Ya hablamos el otro día, Cisco —dijo el Chúster, que seguía a la defensiva.

—Bah, en el locutorio no hablamos una mierda, Chúster. Está lleno de micros y de putos espías con la oreja puesta que ni comunican ni na: están ahí pa saber lo que dices y qué tramas. Igual tú te has mamao un huevo de talego de esta. Pero yo sé bien lo que hay. El otro día no te dije nada, y de lo que dije, ni puto caso. ¿Cómo coño te iba a meter yo a currar en la fábrica de chapas, tronco? Que sigo siendo tu hermano el Cisco, coño. ¿El Chúster en un tajo vulgar?, ¿con esa zurda?, ¿con esos cates que mete? No. El Chúster conmigo en punta, de nueve. Te he buscado un currito bueno, de los que a ti te van. Algo muy fácil. Mejor que fácil, chupao.

El Chúster ya se olía por dónde iban los tiros.

—Paso, Cisco —murmuró con calma—. Yo paso de líos. En serio. El domingo tengo que volver a las ocho sí o sí. Y quiero estar tranquilo. Echar un polvo. Ver a mi hijo Martín. Y poco más, de verdad.

—Un polvo, dice. Ya verás las pibitas que te esperan en el Topless. Como en los viejos tiempos.

—Cisco, a las putas me las elijo yo…

Francisco resopló al ver que Chúster giraba la cara. Al rato, también él apartó la vista y se produjo un mutismo incómodo durante el que ambos miraron el transcurrir del paisaje en el entorno de Meco. Atrás quedaban los barracones del centro penitenciario y Chúster volvió la cabeza unos segundos hasta que el horizonte y el relieve terrestre los hicieron invisibles. Luego se acomodó en el asiento, ya con la vista al frente.

Su gestualidad corporal hizo chirriar el cuero del vehículo al frotar su chaqueta tejana con la tapicería del taxi, cuyo motor, al ir tomando velocidad, entró en modo gasolina y pasó a hacer ruido. En ese meneo melancólico, el Chúster se fijó en que sobre la bandeja trasera había un chaleco de cazador: la austríaca desfasada que llevaba Francisco cuando tenía frío, la misma de hacía cuatro años, y puede que hasta treinta, quizá ya la llevara aquella tarde de abril del año noventa y uno, en Sarrià…

Pero todo eso quedaba ya muy lejos. Demasiado lejos.

2

El Chúster observó de reojo la facha de Cisco, que siempre que iba al Topless vestía traje —el de ese día, negro, amplio, caro—, y pensó que no le acababa de sentar bien. La camisa a rayas pretendía con dificultades minimizar la panza endurecida, abultada. El traje era de seda; los mocasines castellanos, marrones. Se había echado casi tanto perfume como gomina, y eso hizo que Chúster arrugara la nariz. Él, desde luego, nunca había usado perfume. Él iba limpio, no perfumado. «Hueles a puta», pensó.

Francisco sintió la tensión de ser observado y también hizo un repaso juicioso por la anatomía de Chúster, del que, a pesar de la ausencia de pelo en la cabeza y de la pinta de drogodependiente que le daba el jersey gris de cuello de pato, la chaqueta vaquera, los pantalones también vaqueros aunque de tonalidad distinta, le pareció que tenía buen aspecto, que estaba en forma. Se fijó en las zapatillas, blancas, sin marca, y supo que venían del economato. Estaba claro que el Chúster no tenía un duro y que lo de la herencia de su vieja y toda esa mierda que le había contado dos semanas atrás, en el locutorio de Alcalá Meco, era mentira, una patraña con la que fingir que no necesitaba depender de él.

—La próxima vez que salgas, que habrá más, te compramos un traje, coño.

—Cisco, te he dicho que estoy bien.

—Es llevar un coche, y ya. Sin movidas. Sin líos raros.

—Que no.

—¿Cómo que no?

Francisco alzó la voz y golpeó el cabezal del asiento delantero. Wilson ni se inmutó: puso la vista en el retrovisor. Observó a ambos hombres, primero al uno, luego al otro, y siguió manejando, ajeno a lo que pasaba detrás.

