En la celda había una luciérnaga. Edición ampliada - Julia Viejo - E-Book

En la celda había una luciérnaga. Edición ampliada E-Book

Julia Viejo

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Beschreibung

Una familia que deberá luchar contra una plaga de comadrejas. Un bosque mágico que no desea que nadie lo visite. Una chica encerrada toda la noche en un supermercado del barrio. Un crimen laboral por culpa de una lata de Coca-cola. Un fantasma condenado a ser eternamente joven se aburre bebiendo batidos y temiendo visitas en su casa. Una llamada que ofrece ampliar la cobertura de un seguro de vida, e incluir el suicidio. Una luciérnaga que da calor e ilumina la celda en la que se encuentran dos enamorados. Lo extraño brilla. Todos nos definimos por cómo reaccionamos ante lo extraño. Todos seguimos comportamientos aún más humanos, de ternura y de pánico, de amor y de asco, cuando nos enfrentamos a lo extraño. Julia Viejo, una suerte de Ana María Matute de la generación millennial, sabe detectar, y también inventar, lo extraño en el mundo para explicarnos cómo somos.

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Una vez, la perrita Blackie vio un fantasma, pero el fantasma no la vio a ella.

UMala pata: así nunca pudieron creer el uno en el otro.

Índice

Cubierta

En la celda habia una luciernaga

Créditos

Prólogo. Una galleta que se llama como yo

Luciérnaga

El ayuno

La fantasma

El niño gilipollas

Bosques Hoy

Inventario

Pequeños aviones batiendo las alas

La siembra del rayo

Prendas

El menú del fin del mundo

El hombrecito

La lumbre

El gordo

Segurísimo

El balneario

Nuevo Mundo

Dos puntos, cierra paréntesis

Romance en el sótano de la parroquia

La Niña Mayor

Churros

Un sol en la frente

Historia Universal

Cherry Coke

Hay que matar a las comadrejas

Los sobrinos del Capitán Grant

Hipermercado

Un dragón

Tradición oral

Una patata

Una chica

Idealista

Calderilla

La momia

La España vaciada

Antiguos hábitos nocturnos

Gloria, Sylvia

Agradecimientos

JULIA VIEJO nació en Madrid en 1991. De pequeña no hacía ruido y siempre se olvidaban de que estaba ahí. Leía indistintamente cuentos, poesías y cajas de cereales. En el colegio, durante una época, se hizo pasar por su propia hermana gemela. En el instituto empezó a hacer teatro y nunca más pudo dejarlo. Su primer trabajo consistió en cuidar a unos insectos palo. Estudió Traducción e Interpretación y un Máster de Edición, trabajó en varias editoriales independientes y acabó de librera en una gran cadena. Todo le gustaba mucho, pero con el tiempo pensó que eran maniobras de distracción para no hacer lo que realmente quería hacer, que era escribir. Ha participado en la antología Cuadernos de Medusa (Amor de Madre, 2018), ha colaborado en medios como Zenda o Qué Leer y le hizo a Ana María Matute su última entrevista.

Diseño de colección y cubierta: Setanta

www.setanta.es

© de las ilustraciones de cubierta: Natalia Umpiérrez

© de la fotografía de la autora: Edduardo Viera

© del texto: Julia Viejo, 2022

Autora representada por The Ella Sher Literary Agency, www.ellasher.com

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

[email protected]

Maquetación: acatia

Primera edición digital: julio de 2023

ISBN: 978-84-19654-77-9

de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

A mi abuelo Paco y a mi abuela Pili, que me hacían reír.

Esta tierra llena de gentes que esperan el carnaval para ponerse unos bigotes postizos; esta tierra con fiestas de cumpleaños, con perros, con manzanas, con sueños, con lluvias, que traga muchachos y devuelve campanillas azules (...).

