Enemigos apasionados - De soldado a papá - Como una princesa de cuento - Nina Harrington - E-Book
SONDERANGEBOT

Enemigos apasionados - De soldado a papá - Como una princesa de cuento E-Book

Nina Harrington

0,0
6,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Enemigos apasionados Nina Harrington Para Lexi Sloane, escribir las memorias de una celebridad representaría un gran progreso profesional... si pudiera convencer al reservado Mark Belmont de hablar de la vida de su famosa madre. Mark no necesitaba que Lexi se entrometiera, pero comprendió que ella veía más allá de los titulares que generaba su familia. A cambio, él iba a enseñarle a dejar de esconderse detrás de las experiencias de otros y a vivir su propia vida. De soldado a papá Soraya Lane El militar de élite Luke Brown estaba acostumbrado a enfrentarse a la guerra. Qué pena que no lo hubieran entrenado para ser padre y esposo. Tras dos años fuera de casa, no pensaba que Olivia, su mujer, lo estuviera esperando con los brazos abiertos, pero tampoco que lo esperara con los papeles del divorcio. Como una princesa de cuento Teresa Carpenter El entregado soldado Xavier LeDuc, que había jurado servir a la familia real de Pasadonia, nunca había tenido problemas para anteponer el deber al deseo… hasta que conoció a la preciosa Amanda Carn. Era dulce, seductora y le resultaba demasiado familiar. ¿Podía ser la hija del príncipe? Seguro que esas cosas solo sucedían en los cuentos de hadas…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 546

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 507 - agosto 2020

 

© 2012 Nina Harrington

Enemigos apasionados

Título original: My Greek Island Fling

 

© 2013 Soraya Lane

De soldado a papá

Título original: Mission: Soldier to Daddy

 

© 2013 Teresa Carpenter

Como una princesa de cuento

Título original: The Making of a Princess

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013, 2013 y 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todoslos derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-608-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Enemigos apasionados

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

De soldado a papá

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Epílogo

Como una princesa de cuento

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

–MAMÁ… estoy aquí –susurró Lexi Collazo Sloane cuando su madre entró en su habitación, aportando al instante una pincelada de púrpura, valor y energía a la serena tonalidad crema y oro del exclusivo hospital de Londres.

–Lamento el retraso, cariño –dijo su madre mientras sacudía las gotas de lluvia del abrigo y luego plantaba un beso en la mejilla de Lexi–. Pero el director decidió adelantar el ensayo de la escena del salón de baile –movió la cabeza y se rio–. Espadas de piratas y faldas de seda. Será un milagro si esos vestidos sobreviven intactos. ¡Por no mencionar los zapatos y las pelucas!

–Tú puedes hacerlo, mamá –dobló el pijama y lo guardó en la bolsa mediana de viaje–. Eres la mejor directora de vestuario de toda la industria teatral. No te preocupes. El ensayo de mañana será un éxito.

–Alexis Sloane, mientes muy mal. Pero gracias. Y ahora hablemos de cosas más importantes –apoyó con gentileza una mano en el hombro de su hija y la miró a los ojos–. ¿Cómo ha ido esta mañana? Y no te guardes nada. ¿Qué ha dicho el especialista? ¿Voy a ser abuela uno de estos días?

Con el corazón en un puño, Lexi se sentó en la cama. Se dijo que era hora de acabar de una vez con esa situación.

–Bueno, hay algunas noticias buenas y otras no tan buenas. Al parecer, la ciencia médica ha avanzado un poco en los últimos dieciocho años, pero no quiero que tus esperanzas se disparen –alargó el brazo e hizo que su madre se sentara a su lado–. Existe una pequeña posibilidad de que sea capaz de tener hijos, pero… –contuvo el aliento antes de proseguir– será un proceso largo y duro, sin garantías de que al final el tratamiento tenga éxito. Según el especialista, solo me estaré preparando para una decepción –esbozó una sonrisa valiente y apretó la mano de su madre–. Lo siento. Al parecer, vas a tener que esperar bastante antes de que pueda darte nietos.

Su madre suspiró antes de abrazarla.

–Vamos, que eso no te preocupe ni un solo minuto. Ya lo hemos hablado. Hay un montón de niños necesitados de un hogar donde reciban cariño y Adam está encantado con adoptar. Un día tendrás tu propia familia… estoy segura. ¿De acuerdo?

–Lo sé, pero tenías tantas esperanzas de que serían buenas noticias.

–Por lo que a mí respecta, lo son. De hecho, creo que esta noche deberíamos ir a un buen restaurante, ¿no te parece? Tu padre insistirá –añadió, moviendo las cejas–. Parece que el negocio de la fotografía paga bien en la actualidad.

–¿Sigue aquí, mamá? –se tragó el enorme nudo de ansiedad que había hecho que un día ya de por sí desagradable fuera más tenso–. He estado dormitando toda la tarde y me da miedo habérmelo perdido.

Pero su madre la miró con una inmensa sonrisa.

–Sí –respondió, aferrando las dos manos de Lexi–. Sí, está aquí. Lo dejé en el aparcamiento. Y no te imaginas lo diferente que parece. De verdad quiere compensar el tiempo perdido. Si no, ¿por qué iba a pagar este precioso hospital privado nada más enterarse de que necesitabas un tratamiento? Sabía lo asustada que debías de sentirte después de la última vez. Todo va a ir bien. Aguarda y lo verás.

–¿Y si ni siquiera me reconoce? –preguntó con ansiedad–. Después de todo, apenas tenía diez años la última vez que lo vi. De eso hace dieciocho años. Puede que ni siquiera sepa quién soy.

Su madre le acarició la mejilla.

–No seas boba. Claro que te reconocerá. Debe de tener álbumes llenos con todas las fotos que le envié de ti a lo largo de los años. Además, eres tan guapa que te detectará al instante –la abrazó con calor–. Tu padre ya me ha dicho lo orgulloso que se siente por todo lo que has conseguido en la vida. Y durante la cena podrás contarle todo sobre tu brillante carrera de escritora –entonces le palmeó el cabello, recogió su bolso y se dirigió al cuarto de baño–. Lo que significa que debo prepararme. Vuelvo enseguida.

Lexi sonrió y se encogió de hombros. Como si pudiera no estar alguna vez preciosa. A pesar de lo que le deparara la vida, siempre había sido irrefrenable. Y lo único que había querido había sido una gran familia a su alrededor en la que poder proyectar su desbordante amor.

Se secó una lágrima perdida. Le partía el corazón no poder darle nietos y hacerla feliz.

 

 

Mark Belmont apretó los botones del ascensor en su afán de que respondieran, luego maldijo y empezó a subir por las escaleras.

La parte lógica de su cerebro sabía que solo habían pasado segundos desde que le agradeciera a la amiga de su madre que hiciera guardia en esa habitación de hospital hasta que él llegara. El llanto constante no lo había ayudado a mantenerse sereno o controlado, pero ya estaba solo y era su turno de darle algún sentido a las últimas horas.

La llamada urgente del hospital. El vuelo horrible desde Mumbai, que se le había hecho eterno. Luego el trayecto en taxi desde el aeropuerto, que le había dado la impresión de toparse con todos los semáforos de Londres en rojo.

