En la obsidiana nocturna - Joaquín Elías Gómez Osorio - E-Book

En la obsidiana nocturna E-Book

Joaquín Elías Gómez Osorio

0,0
6,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

En la obsidiana nocturna, volumen de siete relatos distintos entre sí, pero unidos bajo una narrativa realista y dinámica, Joaquín Gómez recoge un mundo de jóvenes protagonistas entrampados en excesos que los van demoliendo gradualmente. El alcohol, la droga, la experiencia sexual deshumanizada, mercantilizada, son algunos de los derroteros que los llevan a la autodestrucción. Los personajes parecen intuir que no pueden escapar de la violencia. La ofensa moral, el golpe aleve, la cuchillada que produce la herida mortal, son parte ineludible de ese paisaje de la calle, de la noche del viandante que se aproxima en la semioscuridad. Y como única instancia de salvación, la lejana, la inalcanzable, la esquiva imaginación creadora.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 87

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



EN LA OBSIDIANA NOCTURNA Autor: Joaquín Gómez Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Ilustración de portada: Jorge Campos Fotografía autor: Franco Velásquez Diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: julio, 2022 Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2022-A-4931 ISBN: Nº 9789563385816 eISBN: Nº 9789563385823

A las almas errantes que habitan el mundo.La noche se astilló de estrellasmirándome alucinadael aire arroja odioembellecido su rostrocon música.Pronto nos iremos.Arcano sueñoantepasado de mi sonrisael mundo está demacradoy hay candado pero no llavesy hay pavor pero no lágrimas.¿Qué haré conmigo?Porque a Ti te debo lo que soyPero no tengo mañanaPorque a Ti te…La noche sufre. Alejandra PizarnikCenizas

Detrás del kiosco

Todo empezó y terminó en el Duoc. Salíamos de clases. Estaba con el Santiago y el Jaime en la entrada. Teníamos sed, mucha sed. En ese tiempo yo quería ser escritor, era el idilio por el cual vivía. Soñaba con poder alimentarme de eso, comprar botellas de whisky caras, fumar yerba y sentarme a masturbar suave y delicadamente el teclado del computador, esperando a que saliera algo relativamente bueno desde lo más recóndito de mis maltratadas entrañas. Tenía pronosticado que la parca, mi esquelético amigo de capuchón negro y portador de una filosa hoz, viniera por mí a los 35 años, o algo así. En fin, los tres sabíamos que queríamos tomar, no lo decíamos, solo nos mirábamos esperando a que alguno se animara a mencionarlo. Mientras tanto, fumábamos unos cigarros sueltos, cigarros bolivianos de cincuenta pesos. Era un escenario triste, hasta podría decirse que era lúgubre. Propio del funeral de ese tío que te regala diez lucas cuando se cura. Mirábamos al bar del frente, pero ahí todo era muy caro —los dueños se dieron cuenta de que un universitario es capaz de gastar todo lo que tiene en la billetera cuando está borracho. Así que, ni tontos ni hueones, inflaron los precios como enfermos de la cabeza—. No podíamos permitirnos pagar un par de shops ni entre los tres. Por suerte teníamos un plan b: Nuestra cripta, un lugar a donde íbamos a chupar cada vez que estábamos sin plata, era un sitio asqueroso. Pero, bueno, era una cosa por otra. Las miradas entre los tres seguían aumentando su complicidad, era como una bomba, una que al poco tiempo explotó.

—¿Y si vamos a la guarida? —dijo el Jaime.

—Vamos —respondió el Santiago.

—Al fin alguien dijo la hueá —agregué.