ANA MARÍA MATUTE, Luciérnagas

Prólogo

Una galleta que se llama como yo

El tanatorio de San Isidro es un lugar donde no hay cabida para muchas sorpresas. La flora de la entrada es muy típica, cipreses y nomeolvides, probablemente plantados por un genio de la jardinería, y dentro hay baldosas de mármol donde resuenan los zapatos de la gente viva. Todo brilla mucho y los sillones lucen un tapizado terso como si nunca se hubiera sentado nadie en ellos. Desde la cristalera del piso de arriba se ve toda la pradera de San Isidro, y si tienes la suerte de ir en el mes de mayo además verás tómbolas, castillos hinchables, coches de choque y una noria gigante (y bueno, quizás a alguna pareja restregándose contra la tapia). Supongo que hace tiempo que la muerte dejó de ser un velatorio de mimbre y persianas echadas. Lo que no cambia es que al entrar todos miramos el reloj, preparados para cronometrar el tiempo exacto que vamos a tener que aguantarnos el ataque de pánico.

Tal vez porque el tanatorio no es lugar para sorpresas me parece curioso contar que hace unos años, en una de mis visitas, después de una sesión de abrazos y pésames y risas (todo el mundo ríe mucho en los tanatorios, aunque parezca una frivolidad), me senté en la cafetería (todo el mundo come mucho en los tanatorios, aunque sea sin hambre), abrí la carta y de pronto leí:

Napolitana 2,25 € Croissant 1,75 € Julita 2,50 €

No voy a negar que me hizo ilusión ver escrito mi nombre, en su forma diminutiva además (que no muchas personas utilizan), en la carta de comidas de un tanatorio. Por supuesto, en un ataque de narcisismo, inmediatamente pedí la julita sin preguntar qué era. Ni que decir tiene que me sentí rarísima (animo aquí al lector o lectora a que haga la prueba de pedir un plato con su nombre en diminutivo: «¿Me trae un Pablito, por favor?» o «Tomaré un Jorgito, gracias»).

Después de un rato de nervios me trajeron la julita en un plato. Era una galleta pequeña estilo cookie, con trocitos de caramelos de colores. La julita, dispuesta sin ceremonia alguna en el centro del plato de Duralex, formaba un sencillo bodegón de desamparo. No sé si es que me sentí identificada con ella, pero verla ahí sola, con los trocitos de colores clavados por todas partes como metralla dulce, me conmovió de una manera extraña.

A posteriori muchas veces he buscado en Google «julita» como término de repostería y no he encontrado nada. ¿Quién inventó esa galleta? ¿Solo se sirve en esa cafetería? ¿O es que acaso lo soñé? Y si así fuera, ¿qué significa soñar con reencarnarte en una galletita de un tanatorio?

Desde entonces empecé a fijarme en que la vida gasta sus pequeñas bromas, incómodas e insólitas, en los peores momentos. Un tiempo después, me encontraba en la sala de espera del hospital donde estaba ingresado mi abuelo en una de las semanas más tristes de la historia de mi familia, cuando a primera hora de la mañana, medio aletargada, me arrastré hasta la máquina de café de la UCI para echarle algo de combustible al cuerpo y, de pronto, en una pequeña pantalla junto a la hilera de botones, aparecí yo bailando. No era un reflejo, ni un espejismo, era yo misma bailando con una taza de café en la mano. Tardé unos segundos en recordar que un par de años antes había grabado ese anuncio de café para una agencia de publicidad y ahora estaba condenada a bailar hasta la eternidad en 720 megapíxeles en medio de un hospital de extrarradio mientras la gente se moría alrededor.

Lo cierto es que la vida siempre se me ha hecho más llevadera cuando he creado una narrativa con sus detalles, aunque solo fuera para animar, ya no un momento triste, sino un rato de aburrimiento. Una de las primeras veces que lo hice conscientemente fue con diez u once años, esa edad en la que ya estás en la cúspide de la cadena trófica de los niños (y no sabes que pronto volverás a caer a lo más bajo de la siguiente cadena, la de los adolescentes). Estaba en un parque con los hijos de unos amigos de mis padres, y el mayor y yo nos aliamos para engañar a su hermana pequeña, pronunciando un conjuro que le hizo creer que habíamos entrado a una dimensión nueva. Nada más decirlo, de pronto a lo lejos, en el hueco entre dos edificios, vimos pasar a un galgo. Era un galgo de tamaño monstruoso, y lo más sorprendente, iba sin dueño y sin correa, y durante unos pocos segundos caminó ante nuestros ojos con parsimonia, como una criatura mitológica en una ciudad arrasada. Incluso para mí, que me creía a punto de jubilarme de mi propia infancia, fue algo tan extraordinario que durante mucho tiempo me costó creer que ese prodigio de animal no fuera fruto de un viaje entre dimensiones de verdad, sino tan solo un figurante obediente saliendo en sus tiempos después del «acción», cerrando por todo lo alto mi improvisada película de fantasía.

