En Las Montañas De La Locura - Howard Phillips Lovecraft - E-Book

En Las Montañas De La Locura E-Book

Howard Phillips Lovecraft

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Beschreibung

La novela detalla los eventos de una desastrosa expedición a la Antártida en septiembre de 1930, y lo que encontró un grupo de exploradores liderados por el geólogo y narrador de la historia el doctor William Dyer. Durante la historia Dyer detalla una serie de eventos ocultados anteriormente con el objetivo de disuadir a cualquier otro grupo de exploradores de que intenten volver al continente.

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Howard Phillips Lovecraft

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Tabla de contenidos

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo I

Me veo obligado a hablar porque los hombres de ciencia se han negado a seguir mi consejo sin saber por qué. Va completamente en contra de mi voluntad exponer las razones que me llevan a oponerme a la proyectada invasión de la Antártica, con su vasta búsqueda de fósiles y la perforación y fusión de antiquísimas capas glaciales. Y me siento tanto menos inclinado a hacerlo porque puede que mis advertencias sean en vano.

Es inevitable que se dude de los verdaderos hechos tal como he de revelarlos; no obstante, si suprimiera lo que se tendrá por extravagante e increíble, no quedaría nada. Las fotografías retenidas hasta ahora en mi poder, tanto las normales como las aéreas, contarán en mi favor por ser espantosamente vívidas y gráficas. Pero aun así se dudará de ellas porque la habilidad del falsificador puede conseguir maravillas. Naturalmente, se burlarán de los dibujos a tinta calificándolos de evidentes imposturas, a pesar de que la rareza de su técnica debiera causar a los entendidos sorpresa y perplejidad.

A fin de cuentas, he de confiar en el juicio y la autoridad de los escasos científicos destacados que tienen, por una parte, suficiente independencia de criterio como para juzgar mis datos según su propio valor horriblemente convincente o a la luz de ciertos ciclos míticos primordiales en extremo desconcertantes, y, por la otra, la influencia necesaria para disuadir al mundo explorador en general de llevar a cabo cualquier proyecto imprudente y demasiado ambicioso en la región de esas montañas de la locura. Es un triste hecho que hombres relativamente anónimos como yo y mis colegas, relacionados solamente con una pequeña universidad, tenemos escasas probabilidades de influir en cuestiones enormemente extrañas o de naturaleza muy controvertida.

También obra en contra nuestra el hecho de no ser, en sentido riguroso, especialistas en los campos en cuestión. Como geólogo, mi propósito al encabezar la expedición de la Universidad de Miskatonic era exclusivamente la de conseguir muestras de rocas y tierra de niveles muy profundos y de diversos lugares del continente antártico, con la ayuda de la notable perforadora ideada por el profesor Frank H. Pabodie de nuestra facultad de ingeniería. No tenía deseo alguno de ser un precursor en ningún otro campo que no fuera ése, pero sí abrigaba la esperanza de que el empleo de esa nueva máquina en distintos puntos de rutas anteriormente exploradas, sacara a relucir material de una especie no conseguida hasta entonces por los métodos normales de extracción.

La barrena de Pabodie, como el público sabe ya por nuestros informes, era única y excepcional por su ligereza, su movilidad y sus posibilidades de combinar el principio de la perforadora artesiana con el de la pequeña barrena circular de rocas, de tal forma que permitía taladrar rápidamente estratos de diferente dureza. El cabezal de acero, las barras articuladas, el motor de gasolina, el castillete de perforación desmontable de madera, el equipo para dinamitar, la cordada, la cuchara para extraer la tierra y la tubería desmontable para efectuar taladros de cinco pulgadas de diámetro hasta una profundidad de cinco mil pies, todo ello, junto con los accesorios necesarios, no representaba una carga superior a la que pudieran transportar tres trineos de siete perros. Esto era posible gracias a la ingeniosa aleación de aluminio de que estaban hechas casi todas las piezas metálicas. Cuatro grandes aeroplanos Dornier, construidos expresamente para las grandes alturas de vuelo necesarias en la meseta antártica y dotados de dispositivos suplementarios, ideados por Pabodie, para el calentamiento del combustible y para la rápida puesta en marcha, podían transportar toda nuestra expedición desde una base situada en el límite de la gran barrera de hielo, hasta diversos puntos de tierra adentro, desde los cuales nos bastaría con un número suficiente de perros.