El Jaime y yo apagamos nuestras reliquias bolivianas de contrabando en un poste negro repleto de grafitis y botamos las colillas en un basurero a maltraer. El Santiago era el más malo para fumar, por lo que aún no se terminaba su cigarro. Nuestra travesía a la guarida recién había comenzado. Aquel lugar estaba abarrotado de cientos de historias. Quizá en algún momento pueda ser proclamado patrimonio de la humanidad, yo firmaría sin duda alguna. Íbamos cruzando un paso de cebra, nos sentíamos como The Beatles caminando por Abbey Road. Pero solo éramos simples vagos con ganas de remojar la tráquea y olvidar por un par de horas aquellos problemas que parecen simples, pero son tan difíciles de afrontar para unos jóvenes recién salidos del cascarón —sobre todo en Chile, qué país de mierda.

—¿Dorada?

—Báltica mejor.

—Las dos saben a mierda.

—Sí. Mejor veamos cuál está más barata en la boti.

—Ya.

Antes de llegar a la botillería había un paradero. Ese día fue bautizado como el paradero maldito, o el paradero de la discordia, si se quiere. Venía una micro con varias abolladuras, con la pintura maltratada, y al costado, el típico sticker de un cabro chico meando con un par de maliciosas piedras negras como ojos. Aquella micro hablaba, nos contaba sobre sus vivencias y de sus múltiples altercados con otros seres de la misma especie. Pero lo que escupió al final sería la piedra angular de una serie de hechos traídos desde el mismísimo infierno. Se bajó el Manuel, un compañero nuestro. Me caía mal. Nos caía mal. Había algo en su mirada que proyectaba perversidad. Quizás era el hecho de que al vernos, la expresión de sus ojos emanaba una falsa emoción, un forzado sentimiento de felicidad. Una voz siempre me musitó al oído que sus intenciones con la gente no eran del todo loables. El Jaime y el Santiago pensaban igual. Aunque hasta el momento no había hecho algo en concreto para que lo odiáramos, todos teníamos esa sensación de que algo en su rostro lo delataba.

—Puta la hueá.

—Que hace este hueón acá, hermano.

—Esa sonrisa culiá falsa que tiene.

Nuestros caminos se encontraron y le respondimos con la misma moneda. Una fingida sonrisa y un antipático apretón de manos.

—¡Buena, cabros! —dijo, efervescentemente.

—Buena —le dijimos, con nuestros rostros desaliñados.

—¿En qué andan? —preguntó.

—Nos vamos pa´ la casa ya —respondimos.

—Ya, cabros, ¡nos vemos! —se despidió con la misma euforia con la que nos había saludado. Su persona era un perfecto palíndromo. De izquierda a derecha, era exactamente igual.

—Chao —le dijimos sin ganas. Pero sin dejar de desprender una mentirosa sonrisa.

Logramos zafar de aquella cuerda, logramos que el nudo no se apretara más y terminara por aferrarse a nuestro cuello sin la esperanza de desatarlo. Los pasos siguieron aumentando, cada vez con más ganas. Por fin llegamos. Glorioso paraje: la botillería. Algunos se refieren a ella como la entrada al inframundo. Lo cierto es que para nosotros, jóvenes amantes de la bohemia nocturna, era todo lo contrario. Era como si San Pedro nos entregara una copia a cada uno de las llaves del cielo. Entramos emocionados e indecisos. Decenas de variedades de alcohol asediaban nuestras pupilas. No sabíamos qué comprar: ¿vino o cerveza? ¿El elixir de Jesús o el hidromiel de Thor? Ninguno era cristiano, por lo que nos inclinamos por la cerveza; además, la cultura vikinga se hacía mucho más interesante. La Dorada era la más barata. Nos acercamos a la caja.

—Dos six pack de Dorada porfa —dijo el Jaime.

—Tsss, ¿día lunes? —preguntó el vendedor.

—Todos los días son buenos pa´ tomar —intervino el Santiago.

El vendedor simplemente nos miró y se rio levemente, como si estuviera recordando los momentos en lo que estuvo en nuestro lugar.

—Son seis mil —dijo, lanzando una sonrisa.

—Altiro —replicó el Jaime.

Entre los tres logramos juntar la plata. Aún nos quedaba un poco para comprar cigarros sueltos. Compramos cinco.

—Ahí está.

Nos despedimos, dimos la vuelta y nos fuimos.