Ahora, unos años después (no muchos ni tampoco pocos) ya no me conformo con quedarme para mí esos momentos insólitos, sino que los comparto por escrito y además me invento muchos más, tal vez con la intención de engañar durante un rato a más personas, aunque ni ellas ni yo somos ya niñas ni estamos en lo alto de ninguna cadena trófica. Nuestros pensamientos se han corrompido a favor de una visión práctica, y tal vez por eso necesitamos los cuentos más que nunca, aunque a veces no acaben bien, o aunque simplemente no acaben, porque al menos los cuentos conservan una narrativa en la que la recompensa está en el camino, no en el fin. Aunque, por otro lado, y pido perdón por esta contradicción, en la mayoría hay que descubrir el final para darse cuenta de lo que ha pasado antes.

A veces escribir te obliga a acumular más preguntas que respuestas, hasta llegar a un punto en que ya no te caben en casa y necesitas donarlas a alguien, si es que alguien quiere quedarse con ellas. En junio de 2014 gané el primer certamen de relatos de mi vida, y en el acto de entrega de premios leyeron mi cuento en público. El texto terminaba con una frase en el aire en la que la protagonista, después de darle muchas vueltas a la sensación de que se había olvidado algo en casa, por fin se acordaba de lo que era. Al final del evento muchas personas se me acercaron para preguntarme con fervor qué era lo que se había olvidado, a lo que yo me encogía de hombros mientras pensaba: «Vamos a ver, señora, si se lo digo deja de existir el cuento». Supongo que, sin darme cuenta, ese día y esa conciencia de mi propio texto fueron el tímido inicio de mi carrera literaria, que coincidió además con que el día anterior se había muerto mi escritora favorita, a la que también le gustaban mucho las paradojas (hasta el punto de que en una ocasión pidió a los lectores que si alguna vez tropezaban con sus personajes o sus historias, por favor se las creyeran, porque se las había inventado). Una vez más, con esta coincidencia de momentos, la vida me gastaba una broma con bastante contenido literario para usar en los futuros prólogos de mis libros.

Pido perdón por esas preguntas arrojadas sin respuesta, pido perdón también por hablar de mí misma con tanta obscenidad, ya que normalmente solo me gusta hacerlo a través de las ficciones (creo además que esa es la manera más genuina de conocer a una persona, mientras lleva puestos disfraces de otras cosas). Pido perdón si lo que escribo son tan solo desvaríos, juegos o anécdotas de alguien siempre en busca de una explicación de lo absurdo. Últimamente he descubierto que hay más personas a las que les interesa lo que cuento, y a las que, de hecho, les ha parecido buena idea publicar esto que ahora tienes en las manos. Hasta el momento solo unos pocos habían mostrado interés por ello, entre los que destacaba mi abuela, pero en una última broma del destino, mi abuela se fue en la misma semana de primavera en la que nació este libro.

Así que, después de la justificación que nadie había pedido, vuelvo a disculparme por esta obsesión narrativa, del mismo modo que pido perdón a mis plantas por no haberlas regado, con convicción y arrepentimiento, con el pelo sin lavar debido a no sé qué de un apocalipsis que nos tiene a todos encerrados como héroes de otro siglo, y así camino por la casa descalza y medio desnuda mientras murmuro en voz baja: «Lo siento. Me he equivocado. Volverá a ocurrir».

Madrid, primavera de 2020

Luciérnaga

En la celda había una luciérnaga. Era grande y lenta, una luciérnaga vieja, que no asustaba a nadie y menos a mí. A veces venía e iluminaba los muros y la cama, iluminaba el plato, el vaso y hasta mis huesos pegados por debajo de la piel. Y también iluminaba a Julián, tumbado boca arriba en la parte del jergón más pegada a la pared. Le gustaba escribir allí con el dedo y el polvo de los desconchones. Componía unas frases absurdas que solo se le ocurrían a él, y cuando terminaba se limpiaba la yema del dedo en la punta de mi nariz.