Proyectábamos explorar la mayor extensión posible de terreno que nos permitiera la duración de una estación antártica —o más si era absolutamente necesario—, trabajando principalmente en las cordilleras y la meseta situadas al sur del mar de Ross, regiones exploradas en diversa medida por Shackleton, Amundsen, Scott y Byrd. Con frecuentes cambios de campamentos, realizados en aeroplano, y abarcando distancias lo bastante grandes como para ser significativa desde el punto de vista geológico, esperábamos desenterrar una cantidad sin precedentes de material, especialmente de los estratos del período precámbrico, del que tan pocas muestras se habían conseguido en la Antártida. También queríamos reunir el mayor número posible de muestras de rocas fosilíferas, pues la historia de la vida primigenia en este desnudo reino del hielo y de la muerte es de la máxima importancia para nuestro conocimiento del pasado de la Tierra. Es de todos sabido que el continente antártico fue en otros tiempos templado y hasta tropical, que estuvo cubierto de espesa vegetación y fue rico en vida animal, cuyos únicos supervivientes son los líquenes, la fauna marina, los arácnidos y los pingüinos del borde septentrional. Nuestros deseos eran ampliar esa información en cuanto a variedad, exactitud y detalle. Cuando una perforación revelara indicios fosilíferos, agrandaríamos la abertura con explosivos para conseguir muestras de tamaño conveniente y en buen estado.

Nuestras perforaciones, de profundidad variable según lo que prometieran las capas superiores de tierra o roca, se limitarían a superficies donde el suelo quedara casi o totalmente al descubierto, las cuales habrían de hallarse inevitablemente en riscos o laderas, pues las tierras más bajas estaban cubiertas por una capa de hielo de una o dos millas de espesor. No podríamos perder el tiempo perforando simplemente capas glaciales, aunque Pabodie había proyectado un plan para introducir electrodos en grupos de perforaciones y fundir así zonas limitadas de hielo con la corriente generada por una dinamo movida por un motor de gasolina. Este proyecto —que no podía realizar una expedición como la nuestra excepto a título de experimento—, es el que piensa llevar a cabo la expedición Starkweather-Moore, a pesar de las advertencias que he hecho desde que regresé del continente antártico.

El público tiene conocimiento de la expedición miskatónica por nuestros frecuentes informes radiotelegráficos enviados al Arkham Advertiser y a la Associated Press así como por los posteriores artículos de Pabodie y míos. Formábamos el equipo expedicionario cuatro profesores de la Universidad: Pabodie; Lake, de la Facultad de Biología; Atwood, de la de Física y también metereólogo, y yo en calidad de geólogo y de jefe nominal de la expedición, además de dieciséis auxiliares: siete estudiantes graduados de la Universidad de Miskatonic y nueve mecánicos especializados. De estos dieciséis, doce eran pilotos de aviación titulados, de los cuales todos menos dos eran también buenos radiotelegrafistas. Ocho de ellos tenían conocimientos de la navegación con brújula y sextante, al igual que Pabodie, Atwood y yo. Además, naturalmente, nuestros dos barcos —antiguos balleneros de madera, reforzados para resistir el hielo y dotados de vapor auxiliar— contaban con una tripulación completa.

La Fundación Nathaniel Derby Pickman, con la ayuda de unas cuantas donaciones especiales, financió la expedición; por tanto, nuestros preparativos fueron extremadamente minuciosos, a pesar de que no existiera gran publicidad. Los perros, los trineos, las máquinas, el equipo necesario para acampar, y las piezas desmontadas de los cinco aeroplanos fueron transportados hasta Boston, donde se cargaron los barcos. Íbamos admirablemente bien equipados para nuestros fines concretos, y en todo lo concerniente a suministros, régimen, transporte y construcción de campamentos, aprovechamos el excelente ejemplo de nuestros numerosos y recientes predecesores, excepcionalmente brillantes. Fue el inusitado número y la fama de estos antecesores lo que hizo que nuestra expedición, aunque importante, despertara poca atención en el mundo en general.