Salimos felices, era como su hubiésemos asaltado un banco o algo así. Dichosos con nuestro fermentado líquido dorado. Caminamos a la guarida, mientras prendíamos un cigarro que nos fuimos fumando entre los tres. Paso tras paso, el cigarrillo cambiaba de dueño, paso tras paso, nos íbamos acercando a la guarida. Quedaba de vuelta, detrás del kiosco, frente al paradero en donde encontramos al Manuel.

El atisbo de unos cabellos ondulados, grasientos y estáticos por la poca higiene nos acechaba. Era él. El Manuel seguía ahí. El tiempo no nos dio chance de prepararnos para lo peor: que se nos quisiera pegar, como una vil lapa. Así era desde que lo conocimos, un hueón barsa como ninguno. Utilizaba la más mínima oportunidad para sacar provecho de alguien. Vino con sus aires de superioridad hacia nosotros. Tratamos de ignorarlo. No funcionó: ahí lo teníamos, hablándonos sin la menor vergüenza.

—¿No se iban pa´ la casita, cabros? —preguntó con su aguda e irritante voz.

—Se puede cambiar de opinión po´.

—Sí, po´. ¿A dónde van? —dijo, insistiendo en el tema, bajo otra pregunta.

—A tomar.

—Sí sé, hueón, pero, ¿adónde?

—Detrás del kiosco.

Soltó una risa, como si fuera chistoso que tuviéramos que tomar detrás de un lugar que servía de baño para los micreros. Ahora que lo pienso, es divertido, en esta se la doy; pero más que chistoso, diría que es tragicómico.

—¡Fino! Voy —dijo.

Solo apretamos los labios, tratando de no proyectar mucha amargura. La entrada a la guarida quedaba a la vuelta, por lo que simplemente doblamos y empezamos a caminar por un pequeño cerro lleno de barro. Era un basural, una mezcolanza de objetos con una procedencia difícil de adivinar. Nos topamos con condones usados por alguna pareja de pasteros, grandes y pequeños fragmentos de vidrio, probablemente rotos en alguna pelea, y demenciales montañas de caca —que no parecían de perro precisamente—. Más adelante, yacían en el piso botellas sin romper, encontramos algunas latas, colillas de cigarros y un pentagrama invertido hecho con ramas —eso nos pareció chistoso y un poco más inusual. El olor era penetrante, una mixtura entre pipí, semen, terminal pesquero y la anteriormente mencionada caca. Logramos bajar y nos instalamos. El Jaime y el Santiago se apoyaron en una especie de montaña de ladrillos, el Manuel y yo nos mantuvimos parados. Sacamos las cervezas y empezamos a tomar. Una cada uno. La primera al seco. Teníamos puras ganas de lanzarnos. Sacamos la segunda ronda. Una cada uno, igual que al principio, también al seco. No pude terminar. Me atraganté y escupí un poco, pero logré seguir. El Manuel, por muy mala vibra que nos daba, hizo algo bueno, se sacó un pito; lucía glorioso, verde, fuerte como un fisicoculturista adicto a los esteroides.

—Ya, cabros, ¿quién lo prende? —preguntó.

—Yo —dije. Sentí como si Mike Tyson me pegara con la derecha en plena jeta. Estaba bueno. Tosí como enfermo. Escupí caleta. Me atoré un poco. Tuve que meterme los dedos para vomitar y sacarme esa sensación de la garganta. Vomité. Los demás se rieron con volátiles carcajadas. Se lo pasé al Jaime para que siguiera corriendo. Seguí tomando chela —al seco, de nuevo—, tenía que recompensar lo que había desperdiciado. Me pegó. Entre cerveza y pito logré llegar a un nuevo universo. Me sentía bien, al fin se había ido la puta ansiedad que me carcomía el alma día a día. Aunque solo momentáneamente. Todos estábamos en la misma; ilusoriamente, dichosos de vivir.

—Qué rico, hueón —dijo el Santiago.