En la memoria del bosque - Tania Lezcano - E-Book

En la memoria del bosque E-Book

Tania Lezcano

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Beschreibung

Jimena recibe el encargo de escribir un reportaje sobre la misteriosa leyenda de Carceo, un pequeño pueblo de montaña. ¿Por qué nadie se atreve a entrar en el pinar? ¿Es por miedo al Señor Salvaje o hay algo más? A su llegada, los habitantes se muestran fríos y recelosos; no quieren que nadie escarbe en su pasado. Pero la investigación se complica y entran en juego la memoria histórica y los más bajos comportamientos del ser humano. En la memoria del bosque forma un puente entre la actualidad y el pasado de nuestro país.

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Primera edición digital: junio 2017 Imagen de la cubierta: Into the light, Lore Kerns | Foter.com Diseño de la colección: Jorge Chamorro Corrección: Blas Cabanilles Revisión: Alexandra Jiménez

Versión digital realizada por Libros.com

© 2017 Tania Lezcano © 2017 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-17023-69-0

Tania Lezcano

En la memoria del bosque

Para mi madre, por inspirarme para esta novela y por no perder nunca la esperanza.

 

Para todas las personas que siguen luchando por que se haga justicia.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

En la memoria del bosque

Epílogo

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

1

 

No quería decir que no, pero tampoco había nada que le motivara demasiado como para decir que sí. No sabía realmente lo que quería, pero aquella era una oportunidad de oro, e irse sin decir nada la dejaría en mal lugar y, probablemente, no volvería a aparecer otra situación igual.

Jimena miró su reloj y levantó los ojos de nuevo para observar a Miguel. Tenía que responder. Él lo estaba esperando.

—Ya te diré —balbuceó—. Tengo que pensarlo.

—No olvides que es una gran oportunidad. Si la rechazas no habrá marcha atrás.

El chico recogió su carpeta y se levantó de la silla.

—Miguel… —le llamó—. ¿Es necesario que esto sea tan formal?

Él la miró y sonrió.

—Sí, querida. Lo es.

Se fue.

Un año antes

Se levantó sonriente, contenta, emocionada. Era su primer día. Había trabajado mucho para llegar a un puesto como ese. Se trataba, nada más y nada menos, que del periódico de su región. Puede que no fuera el mejor trabajo del mundo, pero a ella le entusiasmaba la idea de quedarse a trabajar en Madrid. No aspiraba, como muchos de sus compañeros de facultad, a irse al extranjero. Londres, Berlín o París no significaban para ella nada fuera de lo normal. En una ocasión viajó a Londres. Le gustó, pero no para vivir. Se juró no volver para buscar trabajo. Era una ciudad tan fría, tan gris. En los dos meses que estuvo apenas salió el sol. Y los ingleses eran tan rectos, tan firmes, tan serios. Excepto Mike. Fue compañero suyo durante aquella breve estancia. Enseguida se ofreció a ayudar a Jimena con cualquier cosa e incluso la invitó a salir por sitios para que fuera conociendo la ciudad. Aunque la fiesta no duraba demasiado, pues los bares que le gustaban cerraban temprano. «No es necesario que me enseñes mucho —reía Jimena—, no creo que vaya a volver». Entonces, Mike sonreía y le acariciaba el mechón de pelo que siempre rondaba la frente de la chica.

Llegó a la redacción y Raquel la esperaba con los brazos abiertos. Era la jefa de personal, que se encargó de contratarla. La conocía de antes. Había estudiado con ella el máster en Barcelona. ¡Qué tiempos aquellos! No había una noche que no salieran de fiesta.

—¡Jimena! —Se acercó sonriente—. ¡Qué bien te veo!

—Tú también estás espléndida. —Le acarició el brazo.

—¿Qué, nerviosa?

—Un poco. Pero bueno, no es mi primer trabajo.

—Sabrás desenvolverte. —Raquel mostró su perfecta dentadura una vez más—. Ven, mira, te voy a presentar a tu jefe. A los demás compañeros ya los irás conociendo.

—Perfecto —murmuró Jimena.

Raquel alzó las cejas cuando un chico la miró.

—¡Miguel! Ven aquí un momento.

