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El Ensayo sobre el origen de las lenguas de Jean Jacques Rousseau es un texto póstumo que se publicó por primera vez en 1781. En él, Rousseau rastrea las relaciones entre las lenguas de los pueblos y sus raíces históricas. Las lenguas se forman naturalmente sobre las necesidades de los hombres; cambian y se alteran según los cambios de esas mismas necesidades. Antiguamente, cuando la persuasión era considerada una fuerza pública, la elocuencia era necesaria. ¿De qué serviría hoy que la fuerza pública reemplazara a la persuasión?
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Seitenzahl: 101
Veröffentlichungsjahr: 2005
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Capítulo 1.
Acerca de las diversas maneras de formular nuestros pensamientos
El habla distingue al hombre entre los animales: el lenguaje distingue las naciones entre sí; se desconoce el origen de un hombre hasta que no haya tomado la palabra. El uso y la necesidad hacen que uno aprenda la lengua de su país: ¿qué es lo que hace que esta lengua sea la de su país y no de otro? Conviene, para decirlo, volver hacia atrás y examinar algunas razones que tienen que ver con lo local, y que son anteriores a las costumbres mismas: el habla, al ser la primera institución social, solo debe su forma a causas naturales.
Ni bien un hombre fue reconocido por otro como ser sensible, pensante y parecido a él, el deseo o la necesidad de comunicarle sus sentimientos y sus pensamientos lo llevó a buscar los medios para alcanzarlo. Estos medios solo pueden sacarse de los sentidos, únicos instrumentos con los cuales un hombre puede actuar sobre otro. Así se forman entonces los signos sensibles para expresar el pensamiento. Los inventores del lenguaje no hicieron este razonamiento, pero el instinto les sugirió su consecuencia.
Existen solamente dos medios generales por los cuales podemos actuar sobre los sentidos del otro: el movimiento y la voz. La acción del movimiento es inmediata por el tacto o mediata por el gesto: la primera, teniendo como límite la longitud del brazo, no puede transmitirse a distancia, pero la segunda logra alcanzar tanta lejanía como el radio visual. De este modo solamente quedan la vista y el oído como órganos pasivos del lenguaje entre hombres dispersos.
Aunque la lengua del gesto y la de la voz sean igualmente naturales, la primera es sin embargo más fácil y depende menos de las convenciones: porque nuestros ojos son afectados por una cantidad mayor de objetos que nuestros oídos, y las figuras poseen más variedad que los sonidos; son también más expresivas y dicen más en menos tiempo. El amor, por lo que dicen, fue el inventor del dibujo; pudo también inventar el habla, pero con menos éxito. No muy conforme con ella la desprecia: tiene maneras más vivaces de expresarse. Aquella que trazó con tanto placer la sombra de su amante ¡le dijo tantas cosas! ¿Qué sonidos hubiese empleado para reproducir ese movimiento de cálamo?
Nuestros gestos no hacen más que poner en evidencia nuestra inquietud natural, pero no quiero detenerme sobre aquellos. Solamente los europeos gesticulan cuando hablan: pareciera que toda la fuerza de su lengua está en sus brazos; agregan también la de sus pulmones y todo esto no les sirve en absoluto. Mientras un francés se debate y agita su cuerpo para decir muchas palabras, un turco retira un momento la pipa de su boca, dice un par de palabras a media voz, y lo aplasta con una sola sentencia.
Desde que aprendimos a gesticular, olvidamos el arte de las pantomimas, así como teniendo una cantidad de lindas gramáticas ya no entendemos más los símbolos de los egipcios. Lo que los antiguos decían más vivamente, no lo expresaban con palabras, sino con signos: no lo decían, lo mostraban.
Abran la historia antigua; la encontrarán llena de esas maneras de hablar a los ojos, y nunca fallan en producir un efecto más seguro que todos los discursos que se podrían haber formulado en su lugar. El objeto ofrecido antes de hablar sacude la imaginación, excita la curiosidad, mantiene el espíritu en suspenso y pendiente de lo que se va a decir. Noté que los italianos y los provenzales, para quienes el gesto precede ordinariamente al discurso, encuentran así el medio de hacerse escuchar mejor y hasta con más placer. Pero el lenguaje más energético es aquel en el que el signo lo dijo todo antes de que se hable. Tarquino, Trasibulo segando las adormideras más altas, Alejandro aplicando su sello sobre la boca de su favorito, Diógenes paseando ante Zenón, ¿no hablaron mejor que con palabras? ¿Qué circuito de palabras hubiese expresado mejor las mismas ideas? Darío, instalado en Escita con su ejército, recibe de parte del rey de los escitas una rana, un pájaro, una rata y cinco flechas: el heraldo entrega su regalo en silencio, y se va. Esta terrible amenaza es escuchada y Darío se apura a regresar a su país como puede. Reemplacen esos signos por un mensaje: cuanto más amenazante sea, menos impresionará. Ya no será más que una fanfarronada de la cual Darío se hubiese reído.
Cuando el Levita de Efraín quiso vengar la muerte de su mujer, no escribió a las tribus de Israel: dividió el cuerpo en doce pedazos y se los envió. Ante ese espectáculo tan horrible, los destinatarios corrieron a las armas gritando al unísono: No, nunca nada semejante ocurrió en Israel desde el día en que nuestros padres salieron de Egipto. Y la tribu de Benjamín fue exterminada1. Hoy en día el asunto se transformó en alegatos, discusiones, quizá en bromas, se hubiese diluido, y el más horrible crimen hubiese finalmente quedado impune. El rey Saúl, regresando de la labranza, descuartizó los bueyes de su arado y utilizó un signo semejante para hacer marchar a Israel en socorro de la ciudad de Jabes. Los profetas de los judíos, los legisladores de los griegos al ofrecer muchas veces al pueblo objetos sensibles, le hablaron mejor gracias a esos objetos que si hubiesen hecho grandes discursos; y el relato que hace Atenea de cómo el orador Hipérides consiguió la absolución de la cortesana Friné sin alegar una sola palabra en su defensa, refleja también esa elocuencia muda, la que no tarda en producir un gran efecto, sean cuales sean los tiempos.