Sentía al respirar que el mar estaba cerca. Por las noches me parecía oír el estallido de las olas en el exterior de mis sueños, me revolvía junto a Julián y lo escuchábamos juntos. Era el único momento en el que el miedo de la celda ascendía como el aire caliente hasta el techo, y nosotros en el suelo, llenos de suciedad y paja, respirábamos tranquilos. Pero enseguida, al alba, volvíamos a oír los perros, los caballos y los gritos de los guardias que los hostigaban por el bosque en busca de más como nosotros. El miedo volvía y se instalaba en nuestros estómagos huecos para que nos alimentáramos de él.

«Ojalá nos maten», decía Julián. La primera vez que pronunció esa frase acababa de intentar tragarse los cristales rotos de un candil que alguien había olvidado dentro de la celda en los primeros días. Se los saqué uno a uno de la boca y le hice prometer que nunca volvería a hacer nada semejante. Cicatricé sus heridas con mi propia saliva y con la suya. Fue un matrimonio líquido. Aquel día aprendimos a hacer el amor encima de la podredumbre y desde entonces era lo que nos mantenía vivos. Algunas veces lo hacíamos muy despacio para no gastar más energía de lo debido, tratando de estirar el tiempo que nos asfixiaba entre los muros, memorizando nuestros cuerpos en la semioscuridad solo alumbrada por la luciérnaga; otras veces era un acto reflejo más propio de un instinto primitivo que se apoderaba de nosotros para calmar el hambre o el frío.

Cuando Julián escribía, yo, apoyada contra la pared, cerraba los ojos y murmuraba unas palabras de agradecimiento a divinidades que me iba inventando. El dios de las heridas que brillan. La virgen de la cucaracha. Gracias por dejarnos conservar nuestras gargantas para comer y nuestras extremidades para abrazarnos; algo bueno tuvimos que hacer. Para mí sí era suficiente el estar vivos. A través de la piedra podía oír los gemidos de otros que no tenían tanta suerte y eran encerrados solos o en compañía de perros. Después mi mente se elevaba más allá de ellos y del bosque y veía las ciudades a las que una vez pertenecimos. Eran ciudades sin insectos luminosos, llenas de urgencia y hombres que respiraban ceniza y plomo, donde Julián y yo apenas éramos dos desconocidos. No eran mejores que la celda.

La luciérnaga se hizo notar por encima de mi cabeza. Quería atención y la posé en mi mano. Pesaba más que yo. Iluminó las líneas que circulaban por mi palma hasta las venas tibias de mis muñecas. Me acerqué a ella y detrás de mí se proyectó levemente la sombra de mi cara, como una moneda de luz. Julián, con los dedos tiznados de negro, inmortalizó deprisa la silueta sobre el muro. Entonces la luciérnaga parpadeó. Parecía un farol a punto de fundirse. Expulsé mi aliento árido sobre ella y volvió a parpadear. La acuné un poco intentando arrojar algo más de vida a su cuerpo, pero sus patas habían dejado de moverse.

Mientras aún brillaba, me la llevé a la boca y apenas sin rozar los dientes, la tragué con cuidado. Julián siguió con los dedos su camino de luz desde mis labios, a través de mi garganta y mi esófago, hasta lo más profundo de mi vientre, donde quedó reposando tranquila, iluminando al niño que ya latía dentro.

El ayuno

Y venga a darle vueltas al conejo, como si al conejo hubiera que marearlo para que saliera bueno. La olla sabe, el fuego sabe, tú no sabes, me gustaría decirle a la Adela. Pero me muerdo la lengua porque total, yo no puedo comerlo. Me han castigado en un rincón como a una niña pequeña y ni agua me dan. A cada rato viene un hijo y me da un beso tonto, a veces con una palmada en la rodilla, a veces con un comentario sobre el tiempo, qué buen día se ha quedado, qué buena caza. Después tiran del brazo de las bisnietas, que llevan toda la mañana tirándose del pelo en el llano, y las arrastran hasta mí a regañadientes. Se me quedan mirando el ojo tuerto igual que a un oso en el monte; intento agarrarlas de las manos, pero no se dejan, dan pasitos para atrás y se tropiezan con las piedras. Yo me río de su sufrimiento y cuando nadie mira les digo en voz muy baja que les voy a arrancar las uñas para hacerme una poción.