A medida que se acercaba observaba a Jimena.

—Buenos días —saludó con voz varonil.

—Te presento a la nueva compañera. Es amiga mía, así que trátala bien. —Sonrió—. Se llama Jimena. —Se giró a la chica—. Es Miguel, el jefe de información.

Se estrecharon la mano.

—Encantada —dijo mientras observaba los enormes ojos verdes de Miguel.

—Igualmente.

—Bueno, me voy. —Miró a Miguel—. La dejo en tus manos.

—Descuida.

Raquel sonrió a Jimena y se fue a su despacho. En la tercera planta.

—¿En qué lugares has trabajado? —preguntó Miguel mientras caminaba hacia una de las secciones de la redacción.

Jimena le siguió mientras le citaba los periódicos donde había estado desde que se licenció. ¡Anda que no hacía tiempo de eso! Por un momento recordó el día de la graduación. Su corto vestido negro y aquella rebeca blanca que terminó perdida. Nunca la encontró.

—¿Y en qué secciones? —volvió a preguntar aquel chico.

—Casi siempre me he encargado de los temas locales o comarcales de Madrid, aunque en alguna ocasión he elaborado reportajes nacionales.

Miguel se detuvo ante una fila de ordenadores, tras los que sólo había una persona.

—Jorge, ella es Jimena —la presentó—. Es la nueva redactora. Quiero que le hagas una foto para la ficha.

El fotógrafo sonrió.

—De acuerdo, Michel. —La miró a ella—. Vamos a la sala de reuniones.

Jimena la buscó con la mirada y se percató de que Miguel se había ido. Giró un poco más la cabeza y lo encontró en su ordenador.

—Vamos. —Jorge la agarró suavemente por el brazo.

Después de hacerle las fotos, Jimena salió de la sala. No le hizo falta pensar. Miguel estaba esperándola.

—Por el momento, te voy a meter en Comarcas. A ver cómo trabajas.

—¿Eres tú el jefe de Comarcas? —se interesó ella.

—Sí. Estaré para cualquier consulta que quieras hacerme.

Ella esbozó una sonrisa.

—Mira —comenzó Miguel mientras mostraba unos papeles—. Es un pequeño pueblo de la sierra. Carceo.

—¿Carceo?

—Sí.

—Nunca lo había oído.

—Yo tampoco sabía que existía. Está en la sierra, pero en un lugar remoto. Es difícil llegar —explicó Miguel.

—¿Y qué ha pasado allí? —Jimena frunció el ceño mientras estiraba el cuello para ver las fotos de los papeles.

—Eso queremos averiguar.

Ella levantó la mirada.

—¿Cómo?

Miguel sonrió.

—Hemos encontrado esto. —Separó dos papeles y mostró una imagen.

—Es un bosque…

—Sí, un pinar.

Jimena alzó una ceja.

—¿Y qué pasa?

—Nadie quiere entrar, nadie quiere atravesarlo.

Ella miró a izquierda y derecha.

—Bueno, es normal. Es frondoso. La gente tendrá miedo.

—No. En una ocasión enviamos a un reportero y volvió sin nada. Él tampoco entró. Dijo que sentía que no debía entrar —explicó Miguel.

—Vale. Con todos mis respetos, ¿desde cuándo tratáis asuntos relacionados con lo paranormal? —preguntó Jimena.

—Nadie ha dicho que sea paranormal.

Ella se encogió.

—Un pinar frondoso y profundo que nadie quiere atravesar. ¿De qué otra cosa puede tratarse? Probablemente de alguna leyenda. Mi madre me contó una vez que en un pequeño pueblo del norte existía la leyenda de los aquelarres y las brujas y que, cuando ella fue un día de verano, nadie hablaba, la gente se escondía tras los visillos de las ventanas y apenas había señoras mayores y gatos alrededor de ellas. —Rio—. Me contó que llegó a pensar que los gatos eran brujas.

Miguel sonrió, pero enseguida se repuso.

—¿Siempre tienes esa visión tan limitada?

—¿Perdón?

—Si siempre piensas que no puede ser más de una cosa. A un lado están las leyendas y al otro las realidades. Las leyendas vienen de algún lugar. Y, en muchas ocasiones, hay algún crimen detrás de los casos que tratamos, y no leyendas.

