Mala estrella - Julia Viejo - E-Book

Mala estrella E-Book

Julia Viejo

0,0

Beschreibung

La primera novela de Julia Viejo. Tras los aclamados relatos de en la celda había una luciérnaga, revelación de 2022 para medios como El Mundo o La Vanguardia. Una poderosa mezcla de costumbrismo y elementos mágicos. Un homenaje a la fantasía como supervivencia al dolor en los ojos de una adolescente que se resiste a crecer. Vera tiene 13 años y está rodeada de silencios. El de su padre, tan violento, mientras espera el juicio que puede acabar de romper a su familia. El de su madre, tan repentino, encerrada en una casa de reposo donde van a parar quienes se han convertido en molestia. El de todos los adultos que la rodean, tan injusto. Vera es totalmente inadecuada y no tiene ni idea de la vida. El verano borbotea y Vera se refugia en su rumor. En el arrullo del río, en la algarabía de la vendimia, en la inquietud de los primeros besos sin sordina. Mientras garabatea "me la suda" en los papeles y busca por todas partes quien le explique qué pasará después de estos meses eternos, pasa el rato con un extraño hombre vestido de monja que se mueve en bicicleta, bebe de los charcos y se arroja desde las alturas. Pero Vera solo quiere gritar.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 325

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



A veces la perrita Blackie se sentía

incomprendida por todos menos por ella misma.

Y tenerse, quieras que no, era un consuelo.

Índice

Portada

Mala estrella

Créditos

Primera parte. El verano

1

2

3

4

5

6

7

Segunda parte. Vera, León

8

9

10

11

12

13

14

Epílogo

Julia Viejo nació en Madrid en 1991. De pequeña no hacía ruido y siempre se olvidaban de que estaba ahí. Leía indistintamente cuentos, poesías y cajas de cereales. Ha publicado el libro de relatos En la celda había una luciérnaga (Blackie Books, 2022). Estudió Traducción e Interpretación y un Máster de Edición y ha trabajado como librera, editora y traductora. Ha editado la antología poética de Gloria Fuertes Lo que pasa es que te quiero (Blackie Books, 2023) y ha traducido libros como Cometa rojo: Arte incandescente y vida fugaz de Sylvia Plath (Bamba Editorial, 2023). También ha participado en antologías como Gabinete de la Posibilidad (Ediciones Comisura, 2023) o Cuadernos de Medusa (Amor de Madre, 2018) y ha colaborado en medios literarios. Mala estrella es su primera novela.

Diseño de colección y cubierta: Setanta

www.setanta.es

© de la fotografía de la autora: Edduardo Viera

© del texto: Julia Viejo, 2023 . Autora representada por The Ella Sher Literary Agency, www.ellasher.com

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

[email protected]

Maquetación: Acatia

Primera edición digital: febrero de 2024

ISBN: 978-84-10025-44-8

Todos los derechos están reservados.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Para D, que existe conmigo

(...) y dice sal al jardín y contempla cómo caen las

estrellas

y hablemos quedamente para que nadie nos escuche

ven, escúchame hablemos de nuestros muebles

tengo una rosa tatuada en la mejilla y un bastón con

empuñadura en forma de pato

y dicen que llueve por nosotros y que la nieve es

nuestra

y ahora que el poema expira

te digo como un niño, ven

he construido una diadema

(sal al jardín y verás cómo la noche nos envuelve).

Leopoldo María Panero

¡Si este colegio es como un libro de cuentos!

Elena Fortún, Celia en el colegio

Primera parte

El verano

1

En mi familia eran muy de morir en verano. El último había sido mi abuelo, que se desplomó bajo la rama de un olmo en los jardines, pero antes de él fue su padre, arrollado por un tren en las fiestas de San Juan, y mucho antes su hermana, que murió de una gastroenteritis en la época en la que la selección natural hacía estragos en los niños durante los peores días de calor. El mal se extendía por nuestro árbol desde tiempos antiguos, tan antiguos que ni mi padre ni yo fuimos capaces nunca de remontarnos con exactitud. A veces, cuando a papá le daba por hablarme de la maldición familiar (él no lo llamaba maldición, sino anécdotas), después de divagar durante un rato se quedaba encasquillado en su propio pensamiento y enmudecía en mitad de una frase, como cuando en un viaje de pronto te das cuenta de que te has olvidado algo importante en casa. Ladeaba la cabeza en un ángulo muy característico suyo y cerraba los ojos con un gesto parecido a un parpadeo lento; después asomaba un poco la lengua entre los dientes, la chasqueaba y ya está.

