Ensayos literarios selectos - Clive Staples Lewis - E-Book

Ensayos literarios selectos E-Book

Clive Staples Lewis

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Beschreibung

Este volumen incluye más de veinte de los ensayos literarios más importantes de C. S. Lewis, escritos entre 1932 y 1962. El autor trata de poesía, teatro o novela, mientras recorre la obra de autores como Austen, Shakespeare, Walter Scott, Eliot, Chaucer o Kipling, Donne, Shelley o William Morris. Y lo hace con el ingenio, la franqueza y la erudición que caracteriza su mejor escritura crítica.

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C. S. LEWIS

ENSAYOS LITERARIOS SELECTOS

Prefacio y edición de Walter Hooper

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Selected Literary Essays

© 1969 by C. S. Lewis Pte. Ltd., con acuerdo con Cambridge University Press.

© 2023 de la versión española, realizada por David Cerdá

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6524-5

ISBN (edición digital): 978-84-321-6525-2

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6526-9

ÍNDICE

Prefacio de Walter Hooper

1.

De Descriptione Temporum

2. Lo que Chaucer hizo realmente a

Il Filostrato

3. El verso heroico del siglo xv

4. Hero y Leandro

5. La variación en Shakespeare y otros

6. Hamlet: ¿el príncipe o el poema?

7. Donne y la poesía amorosa en el siglo xvii

8. El impacto literario de la versión autorizada

9. La visión de John Bunyan

10. Addison

11. Palabras de cuatro letras

12. Una nota sobre Jean Austen

13. Shelley, Dryden y el señor Eliot

14. Sir Walter Scott

15. William Morris

16. El mundo de Kipling

17.

Bluspels

y

Planisferas

: una pesadilla semántica

18. Lo culto y lo popular

19. Metro

20. Psicoanálisis y crítica literaria

21. El enfoque antropológico

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Notas

PREFACIOde Walter Hooper1

Este libro contiene todos los ensayos de C. S. Lewis sobre literatura, con la excepción de sus Studies in Medieval and Renaissance Literature (Estudios sobre literatura medieval y renacentista) y otros cuatro ensayos que no pueden incluirse en este volumen. Todos han sido publicados con anterioridad, ya sea en publicaciones periódicas o en recopilaciones de ensayos. Sin embargo, como muchas de estas ediciones están agotadas, y el coste de adquirir los volúmenes que los contienen sería prohibitivo, me ha parecido un buen momento para reunirlos en un solo volumen. Antes de referirme a cada uno de ellos, espero arrojar algo de luz sobre el contexto en el que surgieron.

Desde sus años escolares, la mayor ambición de Lewis fue ser un gran poeta, y lo que parecía ser su primer paso en esa dirección se produjo al principio de su vida. En 1919, pocos meses después de su regreso de la guerra para leer sus Honour Moderations2 en el University College de Oxford, publicó su primer libro, Spirits in Bondage: A Cycle of Lyrics (Espíritus atenazados. Un ciclo sobre la lírica), bajo el seudónimo de Clive Hamilton: cuarenta poemas, la mayoría de los cuales fueron escritos durante sus años en el Malvern College (1913-1914) y mientras tomaba clases particulares con W. T. Kirkpatrick en Great Bookham, Surrey (1914-1917). Aunque el expediente académico de Lewis en Oxford es de lo más impresionante —matrículas de honor en sus Honour Moderations, Clásicos y Lengua—, el diario que llevó desde 1919 a 1929 es de todo menos optimista. Es, sobre todo, una crónica de sus esfuerzos por escribir y publicar sus poemas. Aunque su principal interés residía en los largos poemas narrativos que estaba escribiendo en ese momento, trató de mantener el nombre de Clive Hamilton ante el público enviando un poema corto tras otro al editor de diferentes revistas. Salvo una excepción3, todos fueron devueltos. Y aunque siguió escribiendo poemas narrativos hasta mediados del siglo xx, el único que publicó fue Dymer, en 1926. La mayoría del resto terminó perdiéndose o resultó destruido4. Si no tuviéramos los cuarenta y tantos libros de crítica literaria, historia literaria, teología y novela de Lewis —así como el volumen de ensayos que ahora sostiene el lector en sus manos—, su diario contaría una historia muy infeliz.

Mientras Lewis intentaba —sin éxito— engrosar las filas de sus poetas favoritos, estaba al mismo tiempo ansioso por defenderlos contra la moda del «verso libre» y el desprecio moderno por la poesía narrativa. Tenía varias oportunidades al alcance de la mano. Una de ellas era la Martlet Society, una sociedad literaria del University College limitada a doce miembros licenciados y ex licenciados. Los libros de actas de la sociedad se conservan en la Biblioteca Bodleian. Y aunque la calidad de la redacción de las actas varía a lo largo de los años, de sus páginas se desprende un relato muy animado de la participación de Lewis en las reuniones quincenales.

Lewis fue elegido secretario de los Martlets en su 88ª reunión, celebrada el 31 de enero de 1919. En la primera reunión, celebrada el 19 de marzo (mientras Lewis ocupaba el cargo de secretario), un compañero leyó el artículo de Lewis sobre William Morris. No era, ni mucho menos, una ponencia tan meditada y desarrollada como la que se publica en este libro, pero en ambas aparecen algunas de las mismas ideas. En la primera reunión, el 15 de octubre, Lewis fue elegido presidente de los Martlets, y el 3 de noviembre (todavía presidente) leyó una ponencia en la segunda reunión, cuyas ideas básicas siguieron siendo las que mantuvo durante el resto de su vida. El secretario deja constancia de ello:

Al no haber más asuntos particulares, el presidente comenzó su ponencia sobre la poesía narrativa. Adoptó, desde el principio, una actitud combativa. En una época de actividad lírica, venía a defender la épica contra los prejuicios de los contemporáneos. Edgar Allan Poe había dicho que un poema largo era imposible, pero fue suficientemente contestado por la extrema riqueza de nuestra literatura, generadora de buena poesía narrativa. La verdadera objeción de los modernos se basaba en que no harían el esfuerzo de leer un poema largo. Ese esfuerzo, sostenía el lector, era necesario para la verdadera apreciación de la epopeya: pues el arte exige la cooperación entre el artista y su público. Continuó hablando de la «plenitud» poética de la poesía narrativa, ilustrando el poder de la tragedia con una cita del Décimo Libro de El paraíso perdido, y mencionando a Jane de Masefield en El zorro Renard como ejemplo de cómo se retrata un carácter. Las citas de Spenser demostraron hasta qué punto un gran artista puede utilizar las circunstancias externas como telón de fondo para desarrollar un estado de ánimo. Tras una interesante digresión sobre la naturaleza y el valor del «símil», el presidente puso fin a su ponencia. Asistimos a la mejor reivindicación de la forma narrativa que puede hacerse, y se vio reforzada por un uso variado, aunque ciertamente no excesivo, de las citas5.

Tras su examen en Clásicos, las preocupaciones económicas y domésticas pusieron a Lewis a la caza de un empleo. Como no pudo obtener una beca en ninguno de los colegios de Oxford a los que se presentó, su padre se ofreció a mantenerle un año más. Lewis ya había llegado a la conclusión de que «es imposible ser poeta»6, por lo que decidió matricularse en la Escuela Inglesa, con la esperanza de que al añadir una segunda cuerda a su arco podría estar en una posición más fuerte si una beca de filosofía quedaba vacante al año siguiente. La Escuela Inglesa fue al principio una decepción. Hasta entonces había considerado la literatura inglesa como algo esencialmente privado; entonces tuvo que tratarla como una «asignatura». Además, el cambio de Clásicos a Lengua Inglesa le pareció un paso atrás, y a su regreso de la primera conferencia en la Escuela Inglesa registró (en su diario del 16 de octubre de 1922) «un cierto amateurismo en la charla y en el aspecto de la gente»7.