Aún le costaba asimilar la verdad. Su madre, su hermosa, brillante y segura madre había ido a ver a un cirujano plástico de Londres sin decírselo a la familia. Según la amiga actriz, había hecho una broma superficial acerca de no alertar a los medios sobre el hecho de que Crystal Leighton iba a someterse a una cirugía reparadora en el abdomen. Y tenía razón. La prensa habría estado encantada de airear cualquier secreto de la actriz británica famosa por la defensa que hacía de la integridad física. Pero… ¿a él? Era a su madre a quien acosaban los tabloides.

Subió los escalones de dos en dos a medida que su sensación de fracaso amenazaba con abrumarlo.

Habían pasado juntos las fiestas de Navidad y Año Nuevo y ella se había mostrado más entusiasmada y positiva que en años. Su autobiografía iba a publicarse pronto, sus obras benéficas empezaban a mostrar resultados y su inteligente hija le había dado un segundo nieto.

¿Por qué había hecho eso sin contárselo a nadie? ¿Por qué había ido sola a una operación que había salido espantosamente mal? Había estado al corriente de los riesgos, por no mencionar que en el pasado había descartado con una carcajada cualquier sugerencia de cirugía plástica. Y, a pesar de ello, había seguido adelante.

Aminoró el paso y respiró hondo, preparándose para regresar a esa habitación de hospital donde su hermosa y querida madre yacía en coma, conectada a monitores que a cada segundo emitían un «bip» que indicaba el daño causado.

Una embolia. Los especialistas hacían todo lo que podían. Aún no había un pronóstico claro.

Abrió la puerta. Al menos había tenido el sentido común de elegir un hospital discreto, famoso por proteger a sus pacientes de ojos curiosos. No habría paparazzi sacando fotos para que el mundo se regocijara con ellas.

 

* * *

 

Lexi había vuelto a centrarse en guardar sus cosas en la bolsa de viaje cuando una joven enfermera asomó la cabeza por la puerta.

–Más visitas, señorita Sloane –sonrió–. Su padre y su primo acaban de llegar para llevarla a casa. Vendrán enseguida –agitó la mano en señal de despedida.

–Gracias –respondió, tragándose una sensación de incertidumbre y nerviosismo. ¿Por qué su padre quería verla en ese momento, después de tantos años? Se levantó de la cama y fue lentamente hacia la puerta.

Pero se detuvo ceñuda. ¿Su primo? Por lo que sabía, no tenía ningún primo. ¿Sería otra de las sorpresas que le reservaba su padre? Le había prometido a su madre que le daría una oportunidad y eso era lo que iba a hacer, a pesar de lo doloroso que pudiera ser.

Respiró hondo, irguió la espalda y salió al pasillo para saludar al padre que las había abandonado justo cuando más lo habían necesitado.

El corazón le palpitaba con tanta fuerza que apenas podía pensar. De niña había adorado al maravilloso padre que había sido el centro de su mundo.

Miró alrededor, pero todo era silencio y quietud. Desde luego, necesitaría unos momentos para atravesar las comprobaciones de seguridad de la entrada, pensadas para proteger a los ricos y famosos, y luego subir en el ascensor hasta la primera planta.

Estaba a punto de girar cuando por el rabillo del ojo captó un movimiento a través de la puerta entornada de uno de los cuartos de un paciente, idéntico al que acababa de dejar ella pero situado al final del extenso pasillo.

Y entonces lo vio.

Inconfundible. Inolvidable. Su padre. Mario Collazo. Esbelto y atractivo, con las sienes canosas, pero todavía irresistible. Se hallaba en cuclillas justo en el interior de la habitación, debajo de la ventana, y sostenía una cámara digital pequeña pero potente.

Algo fallaba en todo eso. Sin pensar, avanzó con sigilo hacia la puerta para echar un mejor vistazo.

En un instante abarcó la escena. Una mujer estaba en la cama del hospital, con el largo cabello negro extendido sobre la sábana blanca que hacía juego con el color de su rostro. Tenía los ojos cerrados y estaba conectada a tubos y monitores que rodeaban la cama.

La horrible verdad de lo que observaba la golpeó con fuerza y la conmoción la obligó a apoyarse en la pared para mantenerse erguida.

Las enfermeras no habrían podido ver a su padre desde la recepción, donde un hombre joven al que nunca había visto les mostraba unos papeles, distrayéndolas de lo que sucedía en esa clínica exclusiva ante las propias narices de todos.

Cuando encontró la fortaleza para hablar, las palabras salieron con un temblor horrorizado.

–No, papá. Por favor, no.

Y él la oyó. Al instante giró en redondo desde su posición agazapada y la miró con incredulidad. Durante un fugaz momento, ella percibió un destello de conmoción, remordimiento y contrición en su cara antes de que esbozara una sonrisa.

Y a Lexi se le heló la sangre.

Mario Collazo se había labrado un nombre como fotógrafo de celebridades. No costaba descifrar qué hacía con una cámara dentro de la habitación de alguna celebridad a la que había seguido hasta allí.

Si eso era cierto… si eso era cierto entonces su padre no había ido a verla a ella. Le había mentido a su ingenua madre para lograr obtener acceso al hospital. Ninguno de los guardias de seguridad lo habría detenido si era pariente de un paciente.

Entonces comprendió la dura realidad de lo que acababa de ver. Él jamás había tenido la intención de visitarla. El único motivo de que se hallara allí era invadir la intimidad de esa pobre mujer enferma. Desconocía quién era o qué hacía en el hospital, pero eso carecía de importancia. Merecía que la dejaran en paz, independientemente de quién pudiera ser.

Sintió el inicio de unas lágrimas amargas. Tenía que largarse. Escapar. Recoger a su madre y salir de ese lugar tan rápidamente como se lo permitieran las piernas.

Pero esa opción se desvaneció en un instante.

Había aguardado demasiado.

Porque hacia ella avanzaba un hombre alto y moreno enfundado en un excelente traje gris marengo. No era un médico. Irradiaba poder y autoridad y a ella le pareció muy masculino con sus hombros anchos, las caderas estrechas y las largas piernas. Representaba unos treinta años. Tenía la cabeza gacha, sus pasos eran firmes y estridentes, en consonancia con su entrecejo sombrío. Y se dirigía a la habitación en la que se escondía su padre.

Ni siquiera notó su presencia y ella solo pudo observar horrorizada cómo abría la puerta del cuarto de la mujer.

Entonces, todo pareció suceder a la vez.

–¿Qué diablos hace aquí? –demandó con voz furiosa e incrédula mientras entraba, apartaba el sillón para las visitas y agarraba al hombre por el hombro de la chaqueta.

Lexi se pegó aún más contra la pared.

–¿Quién es usted y qué es lo que quiere? –la voz proyectaba una amenaza y fue lo bastante alta como para alertar al recepcionista, que alzó el auricular del teléfono–. ¿Y cómo ha introducido una cámara aquí? Yo me ocuparé de eso, parásito.

La cámara salió volando por la puerta y se estrelló contra la pared próxima a ella, con tanta fuerza que la lente quedó aplastada. Para horror de Lexi, vio al hombre joven de la recepción sacar una cámara digital del bolsillo y empezar a tomar fotos de lo que sucedía dentro de la habitación desde la seguridad del pasillo. De pronto la quietud del hospital se llenó de gritos, del ruido del mobiliario y el equipo médico al romperse, de jarrones estrellándose contra el suelo, enfermeras corriendo y otros pacientes que salían de sus habitaciones para ver qué significaba todo ese ruido.