Los vi salir al amanecer, con la luna en lo alto como una raja de chorizo. Se calzaron las botas, los chalecos, las varas y las escopetas, y no va el Toni y antes de salir abre el cajón y coge la boina de papá. Le chisté desde la cocina, adónde vas, te crees que no te he visto, mangante. Él pegó un bote porque no me esperaba y la volvió a dejar en su sitio. La cocina es oscura como el alma de los que vivimos en la casa, diría papá, por eso me escondo aquí y no enciendo la luz cuando me levanto por las noches, y provoco infartos a mis nietos. Ya nadie espera verme nunca, asumen que un día de estos se despertarán con el grito de la cuidadora, que me habrá encontrado en la cama tiesa como un figurín, y a llorar un poco, a repartir la herencia, a vender la casa y a otra cosa mariposa. Pienso en quién entrará aquí cuando la vendan, o mejor dicho, cuando la malvendan, porque mis hijos no tienen conciencia de lo que es esta casa, y eso que nacieron aquí, aquí mismo me salieron de entre las piernas los muy cabezones. Pero ya no queda nadie que se acuerde de eso porque todos los presentes se han muerto, y cuando me muera yo los momentos morirán conmigo: la sangre, los paños, los gritos de las criaturas, por no hablar de todo lo de antes, de cuando estábamos de novios papá y yo, y todavía teníamos nombres, cuando él no se llamaba papá y yo no me llamaba mamá, ni abuela, ni bisa, teníamos una hacendilla y no pasábamos hambre, la verdad. A veces huelo un mantel y me viene un recuerdo y entonces agarro la agenda de teléfonos y la abro por cualquier letra menos por la M (porque en la agenda solo está ocupada la letra M, donde papá apuntaba los nombres de todos: Mi Toni, Mi Lara, Mi Eloy); y anoto el recuerdo en una sola frase porque casi no veo y me tiembla mucho el pulso como para escribir más. La agenda la guardo debajo del colchón para que no me la quiten. Qué manía con llevárselo todo. El Toni especialmente, qué roñoso es, ese seguro que se desvive por cobrar cuanto antes su parte del pastel, a veces me gustaría que le atropellara un tractor y dejara de dar la tabarra, lo pienso en silencio, muy en lo profundo pero lo pienso, y no me siento culpable. La Adela se casó con él o bien por pena o bien por necesidad, supongo que sobre todo lo segundo, porque se desvive por contentarle a él, a sus padres y sobre todo a mí, pero la pobre no sabe ni guisar un conejo.

Todos comen. Vuelvo a mirar la olla y me ruge la barriga, porque el conejo estará mareado pero sigue siendo un conejo de aquí, y huele a nuestro barro y a nuestros perdigones, y yo en la silla de mimbre con la calceta entre las manos, como si eso me fuera a quitar el hambre. Una bisnieta se ha dejado el plato intacto, digo una porque no me acuerdo de cómo se llama, se sienta con las piernas colgando y balbucea no sé qué de pobre conejito, y le grito desde mi esquina que bien que se ha comido las chacinas del aperitivo y no ha pensado en el pobre cerdito. Toda la mesa se calla. La niña me sostiene la mirada, moja un mendrugo en la salsa y se lo mete en la boca, dejándosela llena de berretes. Mamá, tengamos la fiesta en paz, dice uno, pero a mí me divierte la gresca y hoy se me junta la vejez con el hambre. Replico algo fuera de lugar y el pelele de Toni se levanta de un golpe. Siempre tiene que dar golpes a todo, como si así compensara su falta de cerebro, como si a mí me asustara un vaso roto o una muesca en la madera de la mesa. Su mujer lo agarra del jersey y él me dice algo con ese tono autoritario de hombre de la casa que hace que se corte la tensión en el ambiente. Yo ese tono ya lo he oído tantas veces que me entra por un oído y me sale por el otro, pero aun así finjo que me calmo, que vuelvo a mi labor, hasta que todos retoman sus conversaciones y me levanto despacio, voy de aquí para allá con los tobillos hinchados, enredo por el jardín hasta que me vuelvo a hacer invisible.