Su decepción no duró demasiado. Tuvo la suerte de contar con el profesor F. P. Wilson como tutor y ese mismo día comenzó un ensayo sobre la deuda de Chaucer con el Filostrato, el germen, sin duda, del segundo ensayo de este libro. La anotación en su diario del día siguiente quizá sorprenda a los que llevamos mucho tiempo admirando la belleza y claridad de la prosa de Lewis. «Desde el almuerzo hasta la hora del té», escribió, «trabajé en un ensayo sobre Troilo. El estilo de mi prosa es realmente abominable, y entre la poesía y el trabajo [es decir, las tareas domésticas] supongo que nunca aprenderé a mejorarlo»8. Su interés por los Martlets, que había decaído durante la época en que elaboró su ponencia para Clásicos, se reavivó y se convirtió en un miembro más regular y comprometido.

Aunque Lewis seguía dedicando algo de tiempo cada día a sus propios poemas, su interés por la literatura inglesa floreció y se amplió bajo la dirección de F. P. Wilson y su tutora en Anglosajón, Miss Elizabeth Wardale. Es interesante descubrir en su diario cuántos de los ensayos de este libro tuvieron su origen en los ensayos semanales que Lewis escribía para el profesor Wilson. Además del de Chaucer, lo encuentro, por ejemplo, escribiendo el 18 de enero de 1923: «Seguí con Donne y leí el Segundo Aniversario, que es una especie de “nuevo planeta”; nunca imaginé ni esperé nada parecido». Y el 22 de enero: «Después del té [...] ataqué mi ensayo sobre la influencia de Donne en la lírica del siglo xvii». Unos días antes había comenzado su trabajo sobre Spenser para la clase de debate del profesor George Gordon.

Fue en esta clase, que se celebraba en una sala del piso superior de las Schools que daba a High Street, donde Lewis, el 2 de febrero de 1923, recordó haber visto por primera vez al señor (ahora profesor) Nevill Coghill, a quien le tocó leer una ponencia sobre «el Realismo». Lewis quedó inmensamente impresionado por el hombre y su ponencia, y quedó encantado cuando se encontraron unos días más tarde en un té ofrecido por la señorita Wardale. «Coghill», escribió esa noche, «fue el que más habló, excepto cuando yo le contradije. Dijo que Mozart había sido un niño de seis años toda su vida. Yo dije que no había nada más encantador: él replicó (y con razón) que podía imaginar muchas cosas más encantadoras»9.

Se había decidido desde el principio que las actas de clase del profesor Gordon debían redactarse en verso chauceriano, un aliciente en sí mismo para Lewis y Coghill. Aunque el profesor Coghill nos ha hablado de la ponencia sobre Spenser que Lewis leyó a la clase el 9 de febrero de 192310, omitió decir que fue él quien redactó el acta de esta reunión. Como el libro de actas de la clase de discusión me fue entregado por Lewis11, puedo ofrecer los siguientes extractos de las actas que el profesor Coghill escribió en aquel momento. El manuscrito del propio Lewis no ha sobrevivido, pero el profesor Coghill, escribiendo poco después del acontecimiento, nos dice en sus notas todo lo que probablemente sabremos nunca del documento de Lewis a través de un poema en verso chauceriano:

En Oxenford algunos estudiantes de gradose reunieron en buena compañíay yo estaba allí, y aquí os hablaréde nuestra hermandad, que digna era y es...El señor Lewis estaba allí; un buen filósofoQue tenía un buen ensayo para ofrecernos.Con maestría habló en la lengua de los griegos;y, sin embargo, su semblante era muy alegre...Entonces el profesor se dirigió al señor Lewis(que era nuestro juez y gobernador)y le gritó: «Ahora, por los huesos de Pigges,tendrás una noble historia para los nones,algo así como Daun Darlow y el Cogge.Nos leerás sobre Spenser, lo que diga Saint James.Señoritingos, atiendan, y oigan a nuestro filósofo¡que tanto ingenio como belleza atesora!».Un anónimo le pasó a Lewis un libro azulTragó tres veces, sus dedos, sudorosos, se estremecierony comenzó por derecho un encomioSu cuento del anónimo; y habló en este manera.He aquí el cuento del señor LewisCUENTOdeDAUN SPENSER.

«Desierta la menor arboleda de la Poesía;no más de Cuddie o la escena nupcialtoda la magia y la melodía de Spenserencuentran dulce perfección en la Reina de las Hadas.allí, Elegía y Pastoral, mientras sollozoy la virtud moral corea su canción completa;la mente de Spenser no crecía; había sido,y aún lo es, gentil; solo una nueva multitudde palabras más hermosas llevan su verso hasta alargarlo.

«Y cincuenta años no enseñaron nada más que esto;para plegar sus vocales a un verso gracioso;grandeza y trueno, magia y la dichade la música celestial, y el brillo interiordel yambo, o el resplandor de divinas,húmedas y tranquilas cosas del bosque; todo esto encontródestilaba viejos mitos y pensamientos en vino nuevo,pero no nuevos pensamientos; pues aunque la Reina está coronadacon muchas bellezas, a menudo está falsamente ataviada».

«Pero deja sus defectos admitidos, deja su pasiónfalsa, mera copia: el Amor no lo conocía,pero el ensueño amoroso de una manera sensualbien podía cantar, y hacer crecer sus versosuno tras otro, como una hilerade árboles cada vez más profundos; no un drama, sino un estado de ánimode extraño sueño arcaico, y un espacioso flujode ritmos cambiantes, hasta entonces incomprendidos.Fue un pionero, que no taló, sino que plantó un bosque».«Y su dulce y satisfactoria poesíano ofrece problemas a la mente que roe,sino que vierte el bálsamo de la simplicidad puraen alegorías antiguas como la humanidad;vagos e indefinidos, están detrásdel propósito del poema; porque todo discursode los hombres es alegoría, malentendidamentespenseriano y tenue: ¿y quién puede enseñarcómo se relacionan el hecho y el símbolo?».

«Así que déjalo, más que encantador, menos que grande;era un poeta; no era nada más:solo un poeta de poetas; y allí se sentaronMilton y Keats en la puerta de su bosque.Jóvenes soñadores se deleitan con la sabiduría de Spensery comen su satisfactoria comida de hadasy Wordsworth en la orilla de su montaña natalcaptó los ecos de aquel bosque encantado;Entonces entrad vosotros que os atrevéis, vosotros que habéis comprendido».