La dominaron la conmoción y el miedo. Sencillamente, sus piernas se negaron a moverse.

Estaba paralizada. Inmóvil. Y le era imposible apartar los ojos de esa habitación.

La puerta se había cerrado a medias, pero pudo ver a su padre debatirse con el hombre del traje. Se empujaban contra la ventana de cristal y se le partió el corazón por la pobre mujer que permanecía tan quieta en la cama, ajena a la lucha que había estallado allí mismo.

La puerta se abrió y su padre trastabilló hacia el pasillo, con el brazo izquierdo levantado para protegerse. Lexi se cubrió la boca con ambas manos mientras el atractivo desconocido echaba hacia atrás el brazo derecho y le daba un puñetazo en la cara, tumbándolo en el suelo justo a sus pies.

El desconocido se acercó, levantó a su padre del suelo por las solapas de la chaqueta y comenzó a zarandearlo con tanto vigor que Lexi sintió náuseas. Gritó.

–¡Pare ya… por favor! ¡Es mi padre!

Lo tiró al suelo otra vez con un ruido sordo. Ella cayó de rodillas y apoyó la mano en el pecho agitado de su padre mientras él se incorporaba sobre un codo y se frotaba la mandíbula. Solo entonces alzó la vista a la cara del agresor. Y lo que vio en ella hizo que reculara horrorizada.

El atractivo rostro estaba retorcido en una máscara de ira y furia que apenas lo hacía reconocible.

–¿Su padre? De modo que funciona así. Ha empleado a su propia hija como cómplice. Perfecto.

Retrocedió moviendo la cabeza y tratando de alisarse la chaqueta mientras unos guardias de seguridad se arremolinaban en torno a él y las enfermeras corrían a la habitación de la paciente.

–Felicidades –añadió–, ha conseguido lo que vino a buscar.

La mirada penetrante de esos ojos tan azules como un mar tormentoso se clavó en ella como si tratara de atravesarle el cráneo.

–Espero que se sienta satisfecha –agregó con expresión de desagrado y desprecio antes de girar la cabeza, como si no pudiera tolerar más mirar a ninguna de esas personas.

–¡Yo no lo sabía! –explicó ella–. No sabía nada de esto. Por favor, créame.

Él estuvo a punto de girarse, pero solo se encogió de hombros y regresó al dormitorio, cerrando a su espalda y dejándola arrodillada en el suelo del hospital, dominada por las náuseas producidas por la conmoción, el miedo y la más abyecta humillación.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Cinco meses después

 

La voz de su madre se oía con tanta claridad en el teléfono que tenía pegado al oído, que costaba creer que se hallara a cientos de kilómetros de distancia en el sótano de un histórico teatro londinense mientras ella avanzaba por un camino comarcal de la campiña de Paxos, en Grecia.

–Ya sabes cómo funciona esto –respondió a la pregunta de su madre–. Así, de repente. La agencia me ha enviado a Grecia, ya que soy la especialista oficial cuando se trata de escribir biografías para otros. He de reconocer que desde que bajé del hidroavión procedente de Corfú no he visto a ningún habitante local, con la excepción de unas cabras. Y también que hace mucho calor.

–Una isla griega en junio… no sabes cuánto te envidio –su madre suspiró–. Es una pena que tengas que trabajar, pero lo compensaremos cuando vuelvas. Eso me recuerda que esta mañana hablé con un joven actor muy agradable al que le encantaría conocerte, y no me quedó más alternativa que invitarlo a mi fiesta de compromiso. Estoy segura de que te gustará.

–Oh, no, mamá. Te adoro y sé que tienes buenas intenciones, pero basta de actores. En especial después del desastre con Adam. De hecho, hazme el favor de dejar de buscarme novio. Estoy bien –insistió, tratando de contener la ansiedad de su voz y cambiando de tema–. Tienes cosas mucho más importantes que arreglar que preocuparte por un novio para mí. ¿Has encontrado ya local para la fiesta? Espero algo deslumbrante.

–No me hables de eso. Los parientes de Patrick parecen aumentar por momentos. Creía que cuatro hijas y tres nietos eran más que suficientes, pero quiere que asista toda la tribu. Es tan anticuado para esas cosas… ¿Sabes que ni siquiera acepta acostarse conmigo hasta que tenga en el dedo el anillo de su abuela?

–¡Mamá!

–Ya lo sé, pero ¿qué puede hacer una chica? Es tan atractivo… y estoy loca por él. Bueno, he de irme, tengo que buscar capillas góticas. No te preocupes, te lo contaré todo cuando vuelvas.

Frenó ante el primer camino de acceso que había visto hasta el momento.

–Ah… creo que ya he llegado a la casa de mi cliente. Al fin. Deséame suerte.

–Lo haría si la necesitaras, lo que no es así. Llámame en cuanto regreses a Londres. Quiero saberlo todo sobre el misterioso cliente con el que vas a trabajar. No te preocupes por mí. Tú intenta disfrutar. Ciao, preciosa.

Colgó, dejándola sola en la silenciosa campiña.

Alzó la vista hacia las letras talladas en una placa de piedra, luego comprobó bien la dirección que había apuntado unas cinco horas antes mientras esperaba que su equipaje apareciera en el aeropuerto de Corfú.

Sí, había llegado a la Villa Ares. ¿Ares no era el dios griego de la guerra? Curioso nombre para una casa.

Volvió a arrancar el coche de alquiler y condujo despacio por un camino de grava que terminaba en curva alrededor de una larga casa blanca de una planta antes de detenerse.

Guardó el teléfono y permaneció quieta unos minutos para asimilar la asombrosa belleza de la villa. Por la ventanilla abierta inhaló hondo el aire caliente y seco, fragante con el aroma de los naranjos en flor que había al final del sendero. Los únicos sonidos eran el de los pájaros en los olivares y el suave movimiento del agua de la piscina.

No había ni rastro de vida. Y, desde luego, tampoco de la misteriosa celebridad que se suponía que debería haber enviado a un empleado a recogerla a la terminal del hidroavión.

–Bienvenida a Paxos –se dijo con una risita y bajó del coche al calor y el crujido de la grava bajo sus pies.

Nada más pronunciar esas palabras, un fino tacón de sus sandalias italianas preferidas resbaló en un adoquín y se le torció el tobillo, lo que la hizo trastabillar contra el metal caliente del coche.

Lo que, a su vez, dejó un rastro de varias semanas de suciedad y de brillante polen verde por todo el costado de su chaqueta italiana de seda y lino.

Con los dientes apretados, inspeccionó el daño a su ropa y el arañazo de su sandalia y maldijo para sus adentros con el extenso vocabulario de una chica criada en el mundo del espectáculo. La piel roja oscura había quedado arrancada a lo largo del tacón.

¡Más valía que ese proyecto fuera urgente!

Aunque fuera fascinante.

En los cinco años que llevaba trabajando como escritora fantasma, era la primera vez que la enviaban a un encargo propio de máximo secreto… de hecho, era tan secreto que el editor que había firmado el contrato había insistido en que todos los detalles de la identidad del misterioso autor debían quedar ocultos hasta que la escritora fantasma llegara al hogar de la celebridad. La agencia de talentos era conocida por su extrema discreción, pero eso era llevarlo un poco lejos.

¡Ni siquiera conocía el nombre de su cliente! O algo sobre el libro en el que trabajaría.

