En Sicilia con amor - El despiadado griego - Julia James - E-Book

En Sicilia con amor - El despiadado griego E-Book

Julia James

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Beschreibung

En Sicilia con amor Catherine Spencer Corinne Mallory no sabe mucho de Raffaello Orsini, aparte del hecho de que es muy rico, extremadamente guapo y que es el viudo de su mejor amiga. Cuando Raffaello le ofrece casarse con ella por el bien de sus hijos, ya que aquel fue el último deseo de su fallecida esposa, Corinne rechaza su vergonzosa propuesta… hasta que su situación económica la lleva al altar junto a aquel fogoso siciliano. El despiadado griego Julia James Cuando el magnate griego Nikos Theakis le ofreció a Ann Turner un millón de libras por su sobrino huérfano, ella tomó el dinero y se marchó. Joven, sin un penique y sola, Ann hizo lo que pensaba que sería lo mejor... y aquello la destrozó. Cuatro años después, decidió aceptar la invitación de la madre de Nikos para ir a Grecia. Allí, y a pesar de que él pensaba que era una cazafortunas, se dejaron llevar por la pasión...

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Seitenzahl: 403

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 409 - septiembre 2020

 

© 2008 Spencer Books Limited

En Sicilia con amor

Título original: Sicilian Millionaire, Bought Bride

 

© 2009 Julia James

El despiadado griego

Título original: The Greek’s Million-Dollar Baby Bargain

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-614-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

En Sicilia con amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

El despiadado griego

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ESCUETA y enigmática, la carta reposaba en el tocador de Corinne Mallory. Al principio había decidido ignorar la citación que había en la misiva, pero la había detenido el nombre que la firmaba. Raffaello Orsini había estado casado con su mejor amiga, y Lindsay había estado loca por él… hasta el día de su muerte. Eso había logrado que Corinne se tragara su orgullo. Fuera cual fuera el motivo de la visita de él a Canadá, la lealtad que le guardaba a Lindsay había hecho que aceptara verse con Raffaello.

Pero en aquel momento, cuando faltaban menos de dos horas para que se viera con aquel hombre cara a cara, no estaba tan segura de haber tomado la decisión adecuada.

Miró la poca ropa que tenía en su armario y decidió que algo de color negro sería lo más adecuado. Lo combinaría con perlas ya que una cena en el Pan Pacific, el hotel más prestigioso de Vancouver, requería un toque de elegancia… aunque las perlas no fueran verdaderas y el vestido negro fuera de seda falsa.

Por lo menos sus zapatos negros llevaban grabado el emblema de un conocido diseñador, lo que suponía un recordatorio de la época en la cual había podido permitirse algunos lujos.

También era un recordatorio de Lindsay, una pequeña mujer llena de sueños que no había creído en la expresión «no puedo hacerlo».

–Compraremos un edificio destartalado en una buena zona de la ciudad –le había dicho su amiga–. Y lo convertiremos en un hotel, Corinne. Yo me encargaré de la gestión y de la decoración y tú de la cocina. Podemos hacer lo que nos propongamos. Nada nos detendrá. ¿Y si nos enamoramos y nos casamos? Tendrá que ser con hombres que compartan nuestra visión de la vida.

En aquel momento su amiga había esbozado una gran sonrisa.

–¡Y ayudaría si fueran muy, muy ricos! –había continuado–. ¿Y si no lo son? No importa porque nosotras labraremos nuestra propia suerte. Podemos hacerlo, Corinne. Sé que podemos. Lo llamaremos Hotel Bowman-Raines. Cuando cumplamos treinta años seremos famosas por nuestra hospitalidad y nuestra cocina. La gente matará para hospedarse en nuestro hotel…

Pero todo aquello había sido antes de que Lindsay fuera a Sicilia de vacaciones y se enamorara de Raffaello Orsini, que era muy, muy rico, pero que no había tenido ningún interés en absoluto en compartir los sueños de ella. En vez de ello, la había hecho suya. Y Lindsay se había olvidado de su sueño de crear un bonito hotel y se había mudado al otro extremo del mundo para convertirse en su esposa y crear una familia.

Pero la suerte en la que su amiga había creído tanto la había golpeado con ferocidad ya que con sólo veinticuatro años había enfermado de leucemia y su pequeña hija de tres años se había quedado huérfana…

Corinne parpadeó para apartar las lágrimas de sus ojos y se aplicó máscara de pestañas.

En la planta de abajo, oyó cómo la señora Lehman, su vecina y niñera ocasional, colocaba los platos para darle de cenar a Matthew.

Al pequeño no le había hecho gracia enterarse de que su madre iba a salir.

–Odio cuando vas a trabajar –había dicho mientras le temblaba el labio inferior.

Corinne tenía que admitir que su hijo tenía razón ya que muchas veces no podía llegar para acostarlo. Frecuentemente su trabajo le exigía trabajar hasta tarde y durante las vacaciones de su pequeño. Pero no había mucho que pudiera hacer para evitarlo, no si quería tener dinero para pagar el alquiler y poner comida sobre la mesa.

–No llegaré tarde y prepararé tortitas con arándanos para desayunar –le había prometido a Matthew–. Pórtate bien con la señora Lehman y no le hagas pasar un mal rato cuando te acueste.

–Quizá lo haga –advirtió el pequeño. Aunque sólo tenía cuatro años, había desarrollado un alarmante talento para el chantaje.

Mientras se ponía el vestido negro pensó que debía quedarse en casa y se sintió invadida por un sentimiento de culpa. Pero la carta que había recibido no se lo permitía. La agarró y la leyó de nuevo.

 

Villa di Cascata,

Sicilia,

Seis de enero, 2008.

 

Signora Mallory:

Estaré en Vancouver a finales de mes para atender una urgencia que se me ha presentado y de la que deseo hablar con usted en privado.

Tengo una habitación reservada en el hotel Pan Pacific y apreciaría mucho si me acompañara a cenar el viernes veintiocho de enero, fecha que espero estime conveniente. A no ser que usted me diga lo contrario, mandaré un coche a buscarla a las siete y media del citado día.