Se habla entonces mejor a los ojos que a los oídos. Nadie permanece insensible respecto a la verdad del juicio de Horacio. Se observa también que los discursos más elocuentes son aquellos en los que se mencionan más imágenes; y los sonidos nunca poseen tanta energía como cuando producen el efecto de los colores.
Pero cuando se trata de emocionar al corazón y encender las pasiones, ocurre algo muy distinto. La impresión sucesiva del discurso, que conmueve doblemente, genera una impresión distinta a la presencia del objeto mismo, por el cual basta con un vistazo para verlo todo. Supongamos una situación dolorosa perfectamente conocida, viendo la persona abatida difícilmente se emocionarían hasta llorar; pero si le dan la oportunidad de contarles lo que siente, de pronto terminarán bañados en lágrimas. Por eso las escenas trágicas consiguen conmover2. La pantomima sin discurso dejará casi impasible, el discurso sin gesto arrancará lágrimas. Las pasiones tienen sus gestos, pero tienen también sus acentos que nos estremecen y a los cuales uno no puede sustraerle su órgano, penetran por medio de él hasta el fondo del corazón, producen allí los movimientos que los generan, y nos hacen sentir lo que escuchamos. Para concluir, digamos que los signos visibles hacen más exacta la imitación, pero el interés se estimula mejor con los sonidos.
Esto me hace pensar que si solo hubiésemos tenido necesidades físicas, podríamos no haber hablado nunca, y entendernos perfectamente con la lengua del gesto. Podríamos haber establecido sociedades relativamente similares a las actuales o que hubiesen funcionado mejor. Podríamos haber instituido leyes, elegido gobernantes, inventado artes, establecido el comercio y, en una palabra, hecho casi tantas cosas como hacemos gracias al habla. La lengua epistolar de los salams3transmite, sin temor a los celosos, los secretos de la galantería oriental a través de los harenes más vigilados. Los mudos del Gran Señor se entienden entre sí y entienden todo lo que se les dice por medio de signos tan bien como si se les dijera con un discurso. El señor Pereyre, y todos los que como él enseñan a los mudos no solo a hablar sino a entender lo que dicen, están obligados a enseñarles antes otra lengua igualmente complicada con ayuda de la cual pueden hacerles entender la otra.
Chardin dice que en las Indias, los comerciantes, al darse la mano, y variando la forma de hacerlo, negocian públicamente; pero en secreto: hacen todos sus negocios sin haber pronunciado una sola palabra. Supongamos que esos comerciantes fueran ciegos, sordos y mudos; se entenderían lo mismo entre sí, lo que demuestra que de los dos sentidos por los cuales actuamos, uno solo basta para formarnos un lenguaje.
Parecería también, según estas mismas observaciones, que el invento del arte de comunicar nuestras ideas se debe no tanto a los órganos que nos sirven para esta comunicación sino a una facultad inherente al hombre que le hace emplear sus órganos para ese uso, y que si careciera de ellos le haría usar otros con el mismo propósito. Den al hombre una organización tan grosera como quieran: adquirirá probablemente menos ideas, pero con tal de que tenga entre él y sus semejantes algún medio de comunicación por lo cual uno pueda actuar y el otro sentir, llegarán a comunicarse la cantidad de ideas que posean.
Los animales tienen para esta comunicación una organización más que suficiente, pero nunca hacen uso de ella. Esta sería una diferencia muy característica. No me cabe la menor duda de que los animales que trabajan y viven en comunidad, los castores, las hormigas, las abejas, tienen una lengua natural para comunicarse entre sí. Es hasta muy probable que la lengua de los castores y la de las hormigas consistan en el gesto y se hablen solamente a los ojos. Sea como fuere, dado que todas estas lenguas son naturales, no pueden ser adquiridas. Los animales que las hablan las poseen al nacer, todos las poseen y en todas partes es la misma; no la cambian ni hacen el más mínimo progreso. La lengua convencional solo pertenece al hombre y por este hace progresos, ya sea para bien o para mal, al contrario de los animales. Esta única distinción parece llevarnos lejos: algunos pretenden explicarla por la diferencia de los órganos. Me encantaría conocer esta explicación.
Capítulo 2.
El primer invento del habla no surge de las necesidades, sino de las pasiones.
Parecería ser que las necesidades dictaron los primeros gestos, y que las pasiones arrancaron las primeras voces. Siguiendo con estas distinciones la huella de los hechos, quizá habría que razonar sobre el origen de las lenguas de manera muy distinta de lo que se hizo hasta ahora. El genio de las lenguas orientales, las más antiguas que conocemos, desmiente absolutamente el proceso didáctico que uno imagina en su composición. Esas lenguas no tienen nada de metódico y de razonado sino que son vivas y figuradas. El lenguaje de los primeros hombres eran supuestamente lenguas de geómetras cuando vemos que, en realidad, fueron lenguas de poetas.
Así fue probablemente, ya que no se comienza por razonar, sino por sentir. Se afirma que los hombres inventaron el habla para expresar sus necesidades pero esta opinión me parece insostenible. El efecto natural de las primeras necesidades fue alejar a los hombres y no aproximarlos. Esto fue necesario para que la especie se extendiera y la Tierra se poblara rápidamente; sin lo cual el género humano no se hubiese amontonado en un rincón del mundo, y todo el resto hubiese quedado vacío.