En un mundo salvaje - Unidos por fin - El hombre tras la máscara - Joss Wood - E-Book
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En un mundo salvaje - Unidos por fin - El hombre tras la máscara E-Book

Joss Wood

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Beschreibung

En un mundo salvaje Joss Wood Nick Sherwood no tenía tiempo para niñas ricas y mimadas. Solo quería dirigir su hotel de lujo y su reserva de animales salvajes. Para él, tener como invitada a Clementine Campbell, una impresionante pelirroja, era el infierno. En cuanto a Clem, ya había sufrido bastante, pero todo cambió cuando Nick se le metió en la piel y se empezó a acercar a su maltratado corazón. Unidos por fin Lucy Gordon Cuando a Freya la dejaron plantada en el altar, se mostró tan vulnerable que el obstinado y taciturno Jackson Falcon descubrió su lado protector. A Freya le sorprendió el comportamiento de Jackson. Habían pasado tanto tiempo negando cualquier interés romántico el uno por el otro que no había visto lo amable, cariñoso y guapísimo que era realmente. Ahora dependía de Jackson demostrarle a Freya que era el hombre adecuado para ella. El hombre tras la máscara Barbara Wallace Delilah St. Germaine se había enamorado de Simon Cartwright, el soltero más codiciado de Nueva York, cuando empezó a trabajar para él. Simon estaba fuera de su alcance, pero cuando tuvo que pasar un fin de semana a su lado por trabajo, decidió descubrir todos los secretos que él ocultaba tras la máscara de hombre duro e insensible.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 505 - julio 2020

 

© 2013 Joss Wood

En un mundo salvaje

Título original: Wild About the Man

 

© 2014 Lucy Gordon

Unidos por fin

Título original: The Final Falcon Says I Do

 

© 2014 Barbara Wallace

El hombre tras la máscara

Título original: The Man Behind the Mask

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-606-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

En un mundo salvaje

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Unidos por fin

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

El hombre tras la máscara

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Blog de Luella Dawson:

 

Bueno, amigos, mi programa de ayer fue más de lo que mis compañeros y yo esperábamos. Como sabéis los que visteis Paseo nocturno con Luella, mi entrevista a Cai Campbell y Clem Copeland sirvió para confirmar que se separan. Eso no fue una sorpresa, pero lo que pasó después nos dejó boquiabiertos.

Durante diez años, Cai no soltó prenda sobre la posibilidad de casarse con Clem, así que nos quedamos atónitos cuando nos presentó a su nueva prometida (rubia, con mucho pecho). Todavía no nos habíamos recuperado de la sorpresa de saber que se hizo una vasectomía hace años. Pobre Clem… ¿Quién puede olvidar aquel episodio de The Crazy C, en el que nos confesó que su esterilidad la estaba volviendo loca?

 

 

YA HABÍA anochecido cuando Nick Sherwood llegó a su mesa, sucio, sudoroso y de mal humor. La boca le sabía a la arena del desierto del Kalahari, y tenía tanto calor que se estaba derritiendo.

Se acercó al pequeño frigorífico, sacó una botella de agua, se puso delante del aire acondicionado y se bebió la botella en tres tragos. A continuación, tiró la botella a la papelera, sacó otra, la abrió y se la puso contra la frente después de apagar completamente su sed. Había tenido un día tan malo que el calor abrasador del exterior solo había sido un detalle sin importancia.

Normalmente, disfrutaba de los safaris fotográficos. Los dirigía en persona porque era una buena forma de establecer contacto con sus clientes, siempre encantados de tener como guía al dueño del hotel de cinco estrellas. Pero las circunstancias lo habían obligado a caminar tan despacio durante las seis horas anteriores que hasta las hormigas habían adelantado al grupo de gordos y colorados turistas.

Además, no habían visto animales. Fundamentalmente, porque los turistas no podían cerrar la boca más de cinco minutos. Y los animales salvajes salían corriendo cuando la gente gritaba, reía y maldecía en voz alta.

Nick comprendía perfectamente a la fauna del lugar. Él mismo había estado a punto de huir en varias ocasiones.

Se sentó en la silla y abrió el primer cajón de la mesa, esperando encontrar una caja de analgésicos. El cajón estaba tan desordenado que tardó un poco, pero al final la encontró y se tomó tres pastillas con un poco de agua.

Necesitaba una cerveza fría, un chapuzón y una buena aventura sexual. Pero lo que iba a tener no se parecía nada a sus necesidades. Le esperaban varios informes de mantenimiento, las nóminas de la plantilla y el correo electrónico.

Encendió el ordenador y alcanzó la carpeta que había dejado en la esquina de la mesa. La acababa de abrir cuando recibió una llamada por Skype. Nick miró la pantalla y frunció el ceño al ver el nombre de su socio y principal inversor. Hugh Copeland le llamaba muy pocas veces. Y nunca, durante sus diez años de relación profesional, había usado el Skype para ponerse en contacto con él.

–Buenas noches, señor –dijo Nick.

Copeland era un hombre de casi sesenta y cinco años y monstruosamente rico al que Nick debía un par de millones. Abrir un hotel de cinco estrellas no resultaba barato; ni mantener una reserva y un centro de rehabilitación de animales salvajes.

En esas circunstancias, no era extraño que Nick lo llamara «señor». Sobre todo, teniendo en cuenta que su inversor también era bastante formal.

–Buenas noches, Nick. Espero que se encuentre bien.

Copeland llevaba un traje cruzado y estaba de pie. Cuando apoyó los brazos en el respaldo de la silla y miró a la cámara de su ordenador, Nick vio un destello de mal humor en sus ojos verdes y supo que tenía un problema.

–Muy bien, señor. ¿Qué puedo hacer por usted?

A Nick se le hizo un nudo en la garganta. Le había enviado su informe financiero y estaba al día en sus pagos. ¿Qué habría hecho para merecer su enfado? Copeland era dueño del veinticinco por ciento de las acciones de la empresa, pero nunca intervenía en la gestión del hotel.

–Llevo todo el día intentando hablar con usted.

Nick se maldijo para sus adentros.

–Oh, lo siento mucho. He estado en un safari fotográfico y acabo de llegar. ¿Qué ocurre? ¿En qué lo puedo ayudar?

–Le acabo de enviar a Clementine.

Nick sacudió la cabeza. Era la primera vez que oía ese nombre.

–¿Clementine?

–Mi hija, Nicholas. Se ha metido en un problema y necesita un lugar tranquilo, aislado y, a ser posible, remoto.

Nick arqueó las cejas.

–¿De qué tipo de problema estamos hablando?

–De uno con la prensa. Quieren hacer sangre. Al hombre que ha estado con ella durante diez años no se le ha ocurrido nada mejor que presentar a su nueva prometida en un programa de televisión.

La afirmación de Copeland refrescó la memoria de Nick. Se acordó de que su socio tenía una hija que estaba viviendo con Cai Campbell, un músico que, desde su punto de vista, era bastante mediocre.

Al pensar en él, se preguntó cómo era posible que todos ellos tuvieran nombres o apellidos que empezaban con la misma letra. Clementine, Cai, Copeland y Campbell. Nick pensó que era típico de Hollywood. Veintitantas letras y todos utilizaban la misma.

Pero eso era irrelevante. La hija de Copeland tenía un problema y, por muy injusto que fuera, se lo estaban pasando a él.

–¿Y va a venir? –acertó a preguntar.

Copeland debió de notar su enojo, porque replicó:

–Espero que no sea un inconveniente para usted.

Nick se cruzó de brazos.

–Me temo que sí, señor. En esta zona de África solo hay un puñado de hoteles de cinco estrellas, y la demanda es extremadamente alta. Tenemos todas las plazas reservadas hasta el año que viene.