No hay espacio suficiente aquí para reproducir las notas en verso del profesor Coghill sobre la discusión que siguió a la lectura del artículo de Lewis. Supongo que Lewis estaba tan encantado con el desacuerdo como con el acuerdo, y puede que fuera su deseo habitual de «oposición racional» lo que le llevó a leer el mismo artículo a los Martlets la semana siguiente. La discusión que siguió a la segunda lectura bien pudo haber sido una de las más animadas que los Martlets habían conocido. El secretario trató de recogerlo en las actas12 y Lewis anotó en su diario todo lo que pudo recordar. La mayoría de los Martlets opinaban que una obra de arte debía juzgarse simplemente como expresión de la experiencia del artista, comunicara o no algo a los demás. Lewis, por el contrario, sostenía que, si el arte es una expresión, debe ser la expresión de algo: y no se puede abstraer el «algo» de la expresión13. Puede que esto no parezca muy importante tal y como lo he reducido aquí, pero la razón por la que lo menciono es porque la discusión fue probablemente un hito literario para Lewis: comprendió que otros leen y juzgan la literatura de forma diferente, y se vio obligado a defender lo que amaba y creía que era verdad. Plasmó sus argumentos con mayor claridad años más tarde, en An Experiment in Criticism14, pero ya estaba trabajando en la recopilación de sus ideas y poniéndolas a prueba en los intensos debates con sus compañeros de estudios.

Aunque Lewis asistía regularmente a los Martlets, la siguiente vez que se dirigió a la Sociedad fue el 18 de junio 1924. El secretario deja constancia de ello:

El acta de la última sesión fue leída y aprobada. A continuación, el presidente pidió al señor Lewis que leyera su ponencia sobre James Stephens. El señor Lewis comenzó felicitándose por su total ignorancia de los detalles biográficos y procedió inmediatamente a una apreciación crítica de las obras de su autor15.

Pongo en cursiva «su total ignorancia de los detalles biográficos» porque las palabras ilustran lo pronto que Lewis llegó a creer que un libro debía juzgarse por sus propios méritos y no como un medio para adentrarse en la personalidad del autor. Es muy posible que esta haya sido la semilla de la que surgió su famoso ensayo sobre “La herejía personal en la crítica”16.

Estamos tan acostumbrados a pensar en Lewis como crítico inglés que solemos olvidar —si es que alguna vez lo supimos, pues no es de conocimiento común— que en esa época se consideraba candidato a una beca de filosofía. Por lo tanto, fue bastante natural que se le pidiera que sustituyera a E. F. Carritt (el tutor de filosofía del University College) durante 1924, cuando Carritt estaba enseñando en Estados Unidos. En esta época, Lewis asistía a las reuniones de la Sociedad Filosófica de Oxford, y, a pesar de su amor por la literatura inglesa, desaprobaba que Lengua fuese una asignatura adecuada para culminar una licenciatura. Antes de que acabara el año había solicitado varias becas, pero la única que le ofrecieron fue una de Lengua y Literatura inglesas en el Magdalen College. Este no era el trabajo que Lewis esperaba emprender; creo que sus razones para aceptarlo están expuestas con considerable honestidad en una carta a su padre en la que dice:

Me alegro bastante del cambio. He llegado a pensar que por más que tenga la mente, no tengo el cerebro ni los nervios para una vida de filosofía pura. Una búsqueda continua entre las raíces abstractas de las cosas, un cuestionamiento perpetuo de todo lo que el hombre llano da por sentado, un masticar el final durante cincuenta años y dar vueltas a la ignorancia inevitable y una constante vigilancia fronteriza sobre el pequeño mundo convencional ordenado e iluminado de la ciencia y la vida cotidiana: ¿es esta la mejor vida para temperamentos como el nuestro? [...] No estoy condenando la filosofía. De hecho, al pasar de ella a la historia literaria y a la crítica, soy consciente de un descenso: y si el aire de las alturas no me sentó bien, aun así me he traído algo de valor [...] En cualquier caso, escapo con alegría de un inconveniente seguro de la filosofía: su soledad. Empezaba a sentir que el primer año te deja fuera del alcance de los demás profesionales. Nadie simpatiza con tus aventuras en esa materia porque nadie las comprende: y si dieras con un tesoro escondido nadie sería capaz de utilizarlo17.

Es interesante imaginar lo diferente que podría haber sido la carrera de Lewis si le hubieran ofrecido, y él aceptado, una beca de filosofía. ¿Habría acabado tal vez entrando en la Escuela Inglesa? De no ser así, ¿qué tipo de libros habría escrito? ¿Habría escrito alguno siquiera? Aunque nunca hablé con Lewis sobre esto creo que nos hubiera recordado que el «camino» que no se toma carece de realidad y, por lo tanto, no ofrece respuestas18. Lo que está muy claro en los escritos de Lewis, tanto críticos como imaginativos, es la influencia de su bagaje en la filosofía y la literatura griega y latina. Hablando del paso de Lewis de los Clásicos a Lengua, el profesor Coghill dice: «Lewis [...] estaba encontrando todo lo que sabía de la poesía griega y latina reflejado en sus estudios en lengua inglesa, y estaba aprendiendo a iluminar lo segundo con lo primero, con repentinas comparaciones y contrastes que brillaban y explotaban en su conversación»19.

Lewis no solo encontraba tesoros casi a diario en sus estudios en lengua inglesa, sino que descubrió que gran parte de la literatura inglesa, en particular la anglosajona, le entregaba sus tesoros solo después de haber excavado lo suficiente. Pero Lewis nunca se resistió a cubrir las etapas de su «preparación»; de hecho, encontró satisfacción en abordar esos problemas de la erudición que a menudo disuaden a hombres menos decididos. Heredé de la biblioteca de Lewis la mayoría de los textos que utilizaba mientras leía para las asignaturas de Clásicos y Lengua. Cada página tiene un titular corrido en el margen superior; solía compilar un índice al final de cada libro. Amante de la claridad, Lewis se impacientaba con los autores cuyos libros consideraba innecesariamente oscuros. Uno de esos textos fue A Short History of English (Londres, 1921), de H. C. K. Wyld, que utilizó en el estudio del inglés antiguo. En una anotación de su diario del 15 de febrero de 1923 se quejaba: «Intenté sacar alguna información útil del libro de Wyld, que está lleno de datos recopilados con gran esfuerzo, pero presentados de una forma muy confusa y extraordinariamente difícil de trabajar»20. Unos años más tarde, cuando enseñaba inglés antiguo a sus alumnos de Magdalen, decidió «averiguar lo que decía Wyld, a pesar de todo lo que Wyld hacía para impedírmelo»21. Durante varias semanas trabajó con gran fruición para convertir la sección “Del germánico occidental al primitivo O.E.” en un poema mnemotécnico.

En el verano de 1925 el interés de Lewis por convertirse en poeta recibió un nuevo estímulo. Habían pasado siete años desde que publicó su primer volumen de versos, y por entonces estaba corrigiendo las pruebas de Dymer, un largo poema narrativo en rima real. Al mismo tiempo, le molestaba lo que él llamaba «la agitada teoría de la poesía como algo que existe en impresiones líricas momentáneas»22. Ansioso por asestar un golpe a los nuevos poetas de vanguardia, propuso a sus amigos la idea de un engaño literario: «Una serie de falsos poemas al estilo de Eliot para enviar al Dial y al Criterion; tarde o temprano uno de esos asquerosos editores caerá en la trampa»23. De su primer encuentro, unos días más tarde, escribió (en su diario):

Todos leímos nuestros poemas al estilo de Eliot y discutimos planes de campaña. C pensó que, si teníamos éxito, Eliot siempre podría decir que habíamos querido decir los poemas en serio y que después habíamos fingido que eran parodias; su respuesta a esto fue hacerlos acrósticos y que en los que él había compuesto se leyera hacia abajo: «La poesía fingida paga al mundo con su propia moneda, papel moneda». Entonces surgió la brillante idea de que fuéramos un hermano y una hermana, Rollo y Bridget Considine. Bridget es la mayor y están unidos por un afecto tan tierno que es casi incestuoso. Bridget escribirá en breve una carta a Eliot (si conseguimos afianzarnos) contándole su vida y la de su hermano. Es increíblemente desaliñada y tiene unos treinta y cinco años. Nos reímos a carcajadas mientras imaginábamos la fiesta del té en la que los Considine conocerían a Eliot. Y se disfrazaría de Bridget y tal vez traería un bebé. Seleccionamos como primera toma mi “Nidhogg” (de Rollo) y “Conversation” (de H) y “Sunday” (de Y, Bridget). Se enviarán desde Viena, donde H tiene un amigo. Creemos que Viena disminuirá las sospechas y también es un lugar probable para que vivan los Considine. Nuestra reunión se disolvió sobre las doce. H y C están en esto por pura diversión, yo por ardiente indignación24.