Un saludo cordial,

Raffaello Orsini.

 

Pero exactamente igual a la primera vez que había leído la misiva, no pudo intuir nada. No tenía ni idea de lo que se podía tratar. Oyó el jaleo que había en la cocina y supuso que Matthew le iba a dar a la señora Lehman otra noche de pesadilla.

–Será mejor que esto merezca la pena, señor Orsini –murmuró, apartando la carta.

Entonces se miró por última vez en el espejo antes de bajar a la planta de abajo para apaciguar a su pequeño, el cual no tenía ningún recuerdo de su padre y cuya madre no parecía estar ejerciendo bien de padre y madre a la vez.

 

 

Raffaello pensó que las vistas eran espectaculares. Al norte se podían divisar las montañas nevadas y casi debajo de su suite podía ver un gran yate amarrado en el puerto.

No era Sicilia, pero igualmente era fascinante sobre todo porque había sido el hogar de Lindsay. Era un lugar salvaje y sofisticado, bello e intrigante… exactamente igual a ella.

Dos años atrás, incluso sólo uno, no habría sido capaz de ir allí. El dolor todavía había sido demasiado intenso y su duelo había estado riñéndose con el enfado. Pero el tiempo tenía la capacidad de curar incluso las heridas más profundas.

–Lo haré por ti, amore mio –murmuró, mirando al cielo.

Oyó cómo las campanas de una iglesia de la ciudad daban las ocho. Corinne Mallory llegaba tarde. Impaciente por comenzar con lo que tenía que hacer aquella noche, tomó el teléfono y marcó para hablar con recepción y recordarles que debían guiar a la señorita Mallory a su habitación. Si llegaba… Lo que tenía que proponerle era algo que no podía hacerse en público.

Pasaron diez minutos más antes de que llamaran a la puerta.

Raffaello se levantó y se recordó a sí mismo que ella había sido la mejor amiga de Lindsay, pero que eso no implicaba que fuera a serlo de él. Aunque por el bien de todos lo que tenía que lograr era una cierta cordialidad.

Había visto fotografías y pensaba que sabía lo que esperar de la mujer que estaba al otro lado de la puerta. Pero ella era más delicada de lo que él había esperado. Tenía una piel muy blanca y unos ojos de un azul muy intenso.

–Signora Mallory, gracias por acceder a verme. Por favor, pase.

Corinne vaciló un momento antes de entrar en la suite.

–Creo que no me ha dado mucha opción, señor Orsini –contestó.

El acento de aquella mujer le recordó mucho a Raffaello el de Lindsay… tanto que por un momento se quedó desconcertado.

–Como tampoco esperaba que nuestra reunión se fuera a celebrar en su habitación –continuó ella–. No puedo decir que esté muy cómoda con ello.

–Mis intenciones son completamente honestas –contestó él.

Corinne le permitió agarrar su abrigo y se encogió de hombros.

–Será mejor que así sea –dijo.

–¿Le apetece beber algo antes de cenar? –preguntó Raffaello, señalando el bar de la suite.

–Tomaré un vino que sea suave, por favor.

–Así que… –comenzó a decir él, sirviéndole vino a ella y un whisky para sí mismo– hábleme de usted, signora. Sólo sé que mi difunta esposa y usted eran grandes amigas, así como que usted se ha quedado viuda y que tiene un niño pequeño.

–Pues ya es bastante más de lo que yo sé de usted, señor Orsini –contestó ella–. Y como no sé de qué trata esta reunión, preferiría que fuéramos al grano en vez de perder el tiempo contándole la historia de mi vida… historia que estoy segura no tiene el menor interés en escuchar.

Raffaello se acercó a Corinne y le dio el vaso de vino que le había servido. Entonces levantó su vaso de whisky a modo de brindis silencioso.

–Se equivoca. Por favor, comprenda que tengo una razón legítima y convincente para querer saber más de usted –aseguró.

–Está bien. Entonces comprenda que hasta que no comparta esa razón conmigo no voy a satisfacer su curiosidad. No sé cómo son las cosas en Sicilia, pero aquí ninguna mujer con un poco de sentido común accede a verse a solas con un hombre que no conoce en su habitación de hotel. Si hubiera sabido que éste era su plan, no habría venido.

Corinne dejó su vaso sobre la mesa de la suite y miró su reloj.

–Tiene exactamente cinco minutos para explicarse, señor Orsini. Después me marcho de aquí.

–Puedo ver por qué mi esposa y usted eran tan buenas amigas –comentó Raffaello–. Ella también iba directa al asunto. Era una de las muchas cualidades que yo admiraba en ella.

–Le quedan cuatro minutos y medio, señor Orsini, y ya estoy perdiendo la paciencia.

–Muy bien –dijo él, agarrando una carpeta de cuero que había dejado sobre la mesa. De ella sacó una carta–. Esto es para usted. Creo que su contenido le resultará muy claro.

Ella miró brevemente la carta, que estaba escrita a mano, y palideció.

–Es de Lindsay.

–Sí.

–¿Cómo sabe de qué trata?

–La he leído.

–¿Quién le dio el derecho? –exigió saber Corinne, sonrojándose.

–Me lo di yo mismo.

–Recuérdeme que no deje correspondencia privada cuando usted esté alrededor –dijo ella con la indignación reflejada en los ojos.

–Lea su carta, signora, y entonces le permitiré leer la mía. Tal vez cuando lo haya hecho sentirá menos hostilidad hacia mí y comprenderá mejor por qué he venido hasta aquí para conocerla.

Corinne le dirigió una última mirada dubitativa antes de centrar su atención en la carta. Al principio sujetó la hoja con firmeza, pero cuando terminó de leer le temblaba la mano.

–¿Bueno, signora?

–Esto es… ridículo. Lindsay no podía haber estado en sus cabales cuando lo escribió –contestó ella con la impresión reflejada en los ojos.

–Mi esposa estuvo lúcida hasta el final. La enfermedad dañó su cuerpo, no su mente –dijo Raffaello, acercándole su propia carta–. Aquí está lo que me pidió a mí. Ambas cartas fueron escritas el mismo día. La mía es una copia de la original. Si lo desea, puede quedársela para leerla con más calma.