Durante muchos años aquella fue la única muestra de expresividad que le vi hacer: un aleteo de pestañas y un ruidito. Como si eso bastara para escapar de la ratonera mental en la que se había metido él solo hablando de las muertes de sus antepasados, siempre antes de tiempo y siempre en verano. Cuando se daba cuenta de la deriva oscura que tomaban las anécdotas, se callaba, hacía el gesto y se convencía de que así borraba de un plumazo la maldición de nuestra raíz podrida; y a seguir. Lo malo era que, como todas las maldiciones, no podía borrarse, sino que crecía y crecía, encaramándose un poco más sobre nosotros con la llegada de cada verano. Y aunque no lo dijéramos, sabíamos que tarde o temprano la maldición desembocaría irremediablemente en su muerte o en la mía, cosa que no nos hacía ninguna gracia.

Me daba mucha rabia ese gesto de mi padre, quizá porque hacía poco que yo había empezado a hacer uno muy parecido de manera inconsciente; una mañana me descubrí poniendo la misma cara cuando metí la pata en clase y necesité dar marcha atrás en mi pensamiento. Hice el gesto de papá delante de todo el mundo y en ese momento me di cuenta de que si una cosa tan tonta se contagiaba así a través de la sangre, cómo no iba a contagiarse todo lo demás.

De cualquier forma, eso no tenía nada que ver con el motivo que me había llevado a meterme en el río el día de mi cumpleaños. No tenía ninguna intención de honrar la tradición justo ese día. Además, morir voluntariamente a los trece años era una idea terrible, porque me condenaba a quedarme a las puertas de todo. Tenía una lista mental de una veintena de cosas por hacer donde solo había tachado tres; no podía permitirme abandonar la fiesta en la primera canción. Pero sobre todo, morir en ese momento me condenaba a vagar por ahí en formato espíritu por los siglos de los siglos en un estado de eterna mala hostia.

Me lo repetí mientras aguantaba la respiración un poco más. Veinte segundos.Treinta. Cuarenta. La rabia se curaba con agua helada; era el único remedio que había descubierto. De otro modo no se me habría ocurrido meterme con ropa en un cauce tan turbio que bien podría haber ocultado un cuerpo descompuesto. Pero ya pensaba salir. Enseguida saldría. No quedaba nada. Además, ¿quién seguiría contando todas las desgracias familiares si yo me moría en ese momento, antes de haber arrojado al mundo unos cuantos hijos a los que seguir atormentando?

El agua se aclaró por momentos y a mi lado apareció de la nada un banco de peces que se me quedaron mirando como si fuera una comida muy extraña. Toqué el fondo resbaladizo con los dedos de los pies y me impulsé hacia la superficie. Justo antes de salir recordé todas las veces que había pegado la nariz a la pecera de los restaurantes donde las langostas vivas esperan a ser devoradas por los clientes, y me juré que nunca más volvería a hacerlo.

Salí a gatas sobre un lecho inestable de cañas que se vencieron a un lado con mi peso y se me metieron por dentro del vestido. Al hundir los brazos me pareció sentir que algo se movía debajo. Aceleré hasta alcanzar tierra firme y ahí mismo, a cuatro patas, me subió una corriente ácida por la garganta y vomité tres veces. Las dos primeras, pipas, y la última, solo agua; un agua sorprendentemente clara para haber hecho un viaje de ida y vuelta por mi aparato digestivo. Me senté y me quedé hipnotizada mirando cómo el reguero corría hacia abajo y la tierra lo absorbía en pocos segundos, dejando tan solo un montón apelmazado de pipas.

Mientras daba un par de vueltas por la orilla me mordí una uña y tiré de ella hasta arrancarme la mitad. Ahogué un pequeño grito de dolor y desde un árbol se oyó un graznido en respuesta. Cuando estuve segura de que estaba sola, me despegué el vestido del cuerpo para extraer el agua. Era el único vestido de domingo que todavía me cabía, con un lazo en la cintura y encajes en el dobladillo. Lo único que me gustaba era que al respirar fuerte me apretaba un poco el pecho. Me habían obligado a llevarlo a la fiesta de fin de curso de esa tarde para estar presentable en la entrega de los diplomas, pero no tenía ninguna intención de volver a ponérmelo nunca más, sobre todo después de lo que había pasado. Si hubiera tenido alguna otra cosa con la que taparme lo habría dejado alegremente ahí abandonado sin mirar atrás, igual que había dejado el diploma metido entre las lamas de una valla. Me gustaba alimentar a los animales con los restos orgánicos de mi fracaso, al igual que yo me alimentaba de su agua estancada y de sus frutos blandos. Estiré el vestido sobre un tronco que se inclinaba sobre el río casi en ángulo recto y me quedé esperando debajo en ropa interior, abrazada a mis rodillas durante cinco minutos, hasta que tuve el valor de admitir que no iba a secarse antes de que se hiciera de noche. Maldije mi vida siete veces y volví a vestirme mientras tiritaba.