Alzó la vista hacia la imponente villa de piedra con un hormigueo de expectación. Le encantaban los misterios casi tanto como conocer a gente nueva y viajar a lugares desconocidos alrededor del mundo.

Y su mente no había dejado de bullir desde que había contestado a la llamada en Hong Kong.

¿Quién era esa misteriosa celebridad y por qué el extremado secreto?

Pensó en varios artistas pop recién salidos de rehabilitación, aparte de que siempre estaba la estrella de cine que acababa de fundar su propia organización benéfica para luchar contra el tráfico infantil… cualquier editorial querría esa historia.

Solo tenía segura una cosa: iba a ser algo especial.

Se quitó casi todo el polen de la chaqueta, irguió la espalda y cruzó el sendero de grava.

Mientras se acomodaba las gafas de sol sobre el puente de la nariz, pensó que ese tenía que ser el segundo mejor trabajo del mundo. Le pagaban por conocer a gente interesante con vidas fascinantes en lugares hermosos del mundo. Y lo mejor de todo era que ninguna celebridad sabía que empleaba el tiempo que dedicaba a viajar y a esperar en fríos estudios a trabajar en las historias que de verdad quería escribir.

Sus libros infantiles.

Unos cuantos encargos más como ese y al fin podría tomarse tiempo libre para escribir sin traba alguna. Esa sola idea le producía un estremecimiento. Estaba dispuesta a aguantarlo todo con tal de hacer realidad ese sueño.

Magia.

Poniéndose al hombro la correa del bolso rojo, que hacía juego con sus sandalias estropeadas, avanzó con cuidado por las piedras.

 

 

Mark Belmont se colocó boca arriba en la tumbona bajo el sol y parpadeó varias veces antes de bostezar y estirar los brazos por encima de la cabeza. No había sido su intención quedarse dormido, pero el calor, mezclado con su último ataque de insomnio, le había pasado factura.

Se sentó y durante unos segundos se frotó los ojos tratando de mitigar sin éxito la molesta jaqueca. El sol resplandeciente y el silencioso y hermoso jardín parecían burlarse de la agitación que bullía en su cerebro.

Ir a Paxos había parecido tan buena idea… En el pasado, la villa familiar siempre había sido un refugio acogedor y sereno, alejado de los ojos curiosos de los medios de comunicación; un lugar donde podía relajarse y ser él mismo. Pero incluso ese emplazamiento tranquilo carecía de la magia suficiente para ofrecerle el sosiego que necesitaba para acabar su trabajo.

Después de cuatro días de repasar la biografía de su madre, sus emociones eran un tumulto de sobrecogimiento ante tanta belleza y talento mezclados con la tristeza y el remordimiento por todas las oportunidades que había perdido cuando estaba viva. Todas las cosas que habría podido decir o hacer y que podrían haber marcado una diferencia en lo que ella había sentido y en la decisión tomada. Quizá hasta convencerla de no haberse sometido a aquella intervención.

Pero ese era un camino muerto.

Y lo peor era que siempre había atesorado la soledad que ofrecía la villa, pero en ese momento parecía reverberar con los fantasmas de días más felices, haciendo que se sintiera solo. Aislado. Su hermana, Cassie, había tenido razón.

Cinco meses no bastaban para desterrar su dolor. Bajo ningún concepto.

Entonces apareció a su lado un estilizado gato negro que maulló pidiendo la comida mientras se frotaba contra la tumbona.

–De acuerdo, Emmy. Lamento la tardanza.

Cruzó el patio descalzo hacia la barbacoa de piedra, atento a las afiladas piedras. De un cubo metálico sacó una caja de galletas para gatos y llenó un comedero de plástico, evitando los dientes del felino mientras atacaba la comida. A los pocos segundos, los dos cachorros blancos que había tenido se acercaron con cautela al plato, con las orejas y la lengua rosadas en total contraste con su madre. Papá Oscar debía de estar en los olivares.

Les llenó el cuenco de agua y les deseó buen provecho.

Al regresar a la villa, suspiró mientras se pasaba una mano por el pelo.

Le había robado diez días a Inversiones Belmont para tratar de ordenar la maleta llena de páginas manuscritas, recortes de prensa, notas personales, diarios de citas y cartas que había recogido del escritorio de su difunta madre. Hasta el momento, solo había experimentado un rotundo fracaso.

Desde luego, no había sido idea suya acabar la autobiografía de su madre. Ni mucho menos. Sabía que únicamente atraería más publicidad a su puerta. Pero su padre se mostraba empecinado en ello. Estaba preparado para dar entrevistas de prensa y convertirse en propiedad pública si con ello ayudaba a desterrar los fantasmas y celebrar la vida de ella del modo que quería.

Por supuesto, eso había sido antes de la recaída.

Además, jamás había sido capaz de negarle nada a su padre. En el pasado ya había apartado a un lado sus sueños y aspiraciones personales por la familia y gustoso volvería a hacerlo sin pensárselo dos veces.

Pero… ¿por dónde empezar? ¿Cómo escribir una biografía de la mujer mundialmente conocida como Crystal Leighton, hermosa e internacional estrella de cine, pero que para él era la madre que lo había acompañado a comprar zapatos y había asistido a cada competición deportiva de la escuela?

La mujer que había estado dispuesta a abandonar su carrera cinematográfica para no someter a su familia a la invasión constante y repetida de intimidad que acarreaba el rango de celebridad.

Se detuvo bajo la sombra de la marquesina del ventanal que daba al comedor y contempló los jardines y la piscina.

Necesitaba hallar algún enfoque nuevo para sortear la masa de información que cualquier celebridad, esposa y madre acumulaba en una vida y darle algún sentido.

Y deprisa.

El editor había querido el manuscrito en su mesa a tiempo para un importante homenaje de Crystal Leighton en un festival de cine de Londres programado para la semana anterior a Semana Santa. La fecha de entrega se había alargado hasta abril y en ese momento podía considerarse afortunado si tenía algo para antes de finales de agosto.

Y cada vez que la fecha de entrega cambiaba, aparecía otra biografía no autorizada, por lo general llena de mentiras, especulaciones e insinuaciones personales sobre su vida privada y, por supuesto, la terrible forma en que había llegado a su fin.

Tenía que hacer algo, cualquier cosa, para proteger la reputación de su madre.

Y si alguien iba a crear una biografía, sería alguien a quien le importara mantener dicha reputación y recuerdo vivos y respetados.

Y quizá existiera la remota posibilidad de que él pudiera reconciliarse con la propia culpabilidad de cómo le había fallado al final, algo que lo estaba ahogando. Quizá.

Giró hacia el interior y frunció el ceño al ver movimiento al otro lado de los ventanales que separaban la casa del patio.

Su ama de llaves no estaba y no esperaba visitas. Ninguna. Su oficina tenía órdenes estrictas de no revelar la localización de la villa ni de proporcionarle a nadie detalles de su contacto privado.

Parpadeó varias veces y encontró las gafas en la mesita lateral.

Una mujer que nunca había visto entraba en su salón, recogiendo cosas y volviendo a dejarlas en el sitio que les correspondía como si fuera la dueña del lugar.

¡Sus cosas! Documentos personales y muy íntimos.

Respiró despacio y se obligó a mantener la calma. Tuvo que contener el impulso de echar a esa mujer a la fuerza.

Lo último que quería era a otra periodista o supuesta cineasta buscando trapos sucios entre las cartas personales de sus padres.