Copeland maldijo en voz alta.

–¿No tiene ni una sola habitación?

–No… solo queda una en una de las cabañas.

Su socio frunció el ceño.

–¿Y en su casa?

–Bueno…

–¿Bueno?

–No creo que mi casa esté a la altura de lo que su hija necesita. Es un lugar agradable, pero no puede competir con el hotel.

–Se las apañará. Y, si no es así, que aprenda.

Nick cerró los ojos y contó hasta diez. Cuando los volvió a abrir, Copeland se había sentado en la mesa de su despacho y lo estaba mirando con intensidad.

Nick no necesitó preguntar. Su mensaje le llegó alto y claro. Diez años antes, Hugh Copeland había sido el único que había confiado en el joven zoólogo de veinticinco años que quería abrir un hotel en un país de África, junto a un Parque Nacional. Se había arriesgado con él y ahora le debía una.

–¿Cuándo llega?

Copeland miró el reloj.

–Supongo que estará en el aeródromo del hotel dentro de media hora. Viaja en mi avión particular.

–Está bien…

–Gracias, Nicholas. Le agradezco su apoyo.

Nick echó la cabeza hacia atrás y miró el techo. ¿Qué pecado había cometido para que el destino lo condenara a compartir su casa con una niña mimada que, probablemente, no sabía hacer nada salvo coquetear con ricos?

Definitivamente, necesitaba una cerveza fría, un chapuzón y un poco de sexo.

No era mucho pedir.

 

 

Clem Copeland abrió los ojos, bostezó y se estiró. Luego, miró al hombre que estaba sentado en el asiento de enfrente del avión. Era Jason, su amigo y su ayudante personal.

Jason había estado con Clem desde sus días como modelo. La conocía mejor que nadie. Y, al recordar los acontecimientos de las horas anteriores, Clem se alegró de poder contar con su amistad y su apoyo.

–No lo he soñado, ¿verdad? –dijo ella, con lágrimas de ira en los ojos.

Jason suspiró, le pasó una botella de agua y le dio una palmadita en la rodilla.

–No, me temo que no. Ese tipo es un cerdo egoísta.

Clem sonrió con sarcasmo.

–Ten cuidado… Si dices esas cosas, terminaré por pensar que no te cae bien.

–¡Nunca me ha caído bien! Te advertí que estaba planeando algo.

Jason se pasó una mano por su rubio cabello.

–Pensé que, si nos separábamos de forma civilizada, la prensa me dejaría en paz –comentó Clem–. A fin de cuentas, llevan diez años anunciando nuestra ruptura.

Jason se sirvió una copa de vino y se la bebió de un trago.

–Cai tiene la ética de un gato callejero. Te ha estado mintiendo diez años y, a pesar de ello, seguías encaprichada de él.

Clem sacó un pañuelo y se limpió los ojos. Eran de color verde claro, con largas y negras pestañas.

–No estés triste… –continuó Jason.

–No lloro porque esté triste. Sabes perfectamente que solo lloro cuando estoy enfadada –le recordó.

–Umm…

–Te prometo que esta vez le voy a arrancar el pellejo. ¿Cuánto tiempo crees que lleva con ella? ¿Cuándo crees que le propuso matrimonio? ¿Hace dos semanas? ¿Tres, quizá? Le ha regalado un anillo extremadamente caro…

–No cambies de conversación, Clem.

Clem suspiró.

–Bueno, al menos le vomité en el bolso. Seguro que fue toda una primicia.

–Y en un programa de televisión que se ve en todo el país. Pero no te preocupes demasiado… Fue bastante discreto. Casi toda tu cara estaba metida en el bolso.

–Gracias por sacarme del programa durante el intermedio.

–De nada. Nunca he pegado a nadie, pero estuve a punto de dar un buen puñetazo a Cai –le confesó.

Clem intentó sonreír, pero sus labios se negaron a obedecer. Se echó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y contempló la moqueta del avión, cuyo color contrastaba con el de sus altas botas.

Cuando volvió a mirar a Jason, lo encontró ensimismado con su ordenador portátil.

–¿Qué haces?

–Estoy leyendo la prensa en Internet. El avión tiene Wi-Fi.

–¿Y qué dicen? ¿Se ríen mucho de mí?

–No, en absoluto. Aunque tampoco son amables contigo.

–Supongo que me estarán comparando con mi madre, claro. Dirán que a Roz no le habría pasado nunca.

Jason asintió.

–¿Es que no puedo sufrir una crisis en televisión sin que me comparen con mi madre? –se preguntó ella.

Jason apretó los labios.

–Si tu madre no hubiera sido tan famosa, no la mencionarían. Pero ya sabes que los periodistas la tienen idealizada. Fue una estrella y murió joven.

–Y yo no estoy a su altura, claro.

Clem se echó su larga melena hacia atrás y llevó una mano al guardapelo de plata que llevaba colgado del cuello.

–Solo has tomado un camino distinto –dijo Jason.

–Y tan deprisa y tan mal como he podido –ironizó.

Jason cruzó las piernas.

–Una vez me dijiste que te sentías abandonada por ella, que solo querías un poco de su tiempo y que siempre estaba muy ocupada. ¿Crees que utilizaste a Cai para sobreponerte a ese sentimiento de abandono?

–No, ni mucho menos. Me enamoré de Cai porque entonces tenía diecinueve años y era una estúpida –respondió Clem con firmeza–. Era guapo, mayor que yo, y me deslumbró con su estilo de vida. Como acabo de decir, era una estúpida. No se deberían tomar decisiones a los diecinueve años.

–Ni cuando se es una estúpida –se burló.

Clem soltó un suspiro y se dijo que no se habría encontrado en esa situación si hubiera roto con Cai nueve años y seis meses antes. Pero no había roto, y ahora estaba huyendo de la prensa en el avión de su padre.

–Por cierto, ¿adónde vamos? –preguntó ella–. El vuelo se me está haciendo interminable… ¿Vamos al chalet de las Seychelles? ¿Al piso de Sídney?

Jason sacudió la cabeza.

–Tu padre te envía a Sudáfrica.

Clem arqueó una ceja.

–¿Estás de broma? ¿África? ¿Insectos? ¿Calor? ¡No puedo ir a África! ¡Soy pelirroja!

Jason soltó una carcajada.

–Lo siento, cariño, pero pediste un lugar tranquilo y aislado. La prensa te buscará en todas partes, pero allí estarás a salvo. Por lo visto, es un centro hotelero extremadamente caro y elegante. Uno de esos lugares con todos los servicios que puedas imaginar, desde masajes a safaris fotográficos.

Clem entrecerró los ojos.

–Maldita sea… Sinceramente, no me veo en el papel de una turista deslumbrada por los elefantes.

–Será una experiencia nueva. Aprovéchala.

–Pero si ni siquiera me gusta el campo…

Jason se encogió de hombros.

–Pues tendrás que acostumbrarte.

–Bueno, al menos estaré contigo…

–No, cariño –dijo Jason–. Tenían habitación para ti, pero no para mi. Yo me vuelvo a casa en el avión.

–¡Pero te necesito!

–De todas formas, tengo que volver para arreglar las cosas en la medida de lo posible.

Clem se dio unos golpecitos en el muslo mientras intentaba encontrar un argumento para convencerlo de que se quedara con ella. No exageraba al decir que lo necesitaba. No quería estar sola.

Sintió una punzada en el pecho y la garganta se le volvió a cerrar. Se mordió el labio con tanta fuerza que le quedó una marca.

–¿Sabes una cosa? Sé que me han mimado en exceso y que soy egoísta, desconsiderada y perezosa.

Jason hizo ademán de protestar, pero ella sacudió la cabeza y siguió hablando.