El valle era hondo. Desde mi posición solo podía atisbar un poco la altura de los montes que lo delimitaban y que nos recogían a todos dentro como a una camada de humanos. Por todas partes se oían ruidos de insectos y pájaros que no conocía y sobre mi cabeza se mecían miles de hojas que colgaban de las copas de los árboles como cortinas de cuentas. Había alisos, abedules, sauces y algunos castaños centenarios encaramados sobre los desniveles más altos, sostenidos por gruesas raíces sobre el río, de caudal pobre en esa época del año. Todo estaba lleno de pasarelas y embarcaderos medio abandonados donde se bañaban a veces los excursionistas y los chicos de la zona. Cada pocos metros había carteles que rezaban: PROHIBIDO BAÑARSE, y que como todo el mundo se pasaba por el forro, habían sido corregidos con rotulador y ahora decían: PROHIBIDO BAÑZARSE DE CABEZA, porque al parecer más de un inconsciente había acabado alguna vez en el fondo con el cráneo abierto como un cofre del tesoro.

Salí de la vereda del río, subí por una cuesta hasta llegar a otro camino de hierba y apreté el paso hasta la carretera, que era vieja y tenía el asfalto lleno de calvas y flores. Eché a andar por el arcén izquierdo, deslumbrada a cada poco por los faros de los coches que pasaban a mi lado, ya encendidos porque hacía un buen rato que se había puesto el sol.

*

Cuando llegué era noche cerrada y no había pájaros, solamente murciélagos que se sacudían en torno a los postes de la luz que flanqueaban nuestra calle. La casa estaba en la zona sur, apartada de todo, en un área de entrada y salida salpicada de algunas parcelas de viñas, otras de trigales, otras de barbecho, otras de bodegas, otras de invernaderos y otras de malas hierbas sin más. Para llegar había que recorrer una calle en línea recta que siempre se hacía muy larga a pie. Todo allí se hacía eterno, como si los días tuvieran cuarenta y ocho horas y nos obligaran a pasar cuarenta viendo crecer la hierba. Habría jurado que aquellos seis meses que llevábamos en el pueblo habían sido en realidad seis años; no podía ser de otra manera, alguien tenía que haber trucado los calendarios para torturarnos.

A pesar de la distancia de la parcela, por culpa de la acústica del valle a menudo nos llegaban los ruidos de las últimas casas y bares del pueblo, que resonaban por todas partes con ecos medio fantasmales. Había también muchas parejas que se colaban a hacer de todo en la trasera de los invernaderos, entre el aparataje de bidones y vendimiadoras, y las pobres, acostumbradas a que nuestra casa estuviera vacía, no tenían ni idea de que ahora mi padre y yo las oíamos desde el jardín en los ratos de silencio, que eran casi todos. En esos momentos a mi padre le daban unos terribles ataques de tos, se levantaba y se ponía a fregar platos limpios, o se metía en el cuarto de servicio, ahora reconvertido en su despacho, a inventarse algo que hacer. Y yo me quedaba ahí sola, haciendo como que no prestaba atención, con las palmas de las manos pegadas a los muslos, escuchando el sonido entrecortado de la carne.

La casa quedaba a escasos metros de la rotonda que daba la bienvenida al pueblo. A veces, cuando un coche se perdía, en lugar de parar en el arcén, se quedaba dando vueltas a esa rotonda durante cinco minutos mientras sus ocupantes trataban de averiguar el camino correcto detrás de un mapa. Daban cinco, seis, siete vueltas como en las escenas iniciales de las películas de terror, cuando los protagonistas aún están a tiempo de escoger el camino de la salvación y no lo hacen. Giraban y giraban hasta entrar en órbita alrededor de la estatua de piedra que, en medio de unas cuantas vides moribundas, coronaba el centro de la glorieta con una copa en la mano y la mirada regia; el gigante cuya silueta se recortaba todas las noches contra las luces encendidas de la casa, el gran coloso.

Al llegar a casa, tal como había previsto, vi una hilera de coches aparcados en la acera junto a la entrada. Abrí la cancela de hierro y la cerré muy despacio a mi espalda para que no chirriase, apartando la hierba que siempre se quedaba enganchada en las bisagras. A pesar de mi técnica depurada para caminar con un sigilo absoluto, no pude evitar que mis zapatillas armaran un escándalo debido a la cantidad de agua que rezumaba de las suelas cada vez que daba un paso. Solo respiré tranquila cuando me di cuenta de que dentro de la casa había un jaleo que ahogaba todo lo demás.

Me agaché en la penumbra para rodear la fachada y por la ventana de la cocina vi a dos hombres muertos de risa. Se apoyaban con todo el cuerpo en la encimera y se susurraban frases al oído mientras miraban de reojo a la puerta. Me puso un poco nerviosa tanto secretito. No los conocía, pero no me pareció raro porque mi padre últimamente se rodeaba de personas que yo no había visto nunca, casi siempre hombres, casi siempre abogados y casi siempre de traje. Hablaban de un montón de cosas que no me importaban lo más mínimo, relacionadas con «problemillas legales» o «irregularidades administrativas» o «desajustes financieros» o «conspiraciones políticas». Después, cuando se creían que me había ido, usaban palabras mucho más técnicas y graves que acaparaban la cabeza de mi padre sin dejar espacio para mucho más.