A regañadientes, Corinne tomó la segunda carta, la leyó rápidamente y se la devolvió a él.

–Me cuesta creer que Lindsay sabía lo que estaba pidiendo –dijo, incrédula.

–Analizándolo fríamente tiene cierto sentido.

–No, para mí no –respondió ella rotundamente–. Y no puedo creer que para usted lo tenga, de lo contrario me las hubiera enseñado antes. Estas cartas fueron escritas hace más de tres años. ¿Por qué ha esperado hasta ahora para enseñármelas?

–Yo mismo las descubrí por accidente hace pocas semanas. Lindsay las había metido dentro de un álbum de fotografías y tengo que admitir que cuando las leí por primera vez mi reacción fue muy parecida a la de usted.

–Espero que no esté queriendo decir que ahora está de acuerdo con los deseos de Lindsay.

–Por lo menos requieren que los consideremos.

Corinne Mallory tomó su vaso de vino.

–Finalmente quizá vaya a necesitar algo más fuerte que esto.

–Comprendo que acostumbrarse a la idea requiere tiempo, signora Mallory, pero espero que no la desestime sin pensarlo. Desde un punto de vista práctico, un acuerdo como ése tiene muchas cosas buenas.

–No tengo intención de ofenderle, señor Orsini, pero si realmente cree eso, no puedo evitar pensar que está un poco loco.

–No tiene razón… y pretendo convencerla de ello durante la cena –aseguró él, sonriendo.

–Después de leer estas cartas, no sé si cenar con usted es tan buena idea.

–¿Por qué no? ¿Tiene miedo de que le haga cambiar de idea?

–No –contestó Corinne, completamente convencida.

–¿Entonces cuál es el problema? Si al final de la cena usted sigue pensando lo mismo, no trataré de persuadirla. Yo también tengo dudas y no estoy convencido de la viabilidad de las peticiones de mi esposa. Pero en honor a su memoria, lo menos que puedo hacer es intentarlo. Ella no esperaría menos de mí… ni, me atrevo a señalar, de usted.

–Está bien –concedió Corinne Mallory tras unos segundos–. Está bien, me quedaré… por Lindsay, porque esto significaba tanto para ella. Pero, por favor, no albergue ninguna ilusión de que cumpliré sus deseos.

Raffaello levantó su vaso de nuevo.

–Por Lindsay –concedió, señalando el comedor de la suite al oír que llamaban a la puerta–. Ésa será nuestra cena. Pedí que la sirvieran aquí. Ahora que usted conoce el asunto a tratar, seguro que estará de acuerdo en que no es algo que deba discutirse en público.

–Supongo que tiene razón –contestó ella, mirando a su alrededor–. ¿Hay algún lugar donde pueda refrescarme antes de sentarnos a cenar?

–Desde luego –respondió él, indicándole el cuarto de baño de invitados–. Tómese su tiempo, signora. Supongo que el chef y su personal necesitarán unos minutos para prepararlo todo.

 

 

¡Corinne necesitaba mucho más que unos minutos para recomponerse! Cerró la puerta del cuarto de baño y se miró en el espejo. Ruborizada, vio que tenía los ojos brillantes. Estaba muy alterada y lo había estado desde que había llegado a aquella suite y había conocido al hombre más guapo que jamás había visto.

Lindsay le había mandado fotografías de la boda, pero hacía muchos años de aquello. En realidad ninguna cámara podía captar el magnetismo sexual que desprendía aquel hombre…

Raffaello tenía la piel aceitunada, un brillante pelo oscuro y era muy alto y fuerte. Poseía una boca muy sensual y unos ojos grises en los cuales perderse…

Pensó que si no hubiera reconocido la letra de Lindsay jamás habría creído que aquellas cartas eran auténticas. Sacó la que estaba dirigida a ella y la leyó de nuevo.

 

Doce de junio, 2005

 

Querida Corinne.

Esperaba poder volver a verte una vez más y que pudiéramos hablar… de la manera en la que siempre solíamos hacer, siendo muy sinceras. También esperaba poder estar con Elisabetta para celebrar su tercer cumpleaños. Pero ahora sé que no voy a estar aquí para hacer ninguna de esas dos cosas y que tengo muy poco tiempo para dejar todo arreglado. Y por eso me he visto forzada a escribirte esta carta, algo que nunca fue uno de mis puntos fuertes.

Corinne, llevas viuda casi un año y yo sé mejor que nadie lo duro que ha sido para ti. Yo estoy aprendiendo de primera mano lo terrible que el sufrimiento puede llegar a ser. Pero tener problemas económicos que sumar al dolor, como tú continúas teniendo, es más de lo que nadie debería soportar. Por lo menos yo no tengo que preocuparme por el dinero. Pero el dinero no puede comprar la salud ni puede compensar a un niño la pérdida de un progenitor, algo que tanto tu hijo como mi hija tienen que soportar. Y eso me lleva al asunto que quiero tratar.

Todos los niños se merecen tener dos padres, Corinne. Una madre que les dé un beso cuando se hagan daño y que enseñe a una hija a convertirse en mujer y a un hijo a ser sensible. También merecen un padre que les defienda de un mundo que puede llegar a ser muy cruel.

He sido muy feliz con Raffaello. Es un hombre estupendo, un magnífico modelo en el que un niño pequeño que crece sin padre puede fijarse. Él sería magnífico para tu Matthew. Y si yo no puedo estar ahí para mi Elisabetta, no puedo pensar en nadie que quisiera que ocupara mi lugar que no seas tú, Corinne.

Te he querido casi desde el día que nos conocimos en segundo grado. Eres mi hermana del alma. Así que te estoy pidiendo que, por favor, consideres mi último deseo, que es que Raffaello y tú unáis fuerzas…y sí, me refiero a que os caséis… y que juntos llenéis los espacios que han quedado vacíos en las vidas de nuestros hijos.