Como informaron los periódicos, nos hicimos a la mar desde el puerto de Boston el 2 de septiembre de 1930 y fuimos navegando apaciblemente costa abajo para atravesar el canal de Panamá y hacer escala en Samoa y en Hobart, Tasmania, donde cargamos las últimas provisiones. Ninguno de los miembros del grupo expedicionario había estado hasta entonces en las regiones polares, por lo cual depositamos nuestra confianza en los capitanes de los buques, J. B. Douglas, que mandaba el bergantin Arkham y la expedición marina, y Georg Thorflnnssen, capitán del Miskatonic navío de tres palos, ambos experimentados balleneros en aguas antárticas.

Conforme íbamos dejando atrás el mundo habitado, el sol se hundía más y más bajo en el norte y cada día permanecía más tiempo por encima del horizonte. Cuando alcanzamos los 62 grados de latitud sur, vimos los primeros icebergs —semejantes a mesas de lados verticales— y justo antes de alcanzar el círculo polar antártico, que cruzamos el 20 de octubre con el pintoresco ceremonial habitual, nos vimos bastante perturbados por el hielo. El descenso de la temperatura me molesté considerablemente después de la larga travesía tropical, pero traté de cobrar ánimos para hacer frente a los mayores rigores que se avecinaban. En muchas ocasiones me fascinaron los curiosos efectos atmosféricos; entre ellos un espejismo singularmente vívido, el primero que había visto nunca, en el que los distantes icebergs se convirtieron en cresterías de inimaginables castillos cósmicos.

Fuimos abriéndonos camino entre los hielos, que afortunadamente no ocupaban una gran superficie ni estaban densamente aglomerados, hasta llegar de nuevo a una zona de aguas poco heladas a 67 grados de latitud sur y 175 grados de longitud este. En la mañana del 26 de octubre apareció en el sur una ancha faja de tierra, y antes del mediodía sentimos la emoción de ver una gran cadena de elevadas montañas cubiertas de nieve que se abría abarcando la totalidad del paisaje que teníamos ante nosotros. Habíamos llegado al fin a un puesto avanzado del gran continente desconocido y de su misterioso mundo de muerte helada. Aquellos picos eran indudablemente los de la Cordillera del Almirantazgo, descubierta por Ross, y ahora tendríamos que doblar el cabo Adare y bajar costeando Tierra Victoria hasta alcanzar nuestra proyectada base de la ribera de la bahía de McMurdo, al pie del volcán Erebus, situado a 77º 9´ de latitud sur.

La última etapa de la travesía fue vívida y estimulante para la fantasía. Grandes picos desnudos, envueltos en el misterio, surgían constantemente hacia el Oeste mientras el bajo sol septentrional del mediodía, o el sol meridional de medianoche, tan bajo que rozaba el horizonte, derramaba sus brumosos rayos rojizos sobre la blanca nieve, el hielo azulado, los cauces de agua y algunos fragmentos negros de la ladera de granito que quedaban al descubierto. A través de las desoladas cimas pasaban furiosas e intermitentes ráfagas de terrible viento antártico,- cuya cadencia hacía pensar a veces, vagamente, en una música salvaje y casi dotada de sensibilidad. Sus flotas recorrían una prolongada escala que, por alguna reacción subconsciente del recuerdo, me parecía inquietante e incluso extrañamente terrible. Algo de aquel paisaje me recordaba las extrañas y perturbadoras pinturas asiáticas de Nicholas Roerich y las descripciones, aún más inquietantes, de la meseta de Leng, de perversa fama, que aparecen en el terrible Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred. Más tarde sentí haber examinado ese monstruoso libro en la biblioteca de la Universidad.