En el salón había unos cuantos hombres más, hablando y bebiendo vino, despatarrados por los sofás con las chaquetas abiertas y las corbatas flojas. Seguí avanzando con la mano pegada a la parra virgen que tapizaba la fachada, y al llegar a la ventana de la escalera frené en seco y reculé para atrás, porque por fin vi a mi padre. Estaba de espaldas a mí, encorvado encima de un macetero, con una mano apoyada en la pared y la otra cerca de la tierra. Parecía que estuviese escarbando en la planta. Pero aquello no tenía ningún sentido porque mi padre, desde que vivíamos en esa casa, no había mirado la planta ni una sola vez, y si esta se había mantenido con vida durante medio año había sido por algún tipo de empeño que se escapaba a mi entendimiento. Enseguida se enderezó y volvió al salón con una copa vacía en la mano, sin darse cuenta de que yo estaba al otro lado de la ventana.

Seguí avanzando como un zorro hasta llegar a los muebles que había amontonados en mitad del jardín. No era la primera vez que me tocaba usarlos como entrada clandestina, aunque sí la primera que lo hacía tan tarde. Como nadie había ido a recogerlos todavía, estaban apilados unos encima de otros, de tal forma que podía treparlos sin mucha dificultad hasta alcanzar una tubería, y desde esa tubería traspasarme a la ventana de mi dormitorio. Mientras lo hacía, un ratón salió huyendo por un agujero de la tapicería de la butaca y me tambaleé un poco. Seguí subiendo y una vez colgada de la tubería, tomé impulso y caí limpiamente en el alféizar de la ventana. Me metí dentro, recorrí el pasillo oscuro hasta el baño y eché el pestillo. Tenía la piel enrojecida, el pelo lleno de hojas, el vestido asqueroso, arena por todas partes y una mosca ahogada en el encaje del dobladillo. Parecía que me acababan de atropellar.

Me desnudé rápido, me metí en la bañera, abrí el grifo del agua caliente y respiré debajo con mis branquias imaginarias, como ya sabía hacer.

*

—Sabes que no me gusta que te duches por la noche.

—Tenía calor.

Mi padre miró el forro polar que me acababa de poner.

—¿Cuándo has llegado?

—A las ocho.

—No te he oído.

—He dicho hola.

—¿Ah, sí?

—Lo he dicho, pero alguien se estaba riendo y no se me ha oído.

—Da igual, pasa.

Me abrió la puerta del salón y entré. Los hombres se callaron todos a la vez. El pelo me empezó a chorrear por la nuca y sentí un escalofrío que intenté aplacar soltando todo el aire de golpe con un bufido. La gota siguió bajando por la espalda y se perdió en alguna parte del forro polar.

—Esta es mi hija, Vera. Algunos ya la conocéis.

La verdad es que yo no me acordaba de ninguno. A continuación hubo toda una sucesión de pero bueno, qué guapa, qué mayor, y besos y manos por todas partes. Entonces me di cuenta de que en una esquina estaba apoyado uno que sí conocía, más que nada porque era el alcalde y había venido a casa un montón de veces en los últimos meses. Era alto y tenía la barba tan cerrada que era difícil ver lo que pasaba debajo.

—Cómo te pareces a tu madre así con el pelo mojado —dijo.

No contesté. Durante algunos segundos escuchamos las manecillas del reloj hasta que alguien al fondo añadió:

—Y a tu abuelo, ¡cómo te pareces a tu abuelo!

Todos se volvieron hacia la ventana, concretamente hacia la rotonda con la estatua en el centro.

El perfil del coloso se distinguía en la penumbra mortecina de las tres o cuatro farolas de alrededor. Nos miró con la misma cara de siempre, aunque a aquellos hombres debió de parecerles una cara especialmente expresiva o profética. Algunos ahogaron pequeñas exclamaciones, otros levantaron las copas y otros suspiraron muy fuerte, porque en ese momento la estatua estaba mutilada y daba un poco de impresión, o porque conocían la maldición familiar, o quizá porque era el aniversario de la muerte de mi abuelo y eso significaba que también era el cumpleaños de la sardina temblorosa que los estaba mirando.