Ya sea porque la indignación de Lewis se consumió o porque los editores se negaron a publicar sus poemas, nunca he descubierto en el Dial ni en el Criterion ningún poema de los Considine. Creo que sería injusto para Lewis dejar las cosas aquí. Cuando Eliot y él se conocieron en el Palacio de Lambeth, donde trabajaron juntos en la revisión del Salterio, se hicieron buenos amigos. Hablándome de esto después, Lewis dijo: «Sabes que nunca me interesó la poesía y la crítica de Eliot, pero cuando nos conocimos le quise al instante».

Dymer fue bien recibido, pero su crítico en el Sunday Times expresó, creo, los sentimientos de muchos lectores cuando dijo del poema: «Nos parece que el señor Hamilton ha dejado escapar su oportunidad […] si hubiese sido un relato en prosa, ¡qué espléndidamente habría fluido!»25. Tal vez Lewis estuviera de acuerdo, porque nunca intentó publicar ninguno de sus poemas más largos después de aquello26. No solo estaba seguro de que nunca sería un gran poeta, sino que creía, como escribió a su hermano:

Ya no hay ninguna posibilidad de descubrir un poema largo en inglés que resulte ser justo lo que quiero y que pueda añadirse a La Reina Hada, al Preludio, El paraíso perdido, El anillo y el libro, El paraíso terrenal y algunos otros; porque no hay más27.

Parece como si Lewis hubiera llegado al final de su propia capacidad para producir. Por el contrario, solo había comenzado. El 10 de julio de 1928 escribió a su padre:

He empezado el primer capítulo de mi libro [...] Por supuesto, como un niño que quiere llegar a la pintura antes de terminar realmente de dibujar el contorno, me he impacientado por hacer algo de escritura real durante mucho tiempo [...] El libro trata de la poesía amorosa medieval y de la idea medieval del amor28.

El libro es, por supuesto, La alegoría del amor. Un gran hito estaba a punto de ser alcanzado y otro libro sería escrito antes de la publicación de ese libro en 1936. Me refiero a la conversión de Lewis en 1931 y a la publicación de El regreso del peregrino en 1933. Lewis tenía mucho en común con sus poetas favoritos: ahora compartía con ellos la más vinculante de todas las creencias. Con su conversión, ese pequeño núcleo duro de ambición mundana, evidente en casi todas las páginas de su diario, parece haber caído en el olvido. Y con la muerte de su vieja ambición se interesó más por lo que escribía que por lo que él podría llegar a ser escribiendo. Siguió creando poemas cortos durante el resto de su vida, pero, a partir de “Lo que Chaucer hizo realmente a Il Filostrato” (1932), y más tarde en sus obras de ficción, su perspicacia poética y su razón crítica parecen haber fluido juntas y haberse expresado en una sola actividad. A pesar de sus desacuerdos sobre algunas cosas, Lewis pudo por fin decir, como lo hace en el decimocuarto ensayo de este libro, «como creemos el señor Eliot y yo…».

Los estudiosos ingleses discrepan sobre el método adecuado para editar las obras de un autor moderno. Resumidamente, algunos insisten en imprimir exactamente lo que el autor escribió, con independencia de que contenga errores o no. Otros sostienen que el trabajo de un editor consiste en imprimir lo que cree que el autor pretendía. Mi método ha sido el de estos últimos.

Lewis tenía la memoria más asombrosa de todos los hombres que he conocido. Le he oído citar un centenar de versos de, por ejemplo, Beowulf o El paraíso perdido sin cometer (que yo supiera) ningún error. Como recordaba casi todo lo que leía, solía citar directamente de memoria sin molestarse en comprobar los textos. Es muy fácil que se cuelen errores en ensayos de este tipo, ya sea por culpa del autor, del editor o de ambos (como suele ocurrir); en consecuencia, he comparado todo el material citado en estos ensayos con los textos que (en la mayoría de los casos) creo que Lewis utilizó. En total, he hecho demasiadas correcciones. Como la mayoría de ellas, sin embargo, no afectan al sentido de los ensayos, me he limitado a enmendar en silencio. Aunque Lewis era rápido para detectar errores de lógica y significado, no era en absoluto pedante y solía estar tan interesado en aquello sobre lo que escribía que a menudo le resultaban indiferentes las minucias en las que se regodean los pedantes estrictos. Por otra parte, tenía un gran respeto por la precisión, y si yo le hubiera señalado los errores en sus citas estoy seguro de que él mismo los habría corregido.

Probablemente se notará que he añadido muchas notas a pie de página por mi parte (señaladas en este texto bajo la rúbrica «N. del E.). Lewis solía suponer que sus lectores habían leído y recordado tanto como él, pero mi propia ignorancia me convence de que no siempre es así. Y como a veces me llevó varias horas localizar la fuente de algunos de los versos que citaba —como por ejemplo el poema “On God Ureisun of Ure Lefdi”— pensé que otros estarían tan contentos de tenerlos en notas a pie de página como yo lo estuve de encontrarlos.

Antes de enumerar los ensayos de este libro, deseo dar las gracias a todos los que publicaron los libros y publicaciones periódicas en los que aparecieron por primera vez. Estoy especialmente agradecido a Oxford University Press por permitirme reimprimir la mayoría de los ensayos que aparecieron originalmente bajo el título Rehabilitations and Other Essays (Londres, 1939). Y estoy en deuda con Geoffrey Bles Ltd. por permitirme reimprimir los ensayos numerados 1, 7, 9, 15, 17 y 21 en su día aparecidos en They Asked for a Paper (Londres, 1962). Como todos los ensayos de este libro fueron reimpresos (algunos con ligeras alteraciones de Lewis) de diversas revistas, he optado por enumerar sus fuentes originales en los párrafos que siguen.

“De Descriptione Temporum”, la conferencia inaugural de Lewis como catedrático de Literatura Inglesa Medieval y Renacentista en la Universidad de Cambridge, fue publicada por primera vez por University of Cambridge Press en 1955. “El metro literario” apareció por primera vez en Lysistrata, vol. II (mayo de 1935) y posteriormente en Rehabilitations29. “Lo que Chaucer hizo realmente a Il Filostrato” se publicó por primera vez en Essays and Studies, vol. XIX (1932) y “El verso heroico del siglo xv” en Essays and Studies, vol. XXIV (1939). “Hero y Leandro”, la conferencia de Warton sobre poesía inglesa, fue leída en la Academia Británica en 1952 y se publicó en Proceedings of the British Academy, vol. XXXVIII ese mismo año.