Algo inaceptable.

La puerta del patio estaba medio abierta, por lo que cruzó el suelo de piedra con el sigilo que le daba estar descalzo y para que ella no pudiera oírlo por encima de la música de jazz para piano que sonaba en el equipo de música.

Apoyó una mano en el marco. Pero al tirar del cristal su cuerpo se paralizó.

Había algo vagamente familiar en esa mujer de pelo castaño tan ajena a su presencia mientras estudiaba la colección familiar de novelas populares y libros empresariales que se habían acumulado allí con el paso de los años.

Le recordaba a alguien a quien ya había conocido, pero su nombre y las circunstancias de dicho encuentro solo producían una irritante mente en blanco. Quizá se debía a la extraña combinación de ropa que llevaba. Nadie en la isla elegía adrede ponerse unas mallas de un motivo floral gris y rosa debajo de un vestido fucsia y una chaqueta cara. Y debía de llevar cuatro o cinco pañuelos largos de diseños y colores de marcado contraste, lo que con ese calor no solo era una locura, sino algo ideado para impresionar en vez de resultar funcional.

Pero una cosa estaba clara. Esa chica no era una turista. Era una mujer de ciudad enfundada en ropa de ciudad. Y eso significaba que se encontraba allí por un motivo… él. No obstante, fuera quien fuere, era hora de averiguar qué quería y enviarla de vuelta a la ciudad.

Entonces la vio alzar una foto enmarcada en plata y se le heló la sangre.

Era la única fotografía que tenía de las últimas Navidades que habían celebrado juntos como una familia. El rostro feliz de su madre sonreía bajo la falsa cornamenta de reno que lucía para alegrar al pequeño de Cassie. Una instantánea de la vida en la Mansión Belmont como solía ser y que ya no podría repetirse jamás.

Y que en ese instante estaba en manos de una desconocida.

Tosió con ambas manos en las caderas.

–¿Buscas algo en particular? –preguntó.

La chica giró en redondo con una expresión de absoluto horror en la cara. Y mientras lo miraba a través de las enormes gafas de sol, un fugaz fragmento de memoria pasó por su mente y desapareció antes de que pudiera asirlo. Lo que lo irritó aún más.

–No sé quién eres ni qué haces aquí, pero te daré una oportunidad para explicarlo antes de pedirte que te marches por donde has venido. ¿Me he expresado con claridad?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LEXI creyó que le iba a estallar el corazón. Se dijo que no podía ser él.

Tres semanas de seguir a un director de cine por una serie de celebraciones y festivales de Asia finalmente le habían pasado factura. Sencillamente, tenía que estar alucinando.

Pero mientras él la escrutaba con los ojos entrecerrados, el estómago comenzó a darle vueltas a medida que asimilaba la horrorosa realidad de la situación.

Se hallaba delante de Mark Belmont, hijo del barón Charles Belmont y de su deslumbrante y hermosa esposa, la difunta estrella de cine Crystal Leighton.

El mismo que había golpeado a su padre en el hospital el día en que la madre de Mark Belmont había muerto. Al tiempo que la acusaba a ella de ser su cómplice en el proceso.

Sentía las piernas como gelatina y si apretaba con más fuerza la correa de su bolso, se partiría.

–¿Qué… qué hace aquí? –preguntó, suplicándole mentalmente que le respondiera que solo era un invitado temporal de la celebridad con la que le habían encargado trabajar y que se marcharía pronto. Porque cualquier otra opción era demasiado desagradable de contemplar.

Pero Mark Belmont la observaba con un desdén indecible mientras con un sencillo movimiento de la cabeza descartó la pregunta.

–Tengo todo el derecho del mundo a estar aquí. A diferencia de ti. Así que volvamos a empezar. Te haré la misma pregunta. ¿Quién eres y qué haces en mi casa?

¿Su casa? La comprensión de la situación fue como un mazazo.

¿Era posible que Mark Belmont fuera su celebridad?

Tendría sentido. El nombre de Crystal Leighton no había abandonado en ningún momento las columnas sensacionalistas desde su trágica muerte y a ella le había llegado el rumor de que la familia Belmont estaba escribiendo una biografía que acapararía las portadas de todas las revistas.

Pero debía tratarse del barón Belmont, no de su hijo, el gurú de las finanzas.

Suspiró y cortó todas las conclusiones precipitadas. Era una casa grande, con habitaciones para muchos invitados. Bien podía ser que alguno de sus colegas o amigos aristócratas necesitara ayuda.

Y entonces la pregunta de él atravesó su cerebro embotado.

Mark no la había reconocido. No tenía ni idea de que era la chica que había conocido en el pasillo del hospital apenas unos meses antes.

De pronto las gafas de sol le parecieron una idea genial. Respiró hondo varias veces, pero el aire era demasiado cálido y denso como para despejarle la cabeza. Era como si ese cuerpo alto y poderoso hubiera absorbido todo el oxígeno de la estancia.

–No acepto con cortesía a los huéspedes no invitados, así que te sugiero que me respondas antes de que te pida que te marches.

¿Huéspedes no invitados? Santo cielo, la situación era peor de lo que pensaba. No parecía estar esperando una visita. ¡No tenía ni idea de que su editorial había enviado a una escritora fantasma a la isla!

Con una gran fuerza de voluntad soslayó la culpabilidad por el dolor que su padre le había causado a la familia Belmont. Lo hecho por este nunca había sido culpa suya y no iba a dejar que el pasado estropeara su trabajo ni que su padre le arrebatara la oportunidad de hacer realidad su sueño.

Se apretó el puente de la nariz.

–Oh, no –con los ojos cerrados, movió lentamente la cabeza–. La agencia no me haría algo así.

–¿La agencia? –preguntó Mark con la cabeza ladeada–. ¿No te has equivocado de villa, de isla, de país?

Ella habló cuando se sintió más serena.

–Deje que lo adivine. Algo me dice que no ha hablado ni se ha comunicado con su editorial en las últimas cuarenta y ocho horas, ¿verdad?

Por primera vez desde que la sorprendiera, vio una expresión de preocupación en la cara bronceada de él.

–¿A qué te refieres?

Lexi hurgó en su enorme bolso, sacó una tableta electrónica y con el pulgar pasó páginas por la pantalla.

–Brightmore Press. ¿Le suena familiar?

–Puede –repuso él–. ¿Y eso por qué iba a importarme?

El cerebro sobrecargado de Lexi funcionó a toda velocidad.

Él estaba solo en la villa. Era la dirección correcta. Y conocía Brightmore Press. La suma de esos tres hechos le dio la conclusión inevitable.

Mark Belmont era la misteriosa celebridad con la que le habían asignado trabajar.

La burbuja de entusiasmo y energía desbordante que no había dejado de crecer durante el largo viaje desde Hong Kong estalló como un globo.

Necesitaba imperiosamente el trabajo. Mantener una casa en el centro de Londres no era barato y esa bonificación marcaría una gran diferencia en la rapidez con la que podría emprender las mejoras. Todos los planes para su futuro dependían de tener un despacho en su casa, desde el que poder dedicar todo su tiempo a escribir los cuentos infantiles.

Lo miró unos instantes antes de suspirar.

–Odio cuando suceden estas cosas. Pero explica por qué no fue a recibirme al puerto.

Mark abrió las piernas y cruzó los brazos.