–Tengo demasiado tiempo y dinero, y he hecho cosas de las que no me siento orgullosa. Pero ya no estoy enamorada de Cai. Por mí, que se case con quien quiera. Hasta deseo suerte a su novia.

–¿Pero?

–Él sabía que deseaba tener un hijo. ¿Por qué me dejó pensar que yo era estéril? Me acompañaba a las pruebas, me tomaba la temperatura para confirmar que estaba ovulando y se acostaba conmigo cuando el momento era adecuado. ¿Por qué, Jason? ¡Pasó por todo eso cuando se había hecho una vasectomía antes de conocerme…! ¿Por qué?

–¿Porque es un imbécil que disfruta jugando con la gente?

Ella se limpió la nariz.

–Sí, eso lo explicaría –contestó–. Parece que estamos llegando. El avión empieza a descender.

–En ese caso, será mejor que te arregles un poco –le sugirió–. Tienes mal aspecto. Será por tus lágrimas de… enfado.

 

 

Nick estaba junto al camino, sentado en el capó de su Land Rover sin techo. El sol, de color rojizo, se ocultaba tras una arboleda de acacias. Era su momento preferido del día, aunque aún hacía demasiado calor.

Contempló el cielo sin nubes y suspiró. Las temperaturas diurnas eran prácticamente insoportables; las charcas estaban casi secas y los seres vivos, tanto humanos como animales, esperaban desesperadamente las primeras lluvias de verano.

Sin embargo, las puestas de sol eran tan bonitas que se habían convertido en una de las razones por las que trabajaba de dieciséis a dieciocho horas al día en ese lugar. Se consideraba un privilegiado por poder disfrutar de los anocheceres del pequeño rincón de África que se encontraba bajo su protección.

Estaba enamorado de aquellas tierras desde que las vio por primera vez a los cuatro años, en compañía de su abuelo paterno. Adoraba el peligro, la vieja lucha de la supervivencia. El rancho Baobab y Búfalo, al que siempre llamaba 2B, era el lugar que más le gustaba del mundo, el único que lo satisfacía. Allí había encontrado la paz y la tranquilidad que necesitaba de niño, lejos de su caótico hogar familiar.

Cuando salió de la universidad, decidió abrir un hotel de cinco estrellas en el rancho. Un establecimiento caro, elegante, para élites. Encontrar un inversor era un problema, pero su padre le puso en contacto con un viejo amigo suyo, Hugh Copeland. Y, cuando salió de su primera reunión, llevaba treinta millones en el bolsillo y algo menos del veinticinco por ciento de las acciones de la empresa.

Aquel día fue un gran día.

Su sueño de dirigir uno de los mejores hoteles de África le exigió muchos sacrificios en términos de tiempo, dinero y vida social. Su necesidad de estabilidad y de tranquilidad lo arrojó a un matrimonio que duró cinco años y que, al final, supuso su alejamiento de la familia. La vida era así. Las decisiones tenían consecuencias.

Pero su esposa se había ido y él estaba encantado de volver a estar soltero. Además, no tenía muchas posibilidades de encontrar a una mujer que soportara vivir en un sitio tan remoto y que quisiera estar con un hombre emocionalmente distante. Nick necesitaba una mujer inteligente, independiente y con sentido del humor, que fuera muy apasionada en la cama y que respetara su libertad.

Por desgracia, nunca había conocido a ninguna mujer que tuviera esas características. Y, como no la había conocido, se contentaba con relaciones menos complicadas. Relaciones esporádicas y, en general, de una sola noche.

Se frotó la mandíbula y se preguntó por qué estaba pensando en eso. Al parecer, los problemas sentimentales de la hija de Copeland le habían recordado los suyos.

Justo entonces, oyó el sonido del motor. Alcanzó la radio del todoterreno y echó un vistazo al camino para asegurarse de que no había impalas ni leones en las cercanías. Después, pulsó el botón e informó a los pilotos de que podían aterrizar cuando quisieran. El avión pasó por encima de él, dio la vuelta al cabo de unos segundos, aterrizó y se deslizó rápidamente hasta el lugar donde Nick estaba esperando.

La puerta del aparato se abrió. El copiloto descendió por la escalerilla y le estrechó la mano.

–Un aterrizaje excelente –dijo Nick, metiéndose las manos en los bolsillos.

–Gracias –el copiloto echó un vistazo a su alrededor–. Vaya, es un sitio precioso… ¿No hay leones cerca?

–Hoy, no.

Nick se giró hacia el avión al sentir la presencia de otra persona en lo alto de la escalerilla. Era una chica esbelta y alta, de largo cabello rojo, aunque no tan rojo como el de su esposa. Tenía pómulos que parecían esculpidos en piedra y una barbilla de hada.

–Te voy a echar de menos, Jason.

–Estaremos en contacto –replicó una voz profunda–. Pero no te preocupes por nada. Sobrevivirás.

–Llámame cuando llegues.

La chica bajó la escalerilla con elegancia. Llevaba una camisa blanca, una falda cortísima, unos leotardos negros y unas botas que le llegaban a las rodillas. A Nick le gustó de inmediato. Y le gustó aún más cuando vio sus largas pestañas y sus ojos verdes, de color uva, tan parecidos a los de su padre.

Nick había tenido experiencias impactantes. Le habían disparado los furtivos; se había enfrentado a un elefante macho y había estado a punto de estrellarse cuando el motor de su Cessna se detuvo de repente. Sin embargo, la visión de aquella mujer lo superaba todo. Se había quedado sin aliento.

Respiró hondo e intentó tranquilizarse. Su esposa era una mujer de carácter, puro fuego. Pero aquella parecía un incendio entero.

Sacudió la cabeza y lamentó su suerte.

Sabía por experiencia que las pelirrojas eran como la malaria, los búfalos y las mambas negras. Cosas que se debían evitar.

 

 

Clem se llevó tres sorpresas cuando salió del avión.

Las dos primeras fueron negativas o, por lo menos, inquietantes. El calor era verdaderamente bochornoso y el lugar, tan ferozmente agreste como totalmente ajeno al mundo al que estaba acostumbrada.

Deseó huir. Incluso estuvo a punto de darse la vuelta en la escalerilla y gritar a Jason que se volvía con él.

Y, entonces, se llevó la tercera sorpresa. El hombre que estaba junto al copiloto.

Las facciones de su cara le parecieron tan duras como el paisaje. Tenía labios finos, ojos entre grises y verdes y el cabello revuelto de color castaño oscuro. Medía un metro noventa o algo más y su cuerpo era el de un nadador: hombros muy anchos y cadera estrecha. Casi imaginó los duros músculos de sus piernas y su estómago.

Al sentir su mirada, intensa e inteligente, se dio cuenta de que ya se había hecho una idea sobre ella. La consideraba esnob, mimada y pagada de sí misma. Y no podía negar que era todas esas cosas, pero le molestó. Especialmente, porque era la primera vez que un hombre le causaba una impresión tan fuerte.

El desconocido asintió en gesto de saludo cuando ella bajó la escalerilla. Pero no le estrechó la mano, y Clem se alegró.

–Señorita Copeland… Soy Nick Sherwood.

Su voz era algo ronca y de acento inglés, aunque no tan pronunciado como el suyo. Clem sintió un escalofrío en la espalda y, en su incomodidad, se giró para mirar a Joe, el copiloto, que en ese momento estaba llevando su equipaje a un Land Rover.

Nick Sherwood echó un vistazo a la hora y empezó a dar golpecitos con el pie. No disimulaba que todo aquello le parecía un engorro y una pérdida de tiempo. Clem pensó que era demasiado insolente para ser un empleado.

–¿No le va a ayudar? –preguntó ella.