“La variación en Shakespeare y otros” se leyó por primera vez en el Mermaid Club y luego se imprimió en Rehabilitations. “Hamlet: ¿el Príncipe o el Poema?”, Conferencia anual sobre Shakespeare de la Academia Británica, 1942 , se publicó por primera vez en Proceedings of the British Academy, vol. XXVIIII (1942). “Donne y la poesía amorosa en el siglo xvii” apareció originalmente en Seventeenth Century Studies Presented to Sir Herbert Grierson (Oxford, 1938). “El impacto literario de la Versión Autorizada”, la conferencia de Ethel M. Wood, fue pronunciada ante la Universidad de Londres el 20 de marzo de 1950 y fue publicado por Athlone Press en 1950. “La visión de John Bunyan” fue leída por primera vez en el B.B.C. y publicada posteriormente en The Listener, vol. LXVIII (13 de diciembre de 1962).

“Addison” se publicó originalmente en Essays on the Eighteenth Century Presented to David Nichol Smith (Oxford, 1945). “Palabras de cuatro letras” se publicó por primera vez en The Critical Quarterly, vol. III (verano de 1961) y “Una nota sobre Jean Austen” en Essays in criticism, vo1. IV (octubre de 1954). “Shelley, Dryden y el señor Eliot” se leyó en el Bedford College, Londres, y se publicó después en Rehabilitations. “Sir Walter Scott” se leyó ante el Club Sir Walter Scott de Edimburgo en su reunión anual de 2 de marzo de 1956 y se publicó después en The Edinburgh Sir Walter Scott Club Forty-ninth Annual Report, 1956. “William Morris” fue leído en la Martlet Society el 5 de noviembre de 1937 y publicado posteriormente en Rehabilitations.

“El mundo de Kipling” se leyó en la English Association y luego se publicó en Literature and Life: Addresses to the English Association, vol. I (Londres, 1948). “Bluspels y Planisferas: una pesadilla semántica” fue leído en la Universidad de Manchester y posteriormente publicado en Rehabilitations. “Lo culto y lo popular” fue leído en la English Society de Oxford y publicado posteriormente en Rehabilitations. “Metro” apareció originalmente en A Review of English Literature, vol. I (enero de 1960). “Psicoanálisis y crítica literaria” fue leído ante una sociedad literaria del Westfield College y publicado posteriormente en Essays and Studies, vol. XXVII (1942). “El enfoque antropológico” fue orginalmente publicado en English and Medieval Studies Presented to J. R. R. Tolkien on the Occasion of his Seventieth Birthday, ed. Norman Davis y C. L. Wrenn (Londres, George Allen and Unwin Ltd., 1962).

Ahora bien, una vez dicho qué ensayos contiene este libro, me queda nombrar aquellos que, por diversas razones, no he podido incluir. Son —más allá de Studies in Medieval and Renaissance Literature, ed. Walter Hooper (Cambridge, 1966)— el ensayo de Lewis sobre “The English Prose Morte”, en Essays on Malory, ed. J. A. W. Bennett (Oxford, 1963); y los tres ensayos restantes que componen Rehabilitations— “The Idea of an ‘English School’”, ‘Our English Syllabus’ y ‘Christianity and Literature’— el último de los cuales se puede encontrar reimpreso en la obra de Lewis, Christian Reflections, ed. Walter Hooper (Londres, 1967). Estos ensayos, junto con los contenidos en este volumen comprenden el total de los ensayos de C. S. Lewis sobre literatura.

Mi agradecimiento a los amigos que me han ayudado con este libro es grande y numeroso. El profesor J. R. R. Tolkien me ha dado muchos sabios consejos y me ha permitido imprimir parte de una carta que me escribió en la página 18. Tan seguro estaba de recibir ayuda del profesor I. Ll. Foster del Jesus College que estoy tan familiarizado con su escalera universitaria como con la mía propia. El profesor John Lawlor, el doctor Austin Farrer y señora, el señor Roger Lancelyn Green, el señor Owen Barfield, el señor Colin Hardie y el doctor J. M. S. Tompkins me han respondido a tantas preguntas que casi he llegado a considerarlos como mi oficina privada de información. El doctor Garfield M. Firor de Baltimore, Maryland, envió paquetes de comida a Lewis durante la guerra y me ayudó económicamente a preparar este libro. El profesor Nevill Coghill ha tenido la amabilidad de permitirme utilizar sus notas en verso del trabajo de Lewis sobre Spenser. Por último, el comandante W. H. Lewis, la señorita Priscilla Tolkien, mis padres... —el señor y la señora A. B. Hooper— y el doctor y la señora Fred R. Klenner me han ayudado de maneras demasiado numerosas para recordarlas, pero no por ello menos apreciadas.

Walter Hooper

Jesus College, Oxford

Septiembre, 1968

1.De Descriptione Temporum

Por hablar desde una cátedra recién fundada, me encuentro liberado de una vergüenza solo para caer en otra. No tengo grandes predecesores que me hagan sombra; por otra parte, debo intentar (como dice la gente del teatro) «crear el papel». La responsabilidad es grande. Si me equivoco, la universidad podría llegar a lamentar no solo el haberme elegido —un error que, en el peor de los casos, puede dejarse en manos del gran sanador— sino incluso, lo que es mucho más importante, la propia fundación de la cátedra. Por eso he pensado que lo mejor es coger el toro por los cuernos y dedicar esta conferencia a explicar con la mayor claridad posible la forma en que enfoco mi trabajo; mi interpretación del encargo que ustedes me han hecho.

Lo que más me atrajo de aquel encargo fue la combinación “Medieval y Renacentista”. Pensé que con esta fórmula la universidad daba su aprobación oficial a un cambio que se ha ido produciendo en la opinión histórica a lo largo de mi vida. El profesor Seznec lo resume muy bien con estas palabras: «A medida que se conocen mejor la Edad Media y el Renacimiento, la antítesis tradicional entre ellos se hace menos marcada»30. Algunos estudiosos podrían ir más lejos que el profesor Seznec, pero creo que muy pocos se opondrían a él. Si a veces no somos conscientes del cambio, no es porque no lo hayamos compartido, sino porque ha sido gradual e imperceptible. Lo reconocemos más claramente si de repente nos encontramos cara a cara con el antiguo punto de vista en todo su apogeo. Un buen experimento es releer el primer capítulo de Early Tudor Poetry, de J. M. Berdan31. Sigue siendo un libro útil en muchos sentidos, pero ahora es difícil leer ese capítulo sin esbozar una sonrisa. Empezamos con veintinueve páginas (que contienen varias afirmaciones erróneas) de tristeza sin alivio sobre la grosería, la superstición y la crueldad con los niños, y en la vigésimo novena aparece esta frase: «La primera grieta en esta oscuridad es la doctrina copernicana»; como si una nueva hipótesis en astronomía hiciera que un hombre dejara de pegar a su hija en la cabeza. Ningún estudioso podría ahora escribir así. Pero la vieja imagen, hecha con colores mucho más crudos, ha sobrevivido entre los compañeros más débiles, si no (esperemos) en Cambridge, sí ciertamente en esa oscuridad occidental de la que tan recientemente me han invitado ustedes a emerger. El verano pasado, un joven caballero al que tuve el honor de examinar describió a Thomas Wyatt como «el primer hombre que salió a la orilla del gran y oscuro mar embravecido de la Edad Media»32. El caso era interesante porque mostraba cómo una imagen estereotipada puede borrar la propia experiencia de un hombre. Casi todos los textos medievales que el plan de estudios le había obligado a estudiar le habían conducido en realidad a jardines formales donde cada pasión estaba sometida a un ceremonial y cada problema de conducta encajaba en una compleja y rígida teología moral.