—¿Y qué quieres que haga?

—Que vayas allí y preguntes, que te adentres en ese bosque y me digas lo que hay. Tenemos ese caso atragantado desde hace años. Quiero saber por qué nadie quiere atravesar el pinar. Será un reportaje fabuloso, ¿no crees?

Jimena lo consideró. Era su primer encargo. No podía negarse bajo ningún concepto.

—Está bien. ¿Qué sabemos del pueblo?

—Toma. —Le tendió un documento—. Aquí tienes el lugar exacto. Apenas tiene treinta habitantes. Bueno, eso en el último censo que consta, hace dos años. Esperemos que aún quede alguien.

—Esperemos —contestó Jimena mientras echaba un ojo al papel.

2

 

Las piedras del camino obligaron a Jimena a reducir la velocidad. Las cuestas eran cada vez más empinadas y el día no estaba precisamente soleado. Llevaba lloviendo prácticamente desde el amanecer y no había parado. A Jimena le daba la sensación de que, a medida que subía el monte, llovía más. Iba en segunda marcha y ya le parecía una barbaridad. Las estrechas curvas le daban miedo, así que prefirió reducir a primera, por si acaso. En un tramo observó que ya era imposible pasar con el coche. El camino se estrechaba aún más y a los lados se podían observar preciosas pero empinadas laderas que daban vértigo. Aparcó a un lado, donde consideró que no entorpecería el camino a ningún otro vehículo, aunque dudó que alguno pasara por allí. Sacó el paraguas rojo que le regaló Mike por su cumpleaños, en aquella breve estancia en Londres, y salió del coche. Se detuvo antes de cerrar para comprobar su bolso. Sí, llevaba todo: la grabadora, la cámara de fotos y una lista con preguntas. Aunque dudaba que fuera a utilizar alguna de las tres cosas durante esta primera visita. Ahora prefería tantear el terreno y observar el estado inicial del caso.

Comenzó a subir andando con su paraguas rojo. Todo estaba en silencio. No se oía más que el sonido de la lluvia al caer y al impactar en los charcos de barro. No tardó en encontrar un cartel de metal oxidado en el que se podía leer «Carceo». Entró oficialmente en el pueblo al atravesar aquellas letras, y así lo consideró.

—Bueno, ya estás aquí —se dijo—. Tampoco es para tanto.

Observó las primeras casas, aunque al mirar al fondo se percató de que apenas había alguna más. Eran grandes, las típicas casas de pueblo. De piedra, con la puerta de madera. Penetró un poco más y, a la vuelta de una esquina, encontró una pequeña taberna. Sonrió y se dirigió allí.

—Buenos días —saludó mientras observaba el local.

Era un lugar recogido, con una decoración sencilla y rústica. Cuatro señores mayores, dos de ellos con bastón, veían la televisión desde varias mesas. La miraron fijamente, pero nadie habló, sólo se oían las voces del concurso que emitían. Un hombre fuerte limpiaba vasos tras la barra. La miró serio por encima de unas gafas bajas, casi a la altura de la punta de la nariz. Su bigote canoso y poblado se movió unos milímetros.

—Buenos días —dijo de forma seca.

Jimena se sentó en un pequeño taburete de madera y apoyó su brazo sobre la barra. Se sintió incómoda ante aquel silencio.

—Un café con leche, por favor —pronunció.

El hombre fuerte secó un vaso más y dejó el trapo sobre el resto. Se dirigió a la máquina y la puso en marcha para poner el café.

—Qué mal día, ¿verdad? —Jimena intentó sacar alguna palabra a aquellos hombres ante el terrible silencio.

Pero nadie dijo nada. Ella levantó las cejas, asombrada. El hombre le puso el café delante.

—Gracias. —Sonrió.

Pero él no se inmutó. Volvió a los vasos. Cogió el trapo y continuó con lo que había interrumpido. Con lo que Jimena había interrumpido. O eso pensaba ella. Ante aquella situación, se sentía culpable. ¿Había ido a romper la paz de aquel lugar? No lo pensó más.