Nick miró a Joe y sacudió la cabeza.

–No parece que necesite ayuda.

Clem se abanicó con la mano y se ahuecó un poco la camisa.

–Hace un calor insoportable. ¿Siempre es así?

–Esto es África y, además, falta poco para el verano. Se sentiría mejor si fuera vestida de forma adecuada. Llevar leotardos no es una buena idea.

–Deme agua…

Clem tenía intención de pedírselo por favor, pero no llegó a pronunciar las palabras porque un estornudo se lo impidió. Nick entrecerró los ojos y ella supo que le disgustaban las mujeres maleducadas y exigentes.

–No. Pero puede volver al avión y beber dentro.

Clem se encogió de hombros y gritó hacia el aparato:

–¿Jason? ¡Pídele a Chloe una botella de agua, por favor! ¡Estoy sedienta!

–Vaya, veo que tiene conocimientos básicos de educación –ironizó Nick.

Jason apareció con una botella de agua, que le dio. Después, sonrió a Nick y se presentó mientras le estrechaba la mano.

–Clem es insoportable cuando está de mal humor.

–Yo no estoy de mal humor –protestó ella–. Y, si lo estuviera, ¿qué pasa? Tengo derecho a estar como me parezca.

–No. Cuando esté conmigo, no –dijo Nick.

–Es usted un hombre excepcionalmente grosero.

–Cierto.

Clem se puso unas gafas de sol y lanzó una mirada despectiva al todoterreno, que parecía haber visto tiempos mejores.

–Supongo que ese es su vehículo.

–En efecto.

Clem pensó que Nick Sherwood era un saco de sorpresas. La mayoría de los hombres hablaban por los codos cuando estaban con ella, en un intento por ganarse su atención y, a ser posible, seducirla. Sin embargo, él hablaba poco y se mantenía aparentemente inmune a sus encantos. Era de lo más irritante.

Intentó abrir la botella de agua, pero el tapón estaba tan duro que no lo consiguió. Tras intentarlo un par de veces más, Nick le quitó la botella, la abrió y se la devolvió.

–Gracias.

Nick la miró con ironía.

–Entonces, ¿su trabajo consiste en recoger a personas? –continuó ella.

–A veces.

–¿Y su jefe sabe que las lleva en un trasto destartalado que parece a punto de desintegrarse? No da buena imagen de su establecimiento.

Nick entrecerró los ojos y se cruzó de brazos.

–Normalmente, los clientes viajan en los vehículos del hotel. Pero todos están ocupados, así que he venido en el mío.

–Solo son las seis de la tarde. ¿Cómo es posible que todos estén ocupados?

–Veamos… Estamos en una reserva de animales. ¿Qué estarán haciendo con los coches? –dijo en tono de burla–. Ah, ya sé… ir a ver animales.

Clem pensó que había quedado como una estúpida y pegó una patada a una piedra.

–El sarcasmo es innecesario –declaró.

–Si usted lo dice…

–¿Siempre trata así a los clientes?

–No.

–¿Y qué he hecho yo para merecer un tratamiento especial?

Nick caminó hasta el Land Rover y abrió la portezuela.

–Usted no es un cliente. Le estoy haciendo un favor a su padre –contestó–. Suba.

–Pues sospecho que a mi padre no le gustaría su actitud. Será mejor que la cambie, o me encargaré de que le despidan.

Clem lo miró a los ojos y comprendió que Nick Sherwood no se dejaría acobardar por su lengua afilada y sus amenazas. Por lo visto, no le importaba lo que dijera. Y ella lo encontró refrescante. Hacía tiempo que no se cruzaba con un hombre como él.

–Su padre conoce bien mi actitud y, a diferencia de usted, sabe hasta dónde puede llegar conmigo –replicó con tranquilidad–. Pero permítame que le diga que sus amenazas son tan infantiles como inútiles. Está hablando con el dueño del hotel.

Ella arqueó una ceja, pero no dijo nada al respecto.

–¿Se va a subir al coche? ¿O prefiere ir andando? –siguió él.

Clem miró el vehículo y se mordió el labio. Era tan alto que no podía subir al asiento sin ofrecer a Nick Sherwood una vista perfecta de sus piernas y de su trasero.

–¿Algún problema, pelirroja?

Clem se giró y lo miró a los ojos con intención de dedicarle alguna réplica desagradable, pero guardó silencio. Aquel hombre era tan sexy y tan imponente que la boca se le hizo agua en sentido literal.

Se acordó de la última vez que le había pasado lo mismo. El día en que conoció a Cai. Y el resultado de aquella relación no podía haber sido más desastroso.

Tragó saliva y se intentó convencer de que solo estaba alterada por los sucesos de los días anteriores. A fin de cuentas, no habían sido precisamente normales. Era natural que se sintiera incómoda.

–Estamos perdiendo el tiempo –afirmó Nick.

–No puedo subir –dijo ella–. No sin ponerme en una situación tan embarazosa para mí como para Joe y para usted.

–¿A qué se refiere?

Clem bajó las manos y señaló su falda.

–Es demasiado corta y demasiado estrecha. Si doblo una pierna para subir, se me verá…

Nick se tapó la boca para ocultar su sonrisa.

–No es gracioso –protestó ella.

–Bueno, teniendo en cuenta que Internet está lleno de desnudos suyos, me sorprende que sea tan recatada.

–Ahora es usted quien parece tonto. ¿No ha oído hablar de los programas de tratamiento de imágenes? No son desnudos míos. Le ponen mi cabeza al cuerpo de otra.

Nick sonrió y Clem se estremeció una vez más. Si antes le había parecido atractivo, ahora lo encontraba sencillamente devastador.

Tenía que hacer algo al respecto. Estaba perdiendo el control de sus hormonas.

Mientras ella luchaba contra su propio deseo, Nick le puso una mano en la espalda, le pasó otra por detrás de las piernas, la alzó en vilo y, con un movimiento rápido y aparentemente sin esfuerzo, la acomodó en el asiento del copiloto.

Ella todavía no había salido de su sorpresa cuando un muelle se le clavó en el trasero y le hizo soltar un grito.

–¡Ay!

–Oh… Me había olvidado del muelle.

Nick se puso al volante y cerró la portezuela. Ella se frotó la parte dañada.

–¡Lo ha hecho a propósito! –le acusó.

Nick le dedicó una sonrisa de la que cualquier tiburón se habría enorgullecido.

–Sí, es posible.

–¿Le he dicho ya que no me cae bien?

–Eso es asunto suyo –replicó–. Y, ahora, ¿qué le parece si nos vamos? Necesito una ducha y una cerveza.

Clem se inclinó sobre la portezuela y estrechó la mano de Joe, el copiloto.

–Gracias, Joe. Y extiende mis agradecimientos a Nathan y a Chloe, por favor. Os deseo un buen vuelo.

Joe ni siquiera tuvo tiempo de contestar, porque Nick arrancó de inmediato.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Blog de Luella Dawson:

 

Los espectadores de The Crazy C no se llevaron ninguna sorpresa cuando supieron que Cai y Clem se iban a separar, pero se quedaron atónitos por la forma en que Cai se lo anunció al mundo. Clem se ha ganado la simpatía del público y, ahora que el famoso reality show vuelve a estar en pantalla, todo el mundo tiene miedo de que la pareja también se rompa en el ámbito profesional.

Por lo que sabemos, Campbell se ha comprometido a grabar diez episodios nuevos; pero no servirá de nada si Clem se niega, lo cual nos lleva a la pregunta del millón: ¿Dónde está la extravagante exmodelo? Esté donde esté, queridos amigos, sospechamos que no se está divirtiendo.