Ambos tenéis mucho que aportar a un acuerdo como ése y también mucho que ganar. Pero hay otra razón que no es tan desinteresada. Elisabetta es demasiado pequeña para mantener recuerdos de mí… y odio que sea así. Raffaello lo hará lo mejor que pueda para mantenerme viva en su corazón, pero nadie me conoce tan bien como tú. Sólo tú, amiga mía, le podrás contar cómo era yo de niña y de joven. Sólo tú le podrás hablar de la primera vez que me enamoré, de la primera vez que me rompieron el corazón y de mi primer beso, de mi libro, canción y película favoritos y de tantas cosas más de las que ahora no tengo tiempo de escribir.

Es suficiente decir que tú y yo compartimos una historia muy larga y que jamás hemos guardado secretos entre nosotras. Tener la posibilidad de recurrir a ti sería estupendo para ella.

Te confiaría mi vida, Corinne, pero ahora ya no vale nada, así que te estoy confiando la de mi hija. Deseo vivir con todas mis fuerzas y tengo muchísimo miedo de morir, pero creo que podría afrontarlo más fácilmente si supiera que Raffaello y tú…

 

La carta terminaba de aquella manera, como si a Lindsay se le hubieran terminado las fuerzas para continuar escribiendo. O quizá había tenido la visión borrosa por las lágrimas, lágrimas que habían dejado manchas acuosas en el papel… manchas que se estaban haciendo incluso más grandes por las lágrimas que la propia Corinne estaba derramando en aquel momento.

Desesperada porque Raffaello no la oyera llorar, tiró de la cadena y se secó la cara con unos pañuelos.

–Oh, Lindsay… sabes que haría lo que fuera por ti… lo que fuera. Aparte de esto.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CUANDO regresó a la sala principal de la suite vio que la mesa en la que iban a cenar estaba iluminada por velas, lo que agradeció ya que la luz que daban éstas era tenue y ayudaría a disimular sus enrojecidos ojos.

Raffaello Orsini le separó una silla antes de sentarse frente a ella. Entonces asintió con la cabeza ante el camarero para que les sirviera. Todavía impresionada por el contenido de la carta de Lindsay, Corinne apenas pudo probar bocado y se arrepintió de haber aceptado la invitación de su anfitrión. Sabía que tenía un aspecto horrible.

Por lo menos él tuvo la educación de no comentar nada acerca de ello ni de su falta inicial de respuesta a la conversación. En vez de ello, lo que hizo fue explicarle los lugares a los que había ido de turismo aquel mismo día. Y, casi sin percatarse de ello, Corinne comenzó a comer la deliciosa cena que tenía delante.

Cuando les sirvieron los postres, una apetitosa mousse de chocolate a la que no se pudo resistir, ya estaba bastante más tranquila. Aquel hombre irradiaba confianza. Observándolo y disfrutando de su conversación, casi le fue posible apartar de su mente la verdadera razón por la que estaban allí y fingir que simplemente eran un hombre y una mujer disfrutando de una cena.

Reconfortada por la agradable luz que ofrecían las velas y por aquella voz exótica que sugería una intimidad que merecía la pena descubrir… si se atreviera… casi se relaja. Raffaello era un hombre complejo; estaba claro que tenía mucho dinero, aquella suite y la ropa que llevaba puesta lo dejaban claro, pero a la vez se le veía muy sencillo y fuerte, capaz de escalar una montaña sin una gota de sudor. Era la sofisticación personalizada, demasiado encantador y guapo para su propio bien.

O para el de ella.

–Hasta el momento he sido yo el que he estado hablando todo el tiempo, signora. Ahora es su turno. Dígame, por favor, ¿qué tiene usted que yo pueda encontrar de interés?

–Me temo que no mucho –contestó ella, desconcertada por la pregunta–. Soy una madre trabajadora con muy poco tiempo para hacer algo de interés.

–¿Se refiere a que está demasiado ocupada ganándose la vida?

–Sí, más o menos.

–¿En qué trabaja?

–Soy chef profesional.

–Ah, sí. Recuerdo que una vez mi esposa lo mencionó. A usted la contrató un restaurante de lujo de la ciudad.

–Antes de mi matrimonio, sí. Después de casarme me quedé en casa y crié a mi hijo. Cuando mi marido murió yo… necesité más dinero, así que abrí una pequeña empresa de catering.

–Entonces ahora es autónoma, ¿verdad?

–Sí.

–¿Tiene personal a su servicio?

–No siempre. Al principio pude llevar yo sola el negocio, pero ahora que mi clientela ha aumentado, a veces sí que contrato personal para que me ayude. Pero aun así soy yo la que siempre preparo casi toda la comida.

–Estoy seguro de que ofrece un servicio excelente a sus clientes.

–Sí. Normalmente quieren que supervise eventos especiales en persona.

–Es un negocio que exige mucho, ¿no le parece? ¿Qué la llevó a meterse en algo así?

–Me permitió estar con mi hijo en casa cuando éste era un bebé.

–Es usted una persona de recursos y emprendedora, cualidades que admiro en una mujer. ¿Cómo lo lleva ahora que su hijo no es un bebé?

–Ya no es tan fácil –admitió Corinne–. Mi hijo ya ha pasado la época en la que se conforma con jugar en una esquina mientras yo preparo el banquete para una boda.

–No lo dudo –comentó Raffaello–. ¿Y quién cuida de él mientras usted está fuera ocupándose de las necesidades sociales de otras personas?

–Mi vecina –contestó ella–. Es una mujer mayor y viuda. Tiene nietos y es de confianza.

–Pero estoy seguro de que no le tiene tanto cariño al niño como usted.

–¿Puede alguien sustituir a una madre, señor Orsini?

–No, como muy a mi pesar he aprendido –contestó él, cambiando de tema a continuación–. ¿En qué clase de lugar vive?

–No vivo en una pocilga, si es eso lo que está sugiriendo –espetó Corinne. Se preguntó cuántas cosas le habría contado Lindsay acerca de sus apuros económicos.

–No he sugerido eso –respondió él–. Simplemente estoy tratando de conocer más cosas de usted. Estoy intentando poner el fondo apropiado a un retrato muy atractivo, si lo prefiere así.