—Soy periodista —apuntó.

Probablemente fue lo peor que pudo decir. Para no variar, nadie contestó, y Jimena se incomodó aún más. Pero no se rindió.

—Vengo… Vengo por lo del bosque —balbuceó.

Esta vez, el hombre de la barra volvió a mirarla por encima de aquellas gafas, pero no articuló palabra.

—Me gustaría saber por qué nadie quiere adentrarse en él. ¿Hay alguna leyenda? Ya saben, las típicas leyendas de hace siglos. ¿Tal vez algún asesino en serie del siglo XVI cuyo fantasma se pasea por el bosque?

Se continuaron escuchando tan sólo las voces de la televisión, aunque uno de los hombres de la mesa se giró para mirar a Jimena, con un gesto muy serio. Ella apuró el poco café que quedaba en la taza y preguntó al hombre fuerte cuánto era.

—Un euro —contestó.

Al darle la moneda en la mano, Jimena la sujetó y se acercó a él.

—¿Qué sucede? —le susurró con los ojos como platos.

Él se soltó y movió el bigote de izquierda a derecha, sin decir nada. Cogió la taza y la llevó al fregadero. Después tomó un palillo, se lo llevó a la boca y, apoyado en la barra, miró la televisión. Jimena rio con incredulidad, cogió su bolso y se puso en pie. Cuando se disponía a irse, se le ocurrió una idea estupenda.

—Perdone —se dirigió al camarero—. ¿Sabe de alguna pensión o algún lugar donde pueda hospedarme en el pueblo?

Él la miró, al igual que los hombres de las mesas. Levantando un poco las cejas, el tabernero contestó.

—La Casa de Julia. —Calló unos segundos—. Siga por esta calle, la última casa.

Jimena miró a un lado y a otro y apretó los labios.

—Gracias —musitó.

Se disponía a salir de aquel antro cuando escuchó una voz tras de sí, advirtiéndole:

—Tenga cuidado.

Se giró. Era uno de los señores sentados. Ella frunció el ceño. Él continuó:

—Los forasteros no son bien recibidos aquí.

Tras aquel comentario, Jimena abrió la puerta, dispuesta a desaparecer. Pero el hombre no había terminado.

—Y los periodistas menos.

Ella se quedó quieta unos instantes, pensando en esa advertencia. Se giró, miró al hombre y sonrió sarcásticamente. Abrió la puerta y salió.

Consideró seriamente la idea de quedarse allí. Era lo que más le convenía. Ya no sólo por la distancia que había con Madrid, sino también porque le interesaba involucrarse en el asunto. Quería vivir allí unos días y observar a la gente, intentar ganarse su confianza y lograr que le contaran algo. También quería ir al ayuntamiento que correspondiera, probablemente el de otro pueblo vecino, y averiguar cosas sobre Carceo. Su historia, su censo y, a ser posible, sus leyendas. Aunque para esto tendría que acudir a una biblioteca. No le importaba. Recordó que tenía suficiente dinero para pagarse un hostal en un pueblo de treinta habitantes durante unos días. Pero entonces le vino a la mente la parte negativa. ¿Aguantaría allí todos esos días con esa gente tan cerrada?

Llegó a la casa que le había dicho el tabernero. En la puerta había un pequeño cartel de madera en el que se leía «La Casa de Julia» en letras negras de pintura, como si un niño lo hubiera escrito con sus manos. No había timbre, así que Jimena golpeó un par de veces la vieja puerta de madera. Tardaron en abrir, pero finalmente se presentó una señora delgada, pequeña y de mucha edad. Jimena no le calculó menos de noventa años. Tenía el pelo blanco y lo llevaba recogido en un moño. Un vestido negro de cuello a pies, y abajo, unos zapatos también negros.

—Hola… —saludó Jimena.

La señora la miró de arriba abajo y sonrió dulcemente.

—Hola, muchacha —dijo de forma tierna.

—Me han dicho que aquí…

—Hay habitaciones —la cortó—. Sí.

Jimena observó sus ojos tristes.

—Me gustaría alquilar una durante unos días.

Tras unos segundos de silencio, aquella pequeña señora sonrió de nuevo.

—Claro, pasa.