–¿Recibirte? A ver si puedo dejar esto bien claro. Dispones de dos minutos para dar una explicación antes de que te expulse de mi propiedad. Y, por favor, no creas que no lo haré. He dedicado más tiempo del que me gusta recordar a dar conferencias de prensa. Mi oficina tiene un catálogo con todas las entrevistas y declaraciones que abarcan todos los posibles temas de conversación. Te sugiero que pruebes allí… porque no tengo ninguna intención de concederte una entrevista. ¿Me he expresado con claridad?

–Llamé, pero no recibí respuesta, y la puerta estaba abierta –Lexi se encogió de hombros–. Debería ser más cuidadoso con la seguridad.

–¿En serio? –repuso él con voz gélida mientras asentía–. Muchas gracias por el consejo, pero ya no estás en la ciudad. Por aquí no cerramos las puertas. Por supuesto, de haber sabido que iba a tener visita, quizá hubiera tomado precauciones adicionales. Lo que nos lleva a mi anterior pregunta. ¿Quién eres y qué haces aquí? Estoy seguro de que los dos amables oficiales de policía que cuidan de la isla estarán encantados de conocerte en un entorno más formal. Así que te sugiero que pienses en una excusa muy convincente con suma rapidez.

¿Policía? ¿Hablaba en serio?

Esos asombrosos ojos azules le dijeron que sí.

Respiró hondo y las palabras salieron de su boca más rápidamente de lo que habría imaginado posible.

–De acuerdo. Allá va. Lo siento, pero sus ejecutivos no lo han estado manteniendo al día en algunos asuntos cruciales. Su señor Brightmore llamó a mi agencia de talentos, que me llamó a mí con instrucciones de venir a Paxos porque uno de sus clientes tenía que acabar un libro y, al parecer, lleva un retraso de un mes en la fecha definitiva de entrega, lo que hace que la editorial se sienta un poco desesperada. Necesitan este manuscrito a finales de agosto.

Guardó la tableta otra vez en el bolso antes de volver a mirarlo con las cejas enarcadas y una amplia sonrisa.

–Bien. Ahora que hemos aclarado eso, supongo que debería presentarme –agregó–. Me llamo Alexis Sloane. Por lo general conocida como Lexi. Escritora fantasma extraordinaire. Y he venido a conocer a un cliente que necesita ayuda con un libro. ¿He de suponer que es usted?

 

 

–Claro que no te conté lo que había organizado la editorial, querido hermano, porque sabía exactamente cuál sería tu reacción.

Mark se puso a ir de un lado a otro del patio, sintiendo el calor del sol sobre las baldosas bajo sus pies descalzos. La temperatura encajaba a la perfección con su estado de ánimo: incendiario.

–Cassie –le espetó–, podría estrangularte. De verdad. ¿Cómo has podido hacerme esto? Sabes que esta biografía es demasiado personal para pedir la ayuda de alguien. ¿Por qué crees que he venido a Paxos a ponerme a trabajar en el libro? Lo último que necesito es a una desconocida fortuita haciendo preguntas y buscando en sitios a los que ni siquiera sé si quiero ir yo. La comunicación es algo maravilloso, ¿lo sabías?

–Relájate. Lucas Brightmore me recomendó la agencia más discreta de Londres. Su personal firma estrictos acuerdos de confidencialidad y jamás divulgaría nada que les cuentes. Creo que podría funcionar.

–Cassie, eres una amenaza. No me importa lo discreta que pueda ser esta… secretaria. Si quisiera a una ayudante personal me habría traído una. Si no lo he hecho es porque necesito privacidad y espacio para llevar a cabo el trabajo. Ya me conoces.

–Tienes razón. Pero este no es un proyecto de negocios que estés evaluando. Es la historia de la vida de nuestra madre. Debe hacerle justicia y tú eres la única persona de la familia con cierto atisbo de creatividad. Sé que yo jamás podría llevarlo a cabo. No tengo paciencia, y menos cuando llega a las partes difíciles –respiró hondo y suavizó la voz–. Escucha, Mark, esto es duro para todos nosotros. Y eres muy valiente al encargarte del proyecto. Pero eso hace que sea aún más importante que el trabajo se realice lo más pronto posible. Entonces todos podremos continuar con nuestra vida y papá será feliz.

–¿Feliz? –repitió él–. ¿Te refieres a que es feliz con mis planes para rehabilitar esas cabañas destartaladas situadas en nuestras propiedades para convertirlas en refugios de vacaciones? ¿O con los planes de reestructuración para la empresa que lleva bloqueando desde Navidad?

–Probablemente, no –convino Cassie–. Pero sabes tan bien como yo que esto no tiene nada que ver con nosotros. Y sí con el hecho de que está enfermo por primera vez en su vida y que acaba de perder a su mujer en una operación de la que ella jamás le contó nada. No sabe cómo asimilar eso, no más que nosotros.

–¿Cómo se encuentra? –Mark se humedeció los labios secos.

–Más o menos igual –repuso Cassie con tristeza–. La última sesión de quimioterapia lo ha dejado sin fuerzas. No tienes que pasar por todo esto –añadió con renovada determinación–. Devuelve el adelanto de la editorial y deja que algún escritor profesional se ocupe de la biografía de mamá. Vuelve a casa a dirigir el negocio y sigue adelante con tu vida. El pasado puede resolverse por sí mismo.

–No, Cassie. La prensa destruyó la última oportunidad de mamá de tener dignidad y no quiero ni pensar en lo que haría con una historia basada en mentiras, insinuaciones y estúpidos rumores –movió la cabeza–. Sabemos que sus amigos ya han sido abordados por dos escritores mercenarios que buscan basura –tragó saliva–. Eso mataría a papá. Y yo me niego a decepcionar a mamá de esa manera.

–Entonces acaba el libro que empezó nuestra madre. Pero hazlo deprisa. La agencia informó de que enviaban a su mejor escritora, así que sé amable. Soy tu hermana y te quiero, pero a veces intimidas un poco. Tengo que colgar. Tus sobrinos se han despertado y quieren alimentarse. Cuídate.

–Tú también.

Suspiró. Nunca había podido permanecer mucho tiempo enfadado con Cassie. Su hermana había sido la única constante en la vida de su padre desde la muerte de su madre. Tenía marido y dos hijos pequeños de los que ocuparse, pero adoraba la mansión donde habían crecido y era feliz viviendo allí. Su cuñado era médico en el hospital local, donde Cassie lo había conocido al llevar a su padre para un chequeo. Sabía que podía contar totalmente con ella para que cuidara de su padre durante unas semanas mientras él se tomaba tiempo libre de la oficina.

Pero no debería haber hablado con el editor sin consultarlo primero con él.

De pronto la decisión de ir a Paxos para finalizar la biografía le pareció ridícula. En vez de tranquilizarlo, el entorno lo había vuelto irritable. Él necesitaba hacer cosas. Que las cosas sucedieran. Asumir responsabilidades, como siempre había hecho. Lo enfurecía que le fuera imposible concentrarse en la tarea que se había impuesto.

Su hermana tenía razón. La biografía era algo demasiado cercano a él. Demasiado personal.

Por no mencionar que la chica con la que salía de forma intermitente finalmente lo había dejado y conocido a alguien a quien parecía amar de verdad y que le devolvía dicho amor.

Apretó con fuerza el respaldo de la silla.

No. Podía manejar ese trauma. Tal como había abandonado su propia vida para ocupar el lugar de su hermano en la familia.