Más calmada, Corinne contestó en una actitud menos defensiva.

–Tengo alquilada una casa de dos habitaciones en un barrio al sur de la ciudad.

–En otras palabras; un lugar seguro en el que su hijo pueda jugar en el jardín

Ella pensó en el estrecho patio que había detrás de su cocina, donde el césped no ocupaba más espacio que una toalla de baño. Los vecinos con los que colindaba por ese lado, los Shaw, una pareja de ancianos, siempre se estaban quejando de que Matthew hacía mucho ruido.

–No exactamente. En realidad no tengo jardín. Le llevo a que juegue al parque más cercano. Y si yo no puedo, lo lleva mi hermana.

–¿Hay otros niños con los que pueda jugar en su propia comunidad? ¿Niños de la misma edad y con los mismos gustos?

–Desafortunadamente no. La mayoría de los vecinos son mayores… y muchos, como mi niñera, están jubilados.

–¿Tiene por lo menos su hijo un perro o un gato que le haga compañía?

–No podemos tener animales en la casa.

Impresionado, Raffaello levantó sus elegantes y oscuras cejas.

–Dio, es como si estuviera en la cárcel.

Si era sincera, Corinne no podía discutir con una opinión que ella misma compartía. Pero eso no se lo iba a decir a él.

–Nada es perfecto, señor Orsini. Si así fuera, nuestros hijos no crecerían con un solo progenitor ejerciendo por dos.

–Pero así es –contestó él–. Lo que me lleva a mi próxima pregunta. Ahora que ha tenido tiempo de recuperarse de la impresión inicial, ¿qué opina del contenido de las cartas?

–¿Qué? –preguntó Corinne, impresionada.

–Su opinión –repitió Raffaello–. ¿No se habrá olvidado de la verdadera razón por la que está aquí, signora Mallory?

–Por supuesto que no. Simplemente… no he pensado mucho en ello.

–Entonces le sugiero que lo haga. Ya ha transcurrido demasiado tiempo desde que mi esposa escribió sus últimos deseos. No quiero retrasar su cumplimiento más de lo necesario.

–Bueno… y yo no quiero que me intimiden, señor Orsini, ni usted ni nadie. Pero como está tan ansioso por obtener una respuesta, permítame ser directa. No creo que alguna vez llegue a aceptar las peticiones de Lindsay.

–¿Su amistad significaba tan poco para usted?

–Guarde el chantaje emocional para otra persona –espetó Corinne–. Conmigo no va a funcionar.

Los ojos grises de él se oscurecieron y ella no pudo intuir si era por enfado, dolor o frustración.

–Las emociones no tienen nada que ver con esto. Es una propuesta de negocios, pura y simple, creada únicamente por el bien de mi hija y el mío propio. Y la manera más conveniente de ponerla en práctica es que ambos unamos fuerzas y nos casemos.

–Algo que a mí me parece completamente inaceptable. Por si no lo sabe, los matrimonios de conveniencia dejaron de estar de moda en este país hace mucho tiempo. Si decido casarme de nuevo, que lo dudo, será con alguien que yo elija.

–A mí me parece, signora Mallory, que no está en una situación que le permita ser tan exigente. Según ha reconocido usted misma, la casa donde vive no es suya, lo que la deja a la clemencia de un casero, trabaja demasiado y su hijo pasa mucho tiempo bajo los cuidados de una persona que no es usted.

–Por lo menos tengo mi independencia.

–Por la cual tanto su hijo como usted misma pagan un precio muy alto –comentó Raffaello–. Admiro su espíritu, cara mia, ¿pero por qué está tan empeñada en continuar con su estilo de vida cuando yo le puedo ofrecer mucho más?

–Para empezar, porque no me gusta que me impongan aceptar caridad –contestó ella, pensando que el que él la hubiera llamado cara mia no iba a cambiar nada.

–¿Es así como ve esto? ¿No comprende que en nuestra situación ambos salimos ganando… que mi hija ganaría tanto como el suyo?

Distraídamente, Corinne tocó los suaves pétalos de una de las rosas que había sobre la mesa. Le recordaron la piel de Matthew cuando era un bebé, antes de haberse convertido en un tirano.

–¿Tiene usted miedo de que yo vaya a reclamar mis derechos como marido en la cama? –quiso saber Raffaello.

–No lo sé. ¿Pretende hacerlo? –espetó ella muy irritada.

–¿Le gustaría que lo hiciera?

Corinne fue a abrir la boca para negarlo, pero la cerró a continuación al pasársele por la cabeza la imagen del aspecto que tendría el cuerpo desnudo de Raffaello. La respuesta de su cuerpo, la manera en la que le ardió la sangre en las venas, la consternó.

Durante los cuatro años anteriores se había movido como un autónoma y había encauzado toda su energía en lograr un hogar adecuado para su hijo. Había tenido que mantener apartadas sus propias necesidades. Pero aquella exaltación física que había sentido de repente, aquella aberración… ¿cómo podía describirlo si no?… era ridícula.

–No tiene que decidirse ahora mismo –sugirió Orsini–. El bienestar de dos niños es el asunto principal, no las posibles relaciones sexuales entre usted y yo. No la presionaría a consumar el matrimonio contra sus deseos, pero usted es una mujer atractiva y, como buen siciliano de sangre caliente, no la rechazaré si intenta acercarse a mí.

–No hay la menor posibilidad de que eso ocurra, por la simple razón de que no tengo ninguna intención de acceder a su proposición. Es una idea asquerosa.

–¿Por qué? ¿Qué hay de malo en que dos adultos se unan para crear una apariencia de familia normal para sus hijos? ¿No le parece que ellos se lo merecen?

–Ellos merecen lo mejor que podamos darles… y eso no incluye que sus padres se casen por las razones equivocadas.

–Eso sería cierto si nos estuviéramos engañando a nosotros mismos haciéndonos creer que nuestros corazones están comprometidos, signora, lo que no es cierto. En vez de eso estamos tratando este tema de una manera inteligente. Y eso, según mi opinión, aumenta las posibilidades de que la unión funcione.