Me habían contado la historia del día que nací unas cuantas veces, si bien en dos versiones distintas que con el paso del tiempo diferían cada vez más. Mi padre lo llamaba «el día fatídico», mientras que mi madre se refería al recuerdo como «el día que parí en un funeral». Papá siempre empezaba diciendo algo tipo: «Era un día caluroso a principios de verano...» con soniquete de enciclopedia, y en cambio mamá arrancaba la historia directamente por la parte en la que, según ella, se estaba «partiendo en dos como una sandía», porque no se acordaba de mucho más y también porque le gustaba mucho ser la protagonista. Rebuscaba las palabras para describir el suplicio con precisión, disfrutaba con las caras de espanto de su audiencia, hacía pausas dramáticas en los puntos de giro de la trama, se refería a mi abuelo como «el viejo».

«El viejo se murió por joder.»

«No imagináis la de mierda que había debajo de la alfombra del viejo.»

«El viejo, menudo pájaro.»

Aunque mamá dijera que me había parido en un funeral, estrictamente dio a luz en la garita de seguridad del tanatorio, el único lugar donde había un botiquín con cuatro cosas, asistida por un oftalmólogo jubilado amigo de mi abuelo, un veterinario y, cuando ya no hacía falta porque yo estaba asomando la cabeza por el canal de parto como un payaso por una alcantarilla (todo esto en palabras de mi madre), por el equipo de sanitarios de una ambulancia que tardó demasiado en llegar. La historia era tan buena que a mamá le creaba un poco de adicción contarla, y a veces incluso se inventaba tramas secundarias para alargarla un poco más, siempre después de asegurarse de que mi padre no estaba escuchando.

Mi abuelo estaba muerto, pero en realidad seguía bastante vivo en todas partes. Su nombre estaba siempre en boca de todo el mundo, en la placa conmemorativa de la fachada del ayuntamiento, en el programa de festejos y en lo alto de la entrada a los jardines municipales, que habían rebautizado en su honor. Para mí siempre había estado vivo incluso en las paredes de la casa de la ciudad, y en las reuniones de trabajo de mi padre, y en las cenas, y en las carcajadas de los que revoloteaban siempre a su alrededor con gemelos de oro y copas gran reserva. Bebían como si el mundo fuera a acabarse y a veces me daban regalos envueltos en papel, colgantitos de vírgenes o pulseras de plata. No sabían que al día siguiente yo me llevaba esos regalos a clase y los vendía de contrabando a mitad de precio a quien quisiera comprármelos, una costumbre que desde pequeña me hizo acumular poco a poco un patrimonio ultrasecreto y nada desdeñable.

Los hombres empezaron a retirarse al ver que mi presencia en el salón había roto algo en el ambiente. Me apoyé en la pared con las manos entrelazadas a la espalda mientras se despedían. Antes de irse, el alcalde se me acercó. Olía a colonia y a tabaco. Se agachó y me dio una palmada en la cara sin preguntar.

—Feliz cumpleaños, señorita.

—Gracias —respondí en voz baja.

—Siempre estás muy seria, ¿sabes? —dijo. Sonreí como por acto reflejo y el gesto me hizo sentir estúpida. Luego se volvió a mi padre, para quien había reservado otra buena sarta de palmadas que le descargó acto seguido entre la espalda y la nuca, al tiempo que repetía:

—¡Tranquilo, hombre! Tranquilo. Tú tranquilo.

Mi padre soltó una carcajada a un volumen extrañamente alto. Parecía de todo menos tranquilo. Después salieron fuera y lo vi agitar el brazo desde la cancela mientras los coches se marchaban levantando nebulosas de polvo. Los murciélagos seguían volando en círculos a toda velocidad alrededor de las farolas, sin llegar a chocar con ninguna.

La mesa de la cocina estaba acaparada por un gigantesco antebrazo de piedra lleno de restos de pegamento que se habían quedado cristalizados. Lo empujé un poco hacia un lado para hacerme hueco y colocar un plato con queso que había sacado del frigorífico, mientras miraba a través de la puerta entornada cómo papá recogía las copas que habían dejado desperdigadas por las mesas, por las estanterías, sobre los brazos de los sillones o en la repisa de la chimenea. Tenía la camisa abierta y una chepa incipiente. En la frente y en la coronilla le empezaba a asomar una calva que brillaba bajo la lámpara de araña. Su corbata se balanceaba sobre los ceniceros mientras se agachaba de un lado para otro con dificultad, de pronto con diez años más de los que tenía cinco minutos antes.

En la repisa de la chimenea había una botella de vino a medias que agarró con el puño y guardó al fondo de un aparador. De pronto se asomó a la cocina y señaló con la mirada el brazo.

—Termina de cenar y hacemos eso.

Se sentó en la butaca sin acabar de limpiar, se masajeó las sienes con los dedos y entró en una de sus abstracciones. Lo hacía a menudo. De pronto su mirada se posaba en un lugar que no podía ver ni tocar, de una dimensión que no identificaba pero que desde luego, no era la nuestra, y se quedaba atorado por el pánico o por la tristeza o vete a saber por qué. Entonces, al cabo de un rato, hacía su famoso chasqueo de dientes y volvía al mundo real como si nada.