—No me jodas, Chúster. No me jodas, ¿me oyes? Coño ya, con lo que me he gastado en ti. Que sé que la trena es dura, tío. Pero yo he estado ahí cuidando de lo tuyo, ¿me entiendes? Porque al hijo ese que quieres ver, al Martín, lo he estado manteniendo yo. Y a la puta de su madre, también. No, no me mires así, socio, que será la madre de tu hijo y todo lo que quieras, pero Lurdes es una zorra de cuidado, y lo sabes. El chaval, en cambio, es buena gente. Y si sé que es buena gente es porque me he ocupado de él, coño, como si fuera hijo mío…, y eso también lo sabes. Así que no me jodas, rey, que en cuatro años no les ha faltado de nada. Y por eso mismo vas a hacer lo que te pido, ¿estamos? Por cierto, que mañana por la tarde tu Martín va convocado con el primer equipo, y lo he arreglado para que estés de vuelta a esa hora. El partido es a las siete y media. Tengo mano en el club. Si yo lo digo, sale titular. Y ahora alegra esa cara, joder. Con dieciséis años está jugando en Preferente. Y en serio te digo que es más bueno que tú a su edad.

—Yo jugué en Primera.

—Tú jugaste en Primera diez minutos.

—Once.

—Es un decir, hombre. Once, lo sé. Pero este chaval, Chúster, tu chaval, puede jugar en Primera cada día. Tienes que ver al Martín. Los vídeos que te he enviado al talego no son nada. Tienes que verlo en vivo, cómo se mueve. Siempre tuve dudas de que fuera hijo tuyo, pero, amigo, cuando corre es calcado a ti. Y ahora te necesita más que nunca. Con lo de su madre…

Francisco había puesto el dedo en la llaga.

—¿Qué le pasa a Lurdes? —dijo Chúster.

—¿Que qué le pasa? Que lleva un año comiendo rabo negro, la muy hija de puta, y yo sin saberlo. Y a la vez trincando toda la pasta que yo le daba. Que es tu pasta, coño. ¿No te dije nada mientras estabas dentro? ¿Te acuerdas del negro del chalé de Pozuelo?

—¿Aquel que daba tanto miedo? ¿El que traía a las nigerianas y les hacía vudú?

—Ese mismo. ¿Te acuerdas del casoplón del puto negro, con la piscina, el mezanine, los cuadros y su puta madre? Pues ahí viven Lurdes y tu hijo Martín desde hace más de un año. Y yo pagando el piso de Chamberí como un gilipollas. Y al negro, aparte, toda su minuta. Y sin rechistar. Que me la he tenido que comer doblada, Chúster, porque si el negro quiere, se va todo a la mierda. Que me tiene retenidos cuatro millones que teníamos en Chipre y hubo que mover, y ya no sé ni dónde están. Y los moldavos del puto Dragan, que nos tiene acojonados a todos, quieren su parte ya. Me tengo que entender con el negro, quiera o no quiera. Y ese mandingo follándose a tu mujer y haciendo de padre de tu hijo, ¿te lo puedes creer? Por suerte, le sigo poniendo el taxi al chaval para que vaya a entrenar. Por ti, ojo. Que, si no, le daban por el culo.

—Lurdes es mi ex. Y el padre de Martín soy yo, cojones.

Esta vez le tocaba mosquearse a Chúster: dio un manotazo con el dorso de la mano en la pechera de Francisco.

3

—¿Sí? Eso es lo que tú te crees —continuó el Cisco—. Pero para que sea así hay que estar ahí y vivir con él. Y a mí no me engañas. No tienes ni un puto duro. Estás pelado. Es llevar un coche, tío, no puedo mandar a este imbécil que nos hace de chófer. No puedo confiar en nadie ahora mismo, Chúster. Los moldavos están a la defensiva. Piensan que les quiero hacer la cama, quieren la pasta ya. Tienen varios juicios y el Dragan está que se sube por las paredes. Te doy dos mil euros por ir a Barcelona y volver. Y mañana por la tarde vemos el partido en el palco del Wanda, ¿eh?

—No sé, Cisco. No lo sé.

—Sí lo sabes, coño, Chúster. Claro que lo sabes. Te cuento: vamos al Topless, te relajas un rato mientras esperamos a que llegue el contacto, cogéis el coche y lo llevas donde él te diga.

—¿Qué contacto? Has dicho que era llevar un coche, no un tío.

—Hostiaputa, Chúster, no me vengas con mierdas. Coño, es llevar a un tío en coche a Barcelona. Pero hay que hacer una parada en el Cisne Negro.

—¿Qué tío?

—Un argentino. Pero de fiar. No habla mucho. Te caerá bien.

—¿El Cisne Negro aún funciona?

—Como un reloj.

—¿A qué cojones vamos? Si no sé de qué se trata, no cuentes conmigo, Cisco.

—Es recoger algo pequeño, joder. No son drogas ni nada que dé mal rollo o te dé problemas en la trena. Lo llevará el Argentino. Tú no sabes nada de eso. Estás para conducir y para dar un par de hostias si pasa algo en algún momento. Que no va a pasar.