El 7 de noviembre, perdida de vista por el momento la cordillera occidental, pasamos ante la Isla de Franklin y a1 día siguiente avistamos los conos de los montes Erebus y Terror de la isla de Ross, con la larga hilera de las montañas de Parry alzándose a lo lejos. Ahora se extendía hacia el Este la línea blanca y baja de la gran barrera de hielo que se elevaba verticalmente hasta una altura de doscientos pies, como los pétreos acantilados de Quebec, marcando el límite de la navegación hacia el Sur. Por la tarde entramos en la bahía de McMurdo y permanecimos apartados de la costa, a sotavento del humeante monte Erebus. El pico de escorias se recortaba con sus doce mil setecientos pies de altura sobre el cielo del Este como un grabado japonés del sagrado Fujiyama, mientras que más allá se alzaba la cumbre blanca y fantasmal del monte del Terror, de diez mil novecientos pies de altura y ahora extinto como volcán.

Desde el Erebus llegaban bocanadas intermitentes de humo y uno de los ayudantes graduados, un muchacho brillante llamado Danforth, señaló lo que parecía ser lava en la ladera nevada y comentó que esta montaña, descubierta en 1840, había inspirado indudablemente la metáfora de Poe cuando éste escribió siete años después:

— las lavas que derraman sin descanso

sus sulfúreas corrientes por el Yaanek

en las más lejanas regiones del Polo—

que gimen al rodar por las laderas del monte Yaanek

en las tierras del polo boreal.

Danforth era un gran aficionado a la lectura de libros excéntricos y me había hablado mucho de Poe. A mí me interesaba este autor por el ambiente antártico de su única narración larga, la del enigmático e inquietante Arthur Gordon Pym. En la costa desnuda y sobre la gran barrera de hielo del fondo, millares de grotescos pingüinos graznaban y agitaban sus aletas, mientras que en el agua se veía un gran número de gruesas focas, o bien nadando, o bien tendidas sobre grandes trozos de hielo a la deriva.

Utilizando botes pequeños, logramos desembarcar con dificultad en la isla de Ross poco después de medianoche, en la madrugada del día 9, llevando un cabo de cable de cada barco y preparándonos para descargar el equipo y las provisiones con ayuda de un andarivel. Experimentamos profundas y complejas sensaciones al pisar por primera vez la Antártida, aunque las expediciones de Scott y Shackleton nos habían precedido en ese preciso lugar. El campamento, situado en la costa helada, al pie de la ladera del volcán, era sólo provisional, ya que la base de operaciones continuó a bordo del Arkham. Desembarcamos el equipo de perforación, los perros, los trineos, las tiendas, los bidones de gasolina, el equipo experimental de fusión de hielo, las máquinas de fotografía, tanto normales como aéreas, las piezas de los aeroplanos y demás accesorios, entre ellos tres aparatos portátiles de radio —además de los que irían en los aeroplanos— capaces de comunicar con el equipo más potente del Arkham desde cualquier lugar del continente antártico a que pudiéramos llegar. El equipo del barco, en comunicación con el mundo exterior, transmitiría nuestros informes de prensa a la potente estación del Arkham Advertiser situada en Kingsport Head, Massachusetts. Esperábamos dar fin a nuestra tarea en un solo verano antártico, pero si esto era imposible, invernaríamos en el Arkham y-enviaríamos el Miskatonic al Norte antes de que se cerraran los hielos, en busca de provisiones para otro verano.

No es necesario que repita lo que ya ha publicado la prensa acerca de nuestros primeros trabajos: nuestro ascenso al monte Erebus, las perforaciones que llevamos a cabo felizmente en diversos lugares de la isla Ross con el fin de buscar minerales, y la singular velocidad con que las llevó a cabo el aparato de Pabodie, incluso a través de capas de piedra maciza; el ensayo provisional de nuestro reducido equipo de fusión de hielo; la peligrosa ascensión de la gran barrera con trineos y provisiones, y del montaje final de cinco enormes aeroplanos en el campamento situado en lo alto de la barrera. La salud de nuestro grupo de desembarco —veinte hombres y cincuenta y cinco perros de Alaska— era excelente, aunque lo cierto era que aún no habíamos encontrado fríos ni temporales verdaderamente rigurosos. Por lo general, el termómetro oscilaba entre los O grados y los 20 o 25 Fahrenheit y los inviernos pasados en Nueva Inglaterra ya nos habían acostumbrado a tales inclemencias. El campamento de lo alto de la barrera era semipermanente y estaba destinado a almacenar gasolina, provisiones, dinamita y otros suministros.