 

 

TRAS diez minutos de silencio, Nick miró a su pasajero y vio que estaba agarrando el guardapelo de plata que le colgaba de la garganta. Un par de mechones rojos se le habían escapado del moño y bailaban al viento. Parecía nerviosa.

Se dijo que debería haber sido más amable. Pero no había podido. Se había quedado desconcertado con su repentino deseo de llevarla a la cama y hacerle todo tipo de cosas. Al menos, hasta que ella abrió la boca y se empezó a comportar como una diva. Aunque Nick tenía muchos clientes de la aristocracia y la alta sociedad, ninguno era tan prima donna como Clementine Copeland.

Nick lanzó una mirada a sus largas piernas y pensó que estaba demasiado delgada. Tenía la expresión típica de una mujer que llevaba demasiados años con una dieta a base de lechuga y vitaminas. Estaba acostumbrado a ese tipo de mujeres. Las veía con frecuencia en el hotel, y todas tenían el mismo aspecto: mejillas hundidas, piernas como palos y pechos aumentados con silicona.

Pero sus pechos no parecían de silicona. Parecían tan naturales y eran tan apetecibles que, cuando los volvió a mirar, cambió de posición en el asiento, incómodo.

Definitivamente, necesitaba un poco de acción.

Se frotó la mandíbula y se concentró en la conducción. Al ver que estaban a punto de pasar junto a una zarza de ramas muy largas, dijo:

–Cuidado.

Naturalmente, Clem no le prestó atención y no se apartó a tiempo. Una de las ramas pasó por encima de la destartalada portezuela y le rasgó la falda y la piel.

Clem gritó.

–Oh, vamos, no es para tanto… –se quejó él.

–¿Que no es para tanto? ¡Tengo gotas de sangre! ¡Y esta falda es de diseño!

–Pues llame a la policía de diseño –se burló Nick–. La próxima vez que le diga que tenga cuidado, hágame caso.

–¡Maldita sea! ¡Odio este lugar! ¡Odio las zarzas y le odio a usted!

Él no dijo nada. Se limitó a pasar por un bache para darle una lección. Y, por supuesto, el muelle se le clavó otra vez en el trasero.

–¡Y odio ese maldito muelle! –exclamó ella.

Nick notó el rubor de sus mejillas y el destello de ira de sus ojos y optó por no decir nada. No quería que le rompiera la crisma con el gigantesco bolso que llevaba en el regazo. Parecía pesado.

Poco después, tomó la desviación que llevaba al hotel y miró a un par de jirafas que estaban mordisqueando las hojas de un árbol.

–Buenas noches, chicos.

Nick había adquirido la costumbre de hablar con los animales, sin preocuparse por la posibilidad de que sus clientes lo consideraran un chiflado. Lanzó una mirada a Clem y se dio cuenta de que seguía carcomiéndose por dentro.

–Jirafas a su izquierda –le informó.

Ella hizo caso omiso y él se encogió de hombros. Justo entonces, divisó una cola detrás de unos arbustos y frenó en seco.

Era un elefante hembra, y estaba con una cría que no debía de tener más de diez días. Nick ladeó la cabeza para ver si reconocía al animal, pero se encontraba de espaldas y no tuvo éxito, así que arrancó otra vez.

–La cría es muy joven. Seguro que hay más elefantes por aquí. Cuidan bien de sus pequeños –comentó.

–¿De qué está hablando? –preguntó Clem.

Nick frunció el ceño.

–Del elefante y su cría.

–¿De qué?

–¿Es que no los ha visto?

–No.

Nick volvió a frenar. Después, abrió la guantera, sacó una linterna de bolsillo, la encendió y la apuntó a los ojos de Clem.

–¿Se puede saber qué diablos está haciendo? –protestó ella.

–¿Está drogada?

Ella pegó un manotazo a la linterna.

–¿Drogada? ¡Por supuesto que no! ¿A qué viene esto?

–A que acaba de tener un elefante de cuatro toneladas a un metro de distancia y ni siquiera se ha dado cuenta.

Ella lo miró con sorpresa, como si se acabara de enterar.

–¿En serio? ¿Dónde?

Nick suspiró y cerró las manos sobre el volante para resistirse al deseo de estrangularla. Cuando se tranquilizó, arrancó el vehículo. Segundos después, entraron en las tierras de su propiedad. Todavía no era noche cerrada, pero las luces del hotel y del poblado de los trabajadores, que se encontraban en lo alto de una colina, ya estaban encendidas.

Nick admiró el edificio de dos plantas de estilo eduardiano que había sido un palacete de caza de su tatarabuelo. Construido en piedra gris, tenía un pórtico impresionante con escalinata de mármol. Al llegar al vado, aparcó el Land Rover detrás de los cuatro todoterrenos que usaban en los safaris. Los turistas acababan de volver de las excursiones vespertinas, y dos de los camareros les estaban sirviendo copas de jerez.

Todos hablaban en voz alta y reían. A diferencia de su pasajera, estaban encantados con lo que habían visto en el parque natural.

Saltó del Land Rover y se acercó al jefe de los guías, con quien habló en uno de los dialectos de la zona.

–¿Todo bien?

Los dientes blancos de Jabu brillaron en su cara oscura.

–Mfo…

Jabu había utilizado la fórmula abreviada de decir «hermano» o «amigo» en su dialecto, mfowethu. Y no hablaba por hablar, porque habían crecido juntos. Pero, además de ser su amigo, Jabu también era su mano derecha.

Tras una conversación rápida sobre las cosas que debían hacer por la mañana, Jabu lanzó una mirada al Land Rover y preguntó:

–¿Quién es la mujer?

–La hija de Copeland. Se va a quedar conmigo.

Los ojos marrones de Jabu brillaron con humor.

–Vaya, veo que por fin me has hecho caso… Te he dicho mil veces que necesitas una mujer. Pero intenta que te dure más de un minuto.

–Muy gracioso –protestó–. Además, preferiría aparearme con un tejón hembra. Esa mujer tiene un verdadero problema de actitud.

–Pero es pelirroja…

–¿Y qué? También son rojas las hormigas asesinas –dijo con sarcasmo–. En fin, te veré dentro de un rato en The Pit. Así me podrás invitar a una cerveza.

The Pit era el bar donde se reunían los trabajadores de la reserva privada y del hotel, que también tenían un gimnasio y una sala de juegos y televisión. Nick se despidió de Jabu y admiró otra vez el edificio. Los verdes jardines eran un complemento perfecto para el bello edificio de dos plantas, siempre acogedor. El hotel ofrecía unos servicios de lujo, apoyados en la diligencia y la amabilidad de sus empleados.

A pesar de ello, Nick habría dado cualquier cosa por tener el dinero de sus clientes sin necesidad de mantener un hotel. Pero no lo tenía, así que necesitaba a los clientes para financiar la reserva de animales.

Nick oyó la risa de una hiena y sonrió al oír a Simon, el jefe de mayordomos. Uno de los clientes se había asustado y Simon le intentó explicar que no tenía motivos para preocuparse, porque el animal estaba al otro lado de la valla. El hotel, el poblado de los trabajadores y el propio refugio para animales heridos estaban protegidos por una valla electrificada, que impedía que los leones y los leopardos se dieran un festín a su costa.

Sin embargo, su casa se encontraba fuera del perímetro, junto al barranco de la colina. Era su santuario personal, su sitio favorito. O lo había sido hasta la aparición de la princesa pelirroja.

Volvió al todoterreno y miró a Clem, que frunció el ceño.

–¿Y ahora? ¿Qué pasa? –dijo él.

–Ahora, si es tan amable de ayudarme a bajar y de enseñarme mi habitación, nos daremos las buenas noches e intentaremos comportarnos como personas civilizadas la próxima vez que nos encontremos.