El Chúster calló y tensó los ojos: esperaba una respuesta. Al cabo de un momento, Cisco chasqueó la lengua.

—Una joya, Chúster. Es una puta joya. Va en una funda, es grande para ser una joya, pero es algo pequeño. Lo lleva el Argentino. Él lo coge y lo deja. Y tú estás para llevarlo y traerlo a él. Nada más. ¿Qué dices?

En el silencio que se hizo en el interior del taxi, Chúster masticaba lo que acababa de oír sobre su hijo Martín y no le gustó. Ya no porque atañía a Lurdes, de la que podía suponer que en cuatro años hubiera tenido uno o mil amantes, pero que fuera aquel negro extravagante de Pozuelo no lo esperaba en absoluto, era un golpe bajo. Y además ella sabía perfectamente que era un tipo mezquino y de muy poco escrúpulo.

Le dio vueltas a eso durante un par de minutos, callado y recordando los muchos reproches de la propia Lurdes respecto a criar un hijo en un ambiente donde el dinero venía de donde venía. Y pensó en la angustia de ella porque su familia supiera que el padre de su hijo era un delincuente, ¿cómo podía explicar eso? Y ocultarlo hubiera sido imposible, más en un barrio como Villaverde, donde Francisco era una eminencia de los negocios sucios. Lurdes siempre puso a sus padres de ejemplo de sacrificio y trabajo, y no le faltaba razón en todo lo que hablaba de ellos, y en las dificultades que pasaron sin plantearse nunca la idea de nada que quebrantara la ley. La de los hombres y la de Dios, porque bien sabía el Chúster cuánto creían en Dios los padres de Lurdes. Igual que sabía que él nunca les gustó nada, ni una mijita, y que siempre lo trataron como a un forastero, siempre. Y de repente apretó los dientes ante una punzada larga en el plexo solar, un vértigo hondo que enseguida le supo a celos. Y sintió un rencor enorme, y mucho despecho. Y volvió a pensar en los padres de Lurdes, y en el negro de Pozuelo: si sabían ellos algo de él, si lo habrían visto descabezar gallinas y beber sangre de cabra…

Y de pronto lo torturó la idea tantas veces repetida por ella en su día, incluso durante el primer año de trena, de coger la pasta que ofrecía Francisco por callar e invertirla juntos en un negocio con el que llevar una vida tranquila, como una pareja normal, sin necesidad de lujos, esperando con Martín a que saliera, en un sitio tranquilo. ¿Cuándo se jodió esa idea?, si no hace tanto…

Y ahora esto.

4

Chúster no se consideraba racista, nadie podría decir que lo fuera, y a los hechos me remito. Pero más fuerte que la rabia que le produjo saber lo de Lurdes, fue el miedo que lo embargó al entender que Martín, su hijo, vivía en casa del negro de Pozuelo, a la que el Chúster había ido y venido a pagar los importes por recoger a las mujeres nigerianas que Francisco prostituía en sus clubes. Las recogía en unas naves en Orcasitas, el negro las tenía en condiciones deplorables, hacinadas, comiendo Doritos. Pero lo flipante es que las tías le tenían pavor, pero no porque fuera un depravado que las marcara con un machete candente como hacen algunos proxenetas africanos, sino por lo de los hechizos y las gallinas, por lo que podrían hacerles los demonios que él les escupía si no le hacían caso. Lejos de esas naves y del vestido de gurú que se ponía en ellas, el negro era un tío socialmente muy bien posicionado, por ser hijo de un ministro de su país, y nadie sabía, ni en Madrid ni en Pozuelo, de sus andanzas en chilaba haciendo trata de mujeres.

Y volvió a pensar en Lurdes y en cómo se habría dejado seducir por el puto angoleño hasta el punto de ir a vivir a su casa con Martín. Que la casa podía ser de ensueño, un puto chaletazo, un casoplón, pero era a fin de cuentas la de un negro matagallinas. Y con el morro fruncido le dio por pensar en qué comerían, y en si su hijo se vestiría de negro también en casa, y si habría normas de negro que Lurdes y Martín acataban. Y pensó en la mitad de Martín que le correspondía a él. Y no le hizo gracia. Y maldijo a Lurdes al tiempo que se tocaba con el pulgar la eme de Martín que llevaba tatuada en el cuello y que le quedaba tapada por el jersey.

5

—¿Y de dónde es el maromo? —preguntó por fin Chúster, atenazado por los pensamientos.

—Argentino, pero lleva aquí muchos años.

—Digo el negro de Pozuelo.