Sólo eran necesarios cuatro aeroplanos para transportar el equipo de exploración; el quinto lo dejamos a cargo de un piloto y dos hombres de la tripulación, en el depósito, como medio de llegar basta nosotros desde el Arkham en caso de que se perdieran todos los aeroplanos de exploración. Más adelante, cuando utilizáramos todos los demás aeroplanos para el transporte del equipo, destinaríamos uno o dos a establecer una especie de puente aéreo entre el depósito y otra base permanente situada en la gran meseta, entre 600 y 700 millas en dirección sur, más allá del glaciar de Beardmore. A pesar de los informes casi unánimes acerca de los terribles vientos y tempestades que soplaban sobre la meseta, decidimos prescindir de bases intermedias, arriesgándonos así en beneficio de la economía y de una probable eficiencia.

Los informes radiotelegráficos hablaron del impresionante vuelo de cuatro horas sin escala que efectuó nuestra flotilla el 21 de noviembre por encima del elevado banco de hielo, con enormes picos alzándose al Oeste mientras ‘los silencios insondables nos devolvían el eco del sonido de nuestros motores. El viento nos molestaron sólo moderadamente y las brújulas radiogonométricas nos ayudaron a atravesar la poca niebla opaca que encontramos. Cuando las imponentes alturas se alzaron ante nosotros, entre 83 y 84 grados de latitud, supimos que habíamos llegado al glaciar Beardmore, el mayor del mundo entre los situados en un valle, y que el mar helado daba ahora paso a una costa adusta y montañosa. Al fin entrábamos en el mundo blanco de los confines meridionales, muerto durante incontables eones. Al mismo tiempo, vimos a lo lejos, hacia el Este, la cumbre del monte Nansen que se elevaba hasta una altura cercana a los quince mil pies La instalación de la base sur sobre el glaciar, a 860 7´ de latitud y 174º 23’ de longitud este, llevada a cabo con toda felicidad, y los rápidos taladros y minados efectuados en varios puntos durante nuestras excursiones en trineo y breves vuelos en aeroplano, ya han pasado a la historia, así como el duro y feliz ascenso al monte Nansen que llevaron a cabo Pabodie y dos de los estudiantes graduados —Gedney y Carroll— del 13 al 15 de diciembre. ¡Nos hallábamos a unos ocho mil quinientos pies sobre el nivel del mar, y cuando! las perforaciones experimentales revelaron, en ciertos lugares la existencia de tierra firme a una profundidad de sólo doce pies por debajo del hielo y de la nieve, empleamos a menudo el pequeño aparato de fusión taladrando y dinamitando en muchos lugares donde ningún explorador había pensado siquiera en recoger muestras de minerales. Los granitos precámbricos y los ejemplares de arenisca así conseguidos, nos afirmaron en la creencia de que la meseta formaba una base homogénea con la mayor parte del continente que quedaba al oeste, pero era algo distinta de las zonas que quedaban al este, por debajo de la América del Sur, zonas que entonces creíamos que constituían un continente aparte y más pequeño separado del mayor por la unión de los dos mares helados de Ross y Weddell, aunque Byrd ha demostrado posteriormente lo erróneo de tal hipótesis.

En algunas de las muestras de arenisca, obtenidas con dinamita y trabajadas a cincel después de que una perforación exploratoria revelara su naturaleza, encontramos algunas marcas y fragmentos de fósiles realmente interesantes, especialmente líquenes, algas, trilobites, crinoideos y algunos moluscos tales como linguellae y gastrópodos, los cuales parecían haber tenido gran importancia en la historia primigenia de aquella región. También descubrimos una extraña marca triangular y estriada, de alrededor de un pie de diámetro máximo, que Lake recompuso con tres fragmentos de pizarra extraídos de una profunda abertura dinamitada. Estos fragmentos procedían de un lugar situado al oeste, cerca de la cordillera de la Reina Alejandra. Lake, como biólogo, juzgó estas curiosas marcas enormemente interesantes y difíciles de explicar, aunque a mí, en cuanto geólogo, no me parecieron diferentes de algunos efectos ondulados bastante corrientes en las rocas de sedimentación. Dado que la pizarra no es más que una formación metamórfica a la que se ha sumado a presión un estrato sedimentario y dado que esta presión produce extraños efectos deformantes en cualquier marca anteriormente existente, no vi razón para semejante asombro ante aquella huella estriada.