–¿De una manera inteligente? –repitió Corinne. Casi se ahoga con el café que se estaba tomando–. ¿Es así como lo define?

–¿De qué otra manera podría hacerlo? Después de todo, no es como si alguno de los dos estuviera buscando amor en un segundo matrimonio ya que ambos encontramos, y perdimos, a nuestras almas gemelas la primera vez. No albergamos ninguna ilusión romántica. Solamente estamos interesados en un contrato para mejorar la vida de nuestros hijos.

Nerviosa, Corinne se levantó y se acercó a la ventana.

–Ha omitido mencionar de qué manera me voy a beneficiar yo económicamente de tal acuerdo.

–Apenas lo considero suficientemente importante como para prestarle atención.

–Lo es para mí.

–¿Por qué? ¿Porque piensa que se la está comprando?

–Entre otras cosas, sí.

–Eso es ridículo.

–Finalmente estamos de acuerdo en algo –respondió ella, encogiéndose de hombros–. De hecho, toda la idea es ridícula. La gente no se casa por ese tipo de razones.

–¿Por qué se casa?

–Bueno, como bien ha señalado usted antes, por amor.

En realidad, lo que ella había creído que era amor había resultado ser lujuria. Encaprichamiento. Una ilusión. Lo único bueno que había resultado de su matrimonio había sido Matthew y si Joe hubiera vivido, ella sabía que habrían terminado divorciándose.

Desde el otro lado de la habitación, la hipnotizadora voz de Raffaello Orsini rompió el silencio.

–En esta ocasión también se estaría casando por amor. Por amor hacia su hijo. Piense en él, cara mia. Imagínese su risa mientras corre y juega en un enorme jardín, mientras construye castillos de arena en una playa segura y aislada. Imagínese a usted misma viviendo en una amplia villa sin problemas económicos y con todo el tiempo del mundo para dedicarle a su hijo. Y entonces dígame, si se atreve, que nuestra unión es una idea tan mala.

Aquel hombre le estaba ofreciendo a Matthew más de lo que ella jamás podría incluso soñar con darle. Y, aunque el orgullo le ponía muy difícil aceptar aquello, como madre tenía que preguntarse si tenía el derecho de privar a su hijo de una vida mejor. Pero venderse al mejor postor… ¿en qué clase de mujer se convertiría?

–Señor Orsini, se ha esmerado usted mucho en explicarme cómo me beneficiaría el acuerdo, pero… ¿qué obtiene usted de él? –le preguntó, observando de reojo cómo él se acercaba al bar y servía dos copas de coñac.

–Cuando Lindsay murió… –contestó Raffaello, acercándose entonces a Corinne y ofreciéndole una de las copas– mi madre y mi tía se mudaron a mi casa para cuidar a Elisabetta y, si tengo que ser sincero, para cuidarme a mí también. En aquella época yo estaba demasiado enfadado y ensimismado en mi propio dolor como para ser la clase de padre que mi hija merecía. Estas dos buenas mujeres dejaron su vida a un lado y se dedicaron a nosotros.

–Tuvo usted mucha suerte de que ellas estuvieran allí cuando las necesitó.

–Tuve mucha suerte, sí, y también les estuve muy agradecido –respondió él con cierta reserva.

–¿Pero…? –preguntó ella, mirándolo fijamente.

–Pero han mimado tanto a Elisabetta que se está convirtiendo en una niña difícil de controlar y yo no sé cómo ponerle fin a la situación sin herir los sentimientos de mi madre y de mi tía. Mi hija necesita mano firme, Corinne, y yo no lo estoy haciendo muy bien, en parte porque mi trabajo me exige que esté fuera de casa frecuentemente, pero también porque… porque soy un hombre.

Al percatarse de que él la había llamado por su nombre, Corinne sintió un gran placer y no supo qué decir. Pero decidió también tutearle.

–Ya me he dado cuenta, Raffaello –dijo. Pero entonces, consternada ante la manera en la que él pudiera interpretar aquello, se apresuró a explicarse–. Lo que quiero decir es que como la mayoría de los hombres parece que piensas que porque digas algo se tiene que cumplir.

Él se rió ante aquello.

–Tú has leído las cartas de Lindsay y sabes lo que quería. Lo que tú puedes hacer por mí, Corinne, es cumplir sus últimos deseos y ocupar su lugar en la vida de Elisabetta. Convertir a mi hija en la clase de mujer de la que su madre se sentiría orgullosa. No será una tarea fácil, te lo aseguro. A lo que yo te ofrezco se le puede poner un precio, pero es imposible ponerle precio a lo que tú me puedes ofrecer a mí.

–Eres muy persuasivo, pero los hechos son los hechos; la logística hace que la idea no sea práctica.

–Cifra una cantidad.

–He firmado un contrato de arrendamiento por mi casa.

–Yo lo pagaré por ti.

–Tengo obligaciones… deudas.

–Yo te liberaré de ellas.

–No quiero tu dinero.

–Lo necesitas.

–¿Y si no te gusta mi hijo? –preguntó ella, adoptando una táctica diferente.

–¿Crees que a ti no te gustará mi hija?

–¡Por Dios! Es sólo una niña. Una pequeña inocente.

–Exactamente –contestó él–. Nuestros hijos son inocentes y nosotros somos sus tutores legales.

–Tú esperarías que yo desbaratara la vida de mi hijo y que me fuera a vivir a Sicilia.

–¿Qué te retiene aquí? ¿Tus padres?

En realidad no era así ya que ellos se habían desencantado de ella cuando todavía era una quinceañera. No les había gustado la idea de que su hija se convirtiera en chef.

Pero aquello no había sido nada comparado con la reacción que éstos habían tenido cuando Joe había entrado en la vida de su hija. Incluso la habían amenazado con dejarla sola.

–No –contestó–. Se marcharon a vivir a Arizona y rara vez nos vemos.

–¿Estás distanciada de ellos?

–Más o menos –respondió ella sin entrar en detalles.

Raffaello se acercó a Corinne y le puso una mano en el hombro.