No tenía sentido enfadarse por el pasado.

Había dado su palabra. Y él llevaría a cabo el proyecto, con la intimidad y el espacio necesarios para centrarse en ese cometido. Lo último que necesitaba en ese momento era a una desconocida en su espacio personal, y cuanto antes la convenciera de que el editor se equivocaba y de que ella podía regresar a la ciudad, mejor.

Necesitaba pensar.

 

 

Para dejar de temblar, Lexi aferró con una mano su bolso y apoyó la otra en el respaldo del sofá. No podía estropear su fachada de ecuanimidad mientras miraba a Mark Belmont ir de un lado a otro junto a la piscina con el teléfono móvil pegado a la oreja.

Salvo que esa no era la versión del gurú de los negocios que por lo general aparecía en las portadas de las revistas empresariales de todo el mundo. Con ese hombre rígido y conservador podía tratar con facilidad. Pero la versión que veía en ese momento era la de un hombre completamente diferente, que encarnaba más un desafío para cualquier mujer.

El traje de negocios había desaparecido. Lucía unos pantalones blancos de lino y un polo celeste de manga corta en perfecta consonancia con sus ojos. Los brazos musculosos y los pies descalzos estaban bronceados y los dos primeros botones abiertos del polo revelaban también un torso musculoso y moreno por el sol.

No se había afeitado y la mandíbula cuadrada se hallaba cubierta por una ligera barba que le daba un aire mucho más relajado.

Conocía a muchas diseñadoras que se habrían desmayado con solo verlo.

Era un hombre completamente diferente al que con tanta valentía había defendido a su madre en el hospital. Era Mark Belmont en su entorno natural. En su terreno, su hogar.

Pero en ese momento se lo veía tenso. Irritado y ansioso. No parecía que la confirmación de que su encargo no era una broma le hubiera sentado bien.

Tenía que convencerlo de que la dejara quedarse y lo ayudara… ¿con qué? Seguía sin tener idea de la clase de libro que estaba escribiendo. ¿Uno de temática empresarial? ¿Una historia de la familia? O… lo obvio. Las memorias de su madre.

Y entonces los ojos de él al mirarla se lo confirmaron. Eran los mismos ojos llenos de dolor y desdén de aquel terrible día en el hospital.

Tomó una decisión. Si él podía sobrevivir escribiendo sobre su difunta madre, entonces ella se esforzaría al máximo en dejar el libro lo mejor que le fuera posible. Incluso sin su ayuda.

Haría falta un gran esfuerzo, pero sabía que podía hacer que funcionase. Ya se había mantenido firme en el pasado y volvería a hacerlo.

 

 

Mark se quedó quieto un momento con los ojos cerrados.

–¿Ha terminado ya con mi teléfono, señor Belmont? –una voz dulce y encantadora sonó detrás de él.

Abrió los ojos y contempló el aparato que sostenía en la mano como si nunca lo hubiera visto. Se sintió muy tentado de tirarlo a la piscina.

Pero vencieron los buenos modales. Sosteniéndolo con los dedos pulgar e índice, giró y extendió el brazo hacia Lexi.

No había levantado una empresa de inversión de las ruinas del negocio de su padre sin asumir riesgos, pero habían sido calculados, basados en información que había cotejado personalmente hasta tener la certeza de que el dinero de la familia no se perdería en la inversión.

Esa joven… esa mujer del ridículo atuendo, había llegado a su casa sin su visto bueno.

Quizá su hermana tuviera confianza en la agencia de talentos, pero él no sabía nada sobre el plan, y si había algo que lo irritara era que planearan cosas a su espalda. Y Cassie lo sabía, a pesar de las buenas intenciones que la habían impulsado a intervenir.

Vio que la recién llegada tecleaba con furia en el teléfono móvil, aunque era un misterio para él cómo podía ver a través de esas enormes gafas de sol.

–Estaré con usted en un momento, señor Belmont –dijo, apartándose el teléfono de la cara–. Intento encontrar el hotel más próximo de la isla. A menos que, por supuesto, usted pueda recomendarme uno.

Alzó la vista y le dedicó una media sonrisa… que le iluminó todo el rostro y captó su atención.

–Me disculpo por no haber reservado alojamiento antes de llegar, pero ha sido un encargo de último minuto. Necesitaré hospedarme en un lugar cercano, para no perder demasiado tiempo yendo y viniendo. No se preocupe –añadió–, lo dejaré en paz muy pronto.

–¿Un hotel? Olvídalo –repuso él.

–¿Oh? –enarcó las cejas y sus dedos se quedaron quietos–. ¿Por qué?

Mark metió las manos en los bolsillos para evitar estrangularla.

–Bueno, para empezar, hay un pequeño hotel en Gaios, pero en la actualidad está cerrado por reformas. Y en segundo lugar… –hizo una breve pausa–. Paxos es una isla muy pequeña. La gente habla y hace preguntas. No creo que sea apropiado que te alojes en un sitio alquilado mientras estés trabajando en un proyecto confidencial para la familia Belmont. Me temo que no pareces la típica turista que viene con el paquete completo.

–¿No? Excelente. Porque no tengo intención de parecer una turista. Quiero ser yo. En cuanto a la confidencialidad… le aseguro que soy absolutamente discreta. Cualquier cosa que me cuente será estrictamente confidencial. He participado en varios proyectos de esta naturaleza y ninguno de mis anteriores clientes ha tenido jamás problema alguno con mi trabajo. Bien, ¿hay algo más que desee saber antes de que me dirija a la ciudad?

–Solo una cosa. Pareces encontrarte bajo la ilusión de que he aceptado este acuerdo. Y no es el caso. Cualquier contrato que puedas tener es entre mi editor y tu agencia. Desde luego, yo no he firmado nada. Y me irritan bastante las sorpresas.

–Es una contrariedad que no me esperaba –repuso ella con el mentón alzado–, pero puedo asegurarle que no tengo ninguna intención de volver a casa antes de acabar este encargo –sacó una tarjeta del bolsillo y se la entregó–. Acabo de sobrevivir a dos largos vuelos internacionales, una hora de hidroavión desde Corfú y veinte minutos de negociar el alquiler de un coche con un encantador caballero griego en el puerto para poder llegar hasta aquí. No pienso marcharme a menos que mi jefe me lo indique. Por lo tanto, ¿puedo sugerir un breve período de tregua? ¿Digamos veinticuatro horas? Y si no encuentra mis servicios provechosos, le prometo que me subiré a mi coche de alquiler y desapareceré de su vida. Un día. Es lo único que le pido.

–¿Un día? –repitió Mark con los dientes apretados.

–Nada más.

–Muy bien. Veinticuatro horas –Mark esbozó una sonrisa sincera–. En cuyo caso solo hay una opción posible –agregó–. Te quedarás en la villa conmigo hasta que yo decida si necesito tu ayuda o no.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

–¿QUIERE que me quede aquí? –Lexi miró alrededor del patio, luego volvió la vista a la casa–. ¿Ha dicho que vivía solo, señor Belmont? ¿Es correcto? Tomaré su silencio como un «sí». En ese caso, ¿no le preocupa lo que puedan pensar su mujer o su novia? Lo que es seguro es que surgirán rumores.

–No hará falta ningún subterfugio. Puedes decir que eres una colega profesional o mi asistente personal durante tu estancia en la casa. Tú eliges.