Así pues, de la fórmula “Medieval y Renacentista” deduje que la universidad estaba alentando mi propia creencia de que la barrera entre esas dos épocas se había exagerado mucho, si es que no era en gran medida una invención de la propaganda humanista. Como mínimo, estaba dispuesto a acoger con satisfacción cualquier cosa que flexibilizase nuestra concepción de la historia. Todas las líneas de demarcación entre lo que llamamos «periodos» deberían estar sujetas a una revisión constante. ¡Ojalá pudiéramos prescindir de ellas por completo! Como dijo un gran historiador de Cambridge: «A diferencia de las fechas, los periodos no son hechos. Son concepciones retrospectivas que nos formamos sobre acontecimientos pasados, útiles para centrar el debate, pero que a menudo desvían el pensamiento histórico»33. El proceso temporal real, tal como lo encontramos en nuestras vidas (y no lo encontramos, en sentido estricto, en ningún otro lugar) no tiene divisiones, excepto quizás esas «benditas barreras entre el día y el día», nuestros sueños. El cambio nunca es completo, y el cambio nunca cesa. Nada ha terminado nunca del todo; siempre puede volver a empezar (esta es una de las facetas de la vida que Richardson acierta a concebir con cansina precisión). Y nada es completamente nuevo; siempre se ha anticipado o preparado de algún modo. Nuestra vida es una continuidad en la mutabilidad sin fisuras ni formas.

Por desgracia, los historiadores no podemos prescindir de los periodos. No podemos utilizar para la historia literaria la técnica de Las olas de la señora Woolf. No podemos mantener unidas enormes masas de datos sin poner en ellas algún tipo de estructura. Menos aún podemos organizar el trabajo de un trimestre o elaborar una lista de clases. Así pues, nos vemos obligados a recurrir a periodos. Todas las divisiones falsificarán nuestro material hasta cierto punto; lo mejor que podemos esperar es elegir las que menos lo falsifiquen. Pero como tenemos que dividir, reducir el énfasis en una división tradicional significará, a la larga, aumentar el énfasis en alguna otra división. Y ese es el tema del que quiero hablar. Si no situamos la Gran División entre la Edad Media y el Renacimiento, ¿dónde deberíamos situarla? Formulo esta pregunta con plena conciencia de que, en la realidad estudiada, no existe una Gran División. No hay nada en la historia que se corresponda exactamente con lo que son una línea costera o una divisoria de aguas en geografía. Si, a pesar de ello, sigo pensando que mi pregunta merece la pena, no es porque pretenda para mi respuesta algo más que un valor metodológico (y ni en ese caso demasiado). Y mucho menos desearía que estuviera menos sujeta que otras a continuos ataques y rápidas revisiones. Pero creo que la discusión es una forma tan buena como cualquier otra de explicar cómo veo el trabajo que se me ha encomendado. Cuando lo haya terminado, al menos habré puesto las cartas sobre la mesa y ustedes sabrán qué es lo peor que he concebido.

El significado de mi título estará claro a estas alturas. Remite al epígrafe de un capítulo tomado de Isidoro34. En ese capítulo, Isidoro se dedica a dividir la historia, tal como él la conocía, en sus periodos o, como él los llama, aetates. Yo haré lo mismo. Suponiendo que no situemos nuestra gran frontera entre la Edad Media y el Renacimiento, consideraré las pretensiones rivales de algunas otras divisiones que se han hecho o podrían hacerse. Pero, antes, una advertencia. No estoy emulando, ni siquiera a escala liliputiense, al profesor Toynbee o a Spengler. Sobre todo lo que podría llamarse «filosofía de la historia» soy un escéptico sin remedio. No sé nada del futuro, ni siquiera si habrá futuro. No sé si la historia pasada ha sido necesaria o contingente. No sé si la tragicomedia humana está ahora en el Acto I o en el Acto V; si nuestros desórdenes actuales son los de la infancia o los de la vejez. Me limito a considerar cómo debemos ordenar o esquematizar los hechos —ridículamente escasos respecto a la totalidad— que llegan hasta nosotros (a menudo por accidente) del pasado35. Me parezco menos a un botánico en un bosque que a una mujer arreglando unas flores cortadas para el salón. Lo mismo ocurre, en cierta medida, con los grandes historiadores. No podemos adentrarnos en el verdadero bosque del pasado; eso es parte de lo que significa la palabra «pasado».

La primera división que se nos ocurre naturalmente es la que existe entre la Antigüedad y la Edad Oscura: la caída del Imperio, las invasiones bárbaras, la cristianización de Europa. Y, por supuesto, ninguna eventual revolución en el pensamiento histórico hará que esto sea algo menos que un cambio masivo y múltiple. No crean que pretendo restarle importancia. Sin embargo, debo señalar que han sucedido tres cosas desde, digamos, la época de Gibbon, que lo hacen un poco menos catastrófico para nosotros de lo que fue para él.

1. La pérdida parcial del saber antiguo y su recuperación en el Renacimiento fueron para Gibbon acontecimientos únicos. La Historia no ha tenido rival para semejante muerte y nuevo nacimiento. Pero hemos vivido para ver la segunda muerte del saber antiguo. En nuestra época, lo que antes era posesión de todos los hombres cultos se ha reducido a ser el logro técnico de unos pocos especialistas. Si decimos que no se trata de una muerte total, cabe replicar que tampoco la hubo en la Edad Media. Incluso se podría argumentar que el latín, al sobrevivir como lengua de la cultura de la Edad Oscura y preservar las disciplinas del Derecho y la Retórica, dio a algunas partes de la herencia clásica un estatus mucho más vivo e integral en la vida de aquellas épocas de lo que los estudios académicos de los especialistas pueden reclamar en la nuestra. En cuanto al ámbito y el tempo de las dos muertes, si se buscara a un hombre que no supiera leer a Virgilio aunque su padre sí, se le podría encontrar más fácilmente en el siglo xx que en el v36.

2. A Gibbon el cambio literario de Virgilio a Beowulf o el Cantar de Hildebrando —si los hubiera leído— le habría parecido mayor de lo que puede parecernos a nosotros. Ahora podemos ver con bastante claridad que estos poemas bárbaros no eran realmente una novedad comparable, por ejemplo, a La tierra baldía o a los Anathemata del señor Jones. Eran más bien un retorno inconsciente al espíritu de la primera poesía clásica. El público de Homero y el público del Cantar de Hildebrando, una vez que hubieran aprendido el lenguaje y la métrica del otro, habrían encontrado la poesía del otro perfectamente inteligible. Nada nuevo había llegado al mundo.