Cuando llega el café las bisnietas ya están rodando por el suelo; los volantes de sus faldas se revuelven por debajo del hule, de vez en cuando asoman las manos y agarran un mantecado o un rosco, las sinvergüenzas, y yo aquí sin comer. Me retiro al patio de atrás para no verlas y me dedico a meter los dedos entre la calceta para ensancharla; me ha quedado muy pequeña porque tomo las medidas a ojo, con el único que me queda, y claro, no es lo mismo que antes. De cualquier forma ya nada es lo mismo, han cambiado los baños y la pintura de la pared, han barnizado las vigas para que no se escuche el ras ras. Toda la vida escuchándolo y nunca supe lo que era el ras ras hasta que un señor me dijo que teníamos carcomas, acabó con ellas y esa noche la casa se quedó en silencio total. Qué miedo, oye, qué desasosiego, como diría papá. Desde ese momento pienso más en la muerte, así que por mí que vuelvan a ponerlas, porque con este silencio no puedo dormir. Lo único que no ha cambiado de la casa son las baldosas del patio de atrás; me agarro a sus grietas como a mi vida, por eso me vengo a la silla de aquí. Tengo sillas de mimbre regadas por toda la casa, y nadie las mueve un milímetro, ni siquiera el perro, que como mucho se acerca, las huele y se tumba enfrente en una gomaespuma que me regaló un gitanillo hace mil años. El perro es más viejo que la casa, cojea y no ladra nunca, ni siquiera a mis bisnietas, que lo persiguen por la cocina hasta arriba de platos y ollas sucias, le tiran de la cola por debajo de los muebles y le lanzan restos del conejo a la cabeza. El perro ha comido hoy más que yo. El perro no tiene que hacer no sé cuántas horas de ayuno para que le operen de nada, el perro se morirá cuando se tenga que morir y ya está.

Las bisnietas se me acercan a la silla de mimbre. Ya las distingo mejor porque una de ellas es más brava, quiere ver mi ojo tuerto de cerca. Me hago la traspuesta y alarga el brazo para tocarme la cara; entonces yo hago como que me despierto y gruño, y salen corriendo para dentro, se parten de risa, parece que se ahogan, salen, entran, y tengo que repetir el numerito doce veces, cada vez con más carcajadas. En una de estas la más tímida saca algo de la cocina y me lo acerca: es el plato de conejo que no se ha comido. Me lo deja en las rodillas con la cuchara puesta y me empuja la mano para que coma, con el mismo gestito que hace a sus muñecas cuando toman el té sentadas en círculo. El conejo está seco y frío pero huele como un espectáculo, y yo, que tengo que ayunar hasta mañana, que tengo que tomarme la medicina del preoperatorio, que llevo trece meses en lista de espera, agarro la cuchara y me lo como, me acabo la olla y rebaño con pan, sin dejar de poner cara de bruja mala, para que mis bisnietas me recuerden así.

La fantasma

Lo que quedaba de nuestra infancia cabía en el bote de café que robamos del armario más alto de la cocina para evitar quedarnos dormidas. Los padres de Ali tomaban el café torrefacto, una palabra que nos sonaba a instantáneo, así que cuando Ali nos alineó cinco vasos de leche sobre la encimera, cada una nos echamos varias cucharadas del café en el nuestro como si fuera Colacao, olvidando por completo la función de las cafeteras.

Ali vivía en una casa llena de esquinas y de recovecos. Los techos eran bajos y el parquet áspero, de una madera que parecía haberse mojado muchas veces. Sobre las paredes se encaramaban armarios, marcos, combinaciones de espejos y adornos baratos que nadie limpiaba desde hacía años. No se parecía a ninguna de nuestras casas, porque más que una casa, parecía un trastero. Y si cualquiera de nosotras hubiera sido ciega, igualmente habría identificado enseguida aquel lugar por el olor a madriguera. La culpa era de un gato que se llamaba Bobo y que estaba despeluchado porque se lo habían encontrado por ahí. Me había fijado en que todo lo de Ali era de segunda mano, como si viviera de las sobras de otros. A menudo, cuando nos veía frotar contra la agenda un rotulador o un bolígrafo casi gastado, se acercaba y nos lo pedía para guardárselo, y así iba recolectando todo nuestro material defectuoso como un proyecto de mendiga. Tanto sus padres como ella llevaban siempre jerséis con coderas, y por las fotos que había amontonadas por toda la casa, su hermana también los había llevado cuando estaba viva.