–Entonces una razón más para que te cases conmigo. Yo tengo una gran familia.

–No hablo italiano.

–Aprenderás, así como también lo hará tu hijo.

–Quizá a tu madre y a tu tía no les vaya a hacer gracia que una extraña entre en la casa para hacerse cargo de todo.

–Tanto mi madre como mi tía accederán a mis deseos.

¡Raffaello tenía siempre una respuesta para todo!

–¡Deja de darme la lata! –gritó ella, desesperada. Si no detenía a aquel hombre, terminaría accediendo a su petición por pura fatiga.

–Ti prego, pardonami… perdóname. Estás impresionada, al igual que lo estuve yo cuando leí por primera vez las cartas de mi esposa. No puedo esperar que llegues a una conclusión en este momento… sería irrazonable.

–Exactamente –respondió Corinne–. Necesito un tiempo para asimilar las ventajas y desventajas de todo esto y no puedo hacerlo si tú estás encima de mí.

–Lo comprendo –concedió él, acercándose al escritorio y regresando con un sobre en el que había varias fotografías. Lo dejó sobre la mesa del café–. Quizá esto te ayude a comprender. ¿Quieres que te deje sola durante un tiempo para que veas las fotografías?

–No –contestó ella con firmeza–. Me gustaría irme a casa para tomarme mi tiempo y decidirme sin la presión de saber que tú estás rondando alrededor.

–¿Cuánto tiempo necesitas? Debo regresar a Sicilia cuanto antes mejor.

–Mañana te daré una respuesta –respondió Corinne, que en realidad ya tenía una en aquel mismo momento. Pero no era la que él quería oír, así que decidió callarse para poder escapar mientras podía. Cuanto antes pusiera distancia entre ambos menos posibilidades habría de que accediera a una petición que sabía debía apartar de su cabeza.

–Está bien –concedió Raffaello, agarrando de nuevo el sobre y metiéndoselo en el bolsillo de su chaqueta. Entonces le puso a ella su abrigo por encima de los hombros y tomó el teléfono–. Dame un momento para avisar al chofer de que ya estamos preparados.

–No tienes que venir conmigo –dijo Corinne una vez él hubo telefoneado–. Puedo regresar sola.

–Seguro que sí –contestó él–. Me pareces una mujer que siempre logra lo que se propone. Pero aun así te voy a acompañar.

Ella deseó que Raffaello no fuera a acompañarla hasta su casa ya que estar durante cuarenta minutos con él en la privacidad que ofrecía la parte trasera de una limusina no garantizaba cuál sería su respuesta ante la proposición que le había hecho.

Pero Raffaello sólo la acompañó hasta la entrada del hotel, donde esperaba la limusina. Esperó a que estuviera sentada en la parte trasera del vehículo y, en el último minuto, sacó de nuevo el sobre de su chaqueta y lo depositó en el regazo de ella.

–Buona notte, Corinne –murmuró–. Estoy deseando tener noticias tuyas mañana.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

CORINNE le dirigió una funesta mirada y trató de devolverle el sobre, pero éste se abrió y su contenido cayó por el asiento. Cuando hubo tomado todas las fotografías la puerta de la limusina ya se había cerrado y el chófer ya había arrancado.

Metió el sobre con las fotografías en su bolso ya que solamente porque Raffaello le había dicho que debía aceptarlas no significaba que tenía que mirarlas. Pretendía devolvérselas por correo al día siguiente, junto con su negativa a la propuesta de él.

Cuando por fin el chófer aparcó la limusina frente al complejo residencial en el cual vivía, se sintió embargada por una sensación de alivio. Aquello era su hogar y lo que a ella más le importaba en el mundo estaba bajo el techo de su casa. Bajó del vehículo y se apresuró hacia la puerta de entrada de su casa. Pero cuando entró, se percató de que todo estaba demasiado silencioso. Normalmente la señora Lehman veía la televisión en el saloncito que había junto a la cocina. Pero aquella noche salió a su encuentro en el vestíbulo. Llevaba las llaves en la mano, como si no pudiera esperar para marcharse. Aquello en sí ya era extraño, pero lo que consternó a Corinne fue la sangre seca y el moretón que tenía la niñera en el pómulo, justo debajo del ojo izquierdo.

–¡Cielo santo, señora Lehman! –exclamó, dejando caer su bolso al suelo y acercándose a ella–. ¿Qué ha ocurrido? ¿Y dónde están sus gafas? ¿Se ha caído?

–No, querida –contestó la mujer sin mirar a Corinne a los ojos–. Mis gafas se han roto.

–¿Cómo? ¡Oh…! –exclamó Corinne, sintiendo una horrible premonición–. ¡Por favor, dígame que Matthew no es el responsable!

–Bueno, sí, me temo que sí que lo es. Discutimos un poco acerca de la hora en la que debía acostarse y… me tiró uno de sus camiones de juguete. No ha sido hasta después de las diez cuando por fin se ha calmado.

Corinne se sintió físicamente enferma. No podía creer el comportamiento de su hijo con aquella dulce mujer.

–No sé qué decir, señora Lehman. Una disculpa no es suficiente –dijo, acercándose a examinar el corte que tenía la niñera. No parecía profundo, pero le debía doler–. ¿Hay algo que pueda darle? ¿Hielo, quizá?

–No, querida, gracias. Simplemente me gustaría irme a la cama, si no te importa.

–Entonces vamos, la acompañaré a su casa –tomándola del brazo, Corinne la guió hacia la puerta.

–No te molestes, Corinne. Está aquí al lado, puedo ir yo sola.

Pero Corinne la acompañó igualmente. Había escarcha por el camino y no quería correr el riesgo de que la pobre mujer se cayera y se rompiera una cadera.

–Mañana Matthew y yo iremos a verla… después de que yo haya hablado con él –dijo.

Aquella noche apenas pudo dormir debido a la preocupación. No paró de preguntarse si la herida de la señora Lehman sería más seria de lo que parecía. La mujer tenía setenta y tantos años y a esa edad…

Entonces se centró en la causa subyacente de tanta angustia. Se preguntó qué le estaba ocurriendo a su hijo, por qué tenía tan mal comportamiento. Ella misma había tenido algunos altercados con el pequeño similares al que aquella noche había sufrido la señora Lehman.