La dulce voz de Clem, le incomodó.

–No se va a alojar en el hotel.

–¿Ah, no?

Nick se sentó al volante.

–No. Salvo que haya reservado una habitación para dentro de un año y medio.

–¡Deje de hacerse el gracioso y dígame dónde voy a dormir! –replicó Clem, claramente enfadada.

–Dormirá conmigo, pelirroja.

–¿Con usted?

–Dormirá en mi casa. Pero no en mi cama, por supuesto… Lo puntualizo para que no se haga ilusiones.

–Preferiría dormir con mi ex. Y, si supiera cuánto odio a ese hombre, sabría hasta qué punto es un insulto.

 

 

Dos noches después, Clem estaba sentada en la cama de la habitación de invitados, bajo una mosquitera. En el tiempo transcurrido desde su llegada, no se había aventurado más allá de la cocina ni había hablado con nadie. De hecho, las últimas palabras que había cruzado con un ser vivo eran las que le había dedicado Nick cuando la acompañó al dormitorio. Y no fueron palabras agradables, sino órdenes.

Le dijo que había comida en el frigorífico y que no dejara nada fuera de la ducha exterior, porque los monos o los babuinos se lo llevarían. Le dijo que si veía una serpiente, se quedara inmóvil. Le dijo que durmiera bajo la mosquitera, si no quería que le picaran y le transmitieran la malaria. Y, finalmente, le dijo que no saliera a investigar si oía ruidos, porque la casa estaba fuera de la valla electrificada y se arriesgaba a ser la cena de algún felino.

Clem sacudió la cabeza y se alegró de que, al menos, tuviera aire acondicionado. Se sentía completamente agotada, como si alguien le hubiera robado toda la energía. Durante las cuarenta y ocho horas anteriores, no había hecho otra cosa que llorar y llorar. Se tranquilizaba un rato, se tumbaba en la cama y volvía a llorar otra vez. Pero ya había pasado lo peor de la crisis, y empezaba a recuperarse.

Se habría sentido algo mejor si hubiera podido decir que se sentía así por la pérdida de un gran amor, de un alma gemela, de su razón de ser. Pero no podía. Cai no le importaba en absoluto. Le daba igual lo que hiciera y con quién se casara. Ya no sentía nada por él. Solo quería seguir con su vida.

Sus lágrimas no tenían nada que ver con Cai Campbell.

Lloraba por el tiempo perdido, por las decisiones estúpidas, por los años malgastados, por la humillación, por la vergüenza y, especialmente, aunque le costara admitirlo, por el miedo que tenía.

Su mundo se había hundido por segunda vez. Cuando su madre falleció, las cosas dejaron de tener sentido para ella. Hasta que apareció Cai con su filosofía de vivir el presente y la animó a disfrutar de las cosas sin pensar demasiado.

En su momento, le había hecho un gran favor. Pero habían pasado diez años desde entonces y no tenía nada salvo una relación rota, un armario lleno de ropa y una identidad sometida a la imagen de la difunta Roz Hedley Copeland y al papel de amante de Cai Campbell.

Lamentablemente, no había tenido ni el valor ni la inteligencia necesarias para romper con él cuando supo que se estaba acostando con otras. Consideró la posibilidad de estudiar, pero Cai le dijo que era demasiado guapa para perder el tiempo con libros, y ella le hizo caso. Consideró la posibilidad de buscarse un trabajo, pero Cai le dijo que nadie contrataría a una exmodelo que no sabía hacer nada, y ella le hizo caso.

Siempre le había hecho caso.

Y ahora no tenía nada.

Pero tenía que hacer algo, tenía que ser algo. Necesitaba una vida normal, una realidad nueva, una existencia nueva.

Y tenía miedo.

Clem se tumbó y se tapó los ojos con un brazo. No se podía esconder eternamente en la casa de un desconocido, pero tampoco se podía ir. No hasta que la prensa se olvidara de ella y, sobre todo, hasta que tuviera algo parecido a un plan; algo con lo que poder presentarse ante su padre y ante el mundo. O ante el sarcástico hombre de ojos grises y metro noventa que dormía a pocos metros.

Desgraciadamente, no sabía por dónde empezar.

 

 

Nick y Jabu se encontraron en el hotel cuando terminaron su turno de trabajo, y Nick lo invitó a tomarse unas cervezas en su casa. Mientras él dejaba la radio en la mesa, Jabu sacó dos cervezas del frigorífico y las abrió. Nick se había dado cuenta de que la puerta del dormitorio de invitados estaba firmemente cerrada, y frunció el ceño al ver un yogur sin terminar y media manzana en la encimera.

Tenía que hacer algo con la pelirroja, pero no sabía qué.

Jabu le dio la cerveza, entró en el salón y abrió las puertas que daban al porche. La casa era un rectángulo que, además de las habitaciones, tenía una cocina bien equipada, un gimnasio y un despacho. Tanto la cocina como el comedor y el salón contaban con puertas correderas de cristal que se abrían al exterior. Era un lugar cómodo y bonito. No se parecía en nada a la casucha que Nick había compartido con Terra en los viejos tiempos.

Siguió a Jabu al porche y, al igual que él, se apoyó en la barandilla con la botella en la mano. A la derecha, se veía un grupo de cebras; al fondo, unos cuantos impalas.

–Tenemos que traer a los rinocerontes que compramos en el norte.

–Lo sé, pero el coste del traslado es gigantesco. La fundación no tiene dinero para afrontarlo… pero espero que saquemos lo suficiente en el baile benéfico del mes que viene. ¿Podemos esperar hasta entonces?

–Nosotros, sí; pero los rinocerontes… –Jabu echó un trago de cerveza y lo miró–. ¿Cómo está tu invitada?

Nick se encogió de hombros.

–No lo sé. No la he visto. No sale de su habitación.

Jabu frunció el ceño.

–¿Lleva dos días en su habitación?

–Bueno, no seré yo quien me queje. Esa mujer tiene un genio insoportable –contestó–. Aunque tendré que hacer algo con ella… No come, no duerme y no sale del dormitorio. Supongo que le debería buscar alguna ocupación, pero me parece una locura.

–¿Una locura? ¿Por qué?

–Porque dudo que haya trabajado en toda su vida. Pero no dejo de recordarme lo que me dijo tu madre cuando Terra… en fin, ya sabes. Me dijo que el trabajo es la mejor medicina.

–Mi madre es una mujer sabia. Bastante loca, pero sabia. Y creo que tienes razón. Sácala del dormitorio y oblígala a hablar con la gente.

Jabu se apartó de la barandilla y añadió:

–Me tengo que ir. Quiero estar un rato con los niños, antes de que se vayan a la cama.

–¿Te acompaño?

–No, no. Quédate aquí y piensa en lo que vas a hacer con esa pelirroja. Hasta luego.

–Buenas noches, Jabs.

Nick volvió a admirar el paisaje. Las cebras se habían ido, y un chacal pasó rápidamente junto a la charca que estaba al pie del barranco. El sol se estaba ocultando tras los espinos y daba un tono entre dorado y rojizo a las plantas, muy parecido al tono del pelo de Clem.

Se había cansado de vivir con un alma en pena. Tanto si le gustaba como si no, tendría que trabajar.

 

 

Clem se sintió como si se acabara de despertar cuando Nick descorrió las cortinas y el sol le dio en los ojos. Ella soltó un gemido quejumbroso y él le plantó una taza de café en la mesita de noche.

–Café –dijo–. Levántese, princesa.

Clem miró el despertador y volvió a gemir.

–Pero si son las cinco de la mañana…

–Sí, y va a llegar tarde. Arriba, pelirroja.