Me comí despacio los trozos de queso, masticando cada uno una docena de veces, y me quedé jugueteando un rato más con el último para no tener que enfrentarme al viaje astral de mi padre. Al terminar, fregué el plato con mucho cuidado de que la cerámica no chocase contra la pila. Cuando salí de la cocina él seguía en la misma posición. Me quedé quieta durante unos segundos y justo cuando iba a subirme a mi cuarto, despertó del ensueño y me mandó coger las cosas para salir afuera.

*

El coloso fue inaugurado en el primer aniversario de la muerte de mi abuelo. El artista, un escultor muy famoso de sus círculos, tuvo la idea de hacerlo a escala obscena para que se viera desde el final de los seiscientos metros de recta, como un dios vigilante. Desde entonces, cuando la gente hablaba de él, siempre miraban de reojo en dirección a la estatua, casi por acto reflejo, y eso también lo había convertido en un blanco fácil desde que su reputación había iniciado una trayectoria cuesta abajo y sin frenos.

El perro de una finca cercana se puso a ladrar, como siempre, mientras caminábamos a oscuras calle abajo. Mi padre cargaba con el antebrazo de piedra y yo con la lata de pegamento extrafuerte. El prefijo no era casual, porque la primera vez habíamos usado pegamento fuerte a secas, y el brazo solo había durado tres días en su sitio antes de que volvieran a derribarlo de un palazo.

Enseguida llegamos a la rotonda, miramos a ambos lados de la carretera para comprobar que no venía nadie y cruzamos al interior, donde unas vides languidecían a la luz de la luna. Las regamos con una botella de agua y las examinamos rápidamente: por abajo les colgaban unos racimos esqueléticos que eran todo un milagro, aunque la sombra de la estatua hacía difícil la revisión de todas. Entonces mi padre se remangó la camisa, se colgó el asa de la lata de pegamento entre los dientes y se subió al pedestal del centro mientras yo sostenía el antebrazo de piedra desde abajo. Agarrado a la pierna de piedra, sumergió la brocha en el pegamento y se estiró todo lo que buenamente pudo para aplicar una capa generosa en el muñón de mi abuelo. Entonces yo levanté la extremidad y entre los dos la encajamos en el codo de la estatua con la máxima precisión.

Al cabo de un rato mi padre me mandó que volviera a casa, porque no tenía sentido que pasara los últimos minutos de mi cumpleaños en una rotonda. Le liberé los dientes del asa, tapé la lata con mucho cuidado de no pringarme, recogí las cosas y obedecí, de modo que él se quedó a oscuras ahí en medio, con los brazos en alto, haciendo presión para que el pegamento actuara durante no sé cuánto tiempo más.

2

Se las veía perfectamente desde la curva de la carretera que conectaba el pueblo con la autopista. Silbaban con los dedos en la boca, tenían un jardín digno del Génesis, jugaban al fútbol como profesionales. Eran una docena de monjas, quince a lo sumo, que además de todo eso hacían unas galletas que habían ganado varios premios de gastronomía monástica. Para comprarlas había que llamar a un timbre, esperar unos minutos y cuando al otro lado resonaba una voz, depositar el dinero en un artilugio giratorio y confiar en que al otro lado apareciera una caja. A veces en el último momento los compradores (casi siempre excursionistas o turistas de fin de semana) se agachaban para escudriñar un poco más a través del mecanismo, y los más rápidos lograban ver de cerca durante un segundo la cara de la monja que los acababa de atender, y aunque parezca mentira, a muchos eso les parecía más emocionante que las propias galletas.

Pero las monjas no estaban solas. La primera vez que pasamos por delante, antes de la crisis de mi madre, cuando todavía salíamos en coche y hacíamos alguna cosa los tres juntos, me fijé en un grupo de personas sin hábito que hacían gimnasia junto a la fuente helada y les pregunté a mis padres si aquel lugar era algún tipo de colegio. Mi madre se echó a reír y me dijo:

—Claro que no. —Y enseguida añadió—: A nadie se le ocurriría poner un colegio tan lejos, a menos que quisiera olvidarse de los niños de dentro.

Me dio igual, porque desde entonces, y sobre todo desde que a ella se la llevaron allí, ya no pude llamarlo de otra forma.

El Colegio se alzaba justo al otro lado del río, en la zona más escarpada no apta para el baño, pasados los invernaderos, el cementerio y todas las parcelas de viñas al este del pueblo. Para llegar había que tomar un desvío de la carretera y cruzar un puente romano tapizado de vegetación espontánea. Leí en alguna parte que el Colegio se había construido originalmente en el siglo no sé cuántos, pero que después de que lo destruyeran las tormentas y las guerras y las desgracias en general, fue conquistado por los animales, hasta que tropecientos siglos más tarde una orden de monjas lo recuperó y lo reformó como le dio la gana para darle el aspecto que acabó teniendo.