3. La cristianización de Europa parecía a todos nuestros antepasados, tanto si lo acogían como cristianos como si, al igual que Gibbon, lo deploraban como incrédulos humanistas, un acontecimiento único e irreversible. Pero hemos asistido al proceso inverso. Por supuesto, la descristianización de Europa en nuestra época no está del todo completa; tampoco lo estuvo su cristianización en la Edad Media. Pero, a grandes rasgos, podemos decir que, mientras que para nuestros antepasados toda la historia se dividía en dos periodos, el precristiano y el cristiano, y solo dos, para nosotros se divide en tres: el precristiano, el cristiano y lo que razonablemente puede llamarse el poscristiano. Esto sin duda debe suponer una diferencia trascendental. No estoy considerando aquí ni la cristianización ni la descristianización desde un punto de vista teológico. Los considero simplemente cambios culturales37. Al hacerlo, me parece que el segundo cambio es aún más radical que el primero. Cristianos y paganos tenían mucho más en común entre sí de lo que cualquiera de ellos tiene con un poscristiano. La brecha entre los que adoran a dioses diferentes no es tan grande como la que existe entre los que adoran y los que no. Tanto la época pagana como la cristiana son épocas de lo que Pausanias llamaría «la idea exteriorizada y representada»38; el sacrificio, los juegos, el triunfo, el drama ritual, la misa, el torneo, la mascarada, el desfile, el epithalamium, y con ellos los trajes rituales y simbólicos, trabea y laticlave, corona de acebuche, corona real, togas de juez, espuelas de caballero, tabardo de heraldo, armadura, vestidura sacerdotal, hábito religioso —para cada rango, oficio u ocasión su signo visible—. Pero incluso si apartamos la vista de ahí y nos adentramos en el temperamento de los hombres, me parece ver lo mismo. Seguramente la distancia entre el profesor Ryle y Thomas Browne es mucho mayor que la que hay entre Gregorio Magno y Virgilio. Seguramente Séneca y el doctor Johnson están más cerca que Burton y Freud.

Ya ven las líneas a lo largo de las cuales mi pensamiento está trabajando; y no es en verdad parte de mi objetivo guardar una sorpresa para el final de la conferencia. Si me he aventurado, un poco, a modificar nuestra visión de la transición de la «Antigüedad» a la «Oscuridad», es solo porque creo que desde entonces hemos sido testigos de un cambio aún más profundo.

La siguiente frontera que se ha trazado, aunque no hasta hace poco, es la que separa la Edad Media de la Oscura. La trazamos hacia principios del siglo xii. Es evidente que esta frontera no puede competir con su predecesora en el terreno religioso; tampoco puede presumir de una redistribución tan drástica de las poblaciones. Pero casi compensa estas deficiencias de otras maneras. Después de todo, el cambio de la Antigua a la Oscura había consistido principalmente en pérdidas. Pero no del todo. La Edad Oscura no fue tan infructuosa en el progreso como a veces pensamos. En ella triunfó el codex o libro con bisagras sobre el rollo o volumen, una mejora técnica casi tan importante para la historia del saber como la invención de la imprenta. La Academia depende por entero de esta innovación. Y si —aquí tal vez alguien pueda corregirme— también inventaron el estribo, hicieron algo casi tan importante para el arte de la guerra como el inventor de los tanques. Pero, en general, fueron un periodo de retroceso: peores casas, peores desagües, menos baños, peores carreteras, menos seguridad (percibimos en Beowulf que se espera que una espada vieja sea mejor que una nueva).

Con la Edad Media llegamos a un periodo de mejora generalizada y brillante. El texto de Aristóteles es recuperado. Su rápida asimilación por Alberto Magno y Tomás de Aquino abre un nuevo mundo de pensamiento. En arquitectura, las nuevas soluciones a los problemas técnicos abren el camino a nuevos efectos estéticos. En literatura, los antiguos metros aliterativos y asonánticos ceden su lugar al verso rimado y silábico, que será durante siglos la principal carga de la poesía europea. Al mismo tiempo, los poetas exploran toda una nueva gama de sentimientos. Estoy tan lejos de infravalorar esta revolución que ya se me ha acusado antes de hoy de exagerarla. Pero «grande» y «pequeño» son términos de comparación. Pensaría que este cambio en la literatura es el más grande si no supiera de uno mayor. No me parece que la obra de los Trovadores y Chrétien y los demás fuera realmente una novedad tan grande como la poesía del siglo xx. Un hombre criado en la tradición de La Chanson de Roland podría haberse sentido desconcertado por el Lancelot. Se habría preguntado por qué el autor dedicaba tanto tiempo a los sentimientos y tan poco (comparativamente) a las acciones. Pero habría sabido que eso era lo que el autor había hecho. En un sentido importante, habría sabido de qué «trataba» el poema. Si hubiera malinterpretado la intención, al menos habría entendido las palabras. Por eso no creo que el cambio de «Oscuro» a «Medio» pueda, en el aspecto literario, juzgarse igual al cambio que ha tenido lugar en mi propia vida. Y, por supuesto, en el ámbito religioso ni siquiera está en la misma liga.

Queda por considerar una tercera frontera posible. Podríamos dibujar nuestra línea en algún punto hacia finales del siglo xvii, con la aceptación general del copernicanismo, el dominio de Descartes, y (en Inglaterra) la fundación de la Royal Society. Si estuviéramos considerando la historia del pensamiento (en el sentido estricto de la palabra) creo que aquí es donde trazaría mi línea. Pero si consideramos la historia de nuestra cultura en general, la cosa cambia. Ciertamente, las ciencias comenzaron entonces a avanzar con paso más firme y rápido. A ese avance se deben casi todos los cambios posteriores y, en mi opinión, más profundos. Pero los efectos se retrasaron. Las ciencias siguieron siendo durante mucho tiempo como un cachorro de león cuyos retozos deleitaban a su amo en privado; aún no había probado la sangre del hombre. A lo largo de todo el siglo xviii, el tono de la mente común siguió siendo ético, retórico, jurídico, más que científico, de modo que Johnson pudo decir con verdad: «El conocimiento de la naturaleza externa, y las ciencias que ese conocimiento requiere o incluye, no son el gran o el frecuente asunto de la mente humana»39. Es fácil ver por qué. La ciencia no era asunto del hombre porque el hombre no se había convertido todavía en asunto de la ciencia. Se ocupaba principalmente de lo inanimado; y arrojaba pocos subproductos tecnológicos. Cuando Watt fabrique su motor, cuando Darwin empiece a jugar con la ascendencia del hombre, y Freud con su alma, y los economistas con todo lo suyo, entonces sí que el león habrá salido de su jaula. Su presencia liberada entre nosotros se convertirá en uno de los factores más importantes de la vida cotidiana de todos. Pero todavía no, no en el siglo xvii.

Es por estos pasos que he llegado a considerar como la mayor de todas las divisiones en la historia de Occidente la que divide entre el presente y, por ejemplo, la época de Jane Austen y Scott. La datación de tales cosas debe ser, por supuesto, bastante vaga e indefinida. Nadie podría señalar un año o una década en la que el cambio comenzara indiscutiblemente, y es probable que aún no haya alcanzado su punto álgido. Pero en algún lugar entre nosotros y las novelas de Waverley, en algún lugar entre nosotros y Persuasión hay un abismo. Por supuesto, nada más llegar a este resultado me pregunté si no sería una ilusión de perspectiva. La distancia entre el poste telegráfico que estoy tocando y el siguiente parece más larga que la suma de las distancias entre todos los demás postes. ¿Podría ser una ilusión del mismo tipo? No podemos medir los periodos como podríamos medir los postes. Solo puedo exponer los motivos por los que, después de reconsiderarlo una y otra vez, me he visto obligado a reafirmar mi conclusión.