El 6 de enero de 1931, Lake, Pabodie, Daniels, los seis estudiantes, cuatro mecánicos y yo, volamos directamente por encima del Polo Sur en dos grandes aeroplanos, viéndonos obligados en una ocasión a tomar tierra por un fuerte viento que afortunadamente no se convirtió en un típico vendaval. Como ha dicho la prensa, éste fue uno de los varios vuelos de observación en que tratamos de descubrir nuevas características topográficas en regiones no alcanzadas hasta entonces por anteriores exploraciones. Nuestros primeros vuelos resultaron decepcionantes respecto a esto último, aunque sí nos permitieron contemplar algunos magníficos ejemplos de los engañosos espejismos, enormemente fantásticos, propios de las regiones polares, fenómenos de los que el viaje por mar nos había proporcionado algún indicio. Flotaban en el cielo montañas remotas como ciudades hechizadas y a menudo todo el mundo blanco se diluía en una tierra dorada, plateada y escarlata, tierra de ensueños dunsanianos y prometedora de aventuras bajo la mágica luz de un sol de medianoche. En días nublados nos era bastante difícil volar a causa de la tendencia del cielo y la tierra nevada a fundirse en un místico vacío opalescente, sin horizonte perceptible que señalara la conjunción de uno y otra.

Al fin decidimos llevar a cabo nuestro proyecto inicial de volar quinientas millas hacia el Este con los cuatro aviones de exploración y establecer una nueva base auxiliar en un punto que, probablemente, estaría situado en el continente menor o lo que erróneamente juzgábamos como tal. Las muestras geológicas que allí obtuviéramos nos servirían para comparar. Nuestra salud hasta entonces continuaba siendo excelente, pues el zumo de lima compensaba sobradamente el régimen continuo a base de conservas y alimentos salados, y las temperaturas, generalmente superiores a cero, nos permitían prescindir de las pieles más gruesas. Estábamos a mediados de verano, y, si nos apresurábamos, tal vez pudiéramos acabar la tarea para marzo y evitar la tediosa invernada durante la larga noche antártica. Varias tormentas huracanadas arremetían contra nosotros desde el este, pero logramos escapar de ellas ilesos gradas a la habilidad de Atwood para construir hangares rudimentarios y defensas contra el viento con grandes bloques de hielo, y para reforzar con más nieve los principales refugios del campamento. Nuestra eficiencia y buena suerte habían sido casi milagrosas.

El mundo sabía de nuestro programa y fue informado también acerca de la tenaz y extraña insistencia de Lake en hacer un viaje de exploración hacia el oeste, o más bien hacía el noroeste, antes de nuestro definitivo traslado a la nueva base. Parece que había cavilado mucho, y con una audacia alarmantemente extrema, sobre la marca triangular y estriada observada en la pizarra, viendo en ella ciertas contradicciones entre su naturaleza y el período geológico a que pertenecía, contradicciones que habían despertado al máximo su curiosidad, por lo que deseaba llevar a cabo perforaciones y voladuras en la región que se extendía hacia occidente y a la que evidentemente pertenecían los fragmentos desenterrados. Estaba extrañamente convencido de que aquellas marcas eran la huella de algún organismo voluminoso, desconocido, inclasificable y de un grado de evolución considerablemente avanzando, a pesar de que la roca donde aparecieron era de tan remotísima antigüedad —cámbrica, si no decididamente precámbrica— que excluía la existencia probable

no sólo de toda dase de vida evolucionada, sino de cualquier forma de vida superior a la de una etapa unicelular o a lo sumo de los trilobites. Aquellos fragmentos, con sus extrañas marcas, debían tener una antigüedad de quinientos a mil millones de años.

Capítulo II