Nick apartó la mosquitera, la recogió y la anudó hábilmente. Luego, tiró de la sabana y contempló su largo cuerpo apenas tapado por una blusita y unos pantalones cortos de algodón. Como la blusa estaba ligeramente levantada, vio el diamante que llevaba en el ombligo y deseó inclinarse y lamer, para sentir el contraste entre su piel caliente y la fría piedra.

Clem se sentó y lo miró con rabia.

–¿Se puede saber qué le pasa?

Nick se apartó.

–Sus vacaciones en el 2B han terminado.

–¿2B? ¿Qué es eso? –Clem alcanzó el café y echó un trago.

–El nombre del hotel. Se llama Baobab y Búfalo, pero lo llamamos 2B –respondió–. Tendrá que ganarse el sustento.

–¿De qué diablos está hablando?

–De que se va a tener que levantar y trabajar un poco.

Nick pensó que, si hubiera sido posible, le habría dado un trabajo diferente. Se habría metido en la cama con ella y habría explorado su cuerpo a fondo, en todos los sentidos. Desde la cadenita que llevaba en el tobillo hasta la vena que latía en su garganta.

–Tiene quince minutos. Nos marcharemos entonces, tanto si está vestida como si no.

Clem lo miró como si pensara que estaba loco.

–¡Me niego! ¡Usted no es mi jefe!

Nick se acercó otra vez a la cama.

–¿Cuántos años tiene, pelirroja? ¿Cinco?

–¿Cómo se atreve a…?

–Aunque no lo crea, soy su jefe. Está en mi casa, en mi propiedad, en mi negocio. Duerme en mi cama y se toma mi café.

Nick se inclinó hacia delante y apoyó las manos en la cama, encajonándola. Olía a lilas y estaba tan guapa que tuvo que hacer un esfuerzo para no besarla.

–Tiene dos opciones –continuó Nick–. O levanta su bonito trasero de la cama y se viste, o se va con lo que lleva puesto. Le quedan trece minutos… Y, si no le gusta, llame a su padre y pídale que le envíe su avión privado. Pero, hasta entonces, tendrá que trabajar. ¿Lo ha entendido?

Clem lo miró a los ojos con ira, hasta que se dio cuenta de que estaba hablando en serio.

–Pero ¿qué voy a hacer? Yo no trabajo. No he trabajado nunca…

–Pues ya es hora de que empiece, ¿no cree? Y será mejor que deje de perder el tiempo, porque ya solo tiene doce minutos.

Nick se incorporó y repitió sus últimas palabras. No porque fuera necesario, sino porque las pecas de la nariz de Clem lo estaban volviendo loco.

–Doce minutos.

–¡Es usted el hombre más arrogante que he conocido!

Nick sonrió.

–Vaya, muchas gracias. Aunque tengo la impresión de que su opinión sobre mí va a empeorar notablemente.

 

 

Treinta segundos antes de que se cumpliera el plazo, Clem saltó dentro del todoterreno sin molestarse en abrir la portezuela. Se sentía orgullosa de sí misma. Estaba segura de que Nick no la había creído capaz de llegar a tiempo.

–¿Qué diablos lleva? –preguntó él.

Clem se miró la camiseta y los vaqueros ultra cortos, de diseño, que se había puesto.

–Unos vaqueros, claro.

–Pues en algunos países serían ilegales. Si fueran más cortos, serían un tanga.

–Qué tontería.

Clem se reclinó y susurró que preferiría comer gusanos antes que admitir que se alegraba de salir de la casa, que la habitación de invitados le empezaba a resultar claustrofóbica y que se moriría de aburrimiento si permanecía en ella un día más.

Hasta aquel estúpido hotel y aquel estúpido coche eran preferibles a las paredes de su encierro autoinfligido. Siempre había tenido talento para enfurruñarse y regodearse en su mala suerte, pero había excedido su capacidad.

Sí, prefería comer gusanos antes que admitirlo.

–¿Qué quiere que haga? La gente se me da bien. Podría trabajar con sus clientes.

Nick alcanzó el vaso de café que tenía entre las piernas y se lo llevó a los labios. Clem lo envidió; con las prisas, solo había tomado un par de sorbos del suyo.

–Jamás le permitiría que se acercara a mis clientes. Pero soy un tipo razonable. La permitiré elegir entre varias tareas.

–Le escucho.

–Los guías del hotel y del refugio para animales heridos ocupan el escalón más bajo de la plantilla. Además de ser expertos en flora y fauna, se encargan de la limpieza general –explicó–. Pues bien, usted está al pie de ese escalón. Es una interina.

–¿Y qué hace con los interinos? ¿Los extorsiona para convertirlos en esclavos?

Nick sacudió la cabeza. El sol de la mañana le aclaraba el cabello. Llevaba una gorra de béisbol, pantalones militares y una camisa con un árbol pequeño bordado sobre el bolsillo.

–No, ni mucho menos. Pero tampoco les suelo dar la posibilidad de elegir las tareas… con usted voy a hacer una excepción. Si quiere, puede limpiar el bar de los empleados, The Pit. Está tan sucio que, en sus noches buenas, necesitaría la vacuna del tétanos para entrar.

Clem fingió que se lo pensaba y, a continuación, dijo:

–No.

–Entonces, puede planchar la ropa de cama.

–No.

–O limpiar los cuartos de baño.

–No.

Clem pensó que sería mejor que llamara a su padre y regresara a Londres. La prensa la volvería loca, pero se cansarían de ella en algún momento. Y tenía la ventaja de que nadie la obligaría a planchar y lavar.

Ya estaba a punto de decírselo a Nick cuando él hizo un comentario cargado de ironía.

–No me lo diga. Solo sabe ser un florero, un objeto decorativo.

Ella lo miró con odio.

–¿Qué ha dicho?

–Que…

–¿Cómo se atreve? ¡No vuelva a decirme eso! ¡Nadie volverá a decirme eso!

–Pelirroja…

–¡Se lo permití a él durante muchos años, pero no se lo permitiré a usted! –exclamó, intentando refrenarse–. Póngame a prueba. Haré cualquier cosa.

–¿Está segura de eso, princesa?

Clem no estaba segura en absoluto, pero su orgullo le impidió echarse atrás.

–Por supuesto que sí.

–Si usted lo dice…

–Yo lo digo. Deme el peor trabajo que tenga. Lo haré.

Nick rio.

–¿En serio? ¿Me está desafiando?

–Sí. Estoy cansada de que la gente me diga lo que tengo y lo que no tengo que hacer. Estoy verdaderamente harta.

Mientras hablaba, Clem oía dos voces en su interior. Una le decía que llamara por teléfono a su padre y le pidiera ayuda; pero la otra, la más fuerte, le recordaba que no era un objeto decorativo y que podía hacer lo que quisiera.

Al final, ganó la segunda.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Blog de Luella Dawson:

 

Desde la entrevista que hice a Cai y a su nuevo amor, hemos tenido ocasión de ver algunos capítulos de la segunda temporada de The Crazy C. Entre tanto, Cai ha instalado a Kiki en su casa de Los Ángeles. ¡Siempre has sido un hortera, Cai! Vas a convertir la horterada en una forma de arte.

Pero seguro que no soy la única que está mortalmente aburrida. Mirar la pared sería más divertido que ver ese espectáculo. Kiki es tan tonta como insulsa. ¡Es patética! Vuelve, Clem. ¡Vuelve, por favor!

 

 

NICK condujo por el poblado de los trabajadores y pasó por delante de The Pit. A continuación, giró a la izquierda y detuvo el vehículo en una zona aislada, entre la valla electrificada y una caseta de aspecto destartalado.

Olía tan mal que Clem se tuvo que tapar la nariz.

–¿Dónde estamos?