Le costó, pero abrió más la puerta. Estaba como encajada en el suelo. Su movimiento era limitado, así que chirrió ante aquel exceso. Jimena entró y esperó a que la mujer cerrara la puerta y la condujera a algún sitio. La llevó a una sala, en la que había dos sillones y una chimenea apagada. Las paredes eran de piedra y hacía frío.

—Quería alquilar alguna de las habitaciones durante un tiempo. Aún no sé cuántos días me quedaré.

La mujer no borraba aquella dulce sonrisa de su cara.

—Vale. Elige la que quieras de las del piso de arriba. Todas están vacías. Pero limpias —apuntó.

Jimena tuvo que sonreír a la fuerza ante aquel comentario.

—¿Le pago o…?

—No, no —la cortó—. No te preocupes. Ya me irás pagando. Acomódate, muchacha. La comida estará lista en breves.

—¿La comida?

—Claro. No querrás estar sin comer todo el tiempo que te quedes, ¿no?

—Bueno… —No sabía qué decir—. Gracias.

La señora se fue a otra habitación y Jimena dedujo que tenía que ir a la suya. Miró las escaleras y se dirigió hacia ellas. Eran de madera y, al subir el primer escalón, aquello chirrió de tal manera que le dio miedo seguir subiendo. Pero lo hizo.

Arriba había varias habitaciones. Eligió la que estaba al lado de la escalera. No sabía por qué, pero pensaba que, si pasaba algo, siempre sería mejor estar cerca de la escalera para poder bajar corriendo. Aunque luego lo pensó mejor: ¿Qué iba a pasar allí? Era todo muy tranquilo. Demasiado tranquilo. La alcoba era grande. Había dos camas perfectamente hechas, una mesilla de noche entre ellas, un armario al lado de la puerta, una alfombra roja de lana y un ventanal grande desde donde se veía un bosque. Un bosque. El bosque. Sería ese. Luego, en la comida, preguntaría a la amable casera.

3

 

El cazo entró en la olla y capturó una buena ración de lentejas. La señora le llevó el plato a la mesa. Jimena la observó y articuló un gracias sonriendo. Después, la mujer se apartó otro plato para ella y se sentó junto a la chica. Jimena se dispuso a comer.

—Espera, joven. —Sonrió la anciana—. Hay que bendecir la mesa.

—Oh, claro… —Jimena dejó la cuchara donde estaba y cruzó las manos, imitando a la señora.

La mujer del pelo blanco bendijo la comida y dio gracias a Dios por proporcionarle aquellos alimentos que ella, como pecadora, no merecía comer. Tras el amén, ambas cogieron la cuchara.

—¿Qué te trae por aquí, joven? —preguntó.

Jimena se percató de que era el momento perfecto.

—Soy periodista. Me han encargado un reportaje sobre el pinar de ahí detrás. Lo he visto por la ventana. Supongo que es ese.

La expresión facial de la mujer cambió, se puso seria. Pero sus ojos continuaban tristes. Arrugó los labios.

—¿Qué quieres saber?

—Bueno… Me han dicho que nadie quiere atravesarlo. Me gustaría saber por qué.

—No deberías —le advirtió.

—Es mi trabajo.

La señora se calló durante unos segundos.

—Mi hija, Julia. —Jimena asintió con la cabeza—. Se fue a vivir a Valencia.

La chica no entendía qué tenía que ver eso con el bosque.

—Su hija…

—Sí.

Silencio.

—Pensé que era usted quien se llamaba Julia —comentó Jimena.

—No. —La señora rio—. Yo me llamo Rosario.

La chica se extrañó.

—Entonces, ¿por qué la pensión se llama La Casa de Julia?

—Fue idea suya.

Se quedaron en silencio.

—¿Y tú cómo te llamas, muchacha?

—Jimena. —Asintió con la cabeza.

—Es un nombre bonito. —Rosario sonrió—. Ese bosque está encantado, ¿sabes?

La chica alzó las cejas, sorprendida. ¿Había accedido a contarle todo?

—¿En serio? ¿Por qué?

Tras unos segundos de silencio, la anciana sólo respondió:

—No sé.

Jimena frunció el ceño, extrañada.