Nunca le preguntábamos cómo se había muerto su hermana. Por el instituto circulaban todo tipo de rumores, el más extendido era que se había atragantado con la saliva de su novio mientras se morreaban. Una mañana, mientras corríamos en círculos por el patio, se me ocurrió preguntárselo a Carla, solo para confirmar si el rumor era real.

—Mira que eres tonta.

—¿Por qué?

—Por creerte eso.

—¿Entonces no es verdad que se atragantó?

—Claro que se atragantó, pero no con la saliva de un morreo. Ni que su novio fuera una babosa.

—¿Pero entonces cómo?

—Con lo otro. Se atragantó con lo otro.

—¡Ah!

La exclamación me salió demasiado afectada, a un volumen más alto que el de mi voz normal, y de esa forma le di a entender a Carla que hasta el momento nunca había pensado en «lo otro», pero que sí era capaz de imaginarlo en algún lugar nuevo de mi cerebro.

Miré las fotografías del salón, en las que la hermana de Ali aparecía sonriente y con el cuello de los niquis muy bien planchado. No parecía una chica que fuera a morir atragantada por algo que no fuera una espina de merluza. Aguanté la respiración para apurar el café arenoso y volví al salón, donde las demás acababan de sacar un alijo de bollería industrial. Varias veces al año, los padres de Ali se iban de viaje al pueblo y la dejaban sola en casa con el gato. Ali nos contó que antes siempre iba con ellos, pero que desde que su hermana no estaba era un aburrimiento mortal. Así lo calificó exactamente, con esa palabra, sin querer, y a continuación entre nosotras se hizo un silencio denso que solo pudo romper la propia Ali con una risita histérica que se confundió con un maullido de Bobo.

Llevábamos dos horas viendo videoclips de la MTV cuando me entraron ganas de ir al baño. Bobo se lanzó detrás de mí. Recorrí a tientas el pasillo hasta el servicio, me senté en la taza y él se me subió encima sin parar de maullar. Desde allí se escuchaba el último single de los Cranberries tan lejos como si me hubiera metido en un submarino. Enseguida me lavé las manos y volví al pasillo oscuro. Bobo estaba muy inquieto, así que intenté cogerlo, pero no se dejaba. En vez de eso, se dedicó a arañar una de las puertas, la que no era del cuarto de Ali ni del de sus padres, una puerta con un recorte de Johnny Depp pegado con celo sobre la madera. Apoyé la cara encima y giré un poco el pomo para asomar la cabeza. Bobo se quedó fuera, con el pelo erizado. Dentro había algo de luz, como si alguien se hubiera dejado una lamparita encendida, aunque era una luz pálida e inestable, propia de las alacenas o de los cuartos de pensar. Observé las sombras de las sagas de fantasía de las baldas, las de los diplomas de ajedrez, las de los pósters de grupos de punk-pop y la del respaldo de la silla del escritorio sobre el que había una rebeca doblada; lo revisé todo despacio hasta llegar a la colcha, que colgaba mansamente de la estructura de una cama alta.

Sobre ella estaba sentada la hermana de Ali bebiendo un batido de tetrabrik.

La hermana de Ali.

La hermana muerta de Ali.

Bebiendo un batido.

De tetrabrik.

Cerré la puerta de inmediato y me quedé a oscuras en el pasillo, sin respirar apenas, mientras Bobo iba y venía de un extremo a otro, durante un rato tan largo que mis amigas tuvieron que venir a comprobar si estábamos bien.

No le dije a nadie que había visto al fantasma de la hermana de Ali. Me conformé con quedármela para mí, y a menudo la recreaba mentalmente en su cuarto, tranquila y ajena al mundo. En clase procuraba sentarme detrás de Ali, que se parecía mucho a ella, y le miraba el pelo y las coderas alternativamente durante horas hasta que algún profesor decía mi nombre y rompía el hechizo.