1. Empiezo por lo que considero más débil; el cambio, entre la época de Scott y la nuestra, en el orden político. En este aspecto, la frontera que propongo tendría serios rivales. El cambio es quizás menor que entre la Antigüedad y la Edad Media. Sin embargo, es muy grande, y creo que se extiende a todas las naciones, tanto a las que llamamos democracias como a las dictaduras. Si quisiera satirizar el orden político actual, tomaría prestado el nombre que la revista Punch inventó durante la primera guerra alemana: Govertisement. Es una palabra compuesta que significa «gobierno a través de la publicidad». Pero mi intención no es satírica, sino objetiva. El cambio es el siguiente. En todas las épocas anteriores que conozco, el principal objetivo de los gobernantes, salvo en raras y breves ocasiones, era mantener en calma a sus súbditos, prevenir o extinguir la excitación generalizada y persuadir a la gente de que se dedicara tranquilamente a sus diversas ocupaciones. Y, en general, sus súbditos estaban de acuerdo con ellos. Incluso rezaban (en palabras que suenan curiosamente anticuadas) para poder vivir «una vida pacífica consagrada a la piedad y la honradez» y «pasar su tiempo en silencio y sosiego». Pero ahora la organización de la excitación de las masas parece ser casi el órgano normal del poder político. Vivimos en una época de «llamamientos», «apelaciones» y «campañas». Nuestros gobernantes se han convertido en maestros de escuela y siempre están exigiendo «disposición». Se habrán dado cuenta de que soy culpable de un ligero arcaísmo al llamarlos «gobernantes». Líderes es la palabra moderna. He sugerido en otra parte40 que este es un cambio de vocabulario profundamente significativo. Nuestra exigencia hacia ellos ha cambiado tanto como la de ellos hacia nosotros. Porque a un gobernante se le pide justicia, incorrupción, diligencia, quizá clemencia; a un líder, audacia, iniciativa y (supongo) lo que la gente llama «magnetismo» o «personalidad». En el aspecto político, pues, esta frontera propuesta tiene una evaluación respetable, pero difícilmente atractiva.

2. Creo que en el ámbito de las artes se eleva por encima de cualquier rival posible. No creo que ninguna época anterior haya producido obras que fueran, en su propio tiempo, tan estremecedora y desconcertantemente nuevas como lo han sido en el nuestro las de los cubistas, los dadaístas, los surrealistas y Picasso. Y estoy bastante seguro de que esto es cierto en el arte que más amo, es decir, la poesía. Esta cuestión se ha debatido a menudo con cierto acaloramiento, pero el acaloramiento se debía, me parece, a la sospecha (no siempre infundada) de que quienes afirmaban la novedad sin precedentes de la poesía moderna lo hacían para desacreditarla. Pero nada más lejos de mi propósito que emitir cualquier juicio de valor, ya sea favorable o a la inversa. Y si podemos eliminar de una vez esa cuestión crítica y concentrarnos en el hecho histórico, entonces no veo cómo alguien puede dudar de que la poesía moderna no solo es una novedad mayor que cualquier otra «nueva poesía», sino también que es nueva de una manera nueva, casi en una nueva dimensión. Decir que toda la nueva poesía fue alguna vez tan difícil como la nuestra es falso; decir que alguna lo fue es un equívoco. Algunas poesías anteriores eran difíciles, pero no de la misma manera. La poesía alejandrina era difícil porque presuponía un lector erudito; a medida que se aprendía, se encontraban las respuestas a los enigmas. La poesía escáldica era ininteligible si no se conocía el kenningar, pero inteligible si se conocía. Y —este es el verdadero punto— todos los hombres de letras alejandrinos y todos los escaldos habrían estado de acuerdo en las respuestas. Creo que lo mismo puede decirse de los oscuros conceptos de Donne; había una interpretación correcta para cada uno de ellos y Donne podría habértela contado. Por supuesto, se puede malinterpretar lo que Wordsworth pretendía decir en sus Baladas líricas, pero todo el mundo entendía lo que decía. No veo en ninguno de ellos el más mínimo paralelismo con el estado de cosas revelado por un reciente simposio sobre el poema “Cooking Egg”41 del señor Eliot, en el que siete adultos (dos de ellos de Cambridge), cuyas vidas han estado especialmente dedicadas al estudio de la poesía, discutieron un poema muy corto que ha estado ante el mundo durante treinta y tantos años; y no hay el más mínimo acuerdo entre ellos sobre lo que, en cualquier sentido de la palabra, significa. No tengo el menor interés en decidir si esta situación es buena o mala, solo afirmo que es algo nuevo. En toda la historia de Occidente, desde Homero —casi podría decirse que desde la Epopeya de Gilgamesh42— no ha habido ninguna curva o ruptura en el desarrollo de la poesía comparable a esta. En este sentido, la división que propongo no tiene rival que temer.

3. En tercer lugar, está el gran cambio religioso que he tenido que mencionar antes: la descristianización. Por supuesto que había muchos escépticos en la época de Jane Austen y mucho antes, como hay muchos cristianos ahora. Pero la presunción ha cambiado de lado. En sus días, algún tipo y grado de creencia y práctica religiosa eran la norma; ahora, aunque me gustaría creer que tanto el tipo como el grado han mejorado, son la excepción. Ya he argumentado que este cambio supera al que experimentó Europa en su conversión. Es difícil tener paciencia con esos Jeremías, en la prensa o en el púlpito, que nos advierten de que estamos «recayendo en el paganismo». Sería bastante divertido si lo estuviéramos haciendo. Sería agradable ver a un futuro Primer Ministro tratando de matar a un toro blanco como la leche en Westminster Hall. Pero no podemos. Lo que se esconde detrás de tales profecías perezosas, si es que hay algo más que lenguaje descuidado, es la falsa idea de que el proceso histórico permite una mera inversión; que Europa puede salir del cristianismo «por la misma puerta por la que entró» y encontrarse de nuevo donde estaba. No es eso lo que ocurre. Un hombre poscristiano no es un pagano; es como pensar que una mujer casada recupera su virginidad mediante el divorcio. El poscristiano está separado del pasado cristiano y por lo tanto mucho más del pasado pagano.

4. En último lugar voy a jugar mi baza ganadora. Entre Jane Austen y nosotros, pero no entre ella y Shakespeare, Chaucer, Virgilio, Homero o los faraones, llega el nacimiento de las máquinas. Esto nos eleva de inmediato a una región de cambio muy por encima de todo lo que hemos considerado hasta ahora. Porque esto es paralelo a los grandes cambios por los que dividimos las épocas de la prehistoria. Está al mismo nivel que el paso de la piedra al bronce, o de la economía pastoril a la agrícola. Altera el lugar del hombre en la naturaleza. El tema se ha celebrado hasta el hartazgo, por lo que no diré nada aquí sobre sus consecuencias económicas y sociales, por inconmensurables que sean. Lo que nos preocupa más es su efecto psicológico. ¿Por qué la palabra «primitivo» nos sugiere a la vez torpeza, ineficacia y barbarie? Cuando nuestros antepasados hablaban de la iglesia primitiva o de la pureza primitiva de nuestra constitución no querían decir nada parecido (el único sentido peyorativo que Johnson da a «primitivo» en su Diccionario es, significativamente, «Formal; afectuosamente solemne; imitando la supuesta gravedad de los viejos tiempos»). ¿Por qué «lo último» significa «lo mejor» en términos publicitarios? Pues bien, admitamos que estos desarrollos semánticos deben algo a la creencia decimonónica en el progreso espontáneo, que a su vez debe algo al teorema de la evolución biológica de Darwin o a ese mito del evolucionismo universal que en realidad es tan diferente de él, y anterior. En cuanto a las dos grandes expresiones imaginativas del mito, a diferencia del teorema —el Hyperion de Keats y El anillo del Nibelungo de Wagner— son predarwinianas. Reconozcámosles su mérito43