—¿Cómo?

—No me acuerdo. Fue hace mucho.

La chica pudo ver tristeza de nuevo en los ojos de la mujer. Sintió compasión.

—No se preocupe, no pasa nada.

Rosario sonrió.

—En la taberna igual pueden ayudarte.

Jimena suspiró.

—No creo. Me han dicho que no soy bienvenida, básicamente.

La señora frunció el ceño.

—¿Sí? Habrá sido Basilio.

—¿Basilio?

—Es mi hermano. No le gusta la gente que viene de fuera.

Jimena se calló.

—Dice que son extraños, y los periodistas, carroñeros —prosiguió.

—Vaya… No me llevaré bien entonces con el señor Basilio.

La anciana echó una risilla.

—Es un buen hombre. Un poco cerrado. Es que mi hija, Julia, se fue a vivir a Valencia, ¿sabes?

Jimena volvió a fruncir el ceño. ¿Otra vez esa tal Julia?

—Sí, ya me ha dicho usted.

—Sí. Se fue con un chico. Pero a mi marido no le gustaba, ¿sabes?

—¿Por qué? —se interesó Jimena. Aquello parecía importante para la señora.

—Decía que le había metido a Julia cosas muy raras en la cabeza. Ya no quería ir a misa.

—¿El chico era ateo? —La periodista se empezó a sentir como tal. Le daba la sensación de estar interrogando a aquella anciana y se sintió culpable por ello.

—No sé. Era rojo —respondió.

Jimena pensó la siguiente pregunta.

—Y ustedes no… —Dejó caer.

—Yo no sé. Nunca supe.

—¿Y su marido…?

—Mi marido era guardia civil.

—Entiendo… —Jimena comenzó a atar cabos, pero seguía sin entender qué tenía que ver aquello con el pinar.

Hubo unos segundos de silencio mientras Rosario se humedecía los labios con la lengua.

—Aquí no había rojos. Pero mi marido bajaba por los pueblos de cerca y siempre encontraba alguno.

—¿Y qué… qué hacía? —A Jimena le estaba interesando cada vez más la conversación. Siempre le gustó la temática de la Guerra Civil, aunque no esperaba saber nada nuevo sobre ella esta vez.

—Una vez lo cogieron. Los rojos.

—¿Sí?

—Sí. Lo llevaron a un calabozo. Pero se escapó.

—Anda… —Tenía que conseguir llevar la conversación donde le interesaba. Pero decidió ir poco a poco—. Y por eso odiaba al novio de su hija. Porque era rojo.

—Sí, creo. Se fueron en verano, ¿sabes? Hacía mucho calor. Yo no quería que se fuera, pero se fue. Y no la he vuelto a ver.

—¿No ha vuelto a ver a su hija? —Jimena se estremeció.

—No.

Silencio.

—A ella… —La joven prestó atención—. A ella le gustaba mucho el bosque. No le daba miedo.

Bien, iba llegando.

—¿No? ¿Por qué no?

—Decía que era bueno.

—¿El bosque?

—No.

Jimena volvió a perderse.

—¿Quién era bueno?

—El bosque está encantado.

—¿Quién vive en el bosque?

Rosario se calló.

—No puedo decírtelo.

—¿Por qué?

—Lo juré.

—¿Qué?

—Con veinte años.

—¿Qué juró?

—No contárselo a nadie —concluyó.

Jimena comió la última cucharada de lentejas. La anciana se levantó para apartarle el segundo plato.

—No, déjelo, Rosario. Tengo un poco de prisa.

—¿No quieres comer más?

—Tengo cosas que hacer.

—Vendrás a cenar, ¿no, hija? —preguntó preocupada.

Jimena tuvo que sonreír.

—Claro, no se preocupe.

Subió a la habitación para coger sus cosas. Miró por la ventana y vio el bosque. Pensó. Aquella mujer era tan entrañable… Pero parecía tener miedo. Y estaba triste. Sus ojos lo decían. Tal vez sería mejor dejar las cosas así. La anciana sufría algún que otro despiste y le costaba mantener el hilo de la conversación. No podía aprovecharse de ello. Cogió el bolso y salió de allí.