Se elevaba sobre bloques de piedra cansada y clara, y tenía tres plantas de altura, varios módulos internos y un campanario espigado que sobresalía al frente. El edificio parecía encerrarse en sí mismo a medida que se elevaba: la planta baja estaba cercada por unos amplios soportales de arcos puntiagudos, en la primera planta las ventanas eran más pequeñas, y alargadas como sombras, y sus cristales emitían destellos a determinadas horas del día; y finalmente la tercera planta solo se abría al exterior a través de unos pocos cuadrados hundidos en la piedra que apenas se veían a lo lejos.

En el centro del jardín había una fuente, unida a la entrada principal a través de un camino cubierto de una pérgola de rosales y una extensión de césped salpicada de parches de flores amarillas, además de varios cedros, castaños y chopos que daban sombra a los bancos de hierro y las mesas de merienda. Todo el recinto estaba rodeado de una tapia de piedra, y más allá de la tapia solo había viñas, el puente y el río excavado al fondo.

Nadie me explicó para qué se llevaron a mi madre al Colegio, aunque cuando pasó lo de los muebles comprendí que ya no podía seguir viviendo con nosotros. Fue impactante verla caer así, teniendo en cuenta que mi madre siempre había sido una persona a la que llamaban la atención por reírse demasiado alto. Pero a partir de la crisis se convirtió en otra madre: dormía durante el día, y cuando se levantaba tenía unas ojeras hasta el suelo con las que se tropezaba constantemente; o se tumbaba en la alfombra persa del abuelo llena de bichos y nos llamaba a gritos. Mi padre la ignoraba, pero yo no era capaz, y cuando acudía, casi siempre a medio vestir o a medio peinar, ella movía los labios pero no emitía ningún sonido. A veces salía todo el día y llegaba a las tantas hecha una sopa, irrumpía en mi habitación para darme un beso y me mojaba toda la colcha y el pijama, y yo me enfadaba porque entonces tenía que cambiar las sábanas en mitad de la noche como si me hubiera hecho pis.

Al toparse con nuestro rechazo cortó las muestras de cariño de raíz, y entonces sí que nos preocupamos, porque se dejó crecer el pelo al estilo mala hierba y dejó de importarle nuestra presencia. Se encerraba en su cuarto sin un motivo concreto, bajaba las persianas y emitía un quejido espeso que trepaba por las paredes. Un día intentó comerse unas semillas de estramonio del margen de un camino. Fue entonces cuando papá le hizo la maleta y se la llevó con las monjas, como a las niñas que suspenden, que conspiran o que hacen demasiadas preguntas.

Las primeras semanas sin mi madre fueron muy raras. Ni mi padre ni yo sabíamos de qué hablar, así que la casa se convirtió en un agujero de silencio, tan solo interrumpido por los perros y las parejas del invernadero. Como ninguno sabíamos ni freír un huevo, mi padre encargaba comida a restaurantes de la zona y todos los días pasaba a recogerla con el coche. Nos hacían platos de todo tipo: lentejas, cordero, lubina, patatas, albóndigas. Pero a medida que los desajustes legales de mi padre fueron saliendo a la luz, nos cortaron el grifo de algunos sitios y enseguida de más y más, hasta que en junio ya no nos quedaba ni un solo restaurante amigo en veinte kilómetros a la redonda.

A partir de entonces, como teníamos hambre pero seguíamos sin saber cocinar, mi padre llegó a un acuerdo con las monjas, quienes empezaron a entregarnos semanalmente unas fiambreras de comida de cuartel que almacenábamos en el congelador. Eran de hojalata y estaban oxidadas en los bordes, de modo que costaba mucho abrirlas. Mi padre metía un cuchillo en el mecanismo de apertura y podía tirarse diez minutos para abrir cada una. A veces hacía tanta fuerza que la fiambrera se le estallaba contra el suelo y la salsa de dentro salía volando y salpicaba toda la cocina. En esos casos, al no tener alternativa, solíamos comernos el contenido de rodillas en el suelo con una cucharita de postre.

Cada pocos días íbamos a visitar a mi madre al Colegio, o mejor dicho, iba mi padre, porque a mí no me dejaba pasar más allá del jardín. Él entraba y yo tenía que esperar sentada en un banco que me quemaba los muslos mientras comía pipas compulsivamente. Desde ahí miraba a las monjas que correteaban de acá para allá, siempre vestidas de un negro clásico y mortal, hiciera el tiempo que hiciera. De cerca perdían casi todo el misterio. Trabajaban dentro con los internos o fuera en el patio mano a mano con las limpiadoras y otras empleadas no religiosas, pero no hablaban mucho con ellas, sino que se agrupaban en sus propios corrillos o se sentaban a hacer cuentas en las mesas exteriores, manteniéndolo todo controlado bajo sus alas. Me fijé en una que tenía las manos peladas y los gemelos como rocas. Se pasaba las mañanas trabajando en el huerto, con la falda remangada y la cofia chorreando de sudor. Supuse que su labor formaba parte de alguna clase de penitencia.