–En nuestro centro de reciclaje.

Nick sacó unos guantes y se los dio.

–Póngaselos.

–¿Qué tengo que hacer?

Nick señaló las bolsas negras de basura que estaban apiladas en el exterior de la caseta y se giró hacia los cuatro contenedores que se encontraban al lado.

–Cristal, papel, latas y plásticos –dijo–. Tiene que abrir las bolsas y distribuir el contenido entre los contenedores. Si encuentra materia orgánica, tírela en los cubos de la caseta. Los empleados tienen la obligación de reciclar, pero a veces se les olvida.

–No, no, no puedo hacer eso. Llevo unas zapatillas de diseñador…

–¿No me ha pedido la peor tarea? Pues es esta.

Ella se mordió el labio.

–¿Y me va a dejar aquí? ¿Sola?

–Sí.

Nick sacó una radio del bolsillo y se la dio.

–Mientras permanezca a este lado de la valla, estará a salvo de animales salvajes. Para hablar por radio, solo tiene que apretar el botón. Pero cuidado con lo que dice, porque es una frecuencia abierta y lo oirá cualquier empleado que tenga radio. Si quiere hablar conmigo, llame y pídame que pase al canal trece.

Clem alcanzó la radio y se la metió bajo el cinturón de los pantalones.

–¿Cuándo vendrá a recogerme? ¿Dentro de ocho horas?

Nick soltó una carcajada y sacudió la cabeza.

–No, ni yo soy tan cruel. Solo estará aquí por la mañana. Pero trabaje de verdad… porque si no trabaja bien, mañana hará un turno doble.

Clem se maldijo para sus adentros. Tenía intención de localizar un lugar menos apestoso y esperar tranquilamente.

Sin embargo, no se dejó deprimir por la perspectiva. Se llevó las manos a las caderas y miró a Nick, que se subió al Land Rover y arrancó. Durante unos segundos, estuvo a punto de salir corriendo tras él. Pero su orgullo fue más fuerte.

Se sentó en el suelo y echó un vistazo a su alrededor.

Aquel lugar era una basura.

Literalmente.

 

 

Siete y cinco de la mañana.

Clem se apartó de las bolsas, se echó el cabello hacia atrás y sacó la radio, que estaba empapada de sudor. No podía seguir. Necesitaba un masaje, un baño caliente, un poco de sushi. Necesitaba volver a casa.

Pulsó el botón de la radio y dijo:

–Nick, soy Clem.

–¿Ya se ha rendido, pelirroja?

–No, solo llamo para decirle que es un tipo detestable.

–Si quiere insultarme, cambie al canal trece.

–Ni siquiera he empezado con los insultos. Además, prefiero que me oigan todos. ¡Gente del 2B! ¡Su jefe es un tipo detestable!

–Se está repitiendo, pelirroja.

–Bueno, deme un minuto y se me ocurrirá algo más creativo.

 

 

Nueve y media de la mañana.

Nick estaba sentado en una de las mesas del comedor cuando se acordó de que Clem no había comido nada. Suspiró, sacó la radio y la llamó.

–¿Tiene hambre, pelirroja?

La voz de Clem sonó más dura y afilada que el colmillo de un leopardo.

–Estoy en mitad de un montón de latas, papel mojado y basura orgánica. ¡Por supuesto que no tengo hambre! Tu es complètement dèbile?

Nick lanzó una mirada irónica a los trabajadores que estaban con él y dijo:

–Sé que lo voy a lamentar, pero ¿me lo podría traducir?

Janet, una de las recepcionistas, soltó una risita.

–Te ha llamado imbécil, jefe.

Nick respiró hondo. Obviamente, había cometido un error al darle una radio.

–Cambie al canal trece, pelirroja.

–Y un cuerno.

 

 

Once menos cuarto de la mañana.

–Nick…

Nick la maldijo en silencio. Estaba empeñada en no dejarle trabajar.

–¿Qué quiere ahora?

–Aquí hay un mono.

Nick miró el documento que tenía sobre la mesa y lo firmó.

–Sí, bueno… Aquí hay muchos monos. ¿Qué hace?

–Me mira.

–¿De qué forma?

–Solo me mira. Ha ladeado la cabeza y…

Nick sonrió.

–Será que le extraña ver a una chica en mitad de un montón de basura. Haga como si no estuviera y siga trabajando, princesa.

 

 

Nick pasó a recogerla a las doce. Al verlo, Clem dejó lo que estaba haciendo y se subió al todoterreno tan deprisa que casi no tuvo tiempo de parar.

–Ya es hora de que llegara.

Nick se tapó la nariz cuando Clem se sentó a su lado. Después, sacudió la cabeza y le señaló el asiento de atrás.

–No puede sentarse ahí.

–¿Por qué?

–¡Porque apesta! ¿Qué diablos ha hecho? ¿Revolcarse contra un cadáver? Siéntese atrás y manténgase tan lejos de mí como sea posible.

Clem consideró la posibilidad de negarse, pero pensó que era capaz de obligarla a volver andando, a pesar de las fieras. Y estaba demasiado cansada para arriesgarse. Así que pasó al asiento de atrás, se sentó y se agarró al sillón de Nick para no caerse cada vez que tomaba una curva.

–¿Podría ir más despacio? –protestó–. Esto es inadmisible…

Durante el trayecto a la casa, Clem no dejó de admirar su nuca, sus anchos hombros y sus manos, que se mantuvieron en todo momento en el volante. Eran manos duras, de trabajador. Morenas, de uñas cortas, con un par de rasguños y cicatrices. Manejaban el vehículo como seguramente manejaban a una mujer, de forma suave y experta, como si llevara conduciendo toda una vida.

Clem imaginó aquellas manos en su cuerpo.

–Ya hemos llegado, pelirroja.

Ella saltó del vehículo con las zapatillas en las manos. Estaban llenas de basura y olían verdaderamente mal.

Clem empezó a caminar hacia la casa, pero Nick la agarró de los pantalones y la detuvo.

–¿Qué diablos…?

–¿Adónde cree que va?

–A ducharme.

Nick sacudió la cabeza.

–No, no va a entrar en mi casa con esa peste.

Nick tiró de ella hacia atrás y ella se giró para zafarse, pero se encontró apretada contra su duro pecho.

–¡Apártese de mí! –gritó él–. ¡Me va a dejar su olor!

Él se apartó rápidamente, abrió la toma de agua del jardín y, después, sin advertencia previa, agarró la manguera y le soltó un chorro de agua fría.

Clem se llevó las manos a la cara y se dio la vuelta.

–¡Nick!

–¿Sí, princesa? –dijo él, sin dejar de echarle agua.

–¡Le voy a destripar y voy a echar sus restos a las hienas!

–Inténtelo si quiere –Nick dirigió el chorro a su trasero–. ¿Se puede saber dónde se ha sentado, pelirroja?

Clem se dio la vuelta.

–Una de las bolsas se rompió. Estaba llena de tomates y repollos podridos… –Clem echó la cabeza hacia atrás y dejó que le mojara el pecho–. Ah, qué placer… No me había sentido fresca desde que llegué.

–Tiene una hoja de espinaca en el tobillo.

–Qué asco…

Clem se agachó y se la quitó.

–Bueno, ¿ya estoy suficientemente limpia? ¿Ya puedo entrar en la casa?

–Con esa ropa, no. Desnúdese.

Clem arqueó una ceja.

–¿Cómo?

Nick la miró con humor.

–Todavía huele mal, y es por culpa de la ropa. Pero, si le da vergüenza, le traeré una toalla.

Clem frunció el ceño y, sin dejar de mirarlo a los ojos, se quitó la camisa y la tiró al suelo, quedándose en sujetador.