Finalmente, más o menos a las cuatro de la madrugada, se quedó dormida. Pero no fue un sueño tranquilo, sino que tuvo muchas pesadillas.

Se despertó justo después de las ocho con el pulso acelerado. Vio que su hijo se había metido en la cama con ella y que estaba dormido y acurrucado a su lado. Era la imagen de la inocencia y sintió cómo el corazón le daba un vuelco.

Quería a su hijo más que a su propia vida. A veces pensaba que lo quería demasiado para poder mantener la disciplina. Cuando las cosas marchaban mal, como había ocurrido la noche anterior, la responsabilidad de ser madre y padre a la vez le pesaba en la conciencia. Pero sabía que, aunque hubiera vivido, Joe no habría compartido con ella esa responsabilidad.

Se levantó de la cama, se duchó y se vistió con unos cómodos pantalones de lana y una camiseta. Entonces bajó a la cocina para preparar el desayuno. Se preguntó si debía prepararle a su hijo unas tortitas tal y como le había prometido o si ello implicaría que estaba aprobando su mala conducta.

Todavía estaba planteándose qué hacer cuando Matthew apareció en la cocina y se subió al taburete que había junto a la mesa del desayuno. Tenía el pelo alborotado y las marcas de las sábanas en un lado de la cara. Al mirarlo, a Corinne se le derritió el corazón.

Mientras le servía un vaso de zumo se dijo a sí misma que le prepararía tortitas, pero sin arándanos. Ella necesitaba una taza de café muy fuerte ya que le hacía falta mucha cafeína para afrontar el día que tenía por delante.

Durante la noche el cielo se había encapotado y la humedad se colaba en la casa. Oyó cómo en la casa de sus vecinos la señora Shaw le gritaba a su marido que bajara a desayunar antes de que lo que le había preparado se enfriara. En su propia cocina, un adormilado Matthew comenzó a comerse las tortitas y a mancharse de sirope por todas partes.

Ella esperó a que su hijo terminara de desayunar antes de tratar el tema de lo que había ocurrido la noche anterior. Como esperaba, la conversación no fue muy bien.

–No tengo que hacerlo –contestó el niño cuando su madre le dijo que debía obedecer a la señora Lehman–. Ella no es mi madre. Es tonta –añadió, bajándose del taburete–. Ahora me voy a jugar con mis trenes y caballos.

Rápidamente, Corinne le impidió salir de la cocina y le llevó de nuevo al taburete.

–No vas a hacerlo, jovencito. Vas a escucharme y una vez te hayas vestido vamos a ir a ver a la señora Lehman para que le digas que sientes haberle hecho daño.

–No –contestó Matthew–. Tú también eres tonta.

Ya eran casi las nueve. Cuando fue a llevar a su hijo a su dormitorio, el pequeño se tiró al suelo y comenzó a llorar. Todavía estaba gritando cuando sonó el timbre de la puerta. Corinne se dirigió a abrir y vio que había sido la señora Lehman quien había llamado. Tenía el ojo muy hinchado y un gran moretón.

–No, querida, no voy a pasar, gracias –contestó su vecina ante la invitación de Corinne–. Voy a quedarme en casa de mi hija, la que está casada, para ayudarla con el nuevo bebé. Llegará en cualquier momento para buscarme.

–¡Qué bien! –dijo Corinne, a quien le costaba mirar a la mujer a la cara–. Pero debería simplemente haber telefoneado, en vez de haber salido con este tiempo. Y si está preocupada porque no va a poder cuidar a Matthew, por favor, no se inquiete. El negocio nunca va muy bien en enero y estoy segura de que puedo…

–Sí, bueno, acerca de eso. Me temo que no voy a cuidarlo nunca más, querida, porque no voy a vivir aquí durante mucho más tiempo. Mi hija y su marido me han estado insistiendo desde hace mucho para que me vaya a vivir con ellos y he decidido aceptar. Por eso he venido. Tú siempre has sido muy amable conmigo y quería decírtelo personalmente. Y devolverte la llave.

–Ya veo –respondió Corinne, que tenía todo demasiado claro. Lo ocurrido la noche anterior había sido el colmo–. Lo siento tanto, señora Lehman. Me siento como si la estuviéramos empujando a marcharse de su casa.

–¡Qué tontería! La verdad es que no hay nada que me ate a este lugar desde que perdí a mi marido. Pero para ser sincera, aunque no me mudara con mi hija, no iba a poder seguir cuidando de tu pequeño durante mucho más tiempo. Tiene mucha más energía de la que puede quemar y yo ya estoy demasiado mayor para eso –explicó la señora Lehman, esbozando una irónica sonrisa al oír los llantos de Matthew–. Bueno, será mejor que te deje volver con él. Parece que vas a estar ocupada esta mañana.

Justo en ese momento llegó un coche que aparcó frente a la puerta de su vecina.

–Ahí está mi hija. Y todavía tengo que meter un par de cosas en la maleta –comentó la señora Lehman, dándole a Corinne un papel–. Esto es lo que me debes. Simplemente déjame un cheque en el buzón de correos y yo lo recogeré cuando vuelva a por el resto de mis cosas –añadió, sonriendo con tristeza–. Adiós, querida. Espero que te vaya muy bien.

Corinne observó cómo la hija de su vecina se bajaba del coche y cómo, impresionada, exclamaba al ver el aspecto de su madre. Entonces la miró a ella con mala cara. Ante aquello, se apresuró a entrar de nuevo en su casa y cerró la puerta tras de sí.

Se dirigió a la cocina, donde encontró a Matthew recuperado de su pataleta y jugando con sus trenes y caballos.

Deseó poder dejar las cosas como estaban, poder olvidar el incidente de la noche anterior y seguir adelante como si nada hubiera pasado. Pero por muy pequeño que fuera su hijo debía ser responsable de sus acciones. Y si no le enseñaba ella… ¿quién iba a hacerlo?