Enseguida descubrí que los que me interesaban de verdad eran los internos. Los había de todas las edades y condiciones, sobre todo ancianos, y todos tenían en común que hablaban poco, deambulaban mucho y llevaban ropa que parecía escogida al azar en un mercadillo y sandalias con calcetines blancos, lo que les daba un aire de secta amable.

En la fuente de piedra discurría un hilo de agua infinito. Y allí casi siempre estaban Hattie y Ana. Conocía sus nombres porque resonaban a menudo por el patio, en boca de compañeros o monjas que estaban pendientes de ellas, aunque no solía acercarme porque mi padre siempre las miraba con el ceño fruncido, como si nos fueran a contagiar algo. Ana paseaba en círculos su minúsculo cuerpo alrededor de la fuente mientras Hattie, que la visitaba todos los días, se quedaba sentada sobre el borde de piedra con las piernas en alto y los pantalones remangados hasta las rodillas para absorber los rayos del sol. Le hacía preguntas a Ana mientras caminaba, le hacía preguntas sin parar, y si no las contestaba se enfadaba teatralmente en inglés, planteaba nuevas preguntas y las respondía ella misma para dar a Ana un pie de conversación al que agarrarse. Ana arrugaba el gesto y miraba para otro lado. Cuando se negaba del todo a hablar, Hattie aprovechaba para leer a la sombra, comerse un bocadillo o depilarse las cejas con la ayuda de un espejito de viaje. Solía llevar camisas vaqueras o blancas sin mangas, pañuelos anudados al pelo y pendientes de cruces como los de una estrella del rock. Cuando notaba que la estaba mirando levantaba la cabeza y sonreía.

*

El otro colegio, el de verdad, me gustaba muchísimo menos, y se me notaba tanto que antes de terminar el curso la directora ya me había invitado a cambiarme de centro. Una mañana nos citó en su despacho y nos dijo que yo era una víctima de la inestabilidad de nuestro hogar, así que sintiéndolo mucho y con gran discreción, sería mejor que me fuera buscando otro sitio donde estudiar el siguiente curso. Mi padre hizo algunas llamadas a conocidos diciendo que yo le desbordaba, y aunque costó, antes de que acabara junio logró conseguir una plaza para mí en un colegio privado que había visto anunciado en un cartel junto a la autopista. En el cartel aparecía la cabeza de un niño pelirrojo con una plaga de pecas en la cara y los dientes separados, vestido con un polo blanco, flotando en la nada. Parecía un anuncio de quesitos.

Celebré en silencio la gran noticia que era no tener que volver a esa clase, pero al mismo tiempo también empecé a incubar una cierta inquietud, porque algo no me acababa de encajar. No entendía cómo iba a ir todos los días a un colegio que estaba a más de una hora en coche, y tampoco me atreví a preguntarlo. Era difícil que mi padre tuviera tiempo para llevarme y era imposible que me llevara mi madre. No había nadie más a quien le importara un bledo en la zona, ni ningún tipo de línea de autobús que cubriera un trayecto tan largo. Solo quedaba una opción: que el niño de las pecas, el niño de agujeros entre los dientes, el niño de anuncio de producto lácteo industrial, fuera en realidad un niño delincuente y que el colegio no fuera un colegio, sino más bien un internado, o con suerte, un reformatorio.

Traté de evocar a menudo la última imagen para que se hiciera realidad.

—¿Qué? —preguntó Miguel cuando se lo dije, en un hueco entre el examen final de música y el de inglés.

—Que me mandan a un reformatorio —repetí—. No voy a volver.

Me miró con los ojos muy abiertos detrás de sus gafas cuadradas; probablemente porque no estaba acostumbrado a escucharme hablar. Se dejaba besar en los baños y después me evitaba por los pasillos. Podíamos pasarnos horas metidos en aquel metro cuadrado saltándonos las clases, chupeteándonos las bocas, y luego fuera hacer como si no nos conociéramos.

Miguel se recolocó la montura de las gafas. Tenía los labios hinchados y las mejillas coloradas.

—¿Te echan?

—Sí.

—¿Por qué?

—Por liarme contigo y perder clase.

Tragó saliva.

—¿Y a mí?

Me quedé callada unos segundos, por el suspense.

—A ti no te va a pasar nada, no te preocupes.

Soltó un largo suspiro de alivio y se desplomó contra los azulejos de la pared del baño, junto a una pintada que decía: ZORRA LA QUE LO LEA. Miró al techo y volvió a preguntar en un susurro:

—¿No vas a volver nunca más?

—Nunca más.