–Colega profesional. Lo de asistente personal se parece demasiado a una chica que organiza la recogida de su ropa de la tintorería, dirige su despacho y compra regalos para las mujeres afortunadas de estar con usted… que sin duda abundan. Y por si se lo está preguntando, yo solo me dedico a escribir. ¿De acuerdo? Perfecto. Y ahora, como al parecer me quedaré aquí, ¿le importaría ayudarme con mis maletas? Tengo unas cuantas.

–¿A qué te refieres con «unas cuantas»? –Mark fue hacia el borde del patio y observó el diminuto coche de alquiler.

Lexi lo siguió y bajó los dos escalones que conducían hacia la entrada de vehículos.

–Ustedes, los hombres, lo tienen fácil –abrió el maletero y se rio mientras sacaba dos maletas grandes, pesadas y a juego, y las depositaba sobre la grava–. Un par de trajes y ya está. Pero yo he pasado tres semanas en la carretera con diferentes acontecimientos cada noche –luego sacó un neceser y una maleta de piel de las que se abrían en dos mitades–. Los clientes esperan que una chica se ponga un traje diferente para cada estreno, así mantiene contentos a los fotógrafos –añadió, yendo hacia la puerta del acompañante y abriéndola.

Plegó sobre un brazo un portatrajes antes de pasarse al hombro la bolsa de viaje. Cerró la puerta con el pie y se giró en busca de Mark. Este miraba boquiabierto aún desde la terraza como si apenas pudiera creer lo que veía.

–No se preocupe por mí –dijo ella–. He dejado el equipaje pesado junto al coche. Me vendrá bien que me lo lleven a cualquier hora de hoy.

–No hay problema –musitó él–. El porteador bajará enseguida.

Fue a buscar los zapatos que había dejado justo debajo de la tumbona. Por desgracia, al inclinarse, Lexi pasó junto a ese espléndido trasero y cuando Mark se irguió, le dio con el codo a la bolsa de viaje que portaba ella.

En el mismo instante, la resbaladiza tela de seda de su portatrajes se le escurrió del brazo. Intentó sujetarla con la otra mano mientras giraba el cuerpo para impedir que cayera al suelo. Dio un paso atrás y el tacón de aguja de la sandalia derecha pisó el borde pulido del mármol de la piscina, lo que hizo que perdiera por completo el equilibrio y que extendiera ambos brazos en un intento instintivo de compensación.

Durante una milésima de segundo quedó en el aire, con los brazos remolineando en amplios círculos, las piernas estiradas y el equipaje volando a cada lado de ella.

Cerró los ojos con fuerza y se preparó para la inmersión en la piscina. Pero en cambio los pies se elevaron más cuando un brazo fuerte y largo le rodeó la cintura y otro pasó por debajo de sus piernas, asumiendo su peso sin esfuerzo alguno.

Abrió los ojos, soltó un chillido de terror y pasó los brazos en torno al cuello de Mark por puro acto reflejo, pegándose con fuerza contra la camisa de él. Por desgracia, olvidó que aún se estaba aferrando a su bolsa de viaje y golpeó la nuca de Mark con ella.

Él tuvo la suficiente presencia de ánimo como para emitir solo un suspiro ronco y bajo.

A Lexi le fue imposible disculparse, ya que sus pulmones habían olvidado cómo funcionaban y únicamente emitían pequeños jadeos ruidosos que habrían sido perfectos para un perro, pero que en sus labios sonaban patéticos.

Nunca antes la habían alzado en vilo.

Y la última vez que había estado tan cerca de un hombre atractivo había sido en la noche de San Valentín, cuando su exnovio le había confesado que se acostaba con una chica que ella había considerado su amiga.

Desde luego, esa era una experiencia mucho más positiva.

A solo unos centímetros de distancia, los ojos de Mark se clavaron en los suyos y de pronto encajó que esos brazos poderosos sostuvieran todo su peso.

Aspiró la fragancia embriagadora de algún champú o gel de ducha, junto con algo más profundo y almizcleño.

A pesar de no saber lo que era, le disparó los latidos del corazón.

–Debí advertirte acerca de la piscina. ¿Ya estás bien? –preguntó él con la voz llena de preocupación.

Lexi tragó saliva, le ofreció una sonrisa y asintió. Al instante esa breve aventura llegó a su fin cuando él la depositó en el suelo.

Fue extraño cómo sus brazos parecían reacios a perder el contacto con la camisa de Mark y prácticamente se deslizaron por toda la extensión del torso de él… antes de que la parte sensata de su cerebro asumiera el control y le recordara que el contrato de la agencia incluía estrictas normas acerca de no confraternizar con los clientes.

Se alisó el vestido antes de atreverse a hablar.

–Perfectamente. Prefiero no nadar vestida del todo, así que gracias por ahorrarme el chapuzón. Y lamento lo de la bolsa –señaló en la dirección de su cabeza.

–Bueno, al menos ya estamos en paz –repuso Mark indicando la piscina con la cabeza, donde el portatrajes de ella flotaba a la vez que emitía cortos sonidos borboteantes.

–Oh, demonios –Lexi hundió los hombros–. Ahí van dos vestidos de cóctel, un traje y una capa. Los vestidos y el traje los puedo sustituir, pero la capa me gustaba.

–¿Una capa? –preguntó Mark mientras iba a buscar un tubo largo acabado en una red.

–Uno de mis antiguos clientes inició una vida como mago profesional, actuando en un crucero –respondió mientras veía cómo Mark acercaba sus cosas al borde–. Un hombre fascinante. Me dijo que había guardado la capa por si alguna vez necesitaba ganar algo de dinero. Yo le indiqué que después de cuarenta años en Las Vegas, esa era una posibilidad remota –se rio entre dientes–. El truhan me la regaló el día de la presentación de su autobiografía. Había decidido que su pensión no necesitaba ningún empujoncito y que con noventa y dos años era posible que estuviera algo oxidado. Luego me dio una palmadita en el trasero y yo amenacé con partirlo en dos –sonrió–. Días felices. Y fue una gran fiesta. Es una pena que una capa con tanta historia se haya estropeado… –suspiró con fuerza para asegurarse de que él captaba el mensaje.

Lo vio esbozar una sonrisa fugaz mientras sacaba del agua su equipaje. Era la primera vez que sonreía. Al instante sintió remordimientos.

Se centró en las maletas antes de soltar el aliento contenido. Era el momento. Si iba a hacerlo, más valía que acabara cuanto antes.

Mark frunció el ceño mientras caminaba hacia ella.

–Seguro que dispones de suficiente ropa seca para que te dure unos días. ¿Puedo ayudarte en algo más?

Lexi lo miró a regañadientes y se humedeció unos labios súbitamente resecos.

–De hecho, hay una cosa más que necesito aclarar antes de que empecemos a trabajar juntos. Verá, ya nos habíamos visto. Solo una vez. En Londres. Y no bajo las mejores circunstancias –se quitó las gafas de sol, las metió en el bolsillo exterior de su chaqueta y miró su cara desconcertada–. Entonces no nos presentaron, pero usted conoció a mi padre en la habitación de hospital de su madre y prefirió escoltarlo a la salida. ¿Aviva eso sus recuerdos?

 

 

Mark plantó las manos en las caderas y la miró. De modo que se habían conocido antes, pero…

El hospital. El padre de ella. Esos ojos grises violeta en un rostro ovalado.